Ragnarök Nro. 1

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Ragnarök donde lo que está atado se desata cuento poesía ensayo reseña

#1 Se recomienda leer sin moderación. Contraindicada para caídos del catre y lechuguinos.


REVISTA RAGNARÖK año 1 ­ número 1 ­ agosto de 2017 Corrientes ­ Argentina

Ö EDITORES RESPONSABLES M ar c e l o L ó p e z M a r á n E s t e b a n D an i e l

A d r i an o D u a r t e

(RE)EDICIÓN

A d r i an o D u a r t e

COLABORADORES F ab r i c i o R u s s o

R a f ae l C o s t a r e l l i F a b au

Alejandro Fouquet J u an m a J i m é n e z

Ricardo Bandino

F e l i p e M ar an g o n i

CONTACTO

e ­ m ai l : r e v i s t ar ag n a r o k @ g m ai l . c o m

f ac e b o o k : w w w .f a c e b o o k . c o m / r e v i s t a r ag n ar o k w e b : w w w . i s s u u .c o m / r e v i s t ar a g n ar o k

L a pr e s e n t e pu b l i c a c i ó n e s u n a r e e di c i ó n di gi t a l de l a

R e v i s t a R ag n ar Ö k

pu b l i c a da o r i gi n a l m e n t e e n a b r i l de 2013


INTRODUCCIÓN & ÍNDICE A LGUNA VEZ un viejo zorro —o acaso fuese un lobo—, me dijo que todo lo que uno instituye con sangre, todo lo que uno impone en el mundo como creación, todo eso ya no pue­ de ser renunciado ni olvidado detrás; que debemos cargar­ nos al hombro lo que somos y lo que fuimos y avanzar hacia lo que queremos ser. Porque lo que hacemos es una sombra que nos sigue, nos identifica y será quien nos alumbre y nos abrigue en la noche definitiva del alma, del Universo final. Hubo un tiempo como ahora, en que nos declaramos en pendencia y rebelión. Habrá sido abril de 2013 y en algún lugar de nuestras madrigueras decidimos juntarnos en ma­ nada y —entre aullidos varios, hocicos arrugados y temibles dentelladas— pergeñamos una revista que a todas luces nos remitía al combate. La bautizamos RAGNARÖK, apoyados en el mito nórdico que refiere una forma de extinción en ba­ se a una guerra definitiva y a un destino que nos trasciende y que no podemos evitar; una idea que bien nos resume co­ mo portadores del mensaje definitivo: Aunque el universo llegue a su fin, seguiremos peleando. Y lo haremos, aún sa­ biéndonos derrotados de antemano.

Ragnarök Felipe Marangoni 4

Ö La Causa

M ar c e l o L ó p e z M ar á n 14

Relato del Hacedor

E s t e b an D an i e l 15

Ish­Kerayot

J u an m a J i m é n e z 16

Síntomas urbanos F ab a u 18

Metele, que están cerrando

R i c ar d o B a n d i n o 21

Crítica literaria F ab r i c i o R u s s o 6

Mosaicos

A d r i a n o D u ar t e 9

Las Ciencias de Satán Alejandro Fouquet 12

Y así lo hicimos. Y entre castigos y tumultos consegui­ mos hilvanar algunas tramas que, aunque resultaron en una masacre prevista, de alguna forma nos vio alejarnos con la satisfacción de saber que no le esquivamos a la derrota ni a nuestro destino que bien o mal, supimos y pudimos forjar. Pero el Ragnarök, me dijo ese zorro—lobo, es también una guerra que se reconstruye en sus despojos, en la eterna mente. Por lo tanto hoy, que no dista tanto de aquel ayer; hoy, que nuestro zorro—lobo ha muerto, o quizás se solace vagando por otros cosmos más prometedores; hoy la manada de aquel entonces ha regresado. Seguro más vieja y menos paciente, pero también más ilustrada. Y como una manera de justificar el llamado de nuestra selva oscura, decidimos desenterrar estos escritos que aún no han fosilizado, que a pesar de los años de su última huella, de su último ataque, siguen hoy conservando el idioma, los ecos y la voz de los que saben que en esta batalla perenne nadie ha de perecer en silencio, y su caída, fatal y necesaria, ha de ser única e irre­ petible, como la de ninguno más. De modo que en plena cruzada de dioses y bestias, reto­ mamos este desafío de devolvernos al combate, de devolver aquellas tramas al campo, acaso con armas y escudos de nuevo brillo, mientras en los campamentos nos abocamos a reclutar nuevas formas de ideas hecha letra, trazo, garabato y símbolo. Y nos proponemos seguir hasta que las Valkirias nos quiten de circulación y nos enseñen los siete cielos vi­ kingos, ahí donde el Ragnarök no hace sino despertar. Una y otra vez, sin descanso, con honor. Marcelo López Marán


R a g n a rÖ k

p o r F e l i p e M a r a n go n i

R

LA REPRESENTACIÓN de un exterminio universal —y a la vez generador de mundos nuevos— me fue sugerida una madrugada de junio en una pa­ red inaccesible del monoblock 1, lu­

gar en donde solía recostarme a fu­ mar y esperar por el siempre ausen­ te 104. En caracteres de ladrillo o carbón, el edificio me dictaba una sentencia:

Ragna – 28 mayo 1999. The day off the did. – Rock

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Acaso mi ansiedad por abordar el viaje de cada día, o el fastidio que instauraba la llovizna y la falta de cigarrillos, hicieron que aquella fra­ se fuera una de ésas de ocasión, de las que con el tiempo se incorporan a nuestra rutina y se repiten y se construyen y se completan, mecáni­ cas en la mente, cada vez que uno se topa con su lugar de emplaza­ miento. Sin embargo, tal mecanicis­ mo duró apenas 6 días, víctima de los inagotables avatares del invier­ no, que suele entorpecer la cali­

grafía de los más entusiastas crea­ dores de esquina. En esos tiempos, sucedió que el Bazar lanzó una oferta escandalosa de libros sapienciales. Aún con po­ cos centavos, entré a revolver. De pronto, un ejemplar —usted sabe cómo es esto— me encontró y se me adosó a la palma. Me pedía que lo examinara, un atrevimiento impen­ sado para estas zonas de exclusión. La obra se hacía leer como

