UNA RUSA Y UN MOSSO D'ESQUADRA

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Apertura ....................................................................................................7 Capítulo 1

Tirar sin bala .............................................................................................9 Capítulo 2

Miguel, un tipo legal................................................................................ 16 Capítulo 3

El mutis del Marqués ..............................................................................20 Capítulo 4

Salou........................................................................................................ 26 Capítulo 5

La rusa y el Marqués ...............................................................................30 Capítulo 6

Lo que son las cosas................................................................................ 40 Capítulo 7

Y ahora que estamos todos juntos… .......................................................47 Capítulo 8

Zacarías el fracasado, Salvador el timador............................................. 54 Capítulo 9

Irina sorprende .......................................................................................60 Capítulo 10

Rusas mujeres......................................................................................... 68 Capítulo 11

La detención ............................................................................................73 Capítulo 12

Libertad, la penosa libertad .................................................................... 81 Capítulo 13

La familia en pleno .................................................................................84 Capítulo 14

Un buen día para morir ..........................................................................89 Capítulo 15

No hay dos sin tres..................................................................................94 Capítulo 16


Un jodido millón de euros ......................................................................99 Capítulo 17

Miquel, davant l’intendent ....................................................................105 Capítulo 18

El marqués reaparece ............................................................................112 Capítulo 19

Tatalka ................................................................................................... 118 Capítulo 20

Tensa espera .......................................................................................... 124 Capítulo 21

¿Dónde está la pasta? ............................................................................ 132 Capítulo 22

A buen recaudo ..................................................................................... 138 Capítulo 23

Irina, a la carga...................................................................................... 144 Capítulo 24

Una Viking y una patada en los huevos ................................................150 Capítulo 25

Victoria, vieja, gorda y con muy mala leche .........................................154 Capítulo 26

A por todas ............................................................................................159 Capítulo 27

Mentrestant… ........................................................................................ 166 Capítulo 28

Y no lejos de allí… ..................................................................................171 Capítulo 29

El juicio. El ju-ju-ju…icio ......................................................................176 Capítulo 30

Aquí hay algo que no encaja… ..............................................................182 Capítulo 31

Kashol, kashol, kashol…........................................................................188 Capítulo 32


Comité de crisis ..................................................................................... 194 Capítulo 33

Joder, con los rusos… ............................................................................199 Capítulo 34

La trampa.............................................................................................. 206 Capítulo 35

De puta a puta, taconazo… ....................................................................215 Capítulo 36

Las rusas y sus largas piernas ...............................................................222 Capítulo 37

Aló, aló, ¿señor marqués…?.................................................................. 226 Capítulo 38

El hombre propone… ............................................................................ 233 Capítulo 39

…y las cosas salen como les da la gana .................................................238 Capítulo 40

Una lista y una gotita de sangre ........................................................... 245 Capítulo 41

El Marqués y lo que le hizo hombre .....................................................250 Capítulo 42

El mejor marisco, la mejor paella, el pescado más fresco.................... 255 Capítulo 43

15 metros… dos segundos… ..................................................................259 Capítulo 44

La sentencia .......................................................................................... 263 Capítulo 45

Miquel, van per tu….............................................................................. 268 Capítulo 46

Caminante, no hay camino… ............................................................... 274 Capítulo 47

Despedida y perros ...............................................................................279 Capítulo 48


Adiós a Salou ........................................................................................284 Capítulo 49

Cap de Creus. Más allá de Marsella ..................................................... 290


Apertura Este relato tiene fundamento en hechos reales y ha sido cocinado con ingredientes de actualidad, convenientemente adobados para la ocasión. El paisaje político y económico en que se mueven los actores es el correspondiente al año 2011. Por aquel entonces, gobernaba –es un decir- España Rodríguez Zapatero y a su gobierno –por llamarlo de algún modo- le daba réplica en Cataluña el tripartito –ERC, PSC y IC-, de infausta memoria. En Salou, ciudad en que se sitúa buena parte de los acontecimientos que se exponen ante el lector, gobierna un alcalde que ha accedido al cargo tras encabezar una extraña moción de censura. Salou es, desde hace ocho o nueve años, un punto de especial interés para los rusos, tanto para quienes llegan a la ciudad en verano para pasar unos días de vacaciones como, en particular, para unos pocos que valoran las oportunidades que ofrece la capital de la Costa Dorada, su clima, la tranquilidad de que disfrutan sus habitantes la mayor parte del año, la proximidad a Barcelona... y deciden quedarse a vivir aquí o, al menos, adquirir un piso o un chalet e, incluso, abrir algún negocio. Entre quienes se asientan en Salou, algunos aparentan ser muy ricos y hacen ostentación de ello. Ya ha habido quien, por la misma, ha llamado la atención de la policía y ha pasado por las oficinas del juez. El alcalde de Salou está a punto de resultar pringado en algún oscuro asunto. Las mujeres rusas llaman poderosamente la atención, de los comerciantes por su capacidad de gasto, de los hombres por su peculiar físico y su singular porte y de las mujeres del país que no acaban de encontrar diferencias sustanciales entre las súbditas de Putin –que ya lleva una decena de años dirigiendo Rusia con mano de hierro- y las del Borbón que, pobre, en caída libre, acabará pidiendo disculpas por sus deslices.


Salou, en donde el viejo cuartel de la Guardia Civil va quedando poco a poco como un resto para el olvido, canaliza desde 2008 sus incidencias delictivas hacia la comisaría del Cuerpo de los Mossos d’Esquadra, situada a las fueras del pueblo, justo en el límite con la vecina Vila-seca. El establecimiento, grande y moderno, acoge a unos 200 agentes. Los Mossos d’Esquadra, la policía catalana, se han hecho progresivamente con casi todas las competencias policiales que le han ido cediendo la Guardia Civil y la llamada Policía Nacional española. A esta comisaría llegó el protagonista de esta historia, parece ser, en 2009.


Capítulo 1

Tirar sin bala En la terraza del Bar Kirila, frente a la Masía Tous, tres hombres charlan en torno a una mesa y le dan con calma a un par de cervezas y a una simple cocacola. Enganchados en la conversación, sólo uno repara en el perro que, cerca de ellos, persigue rabiosamente su propio rabo, dando vueltas a toda velocidad alrededor de sí mismo. Cada poco, el can se detiene agotado, se sienta un momento sobre sus patas traseras, mira en derredor como esperando la aprobación de los espectadores y continúa su incomprensible faena. —Hay que ver, ese perro: lleva media hora intentando morderse la cola. —En qué cosas te fijas, Zaca. —Es como la humanidad, siempre detrás de lo inalcanzable. Y total, para lo que sirve... Tengo curiosidad por saber si algún perro, jamás, ha conseguido morderse el rabo. —Ya salió el filósofo... —Pues mis perros tienen la fea costumbre de orinar en las macetas que tengo en la terraza: siempre en las mismas; como le echen el ojo a una, ésta ya no se libra. Así que, para quitarles el hábito, compré un espray que, según rezaba la etiqueta, “ahuyenta a los perros con garantía total”. El cocker olisqueó el tiesto que chorreaba líquido ahuyentador, levantó la pata, me miró fijamente y, con toda su pachorra, se alivió a plena satisfacción. —Eso es que el animal no se había leído las instrucciones.

—Puede ser. Pero me gustaría conocer al genio que inventó el espray ahuyentador.


—Para genios —dice Zacarías mientras ojea el diario—, los que han ideado el sincrotrón ALBA, eso sí que es un gran invento. —¡Joder si es un gran invento...!

—¿Tú sabes lo que es eso, Salva?

—No, pero si lo dice Zacarías, seguro que es un gran invento. —Es un aparato enorme, científicamente muy avanzado, en que se hacen chocar electrones. Han inaugurado uno muy cerca de aquí, en Cerdanyola, y con él, Cataluña se pone a la cabeza en el mundo en este tipo de investigaciones. Aunque a mí el que me fascina es el que hay en Ginebra: allí se hacen colisionar hadrones, que son partículas subatómicas. Dicen que buscan la “partícula de Dios”... —¿Ves? colisionar ladrones: eso está muy bien. Y para buscar a Dios, aún mejor. —Salva, hombre, no te burles y respeta las ideas ajenas. —¿Más respeto quieres?: a mí me importan un huevo los ladrones, sobre todo, si no me llevo nada. —¡Hadrones! Ha-dro-nes. Son partículas muy pequeñas. —Pues si son pequeñas, aún me importan menos. —Déjalo, no tienes arreglo. Eres un palurdo y consentido. Zacarías dobla el diario y se dirige al otro contertulio. —Hablando de todo un poco: lo tuyo, ¿cómo lo llevas, Miquel?


—Mal, fatal. El intendente me ha hablado de expediente con riesgo de expulsión. —Pues sí que van fuerte... —Les sentó muy mal que me pasara por el Pere Mata a investigar. Se ve que uno de los médicos tiene un cuñado o un primo en los Mossos. Le faltó tiempo para telefonear a la comisaría y pedir explicaciones de por qué andaba por allí uno de los suyos de paisano, preguntando por el incidente de la pistola. Y, claro, mis jefes no sabían nada y se lió. —¿De qué pistola habláis? –tercia Salvador. —Miquel, cállate, que este es un bocazas. —No, si no me importa que se sepa; te cuento: resulta que, hace unos días, visitó el Pere Mata un jefe del Institut Català de la Salut. Parece que esperaban al Conseller pero al final vino otro, un alto cargo, no sé quién. Cuando el hombre entró en la sala de juegos y se puso a hablar con los internos, uno de ellos sacó una pistola y le empezó a gritar que era un fascista y un cabrón y que le iba a matar. Mi compañero, Marc, que es cinturón negro de karate, lo inmovilizó con facilidad y lo tiró al suelo. Luego resultó que la pistola era muy vieja y ni siquiera tenía balas. Pero el del Institut se echó a temblar y casi le da un soponcio y se lo hizo en los pantalones, de verdad. Imagínate a los periodistas que iban con él, cuatro o cinco, haciendo fotos, tomando notas sobre cómo el tipo se había rilado... Luego nos dijeron que les habían pedido por favor que no publicaran según qué cosas. En el Diari, al menos, no contaron nada del incidente. —Y a ti te han cargado con el muerto, seguro. —No, hombre no. A Miquel le mosqueó el que un interno tuviera una pistola sin balas y volvió a los dos días al Pere Mata a preguntar cosas sobre el autor del incidente. —Al que, por cierto, pusieron en libertad al día siguiente... Pues sí, tenía cierta curiosidad por las razones que había tras de un comportamiento tan raro y pasé por allí un poco a lo tonto... Hablé con un par de empleados pero no me enteré de nada, porque a los


veinte minutos apareció un director de no sé qué y me largó de mala manera. Sólo les pude sacar que al tipo le llaman el Marqués y que viene de una familia muy rica de Barcelona. —¡Coño, el Marqués! A ése lo conozco yo. Es un cliente fijo del Privée. —¿Del qué...?

—Del club ése de niñas que hay en la carretera de Reus.

—¡Joder, hasta me ha pagado algún polvo, si lo sabré yo...! —¡Caramba, Salva! ¿Ahora te dejas invitar a putas? —Ahora y siempre. Pero eso no pasa cada día, que te salga el polvo gratis. Buen tío, el Marqués, sí señor. ¿Y ahora se quiere cargar a un político? Pues mejor aún. —Así que tú lo conoces... —Sí, claro. Dejadme que os cuente ésta, que es muy buena. Salvador le dio un buen viaje a la jarra y continuó, acercando la cabeza a sus dos amigos como si fuera a revelar el misterio del Santo Grial. —Un día invitó a subir a follar a once tíos, todos los que estaban en la barra en ese momento. Porque él va temprano, ¿sabes?, en cuanto abren por la tarde. Se ve que tiene que volver pronto al manicomio. Pues, como os digo: imaginaos: once tíos y once putas, todos en la misma habitación. Salvador se repantiga en la silla y disfruta ante la cara de asombro de sus dos colegas.


—Lo mejor es que él no follaba, sólo miraba y se hacía pajas. Yo no lo vi pero me lo contaron. —¿Y lo pagaba todo?

—Todo y por delante y con buenas propinas para las putas. —O sea, que el tipo tiene mucha pasta.

—Mucha, mucha. Pasta gansa. —¿Y qué hace un tío con tanta pasta en el Pere Mata? —Chico, hasta ahí no llego. Sólo sé que te lo puedes encontrar en los puticlubs casi cada día, a primera hora. —Oye, Salva, ¿tú me lo podías presentar, al marqués ése? —Cuando quieras. Sólo me invitas a una copa y está hecho. Además, seguro que a los mossos os hacen buen trato en esos sitios... —Iré de paisano, hombre. Con la que me viene encima, sólo me falta que se enteren de que estoy rondando por los prostíbulos. —Y, ¿qué problema tienes? Un policía está para investigar, ¿no? —Pues eso pensaba yo, pero parece que nadie quiere que se sepa lo que ocurrió aquel día. —Hombre, si el tipo es de buena familia… ya se sabe.


—Pero si la pistola era vieja y no tenía balas, no querrán que se corra que los burgueses catalanes, además de rácanos, son tontos. —No hay vergüenza que no se tapen, qué judíos… —No sé, pero me temo que la cosa es más complicada que todo eso. Un interno en un sanatorio amenaza de muerte a un alto cargo de la Generalitat… con una pistola vieja y sin balas… —¡Hostia, me interesa el asunto! ¿Cuándo vamos?

—Cuanto antes. Pero por favor, Salva: por una vez, mantén la boca cerrada porque si no, me puedes buscar la ruina. Ya os he dicho que mis jefes están muy mosqueados conmigo y me han amenazado con abrirme expediente. Si me pillan en otra, estoy apañado. —Bueno, sea por la causa de la buena gente. Miquel, eres de los pocos tíos legales que conozco. Si todos fueran como tú.. no sé, me hacía de Esquerra Republicana y todo. —No te pases y no empieces. ¿Mañana? —Mañana, a las cinco delante de tu casa. Cuando se levantan los tres amigos y se van, el perro sigue retorciéndose alrededor de su propio eje, empeñado en morderse la cola. Y el mundo sigue rotando alrededor del sol y la gente preocupada por la crisis y los políticos por sus problemas y los clubs de fútbol por sus fichajes; las cosas, la naturaleza, la sociedad, los animales y las personas, el cosmos entero, todo, sin excepción, da vueltas y vueltas alrededor de su particular realidad, los hombres buscando y buscando, queriendo saber, queriendo tener, queriendo ser más, queriendo parecer...Algo se consigue, qué duda cabe, pero tan poquita cosa que vale la pena preguntarse si, al final, sirve de algo indagar tanto, intentar tantas cosas, luchar, empujar, empeñarse...Entre todos, Miquel, el mosso d’esquadra, un tipo legal, fiel a su


carácter terco, cree ahora que sí, que vale la pena buscar explicación al extraño incidente del pirado que disparó contra un funcionario de la Generalitat... con una pistola sin bala: ata esa mosca por el rabo.

NOTA: En enero de 2009 en una manifa en Barcelona en que participó el conseller Saura, un tipo exhibió una pistola (la foto fue publicada en varios medios de comunicación). Saura explicó que los mossos no lo habían detenido porque la pistola era de juguete.


