Ragnarök Nro. 11 - Volumen 3

Page 1

1


2


SOPA INGLESA PARTE II Alejandro Agresti Ilustrado por Darío Ojeda .................................................................................................................... 04 UNA ENTREVISTA Vanesa Zaccaria Ilustrado por Ramona Pue ................................................................................................................ 07 EL MARISCAL, HOMENAJE A LA CONVERSACIÓN Fernando Vargas Gómez

Ilustrado por Pablo Fini .................................................................................................................... 10

EL DORADO Carlos Rey Ilustrado por Nico Lacour .................................................................................................................. 14 EL NIÑO Y LOS GATOS Julio Paz y Vadalá

Ilustrado por Lucas Silvero ............................................................................................................... 16

NUECES Francisco Moulia

Ilustrado por Jimena Ávalos Sellarés .............................................................................................. 19

MUDA DE PIEL Fabiana Duarte

Ilustrado por Mili Zack ....................................................................................................................... 21

EL CONTINUO ELECTRIFICADO Daniel Quequi González

Ilustrado por Rebecca Villordo ........................................................................................................ 24

HONDURAS Carlos Alberto Román Sánchez

Ilustrado por Melody ......................................................................................................................... 26

LA CARICIA Sabrina Usach Ilustrado por Juan Manuel Montenegro ......................................................................................... 29 LA DOSIS (BILINGÜE) Pablo Martínez Burkett

Ilustrado por Máximo Vargas Gómez .............................................................................................. 32

LA CORONACIÓN DE LO ÍNFIMO Alejandro Carrillo

Ilustrado por César octavio Augusto ............................................................................................. 35

COMO UNA MACUMBA Nicolás Antonioli

Ilustrado por Lucas Silvero .............................................................................................................. 38

CUANDO LLUEVE, ¿CUÁNDO LLUEVE? Esteban Daniel Ilustrado por Pablo Fini .................................................................................................................... 40 POEMAS HOSTILES Alejandro Fouquet Ilustrado por Pablo Fini .................................................................................................................... 42 . IWAKI Luna Ozuna Verón Ilustrado por Jimena Ávalos Sellarés ............................................................................................... 44 SURFER ROSA Sebastián Pandolfelli Ilustrado por Anonime .......................................................................................................................... 48 PANAL DE ABEJA Gabriel Mazzaro Ilustrado por Fernando Luzuriaga ..................................................................................................... 50 OLVIDATE. YA CERRARON Degran Torelau Ilustrado por Waro ................................................................................................................................. 55 3


4


L

a recorrida por el galpón se estiró a hora y pico. Transitó detalles de algunos autos y un desordenado intercambio de nuestras vidas. Joyce mencionó que tenían un hijo de mi misma edad, y que no se veían porque venían remando un lapsus de incomunicación. El tema parecía mortificarlos, sobre todo a esa madre, quien al sentir sus ojos húmedos los mandó al fondo del museo soñando en la distancia un futuro igual al pasado. –Ya se le va a pasar –intenté consolarla. –Esperemos que sí –musitó letárgica. –Yo a veces también me les pongo imposible –le hice saber desde lo mejor de mi solitario corazón. –Pienso igual –se sumó Cliff–. A la edad de Paul era peor que él. Pasé por la misma confusión hasta que encontré la palabra del Señor. Él sabe que siempre vamos a estar al pie del cañón cuando nos necesite. –No sé si siempre, no vamos a vivir para siempre –largó la esposa enclavada en su amargura. Quedé trabada en algo que me había incomodado, hasta que Cliff me lo adivinó: –¿Vos creés en Dios? –La verdad que para nada –dije así nomás, agachándome a leerle el cartelito a un Cadillac–. Pero debe ser como usted dice, me debe hacer falta crecer... Joyce hizo uno solo sus labios. Espió al marido y su mueca ahí estaba: nítida, condescendiente. –Todavía tenés mucho por delante –aseguró–. Sos igual de jovencita, lo que te digo no se aprende en los libros. –Claro que me gustaría creer en Dios. Me vendría fenómeno en días como estos. ¿A qué se dedica su hijo...? –A Paul se le dio por el violín; nada de música clásica, todo moderno –ella se lamentó, y él acotó al pedo: –Lo suyo es el violín eléctrico, como una de esas guitarras pero violín. –Suena lindo –desafiné–. Ojalá yo tuviera talento para eso. Lo único que hago fuera de lo común es hablar inglés pero qué va, para ustedes

es lo más normal del mundo. Igual no se vayan a creer, acá no van a encontrar mucha gente que se defienda con los idiomas. –O sepan de autos antiguos –Cliff me piropeó. –Nada que ver; la mecánica no es lo mío, en todo caso la electrónica. –¿Electrónica? –Joyce se sorprendió. –Me viene de familia, papá se dedica a eso. Desde chiquita me enseña. Sin ir más lejos, les puedo decir qué tipo de transistores tienen las radios, o válvulas si son de las viejas. –Increíble –se le escapó al inglés. –Qué casualidad –acotó ella–, a mi marido también le fascina el tema. –¿En serio, señor? –pregunté para que se explayara. –Hablás de radios y fue otro de mis hobbies. –¿No me diga que es radioaficionado? –Aprendí durante la guerra. –¡Mi papi también! –¿Estuvo en la segunda guerra? –Digo que es radioaficionado, pasa las noches pegado al micrófono. –Lástima que largué el vicio, sino me dabas su sigla y nos comunicábamos. –Y yo les traducía. –Qué pena... Noté que Joyce se quedaba fuera de la charla, así que bajé un cambio con: –Igual no me gusta hablar mucho del tema porque me hace medio marimacho. Si entiendo es por lo que cuento, y porque encima terminé noviando con Saúl, que se dedica a lo mismo. –¿Trabaja con tu papá? –Joyce se curioseó. –Vienen a ser competencia, mi ex tiene el otro negocio de reparaciones en Olivera. Los ingleses se miraron torcido. –Ya sé –los atajé–, cualquier psicólogo se hace la fiesta, pero desde que el tarado me engañó se quemó con medio pueblo y ahora Papi tiene más trabajo. Joyce estaba por decir algo, pero Cliff se lo tapó con: –No tenés que tener vergüenza por entender

5


de electrónica. Allá una mujer sabía de todo durante la guerra. –¿Y ahora qué? ¿Ahora no sabemos de nada? –le salió al cruce la esposa. –No dije eso, Joyce... –Pasa que mi marido me cree una torpe con las manos –Joyce intentó asociarme al club de las pobrecitas. –No se peleen –dije a lo novicia mecánica–. Yo tampoco hago nada con lo que sé; digan que cayeron de casualidad para charlar un poco de inglés. Volvimos a lo automovilístico. Se me hizo el halo de que todo el palacio rodante era mío. Por su parte, me regalaron otra ilusión más grande: ser parientes no tan lejanos de Shakespeare, compañeritos de colegio de los Beatles. Se nos vino la despedida cuando al desteñirse el sol por las claraboyas el polvo dejó de flotar llevándose mucho del misterio. Mientras con el puño almidonado me limpiaba el llanto de la cara, los fui acompañando hasta el portón para pintarles el mamarracho de un saludo que duró hasta que el taxi se perdió más allá de la plaza, en sincronía con las luces de mercurio empezando a titilar. Al rato llegó el sereno: viejo inofensivo que cargaba una panza acuosa, y olía a cierto alcohol dulce, evaporado de alguna bebida barata de nombre telúrico. El jefe del museo de la velocidad estática había comentado que poco antes se le había muerto la única hija. Parece que cuando la madre entendió que a la beba no le funcionaba se les fugó de la casilla que compartían. De ahí en más Padilla se dedicó a atender a la pobrecita, que creciendo sin aprender palabra le sonreía tan dulce que hasta parecía darle las gracias. –¿Qué pasa en esa carucha? –me preguntó. –No me dé bolilla, Padilla –largué sin querer rimar. –¿Entró mucha gente? –A la mañana una escuela, y recién se acaba de ir un matrimonio extranjero. –¿De dónde venían? –Inglaterra. –¿Disfrutaron los autitos?

–Entraron porque necesitaban un baño, pero ya que estaba les mostré por arriba y nos enredamos hablando de la vida y... Se me estranguló la garganta. Padilla notó que mis ojos se cubrían con cortinitas de tristeza. –Ya sé lo que te pasa a vos –acercó su rancio perfume. –Deje, no es nada... –La otra vez te pusiste igual con los franchutes. –¡Ay!... Pero usted se acuerda de todo... –Si te la pasás soñando con conocer esos lugares. –Pasa que allá la gente es tan tranquila... –la papa me volvió a la tráquea, hice fuerza para largar de corrido–: Una se cruza con gente que al final se olvida, pero cuando charlo con uno de estos sé que el ratito me va a quedar como una historia con final siempre así de golpe, y siempre así de triste. –Para ellos también es triste. –¿Qué me quiere decir? –Vos también pasaste a ser inolvidable para ellos. –¡Ay, por favor! ¿A usted le parece...? –¿Cómo no te les vas a grabar si sos única? –No soy nadie. Menos que nadie si le soy sincera. –Y dale con la misma cantinela, no se te puede decir nada que te atajás. –¿Pero qué voy a ser yo comparada con los que tienen una vida tan interesante? –Ya te va a entrar en la cabeza que somos todos la misma cosa... Padilla se miró los zapatos suspirando un chau opaco. Sus pasos se diluyeron en la oscuridad. Apuré a sacarme el guardapolvos. Lo metí en la bolsa hippie, junto a la novela que había cerrado para inventar a esos dos.

6


7


L

a mujer colombiana hablaba, no paraba de hablar. Era un constante lavado de cerebro, a través de exámenes previos en los que nos hicieron desde completar tus datos personales en una planilla, hasta exámenes de redacción, de interpretación y de rapidez matemática, todo con una extraordinaria vocación de apriete. —Nueve minutos… Cinco minutos —decía la colombiana apurando nuestras pobres cabezas huecas—. Yo también pasé por todo esto, vamos, fui vendedora telefónica y ahora jefa de recursos humanos— decía. Yo no podía más que dudar y enfurecerme. ¿Cómo alguien que había pasado por todo eso podía evaluar e incentivar a que otros también lo hicieran? —¿Están dispuestos a vender cualquier cosa? — preguntaba a todos los entrevistados que estábamos amuchados en una pequeña sala de paredes blancas y sillas negras. —¡Sí! —gritaban al unísono y yo callaba, puesto que pensé que si hacía esa pregunta es porque algo malo escondía, sin duda. La colombiana sonreía descaradamente, con concretas manifestaciones de lo que este sistema hace con las personas. Después trajo una caja llena de revistas y cola y muchas tijeras con las que teníamos que hacer un collage que nos representara. Para colmo, aquellas revistas eran de señoras ricas y famosas que con sólo ver los zapatos que llevaban puestos me brotaba una bronca increíble. En cambio, allí estaban los muchachos tijereteando y recortando perfectas figuras con perfectas vidas y hermosos autos, hasta mascotas creados sólo para ellos y pegaban las expectativas de lo que querían llegar a ser, hojas llenas de consumismo y sumisión. —¿Están dispuestos a vender cualquier cosa? — repetía la colombiana y yo sentía las pinzas en mi cabeza que me querían cambiar, que me querían moldear para que perdiera todo lo que puede llegar a ser un ser humano, cosas para las que sobran palabras porque son millones y en miles de

combinaciones. La cosa se puso peor cuando comenzó a preguntar por los sueldos. —¿Cuánto pretenden? —decía la colombiana y volvía a sonreír descaradamente, anotando en su carpeta quién respondía, qué respondía, qué gesto hacía, todo. —2.0000 pesos —decían en su mayoría tímidamente, como hasta pidiendo por favor que los tomen, que estaban dispuestos a cualquier cosa y ese fue el ambiente que culminó en una de las peores preguntas que escuché en mi vida. —¿Estarían dispuestos a vender seguros para cáncer? Entonces sí, pareció que el tiempo se detuvo. Por un ratito la colombiana observó los rostros de los presentes y dejó que la pregunta penetrara en nuestros cerebros. —¿Estarían dispuestos? —volvió a preguntar. Yo me preguntaba: dispuestos a trabajar 32 horas semanales hablando con gente que se está por morir y lucrando con eso. ¡Un seguro de muerte! No de vida, como lo llaman. ¡Eso es un seguro de muerte! Las cosas por su nombre, aunque sea, por favor. —¿Les interesa este trabajo? —¡Sí! —dijeron los perdidos al unísono, nuevamente, procesando en sus cabezas que un laburo es un laburo o qué sé yo qué barbaridad puede llegar a pensar alguien en un momento como ese. Después siguió la historia de siempre: el bajo salario, que los días no trabajados no se pagan bajo ninguna razón, sea feriado o la muerte de alguien, que no hay manera de reclamar (NINGUNA), que el tiempo de la llamada y el speech adecuado y los beneficios de BBM y que además, si quedamos fijos nos van a regalar un bono de comida y tenemos el servicio de una obra social berreta que si no les gusta, se pagan otra; que febrero es un mes chiquito y más cuestiones dichas a los postulantes de la inhumanidad. —¿Por qué creés que debo elegirte? —decía la colombiana mirando a los ojos—. ¿Por qué pensás que tu collage es el mejor? ¿Por qué creés que vos

8


sos el mejor de los que hay acá? Aquellos todavía no eran ni compañeros de trabajo, pero ya habían empezado a sacarse los ojos por una vacante en el negocio de la muerte, por 2.0000 pesos al mes. Quedé atónita. Al final de toda la pérdida de tiempo, levanté la mano. —No me interesa negociar con enfermos —dije y los demás me miraron como si estuviese loca. Bajé de la oficina antes que todos. Al rato, los demás, aspirantes a hijos de puta junior, se saludaban y abrazaban. —Ojalá que quedes —se decían unos a otros.