EL CREPÚSCULO DE LOS DIOSES O LAS VICISITUDES DE UN CREADOR


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lo que para una banda de soft metal podría ven­ der muy bien, pero para un marginal dentro del margen, no tenía mucha razón de ser. Sin em­

bargo, la ilustración me hizo sentir orgulloso. Me lo llevé casi con pánico, sin querer compartir mi crimen con nadie, apenas sí con la cajera que me condenaba con su sonrisa. Y con razón. No pude esperar y en plena calle lo abrí deseoso de más dibujos catastróficos. No tuve suerte. Sólo una sucesión de líneas temblorosas y páginas

pegadas en donde un tal Eugen Gura me habla­ ba de un tal Wagner quien a través de palpitan­ tes acordes intentaba explicarme la esencia de lo

inentendible, que pueden ser útiles a la hora de tocar temas pocos ortodoxos. O algo así me dijo un profesor. Pero había una palabra, una sola, que me servía para comprender de algún mo­ do, un mundo que no estaba construido a mi medida. La palabra estaba escrita en itálica y se hacía leer

R a gn a r Ö k Consultado entre mis camaradas de ámbito, no encontré uno que al menos sintiera piedad por mi hallazgo. Sólo un tal Borges me ayudó una vez, cuando interpuso entre mis papeles un relato dedicado a mi trauma, en donde además del título me revelaba la mortalidad de todos, incluso la de los dioses más recalcitrantes. Lue­ go de esto, sólo me quedó abandonarme al oca­ so. No pude dormir, me volví un obsesivo y un

insoportable, tratando de que cada acto o conse­ cuencia que me rodeaba, bastara para justificar la pronunciación que me asegurara una obra original, a partir de su exterminio. Nadie me llevó el apunte. A Wagner lo perdí en un hurto —sospecho— organizado por mis propios veci­ nos. Borges ya no escribió para mí y mi banda optó por llamarse

fandango y acordaban canciones en las que era mejor apa­ garse lentamente que arder de una letal llama­ rada, para luego recobrarse entre cenizas, lenta­ mente.

Entonces, tuve esta visión. Permanecí oculto el tiempo suficiente como para que los dioses, los mortales y sus demonios me enterraran en su olvido. De ese modo, y tal vez investigando en los fondos de esta ciudad, logré que un gru­ po de incautos me aceptara en esta redacción. El nombre no lo propuse yo y eso me hizo bien. Pero propuse otras cosas, o acaso apenas me suscribí. Así pronto, manifestamos que las huestes de la serpiente mundial se irían gene­ rando a lo largo de las tierras y se fueran ani­ llando casi por accidente. Luego, una tarde de un día, tuvimos este ejemplar por vislumbrar. Era la fecha del tercer invierno. No

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pudimos esperar a salir.

De modo que desde ahora tenemos esta gue­

rra, este destino y esta maldición. Nos sabemos muertos y exterminados, pero marchamos can­ tando. Me han dicho que el más mínimo tem­ blor tiene el poder para aniquilarnos. Esto ya ha sucedido. ¿Y si ya hubiera muerto, cómo podría saberlo? No es lo que importa, parece. No hay nada más importante que el mazazo que esta­ mos listos para dar. Lo demás, será sólo otro ali­ mento para un lobo, una serpiente o la reina in­ fernal. En todo caso, es mejor que mantenerse vivo, sin nada qué mostrar.


A

La náusea no me ha abandonado, y no creo que me abandone tan pronto; pero ya no lo soporto, ya no es una enfermedad ni un acceso pasajero: soy yo.

JEAN PAUL SARTRE, La náusea.

PODRÍAMOS COMENZAR el trabajo de esta mane­ ra porque esta frase de Roquentin, personaje principal de La náusea (1938) encierra todo el valor que Jean Paul Sartre quería rescatar del existencialismo. En su libro titulado El existen­ cialismo es un humanismo, Sartre nos dice: “El hombre no es otra cosa que lo que él se hace”. Novela escrita en primera persona, situada en una ciudad imaginaria llamada Bouville, Ro­ quentín nos cuenta sus sensaciones diarias y su convivencia con la Náusea. Apesadumbra­ do por la falta de aventuras, intenta darle un

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sentido a su existir en la elaboración de un li­ bro sobre Rollebon: inútil. No hay forma en que Roquentin se sienta realizado. No he teni­ do aventuras. Me sucedieron historias, aconteci­ mientos, incidentes, todo lo que se quiera. Pero no aventuras.

Deambula por las calles de Bouville, man­ tiene conversaciones con el Autodidacto: na­ da. Siente en todo momento que no es feliz, que la Náusea lo aqueja. Intenta buscar en el pasado restos de una felicidad, imposible, só­ lo encuentra un vacío.

por Fabricio Russo

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LA NÁUSEA Y EL EXTRANJERO Sartre nos dice que “El hombre es ante to­ do un proyecto que se vive subjetivamente, en lugar de ser un musgo, una podredumbre o una coliflor; nada existe previamente a este proyecto; nada hay en el cielo inteligible. Y el hombre sería ante todo lo que haya proyecta­ do ser” Si lo comparamos con El Extranjero de Albert Camus (1940) podremos comprender que tanto Roquentín como Mersault atravie­ san circunstancias similares. El uno lucha por buscar aventuras, por encontrar situaciones que puedan cambiar su visión de la cosas; sa­ be muy bien que sólo la acción le permite lle­ gar a una proyección existencial, y el otro vive en un vacío total, todo le da lo mismo, no ha encontrado así ningún sistema de valor que lo aliente o detenga a hacer tal o cual cosa. Los dos personajes citados proyectan una vida, eligen. Pero sólo las acciones van configuran­ do su propia existencia. Para Sartre “La exis­

tencia precede a la esencia” y “el hombre no es nada más que su proyecto, no existe más que en la medida en que se realiza; por lo tanto, no es otra cosa que el conjunto de sus actos, nada más que su vida”. Ronquentin ne­ cesita buscarse y encontrarse a sí mismo por la Náusea insoportable que lo gobierna. Esa Náusea que él siente no es otra cosa que ese inconformismo por no poder encontrar el sentido a sus actos, ya que son éstos los que, al menos, lo determinarán como persona. Mersault, en cambio, mediante sus actos va configurando su existencia, aunque elija el ca­ mino del mal. Mata a un hombre y no se arre­ piente. ¿Acaso podríamos juzgar a Roquentín y a Mersault por lo que hacen? Para Sartre es­ te es uno de los principios fundamentales del existencialismo ateo porque para él “Ninguna moral general puede indicar lo que hay que hacer” Si el hombre está llamado a la libertad, significa también que esa libertad no es gra­ tuita. Y digo esto porque si el hombre actúa libremente, automáticamente, también, adop­


A C ta una responsabilidad que pesa sobre él y los otros. Ya no soy libre, ya no puedo hacer lo que quiero, dice desesperadamente Roquentín.