Capítulo 2

Miguel, un tipo legal Miquel García Puigcorbera, Miquel. 31 años, mosso d’esquadra, la policía catalana. Hijo de Juan García Romano y de Clementina Puigcorbera Bellús, teniente de la Guardia Civil él, sus labores ella. Si alguien se dedicara a hacer parejas en atención a las afinidades de cada miembro, no hubiera juntado a Juan y a Clementina ni por despiste. El 1,80 de él y sus 100 quilos eran lo que menos distanciaba a ese hombretón de Clementina, 1,58 de estatura, menuda como un pajarillo, esbelta en su menudencia, algo pizpireta, muy elegante, extremadamente guapa. Juan es castellano de Valladolid, tosco como un mazo, fuerte como un roble, echao pa’lante, casi fanfarrón, a veces bocazas, siempre noble, siempre de sus amigos, poco o nada amigo de cambalaches, incapaz de aguantar la lengua cuando algo no encaja en su poco complicado modo de pensar. Pero Clementina, la menuda Clementina, que jamás levanta la voz, jamás contradice a nadie, siempre pone bálsamo en las escocidas relaciones humanas, siempre ayuda y nunca pide, ni por favor, Clementina Puigcorbera, catalana de soca-rel, catalanista confesa y convencida, vete a saber cómo y por qué, echó el ojo al sargentón que acababa de llegar a Girona, entonces Gerona, al militarote franquista que parecía buscar guerra a cada paso y...ante el asombro de media ciudad, a los dos meses andaba con él del brazo que era un contento verlos pasear: la ardilla y el oso, dijo uno. Clementina, de rancia familia de juristas, hija de notario, hermana de abogados, licenciada en derecho ella misma aunque nunca ejerciera, tuvo problemas con su familia, sus amigos y hasta con el párroco a costa de su noviazgo con Juan —“¿qué hace Clemen con un guardia civil?”, decían llevándose las manos a la cabeza...— . Lo que nunca tuvo Clementina fueron dudas sobre quien acabó siendo su marido en 1973: siempre le creyó a pie juntillas y siempre estuvo segura de su integridad, su sinceridad y su fidelidad. Juan, primitivo, franquista, machista y más bruto que un arado, sólo tenía una palabra y se la


dio a su mujer: “Clementina, nunca te avergonzarás de tu marido”. Y Clementina nunca se avergonzó de su marido. Se casaron, tuvieron cuatro hijos, dos y dos. Una de las chicas es abogada; un chico procurador y la otra mujer se hizo monja y anda por Ruanda dando sustos cada poco a su familia al ritmo de los vaivenes que sufre aquel atormentado país. El cuarto, el más joven, es Miquel. Del palo de Juan, guardia civil, bruto y noble y de Clementina, ama de casa, fina y noble, salió la noble astilla de Miquel que, abandonando una prometedora carrera deportiva como jugador de hockey, inesperadamente, decidió estudiar para mosso d’esquadra. —Esa bandera que acabas de jurar no es la mía, Miquel –le dijo su padre el día de la entrega de despachos–. Pero si algún día la traicionas, te mato. —Fill meu, que orgullosa que n’estic de tu —le aseguró su madre mientras le alisaba la camisa azul. Cursó Miquel sus estudios en la academia de Mollet del Vallés, en la que destacó siempre por su fortaleza física, su voluntad de hierro y su disposición al sacrificio, y casi nunca por la brillantez de sus calificaciones: cumplidor, puntual, esforzado, discreto y tan respetuoso con sus superiores como buen compañero, no dio el menor problema en la academia y, ya licenciado, fue destinado a Tarragona. Su hermana, Meritxell, la abogada, casada con un diplomático, le ofreció vivir en un apartamento del que disponía el matrimonio en Salou, muy cerca de la playa dels Capellans. No hacía Miquel mucha vida en Salou pero, con todo, trabó conocimiento con algunos de sus vecinos, entre los que se encontraba ese Salvador -Salvador Roque-, empresario y promotor, truhán más bien, que hablaba con él un poco antes, y ese Zaca Zacarías Planas-, profesor y escritor fracasado, intelectual y muy rojo, que compartía tertulia con ambos. También conoció, como para no verla, a otra vecina suya, una rusa guapísima y rubísima, hija, se decía, de un mafioso cargado de pasta, que se lo quiso cepillar, la rusa a Miquel, el primer día en que coincidieron en el parking, así, a pelo y a palo seco, encima


del capó de un coche. Miquel se resistió a la rusa durante unos días pero pudieron con él sus ojos azules y lo mal que se explicaba en español. —“Tú follarte con mí” —le decía, con tan poco empacho como respeto por la sintaxis —. “Tú, más guapo Bandéras…” Miquel hacía como que se partía de risa para disimular: era, o por tal se tenía, hombre de noviazgos serios y compromisos largos pero, desde que se topó con Irina, no consiguió quitársela de la cabeza hasta que echaron el primer polvo. Porque enseguida se dio cuenta -o eso le pareció- de que, bajo la rubia cabellera y dentro de la bonita cabeza de la rusa, había poca cosa. Y, con toda la delicadeza de que pudo armarse, se lo hizo saber, que valía más que lo dejaran correr, que lo suyo no tenía futuro. Y allí fue ella: porque la rusa, despechada, se convirtió en una pesadilla para el pobre mosso d’esquadra: le rayaba el coche -Mijael wuapo-, le llamaba a altas horas de la madrugada, le dibujaba corazones con lápiz de labios en la puerta de su apartamento... Una vez le montó un cisco en el restaurant La Goleta, mientras Miquel comía con sus padres, su hermana y su cuñado, el diplomático. Nadie se enteró de lo que largaba, en ruso, claro, pero todos los comensales pudieron deducir sin género de duda que la tía, además de muy buena, estaba chalada y que se moría por los huesos del apuesto moreno que intentaba simular que la cosa no iba con él. Miquel, paciente y discreto, capeaba como podía el temporal de la rusa, aparentaba frente a sus amigos que no pasaba nada y hasta se echaba la culpa de todo, argumentándose a sí mismo en contra de la realidad: —“Has ido demasiado aprisa, Miquel: le diste esperanzas e hiciste mal. Ella está poco madura y lo pasa fatal”. Miquel, hombre de una pieza, no acertaba a comprender la complejidad de las relaciones amorosas: para él, sólo podía haber una mujer en su vida y a ella se consagraría con total dedicación. Pero mientras esa mujer no hiciera acto de presencia, no valía la pena entretenerse con advenedizas por muy rubias y rusas y ricas que fueran. El desahogo


de un polvo rápido, el sexo puro y duro no cobraban sentido para Miquel sino como piezas del engranaje del amor, la dedicación y la entrega incondicional. No era religioso y a duras penas se definiría como creyente. Pero sí era coherente, completamente coherente, como mínimo, consigo mismo: no buscaba encuentros pasajeros ni amores de fin de semana, ni que fuera con rusas rubísimas y guapísimas. Esperaría al amor de su vida y, mientras éste llegaba, se apañaría como mejor pudiera. Mal se le daban al buen tipo que era Miquel las mujeres: y mal se le daba casi todo con la gente. Ser franco, ir de cara, no engañar nunca y ser buena persona, no se lleva. Te toman por tonto, te saben legal, pero tonto: qué se le va a hacer...


Capítulo 3

El mutis del Marqués —Un whisky con ginger ale para mí. Cocacola para el joven. —No me gusta este ambiente, Salva. Me siento incómodo. —¡Coño, Miquel! Un buen policía tiene que tenerlos para meterse en cualquier sitio. Y especialmente en las casas de putas: no veas lo que se aprende aquí. —No quiero ni imaginarme lo que ocurriría si ahora hicieran una redada. —Na, no tengas miedo...Es muy temprano para redadas. Y vosotros os lleváis bien con los picoletos, ¿no? —¿Que nos llevamos bien...? Mejor, dejémoslo. Además, ahora estas cosas son responsabilidad nuestra casi siempre. ¿Está el Marqués por aquí? —A la vista, no. Espera que venga el encargado y le preguntaré. —¿No estará con alguna chica? —No creo. Mira, mira qué buena está ésa... No, el Marqués es más de palique, de los que se creen que las putas se enamoran de los tíos guapos y ricos y cosas así. Se pega dos horas hablando con una, le cuenta su vida y la magrea hasta que le vienen ganas: para entonces ya se ha dejado una pasta en copas. ¿No te la tirarías a ésa?, mírala bien. —Por favor, Salva, vamos a lo nuestro. ¿Qué años debe de tener el Marqués? —Yo le echaría cincuenta y pico.


—Pero está bien conservado. —Joder, ése no ha dado un palo al agua en su vida. Ya puede conservarse bien. Oye, me extrañó mucho lo que me contaste de la pistola y todo eso. El Marqués parece un tipo tranquilo y no es de los que se meten en líos. —Pues sí, pero ahí lo tienes. Lo que me gustaría saber es por qué lo soltaron tan rápido. —Mira, ése es el encargado. ¡Ei, Enric, vine cap aquí! —¡Carai! L’encarregat és català? —Qué et penses, que això de controlar les putes és feina de xarnegos? El nacionalisme us té ben menjat el coco. Bona tarda, Enric, no està per aquí el Marqués? —Bona tarda, nois. El Marqués? Doncs, no. Fa dies que no l’he vist. No sé què havia sentit, que havia fotut el camp o algo així. Aquell de la concessionària m’ho va dir, aquell que sempre va amb ell. Em va dir que s’havia ficat en un lio amb un ministre o no sé qui. —Un intern en un manicomi pot marxar així per les bones? —Ja, tu no saps qui és el Marqués. Aquest paio té molt bons contactes per tot arreu. A més a més, jo mai no he entès què cony fa allí dalt, al Pere Mata. Hablando del rey de Roma... ahí está su amigo, pregúntale. —Buenas. ¿Le molesta que le haga una pregunta? Enric dice que usted es muy amigo del Marqués... —Enrique no es nadie para decir nada y debería tener la boca cerrada. —Hombre, perdone, no era nuestra intención molestarlo. Sólo que me preocupa porque hace días que no lo veo. ¿No le habrá ocurrido nada malo?


—Nada que deba preocuparle. Buenas tardes. —...... —¡Carai, qué maneras! —Ni maneras ni hostias: aquí hay algo raro. Menudo gili, el sopazas ése, ¿qué se habrá creído? —Dejémoslo, Salva, no te quiero complicar más. —Vale, vale, nos vamos si eso es lo que quieres. Oye, ya que estamos, ¿no te apetecería echar un polvo? Mira qué cantidad de tías buenas hay por aquí. —Sabes que no voy de ese palo. Respeto a todo el mundo pero no, no me va este rollo. —Bah, no te cortes, que yo no digo nada. Te invito, venga, escoge una que te vaya...yo pago... —No insistas, por favor. —Bueno, tú te lo pierdes. Y perdona que te lo diga, que para eso soy tu amigo: no te entiendo, ni la rusa, ni las de aquí, ni...joder, eres raro tú... —No soy raro ni soy un meapilas. Simplemente, me van las mujeres, cómo te diría... a fondo, a largo plazo, con compromiso serio. Me gustan, me gustan mucho pero no me basta con una noche. Es como si pensara que la que me guste no me la acabaré nunca. —Romanticismo de adolescente. Yo también pensaba esas cosas antes. Pero me han jodido tanto las mujeres que ahora...polvo y, si puedo, que paguen ellas la cena, que bastante me he gastado ya para nada. —Pero una mujer es mucho más que eso, es...


—Venga ya, qué poco las conoces. Una mujer es una raja sin fondo: más la metes, más te hundes. En serio, Miquel, folla todo lo que puedas, sácales todo lo que se dejen y sal pitando cuanto antes. ¡Camarero!, ¿qué se debe? —Deja, invito yo, que para eso te has molestado en venir conmigo. —De molestia nada: me van las putas y ya está. Ha sido un placer. Pues a mí si me apetecería un ratito, ya ves. Que conste que lo hago por ti, ¿vale? Vamos. —No te enfades, Salva, hombre. Te lo agradezco pero, en serio, no me va. Si quieres te espero mientras tú subes... —¿Enfadarme yo? ¿Por una tía? Y mucho menos por una puta. Venga, vamos. ¡Adéu, Enric! —¡Deu, nois! Fins una altra. —Escolta, si saps algo del Marqués, fes-me un truc. —Entesos... que vagi bé. —Salva, debes creer que soy un estúpido. —Estúpido, no, pero un poco tonto, sí, la verdad. Buen tío pero un poco capullo, no te enfades, no pasa nada. ¿Dónde te dejo? —En Salou, en mi casa. —Marchando, una de mosso para Salou... Llegando a Salou, y cuando pasan junto al enorme reclamo luminoso del Karting, Salvador y Miquel se dan cuenta de que los mossos han instalado un control justo en la rotonda de entrada al pueblo.


—Joder —exclama Salvador—, ya están estos aquí. Y yo con tres whiskys encima... —Tú, tranquilo, Salva. Los conozco. —Bona nit —saluda uno de los mossos mientras Salvador baja el cristal de la ventanilla del coche. Mira a su interior. —Hombre, Miquel... Què fas tu per quí? —Doncs, mira. Aquí, amb l’amic Salvador. Venim de Reus. I tu, què tal? Vaig sentir que t’havien fotut un tret en un control. —Doncs, sí, un fill de puta kosovar. Per sort, no va ser res però, em va anar de poc... Què, veniu del Privèe, eh, bandarres?

—Què dius, ara... nosaltres som gent seriosa... —I no bevem mai —añadió Salvador, pasándose el dedo por el cuello de la camisa...—. Bueno, en bodas y bautizos, vostè ja m’entén, agent... —Au, vinga, passeu. Miquel, saluda al Marc, que fa temps que no el veig. Està bé?

—De conya. Es casa aviat, amb aquella noia que és campiona de karate, te’n recordes? —Va, tireu endavant que sembla que tenim problemes. Adéu, Miquel. Cuando enfilan la entrada a Salou, Miquel le sacude un ligero codazo a Salvador.

—Qué jeta tienes, Salva. Que no bevem mai.... Si te hacen soplar, te fastidian.


—Bueno, ya sabes, engañar a un poli tiene indulgencia. Por todo lo que nos joden... —Calla, anda, calla. Y tira para casa...


