Ragnarök Nro. 11 - Volumen 2

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UN TEMA DE CONVERSACIÓN III Diego Meret Ilustrado por Diego Axel Lazcano .................................................................................................... 4 LA LISTA Corina Vanda Materazzi Ilustrado por Marcos Billordo ........................................................................................................... 7 INÉDITA II Flavia Calise

Ilustrado por Lucas Silvero .............................................................................................................. 10

FANTASMAGORÍA Felipe Marangoni Ilustrado por Melody .......................................................................................................................... 12 YO SOY EL HIJO DE FELISA BAGNOLI Pablo Duca Ilustrado por Carlos Vivas ................................................................................................................. 15 DESDE UN CONFÍN Fede Baggini Ilustrado por Fernando Luzuriaga ................................................................................................... 18 NO ARROJE PAPELES AL PISO (FUERZA MAGNÉTICA) Valentina Vidal

Ilustrado por Naty Gimenez ............................................................................................................. 23

GENGIS KHAN Leonardo Oyola Ilustrado por Cristian David Navarro ............................................................................................. 26 RELOJES DE PLASTILINA Juan Diego Incardona

Ilustrado por Fabián Roldán ............................................................................................................. 32

FIGURAS INFINITAS Mariana Travacio Ilustrado por Diana Aguirre ............................................................................................................... 35 CRUZ ROTA Kike Ferrari

Ilustrado por Cristian David Navarro .............................................................................................. 38

HADA MADRINA Flor Canosa Ilustrado por Raúl Sánchez .............................................................................................................. 43 CRÓNICAS DE CTHULHU, EL DIOS PIADOSO Paula Torres

Ilustrado por Joaquín Fernández Riveira ...................................................................................... 47

LAS CONSTELACIONES SANGRIENTAS Debret Viana Ilustrado por Valeria Suárez Araujo ............................................................................................... 49 LA CATAPULTA DE LOS HERMANOS WRIGHT Marcelo Rubio

Ilustrado por Manuel Artigue ........................................................................................................... 51 . HERMANDAD Gilda Manso Ilustrado por Bibiana Romero ............................................................................................................. 55

SOPA INGLESA PARTE I Alejandro Agresti Ilustrado por Darío Ojeda .................................................................................................................... 58

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l delegado, a todo esto, comenzó a espaciar cada vez más sus visitas por casa. Como si le gustara más venir a casa en presencia de papá, porque cuando papá estaba en casa al delegado le gustaba tanto venir como a papá reventar pelotitas. Así que comenzó a venir cada vez menos, hasta que dejó de venir para siempre. Se fue una noche en medio de una avalancha de gritos de mamá, se fue como arrastrado por la avalancha. Él se fue y mamá siguió gritando. Yo me encerré en mi cuarto, con traba. Mamá gritó toda la noche. Recién se quedó dormida por la mañana. Después no supimos nada más del delegado y, por un buen tiempo, tampoco de papá. Ni siquiera le llevábamos las pelotitas personalmente. Para no verlo, le mandábamos las pelotitas con un comisionista. Yo las compraba en una fábrica. Las compraba por decenas y me las dejaban a mejor precio. Pero también se terminó, un día, el asunto de las pelotitas. Una mañana nos llegó a casa un paquete inmenso con pelotitas sanas. Las trajo el mismo comisionista que mandábamos nosotros. Con un cartel. No manden más, decía, ya no las rompe. No quiere más pelotitas. De inmediato entendimos el mensaje como una mejoría. Si papá ya no rompía más pelotitas era porque estaba mejor. Y sí que estaba mejor. Se conectaba, había empezado a participar de los juegos de mesa del asilo y derrotaba a todos en el ajedrez.

ausencia había hecho de la casa un lugar diferente, con menos tensión. Me había acostumbrado a no verlo y eso, no verlo, había resultado saludable para nuestra familia. Ahora no me quedaba otra que verlo todos los días, y era una situación penosa. Pensaba, a cada rato, que lo mejor que nos podía pasar era su muerte definitiva. Pero, aunque comía poco y cuando quería, se lo veía muy bien. Muy entero, como dicen. Mamá decía que lo que tenía era una depresión feroz. Y los médicos decían lo mismo, porque… Por eso seguíamos percibiendo su sueldo. Hasta que todos los plazos se agotaron y, miles de trámites más tarde, lo jubilaron por invalidez. Y entonces el dinero ya no nos alcanzaba como antes. Vas a tener que empezar a trabajar, me dijo mamá. Poco después conseguí trabajo en la misma empresa donde trabajaba papá, por un favor que nos hizo el delegado que antes dormía con mamá. El tiempo y las circunstancias, más adelante, quisieron que yo también me deprimiera, que empezaran a surgir los problemas de conversación y entonces mamá tuvo que pedirles a los médicos que escribieran que tenía depresión, para poder entrar en licencia y cobrar el sueldo sin ir a trabajar. En eso de hablar con los médicos mamá era muy hábil y conseguía lo que quería. Pero me estoy adelantando mucho. Papá, una vez declarado inválido, pasó a ser un inválido oficial. Mamá se lo echaba en cara… Pero como papá ya no hablaba, no le decía nada. Con mi primer sueldo le compré un rompecabezas a papá. Cuando se lo di, me pareció que se había puesto contento. Una noche agarró la caja del rompecabezas y desparramó las piezas sobre la mesa del comedor. Después buscó una tijera, en el cajón del mueble del comedor, y las empezó a recortar. Pieza por pieza. Una vez recortadas, las fue pegando con plasticola en un cartón blanco que encontró en algún lugar de la casa. Había hecho una especie de cuadro, bastante horrible. Le compré más rompecabezas y cartones blancos.

Vamos a ver a tu padre, dijo mamá. Me vestí bien, con una camisa y un pantalón de corderoy. En el viaje, en un colectivo destartalado con todos los tornillos flojos, pensaba que me había acostumbrado a que papá no estuviera, a su primera muerte. Fue verlo, nada más, y comprobar que mi pensamiento estaba bien. En la sala de recreación jugaba a un juego de niños con dos viejos locos. Nos miró cuando entramos, pero no manifestó nada. Mamá habló a solas con un médico y más tarde nos volvimos con papá a casa.

No entiendo bien qué es lo que hizo papá, pero nos dejó algo así como una obra. En el último

La vuelta de papá fue muy triste. Su prolongada

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tiempo que compartimos con él, produjo esa obra. Pienso, ahora, a la distancia, que intentaba comunicarse, aunque no puedo descifrar las cosas que nos dejó. Todo lo hizo con los rompecabezas. Murió con eso de los rompecabezas. Siempre con la plasticola y la tijera. Cuando terminaba una obra, la apoyaba sobre la mesa del living y nunca más la miraba o la tocaba. Yo las recogía y las guardaba debajo de mi cama. Le interesaban –sus obras– nada más mientras las trabajaba. Se permitía descansos y pausas, y en uno de esos descansos, una vez quise retirarle una obra, pero no me dejó. Puso la mano sobre lo que estaba haciendo y no me dejó, la retuvo con fuerza. Si no las apoyaba sobre la mesa del living, no las daba por terminadas. En cuanto a sus escritos, eran anotaciones sin continuidad, más bien apuntes. En ninguno de sus escritos aparecía él, ni mamá, ni yo. Cosa que me pareció muy extraña, porque papá, en sus escritos, llevaba una vida más allá de nosotros. Transcribo un ejemplo:

que lo molestaran a usted. ¿Me la podría recibir, verdad? Sí, señora. No hay problema”. También tenía muchas anotaciones sobre Marcelino. “Para ser portero, le falta seguridad. Quiero decir: sentirse seguro ante los propietarios. Tiene dificultades en los encuentros con los propietarios. Es claro el esfuerzo que hace, cada vez que se encuentra con alguien, para sostener una conversación”. Escribí al costado de esta frase, con lápiz: “Problemas para sostener una conversación”. Mi papá había anticipado mi mal pero en otra persona. ¿Por qué se había interesado en el problema de conversación de una persona? Traté de recordar conversaciones con Marcelino, pero no recordé ni una. Lo que sí recordé, sin embargo, fue la sensación de que Marcelino siempre estaba huyendo. También recordé que no era sólo una sensación, ya que Marcelino se la pasaba escapándose. Anoté: “Puedo tener una vida normal, pero escapándome”.

“Berta parece que sufre alguna enfermedad que hace que sus movimientos sean más lentos. Antes, un par de mesas antes, pasaba por el hall y salía a la calle más rápido”. Berta era una de nuestras vecinas. Una señora de anteojos y pelo blanco, como las viejitas de los dibujos animados. Papá no hablaba con ningún vecino. Los detestaba. Odiaba los problemas vecinales, las reuniones de consorcio. ¿Por qué se preocupaba por la velocidad de los movimientos de Berta? También hay, en sus escritos, una conversación con Marcelino, de Berta con Marcelino, el portero. “Entre hoy y mañana voy a recibir una carta del banco. Si yo no estoy, dejé asentado

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iro la lista, una pasada por la góndola de los lácteos y termino la compra de la semana. Abro la agenda del IPad. Repaso los pendientes:

La puta madre. La veterinaria no hace domicilio tengo que llevarlo antes de lavar el auto. Me acuerdo de la noticia de hoy a la mañana, mientras busco la caja con menos cola. Solo dos cajas habilitadas. Vengo siguiendo el caso hace unas semanas. Siempre sospeché de la madre. Los periodistas y la policía trenzaron todo tipo de hipótesis ridículas. La mujer había declarado que esa noche cuando volvían de un cumpleaños, le cerraron el camino con otro auto. Uno de los hombres obligó al marido a pasar al asiento de atrás y el delincuente se puso al volante. Dijo que los chicos lloraban. Ella les pidió que por favor no les hicieran nada y entonces el hombre que manejaba le apuntó con un arma. El otro auto los seguía. El tipo les exigió que escondieran las cabezas entre las piernas y pusieran las manos debajo de la cola. La mujer dijo que el hombre en realidad había dicho orto, tapándose la boca. Se trabó la cola, la reputísima madre, la boluda que está adelante no tiene fondos suficientes en la cuenta y dice que ayer le depositaron el sueldo. La mujer dijo que después de unos quince minutos, la hicieron bajar solo a ella. Le vendaron los ojos. La hicieron acostarse boca abajo y entre gritos la amenazaron: “Si te levantás antes de 10 minutos, no los volvés a ver nunca más”. Todos habían desaparecido: los chicos y el marido. Los habían pasado a los tres al otro móvil, se llevaron las llaves de su auto y la cartera de ella. A mí me gustaba esa mujer. Es rubia tiene unos ojos enormes y una nariz menuda. Se veía fuerte aunque fuese muy delgada. Había logrado durante semanas frente a los flashes y las luces de la cámara ser el gesto de la angustia nacional. A la gente le gusta eso, la imagen del dolor de los fuertes y que ese dolor proviniera de algo tan sagrado como el amor de madre. La boluda sigue trabando la cola. Hay gente de seguridad que se acerca a la caja. Me pongo en puntas de pie para ver si el tema se resuelve y salgo una puta vez de este supermercado de mierda.

· Pago fácil. Recuerdo que me olvidé la boleta del gas. La puta madre. Debería pasar por casa. · Comprar los materiales de arte de Flor. · Retirar el traje de la tintorería de Francisco. · Cambiar los botines de Juanjo (un número menos). · Buscar otro presupuesto del arreglo del lavarropas. · Comprar las entradas para el cine de las amigas de Flor. ¿Cuántas eran? · Buscar el certificado bucodental de Juanjo. · Sacar turno para el cardiólogo de Fernando. · Renovar el plazo fijo. Miro el reloj y pienso que falta una hora para llevar las viandas al colegio de los chicos. Si no paso antes por casa con este calor se me corta la cadena de frío de los lácteos. Pienso si haré tiempo para pasar por la depiladora, podría postergarlo. Fernando se va mañana de viaje unos días. Me llega un WhatsApp de Flor: “Ma, no t olvides que hoy a la sda del cole me tenés que llevar a ver los zapatos para el cumple de 15 de Naty… ehhhh!” Le mando un emoticón manito con pulgar para arriba. Lo había olvidado. Le mando una nota de audio a María: Hola, no te olvides de planchar las camisas, que Fernando se va de viaje. Viaje, aeropuerto, me olvidé de anotar pasar a lavar el auto. María me responde con un emoticón manito pulgar para arriba. Agrega: “Señora le aviso que al gato le están sangrando las patitas, se cortó feo”.

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Se pensó en un secuestro y la mujer se las ingenió para que sospecharan, ya que hacía poco habían vendido un campo de varias hectáreas por Luján. Era una sospecha sólida, los secuestros hoy en día son moneda corriente. Los noticieros subieron la apuesta y aportaron informes sobre robos de chicos, adopciones fraudulentas, tráfico de órganos. Al fin la boluda paga en efectivo, dice el jubilado que está delante de mí en la cola. Esta mañana prefectura encontró tres cuerpos por Ensenada. Un WhatsApp de María: “Señora se cortó la luz, me voy sin planchar las camisas del Señor Fernando”. La reputa madre que los parió a Edenor. El titular de esta mañana era: La madre confiesa. La mujer había matado sus dos hijos, un varón de tres y una nena de cinco y a su marido de 45 años. Los cuerpos aparecieron hinchados y con los ojos todavía abiertos. El río se había divertido con ellos antes de devolverlos. Fernando hoy a la mañana mientras desayunábamos y escuchábamos la radio me dijo: “Al menos confesó el horror”. Yo pensé que la mujer era una pelotuda, había perdido la oportunidad de construir un nuevo orden donde antes había otro. La gente llamaba a la emisora tratando de saciar el morbo y especulando acerca de cómo los había matado. Fernando añadió entre sorbos del café: “Alguien le tiene que preguntar otra cosa: no cómo, sino por qué mató a toda la familia. Aunque pensándolo mejor, no creo que haya ningún otro motivo que una locura indomable”. Me llega una notificación de Facebook. Hace dos años: ver tus recuerdos. Pulso sobre el link. Una foto de las vacaciones en Brasil. Hace dos años, aún usaba bikini. Abro la agenda, anoto debajo de depilarme, volver al gimnasio. Yo siempre supe que era ella, la autora de la

desaparición de la familia. Siempre lo vi en sus ojos y por haberla descubierto sentí que había un lazo extraño entre esa mujer y yo. Imagino que esa mujer y yo pudimos haber compartido la misma fila del supermercado de mierda, antes de que aparecieran los cuerpos. Pienso que de encontrármela dejaría a salvo su mentira, no querría detalles. Solo hubiese querido pedirle algo: su lista.

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dije morir sería un lujo esta noche, alguien arrojó una joya al cenicero de vidrio quieto en mi pecho el ruido pareció un brindis entre las piernas de dos mujeres, cansadas por distintas cosas busqué entre tus fotos un video atravesás un espejo con una amiga en Bangkok de chico parecés distraído, más divertido ¿qué delirio es la esperanza? cierro la puerta de entrada no seré madre, ni una poeta sana mi último recuerdo feliz es escribir en un tren para una chica muy blanca que parece una piedra aprendí que los quilates indican la cantidad de oro que tiene una pieza pero siempre se funde con otro metal si te escucho de cerca, querido todo lo que decís me sirve para nada las cosas más importantes no sirven para nada dormís en terciopelo detrás de un vidrio fino parecés más alto desde acá no sabría dónde guardarte que solo te encuentre la mano suave que saca los restos para que el agua pase

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noche me dejé entusiasmar por la ilusión de la partida. Desde hace tiempo tenía un bolso preparado y tres billetes de mil. Era cuestión de elegir el día, el medio, el destino. Y anoche, pensé, era la noche ideal. Llovía un poco y yo paseaba a mi perro. Desde hace un tiempo, cada vez más, lo dejaba suelto para que se acostumbrara a una libertad que yo desconocía. Cerbero, tal era su mentas, se largaba a correr. Se había convertido en una competencia usual. El perro arrancaba alzando polvo y cascotes, rasgando el suelo de rasguños. Yo me lanzaba detrás, tratando de controlar su distancia a gritos severos. Pero tantos olores nuevos —a mierda, a comida, a perra en celo, cómo saberlo—, tantos olores lo volvían cada noche más impredecible. Y anoche Cerbero corrió como nunca. Lo seguí, forzando las piernas. Lo vi llegar hasta la avenida. Y pensé que ahí se quedaría. Nunca había cruzado una calle. Pero Cerbero no sabía esos detalles. La atravesó como una luz negra y siguió avanzando, llevándose hacia cualquier parte. Tal era su desbande que temí perderlo. Lo llamaba desesperado, pero mi perro seguía cruzando edificios, calles y basurales. Y yo detrás, persiguiendo sus patas. Así llegamos a un amasijo de laberintos y construcciones nuevas que yo nunca había visto. En un segundo de desconcierto por ese lugar inexplorado, lo volví a perder de vista. No me animé a gritar, por temor. En la oscuridad vacilante, buscando su rastro, me encontré con un coche viejo, desguarnecido, abandonado al óxido y la intemperie. Un influjo de luces de posición me hizo mirar en su esquirlado parabrisas. Sentado al volante inexistente, un conductor fantasmagórico me hacía señas de que entrara, como esos remiseros que se ofrecen con descaro. Me acerqué con sigilo. Había barro y mucho vidrio acumulados a su puerta de acompañante. Miré por las ventanillas. El interior me supuso un poco más acogedor. Dentro del coche, el fantasma insistía, rugiendo el motor con los pedales. Sonaba fuerte, aunque no había llaves de encendido.

