Ragnarok Nro. 7

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RAGNARöK cuento ‑ poesía ‑ ensayo ‑ artes visuales

número siete‑ especial distopías


RAGNARöK año 1 - número 7 - junio de 2018 Corrientes - Argentina

DIRECTORES

Ö Marcelo López Marán Esteban Daniel Adriano Duarte

DISEÑO Y EDICIÓN Adriano Duarte Luna Oriana Ozuna Verón Daduá

ILUSTRACIÓN DE TAPA Ventana Interior por Raúl Sánchez

ESCRIBEN / DIBUJAN / FOTOGRAFÍAN / CREAN Alejandro Agresti

Marcelo López Marán

Adriano Duarte

María Zir

DaDuá

Mariano Quirós

Daniel D. González

Martín Damasco

Diego Meret

Martín Gómez

Alejandro Fouquet

Melody

Esteban Daniel

Nicolás Toledo

Felipe Marangoni

Pablo Sánchez

Fernando Luzuriaga

Raúl Sánchez

Fito Paniagua

Ricardo Bandino

Flavia Calise

Solange Rodriguez Soifer

Jimena Verónica

Vicente Pérez Costilla

Jimena Victoria Ávalos Sellarés

Victoria Sellarés

Luciana Pallero

YamQiu

Luna Oriana Ozuna Verón

CONTACTO FAC E B O O K : w w w. f a c e b o o k . c o m / r e v i s t a r a g n a r o k R E V I STA D I GI TA L : w w w. i s s u u . c o m / r e v i s t a r a g n a r o k YOUTUBE: Revista Ragnarök INSTAGRAM: @revistaragnarok


C e l a n e a Vivir es una multitud de distopías que quizás nunca sucedan. Pero que nos van amenazando cada día, en sus más variadas formas. Más aún, en estos tiempos en que las muchedumbres privadas están en boga. Y no paran de arremeter con estupideces, culpas y aberraciones que na‐ die se preocupa en evadir, que a todos —o al menos a los encargados del orden mundial— pareciera les importa un corcho partido por la mitad. Entonces, ¿quién pudiera hacerse la idea de que habrá un futuro promisorio, en el que todo marchará por carriles sensatos, seguros, sin crueldades ni despropósitos? De ahí que, al imaginarnos un porvenir, no podamos hacerlo de otra manera que no sea lo que acaso hoy ya es‐ tamos viviendo, pero un poquito —digamos— bastante peor: Un futuro tumultuoso, hostil, incivilizado. De todos contra todos, y contra uno mismo. Plagado de iniquida‐ des y divisiones, de ataques y resistencias, de mitos sub‐ versivos y esperanzas azarosas, de dobles suicidios y pactos ajenos, de cuerpos fragmentados y juegos obsesi‐ vos. Y un montón de pistas que nos obligan a suspender hoy nuestra escasa credulidad y consentir esta multiplici‐ dad de mañanas que nos esperan como lobos exaltados, para tomarnos, acogernos y revolcarnos en la ignominia, día por día, hasta aniquilarnos y enterrarnos, con un dejo de satisfacción. Tal es el pesimismo que nos embate. Pero entonces ¿qué nos queda por hacer? ¿Qué arma‐ mento nos resta para combatir esta expectativa desvir‐

S a r t o d i e m tuada? Acaso la fuerza del testimonio y la certeza de que el futuro —aunque nos imaginemos sobremuriendo entre su‐ burbios enclenques y túneles de poco aire—, el maldito fu‐ turo aún no está escrito. De modo que nos corresponde a nosotros, hombres de roído bastón y pluma agreste, to‐ mar el guante y marchar hacia esos nuevos días de escasa ventura, con la ventaja de sabernos con el poder prover‐ bial del ser humano que se adapta a todo, a todos, y al mismo fin. Y persiste en este mundo como memoria y co‐ mo obra, sin importar el rostro con el que los dioses nos miren. Tal es la convicción que nos hermana. Pues somos Ragnarök. Que es como decir, somos las voces de esta era, somos los encargados de trazar lo que vendrá, aunque esa realidad de seguro nos irá a superar antes de que nos acerquemos siquiera al Punto final. Pero somos Ragnarök. Somos lo que escribimos. Somos nuestra propia distopía. Y a ella nos entregamos, magullados, ar‐ diendo, y tal vez un poco dichosos por la conciencia de que lo que hacemos y lo que hicimos, desde siempre todo lo hemos hecho yendo desde atrás. Tal es la fuerza que nos convoca. Bienvenido al futuro (Nº 7) lector. Aunque lo sospe‐ chemos para nada hospitalario.

Ö

Marcelo López Marán

Í N D I C E

Adriano Duarte + Raúl Sánchez, 4 distopía sociedad anónima Solange Rodríguez Soifer + DaDuá, 8 los diferentes Jimena Verónica + Jimena Victoria Ávalos Sellarés, 11 BioShock, cuando Rapture quedó plasmado en un videojuego Alejandro Agresti + YamQiu, 15 el secreto de lo verdadero Luna Oriana Ozuna Verón + Jimena Victoria Ávalos Sellarés, 17 ¿detective o criminal? ¿crimen o arte? reflexiones sobre Psycho‐Pass ‐ Primera temporada Felipe Marangoni + Adriano Duarte, 23 la hora del demonio Daniel D. González + Adriano Duarte, 27 otros sueños, otras pesadillas Esteban Daniel + Melody, 32 historia de cuatro ciudades Marcelo López Marán + Fernando Luzuriaga + Martín Damasco, 34 un barrio de ciencia ficción

Martín Gómez, 39 las 1000 y 1 posibilidades Luciana Pallero + Fernando Luzuriaga, 41 la ciudad dentro del pueblo Fernando Luzuriaga, 43 despierto Flavia Calise + Melody, 45 invierno negro Mariano Quirós + Victoria Sellarés, 48 Lugones Diego Meret + Adriano Duarte, 50 la entidad Alejandro Fouquet + María Zir, 53 busquemos paraísos Vicente Pérez Costilla + YamQiu, 56 shestopía Fito Paniagua + Raúl Sánchez, 58 el cliché, el arma más efectiva de la prensa Nicolás Toledo + Martín Gómez, 61 el copromante Ricardo Bandino + Pablo Sánchez, 65 metele, que están cerrando


DISTOPÍA

Sociedad Anónima por Adriano Duarte

It is not that I have something to hide: I have nothing I want you to see. Anon (Andrew Niccol, 2018)

ILUSTRACIÓN : Raúl Sanchez

1 EN TANTO RELATOS, las dis‐ topías son una forma de narrar los temores de una época de‐ terminada. Pero a diferencia del terror como género, el mie‐ do que las distopías refieren no guarda relación con lo sobrena‐ tural sino con lo real en sentido estricto. Es decir, la distopía no procura debatir, por ejemplo, si es factible que una plaga zombi ocurra. Al contrario, el relato distópico partirá de la epidemia como un hecho y se dedicará luego a especular sobre las con‐ secuencias de esa catástrofe. Este es el ejercicio que desplie‐ gan tres clásicos modernos: el filme La noche de los muertos vivos, la novela gráfica The Wal‐ king Dead y el videojuego The Last of Us. Las tres obras com‐ parten el hecho de detenerse muy poco en el origen del de‐ sastre y abundar preferente‐ mente en la crónica de los sobrevivientes. Estas narracio‐ nes procuran indagar en los efectos del colapso del gobier‐ no, de las ciudades, de los siste‐


mas de defensa, de comunicación, de comercio y de transporte: lo que importa allí es explorar las consecuencias del fin del orden político y social tal como lo conocemos. La narración distópica, por lo tanto, aspira a plasmar el terror que acecha en lo inmediato. 2 Desde ya que el desorden no tiene por qué ser un rasgo distintivo de la narración distópica. Sin ir más lejos, 1984 constituye el ejemplo más brutal de la distopía como preservación del orden a cualquier costo. Por cierto, es tal el grado de veneración que se rinde al orden en la novela de Orwell, que en nombre de él se sacrifican el pasado, la lógica, el lenguaje y hasta la propia indivi‐ dualidad. En 1984, Oceanía siempre estuvo en guerra con Eurasia: la semana que viene (o maña‐ na, o dentro de unos minutos) un comunicado informará que Eurasia siempre ha sido aliada de Oceanía en su guerra contra Estasia. En 1984, la guerra es la paz, la libertad es la esclavitud, la ig‐ norancia es la fuerza. En 1984, los académicos se jactan de eliminar vocablos del diccionario y sueñan con una neolengua que esté vacía de palabras. En 1984, nada es más importante para un miembro del Partido (Winston tarda un poco en asimilar este precepto) que amar al Hermano Mayor. 3 Sin embargo, así como el caos no es una condición esencial de la distopía, la brutalidad tam‐ poco representa un atributo necesario del orden. Michel Foucault demostró en Vigilar y castigar que el gran triunfo del sistema disciplinario lo constituye ese instante en el que el sujeto asume como una tarea propia e individual el ejercicio de la disciplina. Al respecto, La vida de los otros describe con absoluta maestría lo arduo que representaba en otro tiempo, para un Estado policial como la Alemania del Este, la tarea de vigilar la intimidad. Esta aparatosa burocracia ka iana se mira hoy como a una vieja máquina derrocada por una tecnología mucho más amigable, mucho más versátil, mucho más ingeniosa. Al Estado de nuestro presente perfecto ya no le hace falta es‐ piar a sus ciudadanos: le basta con visitar sus muros de Facebook. Si, después de todo, ¿qué pro‐ blema hay en hacer públicas las fotos de las últimas vacaciones, las series que está mirando, los caprichos que se le cruzan cuando se despierta? Si uno no tiene nada que esconder... Esta frase, que parece tan inofensiva, viene a probar no obstante la prolijidad de aquel mecanismo de vigi‐ lancia estudiado por Foucault. En efecto, lo que quiere señalar ese dicho es que hoy no hace falta separar lo privado de lo público. Es preferible no perder el tiempo con semejante disquisición y lanzarse a la vidriera para hacer de uno mismo un artículo de exhibición, un maniquí de tienda que tiene la libertad de mostrarse desnudo ante la entera vida de los otros. Uno no tiene nada que es‐ conder: con una frase tan sencilla basta para asociar la intimidad a lo furtivo y, por ende, transfor‐ marla en un objeto sospechoso. 4 Anon ‐el filme más reciente de Andrew Niccol‐ es un policial noir situado en un mundo en el que la información de la vida de las personas está a la vista de todos y constituye objeto de libre acceso. La seguridad está garantizada por este sistema de abierta publicidad de lo íntimo, a tal punto, que el anonimato se convierte en un crimen. La resolución de los casos policiales se reduce a la verificación de las situaciones observadas por cada individuo. Un detective no necesita sen‐ tarse frente a una computadora y perder tiempo revisando pilas de archivos: le basta con ingresar a la nube de información desde un dispositivo colocado en los ojos y contemplar allí el rizoma de los hechos como si se tratara de la maraña de su propia memoria. Más aún, la información de la

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que el detective dispone es mucho más fiel que un testimonio o un recuerdo cualquiera: es un cú‐ mulo de registros grabados desde la perspectiva de cada involucrado. A su vez, dentro de esos re‐ gistros, cada objeto y cada sujeto captado por el ojo del observador despliega un menú de datos con los que la escena se atiborra de información. De este modo, la policía se erige como el panóp‐ tico perfecto: nada del mundo le es ajeno.

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5 El detective Sal Frieland se mueve en medio de ese cosmos de datos como un sonámbulo. Su actividad cotidiana es en verdad una rutina accesoria. Tan aceitada está la máquina de vigilancia que su única tarea consiste en dar fe de aquello que ve. No se necesita de su opinión ni de su expe‐ riencia para resolver un delito puesto que toda acción se verifica mediante el correspondiente re‐ gistro de los testigos. Sin embargo, a fin de no aburrirse, en ciertos casos de escasa trascendencia (por ejemplo, el extravío de una joya que pertenecía a alguna persona adinerada), el detective Sal Frieland encuadra la mirada a su gusto y retacea de este modo una parte de aquello que ve para favorecer a alguno de los involucrados, en contra de lo que los hechos muestran por sí mismos. No obtiene muchas más satisfacciones de su profesión. Por momentos pareciera sentir nostalgia de un mundo menos perfecto en donde los hechos fueran algo más ambiguo, algo más sujeto a la interpretación y no a la mera certificación burocrática. 6 El dicho vulgar reza: ten cuidado con lo que deseas. Así, el detective Sal Frieland es llamado a investigar una serie de asesinatos en donde el criminal adultera los registros a fin de ocultar su identidad. De golpe, el sistema que se suponía perfecto comienza a mostrar glitches. Los registros de lo real que Frieland se limita‐ ba a dar fe con confianza ciega se convierten de este modo en objeto de duda. ¿Es que acaso todo lo que vemos es tal como se captura en los registros? A la manera de Neo en Matrix, o del redimido en la famosa alegoría de Platón, el detective Sal Frieland comienza a sospechar que el sistema para el que trabaja no es más que un simulacro: la sombra de una sombra. No obstante, durante la pesquisa, Sal Frieland asume una identidad falsa a fin de contac‐ tar con una hacker cuyo crimen es permanecer en el anonimato. En esta encrucijada de la másca‐ ra del policía y la invisibilidad del criminal es donde lo real revela su genuino espesor. La naturaleza gusta de ocultarse, señaló Heráclito de Éfeso (apodado el oscuro). En efecto, lo real es mucho más que aquello que se muestra. Pero no solo eso: lo que se muestra asume siempre una apariencia que constituye un emblema de su posición jerárquica. La máscara es el privilegio de la autoridad: al desobediente no le queda más remedio que mantenerse fuera del alcance de la mi‐ rada del poderoso. 7 En los tiempos de la fe cristiana, el diablo gustaba de visitar a los santos y, con el fin de apar‐


tarlos de la senda piadosa, solía proponerles la satisfacción de innumerables placeres. Por su‐ puesto que aquello que el diablo ofrecía no era fruto del azar sino el resultado de un trabajo de in‐ teligencia: el diablo era diestro en el arte de inmiscuirse en la intimidad de las criaturas humanas. Al igual que O’Brien, el diablo no ignoraba lo que a cada cual –santos o pecadores– le esperaba al otro lado de la habitación 101. Frente a tal desafío, el recurso más noble con el que contaba el buen cristiano era preservar su más profunda intimidad para los ojos de Dios. En nuestros tiem‐ pos, en lo que no hay ya ni Dios ni diablo, ¿para quién preservamos nuestra intimidad? Hace po‐ cos meses, Christopher Wylie denunció el trabajo de inteligencia que realizó para la empresa Cambridge Analytica aprovechando la política de libre acceso a la información de usuarios por la que Facebook es tan famoso. Cambridge Analytica no necesitó desplegar ninguna estrategia de espionaje: le bastó con realizar encuestas inofensivas en el estilo de ¿A qué personaje de [inserte aquí el nombre de una serie, saga o película de moda] te pareces? Se sabe que Cambridge Analyti‐ ca intervino a favor del Brexit en Inglaterra y de Donald Trump en los Estados Unidos. Se presume que sus filiales colaboraron con éxito en las campañas eleccionarias de muchos otros países. Ar‐ gentina figura en esa lista posible. En una de sus declaraciones, Christopher Wylie expresó lo si‐

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guiente: We exploited Facebook to harvest millions of people’s profiles. And built models to exploit what we knew about them and target their inner demons. [Sacamos provecho de Facebook para recolectar los perfiles de millones de personas. Después construimos modelos para a su vez sacar provecho de lo que averiguamos de esas personas y así apuntar a sus demonios más íntimos]. La distopía de nuestros días ha superado con creces la habilidad de O’Brien y del diablo. Pero por qué preocuparse tanto si, después de todo, uno no tiene nada que esconder. 8 ¿Por qué te importa tanto que nadie te conozca?, pregunta el detective Sal Frieland como si no deseara o no pudiera entender. La hacker, con mirada abatida, suspira y contesta: No es que tenga algo que esconder: no tengo nada que quisiera que vos vieras.


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I LUSTRACIÓN : DaDuá

LOS

DIFERENTES

El reino de los cielos es semejante a un grano

por Solange dríguez Soifer

de mostaza, que un hombre tomó y sembró en su campo, y que de todas las semillas es la más pe‐ queña; pero cuando ha crecido, es la mayor de las hortalizas, y se hace árbol, de modo que LAS AVES DEL CIELO vienen y ANIDAN EN SUS RAMAS.