Capítulo 4

Salou Salou debe de ser el municipio más pequeño de España, unas 1500 hectáreas, poca cosa. Y de ellas, más de 500 están ocupadas por Port Aventura; al vecino municipio de Vila-seca pertenece el resto de la superficie del famoso parque. Uno se mueve por los alrededores del recinto y no encuentra sino mallas y mallas de alambre que dan testimonio de que al otro lado del enrejado, quien manda es la Caixa. Pero lo más notable del tinglado que se montó para sacar adelante lo que hoy se conoce como Port Aventura no fueron los esfuerzos de CiU y del alcalde de entonces, Joan Maria Pujals ni los millonarios avales del Parlament de Catalunya ni la expropiación de que fueron víctima decenas de propietarios en nombre del interés público: lo más notable fueron el silencio y la complacencia con que el mismo Salou que tanto y tan bravamente había peleado por conseguir su independencia como municipio, admitió la ocupación por el parque de más de la tercera parte de su territorio, algo único en España y, posiblemente, en el mundo entero, que una empresa privada ocupe un tercio de un término municipal. Durante años, en las entradas de Salou no recibían al visitante los típicos carteles de bienvenida sino unas vergonzosas figuras del Pájaro Loco que dejaban bien claro que “usted no ha llegado a Salou, ha llegado a Port Aventura”. Durante años, incluso, se alzó en una de las encrucijadas más concurridas de la ciudad otra figura, la de un pistolero americano esgrimiendo su arma que, menos mal, era de cartón piedra. Los comerciantes eran sancionados con pesadas multas por el mero hecho de colocar un cartel publicitario unos centímetros más allá de lo debido pero los fantoches de Port Aventura ocupaban los mejores enclaves en jardines públicos sin que a nadie, a casi nadie, le resultara sorprendente semejante cesión: Mrs Marshall fue aquí bienvenido, y eso que no pasó por Salou a toda velocidad sino que se quedó por muchos años y a precio de saldo: nunca se ha sabido cuánto aporta Port Aventura a las arcas municipales y, por si a alguien se le ocurre preguntar, crearon un consorcio cuya única actividad conocida es la organización de un par de cenas al año en honor de los concejales y técnicos que entienden en el asunto, que “entienden”, ya se entiende, o que se desentienden, quién sabe...Un año de estos toca


renegociar el convenio de distribución de los impuestos que aporta la empresa que administra Port Aventura, y los partidos de Salou se aprestan a la “batalla” con contundentes declaraciones de entrega al pueblo: se verá lo que da de sí esta entrega. Todo se ha de decir y es cierto que la apertura del parque ha supuesto la llegada de miles de turistas del mundo entero y, quizás lo más importante, ha elevado en bastantes puntos la calidad de la oferta de ocio de Salou y, en general, de su entorno en los alrededores. Cuando los salouenses visitan el parque, se preguntan por qué su pueblo no puede estar tan limpio y cuidado como lo está el recinto de Port Aventura. Porque sí: Salou es una ciudad muy bonita, en esto están de acuerdo todos los salouenses. Quienes han viajado y conocen las ciudades mediterráneas están de acuerdo en que Salou es tan bonita como cualquiera de las otras ciudades mediterráneas: mucho sol, largas playas de arena fina al borde del mar azul, generalmente tranquilo y... y aquí se acaba la dote que otorgó la naturaleza a Salou y empieza el destrozo que el hombre ha hecho de la dote de la madre naturaleza. Bueno, en otros lugares ha sido peor. En Salou, el boom turístico que le dicen, se zampó la mayor parte de los terrenos próximos al mar, los llenó de hoteles y apartamentos de tan baja calidad como monótona arquitectura y, como residuo, dejó un entorno poco favorable a la convivencia ciudadana, pueblo estirado, sin centro de atracción destacado como suelen tener la mayoría de pueblos con historia. En Salou se vive para el turismo, dicen los salouenses: y es una verdad como un templo. Porque el resto del año que no es temporada turística y el resto de salouenses que no viven del turismo, viven muy poco aunque, en general, viven bien: Salou es una de las ciudades españolas que generan más renta per cápita, de las más ricas, vaya. Naturaleza agraciada, alto nivel de vida y muy escasa vida social: la gente –bueno, esa gente a la que le van bien las cosas- reside en grandes chalets y apartamentos, realiza costosos viajes a los más remotos rincones del mundo, disfruta de los mejores artilugios televisivos y conduce buenos coches pero apenas convive. Lo que no es ni bueno ni malo, simplemente es así. Poca vida social implica pocos compromisos, pocos líos, que cada cual vaya a la suya y que cada palo aguante su vela. En 2002 desapareció una niña cuyos despojos no fueron encontrados hasta un año después, de pura chiripa: había estado todo ese tiempo, muerta, yaciendo en un camastro, en un apartamento en el mismo centro de Salou en el que vivía el hombre al que se tuvo por su asesino. Condenaron en juicio al tipo pero nunca se aclaró


cómo pudo estar tanto tiempo durmiendo junto a ella, viviendo junto a ella, en una pequeña habitación, en una ciudad afectada por húmedos calores y... a ocho o diez metros de una de las calles más transitadas. El ayuntamiento de entonces hizo todo lo posible para quitar hierro al incidente y, tras la desaparición, sólo puso en marcha mecanismos de búsqueda de la nena bajo presión de... otros chavales, compañeros de la cría. El argumento, sotto voce, era que no había que espantar al turismo: buena parte de la población se hizo el sueco y fue triste comprobar cómo en algunos momentos había más gente ajena al pueblo recorriendo las inmediaciones en busca de la niña que residentes en Salou. Comparada con otros pueblos con más tradición, comparada con los pueblos que la rodean, como Vila-seca o Cambrils, Salou es un pueblo falto de tejido social y de estructuras organizativas que agrupen a la gente y pongan a los vecinos en contacto: en Salou, la gente se roza en la cabalgata de Reyes y en la fiesta mayor de enero pero convivir, convive muy poco. Y ni siquiera valora la convivencia, las tertulias con los amigotes, la cervecita después del curro, las paellas domingueras... Aquí, desde siempre, se ha podido ser marica o tener un rollo sin que a nadie le importara demasiado: porque hay tan pocos bares que no estén orientados específicamente al turismo, tan pocos centros sociales, tan pocas ocasiones de chismorrear que, ni para destripar a alguien se encuentra el lugar y el momento con facilidad. Un directivo bancario estuvo viviendo más de 10 años en el mismo rellano que un estafador belga. Cuando INTERPOL le echó el guante, al belga, solicitaron la colaboración del bancario y éste reconoció que ni siquiera sabía su nombre. —Pero, hombre, —se sorprendió la policía—: ¿a usted no le llamaba la atención que cada poco trajera una mujer distinta a casa, y que condujera Bentleys y Ferraris? —Pues no sé, sólo hablé con él un par de veces y le di mi tarjeta por si quería trabajar con mi banco. ¿Ferrari, dice usted? Así que aquel cochazo rojo era de mi vecino... Pueblo joven, con poco más de 20 años de existencia como municipio independiente, hasta ahora, ha aportado poca cosa al acervo catalán, que no sean los disgustos que le dio al pobre presidente Pujol. Y...Fresita, sí, Fresita: una friki que apareció en uno de los


infinitos realitys que atascan las televisiones españolas y cuya particularidad estribaba en que siempre vestía de rosa, veía la vida de color de rosa y empalagaba como un bol de merengue rosa... Buena chica, se esforzó por reivindicar su “salouenquismo” pero no se le hizo demasiado caso: si hubiera sido premio Nobel de Física, tampoco. Con todo, Salou, en que se han hecho muchas mejoras y pueblo al que se ha dotado de muchos servicios desde su separación del municipio de Vila-seca, resultaba, cuando llegó Miquel y al gusto de éste, un excelente lugar para residir, sobre todo, si se tiene vida propia: pueblo tranquilo la mayor parte del año, la que no sufre la avalancha turística de julio y agosto, bien comunicado, a una hora de Barcelona y diez minutos de Tarragona y Reus, tiene casi de todo sin los agobios de la gran ciudad: fue esta circunstancia, más que la oportunidad de disfrutar de un apartamento de lujo, el de su hermana, la que atrajo a Miquel a Salou: al joven mosso no le preocupaba demasiado la vida social y, en cambio, apreciaba como se merece la posibilidad de ir a la suya, practicar deporte, en particular, el Aiki-do, arte marcial al que tenía especial devoción, pasear por sus playas desiertas casi todo el año y, si le apetecía, tomarse una copa -sin alcohol, claro, que en lo de beber y fumar, Miquel era intransigente consigo mismo-, en cualquiera de los pubs o discotecas de los que la ciudad está de siempre bien provista. —Fill meu, però, què hi fas aquí tan sol? Per què no et busques una noia que sigui bona per a tu i et cases? —le decía su madre. —Hi haurà temps per a tot, mama, no t’amoïnis per mi. ¡Ay, estas madres....! Siempre desean que los hijos se le casen con chicas decentes, buenas, limpias, hogareñas y fieles: de las que está llena el país, vaya...


Capítulo 5

La rusa y el Marqués —Sí. Digui’m. —¿Es usted mosso d’esquadra? —Para servirle, sí, señor. ¿Qué se le ofrece? —Creo que anda usted buscándome. —Perdone, pero no sé quién es usted. —Me llamo Pau pero me llaman el Marqués. —¡Ah, caramba, el Marqués...! —Hace unos días estuvo usted en el Privée preguntando por mí. —Cierto. Quería saber algo más sobre el incidente en el Pere Mata del que fue usted protagonista. Casualmente, un amigo que también le conoce... —Sí, Salvador Roque: él me ha dado su teléfono.

–Oiga, señor Pau...

—Me puede llamar Marqués, no me disgusta.


—Está bien, señor Marqués. ¿No sería mejor que nos viéramos cara a cara? —No tengo ningún problema. Dígame dónde y cuándo. —Podemos quedar en Salou. Yo vivo aquí, junto a la Platja dels Capellans, ¿conoce usted la Platja dels Capellans? —Por supuesto. Al lado de La Goleta. —Exactamente. —Mire, son las doce y media, ¿aceptaría usted que le invitara a comer en La Goleta? Es uno de los mejores restaurantes de la zona. —Sí, lo conozco muy bien. Pero no sé si... —¿Tiene usted miedo de que le vean alternando con un interno del Pere Mata? —No, no es eso. Pero... —No se preocupe, solamente disparo a los gerifaltes. Y, encima, sin balas. —Podría tener problemas con mis jefes, usted es consciente. —Por mi parte, puede estar tranquilo: no lo denunciaré. —Está bien, podemos quedar a las dos en la puerta del restaurante. Yo vivo muy cerca. —A las dos, de acuerdo. Estoy seguro de que nos reconoceremos con facilidad. Y no voy armado, así que puede estar tranquilo. Es broma...Hasta luego, buenos días. En ese momento, tras cortar la comunicación telefónica, a Miquel le poseyó una repentina y profunda angustia. No era el temor a que le descubrieran en compañía de semejante individuo, no, sino el propio personaje en sí; lo descolocaba por completo y le


dejaba inerme para cualquier eventual enfrentamiento. Miquel no se tenía por hábil relaciones públicas y en cambio era consciente de sus escasas dotes intuitivas y de su facilidad para poner en su contra a sus interlocutores. Por eso, mientras volvía a su apartamento para ducharse y arreglarse un poco, se reprochaba haber accedido con tanta facilidad a la propuesta del Marqués. Por teléfono, éste transmitía una extraña sensación de seguridad en sí mismo que a Miquel no le cuadraba con el tipo de zumbado recluido en un sanatorio. Era rico, vale, muy rico, por lo que le había contado Salva. Pero tampoco esta circunstancia explicaba la contundencia de sus palabras ni la rapidez con la que el Marqués le había llevado al huerto. Se vio cazador cazado y se prometió estar muy alerta durante la comida. En el portal de su casa, casualidad, se topó con Irina. —Mijael, mi querido. Tan contenta por verte... —Qué tal, Ira? Yo también me alegro. —¿Te apetece...ikrá...cómo se dice en español, muy sabroso, de peces, negro? —Caviar. No, muchas gracias; casualmente me voy a preparar para ir a comer a La Goleta: estoy invitado. —La Goleta, kak jarraschó... ¿ella, española...?

—No, Ira, es una reunión... de trabajo. Con un hombre. —Ah, trabajo. Okey, Mijael, yo tú amo mucho, tú sabes —Yo también te aprecio. Nos vemos, Ira.

—By, Mijael. Espero vemos tan pronto.


El rastro de exquisito perfume que dejó la rusa al salir del ascensor le llegó al cerebro y, transformado en sensación desagradable, se le mezcló con la desazón que le había producido la cita con el marqués. Dos impactos inquietantes en el plazo de diez minutos eran demasiados impactos para su rectilínea psicología: se sintió mal pero se reafirmó en su disposición a estar alerta mientras se duchaba y se cambiaba de ropa. A las dos en punto, inquieto, hacía guardia a la puerta de La Goleta. Pocos minutos después llegaba un taxi y Miquel vio cómo el Marqués pagaba al conductor y, aparentemente, le citaba para más tarde. Cuando salió del coche e inició el camino al restaurante, a Miquel le vino la duda, por un momento, de si el tipo aquel era el mismo que días antes había visto panza abajo en el suelo, malvestido, sujeto a la fuerza por sus compañeros, blandiendo una pistola que era, a simple vista, una antigualla. Vestido ahora con suma elegancia, decidido y sonriente, antes pasaría por alto ejecutivo o político de éxito que por tocado del ala y necesitado de asistencia psiquiátrica. Se dirigió a la entrada a paso firme, tendiendo ambas manos hacia el desconcertado joven, quien no tuvo más remedio que corresponder al efusivo saludo, si bien con manifiesta reticencia. —Pues no, querido amigo, sabrá disculparme porque no lo recuerdo de aquel infausto día. Claro que tampoco estaba yo entonces para atentas observaciones. Buenos días, antes de nada. —Buenos días, señor. Yo si lo recuerdo a usted aunque me parece que ha mejorado mucho, al menos…, su aspecto. —Me cuido, me cuido. Que no voy para joven como salta a la vista. ¿Entramos? —Entramos. Usted por delante. —¿Qué tal si apeamos el tratamiento? Tú eres autoridad pero yo tengo más años: vaya lo uno por lo otro. Así que tú el primero.


—Sin problemas. Y el Marqués lo empujó suave pero firmemente para hacerle entrar por delante de él. Con la mano del Marqués en la espalda, Miquel se sintió completamente desprotegido y a su merced: su sensación de incomodidad aumentó. Y aún más cuando el camarero los sentó frente a frente y pudo mirarle a los ojos. —Marqués…, Pau: das toda la impresión de ser un hombre extraño. —¿Extraño, yo? De ningún modo, querido Miquel. Soy un tipo con buena estrella, que ha tenido la suerte de nacer en una familia rica y que se puede permitir vivir muy bien sin miedo a que se le acaben los recursos. Aparte de dinero, poco más tengo pero me conformo, vaya. —Bien, pero dos cosas no me cuadran: qué hace un tipo como tú en un sanatorio y qué pretendías cuando agrediste al tipo aquel. —¿Agresión...? Bah, dejémoslo en... no sé, ¿show?

—¿Show...? Así, ¿todo era un show?

—Bueno...Empecemos por el principio: ¿pedimos algo...? Por favor, camarero... Con decisión y conocimiento, sin consultar con Miquel, el Marqués pidió una botella del excelente Gramona Celler Batlle 2000 Gran Reserva, una de las joyas de la corona vinícola española. —Bien frío, por favor.. y una selección de marisco. Sólo si es fresco del día, por supuesto. —Por supuesto —afirmó el camarero.


Miquel, que no tenía especial predilección por el marisco, hubiera preferido una buena paella pero se contuvo, admirado crecientemente por la desenvoltura de su compañero de mesa. —Bueno, Miquel: estoy a tu disposición. No tengas ningún empacho en preguntarme sobre todo lo que te interese saber: soy un libro abierto, no tengo ningún secreto ni ninguna gana de ocultarte nada: me has caído bien, muy bien, desde el primer momento. Me parece que eres una buena persona y... pero, fíjate en la que acaba de entrar...¡qué bellezón...¡ Miquel, presa de repentino sobresalto, se volvió hacia donde apuntaba el mentón del Marqués y vio a Irina, realmente espectacular, vestida con algo que, sin duda, sería muy caro pero en cualquier caso muy bonito, y calzada con zapatos de altísimos tacones que la dejaban a casi medio metro por encima del solícito camarero que había acudido a recibirla. —La conozco, es vecina mía. Es rusa. —¡Por Dios, Miquel! Conocer a mujeres como ésa, es tener acceso a la sabiduría. ¿Qué te parece, podemos invitarla a nuestra mesa? Miquel tardó en darse cuenta de que la rusa había pescado al vuelo su “cita de trabajo” y se había propuesto montar alguno de sus numeritos. —No creo que tenga inconveniente en aceptar. Es cliente habitual de esta casa. —Pero no será para ti algo más que vecina, ¿verdad? No me gustaría meterme donde no me llaman. En ese momento, Irina ya estaba junto a su mesa y el Marqués se levantaba y se inclinaba ante ella al mismo tiempo en un gesto que parecía imposible. —Hola, Mijael. ¿Qué tal, señor?