EL

HUMANISMO EXISTENCIALISTA Y EL HUMANIS­

MO CLÁSICO

Para Sartre existen dos tipos de humanis­ mos: el clásico y el existencialista. Mucho se le ha acusado a Sartre de atentar contra el hom­ bre, sembrando el lado malo del ser humano. Pero entendamos que para él, el existencialis­ mo clásico no es compatible con sus postula­ dos, lo que no quiere decir que sus ideas no tiendan a un humanismo. Para él “hay otro sentido del humanismo”, en que el hombre está continuamente fuera de sí mismo; es pro­ yectándose y perdiéndose fuera de sí mismo como hace existir al hombre y, por otra parte, es persiguiendo fines trascendentales”. Cuan­ do Ronquentin habla con el Autodidacto no entiende una cosa, ¿Por qué el autodidacto se empecina tanto en amar a los hombres? ¡Cie­ gos humanistas! Ese rostro dice tanto, es tan claro; pero sus almas tiernas y abstractas jamás se han dejado conmover por el sentido de un rostro. El existencialista nunca tomará al hombre como fin, porque constantemente está realizándose. Pero sí es un humanismo “porque recorda­ mos al hombre que no hay otro legislador que él mismo, y que es en el desamparo donde

decidirá sobre sí mismo; y porque mostramos que no es volviendo hacía sí mismo, sino siempre buscando fuera de sí un fin que es tal o cual liberación, tal o cual realización par­ ticular, como el hombre se realizará precisa­ mente en cuanto a humano” Entre el Autodi­ dacto y Ronquentin existe esta diferencia. El primero “ama a los hombres” (que son todos los hombres), mientras que el otro se limita a entender que su existencia radica en su acción que lo llevará a una trascendencia: Éramos un montón de existencias incómodas, embarazadas por nosotros mismos; no teníamos la menor razón de estar allí.

LA ANGUSTIA Ignace Lepp nos dice que “sólo en la sole­ dad, el yo se capta conscientemente así mis­ mo y aprende el sentido verdadero de la exis­ tencia. No habrá existencia auténtica para quien no haya atravesado la angustia, y la an­ gustia existencial nace de la toma de concien­ cia y experiencia de la soledad”. (Ignace Lepp, La comunicación de las existencias). Ronquentin vive angustiado. Se siente solo, en un mundo donde ve a los “otros” como desconocidos. No ve en el hombre al Hom­ bre. Eso lo aqueja, eso le provoca la Náusea. La angustia como dice Sartre “es la ausencia total de justificación al mismo tiempo que la

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responsabilidad con respecto a todos”. Es li­ bre pero no se siente bien con ello. No en­ cuentra la justificación y siente el peso de sen­ tirse responsable por todos. Piensa en Anny, en el Autodidacto y no puede justificarlos. Al­ go similar ocurre con Mersault, su angustia radica en que nada lo conmueve, el hombre para él tampoco es “el Hombre”. No siente absolutamente nada. Cuando María le pre­ gunta si la ama, responde con indiferencia. No hay posibilidad que estos personajes pue­ dan justificar sus propios actos y esto desem­ boca en su angustia. Antes de que ustedes vivan, la vida no es nada; les corresponde a ustedes darle un sentido, y el va­ lor no es otra cosa que ese sentido que ustedes eli­ gen. Entendemos a esta afirmación sartriana de la siguiente manera: Roquentin no es nada, así como los mismos hombres en el sentido de que sus actos son los que lo plenifican. Busca indicios, aventuras que le permitan encon­ trarse consigo mismo. Se relaciona con perso­ nas que le son ajenas e indiferentes, se inscri­ be en una iniciativa de escribir un libro de historia sobre un tal Rollebon, trata de reme­ morar el pasado con Anny, y como última es­ capatoria decide ir a vivir a París. Es una constante búsqueda. Pero, ¿búsqueda de qué? Búsqueda de algo que le permita justificarse como individuo, algo que le diga qué es lo

que tiene que hacer, algo que le permita ser libre sin condicionamientos. Mientras la Náu­ sea permanezca, él no podrá definirse, no rea­ lizará su existencia. Ahora, cuando Ronquen­ tin asume su existencia se da cuenta de algo fatal: No me atrevo a tomar una decisión. Si estu­ viera seguro de tener talento…, es ahí donde se da cuenta que sólo él puede salvarse o como diría Sartre “Es necesario que el hombre se encuentre a sí mismo y se convenza de que nada puede salvarlo de sí mismo, ni siquiera una prueba valedera de la existencia de Dios”. Tampoco Mersault ha podido encon­ trarse a sí mismo, y sólo disfruta el momento en donde es acusado por una multitud que lo odia y se regocija con su ejecución: …me queda esperar que el día de mi ejecución haya muchos es­ pectadores y que me reciban con gritos de odio.


D

mo sai cos

por Adriano Duarte

LO

QUE LAS

1 Nadie desconoce la fama que los na­ vegantes les adjudicaron. Que a pe­ sar de su veracidad no termina de mostrar su injusticia: ellas se afana­ ban por irradiar la belleza de su can­ to más bien como un faro que como un espejismo.

2 No fue un argumento elocuente lo que salvó a Teseo de extraviar la ga­ lería que habitaba Minotauro: bastó para ello una modesta madeja. Ellas —mejor cultivadas en las artes de la oratoria que en el ejercicio del telar— pretendieron ofrecer a quien quisiera un favor semejante: ignoraban que las palabras no entretejen más que la­ berintos. 3 Antes que recitar más bien procura­ ban oírse: su canto era el espejo don­ de se contemplaban. 4 Ningún comentarista supo determi­ nar aquella parte donde sus labios se afilaban como picos. O aquella otra por ejemplo en la que sus caderas —hasta entonces hospitalarias— es­ trangulaban de pronto como garras. Aunque tal imprecisión no constituía la forma que asumía lo monstruoso: mucho más temible era aquella sim­ plicidad con que sus palabras podían degenerar en enigmas.