Mateo 13:31

SUS HUESUDOS NUDILLOS aprietan la escoba y la agitan en un bamboleo monocorde. Los niños duermen; en un rato se desper‐ tarán y tendrá que improvisar un desayuno. Eva y sus dos hijos transitan una nueva realidad que no eligieron vivir. Cada día se as‐ falta en la hostilidad de calles que cambian de dirección y se cruzan, antes que puedan si‐ quiera reconocer su recorrido. Sólo le queda esperar que la suerte sea piadosa y pase hoy por su vereda. Aunque no se trate precisamente de magia ni de compa‐ sión, no al menos por parte de ellos. Eva se aferra a los recuerdos y les cuenta a sus hijos cómo era el mundo en el que na‐ ció, aún cuando sabe que el único recurso con el que ellos contarán es con su imaginación. No conocerán cómo suena el tintineo de las llaves al regresar a casa, el embriagante aro‐ ma de las flores, o a qué sabe el helado. En el fondo, ella tampoco, porque cada memoria es una fotografía recreada, que pierde nitidez cada vez que la toca. Por eso vuelve a contar una y otra vez las mismas his‐ torias, hasta darle alcance al presente. ‐Vivíamos en el Paraíso, y no lo sabía‐ mos… ‐Mamá, ¿qué es el Paraíso? Cómo explicarles que del Reino de los

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Cielos, Eva y todos los que alguna vez conoció, fueron desplazados a un averno. Que los jine‐ tes del apocalipsis llegarían con su corazón palpitante de chips y circuitos, y que anidarían en las ramas del Edén, donde hasta ayer habitaba su Creador. ‐Mamá, ¿Por qué somos diferentes del resto? ‐Porque somos humanos. No pasó mucho tiempo hasta que llegó la pregunta. ‐Mamá, ¿qué es ser humano? Difícil definirlo bajo esas circunstancias. Ellos deciden qué es y qué deja de ser; aquello que constituía a la humanidad ya no lo hace, lo que era seguro, ya no lo es. El nuevo mundo llegó con un nuevo orden; diez mandamientos según su propio código de justicia, algunos de ellos hasta con un dejo de impensada humanidad. No dejarás morir a tu diferente

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Ahora Eva espera iluminarse con ese destello cotidiano. No siempre es a la misma hora, ni siquiera son los mismos; ya notó que los números de serie de los autómatas nunca se repiten. No sabe si es al azar o si han creado un algoritmo que elige a los beneficiarios; cuando se lucha por la supervivencia, el pensamiento se vuelve un lujo prohibitivo. La latita que dice Ayuda, tengo 2 hijos brilla más que de costumbre, reflejando los rayos del sol rojo que asciende sobre sus cabezas. Quizás sea por hambre o por ansiedad, pero así vacía parece que tuviera la profundidad de un cráter. El tiempo pasa, se ralentiza. Los crujidos del andar metalizado de los transeúntes retum‐ ban en la cuadra, indiferentes a la familia que aguarda sentada en la vereda. De pronto, un sonido de pasos que se detienen, el metal que rechina a un ritmo regular se oye cada vez más fuerte: uno de ellos se aproxima. Eva ve el X‐113.8 en el pecho pero por ahora, sólo le importa que su mano, gris y fría, se extienda hacia ellos. X‐113.8 se acerca y al hacerlo, su carcaza metálica traza una sombra que los va cubriendo por completo. Cuando el eclipse artificial se vuelve absoluto, el milagro ocurre: el autómata deja caer la recompensa y la lata vibra al compás agigantado de la limosna. Por un instante, mujer y robot cruzan sus miradas; Eva le sonríe y da las gracias, aunque del otro lado no reciba respuesta. Codea con un leve movimiento a su hijo mayor para que también le agradezca, pero él no le presta atención. Está absorto viendo cómo una cucaracha es devorada por decenas de hormigas que le van arrancando pedazos, hasta no dejar nada. Eva en un rápido reflejo toma el control de su escoba y arroja la macabra escena lejos de la vista de sus niños. Mientras tanto, el autómata se reincorpora a las filas de esos seres que no están vivos ni muertos, que simplemente existen. Como ellos. Deja la escoba en un costado y vuelve a sentarse al lado de sus hijos; los aprieta fuerte contra su pecho y los besa en la frente. A lo lejos, el ejército de hormigas se reacomoda y vuelve a su formación. Continúan con su silente misión; la implacable y lenta devastación de aquello que ya murió hace tiempo.


BIOSHOCK Cuando Rapture quedó plasmado en un videojuego por Jimena Verónica I

L U S T R A C I Ó N

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Jimena Victoria Ávalos Sellarés


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MUCHOS DE USTEDES conocerán, por lo menos de nombre, al BioShock. Este es un juego en primera persona, clásico por su mecánica y de disparos. Quizá podamos encontrar algunas va‐ riantes en cuanto a las armas, puesto que en la medida que avanzamos, nos encontramos rifles de plasma y otras parti‐ cularidades para mejorar a nuestro personaje. Sin embargo, no estoy para contarles aquello que pueden hallar todos con una simple búsqueda de Google ni aburrirlos con detalles téc‐ nicos. Les quiero contar la historia de un video juego que sin que nos demos cuenta, nos llevó de la mano a recorrer un libro polémico: La Rebelión de Atlas, de Ayn Rand. Ken Levine fue el diseñador de BioShock, que tiene además dos entregas posteriores, pero de las cuáles no ha‐ blaré porque no encierran la mística del primero. Ken ya es co‐ nocido por hacer juegos que traen consigo un peso sociológico y filosófico. El desafío fue poner a los personajes y las historias encapsuladas en el libro de Rand, pero desde la conceptualiza‐ ción de sus personalidades y lo que representan, algo es que todavía más complicado. Muchos pueden estar a favor o en contra de las ideas expuestas en el libro de esta autora, pero en este caso no haré un juicio de valores del mismo, sino por el contrario, un análisis de cómo los juegos nos pueden llevar a conocer ideologías, conceptos y libros desde otro lugar. BioShock empieza con nuestro personaje, que mediante la buena estrategia discursiva de leer una tarjeta de regalo adivi‐ namos que se llama Jack. La escena transcurre en el año 1960 sobre un avión, que aunque no esté detallado, puede ser una referencia a uno de los ejes de la historia de Rand, puesto que ese transporte tiene importancia fundamental en su historia. Pero la escena termina abruptamente cuando las luces se apa‐ gan y el avión, al parecer, choca, situación que podemos supo‐ ner por los gritos de los otros tripulantes. Rápidamente descubriremos que el avión ha caído en lo que parece ser el mar, y tendremos que manejar a Jack para que pueda salvarse. La única solución posible es nadar hacia una isla con un ex‐ traño edificio construido sobre su superficie, adornada con motivos en chapa dorada, al mejor estilo steampunk. Al entrar a esta construcción, encontraremos banderas de lo que el jue‐ go asimismo denomina propaganda dictando la frase Ni dioses ni reyes, solo hombres y luego el primer indicio que nos da el autor desde el principio del juego, de que esto no es otra cosa que un homenaje a la autora del libro: ¿En qué país hay sitio pa‐ ra gente como yo? (Andrew Ryan), ¡el parecido del nombre no es casualidad! A partir de entonces Jack tendrá que empezar a recorrer los pasillos de Rapture, transportado mediante un ex‐ traño sistema de ascensores submarinos y conociendo en re‐ corrido de una ciudad otrora magnífica al son de la música de los años 50, pero que hoy se encuentra desértica, casi sin


ningún habitante, llorando los lujos que alguna vez fueron. El juego, a su manera, nos empezará a introducir al anta‐ gonista, el mismísimo Andrew Ryan quien al parecer fue el epí‐ tome de la creación de esta ciudad maravillosa, un científico que deslumbró a sus conciudadanos con descubrimientos de tecnología de avanzada, algo que no sólo veremos reflejado en premios, publicidades y muchos indicadores de su habilidad; sino en los propios artefactos que iremos encontrando en la medida que avanza el juego. La primera pregunta que nos ha‐ remos entonces es ¿Por qué está ciudad submarina tan des‐ lumbrante cayó en el olvido? ¿Qué hizo desaparecer a sus habitantes? Jack descubrirá que muchos de sus habitantes han sido convertidos a lo que el juego denomina splicers, unos zombies bastante feroces, con la particularidad de que se siguen com‐ portando y dialogando como humanos. Pero nuestro pobre personaje no estará perdido, porque rápidamente empieza a recibir mensajes por el intercomunicador del ascensor, una voz amigable de un nombre que se llama Atlas, alguien que ama‐ blemente le indica todo lo que tiene que hacer y lo va guiando por los pasillos de Rapture para procurar su supervivencia. Toda historia y toda trama tiene protagonistas y antago‐ nistas. A simple vista, podría parecer que Jack tiene que luchar para poder escapar de Rapture (o sobrevivir, porque ni noso‐ tros ni él sabemos cómo se sale de ese lugar) y de los manejos turbios que, empezamos a sospechar, son tejidos por Andrew Ryan, sumido en la locura después de tantos años de habitar allí. Sin embargo, esta historia guarda muchos secretos y a ve‐ ces lo esencial puede ser pasado por alto. Es por esto que quiero apartarme momentáneamente de la historia del juego para volver a la del libro, que plantea la filosofía objetivista de Rand: presenta el conflicto de dos antagonistas fundamenta‐ les, dos escuelas opuestas de filosofía, o dos actitudes opues‐ tas hacia la vida. Y es que a lo largo de la narración veremos las luchas entre dos bandos ferozmente contrapuestos: la clase política que aboga por una total regulación y fiscalización de la actividad económica por el bien de la sociedad, y los empren‐ dedores cuyas ideas aplicadas sin limitaciones mueven el mun‐ do. La autora identifica a estos bandos como el eje misticismo‐ altruismo‐colectivismo por un lado, y el eje razón‐individualismo‐ capitalismo por el otro. Andrew Ryan, personificando la voz de Ayn, deja muy en claro su postura de eje capitalista desde los primeros minutos de juego, cuando lo vemos hablando desde la desgastada pan‐ talla de la cabina del ascensor: Soy Andrew Ryan y tengo una pregunta que hacerte ¿acaso un hombre no tiene derecho al su‐ dor de su propia frente? No, dice el hombre de Washington, per‐ tenece a los pobres. No, dice el hombre del Vaticano, pertenece a


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Dios. ¡NO! dice el hombre de Moscú, pertenece a todos. Yo rechacé esas respuestas. En vez de eso, elegí algo distinto. Elegí lo imposible. Elegí... Rapture. Andrew, como millonario emprende‐ dor, decide poner fin a los mandatos políticos de lo que Ayn denomina estado intervencionis‐ ta, para hacer su propia civilización. Pero al parecer algo salió mal y mucho de esto está en la clave de los tatuajes que aparecen en las muñecas de nuestro personaje desde el inicio del jue‐ go: unas cadenas. ¿Podría ser posible que Levine sugiere una adaptación del libro pero con su propio y contestatario punto de vista? Pronto descubriremos que la ciudad maravillosa que nació de las ideas de Andrew estaba sumida en un estado policial catastrófico, provocado por él mismo para que le permitan seguir avanzando con sus investigaciones y garantizar que su proyecto siguiera firme. Frente a esta situación parece haber surgido un movimiento revolucionario de la mano de Atlas, quien apa‐ rece constantemente en el interrogante de los posters distribuidos por todo Rapture: ¿Quién es Atlas? como en paralelo a la misma pregunta que hace Rand en su libro ¿Quién es John Galt? El paralelismo impresionante que se genera con Andrew, un líder acérrimo defensor de la me‐ ritocracia quien, al mismo tiempo, resulta ser un tirano sumido en las más extremas medidas de limitación hacia sus habitantes como la ley marcial y los toques de queda. Entonces, la dan‐ za del BioShock, que en su portada parece un juego de ciencia ficción de terror, nos traslada lentamente a vivir la paradoja de como el mismo ser humano, con sus posibilidades de com‐ petir y demostrar sus capacidades, también puede abusar de su poder. Atlas, por su parte, quien nos quiere demostrar su valía como amigo, termina cayendo por su propio peso en el prontuario que lleva detrás, algo que fácilmente Jack develará compren‐ diendo el engaño de como nuestro guía sólo quiere utilizarnos para derrotar a su enemigo Ryan. De alguna forma, quizá un poco más neutral, los autores proponen que sí, el poder se le ha ido a Andrew de las manos, pero que también existen los villanos que se pueden enarbolar la falsa bandera de la libertad y muy amablemente llevarnos por el camino de la esclavitud. No quisiera arruinar la historia de lo que es un juego fantástico por donde se lo vea. Pero sí invitarlos a que incursionen en su descubrimiento. Rapture los espera con un apartado gráfico impresionante, lleno de virtudes que incluso destacan el día de hoy, a nada menos que 11 años de la creación del juego. Ustedes también pueden sacar sus propias conclusiones sobre lo que Levine nos haya querido transmitir con esta historia, que pese a las diferencias de opinión que siempre puedan existir, el común denominador será claro: toda ideología tiene sus fallas y es‐ tas sólo se reflejan en su abordaje a la realidad.



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SE ENCONTRARON DESPUÉS de ver la misma película por separado. A la salida del cine le pidie‐ ron fuego y él revolvió sus bolsillos. Sucedió en los setenta. Se metieron en un bar sin que na‐ die los note, salvo el mozo al espiar el pelo de ella, y un hombro del saco sport celeste.Fueron conociéndose durante visitas al mismo lugar todos los viernes. Los habrán pensado novios pe‐ ro nunca les pescaron un beso. Tampoco nadie oyó sus nombres porque nunca los usaron. De entrada quedaron en no ser ellos, pacto que cumplirían al pie de la letra todo el devenir de en‐ cuentros. Nació como un juego que se les antojó seductor al revolver el primer café. Y aquel bar se les convirtió en el decorado perfecto donde representar lo que hubieran preferido ser de no tener que elegir para los demás, así como dudar de no tener que demostrarse tan segu‐ ros. Se traían noticias desde mundos inventados. De andar en pareja ni la mencionaban, lo mismo con todo afecto, o cuestiones personales ajenas al perímetro de esas mesas. A veces ella metía la pata, como el viernes que su amigo apareció con la mano vendada y apuró a pre‐ guntarle si se había lastimado en serio. La conformaron con un sí y no se habló más del tema. Años después pasó algo parecido, cuando en democracia ella se demacraba, hasta aparecerse una tarde completamente rapada. El pobre casi se echa a llorar, pero cumplió el pacto sin chis‐ tar, la dejó hablar sobre una novela que no había escrito pero decía tener terminada. Esa mis‐ ma tarde se tocaron las manos por primera vez, y hablaron sobre lo lindo que son los bosques. Él sintió el sudor de sus dedos fríos y de ahí en más el bosque pasó a ser la enfermedad por un montón de viernes. Pasaron al tema ecológico, y de la ecología a la política. Primero él acusó a Fidel de asesino, y ella le porfió que hubiera matado homosexuales. Pero al otro viernes cam‐ biaron de sillas, y ella criticó la revolución para dejarlo enumerar los logros del comunismo is‐ leño. Disfrutaron como chicos el subibaja, dieron vuelta como media hasta a Perón, desde un extremo y otro de la mesa utópica. Al no tener que ser ellos, se daban el lujo de contradecirse acerca de la existencia de Dios, o lo bueno y malo de los Rusos y Norteamericanos, a quienes un viernes ella llamaba imperialistas, y al otro elogiaba dándole lugar al altruismo del com‐ pañero. El juego duraría hasta que la salud de la mujer fue mejorando con la nueva década. Para entonces se les puso de moda discutir libros que no existían pero decían haber leído du‐ rante la semana. Años más tarde se contarían otra infancia, juego que venían postergando hasta no saberse tan buenos mentirosos. Se entretuvieron con eso hasta que el cumpleaños del ahora cincuentón volvió a caer un viernes, y entrando al bar notó que lo esperaban con una mueca inédita, y un paquetito cuadrado envuelto para regalo. Esa tarde intentaron cambiar de parodia, contarse experiencias con psicoanalistas que jamás los atendieron pero bueno, ella advirtió que la mirada de él caía una y otra vez sobre lo fáctico del regalito, hasta que sin‐ tiéndose traidora lo tuvo que devolver a la cartera acharolada. Él también se acusó de algo pa‐ recido, entendió que en algún momento de exagerar estadísticas para un lado y otro, sin querer había filtrado algo tan mundano como su fecha de nacimiento. Y de ahí en más sus viernes nunca volvieron a ser los mismos. Permanecían atrapados en sorderas introspectivas que les hacían perder la mitad de lo que el otro decía, hasta que una tarde de sol y ventana abierta, giraron aburridos para espiar en sincronía la realidad. La avenida surcada por ráfagas de gente se les tiñó de despedida. Nunca supieron a qué vida volvería el otro, pero el recuerdo de sus momentos juntos, se les transformó para siempre en el secreto de lo verdadero. Abril 2018.


¿DETECTIVE O CRIMINAL?