—Hola, Irina. Te presento al señor Pau. Empezábamos a comer. —Señorita, permítame que le diga que me ha dejado usted deslumbrado. En toda mi vida he visto una mujer tan esplendorosamente bella... —Pau, Irina habla bastante bien el español pero se pierde si empleas palabras poco... frecuentes. —No, Mijael, entiendo yo todo. Señor, me llamo Irina, soy de Rusia y amo muchísimo España. —Yo me llamo Pau, soy español y amo a Rusia, y mucho más desde que la he visto. Por favor, Irina, ¿aceptaría usted compartir la mesa con nosotros? —Ira, el señor te invita a comer... —¿No...kak skasat... meschat... molestar? —Por Dios, Irina, ¿cómo puede molestar un ángel como usted? Por favor, siéntese. ¡Camarero, servicio para la señorita, por favor! Así que se conocen ustedes. Miquel me ha dicho que son vecinos. —Verdad. Vivo en España bastantes meses. Mijael muy buen persona. Quiero mucho a Mijael –dijo dirigiendo sus ojos azules al joven. —¿Brindamos? ¡Venga! Por Rusia, por España, por las mujeres hermosas y por los vecinos. No era Irina mujer que diera margen a alternativas ajenas a su persona. Su espectacular belleza atraía las miradas de hombres tanto como de mujeres y quienes estaban próximos a ella quedaban instantáneamente atrapados por el color de sus ojos, el hábil meneo de su corta melena y su discreta sonrisa que cada cual interpretaba a su manera: las mujeres se convencían en el acto de que era una fulana de alto nivel en tanto que los hombres, más


generosos y más optimistas, calibraban instintivamente sus posibilidades frente a tal hembra y tendían a considerar que la sonrisa de la rusa les iba dedicada. Lo cierto es que a Irina, aparentemente, la naturaleza le había dado pocos más dones que una figura espectacular y un rostro precioso. A corta distancia, aparecía enseguida como hueca y aburrida, incluso para aquellos a quienes deslumbraba su belleza. Quizás para cubrir esa carencia, Irina se lanzaba inmediatamente a alabar el atuendo, el buen color de la piel o la juventud de sus interlocutores, con el resultado de que le eran devueltas, y crecidas, sus loas: y aunque su español era vacilante, no tenía la menor duda sobre las marcas de ropa, de perfume o de joyería de las que, a la vista estaba, hacía tan buen uso. Pero lo que para Miquel y muchos otros era un tostón, de muy buen ver, pero tostón al fin y al cabo, para el Marqués resultó un acicate y una excelente oportunidad de desplegar sus aristocráticas y un tanto relamidas maneras y su amplio conocimiento de las mismas marcas y las mismas tiendas de Barcelona en las que Irina colocaba, a fondo perdido, el dinero de su padre. Así que el maduro vivales catalán y la joven belleza rusa se enzarzaron en una frenética disputa sobre cinturones, tejidos, colgantes, lociones y coches en la que menudeaban Armani, Gucci, Chopard, Bulgari, Tiffany o Rolex junto a Ferrari, Bentley o Chanel. Entre la marabunta de referencias de lujo, Miquel, rabioso porque Irina le había privado, de raíz, de la posibilidad de enterarse de quién era el Marqués y qué había detrás de sus extraños movimientos, acariciaba el borde de su copa de cava, mordisqueaba de mala gana algún que otro percebe y miraba su reloj constantemente, tratando inútilmente de que los dos expertos se apercibieran de que era él el punto de encuentro de tamaño despliegue de ciencia de las vanidades. Sólo acertó a colocar una breve frase para admitir que había entrado una vez en la tienda de Escada, en el Paseo de Gràcia en Barcelona pero cuando pretendía añadir que había salido de allí horrorizado por los precios, prefirió callarse y seguir en el mutismo impuesto por sus dos compañeros de mesa. De vez en cuando, Irina se dirigía a él para que le ayudara a expresarse mejor en español, gesto inútil porque Miquel no conocía el ruso. Pero el Marqués, rápidamente, entraba al quite, temeroso, quizás, de perder con la palabra el protagonismo: muy espabilado y muy experto pero, al fin y a la postre, macho: y castrón y cabestro como cualquier otro. Miquel pensaba que aquel tipo estaba haciendo el ridículo y no pudo sustraerse a la pérfida consideración de que él ya había pasado por la cama de la que el otro ahora, a cada


palabra con más descaro, buscaba trajinarse . ¿Sabía el Marqués, o intuía, que Miquel había ido por delante...? —Pues nada, el día que quieras vienes a Barcelona y nos damos un paseo en el Bugatti de mi hermano. Pero tendrás que conducir tú porque yo tengo el carnet a buen recaudo: me cogieron hace poco... —No sé, yo conducir poco, yo poco segura... —No te preocupes. Miquel, podrías acompañarla tú... —Sin problema. Pero, lo siento, se me ha hecho tarde y tendría que dejaros. —Bueno, Irina y yo nos tomaremos la última copa. ¿No te molesta, verdad? —En absoluto. Voy al aseo, con vuestro permiso. Pau, tienes mi teléfono y me gustaría que quedáramos otro día para continuar nuestra charla. —Por supuesto, querido amigo, por supuesto. Sólo que hoy tendrás que perdonarme que haya dedicado mis atenciones a nuestra amiga Irina. Estoy seguro de que lo comprendes. —Disculpado. Irina, te dejo en buenas manos. Buenas tardes. Miquel, a quien costaba disimular su enojo, se entretuvo unos pocos minutos en el lavabo y, al salir, departió brevemente con el propietario del local. En ese momento, el camarero que recogía ya las mesas, dedicó a ambos un guiño malicioso mientras giraba ligeramente la cabeza hacia el interior del restaurante: —Vaya con la pareja...


Miquel dirigiรณ la mirada discretamente hacia el comedor, la detuvo un instante en la mesa de la que se acababa de levantar, se volviรณ al propietario, le hizo un gesto de asombro y, sin decir palabra, le dio la mano y se largรณ a toda prisa.


Capítulo 6

Lo que son las cosas —Te lo juro, Zaca, le estaba metiendo mano con toda su caradura. —¿En el restaurante...?

—En el restaurante y en la mesa del centro.

—Pero, hombre... —Ni hombre ni leches. Metiendo mano como se mete mano, directo y al grano. —¿Al grano... al grano...?

—Si, en el mismísimo.

—En el mismísimo coño, vamos. —Eso mismo. —Joder, qué morro... —Pues eso. No hice más que despedirme, pasar por el lavabo y, en menos de tres minutos, el cabrito ese del Marqués la tenía bien cogida por la matrícula. —¿Y ella...?


—Pues ella... ella no daba la impresión de resistirse. Es más, yo diría que no estaba más abierta de piernas porque la mesa se lo impedía porque si no...Chico, sólo miré un momento pero me quedó bien claro. Y el camarero bien que los había visto. —Y ¿qué pasó después...? —Ni idea. Me largué. —¿No estarás celoso, verdad? —¿Celoso? Lo que estoy es alucinado. Nunca he visto un tío con tanta jeta. —Y una tía que se deje con tanta facilidad, dilo todo. —También. —Y además, no te has enterado de nada sobre el Marqués. —Encima. Tengo la impresión de que me han levantado la camisa entre los dos como a un pardillo. —Es lo que eres, sí, un pardillo. —¿Sabes que al Marqués se le escapó que toda su aventura con la pistola había sido un show? —Lo más seguro. Zacarías hizo una breve pausa y cambió el tono a mucho más serio. —Miquel, te lo digo con toda confianza: este asunto te preocupa demasiado y te va a causar problemas con los tuyos. Porque ese Marqués no es más que un cabrón con cara de conejo que vete a saber por qué está en el Pere Mata, que sale de allí cuando le da la gana y que, probablemente, no está más zumbado que tú o que yo. Y que se aprovecha de su pasta


y su postín para camelarse a chicas con pocas luces como tu amiga rusa. No hay nada nuevo en esta historia. —Ya salió el sabelotodo. Joder, Zacarías, es que tú todo lo explicas con tus rollos intelectuales pero resulta que la vida es más que un tratado de filosofía. A mí me importa un rábano que no haya nada nuevo en la historia y me importa un rábano la historia y me importa otro rábano la filosofía: a mí lo que me fastidia es que se hayan dado el lote a mi costa; y que yo les he puesto en contacto y que el cabrón ese de marqués o lo que sea, se la estará tirando ahora en la misma cama en que me la tiré yo. Y, entretanto, yo, que metí la cuchara en la historia de ese tipejo, creyendo que era una gran historia, me encuentro con que todo se va a quedar en un show y a mí me va a caer un paquete por gilipollas. —Este es el Miquel que me gusta, sí señor: ya empiezas a darte cuenta de cómo son las cosas. Porque las cosas son como son, querido amigo, y no como quisiéramos que fuesen: las cosas van a su aire, aparecen donde les da la gana, te sacuden por donde quieren y se evaporan sin pedirte permiso y dejándote casi siempre con el culo al aire. —El culo al aire lo tendrá Irina ahora, seguro... —Por cierto, buen culo, sí señor. Que no sea muy lista no quita que tenga buen culo. Lo digo como mero observador, ojo. Oye, ¿te puedo hacer una pregunta indiscreta? —¿Qué...? —¿Irina… es buena...? en fin, que si es buena folladora. —No sé, bueno... sí... supongo. Porque yo tampoco soy un experto en la materia, tú sabes...Un poco fría, quizás, que para eso es rusa. Se esfuerza mucho pero no le cunde: es que es tan, tan guapa que... yo me quedaba como un poco alelado mirándola. No sé qué decirte, no tengo muchos elementos para comparar. —Ya, ya: lo que me explicas coincide con lo que cuentan otros que se las tienen con rusas: se van a la cama en un plis-plas pero no son gran cosa. Ochenta años de socialismo


real y no han conseguido ni que mejoraran las artes amatorias de los rusos: esto sí es un fracaso y no la caída de la Unión Soviética. —Por cierto, ¿qué ha pasado en Salou? He oído que hay movida en el ayuntamiento. —Cosas de la política: le levantaron la camisa al alcalde y ahora el destronado se presenta en otra lista. Echarán al de ahora o volverá a serlo pero no será ni mejor ni peor y al que venga le seguirán importando las cosas de la gente lo mismo que a todos. Eso sí, no se cansará de repetir que él sí que sí, que tiene las mejores intenciones y que sólo le interesa el pueblo. Que ahora todo irá bien y que los anteriores eran unos incompetentes y unos soplagaitas. Ayer me contaron una muy buena: dicen que el anterior alcalde, Ferran, ha contratado a un espíritu para hacerle la vida imposible al actual, al que le destronó. —¿Qué ha contratado qué...?

—Un espíritu, coño, como un fantasma. —Joder, y ¿cómo se contrata a un espíritu? —Yo qué sé. En las tiendas esas en que venden remedios para todo y hechizos y cosas así. Dicen que manda al espíritu al ayuntamiento por las noches para que le ponga trampas al nuevo alcalde a ver si se descalabra o se electrocuta. —Joder, qué país...Antes los espíritus se ocupaban de cuidar almas y protegerte del demonio y ahora... ya ves, a putear alcaldes. ¡Qué gente...! —Y qué pueblo... En ese momento, sonó el móvil de Miquel; que miró la pantalla e hizo un gesto a Zacarías al tiempo que se ponía en pie: —Dime, Pau.


Zacarías sacudió la mano con energía y se rió en silencio porque había entendido que Miquel hablaba con el Marqués. —¿Qué...? No puede ser... Bueno, ella es así... ¿Seguro...? ¿En la calle...? Y, ¿qué quieres que haga...?.... ¿Qué...? ... ¿porque tú...? Joder, qué bestia...Oye, yo no quiero meterme en estos líos... Hombre, es que tú también... Que no, Pau, que no. Es un problema vuestro y yo...Bueno, estoy con un amigo, no sé... ¿Dónde estás, en la puerta de la casa...? Espera cinco minutos. Miquel miró a Zacarías, se quedó un momento como lelo y se dejó caer bruscamente en la misma silla de la cafetería en que estaban hablando y de la que se había levantado poco antes. —Lo oigo y no lo creo... —Le ha echado de su casa... —Sí, pero hay más. —En calzoncillos. —Si sólo fuera eso... —Explícate, coño, que me tienes en vilo... —Si lo he entendido bien, el marqués ha intentado la cosa por... detrás y ella se ha cogido un rebote de aquíteespero. —¿Qué...? Y Zacarías, que tardó unos segundos en comprender lo que había ocurrido, arrancó a reír como un descosido...


—A ver si lo he entendido bien: ha intentado follarla por el culo y ella le ha plantado y le ha echado de casa... —Pues eso es lo que parece. Joder, qué fuerte... —Fuerte, ¿qué? Que un tipo le quiera sodomizar a la novia o que lo haya querido hacer con tu amiga. —Y que me lo cuente a mí y que me pida ayuda para enderezar la situación... —Esto sí, esto es lo más fuerte. ¿Piensas hacer algo…?

Y seguía riendo a carcajadas y dándole golpecitos a Miquel en el brazo.

—No lo sé, Zaca, estoy completamente ido, no sé... —¿Le has dicho que ibas...? —Sí, le he prometido que iría a buscarle porque se ha dejado casi toda la ropa en el piso de Irina. —Al final, recibirás tú, ya lo verás. —Acompáñame, hombre. No sé lo que puede pasar. Y menos mal que no está su padre porque con lo bestia que es... —Mira, te iba a decir que no, pero me da morbo, lo admito. Nunca he visto a un tío al que le hayan echado de una cama por una razón tan singular...Va, vamos, que tengo el coche aquí al lado.


Miquel siguió a Zacarías como un zombi. Notaba que el corazón le latía a toda velocidad pero no hubiera sido capaz de decir por qué. Celos, no podían ser: Irina le importaba poco o nada. ¿Sorpresa por la cara dura del Marqués...? ¿Por su descaro...? ¿Por su descaro con ella... o con él? ¿Cómo se atrevía a pedirle ayuda...? Notaba que Zacarías, tan buen amigo siempre, se regodeaba ante la situación y sonreía levemente mientras conducía con su característica calma por Jaume I hacia la platja dels Capellans. Había comenzado la tarde con la expectativa de enterarse, por fin, del sentido de las andanzas del Marqués y se encontraba ahora camino de ayudarle a sacar la pata en una de ellas: y después de que el muy hijoputa le hubiera levantado la amiga en sus propias narices y con el mayor descaro del mundo. Miquel se sintió atrapado y no precisamente en el laberinto que imaginaba por la mañana sino en una charca rebosante de estupidez: el Marqués se le empezaba a antojar como un tipejo de la más baja estofa, sin clase y sin vergüenza y cuya compañía, además de no aportarle absolutamente nada, no le daría más que problemas. Pensó en la manera de desembarazarse cuanto antes de la situación: aún tenía tiempo de llegar a la sesión nocturna, en las salas de cine de Vila-seca. —Zaca, escucha: nos libramos rápidamente del pájaro éste y nos vamos al cine, a ver esa película que me comentaste ayer. Yo invito. —De acuerdo. Pero estáte tranquilo y sé prudente. A ver si te vas a pringar en otra más gorda... —¡Ay, madre...! ¡Para! Para un momento que lo que veo no me gusta nada...