9


10


L

a relación con el otro asegura la existencia propia, ora a través del recuerdo o del servicio prestado, de la evocación de las cosas o la transferencia de ideas; en todo siempre persiste la noción de un relacionamiento inminente y necesario para reconocernos. La palabra explicita el pensamiento y al dirigirla al otro –aunque a veces también ocurre mediante el gesto o la articulación corporal- lo incluimos en la vida propia y, además, nos confundimos con su existencia. No pareciera haber práctica más intensa de relacionamiento –sobre la base del tratamiento entre iguales o de desiguales que quieren identificar sus resonancias- que aquella nacida de la conversación ocurrida a través del ojo conspicuo. La insustituible gratificación a esta activa vibración emocional del intelecto no excede la catarsis integral de la exclusiva plenitud biopsico-física-espiritual alcanzada en la confusión con el ser que amamos. Esta es única, dichosa, sin demandas ni perversiones; aquella cabalga las honduras y llanuras del alma, busca las tristezas, y acalla las pasiones; todo el discurso resume el verbo de compromiso ante uno mismo y al ocasional escucha. Desde muy antiguo, cuando la relación citadina facilitó el encuentro sin motivos, o permitió otros intercambios, en todos los centros poblados –agrícolas, industriales u obreros-, espontáneamente algunos lugares se transformaron en sitios preferentes de reunión; una convocatoria nacida de inescrutable orientación que nadie identifica o desea averiguar. Nadie la explica y todos saben que existe. La perceptible energía de estos lugares –nunca pretenciosos ni tampoco indulgentes- parece protegida de las vulgaridades que hacen olvidables las horas y los encuentros. En todas las épocas la gente se reunió secreta o impúdicamente en estos ámbitos de particular encanto para conversar, mirar, espiar, comer, averiguar, ser visto, posar, criticar, y transar.

Desde muy chico, mis padres me instruyeron, y conociendo los datos básicos pude hacer mi mapa, y así descubrir ciertas maravillas; lugares remotos, gente excepcional, y explorar mi fantasía adolescente para tragarme la curiosidad insaciable de esa época de búsqueda constante y de averiguaciones diletantes. Desde la perspectiva de otra edad –cuando es inevitable comparar y evaluar- reconocí la pulsión de servir y exaltar las virtudes genuinas que el vértigo social atolondrado frecuentemente impide reconocer y mucho más, comentar abiertamente. Es con base a este sutil sentimiento que escribí las líneas que siguen, nacidas espontáneamente –como tantas otras cosas que ocurren- que describen y descubren –como yo las siento- las energías locales en el esplendor de la conciencia. Es un modesto homenaje a la conversación, llave y clave del entendimiento y comprensión entre la gente que procura establecer correctas relaciones humanas. Deseo que contribuyan a la construcción de algún proyecto solidario en esta sociedad de conflicto abierto y permanente. Siento que las cosas ocurren así. ¿En ese barcito? De hábitos cosmopolitas... El barcito de la esquina, con el baño al fondo y a la derecha; uno más como tantos otros en los cuales a veces anida la modorra, el tedio, o la espera clandestina. El barcito de la esquina que confunde a unos, atrae a otros, pero que para nadie pasa desapercibido, siempre el mismo, descolorido y descascarado. Casi anónimo. Sin embargo, con el emplazamiento del escudo de armas en la ochava de la esquina, y con baño al fondo a la derecha y también a la izquierda, El Mariscal se erige distintivo y sin pretensiones en una zona urbana de servicios inciertos. El Mariscal es una paradoja que revela las asimetrías del inefable misterio universal que impulsa la mente y las emociones de los habitantes en la aldea provinciana. Lejos de responder a la impronta que quizás en silencio admirativo le reclama el linaje ausente, El Mariscal

11


decidida y silenciosamente los linderos virtuales acreditativos de su propia identidad. En El Mariscal se encuentra todo el carrusel de la vida humana y de la ronda interminable y multicolor de argumentaciones o de miradas; y ante las reflexiones que siguen el debate, se enseñorean con mayéstica grandeza la tolerancia junto al talento y también cierta ansiosa angustia en la búsqueda de la verdad. No escuché a nadie hablar del otro; tampoco que se centrasen sobre otros; pues lejos de enfrentar miradas lánguidas y vacías descubrí siempre la vigorosa pulsión hacia el mundo interior. Pues los parroquianos que encuentran allí placer en el ocio inteligente de la conversación con amigos, o que prefieren el diálogo personal con la copa o el café, dejan afuera la máscara citadina al traspasar el dintel mágico e ingresar al recinto para estar junto a los otros y reconocerse como persona. Este bar se transforma así en espacio común y vital que imaginamos como proyección externa personal, logrando que la suma de cada individuo concierte en la categoría de un grupo idénticos paradigmas a las propias ilusiones personales. El reloj va transformando al bar, impregnando vibraciones sutiles diferentes con la renovación de sus parroquianos en una jornada cualquiera. Entran presurosos y pulcros jóvenes profesionales vestidos de negro junto a atildadas señoritas que así descubren estar en guardia y carecer de experiencia, aunque sí ostentar responder al modelo que les reclama tal variopinta. Otros más reposados y con otras historias requieren los diarios que arrojan sobre la mesa y delimitan así el territorio para encuentros inminentes que no siempre ocurren, y permanecen en sus cosas cotidianas o atraviesan el día entre comentarios al pasar. Quizás ya para entonces se habrán distribuido confidencialmente los emails a destinatarios encriptados y redespachado con igual discreción la correspondencia y otras comunicaciones postales. La consulta a la propia Web ocurre casi al crepúsculo. Y por algún misterio no investigado

aún, las negociaciones literarias de textos ignotos para ser editados por su propio sello suceden siempre los sábados al mediodía en punto. Trepidan también las impresoras y los celulares de cibernautas adolescentes o escolares; a menudo con la reconocida sonrisa inocente o la mirada concentrada en alguna futilidad pasajera que inmediatamente olvidarán. Están otros, los menos que solo miran quién está, circulan en vano dicen algo tonto y parten sin que nadie recuerde quiénes eran o qué dijeron. Están los que siempre esperan, dispuestos a escuchar algo novedoso, a sonreír al que llega, y se disponen a compartir amigablemente el tiempo. Todos reconocen la empatía del otro y con frecuencia los diálogos, las caricias de los cuerpos, los toques, abrazos, signos y gestos, son simultáneos y ocurren entre mesa y mesa y sobre los hombros, o pasa entre los cuerpos de por medio. Todos en cierta forma participan con alegría cierta. Nadie critica, todos toleran; ni siquiera el gesto atrevido o la mirada airada tiene la censura del otro. El ambiente anima al festín del espíritu epicúreo. A veces aparecen pibes y otros chicos y chicas. Son adolescentes que ensayan con bríos y entusiasmo sus papeles de actores juveniles. Otras ocasiones son de señoras concentradas que aprenden ignotos modelos de gestión comercial y se premian con un servicio de té, o continúan su taller con anotaciones personales de sus reuniones de estudios metafísicos o materia angélica. También se encuentran las solas con los solos para buscar amor tras la pareja insoportablemente aún ausente. Con discreción y fineza el ambiente propicia un ritual de mesurado encanto para así favorecer la fantasía de lo desconocido y misterioso. Con la regla áurica del doble código de honor; silencio y respeto a nuestro semejante. Están también las señoras lindas y opulentas, que marcan las distancias de origen y que así solo se oyen unas a otras. Más preocupadas en saber de dónde vinieron que en averiguar a dónde van, parten rápido. Es una cita funcional; no dejan

12


nada, nadie las extrañará. Quedan algunas sobras y sus perfumes. Son meramente clientes. También El Mariscal es explosión festiva y gregaria. Asistí a recitales musicales de ignotos talentos locales, y a muestras individuales y colectivas de grandes creadores de la zona; participé de instalaciones caprichosas, me deleitaron los conciertos de gala, aplaudí el Teatro del Obstáculo, recobré sensaciones juveniles con la música de los sesenta; percibí el ingenio al escuchar al poeta o la discusión en el debate, aprendí con la intervención de panelistas, me confundí en el serao de algunas veladas, identifiqué los colores del ambiente, estuve con amigos entre amigos y con otras personas afines en las cosas invisibles. Ahí también en el espacio común estaban mis más cercanos afectos y podía reconocer la honestidad de la noche, mis hijos reían y conversaban. A mi lado con delicadeza y ternura una madre consentía el deleite. En El Mariscal son cuota aparte su glamour y quizás esencia misma de su existencia posmodernista todos los seres que saben que el otro sabe que ellos saben, todos los que sostienen el sincretismo cultural pero prefieren anclar su energía al futuro, los que prefieren pensar en vez de quejarse, en sonreír en vez de atacar, en dar y no pedir, en jugar y no pelear. Creo que están allí grandes luchadores contra sí mismos, los que creen que solo conociéndose sinceramente pueden intentar ser mejores, están con sentido minimalista, despojados de artilugios o abalorios, con sus pequeñas verdades y sus dudas ingenuas. Creo que todos alimentan esa vibración sutil que evita que cada uno se queje o que declare que no pasa nada. Allí siempre pasa y nadie se aburre. El barcito de la esquina es testigo y se ha transformado en una fuerza de tracción involucrada en la exploración de nuevas tendencias orientada por el espíritu que acompaña la búsqueda de todos, por lo cual deviene también en un laboratorio de acciones externas asertivas, lejos de la asepsia operacional reconocida a la mera usina de ideas. Por ello patrocina selectivamente

el escenario de la diversidad para así mostrarnos la ilimitada naturaleza del ingenio individual.

13


14


P

or la gran rue Einstein se llega a El Dorado. Si alguna vez este olvidado barrio gozó de algún prestigio, hoy ya nadie lo recuerda. A lo sumo los más viejos, a los que se les puede contar las arrugas en igual proporción que las estrías que surcan las calles, cuando se encuentran aturdidos por el vino en caja de los bares, parlotean sobre un renombre de tiempos pasados, pero cuando el ímpetu del vino se diluye y uno los atiza con preguntas al respecto, contestan que están cansados y sólo quieren irse a dormir, lo que hacen, efectivamente, hasta el otro día. De lo poco que he podido averiguar tal renombre en verdad existió, incluso, por aquellos gloriosos días, una ola de turistas quería visitar nuestro barrio, conocer sus monumentos y riquezas, sus platos típicos y costumbres, pero fue nuestra propia actitud de cuidado y decoro, de cerramiento ante el trajín que implica abrir las puertas a un público curioso, falto de respeto ante las tradiciones, que todo lo consume y fagocita, que el Consejo Vecinal decidió no permitir el ingreso a ninguna persona extraña. Paulatinamente, como era de esperar, las ansias de visita fueron decreciendo con el tiempo, hasta desaparecer por completo. Eso explica que hoy, por una extraña venganza del destino, ninguna persona nos visite. Hoy, que nadie se opone a recibir visitantes y las puertas están abiertas para todos. Pero el destino, por el contrario, ha querido mantener nuestro primer deseo, y envolvernos, celosamente, en el manto del anonimato. De todas maneras, me niego a pensar que nos hayamos convertido en un barrio fantasma. Es cierto que el mantenimiento de la infraestructura cada vez es peor, cada vez se encuentra más deterioro en el barrio, ni siquiera la basura se recolecta. Pero de ahí a considerar que seamos fantasmas hay un largo trecho. Sólo hemos perdido el camino, estamos pasando por un mal momento, nada que con buena voluntad y fuerza vecinal no podamos reestablecer. Si alguna vez fuimos un barrio próspero, con riquezas, envidia de los barrios linderos, por qué no podríamos volver a serlo. ¿Qué no tenemos la alegría que distingue a un barrio próspero? ¿Qué, al contrario, nos hemos

vuelto tristes y monótonos? Por supuesto que es fácil ser alegre cuando las cosas a uno le sonríen, por lo que será, entonces, de mayor merito para nosotros recuperar esa alegría en la actualidad en la que nos hayamos. Sólo tenemos que proponérnoslo, enfocar nuestras fuerzas en salir adelante, sacudir nuestra apatía; esa es la única clave del éxito. Desconozco cómo lo lograrían nuestros abuelos, pero si tenemos que reestablecer los viejos fetiches, yo soy de los que considera que si eso ayuda a salir del pozo, no cabe duda que hay que hacerlo. Los vecinos tienen que saber que cualquier medio que ayude al bien común –y ese es el fin que hay que alcanzar–, debe ser utilizado sin dudarlo. Y si un fetiche con cara de mono puede concedernos el deseo de prosperidad bienvenido sea. ¡Hurra tres veces por los fetiches con cara de mono! Y si nada nos conceden, al menos de esta manera nos convertiríamos en un barrio de costumbres extravagantes, y atraeríamos nuevamente a los visitantes. Se trataría de un primer paso. Se sabe que los turistas, si bien son seres rapaces, sin embargo, ayudan a reactivar una economía estancada. Nuestros negocios se beneficiarían. Habría más gente en las calles, más consumo, más dinero yendo y viniendo, canales retroalimentándose, prosperidad para todos, alegría desbordando. Sin dudas, necesitamos atraer a los turistas. Es muy posible que si yo hubiera formado parte de aquel primer Consejo Vecinal habría sido del parecer de la mayoría, y votado por cerrar las puertas e impedir la entrada a cualquier persona extraña. La prosperidad no es algo que uno quiera compartir con extraños. Pero lo cierto es que ahora nos encontramos en una situación diferente, y necesitamos de aquellos como nuestros salvadores. Alguien podría venir a decirme que no nos lo merecemos, a lo que respondería que no se trata de una cuestión de merecimientos, sino de una cuestión de vida o muerte, y en asuntos últimos apelar a cualquier artimaña es digno de buen cristiano. Porque si no encontramos una salida pronto, temo que nuestro barrio desaparezca definitivamente, y no quede de nosotros otra cosa que el recuerdo de un sueño.