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¿CRIMEN O ARTE? Reflexiones sobre PSYCHO­PASS ­/­ Primera temporada por Luna Oriana Ozuna Verón ILUSTRACIÓN: Jimena Victoria Ávalos Sellarés


secretos permanecen por ti, no expongas el futuro ni los colores falsos mantén este mundo plástico falso como un movimiento secreto fragmento de Abnormalize, opening de Psycho‐pass

Psycho‐pass es una serie animada dirigida por Katsuyuki Motohiro y Naoyoshi Shiotani con el guión a cargo de Gen Urobuchi, emitida por televisión japonesa desde octubre de 2012 a marzo de 2013. Psycho‐pass cuenta además con una segunda temporada a modo de secuela, su adaptación al manga, y una película. Mi interés en ella no radica sólo en su historia, sino en cada eslabón que conforma la cadena (su banda sonora, los matices de colores en la animación, los personajes, sus canciones de inicio y final, la violencia en las escenas) que se nos enreda al cuello y nos arrastra brutalmente a esta realidad distópi‐ ca, hacia la que podríamos estar dando los primeros pasos, sin saberlo. siendo borrado hasta lo increíble un fenómeno mundial de sólo cosas visibles tampoco puede mostrarse fragmento de Abnormalize, opening de Psycho‐pass

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En este anime, cuya historia transcurre en un Japón futurista, por el año 2113, el país no se relacio‐ na con los demás países y sus ciudadanos tampoco, con el fin de garantizar la paz y el orden. La sociedad se rige por un sistema de orden conocido como Sibila, y sobre este recae todo el poder político y social: decide y participa de todos y cada uno de los aspectos de la vida de los ciudadanos y el país. Sibila garantiza la paz y el orden basándose en un escaneo psico‐somático de cada persona, que determina sus inclinaciones, deseos y emociones. De este modo, se obtienen datos cuantitativos deno‐ minados psycho‐pass, es decir, el estado de “salud mental” de cada persona, para saber si estas son o no aptas para vivir en sociedad. El psycho‐pass puede medirse en valores numéricos o en matices de colores claros y borrosos. Pienso que una persona realmente vale algo cuando actúa de acuerdo con su propia voluntad. Me pregunto qué clase de criterio usan para dividir a las personas en buenas y malas. Makishima Shogo

Un punto clave para el funcionamiento de Sibila es la determinación del Coeficiente Criminal, que puede definirse como un índice de probabilidad que, en caso de ser el psycho‐pass un número elevado y un color oscuro, califica a la persona como un potencial criminal. En estos casos, se captura a dichos in‐ dividuos y se los aísla y encierra en Centros de Rehabilitación o Prisiones, para mantener el orden y la paz entre los ciudadanos. En esta realidad, la justicia está a cargo de la Oficina de Seguridad Pública e Investigación Criminal. Dentro de la Oficina, los agentes del Departamento de Investigación Criminal (DIC) están divididos en dos categorías: Inspectores y Ejecutores. La diferencia entre estos, teniendo en cuenta que los segundos son subordinados de los primeros, radica en sus coeficientes criminales, es decir, los ejecutores son personas con coeficientes criminales altos y por lo tanto no pueden tener vidas normales fuera de la Oficina, mientras que los inspectores poseen matices claros y se desarrollan normalmente dentro de la sociedad. Mi cabeza está llena de cosas que no le puedo mostrar a nadie Estoy deambulando en un mundo sin errores fragmento de Abnormalize, opening de Psycho‐pass Los agentes del Departamento de Investigación Criminal utilizan un Sistema de Supresión llama‐


dos “ojos de Sibila”: los Dominators. Estas armas son capaces de emitir un juicio basado en el psycho‐pass de la persona que se apunte con el arma o del peligro que represente una máquina. El seguro del gatillo sólo se desbloquea en caso de que se apunte a un criminal latente o una máquina peligrosa y posee dos funciones: el modo paralizador y el modo destrucción absoluta. El efecto que vaya a tener el disparo es‐ tará determinado por el juicio de Sibila, en el momento en el que el arma sea dirigida hacia algo o al‐ guien. Si cualquiera de ustedes duda del Dominator, eso podría cau‐ sar a la larga que todos los ciudadanos duden del orden de la socie‐ dad. Directora Joshu Kasei

EL SISTEMA SIBILA Hoy en día, el Sistema Sibila lee tu talento y te dice la forma de vida que te dará mayor felicidad. Ejecutor Kagari Shusei

Vivir bajo este régimen implica la completa sumisión de los ciudadanos. El sistema analiza las aptitu‐ des de los individuos, y en base a estas, establece el estilo de vida que cada individuo deberá seguir du‐ rante toda su vida, sin excepciones. De esta forma, las personas se ahorran el estrés de tener que decidir o pagar las consecuencias de to‐ mar la decisión equivocada, pero también dan control absoluto de sus vidas a Sibila. Es así como el orden y funcionamiento “perfecto” de este sistema, provee a lxs ciudadanxs de felici‐ dad holográfica y sueños prefabricados. Con todo, la continuidad del orden provisto por Sibila no está dado por la perfección en su funciona‐ miento, sino por la creencia popular de que es realmente así. Si la duda se posara en los ciudadanos, Sibila perdería credibilidad y todo sería en un completo caos. Cuando los humanos basan sus vidas en torno al Oráculo de Sibila, sin considerar qué es lo que ellos quieren, ¿realmente tienen algún valor? Makishima Shogo

PERFIL DEL DETECTIVE Ser detective no se trata de abatir personas. Se supone que están para protegerlas Ejecutor Kogami Shinya

Previamente a la categorización de Inspectores y Ejecutores, ocurría que los agentes que investiga‐ ban los delitos debían sumergirse en los detalles de los casos para resolverlos y arrestar a los responsa‐ bles. Pero con esto, su coeficiente criminal se veía afectado y en la mayoría de los casos, sin posibilidad de rehabilitación. De este modo, los encargados de acabar con el crimen, actuando en nombre de la ley, se veían convertidos en criminales en potencia. Como solución a este problema, los agentes cuyos psycho‐passes ya no podían rehabilitarse y habían perdido toda posibilidad de reintegrarse en la sociedad, fueron degradados a la categoría de Ejecutor, convirtiéndose así en los “perros de caza” de Sibila. De esta forma, los ejecutores se ocupan del trabajo sucio y los inspectores de supervisar a los primeros y evitar que infrinjan la ley.

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Pero entre los agentes (ejecutores e inspectores) surge una controversia sobre lo que realmente significa ser un Detective, concordando en que es fundamental la intuición y la mirada fina, por lo que para entender el origen de un crimen, se debe pensar como un criminal. Una bestia puede percibir el olor de otra bestia. Ejecutor Masaoka Tomom

ARTE Y FILOSOFÍA Primero, su talento fue asesinado por la ciencia y la tecnología. Y entonces su alma fue asesinada por la sociedad. Makishima Shogo

Para resolver un misterio, el detective debe adentrarse en los detalles de este y pensar como un criminal; para cometer un delito, el criminal debe hundirse en sus sentidos para reconocer su verdadera intención y actuar. ¿No es acaso lo mismo que hacemos lxs artistas? ¿sumergirnos en lo más profundo de nosotros, elevar cada sentido a la máxima capacidad de percepción y luego exteriorizar aquello que nos consume las entrañas?

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If this moment was for me I try to hear Lend my ear Voices inside One link to join it all fragmento de Out of control, opening 2 de Psycho‐pass

El Sistema Sibila condena al arte y la filosofía al exilio, dado que estas transitan las sendas más os‐ curas del ser, y el recorrerlas implicaría un matiz cada vez más borroso. Por eso el “arte” autorizado por Sibila, no implica un impacto en las personas. De los verdaderos artistas, capaces de zambullirse y nadar en su arte, son pocos los que no acaban encarcelados en “centros de rehabilitación” que (bien sabemos) sólo son una excusa para evitar que “contaminen” los psycho‐passes de otras personas. No estoy interesado en un mundo donde no puedo mostrar mi pro‐ pia apreciación del arte Prisionero de Coeficiente criminal superior a 300, antiguo dueño de una tienda de arte

CRIMINALES EN POTENCIA Preferí ser uno de los perros de caza de la Oficina y aceptar los tra‐ bajos de asesino que desperdiciar el resto de mi vida en una instalación de aislamiento. Aquella fue la única opción que tuve. Ejecutor Kagari Shusei

Las personas captadas por Sibila, en algún escáner o prueba médica, con tendencia a quebrantar la ley, independientemente de la edad o género, son retiradas y aisladas de la sociedad, despojandolas de su libertad y negándoles la posibilidad de realizar toda actividad dentro de la civilización y casi cual‐ quier otra que pudiese, de algún modo, hacerlas sentir humanas. Y ante cualquier señal de frustración, son reprimidas con sedantes.


Tic Tac plástico, ya nadie puede volverse loco tú tampoco, mundo plástico hermoso ¿Por qué no puedo ver la luz en este mundo tan hermoso? Mi corazón quebrándose es un reflejo infinito fragmento de Abnormalize, opening de Psycho‐pass

Esta tendencia está dada por el psycho‐pass de cada persona, es decir, analizando sus pensamien‐ tos, deseos y sentimientos. Entonces, un trauma, una mala experiencia, el estrés, el sentirse disconfor‐ me con cómo se desarrolla la sociedad, se ve reflejado en el psycho‐pass, embarrando su matiz. Pese a esto, algunos criminales en potencia presentan aptitudes para cumplir un rol útil dentro de la sociedad: ser Ejecutores. Son aquéllos cuya criminalidad latente se debe a su empatía e intuición, pe‐ ro presentan un fuerte sentido común y respeto por la justicia. Estos son reclutados por el DIC y se con‐ vierten en quienes aplican las normas que los condenaron a una vida inhumana. Tras las negras rejas de la celda Yo nací Deseando devolver la malicia Bueno, te daré esa justicia tanta como desees antes de poder destruir o ser destruido por ella Pagaré el precio por mi karma e iré junto a ti, monstruo sin nombre” fragmento de Namae no Nai Kaibutsu, ending de Psycho‐pass

CONTROL DEL ESTRÉS Nuestro cuidado seguro del estrés te transportará a un mundo sin sufrimiento leyenda en la publicidad holográfica de una farmacéutica

Para vivir y desarrollarse en la sociedad, es fundamental un estado mental “saludable”, por esto, para los ciudadanos, la terapia, los sedantes, los antidepresivos y otros métodos de control de estrés son alimento de cada día. Así pretenden vivir felices y tranquilos. Pero esta paz tiene un costo y cuando las comprobaciones de psycho‐pass se volvieron rutinarias, las personas empezaron a decaer en el cuidado excesivo del estrés, al punto en el que dejan de percibir cualquier estímulo, convirtiéndose en cuerpos vivientes. Pronto sus sistemas nerviosos autónomos de‐ jan de funcionar por su cuenta y sus funciones vitales cesan. Estas muertes son declaradas como “defi‐ ciencia cardíaca por causa desconocida”, sin embargo se sabe que la verdadera causa es el estrés. La ilusión del gestalt ya está aquí, todo y todos están dispersados Dentro del holograma todo se va pintando con el color de la verdad fragmento de Abnormalize, opening de Psycho‐pass

Si observamos con detenimiento la realidad en la que vivimos, podríamos pensar que estamos muy muy lejos de una realidad como la que plantea Psycho‐Pass, sin embargo, esto no quiere decir que no estemos encaminados hacia algo como eso. ¿Quién no ha hecho alguna vez un test de aptitud laboral? ¿Quién no fue alguna vez a un psicólo‐ go? ¿Quién no ha consultado una aplicación que nos diga qué comer? ¿Quién no ha experimentado

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frustración por tener que decidir? ¿Qué precio estamos dispuestos a pagar por disminuir la incertidum‐ bre que ennegrece nuestra vida? ¿Cuántas apps en el celular nos son indispensables para nuestra rutina diaria? ¿Cuántas veces hemos comprado libros de autoayuda o emprendido un viaje en busca de noso‐ tros mismos? ¿Y si existiera un mundo accesible, sin preocupaciones, donde nos garantizaran la máxi‐ ma estabilidad que somos capaces de obtener? De este cielo cae lluvia negra Soy un ser no deseado La crisis de la neurosis Vamos, muestrale tu sentido de la justicia a los espectadores con los mismos errores Abraza las heridas imborrables y acepta este cuerpo Vamos juntos, monstruo sin nombre fragmento de Namae no Nai Kaibutsu, ending de Psycho‐pass.

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Estamos tan habituadxs al caos, que un mundo sin estrés nos parece imposible. Pero la verdad es que todxs y cada unx de nosotrxs perseguimos constantemente ideales que se nos presentan como un escalón hacia la cima de la estabilidad. Somos como insectos que vuelan hacia la luz. Anhelamos una buena salud, la estabilidad económica, la aceptación social, la solidez emocional; y huimos de los pro‐ blemas, las aflicciones del alma y la pugna mental. Nadie nos dice que, tal vez, esa luz sea una trampa eléctrica. Words are just a toy That people play with It's superficial I know The proof is out there The hidden answer That someone left there fragmento de Out of Control, opening 2 de Psycho‐pass.


LA HORA DEL DEMONIO por Felipe Marangoni Foto: Adriano Duarte


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—NO GUARDARÁS EN caracteres esto que te voy a decir —sentenció el demonio, su brazo si‐ niestro arremangado en los bolsillos del saco sin arrugar. Mas el humano se apretujaba ya contra la máquina de escribir, la boca sedienta, los ojos en cemento, el corazón loco de intensidad. Era ésta la oportunidad que estaba reclamando. Sabía de sus limitaciones, de sus defectos y de su suerte apestosa. Harto estaba ya de esperar por la voz del poderoso. Harto estaba de ser esquivado en sus preguntas, acerca del peso muerto que angustiaba a aquel ídolo interno. No había mucho tiempo. ¿Por qué continuar obedeciendo? ¿Pero qué más podía hacer? El demonio pensaba. El humano preparaba las ho‐ jas. Corrientes amenazaba con desgarrarse. Y el demonio dijo: «Soy viejo, mi edad es incalculable, he visto a las mayores bestias espantarse ante un re‐ tazo de mi voz, los reinos más inclaudicables han sucumbido al retumbar de uno solo de mis pasos, los sabios más abismales han enloquecido ante el susurro de mi sombra, ante la simple idea de mi influjo. Por nada me he sobrecogido, nadie —ni siquiera Él o sus argucias— ha po‐ dido imprimir una huella de asombro en mí. Todo ese asunto de la destreza del Maestro, de su creación en polvo y en barro, de ese organismo único y formidable, en ninguna centuria me ha llegado jamás a interesar. ¡Cómo prestar atención a efímeros que marchan tan bajo, tan por debajo de mí? Y sin embargo una vez.. Aquella vez.. Un suspiro como de nudo en la garganta contuvo la voz. Un carraspeo gutural que in‐ quietó al humano. No era momento de interrupciones. Pero la serenidad, a pesar de la inmi‐ nente catástrofe, volvió al menos en ese instante. El demonio se componía, el humano esperaba. Corrientes tambaleaba, como muerto en pie. Y el demonio dijo. «Alguna vez, en ese tiempo que cada dos siglos tiende a motivarme una memoria, esa vez llegué a toparme con el paradigma de una existencia inolvidable. Cómo decirlo: Era ella una nena esplendente, sin igual. Cabían en su sola palma todos los sistemas generadores de luz, de vida, de sentimientos. Portaba ella en cada rasgo, en cada movimiento, en cada tramo de su entidad, el gravamen de los más deliciosos tormentos para quien osara descubrirla, cor‐ tejarla. Y en su alma transparente podía leerse un manifiesto de bondad, un castigo irrepro‐ chable que empujaba a abandonarse por completo a su tentación. Dolía esa criatura por ser tan especial. Provocaba enorme sufrimiento con su insoportable atracción. No era aconseja‐ ble para los mortales. Ni siquiera lo era para mí. —¡Dije que no guardaras lo que te estoy diciendo! —golpeó con coraje el demonio sobre el derrotado escritorio de oficina. Mas el humano, ajeno y lejano de todo temor reverencial, agilizó los dedos sobre las teclas sabuesas, escuchando y anotando más, olfateando dichoso la rigurosa situación que describía aquel ser, como parte de su imaginario personal. ¡Qué terri‐ ble momento para desnudar el espíritu! El demonio gritaba. El humano escribía. Corrientes preparaba su fin. Y el demonio dijo: «Era ella tan hermosa. Demasiado para ser aconsejable. Pero a pesar de todo, la quise pa‐ ra mí. Nunca había fallado en lo que deseaba. Y por una vez en el infinito, accedí a jugar de verdad. La seguí, hasta que las fiebres de esas noches inquebrantables me empujaron lejos. Tan lejos, que de pronto no la pude ver, porque el universo sabía que no debería ser: De todos modos, la busqué. Me aprendí los acordes de canciones jamás compuestas, sólo para verla danzar. Alimenté relatos ingenuos para descifrar las huellas de su influjo. Mas ella no captó el mensaje. Y el universo consideró que eso estaba muy bien. Aún contra todo, contra todos, aún la esperé. Me revolqué en mis miserias y vagué el universo soñando con su maldad. No la


pude encontrar. —Mas no deberías anotar esto que estoy relatando —señaló el demonio con el rostro sos‐ tenido en su palma y la tristeza empañándole el reloj. Las horas no lo contenían más. Pero el humano trabajaba en la máquina, ansioso ahora por conocer el lado flaco del señor indecible. Había algo que no encuadraba en aquello. Y era el escribiente el encargado de averiguarlo, de testimoniarlo con caracteres de realidad. Un momento impagable en su trabajo inútil. Al fin la historia derritiéndose en la persistencia de la memoria. Toda una obra maestra. Y ¡qué impor‐ taba lo demás! Dentro, el humano se encarnizaba. Dentro, el demonio se sinceraba. Fuera, Co‐ rrientes empezaba a detonar. Y el demonio todavía dijo: «Desde entonces, solo he sufrido mucho, sólo por conocer su existencia. Y es ese padeci‐ miento el que me ha hecho vulnerable. Tengo llagas consumiendo mi niebla. No es éste el ideal de un espectro que debe mostrar siempre su lado más temible. Con lo demás, ya no es‐ toy tan seguro de mi poder. Es lamentable tener que andar tomando frases y palabras presta‐ das a unos genios menores para modificarlas a mi grandeza y tratar de hacerle entender que

hay algo en ella que se hace insuperable. Que sangra en mi cuaderno desde algún insólito ni‐ vel. Y que me está dejando inactivo. —Y ya no anotes esto que te digo —prescribió el demonio entre dientes quejosos. Sufría desde los tres costados, desde las tres dimensiones de su realidad. Se apagaba como lámpara lesionada, a chispazos lentos. Pero el humano aun más se encendía en pasión. Y sabiendo de las ventajas de tanta confesión irrepetible, apuraba la pluma digital y concentraba su arte en aquel relato que el demonio vomitaba, después de tantos años de indigestión. Era el demonio. Y era el humano. Corrientes había caído. Ya no era nadie más. Pero el demonio aún decía: «He soñado con ella desde incoherentes estados. He imaginado la perfección sólo con tantear su cuerpo. He estrellado mi condición con la memoria de sus dedos hundidos en el centro de mi crueldad, en la carne de mi corazón. He vuelto por última vez a ella, con un silen‐ cio paralizante después de algún obsequio celoso y desinteresado. Y todo eso que hoy me re‐ vuelve en pasado discontinuo, me está hundiendo sin misericordia. Y ya no sé qué hacer. —Y tú, efímero humano, no deberías disfrutar de esto que te estoy confesando —advirtió