SIRENAS

CANTAN

5 Contaba un peregrino que al rozar la isla lo ocupaba de repente una insa­ ciable ansia de retorno. Y al mirar la costa divisaba sobre la marea tres go­ londrinas urdiendo círculos de amor. Y que al ir alejándose lo sitiaba de pronto un desconsuelo sin remedio. Y al mirar atrás de nuevo divisaba tres muchachas apurándose a coser una mortaja. 6 Conocían los nombres de lo que la tierra concebía en medio de impreca­ ciones, de lo que los paredones de la noche albergaban sin miedo, de lo que rumiaba o incubaba el útero del mar. Y tan formidable era su dicha, que a viva voz emprendían un catá­ logo cuyo número era incalculable. 7 ¿Pero qué fue aquello que anuncia­ ron al infatigable Odiseo? Las preci­ sas palabras que no deseaba oír nun­ ca. No por otro motivo es que solicitó ser encadenado al mástil de su barco. Ya que ningún hombre —ni siquiera uno tan osado como él— se animaría a soportar una simple verdad sin procurar taparse los oídos. 8 Pero cantaban: porque no había nada sobre la tierra que ellas temieran nombrar más que el silencio.

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M Y SIN

ALAS

1 De hecho, los Ángeles no constituyen nada fuera de lo común. Se hallan tan mezclados a este mundo que, a simple vista, no existe mo­ do de distinguirlos. Sin embargo, en esa indi­ ferenciación es donde habita uno de sus mis­ terios: descubrirlos no en las jerarquías del cielo sino en medio de la multitud que pasa es el milagro que nos reservan.

2 Por lo general suelen ser distraídos. No por­ que les resulte incomprensible el sentido de lo cotidiano sino porque inevitablemente saben hallar belleza hasta en lo más pequeño, lo más simple, lo más pueril. Puede que sea pe­ ligroso solicitar a un Ángel que vigile una torta que se cocina en el horno. O más bien absurdo esperar que no confunda una esqui­ na o la hora de un encuentro.

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3 Incluso se equivocan con constancia. Y si uno alguna vez pierde la paciencia y les recrimina este hecho quizá discutan algo, pero acabarán al fin por aceptar el reproche. Lo cierto de to­ do esto es que, a la larga, mediante sus erro­ res nos enseñan lo que aprendieron. Y más aún: se equivocan en lugar de uno para evi­ tarnos la parte de la pena. 4 Mi Ángel de la Guarda, por ejemplo: durante el día seríamos como dos desconocidos si no fuese por la costumbre del saludo. Pero por las noches se anima a hablarme. Y antes de dormirse me cuenta todo lo que su larga jor­ nada le ha deparado: esquinas que ha halla­ do, caras que le han sembrado la curiosidad, palabras que hasta entonces no había tenido la suerte de oír, miradas en las que a veces lee enigmas. Con tanto por descubrir en lo coti­ diano, estoy seguro de que hay días en que me olvida por completo. 5 Quién sabe. Quizá el mayor misterio de un Ángel consista en que el mismo Ángel ignore su naturaleza.


MQ AFINACIÓN

armonía de tensiones opuestas como la del arco y la lira

1 La guerra es la madre de todas las co­ sas —determinó con inigualable sabi­ duría el filósofo nacido en Efeso. An­ tes que ninguno supo descubrir que, más allá de toda oposición, el verda­ dero drama del mundo se decide en la medida: una exacta tensión ejercida desde sus extremos es lo que establece su equilibrio o su desorden. 2 De allí que propiciemos por siempre las piras de Apolo y Ártemis, los ru­ bios gemelos que parió Leto: porque

mientras uno ajusta las clavijas de la lira con que se afina nuestro destino, la otra tensa la cuerda del arco con cu­ ya flecha, más tarde o más temprano, habrá de herirnos sin remedio. 3 Igual que ella, ahora mismo: una ma­ no tiende el arco, la otra prepara el violín. Y aunque ambos se hayan construido con propósitos que por principio se enemistan, ella no obstan­ te los obliga a entreverarse. Hasta que por fin esa íntima disputa engendra la armonía, la delicada tensión de la cual emerge la música como la sangre de una herida.

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H T por Alejandro Fouquet

HE DEDICADO parte de mi tiempo en asear con cuidado mis manos para escribir sobre la mencionada obra. Porque todo acerca­ miento, toda contemplación respecto de una obra de arte merece una postura limpia­ mente reflexiva, y nos devuelve al mismo tiempo al autoconocimiento para poder co­ nocer. La obra que nos ocupa, extrañamente,

blimemente humanas, obras innecesaria­ mente perfectas si nos atenemos al hecho artístico, y obras imperfectas creadas, sin embargo, desde la enfermedad de ser hom­ bre, desde la complejidad expuesta frente al espejo en un gesto de notable honestidad y escalofriante exorcismo de un espíritu de­ masiado humano, pero desde allí, encum­ brado como muy pocos.

La ciencia de Munch es ahondar en los misterios intrínsecos del dolor del hombre, la ciencia luciferina que acompaña la necesi­ dad de conocerse al autorretratrarse en una condición que el gran Artaud llamaría “Arte Enfermo”. El arte del doliente Munch, el espejo de su corazón acechado por la locura que se multiplica al no llegar nunca, pues el temor que padecía hacia ella lo llevó a un infierno indispensable para todo gran artista que no ha de refugiarse cobardemente en su torre de marfil.