Capítulo 7

Y ahora que estamos todos juntos… Lo que vio Miquel y lo que no le gustó nada era un Hummer blanco impresionante que, justo en el momento en que ellos llegaban a la casa de Irina, abría sus puertas para que bajaran del enorme vehículo el padre de la rusa, su madre y otro tipo más a quien Miquel no conocía. Y, justo en ese momento, el Marqués, vestido con una camisa muy larga que no permitía distinguir si por debajo llevaba un pantalón corto o sólo los calzoncillos, se acercaba a los recién llegados y daba vueltas alrededor del coche haciendo aspavientos como si el inmenso trasto fuera alguna maravilla. No necesitaba más Igor, el padre de Irina, para volcarse en el estrafalario desconocido al que en el acto tuvo por gran entendido en automovilismo. Como buen ruso y ruso nuevo rico, a Igor no le bastaba con tener dinero: necesitaba que la magnitud de su riqueza fuera evidente para todos cuantos le rodeaban y por eso utilizaba coches como el Hummer (y un despampanante Mercedes y un Lexus que tenía aparcados en algún lugar de la Costa Brava), vestía ropa muy cara con tanta alegría como mal gusto y llevaba un aparatoso anillo de oro, una aún más aparatosa cadena al cuello y un Rolex de oro macizo que debía de pesar medio quilo. Grande, patán y hortera, el padre de Irina era, sin embargo, enormemente extrovertido, muy simpático, muy alegre y muy comunicativo. Así que le bastaron pocos segundos para entablar conversación con el Marqués mientras ambos daban vueltas alrededor del coche. —Este es el coche que yo me llevaría al desierto, sí, señor —decía el Marqués pasando la mano sobre la carrocería como queriendo acariciarla. —Yo daré cuando usted vaya al desierto. —Muy amable, lo tendré en cuenta.


—¿Usted, vivir aquí?

—Disculpe, no me he presentado: Pau Cendós, para servirle. —Yo, Igor Igórevich Vinográdov. Quienes no están al tanto de las peculiaridades del régimen de filiación que se utiliza en Rusia se sorprenden cuando oyen o leen esos apellidos tan sonoros, de tenistas, bailarines o astronautas de los que no se conoce el significado. En este caso, Igórevich viene a significar hijo de Igor: o sea, que el padre de Igor se llamaba igual que él. Si, por ejemplo, su padre se hubiera llamado Vasili, él sería Igor Vasiliévich. Y Vinográdov es el apellido, “familia”, que se dice en ruso. En el caso de las mujeres, el patronímico, que así se llama a ese primer “apellido”, acaba en a, de modo que la bella hija de Igor era Irina Igórevna Vinográdova. Las mujeres, al contraer matrimonio, pueden, si lo desean, cambiar su apellido anterior por el de su marido. La esposa de Putin, para regodeo de los españoles que no conocen esa circunstancia, se apellida Pútina y su nombre completo es Liudmila Alexándrovna Pútina (por cierto, es graduada en español) lo que significa que su padre se llamaba Alexandre y ella es Alexándrovna, hija de Alexandre y Pútina, de Putin, porque cambió su apellido de nacimiento, Shkrebneva, por el de su marido al casarse. —Suena muy bien, señor Vinocrátof. —Vinográdof, Vinográdov. Vinokrato, no, Vinográdov. Vinográdov. Y soltó una carcajada como barrito de elefante, tan sonora que hasta el Marqués se inclinó ligeramente hacia atrás por si arremetía. —Encantado, señor.

—Muy obligado, señor... Pato.


—Pau, Pau. Lo mío es más fácil. —Obrigado, señor Pao. . Igor se defendía aceptablemente bien en español aunque en su conversación dejaba caer palabras en otros idiomas, como consecuencia de lo mucho que, al parecer, había corrido por el mundo en la época soviética. En concreto, y en los años ochenta, había servido como militar en Angola, en donde había convivido con soldados cubanos que le habían incrustado un deje caribeño y suave en su español que se daba de patadas con su contundente corpachón. Pero entendía y se hacía entender a las mil maravillas y más aún cuando su interlocutor, como era el caso del Marqués, estaba más que dispuesto a pasar por encima de menudencias lingüísticas para ir directamente al grano: qué maravillosos son los buenos coches, cuánto cuesta ponerlos en marcha y cómo se malgastan tantos caballos de potencia en un país que te clava multas despiadadas por superar en cinco quilómetros por hora la velocidad máxima permitida y llena sus carreteras de policías equipados con tantos artilugios de última generación como con la misma mala leche que siempre y en todo lugar y circunstancia se le atribuye a la pasma. —Y no sabía que el Hummer se fabricaba también en blanco.

—Sí, sí, especial para mí. Usted, ¿quieres conducir? Yo doy, no problema. —Muchísimas gracias, muy amable. Puede que... Y al Marqués se le atragantó la última palabra porque en ese instante vio que Irina salía del portal de su casa y se lanzaba en brazos de su padre. Su madre, a todas luces mucho más comedida, besó a continuación a la joven y presentó, dando muestras de respeto pero de frialdad, al compañero de viaje que, al parecer, no era extraño a la familia. Miquel, que se acercaba al grupo junto a Zacarías, esperó discretamente que se hicieran las presentaciones antes de saludar educadamente a los padres de Irina.


—Mijael, qué bien yo veo a ti. Qué bien, qué contento. E Igor abrazó efusivamente a Miquel, dejó que le saludara su esposa y le presentó al desconocido: —Borís Borisóvich Poliakov, esto mi... como decir, mi socio. El ruso, con más pinta de carcelero que de socio, tendió la mano a Miquel y se hizo a un lado para abrir el extraño círculo que había conformado el inesperado encuentro de tanta gente y tan diversa en tan peculiares circunstancias. Todos se miraban unos a otros, sonrientes pero despistados. Y Miquel, más que ninguno: llegaba, a petición del Marqués, para enmendar su pifia con Irina y resulta que se la encuentra rodeada de su familia y frente al supuesto causante del entuerto, vestido con sólo una camisa, luciendo calcetines negros y zapatos de Lotusse como cualquier turista jubilado, sonriendo de oreja a oreja, amorosamente recostado sobre el blanco cochazo del padre de la rusa y a punto de darse el pico con él. —Pues, qué bien... —oyó que soltaba Zacarías. Y pensó que allí estaba a punto de pasar algo gordo. Por lo poco que Miquel conocía a Igor, presumía sin embargo que, en cuanto supiera quién era el Marqués y lo que había hecho, o intentado con su hija, se encenderían tales fuegos de indignación en el ruso que no bastarían buenas palabras para achicarlos. Echó mano al bolsillo en busca de la placa y lamentó no estar armado. Calculó lo que tardaría en subir a su apartamento y hacerse con la pistola y, entretanto, buscó en su móvil el teléfono de emergencias. Con lo que no contaba Miquel, demasiado elemental entre tanto gato viejo y alguna que otra joven lagarta demasiado dependiente del dinero de su padre, era con la astucia de ésta y con su réplica en el sedicente enfermo mental que dos horas antes había querido sodomizarla, supuestamente, contra su voluntad. —Pápuchka, esto mi viejo amigo Pau. El, marqués, kak skasat, grav, spanski grav (conde español).


—¿Conde...? ¿Usted, conde, estupendo amigo? Qué bien, conde, él entiende mucho los coches. —Sí, estimado Igor, yo soy marqués, mejor que conde, para servirle, ahora y siempre y con todo mi ser. Al Marqués, que tampoco lo era, no le iba de un título con mayor o menor empaque y menos en tales circunstancias en que ni siquiera él estaba demasiado seguro de cuál podría ser la reacción de la rusa, de su padre, de su madre y de su amigo, el socio con pinta de todo menos de socio, en cuanto supieran que, no sólo se había trajinado a Irina sino que lo había intentado por otra vía que aquella que la naturaleza parece poner en primera instancia a disposición de los amantes con ganas de apagar los fuegos de la pasión amorosa. —Señor Pau, señor Pau, señor Marqués... Qué bien, tú conoces Ira. Ira, mi hija, tú sabes. Maiá sólnechka, maiá tatalka, maiá… —Igor, es usted padre de la criatura más bella que he tenido ocasión de conocer en mi ajetreada vida. Y supongo que usted es su madre, señora. Al tiempo que se inclinaba hacia ella, le tendía la mano y miraba de reojo a Irina por si a ésta le daba por atizarle una patada en salva sea la parte, como ajustado premio a su cínico descaro. Pero no: para sorpresa de Miquel y del propio Zacarías, Irina se lanzó a hacer presentaciones y el círculo se convirtió de golpe en un frenesí de apretones de manos y zalamerías, ininteligibles por mor del idioma en que cada cual se explayaba, pero suficientemente expresivas como para dar a todos la impresión de que aquello era el mejor encuentro de la vida de cada uno de ellos. A todos menos a Miquel que no salía de su asombro aunque, por momentos, se sintió feliz por no tener que echar mano de su placa, su móvil, su pistola y su autoridad para zanjar un conflicto que lo era media hora antes y que en pocos segundos se había diluido en una balsa de acarameladas efusiones alrededor de un precioso y enorme montón de chatarra de cincuenta mil euros, el Hummer de Igor.


—Señores, señores amigos. Yo, mi esposa, silna golodaiem, muy hambre. Yo, todos, invito cena. Yo, La Goleta, mejor restaurante España. Yo, todos La Goleta. Yo, feliz, mi hija Irina, amiga conde español, amiga policía español, amiga todos españoles. Yo invito, champanski, kak skasat, Iríneshka, ispanski champanski, kak, Tatalka…? —Cava, papa. —Tak, yo invitar, bien cena, bien cavo. ¡Viva España, viva Rusia! Nunca se debió de preguntar el alegre ruso cómo compareció a la cena tan rápidamente vestido con elegantes pantalones y elegantísima chaqueta el elegante marqués, viejo amigo de su hija. Algo parecía preguntarse, en cambio, el socio con pinta de todo menos de socio, a juzgar por las miradas que no dejó de dirigir, aunque de soslayo, en todo momento al zorreras español que insistía, más con gestos que otra cosa, en asumir el coste de la que se presumía costosa cena. —Nada de eso, amigo Igor. Yo pago, yo estoy en mi tierra y yo soy feliz, repetía el Marqués una y otra vez mientras se sentaban alrededor de la mesa. Hasta que Igor, definitivo, echó mano al bolsillo y exhibió un fajo de billetes de 500 en que no habría menos de 100. —Vuot: yo rico, Marqués, yo rico, yo gasto dinero con mis amigos, con mi hija, con mi esposa. Yo contento, yo ochen rad, ochen shátslivi, muy feliz. Y no se habló más del asunto. Nadie se excusó y todos disfrutaron de una opípara cena, bien regada con cava y más cava, ruidosamente amenizada con chistes que se entendían a medias y constantemente interrumpida por los brindis circulares a los que tan aficionados son los rusos. El socio con pinta de todo menos de socio pronunció el suyo con seca corrección, la madre de Irina pasó, Zacarías auguró un mundo justo como el que pretendieron los padres fundadores de la URSS y Miquel, que le había propinado un discreto codazo al imprudente marxista, abogó por el mejor entendimiento entre los pueblos... y las personas.


Todos bebidos, el Marqués medio borracho e Irina inexplicablemente alegre, se despidieron a las cuatro horas, casi las dos de la mañana, a la puerta del restaurante en que a mediodía habían aparecido negros nubarrones sobre el tranquilo cielo del mosso d’esquadra empeñado en aclarar algunos puntos oscuros en el expediente del Marqués que, como quien no quiere la cosa, y tras un breve aparte en que Irina hizo de mediadora, intercambiaba tarjeta de visita con el socio con pinta de todo menos de socio. Parecía que los negros nubarrones sobre el cielo del mosso, se habían esfumado y que, el cava mediante, y para su sorpresa, había cuajado una estrecha amistad entre quienes él previó que deberían haberse partido la cara. —Hay que ver, qué sorpresas te da la vida...

—Tú tranquilo, cuantos más seamos, más reiremos.

Zacarías, con la ventanilla del coche bajada, se despedía de Miquel.

—Pues nada, todos reunidos, viva la madre superiora... Hasta mañana, Zaca. —Hasta mañana, Miquel. Y no sueñes con Irina... No soñaría con Irina, no. Porque apenas le dejó dormir la inquietud que, instalada en su interior tras la llamada del Marqués, no le había abandonado en toda la tarde. Y que se hizo más y más grande tras observar al crápula intercambiando saludos y tarjetas con el socio, o lo que fuera, del padre de Irina. —Pues bueno, que viva la madre superiora…


Capítulo 8

Zacarías el fracasado, Salvador el timador Zacarías carga con nombre raro y se apellida Planas. Tan raro como su nombre es su currículo e igualmente raros o, al menos, poco frecuentes, son su forma de pensar, sus hábitos de vida, su coherencia y su inteligencia. Quiso ser periodista de guerra y acabó cubriendo bodas y bautizos, estudió varias carreras pero no terminó ninguna e intentó varios negocios y fracasó en todos y cada uno de ellos. En la actualidad da clases particulares de inglés para ganarse la vida ya que ha corrido mucho mundo y habla el idioma de Shakespeare mejor que Victoria Beckham. Casado en dos ocasiones, su primera mujer le confesó, veinte años después de haberle dejado tirado como a un perro, que era el hombre de su vida. La segunda le echó de casa cuando las cosas le iban mal pero empezó a hablar bien de él en cuanto supo que tenía otra novia y que había heredado una pasta. A día de hoy, está solo y no se preocupa demasiado. A Zacarías la naturaleza le ha colmado de inteligencia pero le ha negado todo lo demás: no es guapo, ni atractivo, ni simpático, ni gracioso, ni na de na. Es inteligente, a secas y nada más. Y eso es muy malo y muy poca cosa para andar por la vida Zacarías, Zaca para los amigos, muy pocos, siempre fue comunista. Durante un tiempo, le daba vergüenza hablar de ello, como si de una enfermedad repugnante se tratara: Stalin, Camboya, Praga, Castro...pesaban sobre su reflexión como si su modesta persona tuviera algo que ver con las purgas, los asesinatos o las majaderías del poder establecido. Luego, y a medida que conocía mejor la historia, se fue dando cuenta de que en el comunismo había bastante más que errores y de que, con un poco de suerte, el futuro podría estar más cerca del paraíso socialista de lo que sus detractores aventuran. Pero, de momento, Zacarías prefiere guardarse para sí sus opiniones y se limita a leer mucha economía –el cartero que le trae cada semana The Economist está convencido de que se


trata de una revista de astrología... y no va del todo desencaminado- y a observar con atención por dónde y hacia dónde va el mundo, en el caso de que el mundo vaya a alguna parte. Ideológicamente comunista, temperamentalmente le va el anarquismo y le ponen enfermo los innumerables intentos del poder de controlar al sufrido ciudadano: siempre se dijo que un comunista es un anarquista con prisa por lo que, sin demasiadas perspectivas de revolución por delante, Zacarías se resigna a lo que hay, se adapta tan bien como puede y, despreciando todas y cada una de las instituciones del estado, disfruta del estrecho margen que da el capitalismo a los pobres y de lo mucho que les dejan a estos los pudientes que confunden el valor de las cosas con su precio: la naturaleza, los amigos, la lectura, la comida, el cine y algún esporádico viaje, barato, a lugares exóticos, recursos no muy caros o gratuitos pero enormemente satisfactorios cuando se sabe aprovecharlos. De vez en cuando, un polvo. Porque mira que es feo, el jodido; pero, curiosamente, no se le da mal a Zacarías, gran admirador de las tías, el otro gran refugio para pobres, el sexo. Como decía aquél, las mujeres no van tanto con los hombres guapos como con los hombres que van con mujeres guapas: Zacarías tuvo una novia muy guapa que desapareció como si se la hubiera tragado la tierra pero dejó entre sus amistades el aquel de que era atractivo y de ese supuesto atractivo ha vivido los últimos 15 años. De sexo, precisamente, y de lo que envuelve tan manido asunto y de lo ocurrido dos días atrás, hablaba con Miquel; frente a sendos cafés ambos amigos. —No acabo de entender el cabreo de tu amiga. Las relaciones anales no son, hoy, nada del otro jueves. Tu... ya me entiendes.. Porque tú... —Si le he dado por detrás... No, yo me acosté con ella tres veces y la verdad es que no hubo mucho de nada. Ni ella ni yo somos precisamente unos expertos. Pero se ve que el Marqués va mucho más aprisa. —Te hicieron bien la cusqui, Miquel.