15


16


E

l niño amaneció rodeado de gatos que volvían para jugar con él. Ya había pasado varias veces y no le molestaba. Además de entender que los gatos son quienes quieren jugar con uno, y no uno con ellos. Así fue como aprendió a aprovechar otra vez el momento. Les preguntó dónde habían estado esta vez. “Teníamos cosas que hacer. Visitar reinos y gente que nos llenan de regalos, pero no de forma sincera, sino por interés”, dijo uno de ellos, el de ojos grandes como el firmamento, pelaje corto y orejas paradas como un cazador. “Entonces, ¿por qué lo hacen?”, preguntó el niño, intrigado, aunque sentía que esta conversación había ocurrido antes. “Obligaciones”, respondió su felino amigo mientras se dejaba acariciar el lomo cuando se estiraba. “Tú también las tendrás, quieras o no” sentenció, a la vez que lamía sus patas. Otro de los gatos buscó su compañía, entrelazándose entre las piernas del niño. Una forma suave y simpática de invitarlo a quedarse y de que no avance más. El chico alzó a su nuevo compañero grande y peludo, de cara achatada y mirada penetrante del color del sol cuando se va. Muy suavemente, se acomodó entre sus brazos como un bebé y desde esa posición acurrucada le dijo que él también tiene obligaciones, además de venir de muy lejos. Muy lejos para los humanos, aunque haya algunos todavía. “Todos nosotros venimos de lugares diferentes”, comentó mientras ronroneaba, cómodo. “Venimos de sitios donde el humano aprendió a usar la arena para medir el tiempo de cosecha, aunque ahora terminó siendo esclavo de su propio invento”, dijo otro de los peludos concurrentes, el más flaco y esbelto de todos, que a pesar de su tamaño imponía autoridad. “Otros venimos de ciudades cerca de donde despierta el sol”, comentó la más elegante y bella de todas. Casi como una diosa. “También vivimos en ciudades que ahora ya

no están y sólo se las conoce por algún cuento. Fuimos y somos adorados por pueblos que buscaban algo para llenar sus vidas. Y estamos acá para descansar”, terminó de explicar quien continuaba frotándose entre sus piernas. “Yo también soy humano”, les hizo recordar el niño. “Tú eres eso y mucho más”, le susurró al oído entre ronroneos otro de sus peluditos compañeros, mientras frotaba sus orejas sobre la nuca del niño. “Me haces cosquillas y no te escuché saltar”, dijo el chico que no se cansaba de tantas caricias recibidas. “Nosotros también podemos tener un cuerpo como el tuyo, pero mantenemos la belleza de nuestro rostro”, le dijo otra pequeña bolita de pelos que saltaba como un guerrero jugando con los rayos del sol que se colaban por la ventana. “¿Qué edad tienes?”, le pregunto su suave amigo que llevaba en brazos, “porque nosotros no necesitamos medir el tiempo, con olernos nos es suficiente”. “Tengo 10. Vivo acá, en esta casa. Mi mamá cada día está más ausente. No habla. Se queda mirando al cielo, como esperando algo, y sonríe y suspira cuando ve pasar un ave”. “Mi papá tiene mucho trabajo que quiere enseñarme a mí. Porque quiere que sea alguien normal, por más especial que mi mamá diga que soy”. “Si quieres, puedes sentarte en el piso porque es el momento de la curación”, le dijo la más bella de todos, quien se acercó junto con los otros gatos El chico se sentó en el piso y sus compañeros comenzaron a lamerlo, especialmente en manos y pies. “¿Por qué hacen esto?”, preguntó intrigado, aunque no podía resistir la tentación de reírse por las cosquillas que sentía y se juró recordar que la tentación no es una palabra mala. “Es nuestra forma de agradecimiento”, le respondió su amigo de la cara achatada mientras masajeaba con sus patitas la panza del chico, contándole cómo comenzó este cuidado mutuo. “Cuando eras bebé y tus padres huían, uno de

17


nosotros estaba en el camino. Venía de pelear y estaba cansado, perdido, hambriento. Entonces tu padre lo recogió, acarició y acomodó al lado tuyo. El calor de tu cuerpo lo ayudó a relajarse, pero cuando lo tocaste con tu manito, ocurrió algo especial”. “Sintió que lo llenaste de vida. Siete, para ser más preciso”, continuó relatando. “Sólo lo tocaste a él, pero lo sentimos todos nosotros. Es un don que no teníamos. Por eso te curamos las heridas que vas a recibir y nos encontramos acá todas las veces que sean necesarias”, continuó diciendo mientras no dejaba de masajear con esas patitas de juguete pero que pueden ser letales por las garras que esconden. “Pero yo no estoy herido”, explicó el chico mientras sentía todas las cosquillas en las palmas de sus manos y empeines del pie. “Ahora no, pero sí lo sufrirás después, cuando tengas que cruzar el mundo del hombre. De este tipo de obligaciones hablábamos antes”, le continuó diciendo su amigo de la trompita aplastada, como escondiéndose entre esa mota de pelos. Cuando finalizaron las caricias recibidas, algo hizo mudar el rostro del niño. Cambió la mueca de su sonrisa por un dejo de tristeza. Sabía que tenían razón y se levantó del suelo. Comenzó a caminar hacia la puerta, aunque no era una puerta de madera ni una arcada tallada desde la pared. Era algo de luz que comunicaba hacia otro lado. Pues eso es lo que hacen las puertas. Invitar a otros lugares. El pequeño cazador de rayos de luz se cruzó en su camino y le dijo que sólo tendría que dar 23 pasos hasta la puerta. Y en un año haría muchas cosas. Y ellos estarían esperándolo siempre. El chico agradeció las palabras y saludando a todos sus felinos visitantes y amigos continuó la marcha. Y a cada paso que avanzaba empezó a sentir cambios en su cuerpo. Primero, cambió su voz. Luego se tocó la cabeza y le gustó como le quedaba el cabello largo que ya caía sobre sus hombros. Lo mismo sintió en su cara. Áspera al principio, pero llena de vello que notó sobre sus

labios. Se hizo adulto Mientras caminaba contaba los pasos hasta la puerta. “Tenían razón, van a ser 23 pasos”, pensó mientras sonreía. “¿Cómo es que lo sabias? ¿Que serían 23 pasos hasta la puerta?”, le preguntó al pequeño cazador, aún sonriendo. “Cada paso es un año de tu vida. Te despertaste con 10 años y no importa cuántos pasos son, sino cómo los diste”, le dijo mientras estiraba su lomo. Y Jesús cruzó la puerta sonriendo, aunque sintió una especie de deja vu en sus manos, pies y frente. Pero estaba tranquilo. Sabía que volvería con ellos una vez más.

18


19


de alguna forma quedé sentado bajo un nogal en noviembre empecé a romper cáscaras y a moler fruto un proceso custodiado por el perfume de la destrucción pulgas mentales y viento, excitándolo todo me quedé un rato así rumiando esquirlas de nuez mientras el paisaje se despeinaba noviembre tiene esa hormona punk que anarquiza el viento y hace reventar cualquier ambición de prolijidad ¿qué tiene de poético comer nueces? no mucho salvo una textura de puré de madera metiéndose entre los dientes cualquier cosa que imite la sensación de estar masticando un destino rectangular sellado bajo tierra ese aliento a miedo de nogal es poesía

20


21


Si quieres volverte sabio, primero tendrás que escuchar a los perros salvajes que ladran en tu sótano. F. Nietzsche

M

e mudé a Villa Crespo luego de la muerte de mi padre. La casa había quedado abandonada, no me animaba a volver. Después de dos matrimonios malogrados y un hijo casi adulto, que decidió irse a vivir solo, tomé coraje y lo hice. El barrio me devolvió los colores que había perdido. Las hojas secas de los árboles, esparcidas en la vereda, me recordaron las caminatas con mis amigas cuando íbamos a la escuela. En aquella época, ya me sentía una niña sumisa y tímida que escondía su fuego interno bajo el delantal, aunque mi documento decretara insoslayable una identidad diferente. De chica pasaba muchas horas del día encerrada en mi cuarto, pintaba. Mi madre se las ingeniaba para conseguir pinturas y óleos que escondía bajo la almohada. Era una mujer hermosa, pero vivía desbordada de frustraciones. El olor a bizcochuelo me la recuerda, su mano tibia acariciando mi mejilla, asegurando que yo era lo más hermoso que le había sucedido en la vida. Mi padre pretendía ser un hombre agradable. Los vecinos decían que era encantador, rara vez miraba directo a los ojos. Movía las manos al hablar, como si necesitara la contundencia de los gestos para ser creíble. Puertas adentro era otra cosa. Él no hablaba, gritaba. Le gritaba a mi madre. A mí no me dirigía la palabra. Aseguraba, que me estaba convirtiendo en un inútil. Que dejara de apañarme con lo de la pintura, que me iba a llevar a trabajar con él al matadero. Cuando almorzábamos, estaba ahí, se sentaba con nosotros, su interés parecía flotar indiferente como los fideos de la sopa, pero él sabía. Él podía olerme. A los doce años murió mi madre. Mi padre se tomó unos meses de duelo, o quizás solo pergeñaba cuál sería el momento apropiado. Después de

aquello, las zurras de golpes para encauzarme se sucedieron noche tras noche, año tras año. Sistemáticas, dolorosas. Derramó sobre mí, el veneno de un alma sucia. Me esforcé por aparentar ser un buen hijo, conocí una chica en tercer año, éramos compinches, ella solía mirarme fijo con una liviana esperanza. Se enamoró de mí y escapé con ella. Cuando nos encontraron, nos casamos. Mi padre se negó a dar el consentimiento, pero los padres de ella lo obligaron. Conseguí trabajo en una metalúrgica. Tuvimos un hijo, que llegó muy pronto. Con el tiempo, mi esposa se convirtió en una mujer amargada. La mirada se le opacó de extrañezas. Supongo que ella intuía lo que pasaba, y yo callé convenientemente para ambos. El segundo matrimonio fue pura falacia. Después, mi vida se volvió inestable, ambigua, turbulenta. Llegué a esta casa y como en una epifanía necesité despojarme de toda la ropa que tenía la forma de un cuerpo viejo y que me llevaba al mismo abismo de siempre. Frente al espejo, me sometí al vértigo de verme desnuda una y otra vez. Hasta que finalmente pude admirar mi cuerpo sin recelo. Insegura, me acerqué a la peluquería de una amiga. Le pedí que me hiciera un corte moderno, con algunas extensiones. Compré faldas, blusas con canutillos, medias de red. Renové toda mi ropa interior, depilé mis piernas. Sentí que me despojaba de infinitas capas de piel que cayeron muertas a un lado. Después de varias noches sin dormir, junté valor y llamé a mi hijo. Hace un tiempo, cuando él cumplió los veinte años, le confesé lo que nunca me permití ser. Desde entonces estamos distanciados. Solo hubo atinados llamados telefónicos, fríos y distantes Suena el timbre, nerviosa estiro la falda nueva. Arreglo el peinado en el espejo y retoco el maquillaje. Respiro profundo antes de abrir la puerta. Él está de espaldas fumando un cigarrillo. Sin dudas tiene la altura de su padre, pienso. Apaga el cigarrillo en la vereda pisándolo con un pie y se da vuelta.

22


—Hola, Gabriel… viniste. Me mira a los ojos, me recorre con sus ojos verdes de los pies a la cabeza. No puedo precisar qué sentimiento lo mantiene estaqueado a la vereda. —No te quedes ahí parado, pasá… Baja la mirada y suspira. Sube el primer escalón, me acerco para darle un beso en la mejilla. Con un gesto corporal instintivo, se aleja e interpone su mano en el aire entre los dos. —No, papá… Todavía no —dice, mientras ingresa cabizbajo a la casa.

23


24


E

l ectoplasma brotaba de las bocas de tormenta congregando a los muertos de la fiebre amarilla sepultados bajo los edificios. Hubo muchos, todos en algún momento fuimos médiums escuchando golpes en la mesa. Hay unas fotos pixeladas del ectoplasma entre el adoquín, solo dos o tres con un modelo de celular viejo que se usaba en ese entonces, no se entienden nada, las vi y no entendí nada. De las bocas de tormenta, miraba una vez una película una vez de las tortugas fanáticas de la pizza, una vez una rata colgando de una paloma; las palomas comen salchicha y pican los huesos ya pelados de las costillitas de cerdo. El ectoplasma es como espuma pero más dura como goma, las fotos dicen son trucadas, yo que sé…. Hubo golpes por toda la casa. Uno del edificio le tocó el timbre a otro para ver si estaba picando la medianera, pero no. Le dijo que la fiebre amarilla se había cargado a los condenados, y de otras fosas comunes debajo de los puentes y tosqueras; pensamos que era espuma del río. A la noche hablábamos de cosas lindas, creo que nunca tocamos el tema de la fiebre amarilla, que no le molesta a nadie porque pasó hace mucho tiempo y por esas cosas.

Si las palomas comen salchicha y bien pueden las tortugas comer pizza. El continuo de cobalto, teníamos fotos pixeladas, hablábamos de cosas lindas. ¿Está seguro de que desea eliminar estos archivos de forma permanente? Los circuitos tienen puntas de oro que son mejor trasmisor porque el ectoplasma en realidad más que trasmisor es una secreción que le salía a unos de fin del siglo XIX. Las palomas no comieron el ectoplasma; después ojeamos así nomás libros amarillos sobre el tema cuando supimos que no era el vecino de la medianera; las fotos a mí me parecen trucadas, las otra que sacamos estaban buenas, no las del ectoplasma, las otras. Estaba esperando el colectivo y pateaba a la boca de tormenta unas cositas que caen de los arboles; hablábamos de cosas lindas. ¿Está seguro de que desea eliminar estos archivos de forma permanente? ¿Está seguro de que desea eliminar estos archivos de forma permanente? ¿Está seguro de que desea eliminar estos archivos de forma permanente?

Siempre me gustó el cerebro en la panza del robot, y más Lavalle. ¡Qué cosa!

25


26


L

a luna estalla de pronto. Una confusión de cuerpos muertos y vivos sacude las aguas del Suchiate. El hondureño lucha por llegar a la ribera, lejos de las balas y las manos que se hunden. Alguien, en el autobús que lo trajo a Guatemala, había dicho que el río era la parte sencilla. El hondureño se esconde tras el breve muro de una fonda. Cesan los disparos. Cesan los gritos. Se da cuenta porque escucha su respiración agitada, un principio de llanto. Recuerda a su mujer, como un refugio. Una sombra se arrodilla junto a él. —Tá todo bien, hermano. No era contra nosotros. Ya encontraron al que buscaban. Mañana pasamos. El extraño se une a otras sombras que encharcan la entrada de un burdel. El hondureño abre su mochila y trata de rescatar una imagen, unos signos en un papel que se destroza al tacto y dos fajos de billetes que se enrollan dentro de la trusa. Tiende la ropa sobre el muro y se acuesta en la tierra desnuda. A lo lejos se duermen carcajadas, música, vejaciones, ladridos. Por la mañana es un hombre nuevo. Un loco en ropa interior del que la gente huye. Una señora indignada le acerca una toalla y el loco se esconde en una tienda de regalos. Saca unos billetes. Compra una camiseta con la bandera de Guatemala y unos shorts café que le ligan los muslos. Pide el baño. Orina, llora y se quema las yemas de los dedos al quitar la imagen de su camiseta. El hondureño sale de la tienda y camina hacia la parte fácil. Esta vez los remos acarician el agua mansa. Decenas de personas forman grupos al entrar en México. Los guías intercambian consejos forzosos por billetes. El hondureño paga. Su guía se demora en reconvenciones, habla de serpientes y hierbas, habla del hambre y la sed, no lo deja recordar a quienes propiciaron su viaje. Después de cuarenta kilómetros en la humedad de la selva, entiende el hambre, la sed y el cansancio, mientras otros conocen la ponzoña y

la muerte. Llegan a una pobre aldea. Un hombre armado se une al guía. Tras la fachada de una iglesia ruinosa se oculta la patrulla de unos federales. Más hombres armados. Ponen a los migrantes en hilera. Los cuestionan, los esculcan, los callan. A las mujeres les abren las blusas y las piernas, las miden, las reparten. El hondureño tiembla. Le bajan los shorts, la trusa. Se cobran. Lo golpean. Ahora entiende, además, el dolor y el miedo. Con la cara en la tierra, piensa en su esposa como se piensa en las bondades de la infancia y el desconocimiento. —Pudo ser peor, hermano —el hondureño reconoce la voz—. Ahora nos van a llevar a un albergue. Esperamos el tren y ya casi estamos allá. El de la voz es un hombre sidoso. Le faltan dientes y, cuando se levanta la camiseta para secarse el cuello, muestra las manchas amarillas, moradas y purulentas de su torso. —Veme a mí, yo ya estoy muerto. Lo apodan el Caribe. Va de un grupo a otro compartiendo anécdotas a cambio de comida, monedas y los efectos que se vuelven lastre. Ofrece una mano al hondureño. Este quiere agradecer y las palabras no salen. El Caribe no pierde su sonrisa hueca mientras caminan. En el albergue se mezclan las cosas que están a punto de romperse con las ya rotas. Es un palacio de cristal donde se pausa el horror. Una monja los conduce a una mesa colmada de silencios y les ofrece comida en trastos de plástico grueso. El hondureño no come, no habla ni recuerda. Las monjas, ante un cuadro del Cristo Migrante, comienzan un rezo que pocos siguen. Luego cantan. Cantan como las ancianas de cualquier parte, y algunos lloran. Junto a ti buscaré otro mar… o selva o desierto o llano, buscaré el sitio en que tus hombres son felices, el sitio en que debí nacer, la piel que no tuve y algo que parezca vida. El Caribe escuchó que el tren llega en dos horas. Pasan el tiempo en el patio, encontrando y evadiendo las miradas de los otros. Algunos juegan cartas, otros duermen o atienden sus heridas.