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Edvar Munch, en esta obra de capital importancia, se muestra valiente, maligno y sincero, acaso derrotado por el dolor de ser él mismo un infierno y un conocedor del mismo. por decirlo de alguna manera (y con algo de justicia, si se me permite) se encuentra entre las creaciones secundarias del gran artista

El artista más grande de Noruega es el más grande también entre la mísera caterva de seudoartistas de las horas felices. Mien­

noruego. Sin ir más lejos nadie desconoce a estas alturas la obra El Grito, la llamada me­ jor obra, por la crítica especializada, de Ed­ var Munch. Queda atrás también, en este ti­ po tan común de juicio academicista, su obra Ansiedad. Creaciones sublimes, no por lo técnicamente perfecto en cuanto talento del artista, sino por lo humanamente pro­ fundas, conmovedoras, violentas, agresivas.

tras el sol y sus tenues rayos apolíneos ilu­ minan a otros, en cambio a Edvar Munch lo mueve el atroz ardor de los fuegos del in­ fierno personal, sitial solamente vacante pa­ ra aquellos espíritus que se atreven a inter­ pretar la música del dolor de existir. Este gesto exige grandeza, exige una humildad excepcional.

La humanidad de Edvar Munch puesta al servicio de sus obras las convierte en su­

La Ciencia de Satán es la capacidad que tomó para sí este genio del arte para afirmar que, aún devorado por un espíritu de­


H T moníaco, él sin embargo se autorretrata er­ guido e impertérrito ante la necesidad de ser tragado por la misma fuerza satánica contra la que no puede luchar, puesto que es la esencia misma de su alma ávida de co­ nocerse y hacerse conocer. Líneas anchas, y un tratamiento agresi­ vo del color da cuenta de un subjetivismo expresado para sí y como manifestación ex­ teriorizada de un estatus ontológico: ser frente al espejo de Dios un demonio, hijo del Averno que dará luz también a los hom­ bres.

“Artista degenerado”, como lo trataron los nacionalsocialistas, como lo trató un fra­ casado alumno de pintura y arquitectura como Hitler, es simplemente otra inútil eti­ queta como aquella que lo nombró iniciador del expresionismo, ya que cuando el artista es de semejante talla trasciende la historia del arte y al adocenado público que maneja de manera diletante un academicismo an­

No hay escapatoria para Edvar Munch, no hay cielo porque no es necesario un fútil paraíso para una naturaleza que es consu­ mida por un oscuro espíritu que lo ator­ menta, pero de quien se vale para socorrer a sus padecimientos a través de la pintura que es poco decir: del gran poema y del gran himno compuesto para posteridades que sientan arder en sus pechos la respon­ sabilidad excelsa de la creación como salida y aceptación (tal se nos muestra en el auto­ rretrato el cuerpo desnudo del artista, del hombre) de la búsqueda inexorable de la voluntad superadora y afirmadora de la existencia. Edvar Munch, como hemos mencionado anteriormente, nos aclara que por mucho que trate de escapar de los dominios infer­

quilosado.

nales, se encuentra desnudo, despojado de todo bien material, firmemente atrapado en los colores del territorio de su concepción: de él mismo como hombre­artista.

Munch contempla sin culpas y torvamente la inmortalidad: no supo ser tibio, sabía que un cielo es una estancia demasiado cómoda como para lograr autoconocerse y dar a co­ nocer al mundo la lucidez que sólo la Cien­ cia de Satán le permitió descubrir, porque la pintura para Munch “siempre fue el beso de una madre, tan necesario como un infierno".

El Autorretrato en el Infierno es la decla­ ración de un notable maestro de la intros­ pección, de la capacidad y necesidad de ma­ nejar el arte de la ciencia satánica para rea­ firmar el conocimiento y, antes, el autoco­ nocimiento como artista.

Desde el infierno, la mirada de Edvar

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W X Ö 14

SABE, HOY desperté en Corrientes.. Me estre­ mecí. La ciudad se me abrió en la página 13. Entre las letras de tanta gente, la descubrí. No parecía usted la desgracia. Ésa pasaba cuatro páginas delante. En este capítulo me introduje, la consideré un nudo, sin desenlace. Sabe, yo la supe. Era usted la mujer de mi muerte, la de mi vida ya la había olvidado muchos libros atrás. Yo andaba de a pie, como se estila en los co­ mienzos. Usted no andaba, no funcionaba, es­ taba parada. Igual que mi celular, igual que mi reloj. Aunque ya no existían relojes, el índice delataba el tiempo: Las menos 12. Sabe, usted lo sabía, en Corrientes nunca nada funciona, los colectivos, los mercados, la quiniela, la gente que apuesta su suerte en cada número, nunca funcionan, y usted se queda parada, sin marchar hacia atrás. Al margen de páginas, anoté: Tampoco con usted iría a funcionar.

Decidí acelerar, salir del punto muerto, uti­ lizar el suspenso de cruzarla una vez —al me­ nos— más. Llovía y su reflejo en los charcos de la avenida Abril, me la entregó empapada de sol. Encandilaba cuando la choqué, por eso no pude verla, no quise verla ja/más. Eso le dije a la policía, la policía que me detuvo, que me in­ terrogó acerca de su final. Yo no pude verla, menos re/conocerla: Embarrada en mis lentes, oculta en mi ensucia parabrisas, ya no me bus­ caría usted, no me encontraría ya, yo era un sinónimo de tierra enmugrecido en el olvido, el antónimo preferido de los que no quieren re­ cordar. Porque sabe, usted era la mujer de mi muerte, mi vida ya estaba corriendo detrás. Por eso la dejé morir, antes de tentarme a una secuela. No hay trilogías en Corrientes.. A veces, es mejor así.

por Marcelo López Marán


W Z

SOSPECHO QUE esto sucedió no por error, sino más bien por aburrimiento. Eso de especificar