Pausa, sorbo de café... Miquel mira a la taza, Zacarías mira a Miquel. —Y luego, cuando llegó el padre, como si no hubiera pasado nada. —Ella le tiene mucho miedo al padre. Este parece un tipo muy agradable pero por lo que cuenta Irina, es una auténtica bestia. Creo que estuvo de jefe en una prisión militar o algo así y allí conoció a lo mejorcito de Rusia. —Pero tiene mucho dinero por lo que se ve. —Mucho. No tengo ni idea de dónde lo saca y a qué se dedica pero maneja mucho e Irina tiene todo lo que pide y más. Tenías que ver qué armarios hay en su casa...Por eso, me malicio, prefirió olvidarse del incidente con el Marqués porque ella hubiera salido peor parada. Tiene miedo de que la devuelvan a Rusia y la encierren en Moscú. Dice que allí se moriría de asco. —Vaya, vaya, con Miquel y con Irina. Hace un par de meses todos te teníamos envidia por la pocholada que te habías llevado a la piltra y ahora... No somos nadie, colega, no somos nadie. —No somos nadie, es cierto. Cada día más tengo la sensación de ser una puta mierda en un mundo mierdoso. Me han levantado la camisa el Marqués, me ha levantado la camisa Irina... pero siento que me la levantan igual mis jefes, mis compañeros, los políticos, los banqueros y hasta el portero de mi edificio y todo bicho viviente. Me siento desnudo ante el mundo entero y no creo que esta sensación vaya a mejorar. Es más, creo que algo parecido deben de sentir la mayoría de infelices como yo. Y a este paso, mal lo tenemos entre tantos desgraciados. —Es posible.

—Mal de muchos, consuelo de tontos.


—Pues es posible. Aunque es posible también que se estén agitando otra vez las aguas de la sociedad y que esto acabe mal. O bien, según se mire. —¿Qué quieres decir? —Quiero decir que si a ti te ponen los cuernos tu novia y el gili del Marqués, te jodes y te aguantas. Pero si los cuernos se los ponen Zapatero y los suyos a un país entero, es posible que éste no se aguante y acabe colgándolos por lo que les hace hombres. Y ojalá sólo sea en sentido figurado. Que hay mucho malestar, vaya, que la gente está muy, pero que muy cabreada y que esto no puede seguir así eternamente. —No entiendo a la sociedad. Iba a decir que me da igual pero te vas a cabrear, lo sé.... Miquel y Zaca son muy distintos. No se entienden apenas pero hacen muy buenas migas. El uno es ideológicamente coherente y el otro temperamentalmente honesto. Excelentes ingredientes para la mierda de caldo que resulta tras volcar en la cazuela de su conversación la veteranía del agudo profesor fracasado y el ingenuo optimismo, de un tiempo acá en cuarentena, del joven policía catalán. En cambio, Salvador Roque es una bestia parda en la sociedad moderna, la de la crisis, la telebasura y el zapaterismo: le importa un rábano todo lo que no sean el dinero y las mujeres. Ni tiene principios ni los necesita ni alardea de ello: va a su bola y desprecia todo lo demás. Hizo buenos dineros vendiendo pisos, estuvo a punto de ir a la cárcel por colocar el mismo terreno a varios compradores, le sacó los cuartos a una viuda que había heredado una pasta de su difunto y se largó un par de años a Brasil hasta que la viuda encontró a otro y se olvidó del macarra. Vive ahora del alquiler de los ocho pisos que le quedaron tras la debacle, de los cuales ha colocado un par a unos senegaleses que le traen por el camino de la amargura porque no le pagan y, encima, intentan camelarle con discursitos de buen rollo, que si Zapatero, que si negrito bueno... - Mierda de negros. No me pagan, me están dejando el piso hecho una birria y dicen que no tienen dinero pero cada mes envían dos o tres mil euros a Dakar para un chalet que se están construyendo en la playa, que se lo saqué a uno de ellos un día que me vino a


llorar y le coloqué tres cervezas: cómo cantaba el hijoputa... Me vinieron ganas de estrangularle... Salvador, con más jeta que el mapamundi, conoció a Zacarías por puritita casualidad, en la calle y discutiendo con un cliente escocés al que el promotor había sacado la pasta sin que el hijo de la Gran Bretaña recibiera la propiedad que, aparentemente, el hijo de la Gran Cataluña, le había vendido. El escocés y su esposa, que abultaba el doble que él y le daba golpes con la barriga a Salvador, en mitad de la calle Falset, estaban a punto de hacerle algo poco saludable al catalán, cuando terció Zacarías que pasaba por allí y alcanzó a entender la dimensión del drama porque, no en vano, habla perfectamente inglés. Medió entre la partes, consiguió calmar a los encendidos compradores, se tomaron una pintas en el O’Connors y obtuvo la promesa de Salvador de comparecer a los pocos días ante notario para escriturar uno de sus pisos a nombre de los mosqueados británicos. —Oiga, Salvador: usted no puede hacer estas cosas, hombre. Da mala imagen de Salou y esto repercute en el deterioro del turismo. Y... puede ir a la cárcel, claro. Zacarías, ya a solas con él, intentó inyectar unas pocas dosis de moralina en las venas comerciales del promotor. Con escaso éxito... —Joder, es que me lo puso a huevo: 80.000 libras, ochenta mil, en hermosos billetes con el hermoso careto de la Reina Sofía —Isabel... —...Isabel, qué más da. Me las puso el tío en un sobre y, él mismo, en el bolsillo de la americana. Sin recibos, sin papeles sin nada. Y yo que estaba invitado esa noche al Casino de Lloret y que tenía a punto de caramelo una tía de toma pan y moja. Joder, no sería hombre si no hubiera aprovechado la ocasión. ¡Qué noche, señor, qué noche...! Y ¡quién se podría imaginar que me los iba a encontrar dos años después, en la calle, tío, en la mismísima calle, así, al girar la esquina! La tía está como una vaca pero me ha reconocido a diez metros. Gracias, señor...


—Zacarías. Zacarías Planas. A su servicio.

—¿Zacarías? Hostia, qué nombre. ¿No será usted obispo o algo así? —¿Obispo...?
 -Y Zacarías le soltó una de sus aparatosas carcajadas. Sea como fuere, el intelectual fracasado y el engañabobos acabaron siendo buenos amigos. Tanto que el espabilado fullero le cedió uno de sus pisos a Zacarías cuando a éste le dejó en la calle la última de sus conquistas. Y gratis, de agradecido que le estaba por haberle salvado el culo y la cara en las memorables circunstancias en que se conocieron. Salvador, más joven que Zacarías, respeta al profesor porque sabe inglés, porque sabe de todo y.. porque, con todo lo feo que es y la poca pasta de que dispone, siempre tiene a mano alguna tía. —La mare que em va parir, Zaca. No sé com t’ho fas, tú, cardes més que jo, tio. I ets més vell, i més lleig... —Sóc honrat, Salva; sóc honrat. I aixó atrau les bones paies. —Y yo que me lo creo... La deus tenir ben llarga, tú... Como los negros, que se ponen la bata esa porque no les cabe en los gayumbos. Cabrones de negros, seis meses que no me pagan...Aún les oigo cómo se ríen de mí en cuanto cojo las escaleras...


Capítulo 9

Irina sorprende —És que tu ets tonto del cul, Miquel. Amb aquesta tia el que has de fer és follar-te-la tant com puguis i engegar-la a fer punyetes. Ah, i si pots, li treus els quartos que en deu tenir una pila. —No siguis bèstia, Salvador, cony. —Tu ets la bèstia i el gilipollas. A las tías, porra de buena carne, y que se vayan de la cama cuanto antes: ¿para qué las quieres después del polvo? Luego, el que surti... —Em fa l’efecte que el Miquel està una mica enamoriscat de la Irina... —Va, no digueu més rucades. Deixeu-ho córrer. Miquel negó con la cabeza lo que rechazaba con la palabra pero... —Una mica...? Este chaval está tonto por la rusa... Que està molt bona, la veritat sigui dita... Miquel, Salva y Zacarías se juntan casi cada día para tomar algo, echar un ratito o, simplemente, pelar la pava. Del país los tres, hablan un catalán acharnegado, que mezcla castellano y catalán como se mezclan el vino y la gaseosa para dar un buen tinto de verano: que se entienden perfectamente, vaya, aunque a menudo destrozan uno y otro idioma sin demasiados escrúpulos. Zacarías no, Zaca es el más culto y se cabrea cuando se maltrata un idioma, sea el que sea. Miquel es el que tira de catalán más de pueblo, de base, sin erudiciones pero muy rico. Y Salvador, lo que le salga: le importan los idiomas tanto como nada y Cataluña y España, aún menos. Aunque a la hora de enrollarse a una mujer o ganarse un duro, es lo que haga falta: catalanista feroz, convergente convencido, sociata o


pepero militante, español de toda la vida, madridista de siempre o culé de carnet: para todo tiene, el muy jeta. Aquella tarde, a las puertas de McDonald’s, y tras haberse ventilado más de un menú por barba (el comunista Zacarías está, qué curioso, enganchado a las hamburguesas), discutían la jugada de dos días atrás. El sorprendente final de lo que prometía tragedia, con todos los implicados brindando por el éxito, el socialismo, las mujeres guapas, la Rusia de Putin y la España de Zapatero en una melé de difícil comprensión, tenía sobre todo, desconcertado a Miquel. Pero sus dos buenos amigos sospechaban, no sin cierto fundamento, que lo que preocupaba al joven policía era que Irina cayera o hubiera caído, en las zarpas del Marqués. Miquel, siempre prudente y reservado, procuraba disimular el inmenso enojo que le había producido el descaro del nota, que le había levantado a la rusa en un abrir y cerrar de ojos, y con ostentación pública. Aunque también le encantó la respuesta de la chica que puso de patitas en la calle y sin contemplaciones al presumido aristócrata. —Ah, el amor, el amor.... cuántas tonterías se cometen en nombre del amor... —Tú y tus filosofías, Zaca, joder, pareces un sacristán...

—Mira, hablando de la reina de Roma... Y los tres repararon en el acto en el Mercedes que acababa de aparcar, indebidamente, en el Paseo Jaume I, junto a McDonald’s, como suelen hacer muchos... siempre que la policía no ande cerca... Era el coche de Irina, no cabía duda. —Ahí tienes a tu novia, guaperas... Miquel, como de costumbre ante Irina, se quedó cortado y sin saber muy bien qué hacer. Sí supieron qué hacer seis guiris, británicos, a juzgar por lo contentos que estaban y por la cantidad de cervezas que acumulaban en la mesa, que en cuanto vieron a Irina salir del coche, desplegaron todas sus artes de borrachuzo para manifestar su admiración por la


rusa. Uno de ellos, hasta se arrodilló a su paso haciendo aspavientos. Pero Irina, sin titubear, se dirigió a la mesa que ocupaban los tres amigos, saludó... —Hola, xchicos... ...y se inclinó directamente hacia Miquel, le cogió de la nuca y le plantó un beso en la boca que levantó los aplausos de los británicos y dejó a Zacarías y a Salvador estupefactos. Miquel hubiera dado un brazo por evaporarse en aquel instante aunque, en el fondo, se sintió pelín orgulloso de haber protagonizado semejante escena de película. —¿Yo, sentar? ¿Vosotros, no problema...? —Claro que puedes, faltaría más. Salvador se levantó para hacerle sitio mientras Zacarías, siempre tranquilo, admiraba el porte y el vestido de Irina y se preguntaba cuántos sudaneses podrían comer con lo que costaba aquella pieza, una especie de falda corta de colores fucsia y marrón. —¿Vosotros hablasteis negocios, mujeres, fútbol...? —Pues no, hablábamos del amor, en general, ya sabes... — mintió Zacarías, miró a Miquel, volvió a mirar a Irina... —Amor, amor, xarraxhó. Ustedes sabeis, yo liubliu Miquel, nu... Miquel no ama mí... —Sí, mujer, sí. Miquel te ama, lo que pasa es que se corta un poco...

—¿Secortá...? ¿Qué esto sinifica...?

—Dejadlo, caramba, que me quiero morir... –interrumpió Miquel.


—Irina, eres la mujer más guapa que he conocido— terció Salvador—. Y si yo fuera él... —Mejor, déjalo— cortó Zacarías—. Ya nos imaginamos lo que estás pensando, cabroncete... —¿Cabronete...? ¿qué esto...? Vosotros no hablais catalán idioma... —No hija, no, no hablamos catalán, pero es que no sabemos qué hacer con este merluzo. Con este pedazo de mujer... y míralo...—. Salvador le dio un fuerte golpe en la espalda a Miquel. —Irina, cuéntanos un poco tu vida. Casi no sabemos nada de ti —inquirió Zacarías con su característica falta de diplomacia. —¿Mi vida...? Oschen prostaia, muy...fácil, no sé qué decir... —¿Dónde has nacido?

—Yo nacido Moscú. Yo vintesinco años. España, tres años.

—¿Feliz aquí…? —Muy, muy felicísima. Yo mucho gusta España. España mejor país mundo. —Vale, que no te oiga Zapatero, que se lía.

—¿Zapatero...? ¿Esto presidente España?

—Sí, hija, sí, para nuestra desgracia...


—Bueno, ya veremos cuando lleguen los del PP...— Miquel no se pudo contener. —¿A qué te dedicas, Irina? —preguntó Salvador con malicia.

—¿Aque dicas...? No entiendo.

—Qué haces. Cuál es tu profesión... —Ah, profesia. Yo, pianista. Yo jugo raial, piano. —¿Qué...? — Miquel se sorprendió—. ¿Tocas el piano? Se quedó un instante pensativo. —Claro, ahora me explico que tengas aquel piano tan grande en tu casa. Pero nunca te he oído tocarlo. —Da. Ia, muy buena pianista. Yo conciertos cuando pequeña. Yo estudiar para Padgorni, mejor escuela rusa, en Moscú. —Y, ¿por qué no te dedicas ahora?. Hmmm… ¿por qué no tocas ahora? —Papa nie joshet. Mi papá no quiere. El dice él mucho dinero, yo no necesita trabajar. —Joder, qué machista el buen hombre...— sentenció Salvador—. Pero cuánto sentido común: lo que tienen que hacer quienes tienen pasta es pulírsela, naturalmente. Pues mira, las pianistas suelen estar muy buenas.... —¿Desde cuándo sabes tú de pianistas, Salva?