—Vamos —me decía el espectro. Pensé en mi perro, en mi bolso, en mi dinero. Pensé en desistir, en quedarme en el molde. Pensé en retroceder a la carrera hacia mi zona de disconfort. Pero sabía también de algún modo, que esa era la oportunidad que yo me andaba imaginando. No podía dejarla ir. Así que subí. Ni bien lo hice, el fantasma desapareció. No era algo que no me esperase. Algunas cosas estaban ahí por alguna obviedad. Me acomodé y, solo en la mente, aguardé por un conductor real que —estaba seguro— me vendría a llevar, pronto vendría por mí. Pasaron tres días. Me entretenía con una langosta que parecía pegada al vidrio. Me dejaba llevar por el sonido de los grillos en el asiento trasero. Nada más pasaba. Tuve hambre y sed. Y extrañé mi hogar vacío. Pero algo me decía que si descendía de ese coche, no lo vería más. Y ya no me iría del Pabellón. De modo que resistí, con paciencia tenaz. Todo lo que yo conocía parecía haberse ido. Parecía haberme abandonado. Pero de algún modo, me acostumbré a esas ausencias. Con el tiempo, me hice amigo de unas viejas que predicaban la venida del Salvador. Unos pibes sin remera me vendieron chipá y vino Rinoceronte. La marihuana me lo pasó un policía, aunque de civil. Oscurecía ya el noveno día cuando Cerbero me encontró. Me ladró seco, como enajenado. Lo llamé pero no quiso nada más de mí. Una pareja lo tentó con un hueso y allá fue él. No me preocupé. Cerbero siempre hallaba mi camino. Aunque este fuese el definitivo. Esa noche volvió a llover. Vi a un tipo en perramus, corriendo hacia el coche, hacia mí. Era el momento. Me preparé: —¿Dónde vamos? —me dijo ni bien subió. El agua le corría por todo el piloto. Mientras se acomodaba, sacó una bolsa de Supermax y ahí guardó la langosta, los grillos, las arañas patas largas y hasta alguna rana. Lo guardó todo en la guantera. También vacío los ceniceros y colgó un pinito fragante en el retrovisor. Lo miré, pero no de frente. Por el espejo, se traslucía su fosforescencia chi-

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llona. —¿Dónde vamos? —me repitió. —Usted sabe— le dije. Y no lo miré más. Puso primera. Nos movimos lento. Llovía a cascotazos. No se veía un corcho. El auto tosía, bufaba, se zarandeaba. No estaba tan mal. Por hacer algo, puse la radio. La estática le ganaba a cualquier canción, a cualquier voz. Incluso a las nuestras. Me acomodé contra el vidrio, pensando en lo que dejaba, en lo que me acompañaba, que era nada. Salimos a Paysandú y apuntamos para el sur, pues todos saben que las cosas que nos merecemos siempre están en el sur. Pasamos el Tanque múltiple. La geografía cambió. Siguiendo un caminito de serpiente, advertí las sombras que aleteaban a nuestro paso. Quise pensar en que la decisión era la correcta, pero el monte nos iba tragando. A lo lejos se veían luces nuevas, como de parque de diversiones que no me alegraron. Me preocupaba la impericia del chofer en su afán de acertarle a todos los baches. Pero más me inquietaba el verlo disfrutar. —De acá no salimos más —me dijo. Y rió. No le di entidad. Volví a mí. Me empeciné en mirar el sendero, el cielo oscuro, las ruedas chupas que abrían el barro con aire perezoso. Un rayo nos cruzó la cara. Su estruendo me erizó la médula. Las luces se callaron. Y sentí la luna atropellándolo todo. Entre ánimas y espanto lejano me dejé acurrucar por un futuro árido, sin promesas. —De acá no salimos más —me repitió el fantasma. Encendió un cigarrillo extraño. Y apretó más el acelerador. Ya no nos movimos. Y supe que, estuviese donde estuviera, no saldría jamás. Anoche me dejé entusiasmar por la ilusión de la partida. Pero ya no era anoche. Ahora era un tiempo sin formato, donde llovía cada vez más triste.

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entro estaba bien. La temperatura era la exacta. Todo el día. Treinta y siete grados, día y noche. Sin cambios impredecibles ni fríos invernales o calores agobiantes. Paz. Tampoco ruidos ensordecedores o violentos. Sólo latidos rítmicos y previsibles. Ninguna pausa brusca ni ritmos africanos que remonten a cazadores en una gran cacerola con caldo hirviente. No, nada de eso. Adentro era paz. Ni un cambio de luz súbito que te arranque los ojos de las órbitas y te ciegue. Mucho menos, la oscuridad nítida del bosque antes de que aparezca el lobo o el asesino serial. Tampoco faroles de mil voltios ni velas de ritos satánicos o luciérnagas tenues que vuelen de a cientos por el aire. No, nada de eso. Adentro es paz. Adentro es previsión y certeza. Esa es la verdadera palabra del adentro: certeza. Y paz, que abunda por doquier. Ni un disparo en el blanco, ni la luz cegadora, ni la flecha en el pecho, ni el rayo en el cielo, ni el grito en la noche, ni el ave rompiendo el arco iris, ni el dolor en la calma, ni la gota en el agua, ni la herida en el tórax, ni nada. Adentro es paz. Definitivamente. Pero las calmas se rompen, las siestas se acaban y los momentos de gloria terminan. En algún momento tenía que salir. Hice lo que pude el tiempo que estuve allí. Salté, brinqué, tomé, crecí, miré, sospeché y me atreví. Hice lo que pude en el espacio que tuve y al final, salí. Me tomé mi tiempo, es cierto. No me apresuré. En realidad, nada ni nadie me obligaba a hacerlo. Era un tiempo que debía tomarme para mí y lo aproveché. No me apresuré en nada, estuve en cada detalle de todo. Acabé cada forma, cada gesto, cada curva de mí y traté de aprovechar los muchos recursos que me enviaban. Aproveché todo. Adentro no podés salir cuando querés y si lo hacés, puede ser catastrófico. Mejor esperar. Siempre, es mejor esperar. Cuando nadie te apura, ni siquiera Dios, es mejor esperar. Dentro estaba bien. Los tiempos son breves y extensos a la vez. Nada es rápido, aunque sí es veloz. Nada es lento, aunque sí es justo. Eso es.

Todo es justo. El recorrido, la extensión, el largo, el ancho, el territorio. La inmensidad y la brevedad misma, están allí. Casi es un resumen de una vida perfecta. Me dirán que todos estuvimos allí y que eso lo hace poco exclusivo. Sin embargo, adentro fui exclusivo. Fui yo en mi más grande expresión y en mi mayor demostración de hombría. Adentro, fui todo un hombre. Estuve solo y aguanté solo, todos los embates. Nadie me defendió. Es cierto que tampoco nadie me atacó. Pero tal vez tuve suerte, no lo sé. Luego, tiempo después, me enteré de que hay alimañas y dragones que intentan, por todos los medios, atacar tu gran nido. Sin embargo, algo o alguien me estuvo cuidando. Lo supe luego. Minutos después de salir. Dentro es muy claro. Nada confunde ni obnubila, ni enceguece, ni perturba. Todo es simple y sencillo. Fresco y nuevo. Novedoso y pacífico. Adentro hay un sol que no quema y una luna que refresca, sin enfriar. Dentro, está bien. Pero todo termina. A veces la situación culmina rápidamente, sin aviso previo. Y hay que salir. Armarse de paciencia y enderezar lo torcido, lo oblicuo, lo curvo y despejar las sendas para la salida final. Allí, nadie te toma de la mano ni te conduce. O tal vez, sí. Sin embargo, una tarde y de repente, todo se puso raro y empecé a sentirme incómodo, como si hubiera crecido de golpe y el espacio se hubiera reducido a una habitación minúscula y lúgubre y ya no tuviera nada que hacer en mi gran guarida. La humedad de golpe desapareció y mi cuerpo comenzó a secarse como si estuviera al rayo del sol o cerca de una fogata de verano, rápido. Escuché sonidos nuevos y timbres que comenzaron a ingresar a esa gran caverna, voces de personas que ahora estaban más cerca de mí. Parecía que iban a ingresar pero cuando entendí lo que iba a pasar comprendí que el que tenía que salir era yo. Nadie gritaba por mi nombre y no me exigían nada. Sólo escuchaba que alentaban a alguien que parecía haber ocupado el centro de la escena. Comencé a ver faroles que iluminaron muy fuerte la zona en la que me encontraba plácidamente y sólo ati-

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né a cerrar muy fuerte los ojos, para que nadie pudiera decirme nada, si me descubrían. Alguien gritó: “¡Fuerza Felisa!” y entendí todo. De repente los senderos se enderezaron, los caminos se hicieron firmes, nada me intimidó y con toda mi fuerza, comencé a salir. Había escuchado música toda mi vida. De todos los colores. Fuerte, suave, melódica, no tanto, alegre, congénita y hereditaria. De repente, oí un silencio y comencé a bajar por una vertiente estrecha pero suave, benigna y cálida que apretaba y me abrazaba a la vez. Y de repente, el sol. De repente, la luz y de repente el frío y el calor al mismo tiempo. Salí casi sin darme cuenta de mi guarida estable y firme, cuidada y solitaria, como en los cuentos del otoño cuando el final es brusco para no dar miedo y suave para esquivar la sonrisa. Debo admitir que tuve miedo, pero fue el único momento en el que tuve verdadero miedo. Cuando mi madre posó su mano por mi cabeza, todo pasó. Quise gritar y lloré. Inversamente que como me sucede ahora. Ahora, el llanto es escaso y me sobra el grito. Dicen los que saben, que siempre será así a partir de ahora. Los finales son finales cuando el mar se come la arena y la deglute hasta llegar a la piedra. Antes, no. Nunca hay final cuando hay llanto. Tal vez, haya inicios o nacimientos. Jamás finales. Y esa definición que luego me contaría mi padre, me marcaría para siempre. La fuerza celestial que suelta al hombre de sus sitios, es suprema. Tanto tiempo escondido en mi guarida estable y al final, el sol. ¡Vaya paradoja la del escondido que en su cuerpo guarda las cicatrices del amor oculto dentro de su propio cuerpo! ¡Qué tangazo! Y de repente me descubro. Tengo manos para tomar y dedos para señalar y tocar un instrumento. Pies y piernas para caminar y ojos para ver. Orejas grandes para oír y pienso en todo lo que me espera por descubrir de lo que sospechaba viviendo en la inmensa guarida estable. Un mundo afuera, inestable y desafiante, claro y oscuro, iluminado y apagado, sobrio y festivo. El mismo tango. Nada se me oponga, ni me contradiga. Yo soy

el hijo de Felisa Bagnoli. La madre más linda del mundo. Ella y mi padre me llamaron Pichuco. En el barrio agregaron: el pibe de la calle Cabrera. Y en su honor me fui a vivir “con la griega”, sólo recién después de su partida. Así es la vida. Sólo somos un pedazo de tierra. Por eso, a mí me gusta vivir “a la parrilla”. Sin partituras. Y cada vez que coloco el paño de terciopelo sobre mis rodillas, entrecierro los ojos y la veo ahí. A punto de aplaudir. Y a ella le debo la vida.

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¡A la madona! ¡Vos sí que no cambias más, che! ¿Cuándo fue la última vez que te vi? Hace unos… qué sé yo, ni me acuerdo. ¡Cómo pasa el tiempo, ¿no?! Y… como está la cosa, mejor que pase rápido, todo esto pinta fulero. Imaginate, de la banda quedamos sólo vos y yo, los demás están en otra. El Gordo estiró la pata. El Yorugua está afuera, ni lo quieren ver por acá. Al Negro se la tiene junada la jermu. De Pastito ni te cuento, es un monigote de los zorros. Y del Fósforo y el Rabino, ¿qué querés que te diga?, hace mucho que no sé de ellos, estaban hasta el cogote la última vez que los vi. ¡Qué pendejos! No aprenden, eh. Un par de veces adentro y te tenés que quedar en el molde, no podés seguir armando bochinche, si no, estás alquilado pa’ la perrera. Te lo digo porque sé, Chicato. Ahora la cosa está jodida… ¡Mirá este feca, mirá el pocillo en que me lo trae el otario, del tiempo del ñaupa, tiene una grela bárbara! ¡La biaba que le daría! Decí que esta gagá, si no, guarda el hilo, eh. ¡Qué mufa que tengo! Mmm, está aguado, es un asco. ¿Y qué querés? Con la mishiadura que hay… A este opa le paga Dios, ya vas a ver. Si esto fuera Boedo, ni mamado le dejo guita, aunque suerte si tendría pa’l morfi. ¡Ah! Eso. Hablando del morfi, lo del Gordo, la posta, se veía venir. Si hubiera sido un poco más pijotero, quién te dice… Pero no, vos sabés cómo era el Gordo, tenía un matete en la sabiola que Dios me libre. Lo de él era movida conocida. Se levantaba al mediodía, le pegaba un mordiscón a las sobras de ayer, y ahí nomás se daba un revoque. Salía con una pinta de bacán… ¿Te acordás? Era la envidia de todos, el Gordo. Sanatero como pocos. Por derecha o por izquierda pero siempre algún mango le sacaba a los trompa de Once. La hizo bien el tránsfuga, muy bien. Consiguió un tocomocho y no labu-ró más. Conocía a los rusos y les sacó la ficha al toque. Los lunes, miércoles y viernes después de la ronda se iba a los pingos, y terminaba en los burros, se quedaba madrugando ahí. No se rajaba hasta que salía hecho. Sacaba buena mosca, eh. No te digo que viviera la buena vida, pero mal no la pasaba el Gordo. Después los martes, jueves y sábado se

mandaba a escolasear. Y eso viste cómo es…. Una lotería, el menos pillo te sacaba una legua. Pero ojo, che, lo del Gordo vino por otro lado que nada que ver. Morfaba, morfaba y morfaba. Se agarraba cada empacho que no había vieja que se lo pudiera curar, parecía que las iba matando, ¿vos sabes?, habían desaparecido todas, una por una. Faltaba un grito de socorro del Gordo y las viejas se desvelaban, se peleaban por no ir. ¡Faaaa! Si las vieras, che. No le daban las patas pa’ correr a apagar la luz antes dequel Gordo se asomara a ver quién estaba despierto pa’ que le fueran a curar el empacho. Yo le decía: “Gordo, si no podés dejar de engullir hacé fierros, ya no te ves los pies de la buzarda que tenés”. ¿Vos te pensás que me escuchaba? Ni bola me daba. Hacía la suya. Así terminó, enterrado en la quinta del ñato. De los nuestros era el más cafisho, hasta de la colimba había zafado… Andá a saber cómo hizo. Cuando lo encontramos ni respiraba. Estaba tirado como chancho, como vaca en viaje, diría el Fósforo. Desnudo, che, desnudo. No se sabía dónde estaban las rodillas de la grasa que tenía en las gambas. Si hubiera sido tan vivo pa’ chamuyar a la parca, quién te dice… Con el cuore no se jode, Chicato. El que se las vio fea cuando lo vio al Gordo fue el Yorugua, él también le daba de lo lindo al diente, che. Qué cachivache que era, ese sí que la sacó barata. Siempre a los ponchazos. Si tenía alguna changa, era al boleo. A veces, en los tiempos donde cantaba Gardel, lo veías bien empilchado, a pata por los cien barrios porteños. Lo que pasa, ¿sabés lo que pasa?, el pajuerano estaba viejo y rayado, ¡qué macana! Andaba siempre alzado, calentón como un virgo, y encima se hacía el apendejado. No te das idea de los tugurios donde se metía, Dios lo perdone. Estuvo cerca de la cafúa un par de veces, pero las cábalas no le jugaban nunca una mala pasada. Cómo nos reíamos cuando sacaba todas las estampitas; las ordenaba pegaditas una al lado de la otra, y a cada una le tiraba un rezo. Debe ser por tantos santos que le salían bien las adornadas, che. No había tipo tan aprovechador de voladas como él. Tenía un ojo pa’ las atorrantas