27


Hay algunos niños, pero no se los ve. Llevan días jugando al escondite. Se escuchan gritos en la calle. Silba el tren. Todo tiembla. El patio queda solo. Las manos de las monjas se agitan para nadie. Largas hileras de hombres sudorosos se forman junto a las vías. —Tené que poné los brazos fuertes y una pata en la máquina. No se te olvide apoyar la pata. El suelo se queja, el tren es un rugido y las espaldas se encorvan. El hondureño mira con atención cómo los hombres se aferran a la máquina, ayudan a las mujeres, se pasan a los niños. Quiere aprender la decisión y la fuerza. Después, los primeros gritos: la Bestia come. Grupos de moscas pasan frente a él, animan a saltar al indeciso, se sienten vencedores, de momento lo son. Hondureño, ¡brinca! El tren se aleja. Hondureño, ¡brinca! El penúltimo vagón enciende el cuerpo. Ya viste ancianos y mujeres, ya viste niños, se dice: ¡brinca! Los brazos se aferran a la escalera, pero el pie resbala y el torso se estrella contra la pared del vagón. Las piernas se arrastran, se vuelven un fuego y el último bocado. Es tanto el dolor que no lo siente. Mueve los brazos, repta, nada. Su mente es humo claro. Siente frío, tiembla, nada… Sus manos descansan abiertas al llegar a la otra orilla. El Caribe suaviza el gesto del hondureño antes de esculcarlo. —La pata, chico, la pata.

28


29


U

na voz a sus espaldas le hace una pregunta y siente que alguien le tapa los ojos por detrás. Marcia se queja porque está saliendo justo sobre la hora. Pero no conoce la voz varonil que le susurra ni las manos que le sujetan la cara cada vez con más fuerza. Sus nervios desesperan. Atina a sacar las manos opresoras que no la sueltan sino hasta que el cuerpo de Marcia cae desmayado en el suelo. Marcia al fin despierta. Está en una habitación desconocida, desnuda. Siente dolor. Su cuerpo está helado. Mira. No hay nadie. Escucha. Hay voces detrás de las paredes, gritos de mujeres, insultos. Todo es un tormento. Hay risotadas de hombres, de muchos hombres. Marcia no termina de comprender. No puede fijar la vista en ningún objeto, si es que hay alguno en ese cuarto. Quiere hablar, sentir su voz. No puede. Una torpeza mental le impide pensar. Solo siente dolor, escucha risas descontroladas y una música muy lejana. No llora, no puede llorar. Está vencida. Se deja llevar por el cansancio y duerme. ¿Cuánto tiempo? Alguien la toca. Marcia huele el tufo del trapo inmundo que le tapa sus ojos. Su estómago se contrae, por el hambre, por las sustancias. Se contorsiona. Su cabeza siente por primera vez la tibieza de la sangre. Finalmente, expulsa el vómito que la consumía por dentro. La ayudan a reincorporarse. Dos manos la sostienen recostada en la cama y otras dos la visten. -Te fuiste de mambo, boludo. ¿Cuántas veces la pincharon? Ya les dije que la otra pendeja no lo soportó y al final no nos sirvió para nada. ¡Mierda! ¡Mierda! Dale, qué esperás para terminar. Ponele las zapatillas de una vez. -Tranquilizate; si querés que haga las cosas bien, bajá la voz. Entre vos y el Pelado me tienen harto. ¿Podés creer que me puso un caño en la cabeza esta mañana? Piensa que le batieron el bulo de Las Heras por el abogado que le traje la semana pasada. Pará, agarrala que se cae, che. Marcia ahora llora, se lamenta, comprende lo que está pasando. No tiene fuerzas. Sus pens-

amientos pueden tener alguna coherencia. -Sabés lo que hace el Pelado después de que te amenaza, ¿no?... Cuidate. En cualquier momento cae él y se pudre todo. -Que se pudra. Me importa un carajo. Andá. Yo me quedo. Marcia no ha dejado de llorar en silencio. Su rostro, empapado, se arruga de dolor y tristeza. El hombre le saca el trapo de la cara. La aferra a su pecho en señal de consuelo. Marcia se deja abrazar. Escucha las instrucciones que le murmura esa voz grave, varonil y segura: Marcia, con el trapo de nuevo en sus ojos, debe actuar como si la cautivaran todavía los efectos narcóticos. Ya puede mover su cuerpo, pero sigue el consejo del hombre, quien, en ese momento, la alza, abre la puerta y camina por el pasillo que desemboca en la oficina del Pelado. Los murmullos, las risas, los llantos y la música se han desvanecido al llegar a destino. -Se la llevo al Máquina antes de que tengas que hacerte cargo de un fiambre más- le dice decididamente. Marcia puede sentir el aire fresco que inunda su piel. De vez en cuando un rayo de sol la alumbra. Ahora respira más tranquila. El hombre la recuesta en el asiento trasero de un auto. Marcia no tiene que hablar hasta que él lo indique. El automóvil arranca débilmente por la calle de tierra. Marcia siente los zangoloteos, le duele el cuerpo pero no se queja. Al fin, las ruedas se deslizan por el asfalto. -¿Cómo te llamás? Sácate la mierda esa de la cara, ya podés ver. -Mar…cia- Titubean los labios mientras, con gran esfuerzo, se quita la tela olorosa de los ojos. Marcia no puede ver bien. Las imágenes son borrosas. Siente desmayarse, está mareada; su mirada inquieta y descolocada lucha por no caer. El hombre le sugiere que descanse. Han salido de Beltrán y faltan dos horas para llegar al lugar. El dedo índice del conductor enciende el estéreo. Los oídos de Marcia reconocen la canción. Se emociona, escucha y solloza: Muchacha ojos de papel// ¿A dónde vas?,// quédate hasta el alba//

30


Muchacha pequeños pies,// ¿a dónde vas?// Quédate hasta el alba// Sueña un sueño despacito// entre mis manos// hasta que por la ventana// suba el sol… El conductor estira su mano derecha hacia atrás y le acaricia los párpados, intenta aliviar el llanto. Marcia se queda. Marcia se deja. Es que esa canción, esa caricia, esa voz que sale por los parlantes parecen ser de otro tiempo. El padre escucha el desconsuelo de su hija y se acuesta a su lado. Aunque Marcia había cumplido los veinticuatro, “mi chiquita hermosa, ya va a pasar“, dice y le ubica la cabeza contra su pecho. Ella no despierta del todo, pero intuye que todo es un sueño. -Un sueño malo, papi- piensa. La voz paterna sigue su canto: Muchacha piel de rayón// no corras más// tu tiempo es hoy// Y no hables más muchacha// corazón de tiza// cuando todo duerma// te robaré un color… La respiración de Marcia se aletarga de a poco. Duerme profundamente. Horas más tarde, un rayo de sol le encandila los ojos aún cerrados. Respira profundo, le da la espalda a la ventana que a esa hora del día conserva una tibieza particular. Se recuesta al fin y mira el portarretratos que la acompaña desde aquel trágico día en que sus padres perdieron la vida. Contempla la foto: Marcia, sonriendo, en el medio de su madre y de su padre.

corazón de tiza,// cuando todo duerma// te robaré un color… El hombre se sienta sobre la cama. Sus pies están en el suelo. Se agarra la cabeza, la reclina y llora sin parar. Suspira, cuando puede. La madre de Marcia detiene la música. Sabe que ha conmovido el corazón del hombre aquella canción con la que consolaba a su hijita cuando sentía alguna aflicción. Sube la vista y de un manotazo se lleva al pecho la foto donde aparecen los tres, la conservan en la mesa de luz después de aquellos días en que dieron por desaparecida a Marcia. -Soñé que la traía de vuelta y la consolaba. Ella lloraba mucho, ¿sabes?, y yo… yo le cantaba justo esta canción, la tenía entre mis brazos y le hacía caricias en la cara ¿entendés?, la tenía en mis brazos.

La mañana también entra por la ventana de la otra habitación de la casa. La tibieza del sol traspasa las cortinas que parecieran bailar junto a la canción que ha puesto su compañera. -¿Hasta qué hora, corazón?- le pregunta ella. El olor a café y a tostadas invade el cuarto. La canción también: Muchacha ojos de papel// ¿A dónde vas?,// quédate hasta el alba// Muchacha pequeños pies,// ¿a dónde vas?// Quédate hasta el alba.// Sueña un sueño despacito// entre mis manos// hasta que por la ventana// suba el sol…// Muchacha piel de rayón,// no corras más,// tu tiempo es hoy// Y no hables más muchacha,//

31


32


Durante un lapso que pareció inmensamente largo, miré sin saber, incluso sin desear saber, lo que tenía delante. Aldous Houxley - Las puertas de la percepción.

E

l doctor Miles Burford era la estrella del London Galvanic Hospital. Siendo residente asistió a los experimentos de Giovanni Aldini en los que se aplicó corriente galvánica en el cadáver de un criminal. Aquella vez, el muerto movió las extremidades y el cuerpo se arqueó como si respirara. El resultado fue tan promisorio que encendió la locura del joven Miles: con el auxilio de la electricidad iba a derrotar a la muerte. Así consagró su carrera a encontrar la dosis capaz de devolver la motilidad del corazón. Pese al afán, los años se sucedían al igual que los fracasos y la complejidad del proceso reclamaba artefactos cada vez más precisos. Y más costosos. Su obsesión elucubró un tratamiento que financiaría todo el proyecto: usar el galvanismo para restaurar los ejercicios del hombre. Al fin de cuentas, también era un músculo. Éxito o mera esperanza, pronto se supo en todos los clubes de caballeros. Enterado, el eminente Sir Archibald Gladstone acudió a visitarlo. Era nada menos que el médico personal del Rey Jorge. Con discreción se acordó una fecha. El joven galeno declinó todo pago, pero aceptó la designación como cirujano de la Casa Real. Llegado el día se preparó al paciente, a cuyos fines se envolvió el músculo claudicante con alambre de cobre y luego se accionó la palanca. Un chisporroteo recorrió los cables. Tras un instante de hesitación, el viejo bulldog sonrió bajo sus bigotes ante las notables muestras de resurrección. El dolor era hiriente pero el egregio director del Royal College of Surgeons no podía estar más feliz con el gentil calambre que otra vez lucía. Imperativo, exigió una dosis extra. No fue una buena decisión. Las mandíbulas le empezaron a temblar y todos los nervios se convulsionaron de forma horrible. No sabemos qué sucedió antes, si el alarido o el es-

tampido. Porque el miembro viril le explotó como una fruta podrida. Hasta el techo quedó salpicado de sangre negra. El olor a carne quemada era repugnante. Con un siseo macabro, las vísceras empezaron a deslizarse a través del humeante cráter que le desdibujaba la entrepierna y Sir Archibald murió con un gesto de incredulidad. Su Majestad ordenó ocultar la desgracia y al doctor Burford se lo exilió en la India.

33


For what seemed an immensely long time I gazed without knowing, even without wishing to know, what it was that confronted me. Aldous Houxley – The doors of perception

M

iles Burford, MD was the rising star of the London Galvanic Hospital. Once, as a fellow, he attended the experiments of Giovanni Aldini in which galvanic current was applied to the corpse of a criminal. On that occasion, the dead man moved his limbs and his body shook up as if he was breathing. After such promising outcome, the young Miles fell into a state of madness and decided to follow a definitive course of action, that is, with the help of electricity, he would defeat death. It was from that moment on that he devoted his career to find the dose capable to return the motility of the heart. Despite his enthusiasm, years went by and there were many failures. Mainly, because the complexity of the process demanding more precise appliances. And these were expensive. However, his obsession gave birth to a treatment that would finance the whole project: the use of galvanism to restore all the exercises of a man. After all, that was also a muscle. Success or mere hope, the good news soon toured all the Gentlemen’s clubs. Aware of such outstanding novelty, the eminent Sir Archibald Gladstone -who was none other than King George’s personal physician- came to visit his young colleague. Discreetly, they appointed a date and time. The young doctor declined all payment but did accept his designation as surgeon of the Royal House. The day arrived and the patient underwent the necessary preparations. His limping muscle was wrapped in copper wire and the lever pulled down. A sizzle ran through the wires. After a moment’s hesitation, the old bulldog smiled under his big mustaches as he watched the amazing signs of resurrection. Truly, the pain was considerable but the egregious director of the Royal College of Surgeons could not be happier with the

virile cramp he wore down there. And so, imperative, he demanded an extra dose. Alas! It was not a good decision. His jaws began to tremble and all his nerves convulsed horribly. We do not know which happened first, the scream or the explosion but his manhood blasted like a rotten fruit spattering black blood as high as the ceiling. The smell of burnt meat was repulsive. Then, with a macabre hiss, the viscera began to slide through the smoky crater that blurred his crotch and Sir Archibald died with a gesture of disbelief. Upon learning of the tragedy, His Majesty ordered to conceal the misfortune and impose on Dr. Burford an immediate exile in India.