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el demonio, por primera vez decidido a no dejarse ignorar—. Es mi verdad una carga insosteni‐ ble, una pesada muralla que pronto se te volverá en contra. Porque no estás tan lejos de com‐ prender nuestros problemas. No lo creas. Porque no lo estás. Pero el humano, loco de satisfacción al encontrar el punto crónico de aquel fantasma que siempre lo hubo dominado, reía y escribía y sacudía su cabeza en negación. Aquello no podía ser verdad. El poderoso demonio se había perdido por una mujer. Una mujer llamada... —Y, ¿cuál es el nombre de aquélla que envenena tu inmortalidad? —preguntó entre carca‐ jeo el hombre, alzando la voz contra el estruendo de la Corrientes–Babilonia que concluía por inclinarse, por devastarse, por perecer. Y el demonio dijo: —He conocido su nombre. Pero no deberías escribir más, por favor —suplicó el demonio, hecho cenizas detrás de la sombra del escribiente. Su nombre es... Y cuando el escribiente, el humano, advirtió sus oídos invadidos de la seducción de ese nombre conocido, no pudo seguir. Porque entendió que el demonio y el humano eran la mis‐ ma persona. Y aunque Corrientes hubiese perecido, y aunque el mundo entero comenzaba a devastarse sin cesar, concurría aún un motivo, un sólo motivo por el cual resurgir, si existía en algún punto el mito de la resurrección. Era el nombre iniciado en cada una de las veintiocho le‐ tras de los caracteres terrestres, que suponía una ventaja decisiva en el conocimiento de su dueña frente a la miseria de aquél que se creyó dueño del mundo, y que ahora era dueño de la nada. Entonces, el demonio calló. Y en el silencio de un mundo acorralado por los Cuatro impla‐ cables Jinetes, en el espanto de los sellos del 6:1‐8, todo lo necesario para perder definitiva‐ mente el control de su existencia estaba labrado en ese trozo de alma convertida en papel. Y el humano pensó. «Tal vez el demonio tenga razón. La conciencia de la verdad representaría demasiada ven‐ taja y demasiada dependencia para alguno de los dos. »Pero, ¿para cuál de nosotros dos? Pronto, la rebeldía y la duda lo cargaron de osadía, y en un segundo de inspiración, a ma‐ nera de epitafio de una vida vacía y terminada, el humano escribió: Ella tiene un nombre. Y ese nombre es el que a todas nombra. Su nombre es... Mas aún, el demonio lo interrumpió. «No deberías grabarlo humano, no en este papel. Y contra el cataclismo de una vida que se extinguía, o que comenzaba a hacerlo, la co‐ bardía retomó el control. Y tanto humano como demonio tomaron consideración de su inútil historia. ¿Y para qué dejar en esta tierra baldía, un vano testamento de lo que su yo interior deseó? Mejor sería llevárselo consigo... Aunque fuese ya demasiado tarde.


Otros sueños, otras pesadillas por Daniel D. González foto: Adriano Duarte


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LA CIENCIA FICCIÓN, EL género literario por excelencia del siglo XX, siempre ha tensado su cuerda entre dos polos: la fascinación por la anticipación y los horrores de la tecnifi‐ cación. A partir de los sesenta, saturada la especulación por las maravillas anticipato‐ rias, la corriente denominada New Wave, surgida en torno a la revista inglesa New Worlds, advirtió que la inmersión en un mundo cada vez más ininteligible imponía abrir la caja de pandora del psiquismo colectivo, “el paisaje interior”. El mundo próximo, acaecido ahora pesadilla surrealista, requería nuevos conceptos, nuevas definiciones, no ya las aventuras en planetas lejanos sino el descenso a la fosa abisal del imaginario colectivo. El movimiento supuso un humanismo ambivalente, nostalgia ante la retirada de un viejo sentido del mundo, pero exenta de lamentos culpógenos. Más tarde, en el poderosísimo En lo que creo, J. G. Ballard escribiría: [creo] en mi sueño sobre Margaret Thatcher siendo acariciada por ese joven soldado argentino en un motel olvidado, observa‐ dos por un empleado de estación de servicio tuberculoso. El sol ya no iluminaba del mis‐ mo modo, nuevas danzas a la luz de una luna estroboscópica concibieron nuevas formas – o como sintetizara William Gibson en su cuento El continuo de Genrsback ‐ nue‐ vos “fantasmas semióticos”. También en el campo de los denominados “géneros”, concepto que funciona en parte como ordenamiento interno de la industria cultural y por otro lado como delimi‐ tación de la academia para mantener a raya elementos no deseados, existe otro tipo de relatos en el cual la distopía ha sido un tema recurrente, quizá el tema por excelencia: el terror. No deja de ser significativo que Frankenstein o el moderno Prometeo, de Mary Shelley, puede considerarse tanto un relato de terror como también la piedra basal de las futuras distopías de la ciencia ficción. La narrativas del terror, tanto en sus tópicos, sus monstruos y en su relación con el espectador/lector, son un laboratorio privilegiado para explorar las ensoñaciones sociales, las pesadillas colectivas. Esbozando una inter‐ pretación un tanto decantada en sentido común por los vicios de las recurrentes inter‐ pretaciones psicoanalíticas, el género de terror es el margen donde emerge lo siniestro, según Freud: todo lo que, debiendo permanecer secreto, oculto... no obstante se ha mani‐ festado. Un aflorar de los terrores subyacentes de las sociedades. Basta con solo hurgar bateas de DVDs usados o pasar vista de los estrenos del jueves, para dar cuenta de la penetración social y el considerable alcance de este tipo de relatos.

LOS NUEVOS FANTASMAS De las transformaciones que ha experimentado el terror a través de su historia, en el más acá, un pilar fundamental refiere a los cambios en sus expresiones de tipo cine‐ matográficas que se desencadenan a partir de los 70s. Desde Psicosis (1960), de Alfred Hitchcock, se fue desarrollando lo que se puede considerar un quiebre entre el terror clásico y el terror moderno o, para ser aún más precisos, entre el terror moderno y el te‐ rror posmoderno. En el mismo año y en la misma sintonía se encuentra también El fotó‐ grafo del pánico (1960), predecesora por décadas de las found footage movies y de la figura del psycho killer. Dichos cambios – si bien siempre es tentador considerarlos co‐ mo meros giros de la industria ante lo agotado de un tópico – se corresponden a varia‐ ciones en el imaginario colectivo: mutaciones en las representaciones del horror para mutaciones en las sociedades. Aquel terror que tenía como epicentro el repertorio clásico de los denominados Monstruos de la Universal (Drácula, El Hombre Lobo, El Monstruo de Frankeinstein y La Momia, entre otros), tuvo como apoteosis y coronación aquellas producciones inglesas de la Hammer Films donde la figura del gran Christopher Lee, como sensual vampiro de la era technicolor, fue su ícono. Producciones que entrados los años setenta ya no en‐ contrarían su lugar entre los códigos de un nuevo bestiario. Monstruos románticos todo ellos, encarnados en la sensualidad del vampiro que, a la vez de ser la representación


del mal, buscaba vampirizar a la doncella para transformarla en su eterna dama no‐ muerta. Monstruos confinados literalmente a sus dominios ajenos al del resto de los mortales. No solo recluidos en castillos de los Cárpatos, sino también en el la selva exó‐ tica en el caso de El monstruo de la laguna negra, o en sus recónditas alcobas converti‐ das en laboratorios de científico loco. De este modo El doctor Frankenstein o Jack Griffin (El hombre invisible), serán herederos de la tradición fáustica, bestias del en‐ sueño racionalista de la modernidad. Escena significativa del romanticismo de las bes‐ tias es aquella donde el monstruo de Frankeinstein se sienta en la costa de un lago a jugar, carente de toda perversión, con una niña que tiene entre sus manos una flor sil‐ vestre. En Psicosis se puede reconocer el instante preciso, el mojón, a partir del cual se de‐ sencadena uno de los desplazamientos fundamentales. El horror ahora es personifica‐ do dentro de la cabeza de un simple regente de hotel barato. Es cierto que la gran casona en la colina aún sigue en píe, el gótico aún mantiene su pulso bastante vivo, pe‐ ro la mutación ha comenzado y llegará al paroxismo en otra obra maestra, una pe‐ queña película de bajo presupuesto llamada Halloween (1978). El horror absoluto esta vez proyectará su sombra de muerte sobre el centro de un suburbio paradisíaco emble‐ ma del agotado "sueño americano".

REDIVIVOS, BELCEBÚ Y EL BAÑO DE SANGRE A partir de los setentas, tres son las vías de fin del mundo según el terror, cada una plausible de cuantiosas interpretaciones y muy definidas particularidades: el apocalip‐ sis zombi, la llegada del anticristo y el estallido de violencia sin sentido. En el primer ca‐ so, el punto disparador será otra película de bajo presupuesto, otra obra maestra: La noche de los muertos vivientes (1968) de George Romero, sin duda una de las películas más influyentes de los últimos lustros. Si bien hoy la figura del muerto vivo, con su in‐ corporación a las producciones del mainstream hollywoodense y televisivo, ha deveni‐ do tópico harto remanido y ha sido destruida su densidad conceptual, es necesario aclarar que el zombi en el cine no comienza su deambular en 1969. Mucho antes ya, Zombi Blanco (1932), protagonizada por el incomensurablemente grande Béla Lugosi, Yo caminé con un zombi (1943) dirigida por Jacques Tourneur, e incluso La plaga de los Zombis (1966), destilaron una fuerte crítica al colonialismo imperial. Si bien las posibili‐ dades de esta crítica subyacente son morigeradas por la siempre presente exaltación del estereotipo eurocéntrico de la religión vudú como un cúmulo de saberes primitivos malignos, la verdadera fuente del mal en estas producciones estaba dada por los per‐ sonajes capataces y amos que explotaban a las poblaciones de las colonias al punto de la deshumanización. La película de George Romero resucitará (si se permite la expre‐ sión) esta vena crítica, como muchos lo quisieron ver y el mismo Romero se irá cada vez más haciendo cargo a través de sus sucesivas secuelas, su saga connota un comen‐ tario crítico sobre la sociedad de masas y los medios de comunicación. La distopía serán zombis como hordas enormes de seres sin razón caminando en círculos dentro de un centro comercial (El amanecer de los muertos, 1978), o victimas de experimentos de estimulación dentro de una base militar (El día de los muertos, 1985). El segundo fin del mundo, la venida del anticristo, contará con El bebé de Rosemary (1968) como punto de partida, aunque quizá el pináculo esté dado por lo que posible‐ mente al día de hoy sea aún el referente del cine de terror por excelencia: El exorcista (1974), de Willian Friedkin, sin desmerecer a La Profecía (1976) como el tercer eslabón de esta trinidad maligna. El auge de este tipo de producciones se puede explicar par‐ cialmente debido a la fascinación por lo oculto revivida en los sesenta en el mundo an‐ gloparlante, donde figuras como el mítico mago Aleister Crowley comienzan a ser descubiertas, y comienza el cuarto de hora del neopaganismo de la Wicca contemporá‐ neamente al surgimiento de sectas de marcada tendencia satanista como la Iglesia de

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Satán. Sin embargo, más allá de estos fenómenos de los cuales se hace eco la cultura pop ‐ y los cuales las más de las veces se nutren también de las tendencias de moda en la cultura pop ‐ lo que se impone como una mirada más suspicaz será encastrar este tipo de cine con las referencias del terror al imaginario religioso. Si bien, es cierto, hurgar en esos antecedentes se torna una tarea titánica, cabe hacer una breve men‐ ción al exponente más prominentes del siglo XX en cuanto a terror místico se refiere, H. P Lovecraft. En la obra de El caballero de Providence, así como en la de sus respectivos sucesores, el mismo cosmos es un or‐ den de naturaleza oscura en el cual la insignificante especie humana solo es un escalón menor e ignorante, en el mejor de los casos, de la existencia de los Dioses ancestrales. Sin embargo los filmes de posesiones y anticristos ofrecen una grado mayor de consolación: así como el demonio puede presentarse ante nosotros sin carta de invitación, también hay un Dios benevolente; así como Reagan es presa de Pazuzu, el demonio sumerio de los vientos, también existe un Dios piadoso encarnado en la figura del Padre Karras, el sacerdote que en un gesto magnánimo sacrifica su vida para salvar a Reagan.