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que mama mía. Si tenía otra cosa parecida al Gordo era lo pillo. Apolillaba con la mina y antes de que volviera el bolaceado se borraba. No puedo explicarte los berrinches que le hacían las brujas si lo volvían a ver. Algo tenía el Yorugua, no hay con qué darle, no me preguntes qué, pero algo tenía. Quizás era cancha, aunque también era un flor de caradura, che. No hubo pollera en el barrio que se le resistiera. Pero esas cosas no terminan bien, Chicato, tarde o temprano te pescan, es cara o seca. ¡Carajo que se la hicieron! Tenía marote el facha, se lo nubló un carozo que lo tenía en babia. Mirá que siempre estaba atenti, eh, no se le escapaba una, pero esa vez lo engrupieron de lo lindo. Un par de veces estuvo cerca de que lo pescaran, escarmentó y se armó un bulín por Almagro, y la mosca viste cómo es, unos cospeles y estás rifado. Yo te digo, no conozco portero que no sea bufarrón, y para colmo a este le tocó el peor. Lo buchoneó por unos pedazos de fainá. Resulta que la atorranta llegó que rajaba la tierra. Ahí nomás el portero campaneó. Cuando entró el dorima, ya estaban lustrando en la catrera. Ni tiempo de ponerse los lompas le dieron. Lo fajaron de una manera que se me pone la piel de gallina. ¡El despelote que se armó! Los gritos se escuchaban hasta el bajo. Los vecinos llamaron a la taquería y no va que el dorima de la mina y el comisario habían sido compañeros del secundario y amigos de toda la vida. Pa’ qué… Las garpó todas juntas. Mirá que los canas son gasoleros, che, pero ahí lo surtieron de lo lindo. El Fósforo lo fue a ver a la ocho. “Si le vieran la jeta —decía— no lo reconocerían. Ligó groso. Taba inflao, hinchao y fusilao, se fueron de mambo los canas, con lo macanudo que era el Yorugua”. Igual no le alcanzaba, eh, le faltaba un tornillo. No pasó ni media hora de conversación con el Fósforo que ya andaba boqueando que la mujer del comisario era la gata flora. Si de minas se trataba, qué julepe ni julepe, él iba a morir con las botas puestas. Lo tuvieron adentro un buen tiempo hasta que se cansaron de darle bifes. Lo fue a ver un boga, pájaro de mal agüero si los hay. Le dijo que tenía dos opciones: o se volvía al Uru-

guay o se bancaba, sin llorar la carta, la semifusa y el machete. No era gil el Yorugua, se alzó a paso ligero sin levantar la perdiz. Se fue al mazo. La última vez que supe de él andaba revoloteando una charrúa pa’ no perder la costumbre. El que no puede perder la costumbre ni por asomo, Chicato, es el Negro. Qué caso serio, che. Qué tipo más inútil, lenteja, amarrete, mamerto, opa, pichulero, olfa, poca sangre, pedigüeño y maleta. No lastra si la jermu no le dice. No manya sin ella al lado. Un man-te-qui-ta, con todas las letras. Y pa’ peor la Norma, una machona de aquellas. Qué Tana más mal llevada. “Qué culpa tengo yo de enamorarme perdidamente”, se justificaba el Negro, dándose aires de milonguero. Lo peor es que encima de mandado, era manguero. Lloraba miseria pa’ que le pagaras un mate cocido, ¡ni un café Chicato, un mate cocido! El garronero se malacostumbró, y la culpa es nuestra, ¿no, Chicato? ¿A él qué culpa le podés echar? Ninguna, si no nació guitarrero el gurrumín. Ojo que cuando tenía algo de tarasca era bien garufa, eh, no hacía bandera, se la daba de linyera, pero si no pagaba una vuelta le poníamos la ñata contra la mesa. “Este moishe debe ser hijo o nieto de rusos”, jodía el Gordo. A veces la jermu no le un daba ni un cospel pa’l subte. Mirá si me acordaré. Lo veías al lungo haciendo dedo en la calle hasta que algún auto o bondi se apiadaba y lo levantaba. Vivía tirado. Él no se hacía drama, eh, era feliz siendo lambiche. Cuando lo tomábamos de punto, se bancaba las gastadas como un mozo, hasta cuando venía violeta, pinchado y hecho una piltrafa de la paliza que le daba la Tana. Eso sí, era metiche como pocos. Se quedaba musarela, ni jodía, pero no era ningún pavo cuando había que parar la oreja. No se le escapaba una, relojeaba esto, vichareaba aquello. Era un pobre gato, pero se conocía a todos, eh: los perucas, los yoruguas, los brasucas, los negros, los yonis, los polacos, los ponjas, los bolitas, los chilotes, los paraguas, los rusos, los gringos, los yankis, los gallegos, los turcos, los chinos, a todos. Y pa’ colmo, la Tana era taquera. El rancho lo mantenía ella. Lo que tenían era un yeite. Si él soplaba algo, ella lo

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dejaba comer hasta quedar pipón. Con suerte le daba algo de viyuya. El Negro con eso tiraba manteca al techo. Pero si se zarpaba con ella, le daba un coscorrón al felpudo que ni el más urso lo hubiera aguantado. Cuando podía se rateaba pa’ juntarse con la banda, pero apenas se enteraba que la Tana lo buscaba, salía rajando como escupida de músico pa’ la casa. ¿Te acordás, Chicato, cuando íbamos con el Fósforo, el Rabino y Pastito a visitarlo? ¡Qué quilombo! Bastaba con que nos pusiéramos a timbear un rato pa’ que la Tana empezara a gritar y nos tuviéramos que piantar por ahí antes de que sacara el trabuco y termináramos con un buraco. Según Pastito el Negro no sale más, olvidate. El perejil se mandó la peor con la Tana: se le hizo el gallito. ¡Pa’ qué! ¡Con lo pirada que está la petisa! No era buen tipo, che, pero con la Tana no se jode. Mirá cómo terminaron el Fósforo, el Rabino y Pastito. ¿Y yo? Ni hablar. Vos, Chicato, zafaste porque no servís ni pa’ pispiar. No se puede creer la yeta que tuvimos. Nunca pensamos que el borrego del Negro batiera la posta por un mordisco y la Tana nos mandara la trulla. ¡Negro alcahuete! Con lo abriboca que era Pastito encima, siempre andaba calzado aunque esa vez se salvó. Todas juntas nos pasaron. ¿Y qué querés que hagamos, Chicato? No teníamos un mango partido al medio y nadie quería laburar. No quedaba otra, ya no podíamos rebuscárnosla más. Había que jugársela, y salió mal. Sabíamos que se podía armar la podrida. Lo tengo todo fresco, como si fuera ayer: la baulera donde preparamos todo mientras pitábamos un armado creyendo que sería nuestro aguantadero; los verdes que venían cebados de aquí pa’ allá; las chicanas al Rabino por el chumbo corto recién comprado en el reducidero; las damajuanas tiradas después del chupi; la curda imbancable por haber mamado tanto; la lleca que nos gambeteaba moviéndose en zigzag; la parrilla del lustrabotas parlando en musculosa; la piba huesuda del galpón quebrada pidiendo un pucho mientras jugaba a la rayuela; verduguear a algún yetatore versero desde la vereda del frente; buscar al tordo a la madrugada

(¡¡con el tornillo que hacía!!) porque la facha del Fósforo no paraba de sangrar… Sólo a ese se le ocurre hacerse el taura con un cachafaz malevo, un compadrito guapo y orillero. ¡Se la dio de langa con una mina abotonada, y cuando lo vio el macho se le vino al humo! Abrieron cancha nomás, aunque el Fósforo no quería saber nada, estaba adobado hasta las pestañas. Levantó campamento y encaró pa’ la salida del piringundín, pero el chancho ya había sacado la faca. Agitado, le pegó el grito al Fósforo. El cabecita colorada al principio se hizo el desentendido. “Te voy a encontrar, maricón”, lo sentenció. Cuando el Fósforo pegó la vuelta el filo del otro casi lo achura. De golpe se despabiló. Se tocó la cara, ¡pa’ que! Tenía un canal que sangraba al rolete. Se engranó hasta la muela, vos lo vieras. Peló el fiyingo y abaragó. Bastó que el furbo chingara una puñalada para que el Fósforo diera final a la reyerta. Una sola embestida y lo despachó. Quedó boca abajo el finao, frío y quietito. Rajamos ligero aprovechando el barullo. Ahí sí nos guardamos, no asomamos la napia por un mes. Fijate si habrá sido grande la macana que nos mandamos que el bravucón era hijo de canas. “Fuiste —le dijimos al Fósforo—, estás jodido”, pero caímos todos, gratarola, sin comerla ni beberla. ¡Un garrón! Seguro la Tana nos había engualichado. ¡El fardo que nos comimos por hacerle pata! ¡Al tun tun! ¡Haceme el favor! De primera se tendría que haber quedado en el molde el lengualarga, pero qué molde ni ocho cuartos, el Fósforo no se echaba atrás nunca, se empacaba y la terminaba embarrando, era un despiole. Pastito, encima, estaba encanutado con un taquera. Le cantaba cada bolazo… ¿Fuiste vos, Chicato, el que me contó que la madre le puso un bife que le voló los dientes? ¡Se lo ganó el soplón! Nos engrupió feo, che. Igual ¡no jodas! El que más nos metió el perro fue el Negro, nos marcó de lo lindo, eh. Esa noche habíamos comido unos ñoquis y estábamos por la segunda damajuana cuando la cana reventó el aguantadero. El Fósforo se reviró pero le duró poco, lo dejaron bordó de los cachetazos. Perdimos como en la guerra. ¿Tan lechuceados tenía-

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mos que estar? Cayeron ratis y perros como si fuéramos chorros. Encontrarnos así… ¡Eso sí que es mala leche! Teníamos un peludo importante pero tampoco la pavada, che, no era pa’ tanto. El Rabino se avispó primero y quiso madrugarnos, ¡pero minga! Un morrudo lo paró en seco poniéndole la tumbera en la boca. Dejá, te la regalo. Lo noqueó. No parábamos de meter la pata, había que apichonarse y aguantar. Si jodés mucho, la bonaerense te boletea, tienen banca, cajonean todo, ¿y qué le pasa a uno? Uno termina en un panteón arruinado, ajoba de una tapera. ¿Pero sabés que es lo peor? Justo cuando la mufa se iba, cae un milico; atrás otro más pintón, y pegadito, uno mejor empilchao. No sabés el jabón que me agarré. Se manyaron el oído entre los tres ¡Cuánto balurdo! El quía nos miró sonriendo. Después se las piró. Al rato los otros dos lo siguieron. No pasaron ni diez minutos entre que hicieron la repartija de las chucherías de la baulera y nos subieron a la perrera. Se quedaron con todo los buitres, y mírame a mí, roñoso como ciruja. La vieja me vino a visitar una sola vez, ni me miró. Me trajo un poncho, unas medias, un vaquero, unas zapatillas, y se fue. Nunca más la volví a ver. El viejo es cojudo, seguro pa’ él estoy en mejor vida. Lo demás se sabe, Chicato. La cafúa no es pa’ crudos. Si entrás chapeando, estás al horno, mejor empardá, si no, sos carne de ternero pa’ los violines. Lo único seguro acá es el derecho de piso. Todos debutan, Chicato, todos. Si sos pierna, te metés rápido a ranchear. Con el verdugo llevate bien, con suerte veas cada tanto un cimarrón. Si te hacés el chanta, más te vale tener palanca. Cuando quise transar me batieron que me largaban, pero como prófugo. Patalié, me enchinché, ¿y sabés la que me hicieron? Un tongo. La cana dejó abierta la cerradura de la celda, de prepo. Se me vinieron todos los malandras de la leonera. Te juro, no sé cómo hice pa’ zafar. Acá dentro es así, tenés que ponerle el pecho a la cosa, Chicato. Si sos tarúpido, te piyan y te planchan de una, eh. Y no se te ocurra pifiarla si no querés terminar en el buzón. Ah, y eso sí, si llegás a saber de algún chimento, y preferís no recibir

pálidas, cantalos, desembuchá, por si las moscas, si no es una mula, te dejan hacer una chirola, siempre algún curro hay, y de yapa capaz ligás un armado o salís a yirar un rato. Yo cuando salgo, Chicato, no sabés lo que extraño un asado con chimichurri; un atado de puchos; una picada; una tirada del bar de León con un buen francés de panceta; a la vieja amasando las albóndigas o pisando las milanesas; un cortado con la banda o un vermouth cargado mientras renegábamos por los porotos del truco; un buen pedazo de dulce de batata con queso; las tostadas con dulce de leche del viejo; hacer fiaca escuchando el fueye; matear con la bruja; apretarla en alguna milonga; los mondongos y la polenta de la nona; ir a la cancha los domingos; pifiarla bajo el arco en el potrero ¡Qué poco tarro!; viajar en tren, subte, bondi, o, si andaba salado, en tacho; tomarme un tintillo y dormirme con la caja boba prendida; el olor a betún de los tamangos cuando empinábamos pa’l bailongo y al bobina de la puerta cuereándonos por los jetras descuajeringados… ¿Viste, che, que no me olvido? Cómo quisiera tenerte cerca, Chicato, y no contarle siempre la misma historieta a una foto. Algún día me voy a dar una vuelta por allá arriba pa’ reírme de tus vidrieras. Gracias, Chicato, vos sí que bailaste con la más fea.

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C

on la parte delantera de la camilla los enfermeros empujan las puertas de dos hojas que dividen un pasillo de otro. Alina lleva puesta una bata con flores, huele a jabón desinfectante y tiene las uñas sin esmalte por eso de la oxigenación tisular. La tela es áspera al tacto y el lazo que cierra por detrás se desarma y deja pasar el aire frío de la clínica como si esa corriente formara parte de la ingravidez que ella necesita para dejarse llevar. El enfermero se asoma desde atrás con una sonrisa. Ella piensa que una cara al revés es una mueca de mal gusto y se queda atrapada en ese gesto que le resulta familiar pero que no logra reconocer. Él pregunta cómo se siente, pero un movimiento se come la pausa necesaria para la respuesta y el otro enfermero se adelanta para maniobrar en una esquina, como si fuera un capitán de navío o un motorman a pie. Salen a otro pasillo, toman velocidad, cruzan más puertas. Los impactos provocan un vaivén violento, con brisa sanitaria incluida. Un ruido metálico se desprende desde abajo de la camilla y se puede adivinar que una de las ruedas delanteras se traba, pero Alina no dice nada porque no los quiere fastidiar. Los dos enfermeros –ahora ya los reconoció– se detienen por unos instantes. Uno de ellos apoya sobre el estómago de Alina la historia clínica y una lapicera. Ella los escucha hablar, pero sus voces se alejan hasta volverse un murmullo. Desde alguna parte, Alina escucha la voz de una mujer que advierte que el quirófano todavía está ocupado y pregunta, como si fuera lo menos relevante que pudiera pasarle ese día, cuál es el nombre de la paciente. Alina lo dice fuerte y claro: Alina, soy Alina, pero nadie contesta. Se abre una puerta y aparece otra camilla que colocan junto a la de ella. Es una mujer. Se observan. Llevan la misma bata de flores, sonríen, se dicen hola con la mirada. Alina percibe que la mujer tiembla. Los dos enfermeros vuelven y empujan las camillas con el mismo ritmo y desinterés. La lapicera que dejaron encima de Alina se desliza, pero un

pliegue de la sábana frena la caída. Uno de los enfermeros se ríe con un soplido, como a quien se le escapa una carcajada de tanto contenerla. Aceleran adelantándose, primero uno, después el otro, según las puertas de la clínica y los giros lo permitan sin atropellar a nadie. Las camillas van cabeza a cabeza, pero la de su compañera de a poco queda atrás. Juegan una carrera, como si fueran carritos de supermercado. Y Alina ríe, con una complicidad estratégica, como si reír fuera a convertirlas en competidoras del Concurso de Carreras de Camillas y al finalizar pudieran subir al podio, recibir el premio y cada una pudiera irse a su casa. Los enfermeros detienen las camillas frente al ascensor. Esperan. Las dos mujeres se miran y es como el juego de encontrar las diferencias: las cejas de la mujer son tupidas, algo desarregladas, las de Alina más delgadas, con una pequeña cicatriz. Alina se queda clavada en los ojos de la mujer y advierte que en esas pupilas marrones se puede rascar el fondo, extraer la córnea y hacerse de las venas, de las arterias y de cada pensamiento de la última semana. Entonces ve y confirma el miedo al destino inmediato, mientras afuera llueve y pasa el 152 con alguien que se queda dormido y ellas están sobre esas chapas de frío metálico. Son las cejas, dice Alina, pero la mujer no comprende. Las puertas del ascensor se abren. La camilla que lleva a Alina entra primero y deja atrás a su compañera de fórmula. No se pueden despedir. Las hojas se cierran y se vuelven a abrir, escupiéndola adentro del quirófano. La colocan sobre una mesa con cuidado, más del que ella considera necesario, y se van. Alina examina el techo: En lo alto de la pared del frente puede ver un reloj. Marca las 13.45. Hay una lámpara enorme con seis luces. Hacia la derecha, una máquina mide el ritmo cardíaco. Hacia la izquierda, dos bandejas con material

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quirúrgico. Todo es blanco y el olor es igual al de la bata. Escucha voces. Ninguna es la del cirujano que la va a intervenir. Intervenir quiere decir mutilar. Mutilar quiere decir silencio. Una mano le toca la frente y otra el hombro. Es el cirujano, que sonríe con unos hermosos dientes blancos que no aseguran nada. Otro médico viene y se presenta como el hombre de sus sueños, al tiempo que le coloca una máscara de oxígeno y cuenta hacia atrás: cinco, cuatro, tres, dos, negro. Cuando Alina vuelve a abrir los ojos el reloj marca las 17:30 y ella rebota de frío contra la camilla. Una mujer avisa que la paciente se despertó. Alina piensa que perdió la capacidad de reconocer los timbres de voz y vuelve a gritar su nombre. Dos enfermeros, que no son los mismos de antes, la trasladan a otra camilla. No sabe si tiene permitido moverse y pide que la tapen. Uno de ellos la cubre hasta los hombros con una sábana, pero le deja los pies afuera. Cada vez rebota más, con un poco de ganas podría llegar al cielorraso. Piensa que no sería mala idea, que hasta sería divertido para el resto del personal. La llevan afuera, la dejan a un costado y se vuelve a dormir. Cuando se despierta, Alina se da cuenta de que no está en el edificio principal de la clínica, sino en uno de los cuartos del Anexo. Jimena insiste en quedarse toda la noche con ella. Me das risa, dice Alina y explota en carcajadas que la llevan al sueño, tal vez porque la anestesia todavía no se fue, o el hombre de sus sueños no calculó del todo bien la dosis.