34


35


I said, that’s life (that’s life) and as funny as it may seem. Some people get their kicks Stompin’ on a dream Frank Sinatra, That’s Life

A

lguna gente disfruta, se emociona, se excita y se vuelve loca aplastando a los otros: el poder infla sus músculos y los músculos muelen a golpes a los miserables, a los pobrecitos, a las víctimas, a los ínfimos, a los insignificantes, a los payasos. ¿Por qué no? ¡Los músculos y el poder son para eso! El que tiene el poder y no lo usa para hacer lo que quiere, no tiene poder realmente ¿no? Y ahí vamos nosotros los payasitos, agachando la cabeza para que no se enoje el patrón, aguantando vara, conformándonos para sacar para la quincena, para ser mínimamente aceptados, para ser palmeados en la cabeza por nuestros amos. Como el cuento terrible de Osvaldo Lamborghini, El niño proletario: no importa que nos hayan torturado hasta reducirnos a una masa sanguinolenta a punto de morir, no importa que ya no podamos salvar nuestra vida, aún tenemos chance de pedir disculpas para que el torturador no se enoje, para que aunque ya estemos condenados nos muestre compasión, para que aunque sea en un último flashazo de consciencia, antes de cerrar los ojos para siempre, podamos ver que, con un leve gesto en la cara, el amo nos acepta y compadece por haber nacido payasitos. Payasitos que, como dice Thomas Wayne en la película, no pudieron hacer con su vida lo que quisieron, no pudieron alcanzar el éxito. Pero todo lo que es oprimido termina por surgir, asomarse, manifestarse. Y entre más se le oprime y esclaviza, más culera, y violenta y devastadora será su aparición. Todo esto en la película del Guasón, de Todd Phillips, es más claro que el agua, e incluso si se quedara ahí, en esta lectura de la primera capa de la película, la social, sería un buen film, pero lo cabrón es que todo lo que pasa afuera pasa adentro, y que el nivel arquetípico al que se alzan las fuer-

zas que están peleando en esta película, habla no sólo de lo que pasa afuera, sino de nuestra alma o psique o como quieran llamarla. Varios pares de fuerzas antagónicas pelean a rabiar en esta historia: lo poderoso contra lo oprimido, el éxito contra el fracaso, lo bello contra lo feo, lo consciente contra el inconsciente, el yo contra la sombra. Y estas fuerzas trascienden las figuras sociales en las que se manifiestan. Estas fuerzas se encarnan en los personajes del film Lo interesante es que el modelo del poderosos contra el oprimido, además de en la historia de la humanidad, ocurre también, desde el principio, dentro de nosotros. La explotación, no del hombre por el hombre, sino de las figuras a las que hemos dado el poder y las figuras oprimidas. El viejo monstruo sombrío de lo que no aprobamos en nosotros mismos ha sido relegado a las mazamorras, se le latiguea y explota peor aún que a un perro, o a un oficinista que cree que está en camino al éxito, para mantener los lujos de la máscara que aprobamos, de la reluciente persona que ha tomado el poder en nosotros. Sobre esta lucha de clases interna, de una manera hermosa, verdaderamente revolucionaria, nos habla Jung en el Libro Rojo: “Lo ínfimo en ti es la piedra que los constructores descartaron. Se convertirá en la piedra angular. Lo ínfimo en ti surgirá como un grano de arroz desde la tierra árida, desde la arena del más desolado desierto, se alzará y llegará muy alto. De lo abyecto te llega la salvación. Desde pantanos fangosos se alza tu sol. Tú te enojas, como todos los demás, de lo ínfimo en ti porque su forma es más abominable que la imagen que amas de ti. Lo ínfimo en ti es lo más despreciado y desvalorado, lleno de dolor y enfermedad. Es tan despreciado que uno esconde el rostro ante ello, que no se lo considera para nada, incluso se dice que no existe, ya que uno se avergonzaría a causa de ello y se despreciaría a sí mismo. Por cierto, lo ínfimo porta nuestra enfermedad y está cargado con nuestro dolor. Lo consideramos como lo que está plagado y castigado por Dios debido a su despreciable fealdad. Pero en virtud de nuestra propia justicia

36


está herido y expuesto a la locura en virtud de nuestra propia belleza es martirizado y oprimido. Le dejamos el castigo y el tormento, para tener paz pero nosotros asumiremos su enfermedad y a través de nuestras heridas nos llegará la salvación”. ¿Oyeron eso? “Pero en virtud de nuestra propia justicia está herido y expuesto a la locura en virtud de nuestra propia belleza es martirizado y oprimido” El Guasón es la encarnación de lo ínfimo en la sociedad y en nosotros. Thomas Wayne y los medios y los yupis de Wall Street son la encarnación de la poderosa consciencia. Ante sus ojos los ínfimos no somos nada, “somos los que cargamos la enfermedad y el dolor”, si algún día nos encontraran muertos en el suelo, los poderosos pasarían encima de nosotros sin siquiera notarnos. El acierto, la fuerza, la maravilla de esta película, más allá de los colores y la fotografía y la actuación y las referencia a películas setenteras (¡hay tantas películas que aciertan en estas áreas pero que son más huecas que telenovelas), es que es un canto enloquecido, hermoso a la coronación de lo ínfimo. La sombra toma el lugar que le corresponde, reclama su existencia en el mundo ante el resto de la psique: es un baile macabro, brutal y tenebroso y maravilloso. Por primera vez, como dice el Guasón en esta película, lo ínfimo siente que es visto. Que existe. Pero la peli no sólo se queda ahí: No es, como otros films (El club de la Pelea, por ejemplo), una idealización romántica de la sombra: El ínfimo no es un héroe, está enloquecido, está feliz y ya es alguien y existe, pero su fuerza ha sido oprimida por tanto tiempo que sale sin control y destroza lo que se ponga en su camino. Los opuestos que se contraponen se difuminan, la separación entre lo bueno y lo malo se desvanece: las dos fuerzas son igual de monstruosas. La película tuerce los mitos (o estereotipos, más bien) del comic. Thomas Wayne, que siempre había sido un padre cariñoso y comprensivo, el típico de gringo bueno y justo y creyente de Dios, es mostrado como un monstruo solitario deformado

por el poder, y su hijo, el mimado Bruce Wayne, un niñito friki hijo de un monstruo. La monstruosidad de esta guerra de manifestaciones descontroladas es la que lo engendra, y nada más que otro monstruo puede ser creado por estos dos padres: Batman será un monstruo que combatirá por el restablecimiento de la consciencia, de lo aparentemente bueno, pero no dejará nunca de ser un monstruo. Me sorprende graciosamente que una película como está, hollywoodense, al fin y al cabo, sostenida y promovida por un capitalismo feroz, intente dinamitar los símbolos del consciente americano. Torcerlos, dejar que al menos a través del arte, aunque sea en las pantallas, se asome la sombra. Al capital, y al poder, seguro, debe de tenerlos sin cuidado: es mucho mejor que se manifieste así, convertido en arte, a que el monstruo se encarne realmente; esta forma, incluso, es un buen negocio. También, a las figuras que tienen el poder dentro de nosotros les convendría dejar que lo ínfimo se muestre, exista, por lo menos en el arte, para que no algún día salga a la fuerza, explote y reclame su lugar dentro de nosotros de forma salvaje. Para que no nos dé, finalmente, lo que nos merecemos. “Tienes lo que te mereces”, le dice el Guasón al presentador, un tipejo cualquiera que como cientos de miles han construido un excelente negocio en los medios burlándose de nosotros los payasitos ínfimos (¿se acuerdan de Sammy?), un tipejo cualquiera que como cientos de miles han forjado su coto de poder a expensas de pisotear a los otros. Si nuestro yo, el gran poderoso, es aniquilado, si el payaso ínfimo oscuro le vuela la cabeza de un balazo, habremos tenido nuestro merecido. Al final, nuestra única esperanza de salvación es reconocer al otro, al ínfimo, al violento, al detestable en nosotros y en el mundo. Hasta que no sea visto y reconocido por todos, el caos seguirá burbujeando abajo de la superficie, a punto de estallar en cualquier momento, para deleitarse en un festín de sangre.

37


38


que nadie tocaría retumban los tambores en la noche que gimiente en la voz se retuerce para invocar cierto satán o mustio grito que alaba al cielo a la tierra a los hados para que el mundo paralice la locura de matar a quemarropa para que cunda el miedo el pánico la peste renovada para suspender la codicia la destrucción del árbol de la selva venga la venganza el dolor la sombra el desfallecer acá se insultó se agredió a la pacha lo sagrado el agua los vestigios de la vida microorganismos células amenazadas condenadas a la extinción retumban los timbales como una libertad sonora el planeta el virus la sangre el odio todo confabula el equilibrio de la especie será así tres cadáveres por cada paisaje cada árbol cada mililitro que no se pueda beber.

39


40


N

o se detuvo siquiera en su nombre. No parpadeó. Tomó la mochila y dentro volcó tres libros, un marcador, una cuchara, un pin con la cara sonriente, un avioncito de papel, un abrecartas y un pañuelo rojo. Afuera el aguacero se intensificaba y la pregunta de una canción viejísima le cosquilleó la boca: “¿Dónde va la gente cuando llueve?” La calle de barro bajo sus pies le pareció chocolate. Un chocolate corrompido, rancio, pero no por ello menos satisfactorio. Una brisa fresca la envolvía, y ella seguía dando saltos entre los charcos. La zanja, donde alguna vez hubo ranones, se agitaba en corrientes y crecía poco a poco. Otra canción, también antigua, le subió desde el estómago y en su boca formuló una súplica: —Viento, dile a la lluvia, que quiero volar. La noche anterior y la anterior y la anterior había llorado. Ahora ya no. Seca de llanto, mojada de lluvia, cruzó el camino que llevaba a la Terminal. Las vías oxidadas y los vagones henchidos y pintarrajeados, más las botellas rotas y los diarios apelmazados, le sonaron a una pintura surrealista o a alguna foto cursi en blanco y negro. Caminó la vía en desuso desde los noventa, y se adentró en ella como si una cinta magnética la llevara. Los Barrios Pobres ladeaban el paisaje. Las zapatillas salpicaban el agua de los durmientes. Unas ratas curiosas orejeaban mientras roían la basura. Ella siguió y siguió. De vez en cuando sale lo que se oculta en el fondo, la mancha que escondemos, el fondo del fondo, el abismo que se hace rostro y a veces carne. El dolor se sostiene con una armonía de corcheas y contrapuntos. Y en ella, las primaveras ya no florecían y las olas del verano se habían contaminado con petróleo de barcos encallados. Saludó al Gauchito Gil con un beso y dejó atrás las últimas casas de cartón. Luego de un buen tiempo de arboladas y ramas filosas, llegó al puente. Ese hermoso armatoste que tanto guardaba en sus recuerdos de infancia. No miró hacia la ruta, por donde los autos pasa-

ban con luces altas. No quería empañar esa tarde con faros alógenos y pitidos apurados. Sacó el marcador de la mochila; y temblando, dibujó una tortuga simple, sin relleno. Y dentro del caparazón, escribió sus iniciales. Luego tomó el abrecartas y se hizo una X en la muñeca. Ya no pensaba en la muerte, pues había aceptado que todos somos inmortales, hasta que se demuestra lo contrario. Ninguna buena canción se le ocurrió, así que empezó a gritar al cielo, como exhortación: —¡Esto y nada más! ¡Nada más! ¡Nada más! Le urgió una imagen simbólica, un gesto poético, una pizca de belleza que homenajeara al puente. Y sobre todo a la lluvia. Tomó los tres libros, los puso en triángulo; dentro colocó el avión de papel con la cuchara encima. Acomodó el pin sobre el ala izquierda. Volvió a la herida y la profundizó; y con la sangre del filo del abrecartas, dibujó un mandala en cada lado de los libros. Y como mantra, repitió en voz baja: —Nada más, nada más, nada más. Después se ató el pañuelo en la muñeca, arrojó la mochila y el abrecartas hacia el Riachuelo; y silbando hacia abajo, se dio vuelta y abrazó la temprana noche de lluvia que encapotaba toda la ciudad. Y frente a ella se le antojó la luminaria de unas velas que no se inmutaban ante el incesante goteo. Despacio, como quien entra tarde al teatro, sus pasos se hicieron etéreos y su voz inaudible. Traspasó la eternidad en forma de pez y ave y cielo y tierra y fuego y lluvia; y locura y paz.

41


42


II.I.

II.IV.