LA NOCHE DEL CAZADOR Finalmente, tal como se ha comentado a partir del film de Hitchcock, se abre la vertiente más poderosa y representativa del terror posmoderno: el estallido de violencia sin sentido. Si hay que elegir una película que selle el antes y después se impone inevitablemente la Masacre de Texas (1974) de Tobe Hooper, aunque ya preludiada previamente por la shockeante La última casa a la izquierda (1972), de otra vaca sagrada del te‐ rror como Wes Craven. En esta última ya damos con niveles bastante importantes de morbo gráfico y tam‐

bién con la figura del grupo psicópatas y se encuentra también una constante autoral en la filmografía de Cra‐ ven, su fijación por llevarse puesta la institución de la familia tradicional burguesa. Cabe aclarar de todos mo‐ dos, que a diferencia de lo que se cree comúnmente, no es en la película de Hooper donde se encuentra definida a escalpelo la estructura de lo que serán los posteriores Slasher Films, sino que hay que fijar la vista en otra película del mismo año, Negras Navidades de Bob Clark, aquel que también ha dirigido la famosa come‐ dia universitaria de la era del VHS que fue Porky´s. Ya la ideología de atomización social del neoliberalismo, en desenfrenada expansión a escala mundial desde mediados de los setentas hasta nuestros días, hace mella en los terrores colectivos. Cualquiera puede ser el asesino, más aún, derramará sangre sin causa necesaria. Donde hubo algún tipo de lazo solidario, ahora hay ruptura: La sociedad no existe, solo existen los individuos, rezaba el mantra de Margaret Thatcher. Se asiste al nacimiento del terror nihilista, los sujetos avasallados por la otredad horrorosa de sus pares, el otro carece de empatía, la oscuridad está tanto en esa familia de caníbales del interior profundo de Estados Unidos, como en ese pueblo naif que se apunta a los festejos del 31 de octubre, está guarecido – como en el caso de la pelí‐ cula de Bob Clark – en la azotea de la casa universitaria. La paranoica sociedad global del capitalismo tardío ‐ la misma que funda sobre “la inseguridad” uno de sus mitos massmediáticos centrales que se derraman desde las corporaciones informativas ‐ engendra un nuevo modelo de monstruo. Cabe aclarar sin embargo que aunque en las películas mencionadas se observa una densidad mayor de sentido que en otras de menor envergadura como Martes 13 o la avalancha de sagas de asesinos que se abre paso a cuchilladas en la década del ochenta, tampoco estas deben ser subestimadas en tanto lo que su bestia‐ rio nos dice de la sociedad en la que fermentan. Para otra ocasión quedará esbozar otro factor clave para en‐ tender este tipo de cine, la ambivalente relación de goce del espectador ante el conteo de cuerpos, en paralelo a su identificación con la heroína, generalmente encarnada en la figura de una joven virginal: ¿simple


moralina o nostalgia solapada por una época pasada donde ciertas trabas morales constituían aún la represa que contenía el apetito del capitalismo por engullir todas las esferas de la vida? Para promediar este breve recorrido por el tren fantasma, cabe mencionar dos tomas que condensan el poder de estos nuevos horrores. En la película de Tobe Hooper, la cena demencial entre la familia de grotes‐ cos asesinos donde Cara de cuero emula los gritos desesperados de Sally, todos ríen, la cámara reduce el pla‐ no al ojo de la muchacha, se acerca cada vez más, el ruido es ensordecedor, la pantalla se reduce en un plano detalle imposible de lo blanco del ojo de la víctima. Todo se ha transformado en una pesadilla ininteligible. El aire opresivo y deprimente de la película lo infesta todo. Al amanecer el famoso baile de la motosierra es casi como una imagen de ensueño, hay una danza alucinada en el rojo amanecer, pesadilla e idilio de sangre a la vez. Otra toma probablemente mil veces analizada, esta vez en el film de Carpenter. La encarnación del más puro mal en la figura de Michael Myers, acecha desde una toma subjetiva a un grupo de niñeras. Esta vez –fotógrafo del pánico mediante – nuestra mirada es la del asesino. Film renovador pero donde Carpenter nos ofrece decenas de sutiles guiños a todo horror previo, Myers llega a deambular con una sábana encima como disfrazado de un cuco inocente. La toma en cuestión: The Shape (la forma, como figura el asesino en los cré‐ ditos) atraviesa a un adolescente y se toma una pausa para observar su trabajo, contornea su cabeza como sin comprender la relación entre el elemento punzocortante y ese cuerpo inútil. Casi como ironía, la zaga de Halloween ha sido una de las que en mejor estado se ha mantenido en sus sucesivas secuelas por la incorporación de un contrapunto deudor de la novela de Bram Stoker, Drácula; el sostenido contrapunto entre el Doctor Loomis, un Van Helsing moderno, el único capaz de entender el mal

que se cierne sobre Haddonfield, y del otro lado el mal en sí mismo, pero esta vez representado por un en‐ mascarado, una figura anónima de rostro gélido. La distancia entre el horror moderno y el horror posmoder‐ no no es sino el desplazamiento que en un punto encuentra la sensualidad de la mordida en el cuello y los colmillos atravesando delicadamente la piel, y en otro extremo el primer plano de la aguja hipodérmica clavándose en la córnea del ojo en el marco de un hospital (Halloween II, 1981), el asesinato aséptico.

“VIENEN POR TI, BARBARA” Pocos años después, ya ultradecodificado el cine slasher – ver sino la paródica y autorreferencial Student Bodies (1981) ‐ destruidos sus personajes y llevado a un grado muy bajo de densidad conceptual, Wes Craven reinventará el subgénero con Pesadilla en lo profundo de la noche (1984). Esta vez el asesino se encuentra lite‐ ralmente adentro del sueño, el sueño es una pesadilla y nadie sale indemne del trance. Ya Alien, el octavo pa‐ sajero (1979) anticipará otros nuevos terrores propios de la década del ochenta, paranoias biológicas y monstruos al interior del cuerpo que conocerán el paroxismo en la filmografía de David Cronenberg. En el más acá, encontramos llevando la dominante sagas ultrareaccionarias como El juego del miedo o Hostel, sostenidas ambas en la mostración del dolor ajeno, uno de los procedimientos preferidos del pantano de los medios masivos. Agotada la revitalizante e interesantísima ola del horror japonés, otro foco lo consti‐ tuye el éxito de los revivals, algunos de muy buena factura como El Conjuro, pero que poco aportan que no haya sido explotado anteriormente. Excepciones de la talla de Kairo (2001) o la fantástica Te sigue (2014) de‐ jan abierta una puerta… mejor pongan llave, otro monstruo entrará por la medianoche.


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A veces, cuando entro de noche en una ciudad, no puedo menos que pensar que cada una de aquellas casas envueltas en la sombra guarda su propio secreto; que cada una de las habitaciones de ellas encierra, también, su secreto; que cada corazón que late en los centenares de millares de pechos que ahí hay, es, en ciertas cosas, un secreto para el corazón que más cerca de él late. CHARLES DICKENS, Historia de dos ciudades

TROYA Cuenta Homero que Odiseo, en un sueño, tuvo una revelación de la diosa Atenea: Construye un caballo de madera, para ganar la guerra. Y allí fue el héroe, muy confiado ante el designio de la diosa. Dio instrucciones a sus hombres y, satisfecho, esperó por el momento de hacer funcionar el ardid. Lo que sigue después es bien conocido. Los griegos vencieron y se hicieron con Troya. Lo que Homero no contó, o no supo, fue que todos sabíamos del engaño. Casandra nos lo había advertido mucho antes y nosotros fingimos no creer, para que se cumpliera algún designio arbitrario. Y así, haciendo la mímica de la sorpresa, nos dejamos matar. Más que nada por cansancio y aburrimiento. ¿Qué otra bendita suerte nos esperaba? Si al final del día todo capitula. Y los dioses son quienes escriben estas dudosas literaturas, escondidos en sus Olimpos vanidosos, tapizados con sangre de los justos.

SHAMBHALA Esta madrugada, nos despertamos con los ojos llorosos y el pecho agitado. Supimos, por Heraldos Divinos, que era la hora del Kali Yuga. El avatar Kalki se desperezó con un grito. Unos esbirros ensillaron su caballo y su espada brilló como mil soles. Estamos ante nuestros últimos instantes. Que serán sólo zozobra, aunque Imploremos a nuestro Rey por una segunda oportunidad. Es que en los días del odio, no parecemos merecer ni la más mínima redención. Quizá seamos el precio del sacrificio para el nacimiento de alguna nueva era dorada. No sabemos. Los Mensajeros no se atreven a asegurarlo. O son muy crueles como para regalarnos una esperanza, entre tanto desencuentro y tanto castigo celestial, disfrazado de profecía.

Para las almas es muerte llegar a ser agua, para el agua es muerte llegar a ser tierra, y de la tierra nace el agua, del agua el alma. HERÁCLITO

¡Quita ese maldito punto y coma! ¿Que no ves que molesta? A.D – M.L M.

ROMA Fuego por todos lados. Las casas, los caminos, los árboles, las gentes. Todo se consume. Vuelve el polvo al polvo y la ceniza a la tierra. Incendiados en el capricho de un loco, muertos sin explicación alguna. He aquí el fin de nuestra vida, como metáfora o símbolo. O realidad insalvable, como fuego incontrolable, como combustible de desecho.

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ATLÁNTIDA Éramos tan felices que ni nos dimos cuenta de cómo subía el agua. Primero, los pies. Luego, la cintura. A lo último, la boca, que aún sonriente, se nos llenaba de agua y nos asfixiaba en el ocaso de nuestra ciudad. Apenas se escuchó un esbozo de lamento, cuando la última alma libre sobre el planeta se iba al fondo del mar, mientras tallaba en una piedra un breve epitafio: No hay nada que amemos que, más tarde o más temprano, no se convierta en elegía. Y velaba su memoria en una perfecta oscuridad cargada de olvido y silencio. De ese modo desaparecimos. Porque ignoramos las señales y porque pensamos que lo que teníamos habría de durar para siempre.


UN BARRIO

DE CIENCIA FICCIร N

por

Marcelo Lรณpez Marรกn

fotos: Fernando Luzuriaga


1 EN CORRIENTES, TODOS saben que cuando alguien dice Las 1000, no necesariamente está haciendo re‐ ferencia exclusiva a esas mil casas repartidas en 29 monoblocks y largas manzanas de orden alfabético que llegan a la T. En todo caso, la tumultuosa geografía la comprende como el centro nervioso de un ba‐ rrio más espeso, que se ramifica en una sucesión de viviendas alternativas y cuyo corazón late en las altu‐ ras del Tanque Múltiple. Ese legendario embudo, inevitable mojón de referencia para orientar a cualquier extraño, incauto o perdido; la Capital de esta Dite litoraleña, donde todos caemos en algún momento de nuestra correntinidad; punto de partida desde donde se van tramando los laberintos del bien llamado Gi‐ gante del Sur. Porque Las Mil representan a un gigante en tanto se confunden y se adhieren a sus hermanos, primos y vecinos —las 536, las 328, las Tejas, San Marcos, las 300—, toda esas familias de viviendas en serie que nacieron antes o después, pero que a partir de la irrupción de estos monstruos edilicios —que ya van por los 40 años— han sabido unir sus destinos y construir una trinchera única desde donde una gran parte de la ciudad resiste como puede los embates del tiempo, de la propia trampa, o del llamado progreso que en Corrientes nunca es tal, apenas se traducen en cambios de estaciones, de humor y de uno o dos nombres propios que se repiten sin vergüenza ni nobleza en el manoseado poder. Pero no estamos acá para embarrar la memoria con tanto nombre sucio. Ni siquiera intentamos lle‐ varlo a un tapete de reportaje social: Armar una encuesta testimonial entre gente tan diversa, sería una obra tan titánica como imperecedera por la multiplicidad de historias con que las Enirias van tejiendo esta telaraña, hecha de los hilos de tantas vidas —pasadas y presentes— a lo largo y ancho de 5 generaciones. En todo caso, nos movemos con el intento de dilucidar su descomunal historia a través de imágenes, de objetos y lugares propios que nos hablen a través de la memoria colectiva. Esas voces anónimas y fantas‐ mas que vociferan fábulas y verdades a todos aquéllos que los saben escuchar. Entonces un día nos juntamos 4. Y salimos a escuchar los sonidos, las memorias y las cosas. El resul‐ tado es está crónica. Quien quiera oír, que nos acompañe. Todo está por contarse, por verse, en el Gigante del Sur.

2 TODO HABITANTE DE las 1000 viviendas sabe también que cualquier cruzada, cualquier emprendimiento, cualquier expedición debe comenzar a la sombra del Tanque Múltiple. Es el canto inconsciente a las musas inspiradoras; es la plegaria no mencionada a los dioses bienechores; es nuestro destino depositado en fuerzas oscuras, encargadas de velar por nuestra fe. Munidos de esa fe, además de celulares y cámaras de fotos, nos congregamos en la esquina de Ra‐ faela y Paysandú. Con la ayuda de un auto y las recomendaciones de un cana fortuito, sus consejos de agarrar bien fuerte las cámaras y de no mostrarlas tanto en estas zonas calientes (sic) nos lanzamos a la cacería de lugares. Decidimos hacer honor a nuestra geografía y arrancamos bien al sur, en las espaldas del barrio, que son también las espaldas del monoblock 11, de la escuela 34, de la manzana T. El Maestro e Iberá. Por ahí dejamos el coche y arrancamos la peregrinación. Un cruce digno del Estigia. Un par de ca‐ chorros de Cerbero nos salió al cruce temprano. Su falsa bravura alertó a un postizo Caronte que —patas y barriga al aire— surgió desde una de las tantas casas levantadas al voleo, a vigilar por aquellos que osaban quebrantar esos lugares casi incivilizados y en la sagrada siesta. Tus perros posan para nosotros, o algo así fue nuestra burda intención de parecer extraños amigables. Un tibio cabeceo y una rascada de entrepier‐ na fue toda respuesta que logramos del vecino infernal. Lo tomamos como permiso y desenfundando ve‐ loces disparamos los primeros retratos. Comenzar desde sitios peligrosos nos mejoró pronto el ánimo. Seguimos al detalle esa retaguardia vencida, avanzando hasta Paysandú. Impresiona la fachada trasera del monoblock 11, sus paredes sopor‐ tan una capa espesa que semeja al alquitrán. La memoria de un monte que hoy alberga construcciones escandalosas (galpones, viviendas pintorescas, avenidas asfaltadas, verdulerías, un acoplado circense, un surtidor en proceso) alentaron los primeros mitos, que por qué no pensarlos como verdaderos: Al 11 se lo conoce como el Monoblock Negro porque donde ahora se concentran casas, negocios y

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hasta un templo para avivar personas infelices, antes hubo un monte vasto que era sometido a múltiples incendios, en su mayoría injustificados. El viento del sur hizo su trabajo arrastrando el humo hasta estre‐ llarlo contra sus paredes, que quedaron así impregnadas de un hollín vehemente, perenne, irreversible. ¿Cómo saber si es verdad? Podría serlo, podría no. Seguido al 11 se levanta el 12. Rodeamos ese par de monoblocks que se separan del resto, como dos alumnos salvajes que se juntan al fondo, cómplices en sus fechorías, o por qué no en sus actos reconfor‐ tantes. A la usurpación sinvergüenza de espacios públicos por parte de familiares de periodistas reconoci‐ dos (por llamar así a esos hijos de mil afortunados, que supieron escalar en la dudosa sociedad), se le contrapone el tipo que pinta murales y que hoy exhibe orgulloso las formas del submarino bastardeado por el poder. Puede verse el homenaje al ARA San Juan, (antes a los caídos en Malvinas) casualmente casi pegado al mercadito vergonzoso, ambos por Paysandú casi Iberá, justo en la parada del 110, el Interbarrio o —como se lo conoce desde siempre— el Amarillito. Ya que estamos, se nos ocurre usurpar los pasillos del monoblock 12, el que da a espaldas del Tanque. Apuntamos a las escaleras y antes de pisar el primer escalón ya nos sentimos ajenos, porque nunca uno se siente más ajeno que cuando no está en su edificio, ni siquiera en su piso, en su pasillo. Porque los edifi‐ cios, aunque parezcan lo mismo, no son iguales, ninguno lo es. Y sólo en la proximidad, en el detalle las co‐ sas se dejan ver como son. Así que apuramos el trabajo, antes de que alguna vecina sargenta nos increpe a escobazos. Subimos al tercer piso. Las terrazas del barrio, salvo una dicen, hace miles de años están vedadas al ajeno, mediante puerta de hierro, cadena y candado. Algo que también va ganando forma en los pasillos cada vez más enjaulados. De todos modos, desde la altura del tercero, no deja de sorprendernos la vista: Desde ahí se ve la canchita de atrás del Tanque, testigo de enormes incunables del deporte del pie. Se ve un laberinto boscoso y de edificios restantes. Se ven las Torres interminables. Se ve la cabeza del puente, del lejano Chaco–Corrientes. Baste esa idea de altura panorámica. También sorprende —aunque no tanto a estas alturas— la construcción de una casa, con tanquecito de agua y todo, la pionera de una idea que se‐ guramente se pondrá de moda, y que llegará a la larga a vencer a nuestra ficción, que alguna vez pensó y quiso novelar un barrio viviendo en las terrazas. Ya en el llano otra vez, nos acodamos a la Escuela 34, la de todos o casi todos los que fuimos niños en las 1000. Las rejas propiciatorias de grandes rateos han sido modificadas y aseguradas con muros inexpug‐ nables. Como para que los pibes de hoy —alumnos del presente y acaso carcelarios del futuro— presientan desde ya, desde pequeños, el rigor de los muros que vedan la libertad, el agobio del encierro por su mala conducta, la esperanza hecha promesa de una reinserción social, quizás ya demasiado tardía. Obviamente, nuestro ingreso es censurado y no nos queda otra que seguir camino. Llegamos a la es‐ quina, donde uno de nosotros 4, el que más amistades ha sabido forjar en el barrio, nos cuenta historias de amigos insólitos, por ejemplo de un pibe que, ante el incendio del auto de su padre, este pibe era capaz de consolarlo con una frase del tipo: No te preocupes, viejo, Es sólo material. Este mismo pibe, que era capaz de encerrar a su novia desnuda en su pieza, esconderle sus ropas y mandarse a mudar con sus amigos, se‐ guro de que ella lo estaría esperando a su regreso. Amigos son los amigos, pensamos, y los hay en todo riesgo y factor.