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E

scondido detrás de sus anteojos negros, Julio César, el más grande emperador romano, no dejaba de jugar con los anillos de oro de su mano izquierda. Atila el Huno lloraba a moco tendido mientras que David el Pastor y el Hombre Cavernario se confundían en un abrazo. En la vereda de la cochería de los Coelho, Sancho Panza y el Diábolo suspiraban recordando a Don Quijote, uno de los primeros en irse junto con Ulises el Griego y hasta el mismísimo armenio. ¿Entonces? ¿Era verdad nomás? Sí. Lo era: Gengis Khan había muerto. Y uno a uno venían llegando el resto de los titanes para darles el pésame a la viuda e hijos del compañero caído. De un Peugeot 504 amarillo bajaron, junto a sus respectivas esposas, la Momia y el Caballero Rojo -anteriormente conocido como el Hombre Vegetal y otrora Dink-C-. De un tres diecisiete en la parada de República de Portugal e Islas Malvinas venían Joe el Mercenario, el Hippie Jimmy y el Androide. Y descendiendo de la puerta trasera de un noventa y seis también se sumó El Ejecutivo, luciendo el mismo traje verde que sabía usar cada vez que se subía al ring. Míster Moto apareció de repente en su Harley Davidson inmaculada, trayendo al Gitano Ivanoff. El Gitano nos dio dos besos a cada uno. Míster Moto no. Hacía rato que nos había retirado el saludo. Pero eso no le iba a impedir darle el último adiós a un amigo. Si hasta el Ancho, el gran campeón argentino, y Paula, la hija de Martín, se aparecieron. Porque Gengis Khan, el mongol, era un ser humano extraordinario. Un pan de Dios. Un padre de familia ejemplar. Un esposo cariñoso. Un trabajador incansable. Un luchador arriba y abajo del cuadrilátero. Más de treinta años de titán y un cuarto de siglo de sodero. El corazón le dijo basta mientras descargaba sifones en una parrillita al paso en la avenida Cristianía; ahí, muy cerca de donde había vivido siempre. Doña Luisa, su mujer, me vio subiendo las escaleras y salió a mi encuentro. “Jorge..., Jorgito”,

balbuceó antes de hundir su cara en mi pecho para seguir llorando su pérdida. La sostuve en mis brazos. Le di un beso a su melena completamente encanecida y revoleé los ojos hacia arriba haciendo fuerza para contener mis lágrimas. Fue peor. La luz blanca de los tubos fluorescentes me encegueció. Porque esos eran los dos tipos de luces que ahora nos encandilaban. Hacía un buen rato que ya se habían apagado las de los reflectores del Luna Park, las de los estudios mayores de los canales de televisión abierta, las del estadio Defensores del Chaco, las de tantas canchas en tantos otros países hermanos. Las luces que nos enceguecían ahora eran estas: las de las casas velatorias o las que iluminaban el final del túnel, las que te llevaban al otro barrio. Ararat fue quien me relevó de la tarea magnánima de contener a la viuda. Y junto a Doña Luisa hicieron un dúo de llantos y más sollozos lastimeros. Después, se les sumaron en el abrazo y en el dolor el hijo más chico del mongol y Pepino el gran payaso. Todo era tan triste. “No lo pensés más, Bocacci”; me dije a mí mismo y encaré de una puta vez para el cajón. Y cuando logré asomarme encontré a mi hermano, a mi compañero, a mi amigo; ahí con los ojos cerrados y una mueca en la boca como si se estuviera aguantando la risa. Intenté mentirme y creer que cuando menos lo esperáramos Gengis Khan iba a abrir los ojos de golpe y lanzar su alarido inconfundible, su grito de guerra; ese gesto que largaba en primer plano ante cámara o en plena cara de un chico al que le daba el susto y la alegría de su vida cada vez que hacía su aparición para entrar en combate. Pero ahí, en esa cochería de Isidro Casanova, no se escuchaban gritos ni chiflidos ni abucheos de esos que tanto cosechaba el mongol en su andar. Lo único que se oía eran llantos y más llantos propios de los que son dedicados al que se fue para no volver. Al otro lado del ataúd apareció un hombre de buena contextura física que me resultaba curiosa-

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mente familiar. Con sólo la derecha agarró y tapó las dos manos del mongol. Suspirando hondo, con los ojos irrigados en sangre, empezó a reprocharle en voz alta un “¿Qué hiciste, monstro? ¿Qué hiciste?” “Fuerza, Aranda. Fuerza”, le pidió el hijo mayor de Doña Luisa, acercándose, y ahí me di cuenta de quién era ese tipo: difícil reconocer al Superpibe cuando el pendejo ya llegó a los cincuenta. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que lo vi. Martín lo había echado del gimnasio poco antes de que Galtieri le declarara la guerra a los ingleses. Nunca había ocurrido algo así entre nosotros. Esa fue la primera vez. Lamentablemente tampoco fue la última. El armenio era muy reservado. Un tipo cuidadoso. Cuando nos explicó que lo había dejado afuera de la troupe porque se había retirado el sponsor del personaje ninguno le creyó. Pero tampoco volvimos a preguntar o hablar del tema. Sus buenas razones habrá tenido Martín para hacer lo que hizo. A Aranda lo había traído Gengis Khan. Se conocían del barrio. Se tenían mucho aprecio. Y cuando el mongol sintió que ya había pagado derecho de piso y que era un auténtico titán, le pidió a Martín que dejara entrenar a Aranda porque veía en el chico cualidades. Y no se equivocaba. El pibe entró junto con un protegido de Joe Galera, aquel que llegaría a ser el Caballero Rojo, después de haber sido el Hombre Vegetal después de haber sido Dink-C. De hecho, Aranda pudo haber sido Dink-C. Estaban disponibles esos dos personajes, Dink-C y el Superpibe; y para ver con cuál se quedaba cada uno hicieron una lucha grecorromana. El vencedor elegía. Ganó Aranda, ahicito nomás, y pidió ser el Superpibe. Lo escogió porque pensó que con ese personaje se aseguraba su presencia en el programa y además una cierta popularidad garantizada desde el vamos entre todos los chicos a la hora de la merienda. Dink-C era sólo un jugo de naranja que recién aparecía. ¿Cuánto iba a durar? Bueno, Aranda se equivocaba: la leche chocolatada Superpibe dejó de auspiciar a los titanes no bien ter-

minó el contrato; mientras que los jugos Dink-C en todas sus variedades lo renovaron durante cinco temporadas hasta que la fábrica quebró. Aranda ni salió a buscar nuevo auspiciante ni se preocupó en crear una nueva figura para que él mismo encarnara. Era un pendejo tosco y orgulloso. Bruto como él solo. Era un pendejo tosco, orgulloso y bruto que había tenido hacía poco a su primera hija... y que se había quedado sin trabajo para alimentar a la familia. Así fue como de ser un titán pasó a ser un fumigador, como el suegro. Cambiando el ring por alacenas y bajomesadas. Dejando de combatir contra el Hombre Montaña, el Coreano Sun o el Pibe Diez para entablar una lucha diaria contra hormigas, cucarachas y demás plagas domésticas. Aranda hacía más de veinte años que se lo pasaba destilando veneno mientras trabajaba y, sobre todo, cuando recordaba lo que perdió. Los empleados de la cochería Coelho le avisaron a Doña Luisa que ya era hora de llevar el cuerpo de su marido al cementerio. Sus hijos la ayudaron a levantarse del sillón donde estaba hundida y caminaron hasta la parte de la sala en que estaba el cajón. Ahí, ella y sus tres chicos miraron a todos los que estábamos presentes. Sólo nos miraron, no dijeron nada. Porque estaba todo dicho. Había llegado el momento de darle el último adiós al mongol. El Diábolo salió con Sancho Panza colgado de un hombro. Lo mismo el Hombre Cavernario con David el Pastor. La manera en que lloraba Atila el Huno era desgarradora. Alcancé a ver los hilos de saliva uniéndole ambos labios y la vista se me nubló con mis propias lágrimas. Suspiré, suspiré hondo, y encaré una vez más al ataúd. Julio César, el gran emperador romano, le había pasado la mano derecha por debajo de la nuca. Al principio, no entendí qué era lo que estaba haciendo y eso que yo tantas veces lo había relatado. Julio César lo estaba agarrando de la colita, de esa larga trenza encanecida que aún conservaba el sodero mongol como único rastro de pelo en toda la cabeza.

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“¡No! ¡De la colita, no!”, le gritaba yo al micrófono mientras Gengis Khan desesperado pedía piedad al público; y los chicos se morían de la risa ante el castigo inminente que estaba por caer sobre el villano. “Dale, macho. Dejate de joder. Levantate”, le rogó Julio César. Seguro él también había pensado que nos estaba jodiendo, que iba a abrir los ojos y dar su grito de guerra. Pero no. Era verdad nomás. Gengis Khan ya no se iba a levantar más. Un vecino de la familia, creo que se llamaba Héctor, puso su transporte escolar a disposición de todos aquellos que quisieran participar del entierro. La mayoría nos subimos a ese colectivo viejo y anaranjado. Iba lleno. Como en las épocas en las que llevaba gente hasta las estaciones de trenes en lugar de alumnos a un colegio. El Superpibe Aranda iba parado detrás del asiento del conductor, pegado a su oreja derecha. Agazapado como si fuera conversando con él. Pero no le dirigía la palabra. Porque ninguno en el colectivo hablaba. Llegamos al cementerio de Villegas. Héctor apagó el motor del bondi y toda la carrocería dejó de temblar. Nosotros, los pasajeros, no. Descendimos uno a uno por la única puerta habilitada y nos encontramos con la peregrinación que ya había empezado. Llevaban el cajón los hijos y otros familiares. Cuando llegamos a los nichos y encararon para la rampa que los iba a hacer subir hasta el segundo piso donde serían depositados los restos mortales del mongol, el pibe más grande de Gengis Khan le cabeceó a Julio César y entonces los titanes se hicieron cargo. El gran emperador romano y la Momia, luchador sordomudo, adelante. Al medio El Ejecutivo y el Ancho Peuccelle. Atrás, Míster Moto y el Caballero Rojo, anteriormente conocido como el Hombre Vegetal y otrora Dink-C; que alcanzó a agarrar la última manija cuando estaba a punto de tomarla el ahora mucho más envenenado Superpibe Aranda. “El monstro era como mi papá”, pronunció Aranda mordiendo los dientes.

“Gengis Khan era un titán. Vos no”, le retrucó en voz baja el Caballero Rojo, antes de levantar al unísono junto a los otros cinco el cajón sobre sus hombros. El Superpibe Aranda se quedó duro donde estaba. La procesión siguió adelante. Cuando el Gitano Ivanoff pasó al lado de Aranda le quiso apoyar una mano en el hombro. Mano que el Superpibe rechazó. Minutos más tarde, los seis luchadores encastraron el ataúd donde estaba designado y volvieron a unirse al resto de los presentes. El Padre Gregorio, un sacerdote capuchino conocido de la familia, dio unas últimas palabras muy emotivas recordando las alegrías que generaba lo que hacía el mongol, lo que hacíamos nosotros. El cura dijo que el mundo, aunque pareciera que se hubiera olvidado, así como necesitaba a Jesús también necesitaba de lo que daban los Titanes en el Ring. Amén, respondimos todos a esa idea. Amén, deseamos todos por el descanso eterno de nuestro hermano y compañero. Antes de que sellaran el nicho, cada uno nos desprendimos de algo para que acompañara a Gengis Khan en su último viaje. Muñequeras de toalla, medallas de plata, máscaras varias y flores, muchas flores. Calas como si estuvieran fileteadas a los costados de la foto en sepia del mongol. Esa foto que había estado en no sé cuántos álbumes de figuritas. Esa foto que ahora coronaba la placa que le habíamos mandado a hacer entre todos, con la leyenda sacada de nuestra primera canción, la de nuestra primera película: A los héroes que sueñan con la gloria Gladiadores que luchan hasta el fin Junio de 2002 Acompañamos a Doña Luisa y a sus hijos hasta el coche fúnebre que los iba a llevar de vuelta hasta su casa, ahí en el barrio de Atalaya. “Gracias por haber estado en este momento, Jorge. Gracias a todos”, dijo antes de refugiarse en el interior del vehículo.

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Después de que se fueron, nos despedimos entre nosotros, mintiéndonos con eso de no esperar hasta otro velorio para vernos. La mayoría nos volvíamos hasta la plaza de Casanova en el micro escolar. Otros iban a caminar hasta la ruta porque por ahí pasaban colectivos que los llevaban a sus casas. Pocos eran los que tenían vehículos propios. Íbamos saliendo de Villegas y de repente Aranda se le cruzó a pie al Peugeot del Caballero Rojo, que clavó los frenos. Todos los que iban adentro del vehículo se sacudieron haciendo un involuntario saludo al rey. Como nosotros estábamos detrás, prácticamente pegados a la cola del auto, Héctor tuvo que hacer la misma maniobra y dentro del colectivo rebotamos como zapallo en carro. Cuando logré incorporarme, noté que el Superpibe Aranda estaba buscando irse a las manos y le pedí a Héctor que abriera la puerta para bajar a poner paños fríos. El Hombre Cavernario y David el Pastor corrieron las ventanillas y cogotearon para ver qué era lo que estaba pasando. Míster Moto y el Gitano Ivanoff en la Harley tiburonearon alrededor del 504 del Caballero Rojo. Aranda le dio dos golpes de puño al capot y después, mientras sacudía la misma mano, le dijo: “¡Porque sos uno de los putos Titanes en el Ring quién te crees que sos!” “¡Salí del camino, mamarracho!”, le gritó la mujer del Caballero Rojo. Yo había llegado hasta ese costado del auto. Cerré los ojos cuando la escuché. Los volví a abrir y me encontré con la sonrisa de oreja a oreja del Superpibe Aranda. Entonces él retrucó y de esa ya no hubo vuelta atrás. “¡Uy, bravo el gato rubio! Seguro pelea mejor que vos, ‘Caballero Rojo’. Digo, ¿no? Si yo te gané una vez y después nunca te animaste a pedirme la revancha. Mi ring está a la vuelta”, y señaló al paredón trasero del cementerio. El Caballero Rojo agarraba con tanta fuerza el volante que estaba a punto de quebrarlo. Y menos mal que el motor del Peugeot se había parado porque si no, no sé si metía primera y se lo llevaba

puesto como sorete en pala. Estaba pensando en eso cuando la mujer del Caballero Rojo le pidió dos cosas a su pareja. La primera: las llaves del auto para volver hasta su casa en San Telmo y llevar a la suya a la mujer de La Momia. La segunda, textual, la mujer del Caballero Rojo mirando al Superpibe Aranda le dijo a su marido: “Estropealo”. Ellos se dieron un pico. La Momia besó en la frente a su chica. Recién entonces bajaron los dos hombres del 504. Lo mismo empezó a hacer el resto de los Titanes del transporte escolar. La gente también quiso venir a ver la pelea. Pero los atajó Julio César. El gran emperador romano se quitó los anteojos negros y mirando a todos los pasajeros, Padre Gregorio incluido, les advirtió: “Esto es entre nosotros, ¿estamo?” Detrás de Julio César se cerraron las puertas del colectivo. Varios chicos con las manos hacían viserita contra la ventana intentando ver más allá, adonde se iba a dar el combate. El bondi de Héctor giró para el lado opuesto, volviendo a seguir al Peugeot. En el callejón trasero del cementerio de Villegas, Aranda abría y cerraba los brazos de forma exagerada haciendo movimientos de precalentamiento. El Caballero Rojo se plantó delante de él, a unos tres metros. La envergadura física de los contendientes era importante. El resto los rodeamos en círculo esperando ver cuál de los dos iba a tomar la iniciativa. Lo hizo el Superpibe que de una se fue arriba para volcarlo, sorprendiendo al Caballero Rojo que salió despedido. Aranda sonreía feliz de haber sido el que dio el primer golpe. Algo estaba a punto de verduguear cuando el Caballero Rojo se desplazó enfurecido para quedar trabados ambos en doble candado. Una prueba de fuerza en la que se establecería quién era el que iba a lograr prevalecer en esa posición. Logró zafar el Caballero Rojo y Aranda le quedó servido para un medio mundo. Después de una infructuosa patada voladora fueron al enganche y el Superpibe Aranda logró