Cae el dolor en una gota de lágrima Atado de pluma y papel No podré advertir Herir hasta la muerte es sólo un aspecto del libertinaje Brindemos por ser con cada hora más imbéciles El reloj deglute esta huérfana escritura Anuncia mi muerte No hay palabras para quien escribe Apenas un crescendo de ídolos parlanchines

Me obligan a decir la verdad Aunque jamás he mentido Sólo he dicho mi verdad Y qué anhela un niño? Un amor inmenso e incurable como un infierno Como una mentira una verdad un rincón secreto un patio de flores durmientes un lecho donde soñar que es aún un niño

II.II Adiós cítaras centelleantes! Adiós vida! Bailo entre acordes inútiles Todos los labios son sanguijuelas a la hora del sexo Este amor cual rueda de molino y tormenta Un hueco con insuficientes palabras me haré Si escribo cadáver puedo serlo? Puedo confeccionar lo que quiero ser con sólo decirlo? Donde la pureza no existe iré a escribirla Tal cual como no sé decir mi nombre Un collar de pequeños satanes es el poema

II.III. Hay risas coaguladas sobre la cama Un libro de seda al borde del piano cae sin quejarse Eras el color amado y asesinado Eras la prisa y el sabor de la locura El lenguaje no te hace justicia Nos hemos manchado de abandono

43


44


S

alí de la cama y puse más agua en la pava eléctrica. Necesitaba otra taza de té. Elegí un saquito de sabor canela, añadí el agua vaporosa y dos cucharadas de miel. Esto debía bastar. La cabeza me daba vueltas. La última jornada de 16 horas en el maxiquiosco trastornó mi rutina de sueño. Apenas tenía un par de horas antes de mi próximo turno y no había dormido en día y medio. Pasé siglos al acecho del peligro que no llegaría. A las tres de la madrugada llevaba cuatro tazas de té de distintas hierbas relajantes, pero me sentía un cantante de ópera con anginas a cinco minutos de salir al escenario. En seis horas comenzaba mi turno y sólo pensarlo me anudaba el estómago. El alquiler no se paga con intenciones. Me sumergí en las mantas gruñendo al reloj. Centré la vista en las sombras que proyectaba la lámpara de noche: rostros burlones en la barra de un bar fantasmagórico, miradas huecas que escrutaban mi miseria. Oí sus balbuceos socarrones, sus risas. Suspiré. Con los ojos húmedos de cansancio, revisé mis mensajes. Mi mamá quería saber si podía pasar a buscar a mi hermano al jardín, además los boludos de la clase de Práctica I habían colmado mi galería con fotos de pitos de todos los colores y tamaños. Alargué el brazo hasta el cajón de la mesita de noche, a tientas tomé la botellita de colirio. Coloqué dos gotas en cada ojo y los mantuve cerrados hasta que los sentí aliviados. Le contesté a mamá y borré la colección pornohub. Dejé el celular a un lado. Acomodé una almohada debajo de mi cintura. Mi espalda se sentía como una vieja y destartalada cuerda de violoncello. ¿Alguna otra idea magistral, Marta? Supuse que podría intentar con una de esas meditaciones para dormir, de las que tanto hablaba mi madrina. Busqué el celular a tientas. Prendí la pantalla con cuidado porque no quería que el brillo me perforara el cerebro. YouTube me mostró centenares de videos con títulos como “MEDITACIÓN GUIADA

PARA UN SUEÑO PROFUNDO”, “VIAJE ASTRAL CON MEDITACIÓN GUIADA”, “SE QUEDARÁ DORMIDO EN MENOS DE DIEZ MINUTOS CON ESTA MEDITACIÓN”, todos videos de más de veinte minutos. ¿Por qué las mayúsculas? ¿Será algún código místico? Reí en mi mente. A estas alturas ya estaba rejugada, así que opté por una meditación de treinta minutos. Tomé los auriculares de la mesita y me los puse. Comencé el video. “Bienvenido. En los siguientes minutos mi voz te guiará hacia la relajación absoluta, al sueño profundo y reparador, para que tu alma purificada pueda continuar con tu rutina sin malestares…” La voz femenina era similar a la de aquella mujer que leía el horóscopo en el Canal 13 todas las mañanas. Incluso la música seudoastral era similar. Me inquietaba bastante, pero no era un buen momento para ser quisquillosa. Continué con el video. Dejé el celular a un lado de la almohada y cerré los ojos. “…Concéntrate en mi voz. Quiero que vacíes tu mente. Piensa en el color blanco... Ahora, concéntrate en tu respiración, sigue el recorrido del aire, inhala leentamente... Ahora relajemos el cuerpo. Comencemos por los pies. Respira profundo, muuy leento. Relaja las puntas de tus dedos. Sube. Relaja las plantas de los pies, eso es… Continúa. Relaja el empeine. Respira leeento. Así es. Ahora los tobillos. Relaja los tobillos. Debes sentir como tus pies y tus tobillos están com-ple-ta-mente relajados, libres de cualquieer tensión. Respiiiira leeeenntoo…” Quité el video y cerré la aplicación. El tono de la voz, las palabras ralentizadas sumadas a esa música de fondo me daban náuseas. Estaba dispuesta pero esta combinación auditiva era imposible. Además, si pudiera relajarme simplemente pensando en relajarme, no hubiese estado buscando videos de relajación en YouTube. Me arranqué los auriculares. Salté de la cama. El impulso me ma-

45


reó y me llevé la mano a la frente. —¡¿Cuál es tu puto problema, cuerpo de mierda?! ¡¿eh!? ¡¿qué carajo querés de mí?! ¡por si no te diste cuenta, si me muero yo también te moris vos, cerebro estúpido! —apreté los puños a los lados de mi cuerpo. Probablemente todo el barrio escuchaba mis gritos, y no me importó. —¡Siempre es lo mismo, siempre la misma mierda! ¡No puede ser! —grité, alzando las manos al techo, en reproche a algún ser superior o programador de esta realidad nefasta—. ¡¿Qué se supone que haga?! ¡Si querés matarme, hacelo ya, pero terminemos con esta payasada porque no es divertido! —, sentí las lágrimas acumulándose. —¡Todo esto es ridículo, no puede ser, no es justo! Volví a la cocina y me serví un vaso de agua de la canilla. Mis ojos escupían las lágrimas. Vi la hora. Mierda. Supe que era inútil seguir intentando. Las manos me temblaban. Faltaban tres horas para mi turno. Respiré profundo. Ya fue. Fregué mi cara con las manos, busqué mis anteojos y me los puse como pude. Preparé mi café especial revive-muertos: tres y medio de café, negro, amargo, demasiado caliente. Dejé la taza en la mesita de noche. Prendí las luces, apagué el velador, me senté en la cama, y tomé el celular. Me coloqué los auriculares, casi rogándoles que funcionaran y que me disculparan por tratarlos mal. Descomponer auriculares se me daba demasiado bien. Me metí a Instagram. Pasé las fotos, despilfarrando corazones. Un par de outfits, algunas selfies, memes de gatitos, fragmentos de animés. Una descripción me llamó la atención: “Del odio al amor sólo hay un paso, o un ensayo improvisado. Qué piensan? Ya la vieron?”. Tenía el sonido activado, y el video se reprodujo. “Iwaki- san rihāsaru shimashou…” El fragmento no estaba subtitulado, pero por las voces roncas y las mejillas sonrojadas de los personajes, supe lo que era. No me equivoqué.

Sentí la sangre acumulándose en mis mejillas. Qué ridículo, ¿cómo sonrojarse a estas alturas y con algo así? “Seguir viendo” me sugirió la publicación. Ni siquiera consideré negarme. Guardé la publicación y continué el video. Los pensamientos de ¿Iwaki? meditaban sobre la situación, supuse, mientras otro personaje lo desvestía en un sofá. Quién sabe qué estaba pensando Iwaki en japonés, pero por el tono de su voz, creí que se sentía confundido acerca de sus sentimientos. ¿Cómo podría saberlo? Puede que solo sea lo que yo quiero que piense para justificar el calor que me recorre el cuerpo. Pausé el vídeo, di un sorbo a mi café y me recosté en la cama, con una almohada debajo de la cintura. Reinicié el vídeo. Subí el volumen al máximo e intenté descifrar los pensamientos de Iwaki. Descubrí que su compañero se llamaba Kotau. Cada toque era preciso y delicado. No había nada explícito en la animación. Solo lo justo para dejar en claro el deseo que sentían Kotau e Iwaki. El fragmento terminó. Automáticamente se reprodujo el video siguiente, una publicidad de zapatillas que me despertó de la ensoñación. Denuncié la publicidad como inapropiada, aunque no lo fuera realmente, pero era inapropiada en ese momento. Una falta de respeto. Con el cuerpo acalorado, volví al fragmento. “Iwaki-san rihāsaru shimashou…” sugirió Kotau a Iwaki. Me quité los lentes, sostuve el celular con una mano y deslicé la otra por debajo de mi remera. Acaricié mis costillas, mi cintura, mis caderas, leeento, como decía la voz del horóscopo. En la pantalla, Kotau saboreaba el cuello de Iwaki. Meditación, sí claro. Con las yemas de los dedos, busqué mi cuello, mi clavícula, mis tetas; avivé la piel con movimientos envolventes. Iwaki se estremecía con las atenciones de Kotau. Giré mi cuerpo sobre la cama, quedando boca abajo. Atendí a los pensamientos de Iwaki. Aunque estuviesen en japonés, imaginé que eran los míos. Dejé el celular a

46


un lado, apoyé la mejilla en la almohada y levanté las caderas; pasé una mano por debajo de mi cuerpo, la guíe por mi pelvis, debajo de la pijama, de la ropa interior. Relajé las caderas y volví mi atención a la voz de Iwaki. “Watashi-tachi wa koko ni imasu…” Mi entrepierna recibió a mis dedos con ánimo de viejos amantes. Amantes que se reencuentran luego de décadas de intercambiar cartas en secreto. La voz de Kotau murmuró algo al oído de Iwaki. Una súplica. Un escalofrío me recorrió la columna. Acaricié alrededor del clítoris, guiando la humedad con cuidadosos movimientos circulares. Los pensamientos de Iwaki se mimetizaron con los míos. Kotau jadeaba, mis caderas se apretaban contra el colchón, mi mano estaba empapada y casi inmovilizada. Pequeñas descargas eléctricas me recorrían el cuerpo como ondas de sonido. Un ronroneo exquisito nos consumía. Todos mis músculos estaban contraídos mientras Iwaki intentaba conciliar sus sentimientos hacia Kotau. Un gemido bajo, casi un gruñido, se alzó en la habitación. Mío, de Iwaki, de ambos. No estaba segura, no importaba. El acorde final vibró para nosotros, derramando su resonancia. Se amplificó en cada rincón de la habitación, en cada poro de mi carne, en cada pulgada de mis huesos. La alarma me devolvió a la realidad. 6:55 de la mañana. Debía estar en el quiosco a las 8:45. Un bostezo se escabulló por mis labios, dejándome atónita. Ahora no tenía ningún interés en salir de la cama. Tomé el teléfono. ¿Debería llamar? Supuse que no era conveniente. Escribí mensajes en vez de eso.

porfa estoy hecha mierda Esperé la respuesta de mi encargado. Demoró unos minutos en conectarse. En cuanto estuvo en línea, me escribió. Ey OK olvidate de tu franco el sábado Los favores de Darío no eran baratos, pero valió la pena. Había mentido por motivos más banales. Tal vez sí merezca trabajar para gente como él, después de todo. Dale gracias! Respiré profundo. Desactivé todas las alarmas y dejé el teléfono en la mesita de noche. Me quité toda la ropa húmeda. Me limpié la piel con pañuelos descartables. Apagué las luces y me metí a la cama. Aún sin comprender cómo, la cuenta regresiva se reinició. Ahora tenía ocho horas para dormir. Mi cuerpo resonaba como una cuerda de violoncello afinada.

Buenas Darío no me puedo levantar de la cama creo estoy engripada cubrime

47


48


V

oy a hundir mi nariz en la espuma de las olas. Un rebote de sol corona el final de la tarde. El cielo cambia de color, sopla un viento que desparrama todo con ganas de tormenta y el manto celeste queda como una pelopincho desarmada. Todo lo que veo es una invitación al lado salvaje. Hace mucho calor. La cabeza me explota por las caipirinhas de ayer, pero loco, calavera no chilla. Estamos en el paraíso. Y soy el Surfer Calavera, una máquina de huesos. Vengo de lejos, surfeando avalanchas, amo de las resacas, sé muy bien que la vida es corta. El viaje fue un garrón pero no lo pienso más, yo me quedo acá. Persiguiendo chicas bajo el sol de Copacabana. Ahí está esa piba tirada en la arena, es muy rubia y curte tabla, un estilo “hasta las manos” que me alucina. Es una Surfer Rosa. Le voy a tirar los perros, la voy a invitar una cerveja gelada, a fumar unas flores y a cabalgar un par de olas. Bien cara rota. El chamullo del conurbano es una fija. Y si me corta en seco, ya vendrán tiempos mejores. Mirá este paisaje. Si me vieran los pibes... El wachín, Calavera, tirando facha en Río de Janeiro. El corazón me hace pogo adentro del pecho. Me acerco despacio y la rubia se pone a falar con un garoto, un negro musculoso que mide dos metros. El mono estaba haciendo capoeira. Emprendo la retirada cabizbajo, con la cola entre las patas. El mar se ríe con dientes de espuma blanca, como si hubiera entendido, el turro me descansa. Rompen olas que parecen asesinas. Desde lejos invitan... ¡A surfear! Aparece en lo alto una inmensa y pálida luna. La noche va queriendo abrazarnos. De repente un rayo y el estruendo que anuncia la lluvia. Abrazo mi tabla de barrenar y encaro. El agua esta fría al principio pero te acostumbrás de toque. Caen las primeras gotas. Me voy a montar en la cresta más alta. Siento deseos de envolverme en agua salada y deslizarme con la tabla por montañas de agua. Caigo. Ruedo entre la arena y abro los ojos. Ahí está la rubia, la Surfer Rosa. Me tiende la mano. Sonríe. Corremos de nuevo mar adentro. Vamos a hundir la nariz en la espuma de

esas olas, mientras el viento desparrama todo con ganas de tormenta. Track List: Surfer Rosa – Pixies Playas oscuras – Los Visitantes Surfer Calavera – Los Fabulosos Cadillacs Las increíbles andanzas del capitán Buscapina – Los Redonditos de Ricota Surfeando el riachuelo - Flema Montañas de agua - Babasónicos