por Esteban Daniel

tantas líneas, centellas, haces, y estrellas, lo torna a Uno un poco hosco. Mientras que los Otros se divertían con Supernovas y Dimen­ siones Paralelas, a Mí (acaso por juventud) me fue encomendado como examen final: La Creación de Seres. Los tramé como monigotes deformes. Tor­ so, extremidades, cabeza circular, dedos gra­ ciosos y pelos (¡vaya ocurrencia!) Sucumbí ante el aplauso de mis Amigos. El Proyecto, aunque imperfecto, les pareció inno­ vador. Y más aún, lo aceptaron con brindis e improperios de ocasión. Sin embargo, un Pionero en la cuestión de satélites, me sugirió con malicia que les diera Libre Albedrío. Al principio, me negué. Pero, cuanto más milenios pasaban, más bostezos me daban Mis Creaciones. Pensar que les regalé mitos, leyendas, cien­ cia, razón, lenguaje, y hasta placebos a los que llamé Sentimientos. Repito, el error se debió al aburrimiento. Hastiado, recurrí al consejo (siempre con­ veniente) del Maestro. Dijo: Dales lo que piden, lo que sea. Permite que sean Tú. Que se multipliquen y rieguen su materia por el planeta. Déjalos ser. Y los dejé. Ahora los veo, marionetas sin hilos. Han evolucionado y se han hecho dueños de sus pliegos. El Pionero señala y me burla. Sabe, Él sabe, que Aquellos Ingratos ya no me confían. Que su razón ha aniquilado a los Placebos. Y Yo ya no más que una ojeada me atrevo a darles. Y se suben a los árboles y se golpean con palos y se rascan las cabezas. Y ya no re­ cuerdan a los Sabios de Grecia, ni a Galileo, ni a Da Vinci. Darwin estaba en error. Mis Seres no descienden del mono. Hacia allí es dónde van. Con la Razón hecha de insustancia y las manos vacías. Pues Yo nunca he existido. Acaso ellos tampoco. Y esto no sea más que la cavilación de un Ente que prefiere el silencio a la tosca revelación que Algunos llaman Rea­ lidad.

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TREINTA ARGENTOS destellos rebotaban en el suelo, y un vertiginoso desconcierto se apode­ raba de su suerte. Sin embargo todo había es­ tado premeditadamente convenido. La respuesta que tan clara se le había pre­ sentado antes, a la pregunta de por qué el rabbī lo había elegido a él, ahora parecía difu­ minarse entre la niebla de las dudas. Las ins­ trucciones fueron precisas, pero una vez cum­ plida su misión, ¿qué debía hacer después? Para ello no había directrices. Caifás era un hombre despreciable, y era muy obvio que al darle el dinero como parte de un supuesto trato al que él nunca accedió, su único objetivo era desacreditarlo ante sus compañeros y desarticular así lo que quedara del grupo tras la ausencia del rabbī. Pero tam­ bién era desconcertante que el rabbī se refirie­ ra al plan como una “traición” en la última reunión. Le juró que seguiría sus órdenes sin cuestionamientos, aún sin entender los por­ qués de tan descabellada estrategia ¿Qué debía hacer ahora? Todavía recordaba sus intenciones al unir­ se a los discípulos. Ver a su amada Judea so­ metida por el yugo de tan bestiales seres co­ mo los romanos, y la posibilidad de revertir la situación de la mano de alguien tan influyen­ te como el Maestro. Su mente fue moldeada y reformada de forma muy radical después de conocerlo. Quería volver en el tiempo, quería dejar de sentir sus acciones como un ultraje a su

razón y moral, quería decirle al Maestro que huyeran juntos antes de que todo les reventa­ ra en la cara, y que olvidara al sanedrín, a los romanos y la redención del pueblo judío. ¿Por qué él? ¿Por qué debía ser él quien cargara con la culpa y el desprestigio? Esos infames de Simón y Juan lo calumniarían has­ ta el fin de los tiempos, estigmatizándolo co­ mo Ish­Kerayot, el sicario. No tenía ningún sentido, él sólo intentaba pelear contra la iniquidad, y sin embargo el Maestro le había impuesto la gigantesca res­ ponsabilidad de hacerse cargo de la adminis­ tración de las finanzas del grupo, como si el amor que le tenía fuese digno de ser castiga­ do con la predecible envidia de los otros. Debía volver e idear un plan para rescatar al Maestro de las garras de los saduceos, pero ahora sólo la hesitación lo invadía. Nada tenía sentido. ¿Habría perdido la cordura el Maestro? Hacerse matar. Ya no cabían dudas: ése era su “gran plan”. Entregarse y ni siquiera decirles sus verdades a los hipócritas sacerdotes ¡Qué idiota! ¿Cómo pudo dejarse engañar así? No habría ninguna revolución, no habría ningu­ na reforma. El rabbī estaba loco: ésa era la única respuesta a las preguntas que lo in­ vadían ¡Qué imbécil había sido! ¿Cómo no pudo darse cuenta de que al­ guien que predicaba “poner la otra mejilla” ante los atropellos, sólo podría tener serios problemas mentales? Pero él lo amaba. Había

I S H - K E R A YO T por Juanma Jiménez


K sido infectado irremediablemente por el caris­ ma de ese individuo. Seguir peleando sería en vano, las cartas ya estaban echadas; tratar de conciliar con las partes, ya era demasiado tarde; huir y correr el riesgo de ser reconocido como el traidor adonde fuera, era muy obvio que sus com­ pañeros se encargarían de mancillar su figura entre la inmensidad de seguidores que el Maestro había reunido. Un callejón sin salida. Un peón, sólo eso, un simple peón. Qué caro tendría que pagar ahora por haber soñado, por haber amado… por tratar de ser justo y tener esperanzas. No era él quien caía en el pecado de la traición, sino el Maestro, en­ gañándolo y utilizándolo como una herra­ mienta. ¡Maldito seas rabbī! ¿Así me pagas mi fi­ delidad incondicional? El tormento de saber sus pasiones y con­ vicciones en directa oposición lo llevaron a vagar durante varios días sin ningún rumbo, y con el permanente peligro de ser descubier­ to. El Maestro ya había sido ejecutado, pero nunca lo sabría con certeza, aunque ya tam­ poco le importaba, lo sentía muerto desde el momento en que lo vio llevado a rastras por los asquerosos saduceos. Judea ya no iba a ser liberada, el Maestro no iba a ser salvado por ninguno de sus inep­ tos discípulos, el templo seguiría ejerciendo su despreciable poder sobre el pueblo, en­ roscándose con los romanos o Herodes, según le conviniera. Todo estaba perdido, só­ lo le quedaba un camino: debía morir tam­ bién, y así pagar el pecado de la ingenuidad de dejarse manipular como un títere por ver­ dades que nunca entendería. En el preciso momento en que sentía la