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el volteo a su favor, quedando encima del Caballero Rojo que giró en la calle evitando la puesta de espalda. Mientras se incorporaba, el Superpibe le tiró con las piernas otra tijera cruzada a la garganta. El Caballero Rojo cayó una vez más pero se recobró para lograr darle un tirón de cabello. Luchador experimentado y recio, el Caballero Rojo reaccionó atacando con todo, logrando que el Superpibe clavara rodilla en tierra. Desde esa posición, Aranda le dio un descalificador cortito en las costillas, mostrando que indudablemente no habrá sido un Titán pero sí un hombre de sumo peligro. Después tomó al Caballero Rojo para aplicarle un candado de costado, haciéndolo caer violentamente pesado. Lo dejó que se parara y lo buscó hasta tenerlo para devolverle el tirón de cabello y así darle de lleno en el rostro una patada de canguro. El Caballero Rojo había hincado las dos rodillas en el suelo. Aranda lo empezó a estrangular con una llave al cuello. La cara del Caballero Rojo se le puso tan roja como si en ese momento hubiera estado llevando puesta su máscara. En auxilio de su compañero, la Momia, luchador sordomudo, más fuerte que el acero y paladín de la justicia, entró al combate y le aplicó al Superpibe una doble Nelson para lograr separarlos. Míster Moto se sumó a la lucha e intercedió a favor de Aranda. Y cuando le hizo la toma manubrio a la Momia, la que protege a los buenos y castiga a los malos... Míster Moto la rompió. Llegamos a las corridas al Hospital Parisiens en la Ruta 3. Haciendo hamaquita con los brazos, Ararat y el Diábolo llevaban a la Momia. Detrás íbamos escoltando todos, menos Aranda. Cuando entramos en la guardia dijimos que era una urgencia. El policía que estaba en la entrada reconoció al Ancho Peuccelle y a Míster Moto. —¿Ustedes no son los Titanes en el Ring? —Sí, oficial. —¿Y a éste qué le pasó? ¿Quién es? —Es la Momia. Se fracturó un brazo. —¿Eso es imposible, no? Si la Momia está toda quebrada —comentó sonriendo y a ninguno de no-

sotros nos hizo gracia. Mientras le sacaban radiografías y enyesaban a la Momia, el Caballero Rojo, El Ejecutivo y el Androide se quedaron acompañándolo. El resto nos internamos en el bufé del hospital. Yo necesitaba un café y los muchachos devorarse por lo menos un pebete completo. Sentados alrededor de una única y larga mesa que habíamos armado al juntar varias, ninguno hablaba. También mudo, el televisor del lugar encastrado en lo alto de una esquina mostraba imágenes de una manifestación en el Puente Pueyrredón. La estación de Avellaneda era una batalla campal. Podía verse cómo un chico atendía a otro que estaba caído; y a un policía que, merodeando, empuñaba un arma larga. El pibe estiraba un brazo hacia adelante rogando que se detuvieran. Todos miraban para otro lado. Como solía hacer William Boo, nuestro obeso referí bombero. Otro que ya se nos había ido. Atila el Huno pidió la cuenta. Sancho Panza hizo la división y dijo cuánto teníamos que poner cada uno. El Diábolo se puso a juntar los billetes. David el Pastor preguntó quién lo podía bancar porque sólo tenía guita para el colectivo. El Hombre Cavernario le dijo que lo invitaba. Y Julio César, el gran emperador romano, detrás de sus anteojos negros no podía ocultar que seguía llorando.

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as vueltas de la vida me trajeron a un lugar emblemático, asociado con el terror y la muerte: la ESMA. Acá, trabajo en el Espacio Cultural Nuestros Hijos. La ex ESMA es un predio inmenso, de edificios antiguos, calles interiores, talleres, la mayoría desocupados. A muchos les da miedo caminar por dentro, pero a mí no. Nunca me dio miedo caminar entre fantasmas. No tuve ese miedo en mi barrio de fábricas abandonadas y descampados, no lo tuve en mis viajes de mochilero durmiendo en la ruta. El lugar se percibe de un modo especial, sobre todo a la noche: porque no hay espacio, hay tiempo. Las medidas han dejado de ser centímetros o metros; en los parques y en la vieja Plaza de Armas las distancias se vuelven minutos y horas; pero no es el tiempo de las casas que marcan los relojes cruzando la Avenida del Libertador, porque acá las horas están señaladas por relojes de plastilina: así como avanzan, retroceden; así como profetizan, recuerdan. Estamos dentro del cuadro de Dalí, La persistencia de la memoria. El cielo cambia de color y los pájaros se mezclan con los murciélagos. Entre cientos de ventanas oscuras, hay una sola que está iluminada. Allí, me encuentro yo, escribiendo un cuento de Villa Celina. Tengo un teclado cuyas letras se han borrado por el uso y un cuarzo rosa en el medio del santuario. A mi lado, está Eulogia, la gatita. De pronto, se despierta y sale de la caja de alfajores Guaymallén, pega un salto y se sube al entretecho, avanza entre los caños y los cables, se mete en su hueco debajo de la viga y, allí, perdura, entre dos dimensiones, lejos de los perros. Entre dos dimensiones también estuve yo, hace poco, cuando una veintena de soldados del Ejército Argentino ingresó de nuevo al predio. Fue un acontecimiento histórico, la primera vez que los militares volvían a entrar, desde que la ESMA le fuera quitada a la Armada. Para recibirlos, éramos muy pocos: Teresa Parodi (directora del ECuNHi) y diez o doce compañeros rodeando a Hebe, la única de las madres que

estaba presente. ¿Cómo había llegado yo a ese momento? ¿Quiénes (y cuándo) éramos nosotros en la oscuridad? Alguien, por teléfono, avisaba que Moyano había levantado el paro. Parecía una noticia recibida desde otro planeta. Las luces de los camiones que pasaban la puerta de Comodoro Rivadavia, apenas podían iluminar la atmósfera cargada de años y gente. En la escena, los árboles, los mismos de aquellos tiempos, eran los ejes de estas ruedas cósmicas, los clavos enraizados a las paredes que sostienen relojes de plastilina. Hace poco, hubo tala. Los troncos tirados empezaron a transpirar una resina colorada y viscosa, parecida a la sangre. Los trabajadores de la Municipalidad quedaron impresionados y muchos visitantes vinieron a sacar fotos. Los camiones y una gigantesca grúa avanzaron hasta el ex Liceo Naval. Traían un tanque, una batería antiaérea, bazzokas y otros materiales bélicos en desuso, que donaban por orden del Ministerio de Defensa para que fueran destruidos y fundidos en los hornos de Fuerza Bruta. Con los materiales, se harán monumentos a San Martín, a Belgrano, a Mariano Moreno. Hebe decía: “yo me quedo hasta último momento, para poder contarlo”. Los militares descargaron las armas, con bastante trabajo, junto a la huerta que hicieron los alumnos del taller Cocinando política. El joven Teniente que dirigía la operación se le acercó a Hebe, fascinado, y le dijo “Señora, la quería conocer”. Hebe saludó a todos los soldados, muchachos de veinte, treinta años, y les ofreció agua. El Teniente, que se llamaba Pablo (no recuerdo el apellido) dijo que si necesitábamos más materiales, que les avisáramos. Un compañero le respondió con un chiste: “sí, tráigannos dos helicópteros”. Cuando terminaron, el Teniente pidió ir al baño. A mí me tocó acompañarlo hasta el edificio del ECuNHi. En la sala principal, estaba montada la muestra del artista Héctor Chianetta. El militar comentó “qué lindo”. Yo le dije “es una muestra sobre Eva Perón”. Él guardó silencio y a mí se me puso la piel de gallina. En los techos altos de la

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estructura fabril del Liceo, una paloma buscaba la salida. Seguimos adelante, hacia el baño. Pasamos la oficina de informes y llegamos a la Galería de los Rostros Revolucionarios. Allí cuelgan del techo cientos y cientos de fotos de desaparecidos, flanqueadas por frases, en las paredes, del Che, de Evita, de Scalabrini… El Teniente se detuvo y me preguntó si podía mirar. Sí, podés mirar, le dije. ¿Seguro puedo pasar? Sí, le respondí, y entonces el uniformado entró caminando al pasillo, avanzando hacia el cartel “Microcine Ernesto Che Guevara”, solo, en silencio, debajo de todas esas caras jóvenes que se mueven siempre, pendulares, en blanco y negro. Afuera, la luna rodaba hacia la Tierra y estallaba en años luz contra los árboles de la ESMA, donde comparten ramas murciélagos y pájaros. ¿Qué hacía yo ahí? ¿Cómo? ¿Cuándo? ¿En qué clase de sueño me había metido? Si lo último que recordaba era a mis amigos del barrio jugando a la pelota en la calle Giribone, cualquier noche de verano. Ahora, los párpados se me cerraban y hacía frío. La última imagen del soldado seguía su camino inevitable, recibido por miles de ojos, mientras los míos se derretían, con los relojes de Dalí, en el suelo. Un rato después, los soldados se fueron. El viento soplaba más fuerte y empezó a llover. Crucé hacia Libertador por los jardines, que se llenaban de charcos. Muchos creen que la lluvia lava la sangre pero no es así, la lluvia penetra el suelo y saca a flote la sangre seca, incluso las raíces, reblandecidas, se separan de los huesos; el agua se vuelve ácida y al caminar por el predio se me derriten las zapatillas. Entonces, pareciera que en puntas de hueso me voy abajo, imagino mi carne en este suelo, transformándose en un insecto extraño como el de La Metamorfosis de Kafka. Rodeado de castillos burocráticos y procesos agobiantes, tierra abajo de la ESMA, me hundo hacia la Sub-República Argentina, para devorar con los gusanos el fondo abierto.

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iempre me molestó que se hablara tanto de ella. Que era demasiado delgada, que no se alimentaba sino del aire, que era rica, que tenía una inagotable colección de zapatos de seda, que sus ropas ocupaban cuatro salones de la residencia, que no dormía casi nunca o lo hacía muy poco y muy tarde, que despertaba amores bravos, que tenía un amante muy joven, que su belleza era inquietante, que sus ojos negros todo lo sabían, que era bruja. Que estaba muy sola y que su mirada era pura oquedad, que buscaba consuelo en sus silencios y sus insomnios, que el marido tenía una amante para resarcirse de las extravagancias de su esposa, que sólo un amigo la entendía y la buscaba de tanto en tanto para saber de sus tristezas. Que era loca, que estaba medicada y que dormía tanto porque no podía mantenerse en pie, que el color blanquecino de su piel brotaba de sus adentros dañados, que le quedaban pocos meses de vida, que el marido estaba solo y triste, tan enamorado de su bella mujer y ella tan grave. La noche de su desaparición fue una noche grata de verano. Una noche perfumada y calma, sin brisas y tan cálida que parecía ocaso extraviado. Dicen que la vieron bajar al jardín, envuelta en un vestido blanco, con sus cabellos negros sueltos hasta la cintura y su piel tan clara como la luz. Dicen que bailaba entre los árboles y que sólo se detenía cuando se acercaba a los jazmines, que estaban en flor. La miraban los criados, desde arriba, extasiados por su hermosura y su danza solitaria. No estaba triste; ella sonreía y parecía cantar. Una brisa suave apareció de repente y se hizo ventarrón. El viento trajo un rayo generoso que alumbró su vestido y sus cabellos azabache. Cayeron las primeras gotas gruesas que pronto fueron más finas y prósperas. Los criados se mojaban ya y decidieron entrar poco antes del diluvio: cayó furiosa agua del cielo durante veinticinco días con sus noches. La noche de su desaparición tuvo nombre propio: se la conoce como La Noche Oscura. Hay quie-

nes dicen que el cielo lloró por ella. Hay quienes dicen que la inundación fue su último maleficio de bruja poseída. Lo cierto es que aquella noche fue, para el pueblo, una noche irreversible. El agua entraba en las casas robando sus objetos. Los transportaba al río que los llevaba al mar que los escupía en las arenas de un museo impertinente: sólo caminar por las playas para descubrir un zapato huérfano o el brazo de una muñeca amputada. Medio pueblo quiso convertirla en santa. La otra mitad, en maldición errante. Todos exigían la aparición del cadáver, fuera para venerarlo o para que dejara de propagar el conjuro. La policía interrogó a todos: a los criados primero, a los vecinos después y, por último, al venerable marido, que andaba perplejo y cabizbajo. Pero tanto era lo que de ella se decía que poco pudo la policía con eso: después de los interrogatorios, lo único que entendieron es que se trataba de una mujer hermosa, probablemente loca, probablemente triste, probablemente muerta. Con eso salieron a buscarla entre calles anegadas y vecinos en llanto. Las escuadrillas avanzaban impasibles: revisaban destrozos, recogían penas, atestiguaban estupores. Hacia el cuarto día de su desaparición tuvieron que abandonar la búsqueda porque el temporal arreció con fuerza y las calles sólo se transitaban en botes o en improvisadas balsas que los vecinos armaban con sus propios estragos. Reanudaron el rastrillaje, por orden del marido, una vez que el temporal hubo escampado. Mientras la gente se trasladaba a la playa con la esperanza de que el mar les devolviera lo que la lluvia les había quitado, la policía seguía su desvariado camino. Así pasó otro infructífero mes y se llegó a la conclusión de que la desaparecida en el pueblo no estaba. Fue el comisario en persona quien comunicó al marido que daban por concluida la labor. Le sugirió que quizás convendría buscarla en otra parte: todos exigen que aparezca y ella aquí no está. Lo que de ella se decía empeoró: el temporal no había ayudado y el enojo popular iba en aumento.

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Que ahora sí no había lugar a dudas, que era bruja, que sabía que vendría el diluvio, que por eso bajó al jardín esa noche y trajo el agua con ella. Que su alma buscó expiar sus culpas en ese aguacero ingente que acabó por arruinar a todos. Que como no la encontraran ella seguiría errante, desparramando desdichas a su paso. Que de ninguna manera, que ella era una santa valiente y frágil que bajó esa noche como ofrenda sincera. Que el aguaje fue más fuerte y se la acabó llevando, a la pobre, y que por fuerza había que seguir buscando a la que se había sacrificado por todos. Este pueblo no deja de sorprenderme con sus certezas: con exiguas hilachas de su vida han tejido historias infinitas. Pero algo tienen las palabras, porque circulan, saltan, giran, corren, van de boca en boca, y se vuelven palpables. Eso tienen: se hacen realidad. Yo, por ejemplo, que andaba enamorándome, que la acariciaba en sueños, que la seguía a sol y a sombra, que hoy sé dónde se esconde y que conozco los motivos de su alma, me vengo callando. Porque si hablara, pronto sabría que desapareció con ese hombre que comparte con ella una hermosura monstruosa y unos ojos de pasión posesa; que juntos danzan sones imperceptibles mientras sus cabelleras compiten en bríos y negruras; que se profesan caricias indecibles en noches de lunas llenas o menguantes, porque tanto les da; que son como animales salvajes, inmaculados y tan perfectos que no parecen criaturas de este mundo. Me callo porque sé que si cuento algo, pronto me robarán las palabras que enhebré, las estrangularán, las sacudirán, las desfigurarán y tejerán con ellas otra historia, una historia irredenta que terminará por ocupar el inmerecido trono de lo irrefutable. Después de todo, la verdad tiene la forma del demonio. Y el demonio, como todos sabemos, asume figuras infinitas.