49


50


M

i nombre es Salvador Medina, y deseo dejar testimonio por medio de estas letras que he llegado a comprender, al menos hasta el horizonte que pueden alcanzar mis elucubraciones, de cómo lo sencillo puede volverse extraordinario, confuso, y tal vez, ¿por qué no? Terrible… He logrado vislumbrar uno de esos cabos donde la realidad se desanuda. Un punto ciego, por así decirlo, en el cual aparecen fenómenos inexplicables que, aún a falta de un argumento certero, son parte esencial del entramado galáctico que une a todas las cosas, y deja a todos los seres nacer y morir entre sus extensos pliegues. Miré, aunque sea por un brevísimo instante, por el ojo de la cerradura astral. Soy un odontólogo retirado, o jubilado si se quisiese, padre de dos hermosas jóvenes: una profesional, arquitecta; y otra estudiante avanzada de la carrera de medicina. Ambas formadas en universidades públicas. Hace un par de años, perdí a mi esposa en una noble lucha contra una neumonía atípica que todos la sufrimos, incluso nuestras fieles mascotas. No estoy en contra del natural discurrir de los sucesos, supongo que al existir, de forma implícita quizás, uno acepta las reglas del juego. Considero justo de que si voy a dejar testimonio de lo increíblemente extraño, una confesión tan importante y peligrosa de confirmarse, mi familia debería de alguna manera ser parte de ella. Mi esposa se llamaba Marta, y era una mujer maravillosa. Por algún motivo que no pienso determinar, recuerdo en forma obsesiva su sonrisa cada noche antes de acostarnos, resplandeciendo bajo la luz cálida de nuestro velador. Y mis padres, Juan José Antonio y María Martina, también deberían ser parte de esto. El hecho que narraré se posiciona exactamente treinta años atrás. Era yo un joven profesional que gustaba de trabajar día y noche en mi consultorio. Llegué a alcanzar un nombre respetable, donde la publicidad me era por suerte innecesaria. El boca a boca era la norma en Corrientes, donde los políticos, artistas y renombrados empresarios, cuidaban siempre sus cavidades bucales, aunque no

hubiese necesidad de dejarse ver utilizándolas, como sonreír para una foto, por ejemplo. De todas maneras, era a mí a quien buscaban, pagando en efectivo y en el acto. Me sentía muy agradecido y suertudo, ya que a mi joven esposa, embarazada en ese entonces de nuestra primera hija, no le faltaba prácticamente nada desde lo material. En referencial a lo emocional, lamento no poder dar igual aseveración, nunca he sido una persona impresionable, ni mucho menos afectiva. Pero sí he sido alguien presente, al menos hasta el momento en el cual termine de escribir esta carta. Habiéndonos asegurado una casa, un vehículo y algunas que otras cosas, propias del pecaminoso capricho humano, decidí extender mi buena fortuna un poco más allá de mi familia inmediata. Así que empecé por mi madre, quien en ese momento vivía en el interior de la provincia. Mis hermanos, por otro lado, considero no deben figurar en ninguna parte de esta historia, más que como ingredientes accesorios. A veces, la sangre no es lo suficientemente espesa. Mi padre, era leñador, un oficio que hoy resulta extraño de solo imaginarlo. Su padre, a su vez, también fue leñador, y desconozco los insólitos motivos por los cuales yo no he llegado a serlo. Ni yo, ni ninguno de mis nueve hermanos y hermanas. Recuerdo que sus brazos eran tan gruesos como los troncos y ramas que decapitaba de un tajo. Tenía una mirada triste, pero penetrante. Sus pantorrillas, hinchadas y venosas, llegaban casi sin excepción con laceraciones de variada gravedad al finalizar sus jornadas de trabajo. Era un sujeto de palabras justas que separaba todo entre: lo que estaba bien y lo que no estaba bien para el Señor. Falleció joven, o lo que hoy podríamos considerar muy joven para morir. Un viernes por la madrugada, llegó a casa con una mordedura de yarará en su mano izquierda. Y sin prestarle importancia, se acostó esperando que un reparador descanso lo sanara como de costumbre. Bueno… al destino tampoco le importó que él continuase realizando su labor. Según nos relató mamá, Dios se había ofendido porque papá había seccionado sin necesidad a la serpiente en cuatro partes, y

51


arrojado luego a nuestros perros para exquisito alimento. “Toda forma de vida debe respetarse”, solía él decir, aunque al parecer el realizar lo contrario terminó condenándolo. Mi madre, por su parte, era ama de casa como la mayoría de las madres de esa época, aunque tenía una mano tan ágil y precisa para la costura, que había logrado instalar un taller pequeño y modesto, pero concurrido donde zurcía con gran maestría. Se dedicó a esta tarea hasta mi nacimiento, el más pequeño de todos sus hijos. Sus dedos, nudillosos y torcidos, artríticos como las ramas de un jacarandá en otoño, narran hoy parte de su historia. Así, un día me decidí por viajar a Itatí, a la estancia de mis padres en la cual viví hasta los dieciséis años de edad. Recuerdo que en esa oportunidad, mi madre me había recibido en el pórtico de la casa, tan asombrada como quien ve un aparecido a plena luz del día. Claro está, no existían para ella los teléfonos de línea fija, y jamás fue una acérrima usuaria de las cartas y los telegramas, de forma tal, que no tenía otra manera de anticiparle mi llegada. —Mamá, buen día —le dije, ni bien la vi. —Hola, hijo —me respondió, volviéndose a meter a la casa y dejando la puerta abierta detrás de sí. Sin saberlo, fue la anteúltima vez que pisé ese lugar, y la última vez que la vi a ella con vida. ¿Viviríamos acaso con la misma intensidad si supiéramos de estos eventos por venir? Dejé al principio las maletas en el automóvil; aun siendo mi madre, no quería incomodarla con la idea de quedarme allí sin antes preguntar. Unas horas de charla en el patio interno y volví a sentir lo que esa casa me había dejado: un gusto amargo y profundo, visceral, de esos que terminan configurando físicamente nuestros rasgos. Pero no se debe confundir lo agrio con el asco, como no debe intercambiarse el deseo por la necesidad. Ese día, por ejemplo, había yo sentido la urgencia de volver a mi hogar, puesto que me encontraba en un punto de mi vida que debía retornar a las raíces primigenias, deseando de ese árbol volver a pro-

bar su sabio fruto, dulce o amargo, enérgico que seguro me revitalizaría. Durante nuestra charla, mi madre me dijo que mis hermanos y hermanas la visitaban de vez en cuando, coincidiendo incluso algunos de ellos sin haberlo planificado. Después de tanto tiempo la vi encorvada, como un tallo firme y resistente que, sin romperse, se había doblegado ante el tiempo más por respeto que por rendición. Su rostro era un tejido que se arrugaba hasta casi el infinito, en el cual difícilmente podía definirse gestos de tristeza, alegría o amargura, ni mucho menos hablar de ver sus dientes al gesticular. Sin embargo, el brillo de sus ojos, rodeados ya de arcos seniles y un tanto amarillentos, seguía destellando relámpagos de voluntad. Quise preguntarle por mi padre, pero no tuve el valor. A los muertos, había escuchado una vez, debía dejárselos dormir, esa es su naturaleza y nadie debería alterarla. Mamá aceptó que me quedase al menos por el fin de semana, cuestión que me fue muy grata. Bajé las valijas y las dejé donde fue mi cuarto. Luego de un reconfortante baño, utilicé el teléfono fijo de doña Kuban, una de nuestras vecinas, para informar a mi esposa que había llegado en buena condición, y que no se preocupase más de lo necesario, que en menos de dos días estaría volviendo, y que mamá le enviaba los mejores deseos de buena ventura y salud. La noche cayó pronto sobre nosotros, y mamá ya se había acostado mientras yo estaba en lo de Kuban. Tomé algo de la cocina, llené a medias el estómago y me aventuré a recorrer todo el perímetro que me había visto convertirme en un joven caballero. El tiempo parecía no haber cambiado lo esencial, cada cosa estaba en su lugar. Incluso las llaves de luz eran las mismas que de hacía años. Los cuartos estaban limpios, ordenados y listos para los visitantes eventuales. La casa tenía una estructura antigua propia de edificaciones coloniales, donde la sencillez de sus líneas y formas conquistaban cada detalle. Un corredor central en forma de L invertida, bordeaba un patio interno descubierto y sin suelo, donde un plantero lateral ganaba presencia. La galería

52


comenzaba en la puerta de acceso principal, y terminaba en la del patio trasero. A su vez, ésta iba presentando una a una las puertas de las habitaciones, exactamente iguales las unas a las otras. La primera habitación era la de mamá, luego venían unas cinco más y finalmente, justo antes de la salida al patio exterior, estaba la pieza que era de papá. A diferencia de lo que hoy uno puede comprender, en esos tiempos los padres solían compartir el cuarto únicamente para la intimidad. Las puertas de las habitaciones eran de estilo rústico, fabricadas de pino macizo, ciegas, pesadas y con dibujos de seis tableros tallados a mano. Algunas ya tenían las mordeduras propias del tiempo, aunque soportaban su postura solemne y dictatorial. Mamá mantenía el hábito de dejarlas a todas entreabiertas, de forma tal que si el viento amenazase anunciando una tormenta, por los azotes de los ingresos ella sabría con increíble exactitud la naturaleza y fuerza del vendaval por venir. Al peregrinar en el silencio de la noche por el corredor principal, sintiendo en mis pies desnudos las baldosas cerámicas de color rojo y bordes biselados, recordaba mis carreras de infancia de un extremo al otro, sorteando a velocidad las columnas verticales de madera de eucalipto que sostenían los techos del corredor. De pronto, la imagen de mi madre como absoluta soberana de ese palacio de recuerdos me palpó ligeramente el ánimo, invitándome a derramar una sensación melancólica que me recorría la espina toda. Tanta memoria, grabada con sangre y sudor en esos metros cuadrados. Las casas, comprendí también esa noche, al igual que los desdichados hombres, tienen su historia con un inicio y un final. Y también un alma, tal vez. A diferencia de las demás puertas, que lucían picaportes de hierro pintado en negro mate y con diseño de rulo de media vuelta, el de la habitación de papá exhibía una forma más detallada, compleja. Era como si el metal que hacía de manija se doblara sobre sí mismo, abrazándose entre cada vuelta, para luego volver a la unión con la madera. Tenía la impresión de que era la imagen de una serpiente oscura y opaca, comiéndose a sí misma.

Era la única puerta de la casa que permaneció cerrada luego de su muerte. Desconocía si la llave estaba echada o no. Que yo supiese, nadie, ni siquiera mamá, había vuelto a entrar. De pequeño, recuerdo que velaron a papá en esa habitación, y una especie de desesperación me carcomía cada vez que tenía que pasar frente a ella; era, en esa casa, una nube negra y solitaria que uno deja intencionalmente de lado, para considerar el resto del limpio firmamento. Aquella noche, con la calma de un cielo estrellado, distante, y al resguardo yo entre las paredes de mi infancia, un valor desquiciado, pervertido y sin tregua me poseyó. Era el abismo llamándome, la traición directa contra los mandatos implícitos. Sin dubitarlo un segundo más, tomé con firmeza la manija y accioné su mecanismo. Sonó antiguo, seco y quejumbroso. Ingresé en ella como quien se arroja a la frescura de una laguna nocturna: excitado y expectante. Dentro de la habitación, pequeña y vacía, para mi sorpresa había otra puerta idéntica a la de la entrada. Tan parecida, incluso en los nudos de la madera que figuraban en sus tableros, que creí alucinar. Lo primero que llamó mi atención fue ese acceso. Pensé por un momento que era alguna construcción anexa que realizaron desde que me había ido, después de todo, no había visto aún el patio externo. No recuerdo como estaba iluminada, pues no encendí ningún dispositivo eléctrico ni llevaba fuego conmigo. Sí recuerdo, que veía todo con absoluta claridad, más me arriesgo a decir hoy, que si no había iluminación en esa habitación y las demás, entonces por criatura de la noche puedo ver más allá de lo que el mundo muestra. Pero esa es una teoría que ahora no arriesgaré. Avancé hasta esta segunda puerta, y volví a repetir el intento de apertura nuevamente con éxito. Y antes de pasar por ella, me sorprendí por no haber percibido absolutamente nada en la habitación de papá, ni siquiera el recuerdo de su cuerpo hundido entre las infames mortajas que rememoro. Ni siquiera el olor era distinto al de afuera, y la temperatura, dentro de su cuarto, era la misma

53


que la del patio. Todo el secreto de esa habitación, todo el temor, lo había eliminado. La incertidumbre crecía como la sed de un perenne desierto. Lo extraordinario, vino a continuación. En la habitación contigua a la de papá, no estaba el patio exterior, sino que había otro cuarto exactamente idéntico: mismas paredes blancas y descascaradas en las esquinas, mismo piso damero hecho de combinación de cerámicos blancos y negros intercalados, misma puerta, mismo picaporte… Y como lo hice la primera y la segunda vez, cerré el ingreso detrás de mí y avancé. Al principio, volví a considerar la posibilidad de la extensión edilicia que seguramente abarcaba ya gran parte del jardín externo. Sin embargo, esta teoría se destruyó por completo con el sencillo acto de ir poniendo un pie delante del otro. Puesto que continué entrando y saliendo de una habitación a otra, avanzando siempre en línea recta. O así me pareció. En lo imposible, lo inexplicable de aquella experiencia, según pude determinar volviendo sobre mis pasos, había abierto y cerrado mil doscientas veinticuatro puertas, y caminado más de cien kilómetros. Era como caer por un extenso pozo horizontal, adentrándome a lo profundo de un organismo viviente, puesto que era eso: un mundo dentro de otro mundo, mil casas dentro de otras casas. Un lugar que respiraba, que latía desde lo bizarro, donde el agotamiento físico no me alcanzó, donde el delirio no tuvo lugar, solo la extraña sensación de haberme topado con algo tan insólito, que no rompía mi fría lógica sino que creaba otra diferente, lateral ¿Portales tal vez? De todas formas, no intento dar explicación alguna en estas páginas, puesto que considero que ello me es ciertamente imposible. El desconcierto fue lo más terrible de los fenómenos que había atravesado esa noche, y debo admitir que el camino de vuelta no fue para nada idéntico, si es que en algún momento podrá uno decir que va o viene en dirección alguna en ese lugar. Al día siguiente volvía a Corrientes con mi familia. Nunca hablé de esto con nadie, tampoco me apresté a investigar. Lo que sí hice durante déca-

das, fue rumiarlo en mi mente, una y otra y otra vez hasta el hartazgo. Obsesionándome con cada puerta extraña o antigua que observase. ¿Fue mi padre?, ¿fue la casa?, ¿la puerta? Ojalá pudiese extenderme un tanto más, pero mis facultades comunicativas y limitado vocabulario, no me permiten expresar la enorme cantidad de aconteceres de los que fui partícipe en ese tiempo que estuve deambulando en el interior de esa otra casa infinita. Horas, meses, años. Quién sabe. Pero no cabe duda que lo observado fue real, como así también que los fenómenos por los cuales he decido volver a traspasar por ese portal de sueño y pesadilla, pero más de asombroso desconcierto. Tenemos los mortales, ciertamente, una afición por saber el final de todo cuanto existe. De esta forma, dejo constancia de la veracidad de cuanto he narrado en pleno uso de mis facultades mentales, y puesto que si bien me encuentro roído como se debe por el paso del tiempo, gozo de una salud relativamente estable. Nunca fui operado ni jamás he requerido tratamiento mental de ninguna clase. No ha peligrado mi vida, aunque si enfermé en algunas ocasiones, como debe hacerse en verdad, si uno va a ir por la vida jactándose de que la ha vivido como corresponde; sin embargo, no hay de ellas secuela alguna ni en mi mente ni en mi cuerpo, y mucho menos en mi espíritu. Así, aseguro ser testigo fiel y fidedigno de una pequeñísima parte del mundo detrás del mundo, de una fracción de la realidad tan extraña como asombrosa. Un fenómeno al cual pueden sumarse muchos otros, si uno lo piensa con detenimiento. ¿Materia oscura quizás? Dejo entonces esta misiva, que a su vez es un mapa, a quien corresponda y tenga el valor de seguirme y corroborar por sus propios medios que lo narrado es verdad. Dejo mi familia y recuerdos, anhelos y temores por detrás, y una invitación en estas letras a saber de lo terriblemente singular que puede ser la realidad. Y a quien encuentre esta carta, sepa que la he dejado justo frente a la puerta por la que aún no volví.