soga tensarse, un ensordecedor fulgor su­ mergía a sus sentidos. Siempre imaginó así el paso al otro mundo, si es que tal cosa hubiese existido. Suponía tener que pagar el odioso pecado del suicidio en las sulfúricas profun­ didades del averno, pero aquello no se pa­ recía para nada el reino de Lucifer… era mu­ cho peor. Se le presentaba el futuro como una visión instantánea, y en los segundos que tar­ daba la cuerda en dejarlo sin aire podía ver miles de años ulteriores materializándose an­ te él. El perverso Concilio de Nicea adoptando al cristianismo para poder sostener un inmo­ ral Imperio que se caía a pedazos, Guerras Santas llevándose la vida de incontables sol­ dados que dejaban a sus mujeres e hijos a la deriva, las llamas de las hogueras de la Inqui­ sición privando a la humanidad de eminen­ cias como Giordano Bruno, la masacre de indígenas del Nuevo Mundo arrasando con razas enteras en pos de la evangelización de los hombres, las torturas y vejámenes que im­ partía la Iglesia a supuestas brujas e infieles rechazándolos sólo por no alinearse a los dogmas de una institución incoherente y con­ tradictoria, los nauseabundos párrocos de to­ do el mundo haciendo uso y abuso de su po­ der e influencia para timar a la feligresía y desflorar a sus niños, las groseras riquezas del Vaticano contrastando con la pobreza de niños africanos muriendo de inanición, y muñecos de trapo ardiendo en festividades oficiales conmemorando su roñosa felonía. Y todo por causa de él, todo por haber amado a su rabbī y seguirle sin miramientos… Un peón, un simple peón, de verdades que nunca entendería.

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U Z por Fabau

I

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TODOS LOS días el mismo patrullero, las mis­ mas calles, el mismo recorrido, el mismo pai­ saje. Aquella persona activaba mi desatención selectiva, pero esta vez sí lo vi, y expresé mi curiosidad en forma indirecta. La verdad es­ taba oculta y activa, e intuí de golpe algo evi­ dente: la condición de que necesitaba de mi caridad como la tuya, la nuestra, para darle al gen egoísta de su organismo, el sustento para mantenerse vivo... ¿Para qué, si sólo es un lin­ yera más? Duele decir que fue más convin­ cente mi egoísmo. Así la manzana golpeó en mi cabeza: In­

En proceso de acercamiento incoherente, sacó dos alfajores y se los obsequió. Algo tierno, pero qué más puede hacer un inocente, que componer una caricatura de la realidad. El mundo era otro, y el concepto basal de mi idea de realidad se fue diluyendo como el humo de mi pucho, tan real, tan nocivo, como la realidad de esta ciudad. Y los mudos ha­ blaron, y los sordos oyeron, y los ciegos co­ menzamos a ver. El linyera mordió un alfajor y lo tiró al piso, el otro se lo comió. Debajo de sus rodillas, su perro flaco alimentaba una supuesta eternidad. Así la manzana le cayó a Dios en la cabe­ za: ¿Cómo pudo haberse imaginado el amor?

tuyo que a la larga, los dos estamos muertos. Minutos más tarde se acercó una nenita.

II

Somos sujeto, ira y bullicio. Guaraníes con celulares empujándonos en la fina vere­ da. Hijos de la llorona y el pombero, herma­ nos de la pora y ahijados del presidente. La inanidad del papa colapsando en sapucay frente al Paraná. Política en el desayuno, tele­ novela en almuerzos y mentiras en la cena. Ni pan ni circo; mate y chamamé, alcohol y fút­ bol. Milagros por rosario y siestas inaplaza­ bles. Footing en la costanera y sirenas en los arrabales. Somos urbe de criollos con ínfulas de realeza, conservadores por necesidad, y pelotudos por preferencia. Simples hipócritas en consecuencia de la herencia, esperando al verano en las playas del Paso. Pero también somos honor y convicción. Aspirantes inconformes condenados a la glo­ ria movidos por la ilusión. Instituciones por circunstancias y medio. De los buenos: maes­ tros, doctores, policías; nobles estoicos remo­


UB Z tos a cualquier resignación. Justificados escépticos de puestos de diario y chipá. La yarará enroscada entre el ladrillar. Suelas gas­ tadas y lomos brillantes ad summum. Gau­ chos que Ou omba'apo hagua mutando a justi­ cia, pan y cultura; salud, libertad y progreso. Seres de bien de inapreciable valor. Porque ante el pentagrama de los sentidos somos eso: porque somos un puñado de malditos corren­ tinos.

III

En lo singular de la historia, se mantiene intacto el firme cambio. El miedo a lo inespe­ rado hace pronosticar desde el presente el próximo vuelco, y la ciudad se vuelve aplica­ ble a todo tipo de estudios. Las patologías ur­ banas y las dudas nunca fueron tan parecidas, como tampoco tan abundantes. En esta ciu­ dad nada se puede proyectar, el mañana se retrasa y la llegada es imposible. Típico dibu­ jo oval de una sociedad plana, perdida en el fango de la materia inmoral, donde nadie en­ tiende de añoranzas pero mucho se entiende de celular. Una ciudad tibia que da frío, donde se ob­ serva, se es indiferente y luego se mira de reo­ jo. Comienzo a entender ese efecto del que hablabas, del payé que permite que el café se enfríe, de la noción de no ser consecuente con la verdad de este mundo que a alguien con­ viene. Comienzo a entender que prefiero ser culpable o inocente, pero jamás ser la nada in­ dividualizada. Porque es mi deber recordarte, sin recordarte bien siquiera, que lo único que tenemos es el tiempo que nos sujeta y los pa­ sos que vamos dejando sobre la playa, en

donde tu río nos separa de la luna. Corrientes, para vos el futuro ya no es cambiante, si no corruptible. Y en estos últi­ mos días que te he observado, me di cuenta que en verdad ya no te amo. Entonces, soy no más correntino.