—Las pianistas… no sé pero ésta... Mi madre, qué tipo té la senyora...— rompió al catalán, queriendo que la rusa no se enterara de qué hablaba aunque la chica lo pescó al vuelo. —Gracias, Salvadore, tú muy elegante siempre. Y uniendo la palabra a la acción, Irina se levantó y se marcó delante de los tres amigos un medio giro a derecha e izquierda que, como era de esperar, no pasó desapercibido para los guiris que no le quitaban ojo de encima. Y que se pusieron a aplaudir la buena faena. Irina, sin embargo, buscó la mirada de Miquel, esperando su aprobación. —Miquel, esta mujer está por ti, no te engañes. —Con que pianista... Joder, y parecía tonta cuando la compramos....— Salvador se quedó como lelo mirándola—. Y ese vestido que lleva, lo habrá comprado en los chinos... seguro... —No chinos, Armani. No chinos, Salvadore, perdón, yo, chinos no. Yo, esto muy caro... ¿Te gusta? —Me gusta el vestido y me gustas tú, chata, aunque sea vestida de china. Pero, aquí, mi amigo... Lo siento, pero no puedo ceder a tus requerimientos. Miquel es mi amigo y nunca le quitaría la novia. —Hombre, gracias —se atrevió Miquel—. Pero no es mi novia. —¿No novia, Mijael? Yo mucho amo a ti, Mijael, tú sabes. Y se acercó, peligrosamente, al pobre Miquel que quería morirse, víctima de la admiración de los británicos que esperaban en vano a ver si aquella preciosa rubia volvía al Mercedes sola; y también de la presión de sus dos amigos que, a todas luces, buscaban enrollarlo con la rusa.


—Esto no se hace así. Me siento mal. No sé qué decir. —No digas nada, muchacho. Idos a tomar algo por ahí. Luego ya hablaremos—. Zacarías siempre buscando soluciones. —Bueno, vale, pero para no continuar con el espectáculo. Irina, ¿quieres tomar algo en algún sitio? El pobre Miquel parecía un adolescente en su primera cita. Sus dos amigos sonreían. Zaca y Salva, mayores que Miquel, tenían a éste un poco como a su hijo y, al alimón, se sentían complacidos al asistir al desarrollo de los acontecimientos. —Va, idos ya. Nos vemos. Irina, contenta al verse apoyada por los dos amigos, se irguió, cogió de la mano a Miquel y, suavemente, le obligó a levantarse. Le cedió las llaves del coche, que seguía con los intermitentes encendidos y lo invitó a conducir. —Qué suerte tienes, bribón. Guapa y con Mercedes... Anda y que yo iba a dejar escapar un bombón así....— Salvador se volvió a los británicos y, con todo el morro, les plantó una figa en sus propias narices. Por suerte, los guiris estaban tan alegres como bebidos y no se apercibieron de la butifarra catalana. —Bueno, pues nos vamos. Ya nos veremos mañana... No, mañana no, que tengo servicio. Pasado, donde siempre–. Miquel se despidió—. Adeu, bandarres... —Miquel...— le gritó Salvador cuando la pareja se acercaba al coche.
 El joven se volvió desconcertado, pensando que había olvidado algo—. Tengo condones de gustos... Por si quieres variar...— le soltó guiñando un ojo. Miquel se giró.


—Ves a fer punyetes... —Qué buena pareja hacen— Zaca reflexionó en voz alta, contemplando cómo subían al coche—. Rubia, moreno... A ver si cuaja... Y ella es pianista, manda cojones... Yo que la tenía por tonta... El coche dio un brinco, se caló, volvió a arrancar y salió disparado. —Este Miquel no está acostumbrado a los coches buenos... – Afirmó Salvador frunciendo el ceño—. Ni a las tías buenas... Ya aprenderá. —Me alegro por Miquel. Y por Irina. Anda, que si el Marqués se sale con la suya... —Es que tiran más dos tetas que dos metralletas.

—Que dos carretas —rectificó Zacarías
 . —¿Qué pasa, que las metralletas no tiran, tío listo? —Sí, pero, es el refrán. Y lo que se lava, se estrena, que decía mi abuela —Zacarías se quedó pensativo. —¿Qué significa eso de lo que se lava, se estrena...? —Nada, cosas mías. El Mercedes de Irina, volvió a pasar por delante del McDonald’s, pero esta vez en sentido contrario, hacia la fuente luminosa. El conductor tocó levemente el claxon y los dos amigos vieron que Irina sacaba la mano por la ventanilla contraria para saludar. —Buen polvo tengan, vive Dios...


Capítulo 10

Rusas mujeres Tras quedarse solos mientras Miquel se buscaba la vida con Irina, Zacarías y Salvador siguieron un buen rato en el McDonald’s discutiendo sobre mujeres rusas. —Al final, todas iguales, Zaca, que te lo digo yo. Todas lo tienen en el mismo sitio y todas cojean del mismo pie: se dejan follar para cazarte y, si lo consiguen, te aprietan el lazo hasta que sacas la lengua. Ni rusas ni suecas ni catalanas, lo llevan en los genes. —¡Qué bestia eres, Salva, qué bestia eres...! —y Zacarías se quedó pensativo—. Joder con Irina, pianista y concertista... Nunca lo hubiera imaginado...Y no me digas que ésta va por Miquel por su pasta porque el pobre noi tiene menos que uno que se está bañando... —Oye, si hay boda, ¿tendremos que ir a Rusia, no? Supongo que pagará el mafioso... —Nadie ha dicho que el padre de Irina sea un mafioso. Parece que tiene mucho dinero pero eso no significa nada. —Ya. Lo ganó pegando sellos en Moscú. Pero qué tonto eres, Zaca, qué tonto eres...Coño, mira, ahí va otra. A ésta la conozco...¡Eh, Valia! —Buenas tardes, Sálvador. Buenas tardes, señor, —Valia, siéntate si quieres. Este es mi amigo Zacarías. Es como filósofo o algo así. Esta es Valia, una estupenda mujer. Somos amigos desde hace tiempo. Trabaja en Natalie Tours —Trabajaba, trabajaba... Me despidieron el año pasado. No tienen compasión.


—Qué mal rollo. Bueno, siéntate. ¿Quieres tomar algo? —Venía a comer un poquito de bocadillo. Todo el día trabajo. —Te invito, va... ¿qué quieres...? —Muchas gracias, Sálvador. Tráeme un Big Mac, no, mejor dos, unos nuggets, de nueve, una de pescado, unas patatas y un helado. Para beber, una Coca. —Joder, si que traes hambre... Oye, toma 20 talegos y te lo encargas tú, que si no me lío.. —Gracias, Sálvador, tú, un sol... Y sin pensárselo dos veces, la rusa pescó el billete con mucha habilidad en los dedos de Salvador y arrancó a la cola. —¿Ves lo que te decía? No lo dudan ni un segundo. —Pero tú, al final, siempre picas. ¿Por qué la invitas? —Pues porque a lo mejor cae. Tuve un rollo con ella hace tres años pero no es trigo limpio. Si la han echado del curro, seguro que ha hecho alguna, quedarse con pasta o algo así. Pero está buena, para un polvo, no más. Ahora, tramposa, todo lo que tiene... Se quedó dos días en mi casa y me desaparecieron sábanas, toallas, y hasta un pote de allioli. Come como una cerda. —Pues de flaca que está, parece el espíritu de la golosina. ¿Come mucho? —Mucho y muy cochino.


—Creía que las rusas están muy bien educadas.

—Joder, Zaca, es que te crees todo lo que oyes. La rusa llegó con la bandeja llena y Zaca observó que traía más cosas de las que había enumerado antes. No se molestó en darle el cambio, si es que lo había, a Salvador. Era cierto, arremetió a la comida sin contemplaciones y a la primera ya le chorreaba salsa por las comisuras de los labios. —Pues nada, Valia: hablábamos de las mujeres rusas. Hay muchas mujeres rusas muy guapas... —Rusas mujeres, rusas mujeres...españoles tontos con rusas mujeres. Son todas putas. Yo no, ¿eh? —Entendido. Tú no, faltaría más… Oye, Valia, ¿conoces a Irina? —Irina, ¿qué Irina...? ah, una muy alta, que lleva un Mercedes... Esa, su padre, mafia pura... —¿Es guapa, verdad? –medió Zacarías-. Y es pianista. —Bah, no tan guapa.— Se zampó un buen puñado de patatas mojadas en salsa—. Muy puta, eso es, muy puta. —Hombre, no digas eso, que es la novia de un amigo nuestro. —¿Novia? Ah, sí, un policía, ¿no? Pobre chico, pobre...

—Pero, ¿es guapa o no es guapa? —insistió Zacarías.


—Bueno...— zampazo al BigMac—. Mucho dinero, así yo también soy guapa. Un trozo de pepinillo asomando por la boca. Valia se limpió con la manga. Salva miró a Zacarías como diciendo, ¿tengo o no tengo razón? —Sí, guapa. Está bien. En Rusia, muchas guapas mujeres. —Ya, ya... Y Zaca y Salva se quedaron como traspuestos contemplando cómo la rusa daba cuenta del helado, sorbía la bebida con estruendo y se volvía a limpiar con la manga eludiendo el mogollón de servilletas que le había acercado un previsor Zacarías. Ciertamente, las rusas han entrado en España con buen pie, envueltas en la aureola de encanto y belleza que marcaron Kournikova, Sharapova y algunas otras menos conocidas pero, quizás, más guapas. Porque es cierto que en Rusia hay muchas mujeres guapas. Aunque también de las otras, y no pocas. No es raro ver la cara de asombro de algunos turistas que pasean por Moscú o Petersburgo y se topan con unas matronas tan anchas como armarios, feas como demonios, cargando con quilos y quilos de vete a saber qué, maldiciendo como carreteros y sacudiendo mamporros a algún mozalbete que no les cede el asiento en el metro o les dirige miradas demasiado inquisitivas. Pero es obvio que las mujeres rusas, “rusas mujeres” que dicen ellos cuando hablan español, en característica inversión del lugar del adjetivo, tienen algo que las hace muy atractivas a los ojos de los occidentales y de los españoles en particular: De hecho, el 75% de los residentes rusos en España son mujeres. De media, son más altas y más delgadas que las del país pero, sobre todo, se cuidan mucho, se arreglan mucho y se visten muy bien, especialmente si disponen de medios económicos: es difícil que una rusa salga de casa, aunque sea a comprar el pan, sin disponerse casi como para fiesta y acicalarse debidamente. Además, y aunque son frías, en general, tienen buen carácter, son activas, cultas y se interesan mucho por el entorno. Son en definitiva, muy femeninas, es decir, tienen un


estilo y un comportamiento que la mayoría entiende como femenino. Y no es cuestión de entrar en discusiones sobre género y otras zarandajas a las que son tan aficionadas las feministas españolas, que ya quisieran... ¿Significa todo esto que las rusas son dóciles y sumisas y se prestan a jugar el papel de mujer tradicional, hogar, hijos y callar y otorgar al marido? Quien piense así, se equivoca de medio a medio. Muchos españoles, que han concertado matrimonios a través de las innumerables agencias que se ocupan de ello, se han llevado la sorpresa de su vida cuando han intentado hacer de su flamante esposa rusa una obediente réplica de su madre o su abuela españolas. Las rusas, emancipadas de hecho y a costa de enormes sufrimientos en la época del socialismo y de la Unión Soviética, acostumbradas a trabajar como burras en las fábricas y a batirse el cuero en los campos de batalla casi al mismo nivel que los varones, disfrutando de una igualdad de hecho, al menos por abajo, frente a sus compañeros, son ferozmente independientes, tienen mucha personalidad y, aunque muy flexibles en la relación con amigos o parejas, no dan el brazo a torcer con facilidad. Han estudiado mucho, están muy bien preparadas, son, en general, responsables, honradas y muy trabajadoras –la amiga de Salvador parece ser una de las excepciones- y se entregan a su faena con dedicación y ganas. Y, entre todas, claro, destacan quienes como Irina, son guapas y, más que nada, bellas, en el sentido más estricto del término, O sea que llaman la atención incluso sin afeites, sin ropa cara y sin arreglarse demasiado. La amiga de Miquel, además, disfruta de visa platino y de mucho tiempo libre para no dejar un rincón de su anatomía por escrutar, cuidar y, si cabe, mejorar. Y encima, ahora se sabe que es -o fue de pequeña-, concertista de piano: como quien dice, cualquier cosa...Pero, ¡ay!, todos sus encantos no le valen para acabar de enamorar al mosso d’esquadra que, sí, la ve guapa, cariñosa y todo eso pero... no acaba de decidirse. Quizás los duros trances a que habrá de enfrentarse en el futuro Miquel, pondrán a prueba el cariño de la rusa....quizás.


Capítulo 11

La detención La detención, legal, de una persona es, probablemente, el acto más violento de los muchos actos violentos que se permite la democracia con los ciudadanos, después de la condena a muerte que, felizmente, ha sido abolida por casi todos los regímenes democráticos. Detener a una persona es arrancarle la libertad de cuajo y por las malas, como se pudiera cortarle un brazo o sacarle las tripas. Significa que, a partir del momento de la detención, un individuo deja de sostenerse por sí mismo para pasar a depender en todos y cada uno de los detalles de su vida de otras personas, a veces respetuosas de sus derechos y de las leyes y, muy a menudo, ignorantes o, simplemente, quebrantadores de ellos. El detenido pasa de las manos del policía a las del juez: o eso es lo que dicen o lo que parece. Porque muy a menudo, el policía es un chapuzas; al juez - que no siempre, pero frecuentemente resulta un cantamañanas-, lo sustituye un funcionario con pocas ganas y menos tiempo y el detenido da con sus huesos en el calabozo sin comerlo ni beberlo, sin saber de qué va la cosa ni cuando terminará y sin haber oído más que malas palabras, verborrea ininteligible y, finalmente, los cerrojos de la puerta de la celda a su espalda. Y eso si no llega a la colchoneta del camastro con una buena somanta de palos encima: no es legal sacudir a un detenido pero tampoco es infrecuente. Sí, es cierto que el detenido no suele ser un franciscano ni un niño de teta y que no se presta de buena gana a colaborar con quienes pretenden enchiquerarle. Pero ni siquiera el buen trato por parte de la policía o el juez despoja a la detención del aura siniestra que la rodea ni oculta el manto de indignidad que le cae encima al infeliz que, más bien aterrorizado que otra cosa, por mucha pose que se permita a veces y, en particular, si hay cámaras a la vista, pasa de su cama o de su oficina al furgón policial; y de éste, y por lo general a través de los lúgubres pasillos de los juzgados, a la sala en que le aguarda un juez de mirada torva, experiencia corta y sobrada mala leche; y de la mesa en que, a veces,


declara y las más balbucea, a la repugnante celda en que quedará chapado sin preciso límite de tiempo. La detención, la legal, porque de la otra es mejor no hablar, es miedo, es angustia, es desconcierto, estrés y sufrimiento: aunque, como se suele decir, el detenido lo merezca porque es asesino, violador o ladrón. Toda detención implica un drama; pero el drama se hace inmenso cuando el detenido es inocente y éste lo sabe. Y roza el paroxismo cuando el desgraciado ni siquiera conoce los motivos por los que lo detienen: Kafka cortó el pescuezo a su ciudadano Josef K, el protagonista de El proceso que, sin saber ni de qué iba la cosa, murió “como un perro”..... Si sólo hubiera sido Josef K. la víctima inocente de la podrida justicia y si semejantes disparates sólo hubieran sido perpetrados por la febril pluma de Kafka... Miquel, por su parte, había participado en unas pocas detenciones, incluso en alguna muy violenta en que tuvo que echar mano de su defensa y de su pistola. Tanto él como sus compañeros habían procedido con corrección y con el más exquisito respeto al protocolo y a los derechos del detenido y él nunca se había sentido culpable de la menor irregularidad o causante de ninguna violencia desproporcionada con el detenido. Pero siempre le había quedado un aquel de mal cuerpo tras dejar al desgraciado ante el juez o directamente en prisión. Demasiado sensible a las miserias ajenas y demasiado preocupado por racionalizar sus actos, Miquel siempre se preguntaba por qué la gente tenía que acabar de ese modo y si servía de algo sacar a esos tipos de la circulación para que los demás ciudadanos vivieran su vida y anduvieran tranquilos por las calles de su ciudad. Y nunca dejaba de pensar, horas y días después de una detención, en el pobre infeliz que yacería en su celda, maldiciendo la hora en que se decidió a violar la ley, o buscando la manera de que la próxima no lo engancharan, haciendo cálculos para los días o los años que le caerían, pensando en su mujer o en su novia, en sus hijos, en sus amigos, en los momentos felices que había dejado atrás. Quizás también pensaría en vengarse, en mentir, en traicionar... o en colgarse de los barrotes de la celda. Miquel había pensado mucho en los detenidos y en la tragedia de la detención. En lo que Miquel no había pensado jamás, ni por lo más remoto, era en que un día también él sería detenido.