3 EL CALOR PEGA mucho, de modo que decidimos apurar. Seguimos viaje. Tras un breve parlamento, nos mandamos al límite inverso, hacia el norte, hacia las Torres interminables, ese complejo edilicio que res‐ guarda la entrada entre Las Tejas y el San Marcos, esa estructura agonizante en sus entrañas concretas, en su esqueleto de ventanas abiertas, secándose en sus 30 años al sol. Acercarse a sus orillas es como caminar en la violenta Detroit de Robocop, en el escenario de la pelea final contra los asesinos de policías. Laberin‐ tos ayuyados, despojos de maquinarias, chatarras de construcción en infinita soledad. Y todos esos huecos desde es tan sencillo ocultarse y emboscar. Alguno nota la falta de guardia. Ahora nadie está por acá. ¿Y cuántos seres se habrán movido por esos ambientes inacabados? Linyeras, adolescentes, rateritos, perros baqueanos.. Asombrados tan cerca de sus pies, no podemos sino sentirnos breves y agrandar el mito, que también puede estar cerca de la no–ficción:


fotos: MartĂ­n Damasco


Que las Torres no se terminaron porque estaban mal cimentados; que no, que fue por un desacuerdo, un duelo de tajadas entre los poderosos; que hay un juicio descomunal con varias cabezas involucradas; y nos sobreviene la incógnita del por qué construir una obra tan vasta y vertical en una ciudad que en ese tiempo abundaba en espacios llanos. Lo que nos parece seguro es que su intención era otra: Imaginamos una capital de ricos mercaderes, su sede de opulencia no tan lejana a los casinos y a los grandes lupanares. Ahora también nos semeja un refugio post–apocalipsis correntino, las Torres alambradas, los dueños de la provincia en las alturas esqueléticas, sentados en gordos sillones, frente a caprichosos ventanales, rodea‐ do de whiskies, estupefacientes y jóvenes y pulposas ofrendas, desnudas y adolescentes, amarradas a sus pies, mientras ellos juegan a la puntería de escopetas contra zombies locales, festejando a brindis y risota‐ das de cocaína y marihuana cada mutante impactado entre ojos, entre pechos, entre piernas.. Al instante, nos vemos a nosotros, los zombies del barrio, avanzando como sea, a los tumbos, arrastrados, destroza‐ dos por las heridas, cayendo impactados y vueltos a levantar, y seguimos avanzando porque no sabemos ni tenemos otra cosa qué hacer. Y cada día nos acercamos, los vamos cercando. Y un día derribamos los alambres, las vallas, y otor día aprendemos a trepar los muros, porque la necesidad te da habilidades que los pudientes nunca van entender. Y los tipos se van quedando sin balas, sin risas, y su diversión está cada vez más cerca de terminar.. Porque como dijo el gran Alejandro Dolina, el destino de toda muralla es caer. Tal vez el viaje, el insoportable calor de abril, las trampas de la añoranza nos incendien la imagina‐ ción. No está tan mal después de todo.

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4 LA CALLE A esta hora es un infierno. Y apenas hemos empezado. Enseguida nos movemos hacia Las Te‐ jas. Encontramos algunas plazas hostiles. Alrededor se ve una legión de colas en movimiento. El festival de canes callejeros es inminente. Contamos un perro por cada ladrido, aunque estos se multipliquen a los oídos. Tal es la jauría desmedida que nos pasa por todo lado, por todo flanco. Pero como ya el tiempo apremia (de hecho, perdemos a un fotógrafo en el laberinto de breves cua‐ dras) decidimos apuntar al Correo. Tropical Videoclub nos ofrece una entrada que es como un túnel del tiempo. Afiches de películas actuales y legendarias, pegadas entre rasgos de celuloide, y el oscuro mutis‐ mo de los estantes que antes exhibían VHS, hoy desbordan de DVD’s y nadie sabe si alguien aún irá a al‐ quilar como lo hacíamos en los 90, cuando hacíamos cola para revolver y decidir entre la última de Estalón o de Choarseneguer; entre el recital de Guns N’ Roses o Metallica, entre las adaptaciones de Stephen King o las sagas de Wes Craven. Ahora entramos solos y nos sentimos como lo haría el doctor Robert Neville en sus paseos de Soy leyenda. Todo es para nosotros, pero nada tenemos a la vez. Porque dentro no hay na‐ da, salvo paredes que hablan de historias truncas: Locales vacíos y derruidos, donde alguna vez se enseñó danza, se sufrieron tatuajes, se tallaron muebles, todo latente y a gritos mudos, como en una oferta fan‐ tasma. Además, el contexto de galería: Cielorrasos desmoronados, vidrios rotos, rejas que ajustan puer‐ tas, luces encendidas que nada alumbran, patios internos que acumulan máquinas de pesas y hasta una moto tapada con funda.. Nadie hay, nadie queda, nadie está. Sólo el dueño del mercadito que da a la calle, el correo que nunca se sabe si atiende o no, y el invencible Lomo’s, el gimnasio de primer piso, promueven una dudosa actividad a esta hora. Y es justamente el dueño del minimercado quien nos intercepta, nos pregunta si somos de la gráfica. Ante nuestra afirmación (?) no duda en envalentonarse y denunciar a viva voz una reciente usurpación efectiva. —Vayan y saquen fotos de esa familia que se metió, y vive acá. Para evitar que nos descubran, le hacemos caso Vamos hacia donde nos indica y ciertamente alguien —por astucia o por necesidad— ha levantado un par de paredes en las galerías. Y una puerta y un candado nos afirma que sí, que la denuncia del tipo es factible. Nos quedamos duros, estupefactos. En estos tiem‐ pos todos saben que en el barrio se puede ver cualquier cosa, pero nunca algo distinto. Eso hace que en las 1000 viviendas todo sea posible. Consultando el reloj, vemos que nuestro tiempo —por hoy— se ha agotado. En pleno regreso a nues‐ tros sitios nos sobreviene la promesa de una segunda excursión. Pues aún faltan sitios imperdibles como el Centro comercial, la Iglesia, el Tanque mismo..Pero eso será cuestión de espera y segunda oportunidad.


LAS

1000 Y UNA

POSIBILIDADES TEXTO Y FOTOS:

MARTÍN GÓMEZ


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¿UN BARRIO COMO un organismo viviente puede responder a la pregunta freudiana del Ma‐ lestar en la Cultura? ¿Desde qué lugar en la cultura, dado el caso, podemos interpretar aquello que escapa al modelo archirremanido del lenguaje como noción estructural? Una pista interesante es pensar el barrio por fuera del tiempo y balancearlo hacia el futu‐ ro con sus vestigios del pasado haciendo signo. Imaginar la distopía en el presente con todo lo que ello implica de anacrónico, de interrogación de la forma y a las funcionalidades. Porque si hay algo que las distopías revisan es forma y función y desde ese lugar se estetiza lo amorfo y lo refuncionalizado. En el barrio se da la refuncionalidad como respuesta a un proceso de readaptación que transgrede la forma como tal. Resultado: el surgimiento de nuevas formas más orgánicas que denuncian lo arbitrario del punto de partida. Lo que se propuso como estructura y que remite en su origen a una noción cercana al ordenamiento del lenguaje; en nuestro caso ‐mediando el paso del tiempo y las necesidades de lo Real‐ devino en algo menos sujeto a ese modelo, más abierto a las lógicas de la contigüidad y a lo rizomático. La razón impone ciertos mecanismos vinculados a una noción de verdad, estos mediados por lo que en Occidente se entiende como lógica. Lo craso, lo amorfo, lo fractal, aquello que se acumula como capa geológica en un orden siempre por descubrirse: es lo que escapa a la simbolización; aquello que se resiste a entrar en la estructura. Por eso, imaginar la distopía de nuestro barrio es imaginar algo no sabido que en el fondo siempre supimos y que queremos llevar a la superficie. Darle un tratamiento simbólico es nuestro intento por capturar algo que parezca un Real ‐como decía Lacan.

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¿Y EL MALESTAR EN todo esto? la represión de nuestro instinto/real no proviene de lo que la cultura nos propone, el tema es al revés; crear el barrio es una respuesta de la cultura al entor‐ no y a ese desorden que habita en nosotros y que nos hace rebelarnos constantemente y de‐ nunciar la escasez de toda estructura, de todo barrio; por eso un barrio tiene vida y se mueve y se metamorfosea de mil maneras por estar en contacto con eso que se mueve en nosotros y que resiste a las estructuras. Pero entonces, ¿en qué lugar queda la cultura, si planteamos las cosas de esta manera? ¿Del lado de los semblantes urbanos y edilicios? ¿o del lado del presunto "malestar" que de‐ nuncia la doxa respecto de lo dinámico y su devenir orgánico? Si el malestar está en el origen de la cultura, hay que concederle su lugar y reconocer la mutación que lo simbólico opera en aquello de Real que nos habita. Nuestro lugar en la cultu‐ ra vendría dado por esa instancia irreductible que tritura el semblante dado y lo acomoda frente a lo establecido, dando lugar a nuevas formas. James Joyce opera de esta manera con las palabras y nadie quiere ir a su barrio, así como algunos ingenuos le sospechan psicótico. Obviamente, desbaratar los semblantes del lenguaje y sus estructuras es una forma de ser amenazante y quebrantar el orden establecido. O dicho de otro modo: es una manera de ser subversivos en lo cotidiano, denunciando que los semblantes del amo, son sólo eso, semblan‐ tes.



HACÍAMOS ALGÚN COMENTARIO sentadas en la galería de mi vecina. Abajo de la parra, apro‐ vechábamos el beneficio de unos nenes bien educados por una madre firme que sabe lo que hace. El bebé está en el piso, absorto en su juego silencioso. Habíamos estado tomando cerveza negra, ahora almorzábamos uvas chinche que nunca se terminan mientras dura el verano. La dueña de casa arranca unos racimos abultados y los enjuaga con actitud bien dispuesta bajo el chorro de la bomba de mano. El crujido del hierro distorsiona el mediodía. ‐Esta parra me la trajo tu tío. ‐Comenta sin abandonar su excelente energía. ‐Es de la parra de mi casa. ‐Me trajo un gajo. ‐¿Viene de gajo? ‐Tu tío me dijo cómo tenía que plantarlo. ‐Y se echó en la reposera pesadamente. ‐Suerte que te maduran parejas ‐le digo‐. Si la podás en invierno, en verano viene frondo‐ sa y te da sombra, y maduran parejas. ¿Vos la podás? No contesta. ‐En casa no maduran parejas.

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VEO A MI hermana que pasa caminando por la calle de arena fina. Va con Verónica y otra amiga. Yo las saludo con la mano. Los pinos no hacen sombra, han de ser las doce. Desapare‐ cen. Mandan un mensaje de texto: han encontrado un lugar oculto. Nos indican cómo llegar detalle a detalle. Recibo imágenes de canales y edificios. Hay que tener cuidado de atravesar un alambre tejido y ciertas puertas de placard en particular. Me pregunto desde cuándo, y có‐ mo, se ha formado en esa zona rural una ciudad tan grande. Una vez allá mi hermana me ex‐ plica: ‐Son inmigrantes que vienen de todo el mundo.

MÁS TARDE, YA en la ciudad, el amigo negro y yo queremos aprender algunos trucos del mago y entramos en el local vidriado. En la vitrina hay mallas de relojes en fila entre varios frascos de caramelos de papeles desteñidos. El mago abre un estuche de terciopelo azulado con gubias plateadas que se chocaron esparciendo un sonido filoso. Mientras tanto, agita su mirada en nosotros, sus ojos son capaces de lanzar un chorro de soda. Nos pregunta: ‐¿Para qué un truco? ¿Van a lograr algo en poco tiempo? ‐Sí ‐responde el mulato. ‐¿Y por qué no lo ha logrado hasta ahora? ‐Yo sí logré algo ‐interrumpí. Ese comentario mío me provocó una profunda conmoción. El hechicero levanta ambas manos como quién juega a las palmadas, la incomodidad de esa pose ridícula se disipa. Las arrugas de su cara me dan desconfianza, sus globos oculares amarillentos me apuntan, parecen sugerirme que me aproxime a esas palmas tirantes y lisas; su cabeza y su cuerpo se encuentran ligeramente virados. Camino el metro y medio que nos separa, levanto sin apuro mis manos de abuelita y abro un poco los dedos aletargados. Una grasosa tensión en él me produce desprecio, y me agrada que lo sepa. Me agarran sus deditos ridículos a mis pobres diablos dedos de tejer, sus deditos son las gubias, sin más fuerza que la que irradia el mago generan un brote de sangre negra. Yo pienso en si es o no es una paradoja que el multicojo y deforme que hasta hace un momento hacía de la libertad su bandera exista ahora por unas gotas saladas de alquitrán.


DESPIERTO

TEXTO Y FOTO: FERNANDO LUZURIAGA


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DESPIERTO. NO SÉ dónde estoy. Por el momento mi mente está vacía. Escucho un ruido que ya se me está haciendo insoportable. Maldita resaca. Me siento y observo la calle. Se des‐ lizan monótonos los primeros automóviles del día. Cómo me gustaría darle un piedrazo a ese pájaro. Enciendo un cigarrillo. Quedan pocos en el paquete. Tanteo alrededor y doy con mi bote‐ lla. Diablos, no queda ni una sola gota. Que se vaya al carajo. Aparecen los primeros peato‐ nes. Insulsos en grises trajes. La vida ya se me hace insoportable. Me recuesto. Tarareo esa canción que tanto me gusta. Conocer el delirio y el polvo… Cómo me llega esa guitarra. Pero solo es ese tema. No me pasa lo mismo con las otras canciones de Silvio. Reviso mis bolsillos. Un par de billetes y un puñado de monedas. Suficiente para un atado y una petaca. El día es joven. Ato los cordones de mis zapatos y me levanto rápidamente: un leve ma‐ reo. Me pongo en marcha. Las veredas se vuelven un poco difusas. Necesito algo en el estó‐ mago. Entro al kiosco. Ni los buenos días ni el qué necesito. Para eso pagan empleados. Que se pudra. Al salir robo una manzana de los cajones de frutas y verduras: ya me hice el desayu‐ no. Mejor me voy a la peatonal a mendigar unos pesos. Me tengo que aprovisionar para esta noche. Por suerte todavía no llega el frío. Estas ropas me bastan. Pero más adelante voy a te‐ ner que pasar por la iglesia a buscar abrigo. Tendré que tragarme toda esa perorata de una vi‐ da mejor bajo la cálida figura de un Cristo compasivo. Paso por enfrente del museo y entro. Siempre entro a ver esa pintura de Quinquela que me fascina. Una escena portuaria desde luego. Desplegada en casi dos metros de tela. Qué maestría. Aplauso. Sigo mi ruta. Me fue bien en la peatonal. Hice mis buenos mangos. Sentado en la estación de servicios abandonada observo el movimiento de la calle. Me gusta refugiarme en los lugares abando‐ nados. El deterioro tiene su encanto. El movimiento mermó. Ya se extinguió el embotella‐ miento de los oficinistas. Todos saliendo al mismo tiempo. Desahogando sus frustraciones en esos condenados bocinazos. Esta ginebra esta buena. Un cigarrillo. Tres tragos. Un cigarrillo. Otros cuantos tragos. Los últimos destellos purpúreos del crepúsculo. Finalmente gana la noche. Lo oscuro. Y ahí aparece con sus tacos vertiginosos la puta de la esquina. Bien vale sus cuantos pesos. Seguro en un rato me viene a pedir fuego. Voy a poder ver sus tetas por las aberturas de su escote. Cualquiera de estos días junto sus buenos pesos y me saco las ganas. No pasa nada esta noche. Solo un par de luces azules de los remises. Dos o tres autos que pararon en la esquina a preguntar el precio del polvo. Ni la muerte anda suelta esta noche. Mejor me voy para la pensión. A esta hora Ramírez ya debe estar dormido. Mejor. Así no me da lata con que le pague el alquiler. Además extraño el colchón. Me duele todo por haberme quedado dormido borracho en el pavimento. Camino. La luz mortecina de los faroles me guía. Las esquinas oscuras invitan al crimen. Pero es muy día de semana. No pasa nada ni nadie. A excepción de los gatos que escarban las bolsas de basura. Apuro un trago. Queda menos de media botella. La guardaré para tomár‐ mela cuando este metido en la cama.