IV

Bajo la atenta compañía de un ciego crucé la calle: él para sentirse seguro, yo para sen­ tirme acompañado. Me dijo, entre otras cosas, antes de llegar a la vereda de enfrente: — La huella única de sentirse (porque es­ tamos solos), no pesa menos que ese ejercicio de ir dejando las flores junto a su propia tum­

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J

ba, cuando el tiempo es medición de la nada, y la soledad encuentra su utilidad para dar valor a la carente cercanía. — Te pregunté cómo sentías el azul… — La huella esa, la de sentirse bosquejado al margen de lo natural, que deja todas las tardes llenas de calles que no conducen a donde llegar (donde podemos dar un paseo, siempre juntos, siempre solos y en silencio, mi sombra el pucho y yo); ¿Qué se supone que es? ¿Qué se supone que somos? Y soy eso, na­ da menos que el abandono. — Eh... que para mí es un negro engaña­ dor, un negro que no quiere ser negro. El ne­ gro es eso donde habita tu visión. ¿Cómo sentís, ahora, el azul sincero? — Una huella incapaz de sortear el obstáculo de vincularnos, el verdadero lugar del nunca. — Aparte de ciego, estás sordo. Me solté el brazo. No abrí los ojos. Ex­ tendí la mano buscando ayuda y las bocinas coreaban impaciencia. Escuché una voz infan­ til arriba del cordón: —¿Puedo ayudarlo? Me quité los lentes oscuros y abrí los ojos: —Si tan solo supieras decirme qué es el azul...

V

Sigo atrapado en Corrientes, sigo bordan­ do los días con ese hilo con el que se cosen los silencios, manteniendo el ímpetu de levantar­ me y espiar por la ventana que todo haya

cambiado. A veces salgo y veo esas partes de la ciudad donde se vomitan lágrimas y las personas son todas de sal. Nunca puedo evi­ tar los dolores que nacen al costado del centro de mi pecho, pero todos los días siguen reco­ rriendo la recta de mi dedo sin poder quitar la mirada del almanaque. Y nada cambia, y la naturaleza humana se nos ríe a menudo por callar más de lo debido. Acá no se necesitan alfombras rojas en esa peregrinación de tener los pies tempranos, donde ni la vida te dura toda la vida. Y en la ciudad, en el centro, hasta el pavimento se ablanda y se hace fango, y el fango hace duro el caminar de los arrabales. Es que no hay derecho a tal indiferencia, a esa pesadilla de llamarte dentro de los abis­ mos de tu oído, cuando en ningún tiempo fuimos sólo lo terminado. Porque más allá de que el hombre le teme al tiempo, la esperan­ za, como una arveja, se oscurece bajo la som­ bra del reloj. Es que a veces es cierto, de nada me sir­ ven estos versos si decís que no llegaremos jamás a ningún lado. Tal vez será que estemos perdidos, o tan sólo escondidos en un secreto no revelado.


H

COMO AQUELLA noche, cualquier noche en el Bazar, nos convidamos en una de esas reuniones que no necesitan la excusa. Pero que por lo general la tienen. Barríamos las sombras con meros paralelismos, música de otras épocas y cervezas nacionales.

Llegada la hora no pautada, el elixir (no la ambrosía) tuvo su colofón. Entre miradas, votación tácita y amañada, surgieron dos firmes candidatos para proveer a los noctámbulos de la preciada bebida: Fabricio Spaltaro y Víctor Dominicci. Bajaron los elegidos hacia lo de Pelo. Estaba cerrado, así que alargaron su itinerario hasta lo de Kiki. Y como las revelaciones más profundas surgen sin que las esperen, los receptores tuvieron la manifestación: —Metele, que están cerrado.

Sin mediar saludo. Directo, sin tapujos, sin adornos, sin siquiera un guiño. La frase

directa, imperativa, monstruosa, profética: “Metele, que están cerrando”.

Spaltaro y Dominicci se miraron y apuraron el paso con el cajón vacío en las manos. Más allá, encontraron lo de Kiki. Parecía desierto, clausurado, cerrado. Sin embargo, no contento y tal vez animado por un impulso cósmico, Dominicci se la emprendió a golpes de puños contra la chapa del kiosco. Desde el fondo se oyó voz alguna: —¿¡Qué quieren!? —Cerveza, maestro. —¿¡Tienen cambio!?

Batieron los bolsillos. —Sí.

Y desde una puerta pequeña, imperceptible, rayando lo absurdo, Kiki —el mismísimo dueño—, les alcanzó lo que habían ido a buscar. Spaltaro y Dominicci

por Ricardo Bandino

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R pagaron y volvieron a la cofradía, en silencio. Ya en la sala, comentaron el episodio sin comprenderlo del todo. Felipe Marangoni y El escritor Inútil, quienes reían antes, perdieron el semblante jocoso. Menearon la cabeza y casi al unísono parecieron comprender un algo. Un algo pequeño, eso sí. Pero antes de hacérselos saber a los demás, decidieron la indagación: —¿Cómo era el tipo que les dijo eso?

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Dominicci y Spaltaro intentaron pronunciar algo, pero se dieron cuenta de que no sabían con exactitud qué. Hicieron gestos; Spaltaro volcó la cerveza. Dominicci rió (todo fue un desorden). Y luego de palabras sin palabras, sólo amagaron una subida de hombros y una estirada de labios: nada. Y como si la historia quisiese tener un final ampuloso, se apagaron las luces de golpe y la lluvia, que había amenazado desde temprano, brindó también en aquel aquelarre de amigos.

Marangoni, entonces, dijo con una voz flaca: —Era el Cuco. Luego de la sentencia, la conversación tomó ribetes esotéricos. Spaltaro dijo que quizá fuera un condenado que había escapado del infierno mismo del Dante, que debía cumplir su designio. Dominicci dijo que pudo haber sido uno de los vagos del monoblock 15, pero que no parecía. El Escritor Inútil arguyó entonces la teoría:

—Ése era el bitle, el Hombre de Ninguna Parte, como dijera el amigo Marangoni: quién sino el Cuco.

Silenciados por las sentencias, bebieron hasta que la electricidad volvió. Sumidos en una profunda cavilación y ebriedad, se retiraron de a uno. Con la duda goteando como la lluvia de la calle. El Cuco, quien quizá ya no volvería a ser, los miraba escondido desde un estacionamiento del Monoblock 13; con una sonrisa espectral de Gato de Chesire. Y la certeza de que la palabra sería regada. Hasta ese día, en que tuviésemos que tomar las armas otra vez, para morir junto a nuestros Cualesquiera fuesen sus batallas.

dioses.


S e g u i n o s e n f ac e b o o k : w w w .f ac e b o o k . c o m / r e v i s t a r a g n a r o k E n t e r at e p r i m e r @ d e n u e s t r as n o v e d a d e s . Y n o t e p i e r d as t o d o l o q u e a Ăş n t e n e m o s p ar a c o n t ar . ..


A Ă– donde lo que estĂĄ atado se desata


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