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“Acá no te va a servir todo el piano que aprendiste de mano de mamá en tu infancia de nenita de clase media de pueblo” G. Cabezón Cámara

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a chiquita Rufino, Luisa, entra al despacho sin anunciarse y lanza la frase como una puñalada. Una frase corta y filosa que el Juez O’Neally hubiera preferido no escuchar. La dice y después, abrazada a su mochila, se desploma en la silla frente al escritorio y espera. Tiene la piel muy blanca y los ojos enrojecidos como si un pintor psicótico hubiera intentado el color del infierno en sus pupilas dilatadas. El segundero del reloj de pared hace un ruido mecánico que no permite olvidarse del paso del tiempo. Las agujas marcan las seis y veintitrés de la tarde, al lado del crucifijo de madera donde Jesús agoniza. El juez O’Neally se pasa la mano gruesa por el mechón sudoroso que le cae sobre la frente y cierra los ojos. Cansados los ojos del juez O’Neally. Dos bolsas pesadas bajo los ojos. Se le frunce la nariz, la boca, el ceño que parece un bandoneón arrugado buscando un acorde esquivo. —Pero, chinita, qué le dije cuando llamó, mejor el lunes… —No —dice Luisa, la menor de los Rufino, con su voz suave y cansada y tose—. Tiene que ser hoy. Ahora. —Claro, claro. Pero es tarde, si hubiera venido más temprano…—intenta el Juez O’Neally. La chica Rufino niega con la cabeza, se toma el rostro con las dos manos –huesudas, de dedos largos– y murmulla algo que el Juez no alcanza a escuchar. Después levanta la mirada hacia el tictac del segundero o a la figura agonizante en la cruz de madera y dice: —Tiene que ser hoy, viernes, este viernes. Y tiene que ser a esta hora, para que usted vea, porque sólo así… Hay un error, y me dijeron que

usted puede enmendarlo —agrega. Y se calla. —A ver si te entiendo, chinita… —dice entonces el juez O´Neally, buscando unas palabras que no conoce para explicar algo que no entiende, no quiere entender, no necesita entender. Las cosas son lo que son, piensa el Juez O’Neally. Claro que la chinita parece un muchacho pero todo es más sencillo que esto en Cruz Rota: pasto, cielo abierto, vacas y olor a bosta, bordados, prostíbulos, casamientos, lecciones de piano y caballos. Tendría que levantarme, piensa, y dejarla acá sentada. Actuar como lo que soy, la autoridad. Decirle simplemente volvé el lunes, y a otra cosa. Pero no lo hace. Porque la chinita, claro, no es cualquiera. Es Luisa, la menor de los Rufino. Aunque le haya traído tantos problemas al bueno de Taureano; aunque por su aspecto no parezca hija de sus padres, hermana de sus hermanos ni, sobre todo, nieta de su abuela. Delgada y enfermiza, la niña es una imagen desdibujada, como salida de una fotografía vieja que hubiera perdido sus colores. —Mire —dice la chica y le muestra los brazos plagados de viejas cicatrices. Y llora sin lágrimas, los ojos enrojecidos clavados en los del Juez O’Neally que siente que envejece cada minuto que pasa frente a esa chinita que dice no ser solamente una mujer y tose. Los Rufino llegaron a Cruz Rota cuando no había más que pasto, vacas y olor a bosta. Escarcha en invierno, pastos secos en verano. Y un cielo abierto, interminable, siempre. Y entonces –Roca o Rosas– cuatro o cinco familias que se repartieron una extensión de nada y estancias. Estancias, bah, más bien unas pocas casas rústicas. Que luego, con los años, fueron sí, estancias. Los Rufino, los Aráoz, los López Echagüe, los O’Neally, los Medina Reyes, los Clustters, alguna familia más –británica o patricia– y después nada. Nada. Vacas. Pasto. Alambrados y más alambrados.

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Estancias. Hombres, mujeres, animales. El cielo interminable. Y olor a bosta. Casarse, criar hijos. Piano, para las niñas; deportes, para los chicos. Después: bordado, ellas; quilombo, los muchachos. Campo. Vacas. Estancia. Bosta. —A ver… —repite el juez O’Neally, que ha ido al colegio con Manuel, el abuelo de la chinita Rufino. Juntos han hecho la conscripción, han compartido aulas, peleas y las primeras borracheras. Juntos –con el viejo Clutter, López Echagüe, el Aráoz grande– mientras crecían hicieron crecer Cruz Rota. Juntos conocieron el sexo en sombríos burdeles, la política que permitía hacer negocios y los negocios de la política. Cimentaron las bases de esta comunidad y la de sus familias. Así como sus padres habían edificado la iglesia, la comisaría del pueblo y unas casitas rústicas en medio del campo, ellos construyeron el Palacio de Justicia, el Banco y las estancias familiares. De todos, Manuel fue el primero en casarse. El joven O’Neally, que todavía no era juez ni lo pensaba siquiera, había deseado sordamente a Teresa, la abuela de la chinita Rufino. La recuerda todavía con la pollera tableada, sosteniendo una sombrilla, cruzando la plaza, bajo el sol ardiente de un domingo de agosto, generosa de busto y de caderas, tan distinta a esta gurisa pálida y flacucha que tose y niega con cansancio, moviendo la cabeza. Después vio crecer al padre, Taureano, que apenas pasados sus veinte se casó con la chica Cabral –una morocha de mirada severa, labios esponjados y un culo para perderse– a la que en los primeros seis años de matrimonio le hizo un hijo tras otro, año tras año, para después tomarse un respiro de un quinquenio. Y cuando todos pensaban que habían bajado la persiana, vieron cómo a Kerana Cabral de Rufino –todavía un culo de perdición– se le volvía a hinchar la panza. Al fin había llegado la chancleta, esta chinita que ahora, die-

ciséis años después, frente al Juez O’Neally explica que no es lo que parece, que es otra cosa, que hay un error. Todos –la propia familia, pero también quienes, como el joven O’Neally, habían deseado sordamente a Teresa; quienes se habían perdido en la contemplación del culo de Kerana; todos– esperaban una princesa que no fue. Tantos hermanos, hermanos mayores para peor, piensa el Juez O’Neally, son demasiados para cualquier gurisa, sobre todo en un pueblo como Cruz Rota donde todo parece igual a sí mismo y se confunde con lo demás: el cielo con la escarcha, el pasto con las vacas, el piano con la estancia, el bordado con el quilombo. Desde chiquita, la menor de los Rufino fue dueña de un salvajismo poco habitual, que no excluía duros mordiscones a hermanos y amiguitos. Y cuando llegó a la pubertad, perturbó la tranquilidad cristiana de Cruz Rota con un par de escándalos. Desapariciones nocturnas y desnudeces. Se habló, a media voz, en secreteos de iglesia o almacén, aunque nadie pudo confirmar nada, de vergüenzas que incluían a Serafín y Domingo, dos de los hermanos, el gallinero y heces de aves; de violencias desatadas puertas adentro de la estancia de los Rufino; de la ira de Taureano cierta madrugada de sábado. —Pero, ¿cómo es eso? ¿Usted cree que es un niño, muchacha…? —No, no, no… No importa lo que ella crea, importa lo que es. Importan los viernes como este, la noche que se acerca trayendo consigo el miedo. Y el segundero del reloj avanza implacable junto al crucifijo. El Juez O’Neally vuelve a sacarse el mechón de pelo que cae sobre su frente e intenta simplificarlo todo en una ecuación binaria sin fisuras. Pero no, no es eso lo que explica o trata de explicar la menor de los Rufino con palabras que él no quiere, puede ni necesita entender. Todo es más fácil, piensa el Juez, más simple. Una hembra es una hembra; un machito, un machito.

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Simple. Claro. Como el cielo interminable sobre el pasto y las vacas. La chinita vuelve a decir que es más complejo que eso. Que hay una pieza que falta o varias piezas que sobran. Que Dios, o alguien, cometió un error y que lo que dice el cuerpo puede ser distinto a lo que aúlla el cuerpo. Que se puede ser una cosa y también la otra. Que nada es tan sencillo. Que él, el Juez, no entiende. —Por eso necesito que me vea hoy. Ahora. —A ver, chinita, yo la conozco desde que nació, podría decir que desde antes de que nazca. Acá se habló mucho de algunas actitudes suyas y es cierto que desde chica usted fue medio varonera, pero eso es normal, son muchos sus hermanos y algunos muy bravos como el Sunildo, el Hugo o el difunto Bernabé, que en paz descanse, pero… La chinita Rufino tiembla. Empieza a transpirar y se le encorva la espalda. Los ojos cada vez más enrojecidos se van transformando en dos ranuras refulgentes. En un ángulo inferior de la ventana asoma la luminosidad de la luna que baña como un halo el rostro dolorido de Jesús –que también es tres y uno– en el crucifijo de madera. Mira el reloj que no deja de tictaquear, espía el cielo –la luz de la luna en el cielo– a través de la ventana, vuelve al Juez O’Neally. Ella sabe lo que él quiere. Quiere que aún en la confusión, en la ruptura de la normalidad, haya un relato previsible: estoy atrapada en el cuerpo equivocado. Espera que ella le diga que siempre quiso ser un hombre; que sufre mucho; que siempre le gustó más jugar a pelota o boxear con sus hermanos que jugar a las muñecas; que tiene una anatomía que no le corresponde; que no puede siquiera verse desnuda frente al espejo sin llorar, gritar, desesperarse; que está enamorada de una compañera de clase. No le costaría nada hablar de los juegos violentos que juega con sus hermanos mayores desde muy chiquita, de la vez que se agarró a trompadas con los dos Medina para defender a Serafín, aunque ella tenía diez años y ellos quince; de la vez que, en el lago, tocó ahí abajo a otra jovencita,

la propia nieta del Juez. Pero no fue hasta ahí ese viernes para hacerle las cosas más sencillas a nadie. No puede explicar con tanta liviandad algo que ni ella entiende bien. El problema es la multiplicidad, piensa. Y ni siquiera es tan simple. Sabe que no es nada más que una mujer. No solamente. Ni un varón nada más. Aunque sabe que es un varón. También. —Hay un error —repite; sus ojos, rojos, buscan con la desesperación de un animal acorralado—. Un error, ¿entiende? Me gustaban las muñecas, también, y algunos chicos, pero no es eso. Mis hermanos… Seis hermanos varones, señor Juez, ¿no lo ve? Y esas noches que… —Tranquila, chinita. A ver… —la interrumpe paternal el Juez O’Neally, pero un grito profundo y ronco parte la frase como se parte el cogote de una gallina. El cuerpo de Luisa Rufino se repliega sobre sí mismo y despide olor a humedad sucia, a bosque profundo, a animales en celo. Cae al suelo, sobre sus rodillas. Apoya las manos en el piso y arquea la espalda. Su nariz husmea olores en el aire que entra por la ventana en la que la luminosidad blanquecina de la luna crece, mientras sus ojos enrojecidos vuelven a la búsqueda y encuentran el radiador. Ruge, la menor de los Rufino. Aúlla. No grita. No chilla. No llora. Ruge –los ojos de un rojo sangriento y brillante, la espalda encorvada, el cuerpo replegado, sudoroso y tenso– saca un juego de esposas de su mochila y lo cierra sobre su muñeca izquierda y el radiador. Después tira la llave dentro de la mochila y esta hacia el otro lado del escritorio, lejos de ella. La mochila pasa sobre la cabeza del Juez O’Neally, que mira la escena espantado, y golpea el crucifijo de madera que cae al suelo y se parte –Padre, Hijo y Espíritu Santo– con un ruido sordo. La chica Rufino le grita al Juez que se mantenga lejos, que tenga las llaves, que se prepare a ver lo que va a pasar, que acá es donde empieza o termina todo. El error. Pero sólo puede articular

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un aullido que vuelve a partir el atardecer justo cuando la luna –redonda, blanca, perfecta– se enmarca en la ventana. Entonces el Juez O’Neally no tiene más remedio que entender, porque la ecuación no le deja escapatoria: suma un viernes de luna llena y seis hermanos mayores, escapadas nocturnas y desmadres en el gallinero, heridas en los brazos y el rugido estremecedor, para llegar aterrado al único resultado posible. Porque sólo si Luisa –la chinita, la menor de su familia, esa gurisita delgada y enfermiza– es en realidad un varón, el séptimo hijo varón de los Rufino, es posible que ahora, mientras la luz blanquecina inunda la ventana, esposado al radiador –del otro lado del escritorio tras el cual el Juez O`Neally besa aterrado el crucifijo de madera roto– en lugar de la muchacha haya un lobo, aullándole a la luna.

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M

abel era un personaje taciturno. Ese mote, de todas formas, era un traje demasiado grande para ella, ya que ser un personaje acarrea la necesidad de destacarse en algún quehacer o ser producto de la imaginación de algún artesano. Mabel no lo era. Se apreciaba a simple vista que no revestía ninguna importancia ni su cuerpo, ni su rostro, ni su vida. Gris como el delantal que usaba para la limpieza de la escuela. Insignificante. Pero para notar su insignificancia, primero había que mirarla. Eso es lo que hicieron todos los habitantes del pueblo por primera y única vez cuando la mujer salió en los diarios. Pero todavía falta mucho para que eso acontezca y Mabel se convierta realmente en un personaje, por su notoriedad y por su singularidad. De alguna manera quedó embelesada con Brenda. Fue como una fascinación a primera vista por esa chica fresca y luminosa. Nada sexual, a priori, aunque cualquier atracción hipnótica siempre tiene algún ingrediente carnal reprimido. Brenda era nueva de toda novedad. Nueva en el pueblo y nueva en la escuela. Una psicopedagoga. Una profesión que quedaba grande para la mente de Mabel, pero sonaba importante y trascendente. Lo sería. No es que no hubiese habido otra psicopedagoga antes en la escuela, es que la mujer que ocupaba ese cargo era tan vetusta y gris como Mabel o las paredes del establecimiento. Nadie sabía para qué estaba sentada en el gabinete esperando su jubilación. Su jubilación llegó y así es que apareció Brenda. Mabel observó a Brenda durante meses. Barría el mismo cuadrado de baldosa insistentemente para permanecer cerca y escuchar qué sucedía en el gabinete entre la joven y ciertos alumnos problemáticos. Hacía dos semanas que la lluvia caía pertinaz sobre el pueblo, como una nube encaprichada por establecer domicilio en la chatura de las siestas. Las baldosas rezumaban moho. Mabel siguió a la chica durante varios días a la

salida de la escuela hasta que estuvo en condiciones de predecir su trayecto y encararla. Necesitaba su ayuda, pero no se atrevía a interrumpir sus tareas en la escuela —que debían ser muy importantes dado el nombre que llevaba su cargo— ni pisar el gabinete y menos aún hablar con ella en la sala de maestros o en la cocina. Le servía solícitamente el té y aprovechaba en esos momentos para mirarla brevemente a los ojos, tratando de encontrar algo más que frescura juvenil, sonrisa incólume y esa calidad de semidiosa de pueblo chico. Mabel no comprendía por qué Brenda nunca usaba paraguas y se rendía a la llovizna persistente, se humectaba en cada trayecto de ida y vuelta a la escuela. Siempre estaba impregnada de humedad, ligeramente brillosa, satinada, oleosa en ciertas ocasiones, permitiendo que las gotas quedasen adheridas a su piel y petrificadas en su forma redondeada. Mabel no comprendía este fenómeno como tampoco entendía las palabras ahogadas dentro del gabinete cada vez que repasaba la misma baldosa con la escoba, tratando de ingresar al universo prohibido de la puerta cerrada. Eran siempre los mismos niños problemáticos, las mismas expresiones lánguidas de ellos y la sonrisa traslúcida y llena de dientes de Brenda al recibirlos y despedirlos. Brenda era el hada madrina. Llegaban a su regazo los niños más inquietos, conflictivos y violentos de la escuela, los pequeños monstruos, y al cabo de pocas reuniones se volvían callados y mansos, como si una luz los hubiese iluminado de pronto y se obrase el milagro. El milagro que Mabel esperaba para sí y para su vástago maldito. Mabel le habló por primera vez en una esquina silenciosa. Trató de incluirla en la circunferencia de su paraguas, pero sólo consiguió que la joven retrocediera. Brenda escuchó con atención e hizo las preguntas pertinentes. Reconocía a Mabel de la escuela, claro. De los silenciosos tés y de la barrida de la puerta del gabinete. Brenda no sabía cómo ayudarla pero las lágrimas de la mujer la