Detector de incendios

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me mudé a un edificio con un detector de incendios que se prende cada vez que alguien se da un baño suena apenas el vapor toca los azulejos pero no hay fuego que ilumine el agua dicen que un ataque de pánico es como un orgasmo tal vez por el vaivén del cuerpo o por la noción de caída sobre la misma muerte el último día que tuve miedo comencé a pensar en los nombres hermosos de todas las ciudades donde viven superhéroes y en cómo se componen las voces que no son como perfumes también en que las flores caen en los adoquines y forman continentes

Invierno negro ¿qué hiciste con las chicas que no lloran? pero tampoco cuentan para adentro los escalones que las separan de la calle hasta tu casa ¿qué hiciste con las chicas que no lloran? ni llenan tazas porcelana con labios claros hinchados fríos que ya no besan desprolijo porque están excitadas ni están contentas porque es de noche ¿qué hiciste con las chicas que no lloran? que andan por la calle con la fuerza que vos sólo tenés si despegás con un poema hitero en una fiesta verano ¿qué hiciste con las chicas que no lloran? no están creciendo flores desde su cara tanto como así el fuego no es blanco ni calma la sed del invierno negro


De fuego

La vida secreta de los muertos preguntá qué hay debajo si caes en la marea de una fiesta hay botellas secas sobre la pared no sacudas el santuario que conservo para sentirme mejor no es posible sostener tantas serpientes con las manos desde el living se puede escuchar el mar es el tiempo mojando lo que ya tocó cerca de las raíces estalló una cara y no se enfría como envuelta en aluminio espejada por el pulso de venas metálicas rompen las olas en un fondo fino o por lo menos se mueven condenándome a una nueva oportunidad no salgo ni tampoco existo si el agua para abajo hunde y el agua para arriba ahoga pero que nadie absorba lo que me da esperanza pero que nadie diga que toda la rabia importa impulso dulce no es desesperación tal vez sea ternura

un hombre en una moto me apunta con un arma de fuego grita que le de todo lo que tengo entonces caigo debajo de la superficie que hay en algunos sueños qué tengo yo para darle siempre viene alguien a hacer esa pregunta estoy cambiando de piel ahora es un cuerpo muerto mi cáscara en el suelo dice el noticiero que en Caballito arrojaron a un hombre desde un auto en movimiento pero siempre caminamos hacia afuera desapareciendo en la distancia pero siempre caminamos hacia adentro y caemos en distintos lados pero sigue el movimiento no sé si debo plantar paredes entre nosotros para que no digas lo que pueda herirme no sé plantar paredes entre nosotros por favor no sigas arrojándome hacia el movimiento

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LUGONES por Mariano Quirós foto: Victoria Sellarés


A QUIEN CORRESPONDA, Allá en el pueblo había un hombre que estaba loco. Entre otros disparates, quería convencer a todos de que llevaba muchos años muerto. Se paseaba, a los tumbos y como un pordiosero, por las calles y por entre el rancherío. Recuerdo su barba sucia de tierra, sus pantalones con manchas de orines, el previsible aliento rancio. Con mis hermanos y algunos amigos nos reíamos de él. Cada tanto le tirábamos monedas, a veces la ropa que ya no usábamos, acaso una frazada. No recuerdo su nombre pero tampoco creo que sea importante el nombre de un loco. Los locos, se sabe, se mueven y viven como uno solo. Una sola gran locura que los gobierna y que amenaza siempre con expandirse. El asunto, lo que después supimos aunque nunca quisimos pronunciar, es que aquel hombre de verdad estaba muerto. Una mañana encontraron su frazada en un galpón, tendida sobre un montoncito de paja. Ya el olor se sintió sospechoso. No un olor necesariamente desagradable, explicaron, sino más bien un agobio del ambiente. Alguien se animó y movió esa frazada mugrosa. Lo que había debajo no era más que un manojo de huesos corroídos por el tiempo, huesos amarillos a los cuales se adhería un pellejo reseco. Como era de esperarse, la historia circuló con fervor por toda la región. Antes, al evocarla, sentía el escalofrío original, la piel erizada de los supersticiosos. Pero hace tiempo que ya no. Porque igual que el hombre aquel, llevo muchos años de muerto. Debo sonar igual de ridículo al decirlo, pero qué puede importarme eso ahora. No necesito nada, ni monedas ni ropa. Frazada ya tengo. También tengo un hijo. Le dicen Polo y, aunque él no pueda verlo, lleva muerto muchos más años que yo. Pienso en Polo y lo veo como en verdad lo vi siempre: como a un muerto. O por lo menos la idea que siempre tuve de los muertos. No sabría, por supuesto, ahondar en esa idea. No es algo que me interese, mucho menos ahora, que yo mismo soy parte de esa idea. Ahí está Polo, veo cómo sodomiza una gallina y veo sus ojos, los de Polo, vacíos de placer, vacíos de sentimiento, vacíos como los ojos de un muerto. Lo veo también electrocutar a un muerto de hambre, aunque Polo está mucho más muerto. Aun así, el hombre muerto que siempre ha sido mi hijo, supo tener una hija. Pirí, le dicen a ella, y Pirí es mi nieta. Como Polo y como yo, Pirí está bien muerta. Ahora pienso en Pirí y, como a Polo, puedo verla, puedo ver cómo la electrocutan. Pero Pirí no es como Polo. Soy Pirí, se presenta mi nieta: nieta del poeta, hija del torturador. Apenas me consuela que me toque lo primero. El tiempo, desde la muerte, se vive de otra manera. Ya no puedo escribir. Quítenme de encima esta frazada y liberen al fin estos huesos.

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85 CADA VEZ QUE podía, Pajarito me miraba con la misma cara de asesino con que me había mirado Mister Brown, pero siempre a espaldas del Mesías. “Te voy a hacer mierda”, me decía. Qué, le decía yo. Nada, nada, no dije nada, y se alejaba. Pasaron varios días y ya casi no nos quedaban provisiones. Compartíamos una lata de café cada siete, ocho o nueve horas, con un bocado de arroz con leche o tres o cuatro cucharadas de algún sobrecito de sopa. Yo no aportaba nada y sabía que tarde o tempra‐ no me lo cobrarían. Tenía que escapar de ellos antes de que mi situación fuese irreversible. Tomé la de‐ cisión una noche de absoluto terror. Llevaba como diez noches sin dormir porque mi estado paranoico no me lo permitía. No quería admitirlo, pero no había dudas de que me había convertido en una reser‐ va de carne. El Mesías y Pajarito no me miraban como a una persona, me miraban como si fuera comi‐ da. Como ese gato de los dibujitos animados que mira al canario y lo ve rostizado, girando y girando. Ellos me miraban igual. La noche en que huí los vi, a la luz de la luna, afilando sus navajas. Me hacía el que dormía y, entreabriendo apenas un ojo, los miraba. Cuchicheaban a la luz de la luna afilando sus navajas. Navajas pequeñas, de puño, que brillaban a la luz de la luna. Me paré de un salto y salí corrien‐ do. A poco de correr, me caí, porque por ahí estaba lleno de pozos. Después intenté pararme, pero no podía. De golpe, un dolor insoportable se apoderó de mi rodilla derecha. Me la toqué y sentí pedacitos de hueso sueltos. Me había dado la rodilla contra una piedra. Pero no detuve mi huida. Con la rodilla destrozada y todo, seguí huyendo, pero ya no corriendo, sino caminando lastimosamente. Debí haber hecho bastante ruido al caer, porque el Mesías preguntó, alzando la voz, si estaba bien. Yo no le con‐ testé, por supuesto, para no delatar mi ubicación. Y además fui muy listo. Agarré una piedra y la arrojé lejos, con todas mis fuerzas. Y, así, con ese artilugio, confundir a mis captores. La piedra cayó en una zanja. Yo me escondí donde estaba. Y estuve escondido algo así como una hora. Cuando me pareció que habían dejado de buscarme, seguí huyendo. Aunque en verdad en ningún momento me pareció que habían empezado a buscarme. Salí de los arbustos, crucé una zanja bajita. El agua me llegaba has‐ ta la cintura. Me moría de frío. Subí por un barranco petiso, y desde arriba del barranco los vi a Pajarito y al Mesías, que seguían afilando sus navajas, como si nada. Sentí que el piso, ahí donde estaba parado, era más duro. Me agaché para tocarlo y comprobé que era asfalto. Oí el silbido largísimo de una frena‐ da. Me di vuelta, vi una luz intensa que se me venía encima. Me atropelló un camión.

86 CLARO QUE NO me di cuenta de entrada que había sido un camión. Lo vi desde el aire y dije: ¡fue un camión! Pensé que había tenido suerte y que el impacto me había hecho volar y que por alguna razón que no podía explicar estaba entero pero volando. Pero no estaba entero. Lo supe porque también desde el aire pude ver mi cuerpo aplastado sobre la ruta, y el camión delante. Un señor que debía ser el conductor, a un costado de la ruta, se agarraba la cabeza. ¿Entonces?, me pregunté. Miré mi cuerpo, pero no el que estaba aplastado sobre la ruta, sino el que ahora me acompañaba en el aire. Me des‐ cubrí alitas transparentes y luz propia. Era algo que volaba y que tenía luz propia, en una cosa semejan‐ te a una panza. Como me dio pena ver a mi antiguo cuerpo aplastado sobre la ruta, me alejé de allí moviendo mis alitas. Volví al fogón al lado del cual Pajarito y el Mesía aún seguían afilando sus navajas, y les regalé un tema de conversación, o quizá gracias a su conversación pude enterarme de mi identi‐ dad luciérnaga. Los revoloteé con cierta torpeza, ya que todavía no conseguía dominar mis movimien‐ tos. Me miraron con sus desmesurados ojos marrones –más oscuros los del Mesías– y se pusieron a discutir acerca de qué era lo que producía la luz en los bichitos de luz. Después de un prolongado inter‐ cambio de opiniones hallaron un punto de contacto… y por fin dieron por terminada la discusión. El Mesías decía que la luz era producida por “una suerte de savia fluorescente que se formaba en la panza de los bichitos”. “Comen pasto y fabrican savia con un ácido que generan”, decía. Pajarito, por su parte,

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decía que la luz se daba por “exceso de calor”. El punto de contacto, entonces, fue que los bichitos de luz fabricaban “savia caliente”. Ah, y “fluorescente”. Yo atribuyo mi luz a que fue aquello a lo que me aferré en el instante previo a que me atropellara el camión. El Mesías sacó un frasco de su arpillera y se paró para atraparme. Yo accioné un movimiento de alitas para huir, pero para mi sorpresa me metí dentro del frasco. También se sorprendió el Mesías, que dijo: “¡ja!”, pero no atinó a tapar el frasco. De modo que accioné un nuevo movimiento y pude huir. Volé muy alto y seguí volando, cada vez más rá‐ pido, y me uní sin darme cuenta a un centenar de luciérnagas que viajaban como en procesión.

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87 NO ME SIENTO mal, nada mal. Hasta estoy feliz con mi tercer nacimiento. Mis compañeros nuevos son muy callados y no hacen otra cosa que mirarme serios. Yo entendí de entrada que mi función es volar e iluminar y no me hago ningún tipo de cuestionamiento, porque todos somos iguales y tenemos el mismo valor. Después de mucho andar volando e iluminando, sin embargo, descubrí que tenemos un líder. Es el bicho que va al frente y que nos guía, un bicho gordo como una lamparita. Y se merece todo nuestro respeto porque, a pesar de ser el líder, trabaja tanto como nosotros, que volamos serios detrás de él. No descansamos nunca, trabajamos, porque en rigor no nos hace falta descansar: somos felices trabajando. Sólo nos detenemos en las ceremonias, cuando algún compañero se apaga y en‐ tonces lo rodeamos y lo apartamos del grupo porque ya no sirve. El compañero sin luz hace lo que pue‐ de por volver a prenderse pero, al ver que ya no puede, se aparta, motivado por nuestra ronda y se pierde en la oscuridad, vibrando inútil.

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88 ESTAMOS ATRAVESANDO EL océano, con destino incierto. No me animo a decirlo o a comentarlo con mis compañeros, que no hablan. Volamos a tres a o cuatro metros por arriba del nivel del mar. Cada vez somos menos pero seguimos trabajando. A lo lejos veo olas inmensas, como monstruos que saltan y se abrazan y nos esperan gritando. Pero allá vamos. Volamos, iluminamos, seguimos trabajando. El líder se adelantó, valiente y se lo tragó una ola monstruosa. Nos quedamos sin saber qué hacer. Yo pe‐ gué la vuelta y volé en dirección contraria a las olas, huí. Solo. Mis compañeros, movidos por el ejem‐ plo irrefutable del líder, fueron tragados por otras olas igual de monstruosas a la que nos apagó la guía. Volví a volar sobre tierra firme y me uní a otro grupo, como quien no quiere la cosa. Por supuesto no hi‐ ce ningún comentario acerca de mi desobediencia. Porque, después de tanto trabajar, entendí que no había peor cosa que desobedecer a un líder. Ahora vuelo e ilumino, trabajo, en las inmediaciones de un barrio cerrado. Bastante bien me va, y hasta formé pareja con un compañero. Me costó aceptar que quería seducirme porque me tengo poca confianza y porque tampoco conocía los mecanismos de se‐ ducción de las luciérnagas. Al principio me chocaba todo el tiempo y yo la miraba enojado. A la luciér‐ naga. A mi compañero. Y después se me paraba en la espalda y entorpecía el movimiento de mis alas. Finalmente me cansé y yo me paré en su espalda, lo que debía significar que me daba por seducido. Conquistado. Desde esa noche volamos juntos. Por lo demás, no me quejo. Debo decir que la pasamos bien. Cuando esa cosa intensa que debe ser la felicidad se me escapa del pecho, le hablo. Me mira por una fracción de segundo y sigue a mi lado. Nunca me dice nada, porque no habla, claro. Y tampoco es‐ toy seguro de que le hablo, pero esa fracción de segundo de su mirada me hace pensar que sí. Así que le hablo o imagino que le hablo… y me mira y vuela a mi lado. Qué más puedo pedir, eso es todo, algún día me voy a apagar, como todo el mundo.


Busquemos paraísos por Alejandro Fouquet

ILUSTRACIÓN: María Zir


Impostergable espectáculo la vida! La lengua aturde los ojos para poder hablar Y el corazón clama por hacer silencio mientras el anochecer respira en una tumba Cuando nuestra miseria planea alta en los huesos de un romance fantasmal Los objetos de tu habitación oscurecen el cielo a puro ladrido de ninfa Y considero justo no tocar nunca las palabras que presagian torrentes de temor fuga caridad Oh místicos dolores infectados de amor asesinados de plegarias Por doquier la añoranza Todo cadáver es un engaño y un triunfo

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Resumida en puntos suspensivos Sus piernas nubladas esfinges dedicadas a componer el alba Feroz y doliente como piano resucitado de un mar al que saqueara sus acordes eternos Nadie la distingue Secretamente un dosificado paganismo lunar alumbra sus pasos Las ausencias no delatan su origen Su presencia sopla vanidades sobre las rosas Pequeña sacerdotisa invoca las pesadillas que nadie conoce tras la muerte los insoportablemente adorables sueños que nadie conoce en la vigilia Su mirada es un cruel infinito como la importancia de adorar nuestra herida en ojos ajenos No dejará de danzar hasta confundir las voces de los hombres No me permito amarla Es tarde Por doquier la oscuridad El ocaso nace en su boca Oh devorado!


Busquemos paraísos Cacemos recompensas Evitemos la bendición insólita de par un paso Amo el abismo como nunca sabré amarme! El fracaso del amor es para valientes A un altar subimos los dolores para curar lo que no duele Agonizantes arlequines Impostora bandada dueña de harapos lujosos Ostentar elevación presumiendo ser equilibristas Dejo la pluma Arde esta página en su herejía amorosa

Verás brotar la muerte en floridos prados La tierra será semilla si la cantas Cavarás ventanas Será el sonido en los árboles? El monocorde olor del olvido con que amamos Admirarás el exilio cuando Aprendas la doctrina insistente de las estatuas La voluntad y la paciencia son joyas del mañana Aquí se cosechan lágrimas voraces No soy ni serás un signo Miramos demasiado lejos Ver que no hay ojos ver que no hay Un cielo como el desierto Rutinario como vivir el tiempo con días De aquí marcharás y será un retorno a todo lo que no se nombra Sabrás que miento y mentirás al partir La verdad permanece y los idiotas desfilan a su alrededor La distracción es para sabios Y ella misma distrae al buscarla Deja tu nombre oh peregrino! Sabrás que hablé de amor

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Bebiendo néctar envasado (cósmico y sin conservantes) sentado en umbrales inacabados (sueños de la utopía de alguien) una admirable figura me observa mientras murmura en silencio. Escucho su respiración atragantarse de rocanroles dulces suaves embriagadores. Ese ángel que fue cometa esa pira que no da lumbre y esa lumbre que no quema. Pero que destraba la lengua del stand up cotidiano de los bares inadvertidos los antros de medianoche los asuntos descartables de la victoria Y la melancolía de la derrota. Atrás de ella, mi Barrio en hermosa destrucción en herrumbre decadente destila el vaho de la encrucijada como perdiendo sus gramos de alma en una balanza que no suma que no resta que es vapor y también hielo. Y el Barrio, tan celoso la guarda en cuatro cuerdas gruesas en una eternidad de humos y bigbangs y la abraza entre paredes de grafiti y pasillos oscuros buscando algún beso redentor en el día del Juicio el día del cierre por derribo de tanto ladrillo picado y tanto póster de cartón.