54


55


So never mind the darkness we still can find a way ‘cause nothin’ lasts forever even cold November rain

H

Guns N’ Roses

abrá sido noviembre, quizás meses antes, cuando empecé a soñar con una fiesta popular, inconmensurable, un festejo que viniera a barrer de un manotazo a la mosca de cuatro años nefastos y absurdos, que nos habían atormentado con su peso como la indiferente piedra de Sísifo. Lo soñé de madrugada, con la gente iluminando las calles, bailando en las veredas, saludando las caravanas de bocinas festivas, todos hechos mazas que aplastaban a esa pesadilla tan cara, tan dura, tan ruin. Soñé que el mundo, las calles volvían a ser nuestras y que el fantasma que ahora nos reemplazaba ya podía devolvernos el pellejo y volver a la niebla correntina, que se lo traga todo y para siempre. Pero el tiempo pasó y por el barrio del Pabellón apenas sí se escuchó algún que otro silbido de ovación tenue, discontinuo, efímero. Alguno me ha dicho, o me ha recriminado, que en diciembre hubo fiesta, en todos lados, a lo grande, que por qué no estuvimos ahí, justo nosotros que tanto la habíamos peleado, que tanta resistencia supimos transmitir. Nunca lo supimos o nunca nos enteramos, fuera uno a saber por qué. Tal vez por ser correntinos, tal vez por un relajo típico del que ya no sabe contra qué pelear, tal vez por el pesimismo propio de quienes reniegan de que las cosas alguna vez vayan a mejorar. Entonces, así fue. Porque de porrazo y golpe, estábamos peor. Porque de porrazo y golpe los noticieros nos transmitían un virus chinesco, un bicho invisible y rasgado que, decían, venía a importar todos nuestros sentidos. Y de pronto nada tenía sentido. Todos presos, como en vacaciones sin paisaje. De porrazo y golpe nada nos quedaba,

ni siquiera nuestra miserable a/normalidad. Y yo, que fastidiaba con eso de que las calles volvían a ser nuestras, me quedé perplejo. Ni había bajado a saludarme con los Vagos del Pabellón, y ya estaba en mi pieza, en mi cama otra vez. Supe, de porrazo y golpe también, supe que el mundo nos había olvidado. O lo que es más alarmante. Nosotros mismos nos habíamos olvidado. Pasó más tiempo, sin salida. Con el encierro sin rostro, me dediqué a pensar. Pensé en mi infancia, en mi adolescencia, en mis carreras inacabadas. Apenas tenía registro de algunas nostalgias caseras, esas cosas que me gustaban: el fútbol, el cine, los libros, esta revista… Luego, pensé en mis amigos y advertí con espanto que ya no los recordaba, como seguramente tampoco ellos a mí. Y empecé a rendirme. Recordé el virus de Corrientes, que es más poderoso que cualquier escándalo bacteriológico de las antípodas más beligerantes. Supe que el virus de la siesta, del desierto, del estancamiento nos había reconquistado quizás para siempre, tan veloz como silencioso, tan repentino como fatal. Sin embargo, no me gustaba pensar que todo terminaría así. No quise admitirlo del todo y, a pesar de los consejos de aislamiento, me escapé para buscar a mis cófrades en esos rincones donde nos supimos amuchar: Ya no había nadie. Ya no estaban. Apenas sí recabé de algunos Porrudos Empedernidos –seguramente socios del Club del Humo Prohibido–, entre volátiles fumatas ellos me soplaron someras posibilidades de aquellos destinos que se nos habían encrucijado. Supe que quizá Marangoni se había perdido en sus propias incongruencias y falta de fe, esa que le quiso hacer creer que era un decente forjador de historias, y resultaron ser un puño de palabras en ojos rotos, ciegos, indiferentes. Y que en su esfuerzo por hallarse en alguna aventura que lo redimiera, terminó desembocando en un laberinto de medusas y minotauros que lo volvieron piedra rodante, prisionera, un canto moviente sin voces, sin cauce y sin remedio. Supe que quizá el Escritor Inútil, tal vez har-

56


to de pelearle a una pantalla blanca, y ya sin la ayuda del inefable Clipo, se había recluido en un distrito donde cada día le boxeaba a la mediocridad de una caterva juvenil, unos pajarones irredimibles, unas lucecitas con fecha de vencimiento. Y lo hacía contra el referí y un jurado inexpugnable. Y aún así, combatía, tirando piñas al aire plano, acaso por no quedarse de guantes cruzados. Supe que quizá el Dr. Guignol, apretado por las mafias económicas, acuciado por la falta de bienes y servicios, no dudó en enrolarse en las filas de SCI Miami o sucursales, traduciendo llamadas en clave de los asesinos más inescrupulosos, o bien de simples vecinos que apuestan a los burros de Juan Valdés. O por qué no, tramando algún que otro proyecto en silencio de dibujos animados. Supe que quizá la Chica de Rojo, perturbada por la falta de registros favorables en este suelo yermo, tuvo una visión pavimentada y vertiginosa y no dudó en valijar sus dudas y miedos en pos de una furiosa ciudad, que te muestra los dientes pero también oculta una lengua diferente, que habrá que domesticar, antes de que la rabia lo consuma todo, ella en el menú incluida. Supe de un tal Spaltaro, que a estas alturas dudo si en verdad llegué a conocer. Pero por las dudas, también había partido, llevándose libros y camisetas a otros pueblos inexpugnables. Acaso haya sido justo. Y con razón. Eso es lo que supe de mis amigos. Y no quise creerlo, porque creer era aceptar que habíamos perdido algo. Pero los muchachos del Club del Humo Prohibido me informaron esas malas nuevas. No sé hasta qué punto se los puede validar. En tal caso, es un error, que no estará tan errado del blanco que sostiene esta crónica sin importancia. En cuanto a mí, no tengo mucha historia. Aburrido de este encierro de Pabellón, decidí salir una última vez a pelearle al infortunio. Dejé de mirar por la ventana, me puse las alpargatas y el tapabocas, y con un permiso para pasear a mi perro apunté a la entrada del barrio, en el nacimiento de avenida El Maestro, buscando por última vez

a aquellos hermanos de la vida que me hicieron esto que intenté ser. Pero, a pesar de tanta gente pasada, no los pude reconocer. Estaban cambiados o se habían convertido en fantasmas sin tiempo. Y vagaban por esa niebla, cada vez más espesa e inevitable que aprieta el Sur y Corrientes total. Un Guardia de la Nobleza, uno de los pocos que resisten en su puesto de Cancerbero de las Mil, me pidió el DNI. Tuve miedo de una multa o de un encierro peor en la vecina Séptima o en la delegación San Marcos. El Guardia, por suerte era de los nuestros, de los que nos protegen a nosotros. Me devolvió los papeles y dándome la mano me animó a que perdiera cuidado, y me dijo que las puertas de la nobleza son difíciles de atravesar pero que permanecen abiertas para cuando deseemos volver. Le pregunté su nombre. —K, me dijo. Soy el Guardián K. Esa sola letra me derrumbó. Era yo un absurdo más, justo como K, como todo, como todos. Ahí entendí que la vida no era sino un relato inacabado, esperando por concluir. Y no quise seguir. Me volví hacia el Sur, hacia el Tanque Múltiple, sintiéndome pequeño, convertido en horrible insecto. Pensaba en otras alimañas cuando me alcanzó el Cuco. Venía corriendo a cuatro patas y con sed de lengua afuera. —¡Usted! ¡Usted! ¡Espere! Me detuve por cortesía, pero también por curiosidad. Sólo me faltaba él. El Cuco, mientras se sacaba el tapabocas para tomar aire, se apuraba a acomodar unos manuscritos en una carpetita lamentable. Se me cruzó por un instante la idea de que fuera él también una especie de Guardián. Mas, ¿qué podría guardar? Después de un resuello final, el Espantajo me habló. —Disculpe, don Torelau. Sé que no nos hemos tratado mucho. Que no somos amigos. Y que Usted siempre se encargó de difamarme. Le ahorré cualquier discusión. Ya no valía la pena. —Diga. —Supongo que estará enterado de que en un tiempo, desde el inicio para ser exacto, yo fui el

57


mejor colaborador de la Ragnarök. Por si lo ignora, le cuento que yo era el encargado de darles ideas a los muchachos, de filtrar páginas inéditas en las redes y de conseguir colaboraciones de artistas varios, a precios módicos. No entendí su perorata. Pero no quise ser descortés. Ya estaba metido en este homenaje fantasmal. —Sí, algo me contó Marangoni. Pero yo no tengo un peso, le advierto. Además no tengo la más mín —No quiero venderlos. Ya comprendí que su valor no se mide en riquezas o posesiones. Me sonrió de una manera profusa y demencial. Me sentí incómodo. Y quizás temeroso. Apuré. —¿Qué quiere de mí? —Seré breve. Al igual que Usted, yo soñé también esta revista. La esperé por mucho tiempo y disfruté con cada número. Soñé con verla en papel, con que fuera la referencia de estos tiempos, con que sirviera para sacar a Corrientes del legendario ostracismo que nos cascotea desde qu —Fue solo eso. Un sueño. El Cuco hizo ahora una mueca triste. Pero no se entregó. —Vea. A pesar de ser una bola de pelos, sé cómo funciona el mundo. Así como he soñado el inicio, también comprendo la inevitabilidad del fin. Su filosofía me empezaba a irritar, por no decir que me hundía en la más barrosa depresión. —Vaya al punto, por favor. —Bien, don Torelau. Me he tomado el atrevimiento de reunir estos trabajos finales. Autores incautos me los han confiado, sin pedirme nada a cambio. Me pasó la carpeta. La examiné. Era frondosa y cualitativa. El Cuco se envalentonó: —Hay material ahí para hacer una obra múltiple, un Use Your Illusion, un Kill Bill, un Ulises en lenguas varias. Me parece que sería la mejor manera de cerrar esto que por tanto tiempo soñamos y que merece una despedida en azotea. Algo en su entusiasmo me contagió, como era lógico en estos tiempos. —Supongo que tiene razón. Pero, ¿qué preten-

de que haga yo? El Espantajo miró a un punto fijo detrás de mí. —Llevelo a esa puerta. Esa que tiene la hiedra, y que es invisible para los demás. Miré hacia donde apuntaba su pera peluda. La niebla era espesísima. Achiné los ojos, casi deseando algo que no se me revelaba. El Cuco entendió mi falta de fe. —Tiene que saber mirar para ver. Mire bien… ¿La ve? Entonces vi la puerta donde antes no había nada. Supe que era la nuestra, la original, la que soñamos y que el Guardia me dijo esperaba por que la volviésemos a abrir, a intentar. Supe que detrás de ella había mil formas de ingenio. Pero también supe que ocultaba verdades terribles. Tuve miedo. Se me ocurrió un escape. —¿Por qué no la lleva Usted? El Cuco me miró como quien mira a un estúpido. —No sea pavote, don Degran. Yo no existo. Yo soy una pobre ilusión que habitó cada una de las cabezas que dieron forma a esta aventura que los reunió. Y hoy apenas estoy en la suya. Estoy débil. Yo no llego. No doy más. Quise rebatir que yo era también una invención, pero no tenía sentido. El Cuco me mostraba la puerta con su dedo peludo. Una persiana metálica la estaba clausurando. —Hágalo. Por los viejos buenos tiempos. Y me empujó. —Metele. Que están cerrando... De pronto, comprendí. Apreté la carpeta con los dedos y corrí como llevado por el demonio. En la carrera, algunas hojas se desprendieron y se desintegraron en el aire mismo. Pero no había diferencias. Ya no. Apenas una rayita de luz podía entreverse detrás de una niebla cada vez más avernal. Estaba a unos metros cuando la vi cerrarse, tan cerca que le vi las uñas a la garra que lo empujaba definitivamente contra el suelo. Desesperé. A los gritos. —¡¡¡Nooo!!! ¡¡¡Espéeeeeereeeen!!! ¡¡¡Ahí adentro!!! ¡¡¡Esperen!!! La persiana se cerró completa. No me detuve.

58


Literalmente, choqué con todo el cuerpo la chapa, y a golpes de puño y alaridos de ¡¡¡ABRAAAN!!! ¡¡¡ABRAAAN!!! gasté mi repertorio, en pos de una ventanita, de una voz interna, de unos pasos en regreso. Golpeé y grité por 6, 7, 8 minutos. Quizás 10, quizás 20. ¿Cómo saberlo? Solo esperaba ser oído, como contaron los muchachos que ya hubo sucedido alguna vez. Esperé, un poco más. Pero fue inútil. Esta vez, nadie me abrió. —Llegué tarde. Llegué tarde, me repetía para mí. Sabía que estaba solo. Me senté en el umbral, vencido. Alcé la vista: el Cuco, el Guardia, la vista del barrio, todo había desaparecido. O era la niebla que lo escondía todo. Apenas una luz de neón me alumbraba la pierna, la zapatilla. Venía de arriba. Alcé la vista. Había un cartel a la cabecera de la puerta chapa.

Don’t ya think that you need somebody Don’t ya think that you need someone Everybody needs somebody You’re not the only one You’re not the only one Una vez alguien –tal vez el Cuco, tal vez un tal Marán–, alguien escribió que las cosas terminan como pueden, en cualquier lugar. Ahora lo hago yo. Termino como me sale. Quizás para siempre final.

Cerrado para siempre Un viento de derrota me hizo agachar la cabeza. Abrí la carpeta. Las últimas hojas volaron por ahí, sin rumbo. Aún busqué al bicharraco. Ya no lo vi. De porrazo y golpe extrañé a Marangoni, al Inútil, A la Chica de Rojo, a Guignol, a Spaltaro... —Supongo que se acabó, que no habrá fiesta despedida —les dije. A todos, a ninguno, a mí. No supe qué responderme. Nadie lo hizo, tampoco. En la oscuridad, me resigné. Acaso con la esperanza de que no fuera cierto. Quizás habría otra puerta, tal como me dijo el Guardián K. Sí, siempre habría una puerta para los Nobles, me convencí. Aunque sean difíciles de atravesar. ¿Pero era un noble yo? ¿O era un simple fraude? Entonces, estuve listo para volver a recluirme en mi barrio reo. Hacía frío, ya era mayo. En la niebla, siempre nos esperaba el frío. En el Sur, el desengaño. Y ya no había más que hacer. Me abroché un abrigo inventado, me levanté las solapas y me hundí en la cerrazón. Nada se veía delante, en el futuro. Volvía a ser un virus fantasma. Como todo. Como todos. Y en voz cada vez más baja, me puse a cantar:

59


60


61


Issuu converts static files into: digital portfolios, online yearbooks, online catalogs, digital photo albums and more. Sign up and create your flipbook.