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desarmaron. Lágrimas que caían a pesar de la fortaleza construida alrededor de su secreto y su miedo a lo largo de quince años, lágrimas involuntarias, rebeldes. La mujer sólo lloraba con los ojos —su cuerpo permanecía inconmovible— y toda el agua se perdía en la humedad perenne del ambiente. Mabel la llevó a su casa. Era imposible llevar a su hijo a otro lugar. Había cierta urgencia de repente. Urgencia hubo siempre, pero ahora, después de meses en que Mabel manejó con cautela la ansiedad hasta poder conversar a solas con Brenda, ahora era el momento y no podía dejarlo pasar. Nadie más que la joven sabía el secreto y no era cuestión de dejar que Brenda se tomara un tiempo para pensar y decidiera arrepentirse. O contarlo. Mabel no lo soportaría. Mabel le dijo que tomara cuidado al entrar a la casa. A causa de la lluvia sin tregua, las baldosas del comedor estaban resbalosas. Mabel, tan acostumbrada a servir en su trabajo, no sabía cómo actuar en su propio hogar, ese territorio de la soledad de toda la vida. No sabía cómo ser anfitriona, qué darle a un invitado. Apenas se atrevió a darle a Brenda orientación para que la chica llegase al lugar que le tenía reservado desde la primera vez que la vio tratar a los niños en la escuela. Le indicó con un gesto que caminase hacia el fondo. El fondo era un terreno pantanoso y húmedo. El amplio jardín de la casa añosa, por falta de mantenimiento, era prácticamente una ciénaga pelada. Sin plantas, sin césped, un terreno yermo. Brenda sufrió un leve estremecimiento cuando sus pies se hundieron por primera vez en el barro. Frente a ella se mostraba la habitación del joven. Aquello debió ser alguna vez un gallinero y ahora era un cuarto hermético. Acumulación de maderas clavadas sobre maderas. Apenas esquivos haces de luz que nacían de las rendijas, rebeldes. Ese lugar era una prisión o una trampa. Alrededor, meras fábricas, un terreno baldío. Parecía estar ubicado en el medio del campo y no a escasas cuadras del centro del pueblo. Brenda miró sobre su hombro y vio el rostro enjuto de Ma-

bel. Imposible leer ese rostro inexpresivo. Brenda avanzaba hacia el gallinero hermético sin que nadie supiera que ella estaba allí. Nada se movía en el aire denso de tormenta y todo el rastro que había dejado de su presencia eran las pisadas en el pantano que pronto volvería a cobrar otra forma, la forma original, por obra y gracia de la tormenta eterna, abandonando sus huellas, ocultando los rastros. La chica podía morir, lo presintió. Podía gritar hasta hartarse o perder la cordura y nadie sería capaz de ayudarla. No sabía qué la esperaba dentro del gallinero o la cárcel y sintió un líquido que se movía como una babosa dentro de su estómago. Así debía sentirse el terror. Dentro del gallinero el aire parecía tener consistencia. El aire viscoso y pesado, como si la humedad hubiese ayudado a darle densidad. No había luz y Mabel se adelantó para contarle a Brenda al oído que el niño no quería luz. Lucífugo, pensó Brenda, pudiendo usar esa palabra que una vez había leído y nunca había logrado volver a repetir aplicada a alguien. Brenda miró a Mabel y Mabel le devolvió la mirada con un gesto de cabeza que apuntaba a un rincón, donde estaba el niño. Mabel retrocedió hasta la puerta y se marchó. El niño debía tener unos quince años y era enorme. Superaba el metro noventa y tenía el ancho de una heladera Siam. Estaba sentado en un rincón, mansamente, lanzando un ronquido como de fiera. Era su respiración. Brenda controló la babosa de su estómago y esperó a que sus ojos se acostumbrasen a la penumbra. A su alrededor se hizo más claro el contorno de algunos objetos que se esparcían por todo el lugar. Alineados sobre repisas y mesas, eran pequeñas formas, esculturas minúsculas. Brenda se acercó a una de ellas para observarla más de cerca. Eran dos cuerpos, anatómicamente perfectos, estilizados, tallados con precisión y buen gusto. Brenda tomó la escultura entre sus manos para verla mejor y se estremeció de deleite. Dirigió los ojos hacia el muchacho que se ponía de pie desde el rincón. Su porte era extraordinario. Sus manos enormes no podían haber hecho este trabajo.

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Brenda volvió a mirar la escultura y allí notó su verdadera forma. Era una pareja teniendo sexo. En realidad el hombre penetraba a la mujer por atrás y su miembro estaba reemplazado por un cuchillo. En realidad la mujer estaba siendo destrozada por el pene metálico de su amante. Brenda soltó la escultura que se hizo trizas. Giró hacia el muchacho que avanzaba lento pero derecho hacia ella con un pequeño cincel en la mano. Mabel entró en el momento injusto. Injusto para Brenda, sin lugar a dudas. La boca babosa del muchacho asomaba entre los muslos de la chica. Mocos y lágrimas, gemidos apagados por la presión que Brenda accionaba sobre la nuca del muchacho para inmovilizarlo y para que los intentos de tomar aire a borbotones provocaran la fricción necesaria contra su vulva. Las esculturas se hallaban desperdigadas por el suelo, rotas. El joven lloraba y trataba de respirar entre la presión de los muslos de Brenda quien, con los pechos afuera, se mordía los labios y apretaba más la cara del joven contra su vagina. Mabel tuvo una epifanía incontrolable y toda la estructura del relato se le vino encima como un flashback. Los rostros demudados de los niños terribles de la escuela, víctimas de la parafilia de Brenda. Niños que debían calmarse y callar ante vaya uno a saber qué clase de amenaza. Pequeños dedos obligados a introducirse en los orificios de la mujer. Pequeñas bocas sorbiendo pezones que ya no debían, ya no. El horror. La babosa en el estómago ahora de Mabel. Mabel vio rojo. Al principio fue una metáfora pero pronto se volvió literal, cuando en un movimiento Mabel arrancó una de las tablas y partió el cráneo de la psicopedagoga. La muchacha cayó al suelo con una expresión lela en los ojos. De su cabeza abierta brotaba sangre y una sustancia más espesa. A su lado cayó el niño y Mabel no logró, no pudo, no quiso detenerse. Los golpes cayeron por igual sobre Brenda y sobre su hijo, sobre el hada madrina y la criatura que no logró ser convertida en otra cosa. Mabel no quiso, no pudo detenerse.

Los deshizo a los dos a golpes, los volvió una sola materia, un puré pulposo sobre el suelo de tierra apisonada. Otra escultura rota. Carne molida. Golpeó y pulverizó hasta que no le alcanzaron las fuerzas. Salió del gallinero cuando despuntaba el alba, aunque era difícil precisar un amanecer a través de las nubes de la tormenta. De todas formas, no llovía. Mabel vistió su delantal gris y fue a la escuela, como todas las mañanas. Enseguida notaron que estaba untada en sangre seca, la sentaron en la cocina y le sirvieron un té que ella aceptó en silencio.

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A

cabábase de masturbar con el último video subido de esa nena de 15 años que busca su familia por todos los cuarteles de policía. Nadie la vio salir de la escuela y llegar a la parada. Nadie la miró cuando lloraba asustada de la mano de un hombre que la arrastraba por los callejones de la ciudad. Millones de vistas, sólo al agujero entre sus piernas, penetrado reiteradamente con indiferencia insaciable. Millones vieron su rostro en la cámara, pero sólo veían agujeros, infinitos agujeros negros para depositar frustraciones, enojos, impotencias varias y la lascivia más pura de todas, humanos hechos y derechos nacidos en el seno del dolor comestible. Seres moldeados y alimentados con terror, que, a su vez, serán carne devorada por los que están en camino. Aunque el canibalismo es el más insignificante de los problemas. Hecho fiambre, cuál es el drama. Aquí el meollo es qué muerte humanitaria te vaya a tocar. Tiemblan de miedo como cervatillos recién nacidos, imploran vivir, juntan las manos y besan los pies del ídolo de turno. ¿Para qué? Corrió al lavabo, a dejar todo limpio en su mente. Con agua y jabón cuidadosamente frotó sus dedos temblorosos. Pero no lo imaginó jamás, lo que ocurriría ese día. Tembló, todo el baño se sacudió desprendiendo los azulejos que se despedazaban estrepitosamente contra el suelo lleno de humedad. Brotó agua negra de todos los desagües, en cuestión de segundos, también era parte del desastre. La casa entera comenzaba a teñirse de negro, brotaba agua de todas las paredes y el piso era tan resbaloso que perdió el equilibrio varias veces chocándose contra los muebles y tratando de prenderse de las cortinas empapadas. Ese día habían salido todos, no había nadie por quién preguntar y se dirigió a la calle, buscando algo de respiro. Afuera, el panorama era aún más desolador, las calles estaban hacinadas de gente corriendo en todas direcciones, y se unió a ellos como si de algo sirviese. Unos, aprovecharon para asaltar tiendas y cargar todos los televisores que pudiesen, aunque ni siquiera tenían hogar al cual

volver, o siquiera un enchufe. Pues, no importa, todos necesitamos embriagarnos de algo para seguir, como diría Kenny en sus últimos momentos de claridad. De las bocas de tormentas, brotaban cuerpos amorfos hechos de oscuridad, que con mucha tranquilidad se dirigían hacia las casas deshabitadas. Algunos de estos, asombrados, miraban sin rostro a las criaturas inquietas que hacían muecas y ruidos tratando de correr lo más rápido que podían, alejándose de ellos. En cuestión de horas, la ciudad estuvo completamente atestada de estos monstruos negros, en los que algunos juraban encontrar facciones de peces o de anfibios, bajo el aura chorreante. Ciertamente, era tal el caos que nadie sabía lo que veía, es más que dudosa la veracidad que guardan dichos testigos. Los humanos corrieron autoexiliándose hacia la costa, donde no se podía ver el horizonte por los nubarrones. Caía una lluvia plomiza que ni siquiera dejaba entrar un solo rayo de sol. Pero Cthulhu, que era un dios piadoso, dispuesto a responder a cada plegaria, cubrió todo el mar con una brillante e inmensurable capa de corales impenetrables para protegerlo de tan nefastas criaturas. Por lo que el gorgoteo aliviante de un suicidio en masa no fue una opción. Se limitaron a quedarse todos apretados, conteniendo el aire. Y con el mismo amor con que una madre cobija tiernamente en su tibio pecho sus niños, cubrió la ciudad. Cada calle, cada acceso, cercado con miles de camalotes, para proteger a los sagrados oscuros, sus súbditos y amados, que encerrados en sus nuevas casas no se animaban a salir porque aún quedaban algunos humanos contaminando el área.

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así nos imagino: una boda bajo el sol en el verdor del campo largas mesas con comida, una banda de jazz, los chicos jugando cerca y todos alrededor felices, sonriendo, celebrando, así nos imagino, no ahora pero dentro de unos años juntos todavía, apasionados y justo cuando el cura hace la pregunta central ahí les caemos, vos con la motosierra y yo con el hacha. primero bajamos a los novios después al cura, vos y yo, hacha y motosierra al mismo tiempo, socios en el despedazamiento. recién ahí, cuando todos corren histéricos usamos el gas para dormirlos (para eso son las máscaras que compré por amazon) y jugamos a quién decapita más gente antes de que se desmayen; los niños valen doble, por supuesto; y después nos comemos todo y nos emborrachamos y garchamos chapoteando en la masacre y seguro cuando nos cansamos del karaoke entre los cuerpos ya está atardeciendo y la brisa es suave y el cielo estalla en pirotecnias rojas porque el cosmos está de acuerdo con nosotros: todo lo que no nos interrumpe es cómplice de nuestro amor; más tarde, cuando la noche

se asienta le damos a los postres y vaciamos las últimas botellas mientras tirados en el pasto descubrimos constelaciones sangrientas y les ponemos nuestros nombres y los nombres de los hijos que nunca nunca vamos a tener.

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E

l comisario Sanfor reingresa a la sala, enciende el cigarrillo y se desploma sobre su asiento. Deja escapar una bocanada espesa de humo e inclina el cuerpo hacia adelante. —A ver, Montero, si me volvés a explicar todo este asuntito pero más despacio, así logro entender. —¿Desde el principio? —No, ahorrame eso de los saltos cuando eran jóvenes, empezá desde el momento en que vos caés golpeando la tabla y Benítez despega. Alejandro Montero, hombre de circo, carraspea. Omite contar, en esta segunda declaración, que hace veintiocho años conoció a César Benítez. El día que se vieron en aquella escuela infantil brincaron, sin mediar palabra o acuerdo alguno, dejando de lado cualquier otra expresión de amistad, como quien firma un pacto de honor. Cada recuerdo que tiene de la niñez está relacionado con saltar, ese fue el único verbo conjugado. Al comienzo no intuyeron que podrían ganarse el pan haciendo acrobacias, y seguramente cuando descubrieron la posibilidad de ser famosos, no fue por mérito propio sino gracias a ella, que les abrió los ojos y partió el corazón a uno: Montero. Fue mucho antes de conocerla cuando disfrutaban de saltar pequeñas tarimas y tapias de vecinos –cayendo a veces sobre flores o almácigos–. En vez de aplausos, sus piruetas eran recibidas con gritos y enojos. Por esas primeras acrobacias Benítez guardaba una condecoración en su pantorrilla derecha. Fue, según contaba, en el frío atardecer de julio; Lotreta, un quintero del barrio, había plantado en sus tierras tomates y cebollas. Vio, a Montero y Benítez, saltar la pared frontal y sin dudarlo les soltó el dóberman. Dos cuadras los corrió aquel perro enfurecido, hasta que le clavó a César los dientes. Cuarenta inyecciones aplicadas y quinientas advertencias paternas fueron el resultado. Montero y Benítez no podían vivir sin saltar. O sí podían, pero no querían. Lo llevaban en la sangre. La historia de nombrarse como hermanos comen-

zó en plena adolescencia, cuando se inscribieron para el concurso de talentos realizado en el pueblo vecino. Tenían una rutina precaria que incluía cajones de madera y trampolines; el sincronismo de los movimientos era verdaderamente original. Siempre contaban que en esa oportunidad ganaron el segundo premio, aunque en verdad lograron el tercer lugar. Primero resultó un guitarrista de jazz tan bueno como Dyango Reinhardt, seguido por una bailarina clásica. Al momento de completar el formulario para inscribirse en la competencia de talentos, observaron que debían poner un título a su disciplina. Tal vez fue el humor de Benítez o el ingenio de Montero, pero lo cierto es que anotaron en la ficha “Los hermanos Brader, saltan”. Nunca más volvieron a presentarse sin esa filiación, aunque el apellido fue cambiando: Mc Fly, Pérez, Lombardi, hasta estas jornadas, cuando llevaban el unificador Wright. Durante la participación en el concurso los visitó Lisandro Lopetegui, descubridor de talentos y estrellas –cuyas revelaciones artísticas apenas llegaron a espectáculos de poca monta–, quien los acercó al Circo Chicago. Según Montero, estuvieron de gira por las provincias de Córdoba y San Luis como los Mc Fly; Benítez solía dar otro dato pero ahora es imposible comprobar. Cansados de compartir camarín con el hombre lanzafuego y una domadora de tigres, abandonaron la compañía para pasar a formar parte de circos como Bergalli y el Hispano. En este último la conocieron. Durante esos meses ellos eran los Lombardi, saltaban con trampolines, barriles y fardos. En el tiempo libre debían colaborar en tareas circenses, así se trabaja en esas pequeñas compañías artísticas. Montero ya tenía en mente la catapulta. Ella era trapecista, pero también controlaba las entradas y en los intermedios vendía gaseosas. Los ojos brillantes y una sonrisa delicada enamoraron a los Lombardi. Si permanecieron en aquella trouppe por más de dos años no fue por palear bosta de elefante o alimentar tigres aburridos y mucho menos por el éxito.

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Antes de salirse del circo, Montero había diseñado los primeros planos para construir la catapulta y junto a Benítez comenzaron a soñar nuevas acrobacias. Ella los alentó, estaba convencida de que necesitaban un show original; con el tiempo armarían su propia compañía circense, o montarían una escuela de acróbatas al mejor estilo de Moscú o China. Por las noches, mientras los tres repasaban los dibujos de Montero hacían cálculos sobre la fuerza de empuje, el despegue, la inclinación de cada cuerpo; multiplicaban cien veces aceleración por masa ilusionados con viajar a Europa; deslumbrar París, Roma, ser envidiados por los mejores circos; dejar boquiabierta a la Reina de Inglaterra. Era Benítez el que bromeaba sobre ofrecer a su Majestad los secretos de la catapulta a cambio de las Islas Malvinas. En la primera declaración ante Sanfor, Montero aclaró que nunca viajaron a Europa. —¿Y qué carajos importa? —respondió molesto el comisario. Alejandro sintió la necesidad de responder “A mí, a mí me importa, era mi sueño” pero calló—. Decime cómo lo mataste y listo. Sanfor no prestó atención a los detalles sobre la catapulta y los cálculos erróneos, el comisario se sintió frustrado por tantos datos. Montero recordó que Benítez se había sentido así una vez, dijo que estaba abrumado por tantos datos incomprensibles y pidió ese mismo día poner en marcha el engendro de tablas y engranajes. Montero sabía que los cálculos estaban incompletos pero la ansiedad por hacer los saltos pudo más. Armaron tarimas y la red debía ubicarse a espaldas de Alejandro para la cabriola final. En un extremo, Benítez parado sobre el subibaja, brazos abiertos, concentración total. En el otro, Montero, vista fija en la tabla levantada. Silencio. Alejandro flexionó las rodillas. César aguardó impaciente. Luego todo es un recuerdo de segundos, el salto, el impacto, Benítez vuela por el aire y baja con los pies firmes, brazos desplegados para producir el despegue de Montero. Uno y otro impulsándose. Risas, nervios. Llegó el turno del impacto final para que Benítez inclinara el cuerpo

y saliera lanzado hacia la malla. Alejandro tenía razón, el ángulo inicial de la elipse estaba mal calculado. Benítez le erró a la red por un metro. La ambulancia lo llevó al hospital Municipal acompañado por ella. Montero guardó los implementos y llegado al centro de salud recibió el parte médico: “Muñeca fracturada y ligeras escoriaciones en la frente”. Nada grave. Lo serio fue al ingresar a la habitación y ver a Benítez besarse con ella. En esa parte del primer interrogatorio, Sanfor lo interrumpió: —¿Lo mataste porque se quedó con ella, verdad? Aquel accidente demoró el perfeccionamiento de la catapulta. Benítez nunca recriminó por lo sucedido y Montero nada dijo sobre haber perdido chances en el amor. Sin embargo, poco volvió a ser como era. Una mañana ella dijo que existía la posibilidad de viajar a Sicilia para presentar el nuevo show, y a la tarde la oportunidad se esfumó. Otro día ella habló de un contrato millonario y tampoco sucedió. Benítez le lanzaba besos a escondidas, Montero les desconfiaba, ella inventaba universos. Alejandro nunca la odió, aunque, sin decirlo, siempre cuestionó que hubiera elegido al candidato equivocado. —Bueno, dale. Desde el salto, ya sé que la red estaba atrás tuyo, así que despacio. —La gente había pagado la entrada para ver el show al aire libre porque no podíamos hacerlo en carpa, dado que… —¡Mierda, Montero, desde el salto, no me importa nada de lo otro! —grita Sanfor. —Habíamos calculado que la elevación para el salto final era de 10 metros, eso permitiría caer justo sobre el centro de la red. Era imprescindible que él se autoimpulsara al momento… —Basta de todo eso. ¿Dónde está tu amigo? —Ya le dije, salté y él se elevó pero no inclinó bien el cuerpo y siguió subiendo hasta que desapareció en el cielo.