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NO ES DIFÍCIL hallar en las noticias lugares comunes y frases hechas como “un incendio dantes‐ co”, “golpe al bolsillo”, “una final no apta para cardíacos” o “una persecución cinematográfica”. El uso abusivo en la prensa convirtió a esas expresiones en clichés, a los que, según parece, los perio‐ distas no pueden eludir. La Universidad Miguel Hernández (UMH), de Valencia (España), publicó el Diccionario del cliché. Los profesores de la carrera de Periodismo de la UMH José Alberto García Avilés y Miguel Carvajal, con la colaboración de 30 estudiantes, recopilaron más de 3500 casos. Un cliché, del francés cliché, es un ‘lugar común, idea o expresión demasiado repetida o for‐ mularia’, dice el Diccionario de la lengua española. Según los autores de la obra, la fraseología del cliché castellano está repleta de lugares comu‐ nes, frases hechas, modismos, locuciones adverbiales y eufemismos, que son conocidos por la gran mayoría de los hablantes. Para elaborar el sitio, los estudiantes llevaron a cabo una búsqueda en Google con cada cliché con el fin de constatar que, al menos, existían mil entradas que reflejaban su popularidad en el len‐ guaje corriente. “A menudo hablamos mucho y mal, y escribimos peor, lo que con frecuencia se traduce en el progresivo empobrecimiento del idioma, si es que a alguien aún le importan estas cosas”, dijo el profesor García Avilés. El proyecto aún no está terminado y el equipo trabaja en ideas que permitan darle evolución a la iniciativa con una especie de detector de clichés para que, al pasarlo por un texto, los señale en rojo. Se tratará de un editor de textos que señalará los clichés, anglicismos y expresiones redundan‐ tes de cualquier escrito. El uso de clichés se da con frecuencia en las siguientes circunstancias:

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COBERTURAS DE TRAGEDIAS Y ACCIDENTES ¿Cómo son los incendios? Dantescos. ¿Qué ocurre con todas las alarmas? Se encienden. ¿Cómo son las circunstancias? Trágicas. EVENTOS, COMO ELECCIONES, ANIVERSARIOS, MANIFESTACIONES ¿Cómo son todos los días? Históricos. ¿Qué hacen las polémicas? Se desatan. ¿Qué ocurre con las reacciones? Que nunca se hacen esperar. DEPORTES ¿Qué acecha en la parte baja de la tabla? El fantasma del descenso. ¿Qué son los penales? Una lotería. ¿Qué cualidad tienen los goles marcados antes del descanso? Son psicológicos.

“Vivimos huérfanos de palabras al mismo tiempo que estamos saturados de tanta palabrería. Sentimos que nos faltan determinados vocablos mientras abundan los charlatanes de perorata can‐ sina e insulto fácil”, dijo el profesor Carvajal. En la prensa escrita, en especial la de la región, abundan modismos y eufemismos que, lejos de enriquecer el lenguaje, lo empobrecen. Decir “espejo de agua” en lugar de lago o laguna, además de ser una metáfora pobrísima (o paupérrima), revela el léxico limitado de los redactores y editores. Otros casos similares son “líquido vital”, por el agua, y “amigos de lo ajeno”, por quienes roban. Otros más encuentran justificaciones en caprichos de las ciencias sociales. Antes se decía “ca‐


reciente” por la persona pobre, o de “bajos recursos”. Ahora, “sectores vulnerables”. Pocas veces se usan pobre y pobreza para aludir al sector de la población mundial que, como dice el Diccionario académico, es el ‘necesitado, que no tiene lo necesario para vivir’. Es frecuente que los editores expongan como argumento que ciertas palabras y expresiones no “suenan bien” y por ello prefieren recurrir a eufemismos. Un editor de un diario correntino cen‐ suró la palabra parir en un texto. La explicación que dio fue la siguiente: las mujeres no paren, dan a luz. Las noticias policiales son las que más clichés, eufemismos y expresiones formularias tienen. Los ladrones son malvivientes; los policías, uniformados (como si fueran los únicos que usan unifor‐ me) y, en general, los siniestros ocurren en “circunstancias que se tratan de determinar”. Esta fórmula es tan usada que muchas veces se roza lo absurdo. Un caballo cruzó una ruta y un automó‐ vil lo atropelló. La crónica policial, ajustada al formato, dirá que se investigan las razones por las que el animal cruzó la ruta. De todos modos, nada iguala al arma más efectiva de los periodistas cuando abren una entre‐ vista: la palabra expectativa. ¿Qué expectativas tiene para las elecciones del domingo? ¿Qué expec‐ tativas tiene para la reunión con el presidente? La pregunta, repetida hasta el hartazgo, devino en un cliché por ahora difícil de conjurar.

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EL COPROMANTE por Nicolás Toledo foto: Martín Gómez


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EN UNA NOCHE helada, con la escarcha empañando los vidrios de sus ventanas, el señor Álvarez despertó presa de la más violenta de las revoluciones intestinales. Urgido por los retortijones y em‐ papado de un sudor viscoso, buscó a tientas las pantuflas de corderoy con las puntas de los pies. De‐ sesperado pero, al fin, también sigilosamente (la señora Álvarez dormía a su lado), tomó la linterna que descansaba sobre la mesa de luz y se aventuró al gélido pasillo. Llegado al baño, a duras penas pudo contener la catarata fecal que parecía querer inundarlo to‐ do. Sentado en el inmaculado trono de cerámica blanca, una oleada orgásmica acudió a él en el mo‐ mento de la evacuación. Aliviado, fue hasta el lavamanos y se higienizó meticulosamente, poniendo especial énfasis en las uñas, por algo que había leído. Al volverse para regresar a la calidez del lecho, recordó no haber tirado la cadena y giró sobre sus pasos para subsanar tan séptico error. Al inclinarse, distraídamente, vio algo en el impoluto blanco, algo, por cierto, muy distinto a las obvias elaboraciones intestinales: ahí, en caracteres negrísimos y muy nítidos, estaba escrita una frase. Perplejo, se acercó un poco más al retrete (a esas alturas, el asco había cedido paso a la curiosi‐ dad), y leyó “Mañana, la señora Rocha morirá”. Incrédulo, el señor Álvarez releyó el mensaje varias veces, fue hasta la habitación, se calzó los anteojos en la montura de la nariz, volvió al baño y con sorpresa vio que el mensaje seguía allí. Por fin, y en un pueril intento de conservar la calma, se dijo que el incidente se debía a un (inexistente) estado febril causado por el malestar digestivo. Jaló los delgados eslabones y fue a su habitación. Al día siguiente comprobó con alivio que su rutina no había sufrido modificación alguna y que, a juzgar por las voces en la cocina, la señora Rocha, la mujer que trabajaba en las tareas domésticas, aún vivía. El señor Álvarez bajó al comedor y tomó un desayuno ligero, en contemplación a la des‐ compostura nocturna; ya más tarde, se dijo, visitaría al médico y le relataría lo acontecido omitien‐ do, por supuesto, el incómodo detalle de su delirio. Unos alaridos, los de la señora Álvarez, interrumpieron su lectura del diario Clarín, un favorito de toda la vida. Su mujer irrumpió gesticulando. —¡Goyita está muerta, Alfredo, está muerta! En tres zancadas llegó a la cocina, donde el cuerpo de la señora Rocha yacía desmadejado so‐ bre las baldosas. Se acuclilló y acercó el oído al pecho de la desgraciada mujer para constatar que, en efecto, estaba muerta. Su presagio, mejor dicho el presagio en el inodoro, se había cumplido. Como la señora Rocha no tenía parientes, el señor Álvarez se ausentó al trabajo para hacerse cargo de los trámites legales, que concluyeron recién cerca del anochecer. Mientras tanto, una in‐ quietud, una ansiedad oscura revoloteaba en torno suyo. Al pesar por la difunta se le unía la certeza atroz de que él, la noche anterior, supo lo que ocurriría. Aunque saber era una forma de decir nada. ¿Cómo él, Alfredo Manuel Álvarez, podía imaginar que algo tan absurdo como un mensaje en un montón de mierda podía constituir un vaticinio digno de atención? Cenó frugalmente, algo desacostumbrado en él, y omitió el vino y el postre. Al inquirirle su es‐ posa el porqué de su repentino ascetismo, sólo respondió que cenar pesado últimamente le ocasio‐ naba pesadillas. Leyó lo que le restaba del Clarín y durmió de un tirón. Pasados dos días del episodio que originó todo, una dieta austera y el temor astringieron sus vísceras. Al tercer día sintió de nuevo el murmullo intestinal con una especie de afiebrada resigna‐ ción y fue al encuentro de su destino con forma de sanitario, con el diario bajo el brazo. Hay momentos cruciales en cualquier vida, y hay hombres que marchan a enfrentar la fatalidad con entereza propia de dioses homéricos. Álvarez lo sabía y le humilló la idea de que su Troya fuera una silla de cerámica esmaltada. Se bajó los pantalones, colocó la tapa y se acomodó. Aparte del


consabido esfuerzo, esta vez algo raro, nada parecido al alivio posterior a la deyección, lo domina‐ ba. La duda crecía en él. ¿Fue sólo azar? Se incorporó y giró para colocarse frente a la taza, con los pantalones aún bajos. Se inclinó ante el inodoro con los ojos cerrados para retardar la verificación. Los abrió para ver los caracteres ne‐ gros, tan nítidos como la primera vez, armando este mensaje. “Lady Cleopatra ganará la cuarta”. La curiosidad venció a la extrañeza. ¿Quién era Cleopatra y en qué iba a ganar? Ninguna de las mujeres que conocía se llamaba Cleopatra, y mucho menos era una lady. Durante el resto del día permaneció sumergido en sus cavilaciones, y así se acostó. Durante su ceremonia matutina, que incluía el desayuno y el Clarín (su único material de lectura además del inodoro, por cierto), tropezó con un nombre en la sección de carreras. Lady Cleopatra, yegua de tres años, participaría en una de ellas. Según las estadísticas, mediocres, no había obteni‐ do ningún triunfo. A las 14:00 enfrentaría al favorito, “Napoleón Solo”. El señor Álvarez era poco afecto al turf y a los juegos de azar, pero decidió ir al hipódromo esa tarde. Luego de almorzar, se alistó y, a las 13:25, estuvo haciendo fila ante una de las ventanillas, donde apostó quinientos pesos a Lady Cleopatra. En el bar pidió una lata de cerveza, más para pa‐ sar el tiempo que por ganas, y bebió distraído. Estaba nervioso. Si ganaba se confirmaría el don agorero de sus tripas, pero si perdía debería convencerse de que todo era una locura atribuible a algún tipo de enfermedad mental. Ahora, en el supuesto caso de que acertase, no estaría tan mal, ¿no? Es decir, poder vaticinar el resultado de eventos azarosos podía ser rentable y beneficioso a largo plazo. Subió las gradas y se dispuso a seguir la carrera, que comenzaría demorada. Las gateras se abrieron y “su” yegua, con el número 5, salió en último lugar. Desde la tribuna, el señor Álvarez olvidó por un momento sus reflexiones y se dejó llevar por el entusiasmo, alentando a gritos a Lady Cleopatra, que en los últimos cincuenta metros iba tercera. Luego, lo inesperado, la arremetida por la izquierda, alcanzar al puntero con lo justo y con una reserva escondida sobrepasarlo por media cabeza. El señor Álvarez salió del hipódromo con muchos billetes y la certeza de que poseía un don divi‐ no. Desde ese día empezó a esperar sus necesidades con una contendida expectativa que, como podrá imaginarse, no compartía con nadie. Las predicciones algunas veces no aparecían, y en esas ocasiones el señor Álvarez se apesadumbraba y ponía de mal humor. Pero cuando se mostraban, su certeza era total. De ese modo se enteró del deceso de su tía Mariana, del encarcelamiento de tres ex funciona‐ rios, de la causa por malversación de fondos iniciada a un gobernador de la oposición, del casamien‐ to de su primo Tincho, del nacimiento de un hijo ilegítimo de un famoso juez, de las empresas secretas de un ministro en el extranjero y de muchas otras cosas que le sirvieron para volcar la suer‐ te a su favor en ciertos negocios que emprendía. Su fortuna crecía proporcionalmente a su autoestima. Ya no necesitaba de ese viejo compañe‐ ro, el Clarín, para anoticiarse de los acontecimientos relevantes y sus detalles secretos, con pasmo‐ sa exactitud. Esta ventura duró tres años, exactamente hasta el 22 de octubre, cuando después de su cere‐ monial defecación encontró los habituales caracteres que esta vez rezaban “Todo terminó”. Sin saber exactamente a qué se refería, el asunto lo mantuvo preocupado, aunque no podía más que esperar que el tiempo develase el cese de algún acontecimiento que confirmara la pro‐

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fecía. De urgencia compró nuevamente el diario, y salvo el fin de una representación del Martín Fie‐ rro en el teatro luego de dos temporadas, no halló nada. Por la tarde fue nuevamente al baño, y no se alarmó ante la ausencia de anuncios, pues ya se dijo que solían pasar, a veces, algunos días entre sus apariciones. Pasadas dos semanas de incursiones fecales sin nada extraordinario, cayó en la cuenta de que lo que buscaba significar el último aviso era el fin de su capacidad profética. La idea cayó en su mente con el peso y la contundencia de un mazazo y produjo el mismo efec‐ to. Aquel maravilloso regalo, aquella formidable donación sobrenatural, se le fugaba como un gra‐ no de arena en un torbellino. Como llegó, se iba. Pero, ¿por qué? ¿Acaso no había él atendido convenientemente a todas sus premoniciones? ¿No había ayudado, cuando estas atañían a otras personas, dándolas a conocer disimuladamente? Mientras duró, fue útil también a los demás. ¿Era justo privarlo ahora de lo que lo volvía especial? No pudo hallar respuesta. Desde entonces, la vida del señor Álvarez no es más que una interminable sucesión de esperan‐ zadas idas al sanitario y frascos de laxante con los que busca, infructuosamente, volver a los días de gloria en los que era un Nostradamus lector de los signos escritos entre marrones y fulgurante blan‐ co.


Metele, que estรกn cerrando por Ricardo Bandino

ILUSTRACIร N

Pablo Sรกnchez


Hijo de la gran perra, la vais a pasar de puta madre. Jambalaya, pastel de cangrejo y filete de gambo.1 HANK WILLIAMS2

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HABÍAMOS ESTADO HABLANDO toda la tarde de lo perdido: de los juguetes, de las balitas, de las figuritas, de los amores, de los partidos, de los lápices, de las piedras, de los granizos, de los días. Marangoni dijo que días atrás había soñado con un pantano donde tocaban el banjo y comían un mejunje con nombre de trabalenguas: Jambalaya. ‐¿Y eso qué es? ‐inquirimos. ‐Como un locro, pero en inglés. ‐Ahhh. Bajo la sombra del Tanque, un grupo de miradas barbudas se subió a un escenario etéreo, sostenidos por el Cuco. El micrófono acopló y el sonido rebotó en cada esquina del barrio: ‐Somos Credenciales, y aquí les van unas buenas canciones. Se oyó un grito de una multitud que no estaba allí. Tocaron una canción que decían se llamaba Jeremías, pies de barro. Luego, el cantante, Juan Florerty, guiñó al Cuco y empezó a tocar Jambalaya, pero con letra en español. ‐Así se hace un cover, carajo ‐lanzó Marangoni hacia todos y hacia nadie. El tipo cantaba con un acento extraño y nos invitaba a una opulenta fiesta de pobres. Mary pasó a nuestro lado con su orgullo de barco y nos convidó su fragancia de tiempos más simples. Guignol estiró la pera y dijo que no entendía mucho sobre ese sueño; que si era un chiste interno. A lo que Marangoni respondió: ‐No. Es una canción de Creedence, O de Fogerty. O de otro. Entonces nos sumimos en una larga cavilación. Nos paramos y empezamos a bailar, abrazados a cinturas que ya no existían. Poco a poco, los monobloques fueron despareciendo y convirtiéndose en árboles. Los mosquitos nos picaban sin picarnos. Y como si el sueño de Marangoni fuese un embrujo, nos vimos rodeados de un pantano donde se organizaba una fiesta de pobres. La mesa de tablón, las sillas improvisadas, las guitarras que cantaban canciones populares, las chicharras y los grillos a dueto, tocando sus campanillas. Y así corrió la voz, al ver la luna mala saliente en el horizonte. Las chicas del rocanrol nos contoneaban desde sus campos de algodón. Y como una banda viajera nos fuimos bebiendo nuestros mejores años entre canciones folk de otras tierras y mandarina y mates lavados. Todo esto que cuento quizá aún no haya pasado o quizá vuelva a pasar, no lo sé. Sólo me queda la última reflexión de Marangoni en un plagiado relato: ‐ No hubo mejores tiempos aún. No los han sabido inventar. Por eso se los estoy contando ahora, en este solsticio de siesta correntina. Mientras nuestro Barrio se deshace en escombros, y las bandas tocan el Réquiem secreto de las cosas que mueren sin conferencia de prensa; ante un velorio de cicatrices y de amigos de la miseria, abrazados a los mejores años de una juventud, que nos dice adiós sin mirarnos siquiera. ___________________________ 1 Traducción de Vicente Pérez Costilla. 2 Bandino asegura que la canción es de Fogerty, a pesar de las pruebas irrefutables presentadas por Marangoni. Guignol niega todo conocimiento de la canción (incluso sospecha que es un invento de los otros dos).


Ö RAGNA RöK

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