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El comisario aplasta el cigarrillo contra el cenicero, observa al sargento Reyes que está junto a la puerta. —Sargento, ¿dónde está ella? Primero responde Montero, con un murmullo. —Como siempre, en el lugar equivocado. Sanfor lanza una mirada de furia y oye a Reyes. —Afuera, mi comisario. En el patio, parada, mirando el cielo. Hace horas que está así. No había denuncia contra Montero, ni cadáver, y pocos motivos para detenerlo. Sanfor estaba por demás irritado. —Escuchame, Monterito. Te me vas ahora, pero cuidado. Cuando ese hombre caiga del cielo, estará muerto y yo sabré quién es el asesino. Montero levanta la vista, fija los ojos en la figura sudada del comisario y con serenidad responde. —Usted lo dijo comisario, cuando ese hombre caiga, antes no.

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N

o era un perro, eran cientos. Llegaban de golpe, con pasos tranquilos, y se instalaban en la calle como si alguien les hubiera avisado que ahí serían bienvenidos, aunque en realidad no fueran bienvenidos en ningún sitio. Falta espacio o sobran perros callejeros, nunca nadie supo bien. Había perros de los más variados tamaños, colores, pelajes y temperamentos, pero todos coincidían en tres cosas: la mirada honda, como de muy atrás, mezcla de resignación y cemento; la costra de mugre que les cubría el cuerpo hasta formar rastas rígidas y eternas; y un extraño porte, un extraño andar que imponía respeto a quien se detuviera a observarlos, como si de adentro de ese combo de miseria, hambre y apaleamientos que era la vida hubieran logrado rescatar, vaya uno a saber cómo, una dignidad que estaba más allá de todo. El barrio era demasiado básico; no había belleza en ningún rincón. Todo tierra, madera vencida y enfermedades. Los chicos jugaban en la vereda hora tras hora, y seguramente ese sería el mejor recuerdo que habrían de tener años más tarde, cuando la adultez los sorprendiera por siempre pobres, todo tierra, todo madera vencida, todo jirones. Los perros se tiraban al sol con actitud de nada, como esos viejos que sacan la silla a la puerta solo porque no hay mucho más para hacer, o seguían a los chicos del barrio en sus juegos interminables, pelota, escondida, rayuela, mancha estatua, como espíritus guardianes, como compañeros de lo que no hay. Y cuando el Cocho Requena salía a la calle, los niños huían hacia sus casas y los perros se quedaban adonde estaban, porque no tenían dónde ir. El Cocho Requena había sido comisario mucho tiempo atrás, en épocas más férreas, y lo fue hasta que alguien le puso punto final a su manía de derrochar balas sobre cuanto cuerpo vivo se le cruzara; el Cocho Requena era un cocorito que llamaba la atención, y eso no es bueno en un círculo en donde lo que vale es la sutileza con la que se atropella a los menos afortunados. El Cocho Requena era un peligro de soberbia, gritos y vanidad fálica, y en un parpadeo lo dejaron sin comisaría y con una villa a su disposición, para que descargara allí (allí y en ningún otro lugar) su furia de erróneo exdios descendido a mortal. El entretenimiento preferido del Cocho Requena eran los perros. Alguna que otra vez se dio el

gusto de pegarle a los pibes que jugaban en su vereda hasta, en ocasiones, dejarlos inconscientes, incluso un viernes de marzo le disparó a uno, pero a la gente no le gustaba eso, y cada vez que un pibe llegaba a su rancho llorando porque el Cocho le había pegado un botellazo en la cabeza o una piña en el estómago, todo el barrio se rebelaba y le arrojaba llantas prendidas fuego por la ventana de su casa. Entonces decidió jugar con los perros, ya que no eran de nadie y nadie se atrevería a dar la cara por ellos, porque la gente pone su vida en peligro con tal de defender a sus hijos, pero nadie se va a arriesgar a interponerse entre el Cocho Requena y un perro callejero. Los perros sabían que si el Cocho Requena aparecía, alguno iba a ligar algo malo: patadas, palazos, botellazos; el que más caro la había pagado había sido el marroncito, un perro que era rengo desde que el Cocho Requena le había baleado una pata. Los perros se escondían uno detrás de otro, ladraban, a veces uno se animaba e intentaba morder el tobillo del excomisario hasta que entendía que eso sólo le haría ganar un golpe extra, y no podían hacer nada más. La gente miraba desde adentro de sus casas, los pibes lloraban, y ahí terminaba el juego. Así era dos o tres veces por semana. Se ve que ese día el Cocho Requena estaba especialmente rabioso por algún motivo desconocido, porque cuando salió a la calle, llevaba en sus manos un bidón de gasolina. Los perros se escondieron donde pudieron, pero uno viejo, blanco con manchas negras, uno de los perros más antiguos del barrio, no se despertó a tiempo de su siesta de anciano al sol, y sólo abrió los ojos cuando sintió el líquido en su cuerpo, y nadie sabe qué horrores vivió cuando el Cocho Requena tiró el fósforo encendido sobre la gasolina que lo empapaba. Cuando llega la muerte uno ya debería estar muerto; pero el perro estaba vivo y tardó demasiados minutos en morir quemado. El barrio quedó inmovilizado. La cara de los pibes era puro terror, y la cara de los grandes era impotencia, dolor, angustia e indefensión. Como siempre pero peor, porque esta vez hubo fuego, y aullidos, y mucho olor a gasolina, a pelo chamuscado, a perro quemado vivo. Y esta vez y como si alguien les hubiera dado la orden de ataque que estuvo dormida toda la vida, los perros, los muchísimos perros, se abalanzaron

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sobre el Cocho Requena con la furia de todos los animales del mundo y no le dejaron espacio para la huida; eran perros pero también fueron leones, tigres, jabalíes, hienas, elefantes, buitres y toros, y voltearon al Cocho Requena y le arrancaron la piel y le arrancaron los ojos y le desfiguraron la cara y le masticaron las piernas y le masticaron los brazos y le hicieron todo lo que se le puede hacer a un hombre hasta que muere. Y no descansaron hasta que no quedó nada entero en el cuerpo del Cocho Requena, y no descansaron hasta que no quedó nada vivo en el cuerpo del Cocho Requena. Luego, agotados, se tiraron al sol. Estaban exhaustos. Entonces la gente salió de sus casas, de a poco, con tachos de agua y restos de comida. Había que alimentar a los perros.

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ras aterrizar en Ezeiza, el 9 de Marzo de 1982, los Floss se acomodaron en el Ford Falcon que los condujo al Hotel Sheraton de Retiro. Allí se ducharon, compartieron una ensaladita, y al rato Cliff discó la conserjería para gestionar un taxi. Les tocó en suerte un Fiat 125 bastante desalentador: el capot que no cerraba del todo, la parte superior del parabrisas estaba cubierta por una tostada calcomanía del Mundial 78, del retrovisor pendulaba una pastilla estornudante, que les recordó la promesa de disfrutar el viaje sin poner malas caras, siquiera cuando al rato pincharon un neumático a altura de General Rodríguez. La recauchutada de auxilio logró arrastrarlos hasta la gomería que se les apareció como oasis desencantado a un costado de la ruta. Y aunque el chofer masajeara su ombligo en señal de advertencia, los turistas no pudieron resistir la tentación que transpiraba medio barril de petróleo hecho parrillita. Así que mientras le cambiaban eso al auto, masticaron contentos dos choripanes embadurnados en lo que, tras un par de cacareos equívocos, aprendieron a llamar chimichurri. Al retomar la travesía, tuvieron a bien bajar las ventanillas para disipar sus flatulencias. Claro que el taxista se reía por dentro, y la redonda desodorante se hizo útil al ofrecer algo de perfumado disimulo. Cliff y Joyce habían recorrido el mundo entero y, en sus confines, fotografiado toda iglesia imponente, o simplemente encantadora. Años de compartir el peculiar hobby de apilar cajas de diapositivas con torres y campanarios, altares y toda la parafernalia adoratriz imaginable. La tarea les contagiaba cierta mística sensación de felicidad, sobre todo a la hora de servirle el té a las visitas, y prender un proyector que según repetían en cada tertulia, habían comprado en Alemania del Este a un precio irrisoriamente comunista. Una vez en la Basílica de Luján, Cliff cargó en su cámara un rollito, y otro de la misma sensibilidad en la de su mujer mitad rubia mitad cano-

sa. Joyce prefería que el marido se encargara de los prolegómenos técnicos, sobre todo tras haber encastrado mal las perforaciones en el rodillo de su Minolta, y así arruinado la santería que creyera eternizar en su paseo por Lourdes. Lo comido a mitad de camino inflamó sus vientres al punto de impedirles expulsar el monóxido sin hacer vibrar el recto en saxofonismos. Y la majestuosa bóveda amplificó con tanto ímpetu acústico un pedo específico de Joyce, que los pocos feligreses reunidos congelaron su rezo para sospecharse entre sí, en vez de aceptar que el hedor provenía del sacrílego traste de una señora tan paqueta. La Basílica no disponía de baños públicos, así que tuvieron que rajar antes de que los partiera un rayo. El taxista les sugirió probar suerte en el vecino Museo del Automóvil, y cruzaron la plaza para encontrarme enguardapolvada tras el mostrador: Martita Gáspari, aborigen local que por entonces ya se daba maña para hablar un inglés casi redondo. Frente a la oportunidad de practicarlo, los conduje al toilette exclusivo del personal, y mientras movían sus vientres en calma, permanecí al lado de la puerta imaginándome en las uñas el color recomendado en la farmacia entre pronósticos de moda. Hacía tres semanas que había cumplido los dieciocho, y cuatro que Mariela me lo descubriera a Saúl bailando lentos en un club de Ramos Mejía. Lo sorprendieron in fraganti al mamerto, en plena labor de besarle el lóbulo de la oreja izquierda a una marrana de busto casi absurdo. Y flor de despelote se armó al estar comprometidos. No hacía un año que las familias se habían reunido entre copas de sidra y triples de miga, para certificar cómo el sinvergüenza me enchufaba en el dedo tembloroso un anillo de catorce adquirido en la mejor joyería de todo Tortuguitas. ¿Pero entonces para qué tanto gasto al divino botón?, vivía preguntándome cada cuarto de hora. El intríngulis no me cerraba, y la verdad es que venía bastante arrepentida de haber pateado al zocotroco. Algo de genuino cariño debería sentir por mi persona, como para invertir los ocho mil pesos que le signi-

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ficaban dos meses de remendar televisores y pasacasetes en su tallercito multimarca. De no ser por my family creo que lo hubiera perdonado y má sí, que la vida siguiera transcurriendo chata pero igual de parsimoniosa. Mejor dicho si no fuera por Mamá, ya que Papi dibujó algún que otro gesto de frustración, pero se mantuvo al margen del pedazo de destino pisoteado. Aquella nada que ver, a Mami se le desató una cabalgata de furia contra Saúl y la raza masculina en general. La misma Lady Gordiva me ordenó discar los seis números del mugriento para abortar sin elipsis todo latente eco de casorio. También me presionó para que le devolviera el anillo por correo, entre unas cuantas hojas de escribir a máquina, evitando con la despedida sin palabras, que algún cartero mano larga palpara la joya y convirtiera tanta traición en delito. Lo terrible fue que todo el pueblo se enteró. Mamá se convirtió en una radio que ni en chiste amagó a desenchufarse. Clavó el dial en lo mío sin entender que comentar el percance afectivo me convertiría en una chauchita más entre la humillante tropa de cornudas; eso a pesar de haber completado el secundario en tiempo récord, y obtenido el diploma de inglés que otrora ella misma colgara orgullosa sobre el bargueño de petiribí. El matrimonio salió con mucha mejor cara. Adentro habían encontrado papel higiénico a estrenar, toalla y jaboncito flamante. Yo me esmeraba en mantener el baño hecho un chiche, al ser tan prolija y bastante más inteligente que la mayoría de mi repetido entorno: que los papis, los abuelos que quedaban vivos, tíos reales como postizos y ni hablar del infiel de Saúl, que a pesar de saber de electrónica casi como papá, era incapaz de sorprenderte con algo interesante cada vez que abría la boca, ni siquiera una buena dentadura. En todo caso el tarúpido tenía un coeficiente intelectual empatado al de Mariela, la amiga que sin medir las desgarradoras consecuencias, apresurara a deschavarle el preámbulo de furtivo encuentro carnal. Y eso que la loca venía a represen-

tar el súmun de la modernita alternativa, que tras infartar al viejo discutiéndole hasta de política, se había fugado a la Capi, convirtiéndose en nuestra pionera de la emancipación familiar. Por entonces yo era la única al tanto de su itinerario y actual paradero: primero había recalado en un pensionado católico de la calle French, y para entonces se hospedaba en una pensión del barrio de San Cristóbal junto a un tal Mariano, que pesaba cuarenta kilos mojado, y entre tan pocas entrañas lloraba llevar escondido un artista incomprendido. Por eso me resultó raro que se lo cruzaran a Saúl en semejante club de medio pelo. ¿Qué miércoles hacía la punky bailando en Estudiantil Porteño?... Ahogada en mi mar de lágrimas necesité sacarme la espina, y trató de venderme que habían pasado de relevamiento sociocultural, que venían estudiando los apetitos del proletariado autóctono para algún día ayudarlo con algo de Sartre, y demás subrayados extranjeros. –¿Cómo es que hablás tan bien inglés? –Cliff se curioseó –Dios lo escuche –me hice la modesta–, todavía tengo que practicar un montón... Les ofrecí recorrer el museo. La mirada del viejo brilló al intuir bajo la penumbra tanta rectilínea y redondeada sugerencia de autito pasado de moda. –Qué lástima, pero tenemos que volver a la ciudad –se interpuso Joyce. –Miren que pueden pasar gratis. Déjenme mostrarles aunque sea por arriba, no van a volver a su país sin conocer. –El taxista comentó que la ruta va a estar cargada –agregó Joyce, ya no tan convencida al espiar la ilusionada estampa de su marido tuerca. –Eso entendimos con el poco español –él intentó desacelerar el apuro. –Pero tienen tiempo, unos minutos no van a hacer diferencia –aseguré y ella lo miró de vuelta: a Cliff le gustaban los coches tanto o más que las iglesias. –Decidí vos –propuso Joyce mordiéndose un labio.

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El inglés sonrió, me hizo pensar que así sería el padre a especular de verme en el brete de elegir repuesto en una isla no tan desierta. Y ni bien salió del museo meciéndose en torpe trote, el techo amarillo se echó a vibrar hasta que Cliff dio a entender que se quedaba y el chofer acalló los pistones. –Querernos rato más acá –le dijo al tipo. –Como diga, pero mire que se va a poner bravo. –Usted quedarse y después sumarme todo. –Yo le cobro lo que marque el reloj –se atajó el transportista matriculado, señalando que los engranajes del taxímetro sumaban una fortuna. –¡Ningún problem! –Cliff gritó zarandeándose de regreso, con la cámara rebotando en su pancita cervecera. Les aclaré que los verdaderos guías venían los fines de semana y eran voluntarios jubilados. Algunos ya ni podían renovar el registro, sufrían de abstinencia automotriz, los reclutaban sin mayor recompensa que disertarle temas mecánicos a congéneres que no fueran otra vez sus malditos nietos. –¿Cuánta plata ganás? –me disparó Joyce. –Poca, después de los descuentos no llego a los dos mil pesos... –¿Y podés mantenerte con eso? ¿Cuánto es? ¿Cien libras? –ametralló. –Vivo con mis papás, gasto poco y nada... –¿Tenés novio? –torpedeó el de barba. –Qué pregunta, señor... Salía con un chico hasta hace poco. Novio ya no tengo, pero vivo tranquila así como estoy...

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