Y lo fue, un mal día. Inesperadamente, de sopetón, sin que hubiera tenido ni la más ligera sospecha de la que se le venía encima. Sus compañeros, mossos d’esquadra a los que no conocía, no fueron ni corteses ni solidarios ni comprensivos: sencillamente, tocaron a la puerta de su apartamento cuando se disponía a salir vestido de uniforme porque iba a trabajar, le empujaron hacia dentro y le espetaron que estaba detenido. Le dijeron que tenía que acompañarlos inmediatamente aunque le sugirieron que se cambiase el uniforme y se vistiera de paisano. Cuando, completamente desconcertado, intentó saber de qué iba la cosa, uno de los tres le gritó: —Eres un pedazo de mierda machista. Cobarde, asqueroso. En castellano, por cierto. Otro, más correcto, le explicó: —Quedas detenido en aplicación de la Ley de Violencia de Género, artículo uno, tres. Se te acusa de haber agredido sexualmente a una compañera de trabajo. —Que yo... ¿qué...? ¿Qué he agredido a quién...? —Venga, menos rollo y enfila la puerta. Ya te explicará el juez lo que convenga. —Esperamos que te comportes como corresponde a un mosso y que nos facilites el trabajo. —Un momento. Esto no será una broma, ¿no? —¿Broma? ¿Broma, cachocabrón? ¿Te parece una broma meterte con una tía? Conmigo te tenías que haber metido, ibas a saber lo que vale un peine. —Calla, Pere. El company col.laborarà de bon grat, oi que sí, agent Garcia? —Y, por fin —: La companya amb què vas treballar dies enrere t’ha denunciat per agressió sexual.


—¿La policia local...? —No tinc ni idea. Potser sí. —Però... si va ser ella que... —Sí, ahora búscate la disculpa de siempre, que fue ella. Todos dicen lo mismo, que la culpa es de la mujer. Venga, p’alante. Fue esposado, por supuesto, aunque tuvo suerte de no toparse con ninguno de sus vecinos en la escalera ni en la entrada a los apartamentos. Donde sí se cruzó con compañeros que le conocían, fue en la comisaría. Ellos le abrían paso, sorprendidos y sin comprender qué diablos estaba pasando. —No me lo creo, ¿Miquel...? Fue lo único que acertó a oir de uno de ellos. Más tarde, ya en el calabozo, e intentando poner un poco de orden en el desbordado discurrir de su cerebro, pensó que debería haber sentido vergüenza. Pero, de inmediato, se preguntó por qué. O de qué. ¿Agresor sexual...? Pero si fue la tipa aquella la que le tocó el culo a él. Si no paró de dirigirle procacidades en los dos días en que patrullaron juntos por Salou. —Qué suerte teneis los tíos de tener polla, Miquel. Cómo me aprieta el pantalón en el coño, tío. Mañana vengo sin bragas, es lo más cómodo. ¿A cuántas mossas te has tirado, eh? Pero, agresión sexual... Si era más fea que un pecado, flaca como una raspa y antipática como ella sola. Joder, si ni a ciegas ni un salido le metería mano. Y esa tipeja le había denunciado por acoso sexual... —Agent Garcia: ara serà traslladat al Jutjat. Confio que sabrà com comportarse.


Detenido. Con derechos, sin palizas y sin más que algún exabrupto del capullo aquel al que ni siquiera conocía. Pero detenido. Y esposado. Y a la puerta del despacho del juez de guardia, que resultó ser jueza. Muerto de miedo, casi temblando, cayó en el momento de entrar en la oficina en que no había orinado en casi cinco horas y que tenía urgente necesidad de pasar por el lavabo. —Sólo falta que me lo haga encima —se dijo a sí mismo. Pero echó para adelante, levantó la cabeza y recuperó toda la dignidad que le permitían las esposas, la situación y las ganas de evacuar. —Miquel Garcia Puigcorbera: está usted detenido acusado por la agente Mónica Peinado de haberla acosado y agredido sexualmente en el trabajo. ¿Qué tiene usted que decir? —Que es absolutamente falso, señoría. Es que ni se me ha pasado por la imaginación. —¿Niega usted los hechos? —Absolutamente, no tengo ni la menor idea de por qué me denuncia. Hemos patrullado juntos durante dos días pero en ningún momento hemos estado solos. —No es necesario estar solos para agredir sexualmente. La agente Peinado dice que usted no paró de contarle indecencias, que le pidió que se retiraran a los lavabos y que, al final, usted la agarró por un brazo e intentó besarla contra su voluntad. —¿Besarla, yo? Pero... no quisiera ser grosero pero...

—Pero, ¿qué...?


—La agente Peinado es cualquier cosa menos atractiva.

—No escriba eso, señor secretario. Eso no es una excusa, agente García. —Lo sé, señoría pero es que no me atraía nada en absoluto. Fue ella la que no paró de soltar groserías. —¿Groserías...? ¿ella...? —Sí. Yo saqué la impresión de que era muy mal educada pero nada más. —La agente Peinado dice que a usted se le ve que está muy acostumbrado a que las mujeres se le pongan de cara, eso dice. —¿Cómo puede decir eso? Si me conoce desde hace dos días y yo jamás hablo de estos asuntos con quien no conozco. —Dice que entre los policías corre la voz de que tiene usted una novia muy guapa. —No es mi novia. Es una vecina y somos amigos pero nada más.

—Y que es extranjera.

—Sí, es rusa. Pero repito que no es mi novia. —Dice que como usted lo tiene fácil con las mujeres, que se cree que es un pichabrava: ¿ésta es la palabra que emplea la agente en su denuncia...? —Sí, señoría. Dice textualmente “El agente García se tiene por un pichabrava y cree que todas las mujeres le pertenecen. Es un machista como tantos otros”.


—Eso es falso, señoría. Yo nunca voy de guapo y jamás me extralimito con las mujeres. Las tengo un respeto enorme y aún tengo más respeto por mi uniforme. Jamás me permitiría nada parecido. En mi familia todos son abogados y he mamado un gran respeto por la ley. Mi padre es guardia civil y sería capaz de matarme si hiciera algo parecido. La jueza dirigió su mirada a los papeles del expediente y leyó con atención. —Hombre, García Puigcorbera, ya me parecía a mí... ¿Usted tiene un hermano abogado? —Procurador.

—Sí, claro. Coincidí con él en unos cursos en Madrid hace años.

—Mi hermano no para nunca de formarse, es cierto. —Bueno, bueno, agente García. Va a tener usted suerte. La declaración de su denunciante no tiene mucha consistencia y no voy a aceptar la solicitud de prisión preventiva que hace su letrado. Quedará usted, sin embargo, a la espera del juicio que, si no hay problema, podría ser rápido. Búsquese un buen abogado porque esto de la violencia de género es terreno muy resbaladizo. —¿Quedo en libertad, pues? —Sí, queda en libertad y en la confianza de que se portará como el policía que parece ser. Pero tenga mucho cuidado. No todos los jueces ni todas las juezas tienen tantas dudas sobre esa ley como yo. Miquel sintió que se le abrían los cielos. Por un momento... porque inmediatamente le cayó encima una inmensa losa: había sido detenido y estaba a la espera de juicio. Pensó en


su padre, en su madre... sobre todo pensó en su padre: no lo aguantaría, su hijo acosador sexual...


Capítulo 12

Libertad, la penosa libertad La detención es horrible, claro. Y que el juez te envíe a prisión, aún más, naturalmente. Pero existe otra alternativa igualmente siniestra: la puesta en libertad. Con cargos pero sin fianza, pues qué bien: eso significa que el juez no aprecia indicios sólidos de culpabilidad y que te tiene por buen tipo que no intentará esfumarse para eludir la acción de la justicia. De primera comunión, vamos. Pues no, el regreso a la libertad aunque sólo hayas pasado una noche en el talego, no sólo no supone la absolución ante la sociedad y la liberación de la pegajosa carga de la sospecha que, al parecer, se hace eterna sobre las espaldas de quien ha pecado una vez en su vida. Mucho más sospechoso serás si eres madero y mucho más si has estado inculpado por alguna actuación de carácter tan mierdoso como lo son las de tipo sexual. Miquel, sentado en la tumbona de la terraza de su apartamento, acariciando a sus dos perros que se dejaban masajear tan agradecidos detrás de las orejas, había echado en un vaso enorme casi media botella del Cardhu que su cuñado el diplomático guardaba para los tranquilos atardeceres de setiembre que él y su hermana solían pasar en su compañía. Ni había probado una gota ni le gustaba el whiski ni tenía la menor idea de por qué había recurrido a tan peliculero expediente para pensar sobre lo que le había ocurrido. Había cogido un taxi al salir del juzgado y se había dirigido directamente a su casa, confiando en no encontrarse con nadie por el camino. Se duchó para sacudirse el olor a talego y a juzgado y se echó en la tumbona. Plenamente consciente de que la cosa era gorda, intentó abarcar las inevitables consecuencias del incidente: si sería expedientado, o sólo advertido o represaliado... En cualquier caso, nada volvería a ser lo mismo. Incluso, y en el mejor de los supuestos, si salía absuelto del juicio rápido. Porque inmediatamente entrarían en escena sus compañeros, sus jefes, sus amigos... sus padres, su padre, sus hermanos... hasta Irina y hasta el Marqués le pasaron por la cabeza en rápido y confuso apelotonamiento.


Evidentemente, todos le darían palmaditas en la espalda, le felicitarían porque el juez le había dejado libre y le asegurarían que el mal trago quedaría en nada y que en pocos días, tras el juicio rápido, todo volvería a ser como antes. Sus padres creerían con toda sinceridad en su inocencia y sus hermanos le garantizarían la mejor defensa jurídica posible. Pero Miquel estaba seguro de que en el fondo del pensamiento de cada cual, incluido el de aquellos en que más confiaba, sus padres, siempre quedaría una brizna de duda sobre su comportamiento. Cada mujer está convencida de que cada hombre es un salido sin remedio y que no se salvan ni feas ni viejas ni casadas ni blancas ni negras ni policías ni mendigas. Y cada varón cree que no existe el congénere que pueda gobernar a su polla. Nadie, nadie de quienes le conocen podría evitar que cambiara la consideración en que, hasta hoy, tenía a Miquel y todos, hasta sus más allegados, advertirían que crecía en el terreno de sus dudas la semilla de la falta de integridad del muchacho al que todo el mundo apreciaba y respetaba y la doble cara de aquel a quien tenían por fabricado de una pieza y a prueba de sobornos y de mujeres y hasta de malos pensamientos. —Miquel es de los pocos a quienes dejaría una bolsa llena de billetes sin contarlos — soltó un día Salva, el bribón de Salvador. —Y hasta a mi mujer en su cama, fíjate en lo que te digo —añadió entusiasmado —. Pondría la mano en el fuego porque no la tocaba. Que hubiera soltado semejante bravuconada no tenía mucho mérito, dado que Salvador ni tenía mujer ni, de tenerla, le hubiera importado lo más mínimo que alguien se la follara. Pero, ahora, Miquel recordó la sentencia y, sonriendo tristemente, se preguntó si a partir de ahora el caradura de su amigo pensaría lo mismo. Le vino Zacarías al pensamiento e, instintivamente, echó mano del móvil para llamarlo: el escurrido profesor era de los pocos a quien podría soltar lo que llevaba dentro con total confianza. Pero se contuvo y se obligó a darle más vueltas al asunto antes de empezar a confrontarlo con su gente. Tendría también que advertir a sus padres: y entonces sintió el primer estremecimiento físico desde que le habían puesto las esposas el día anterior: a su padre le temía más que a nadie en el mundo.


Su padre era un viejo machista, pero machista de los de rancio abolengo, de los que tenían a la mujer en un pedestal y para los que no había propiedad del hombre más sagrada que la mujer. Sólo pensar en la mujer de otro, al recio guardia civil le parecía un sacrilegio. Con el paso de los años, Miquel había tenido un encuentro casual con un antiguo compañero de su padre. —Te lo puedes creer, chico. Tu padre jamás le fue infiel a tu madre. Cuando alguna vez coincidimos en algún servicio extraordinario y, en fin, ya sabes, nos permitíamos una canita al aire en lugares en que no nos conocían, Juanón siempre se excusaba, que si no tenía ganas, que si no tenía dinero que si... pero nosotros sabíamos que pensaba en su catalana y no había nada que hacer. Ya le podían tomar el pelo todo lo que quisieran, él, que no iba de putas y, que yo sepa, jamás se permitió el menor desliz. Y me contaron que una vez le sacudió un soplamocos a un guardia joven porque le tiró los tejos a la mujer de otro en uno de aquellos viejos cuarteles que tú ni siquiera has conocido. ¡Menudo era, Juanón...! Porque le decíamos Juanón, ¿no lo sabías? Tan grandote, con esa voz de tabernero... qué buen tipo es tu padre, muchacho... En ese buen tipo que era su padre pensaba ahora Miquel y se estremecía y le apretaba las orejas al pobre chucho que yacía a su lado sin que el animal se quejara. Le dio vueltas y vueltas al asunto y decidió que lo mejor era ir de frente y hacérselo saber antes de que se enteraran vete a saber por qué vías. Los Mossos y la Guardia Civil no mantenían lo que se diría relaciones cordiales pero a alguien de los suyos le faltaría tiempo para hacerlo correr a la prensa. Cogió el teléfono, comunicó con sus padres en Girona y le bastaron dos palabras para que su padre le soltara secamente: —¿Estás en casa de tu hermana? Pues quédate ahí y espéranos. En lo que tardemos en llegar por la autopista estamos en Salou. Y colgó. Empezaba el vía crucis para Miquel.


Capítulo 13

La familia en pleno La familia de Miquel es una de esas raras afortunadas que consiguen atravesar crecimientos, ausencias y matrimonios sin deterioro ni mengua de la excelente relación entre sus miembros. El nivel de vida de esa familia siempre fue modesto y su régimen austero, y nunca pasaron necesidades pero tampoco gozaron de extravagancias: el acendrado sentido de la administración de Clementina consiguió estirar el magro sueldo de guardia civil de su marido de modo que diera para alimentar, vestir y hasta regalar con algún capricho a toda la cuadrilla. Los hermanos, siempre juntos y revueltos, consiguieron estudiar a base de becas y los mayores, dando clases en invierno, haciendo de camareros en verano y luego, más o menos establecidos, ayudando a los más jóvenes en sus estudios y en sus andanzas por la vida, lograron cimentar una sólida camaradería entre todos ellos de la que hasta su propio padre llegó a estar celoso, sobre todo desde el momento en que se apercibió de que sus retoños tenían vida propia y le ocultaban cosas de las que, al final prefirió seguir en la ignorancia, como los apaños de sus hijas con sus novios o las escapadas nocturnas de los varones a través de las ventanas de la habitación de las chicas. Más adelante, Miquel viajó por medio mundo al ritmo de los traslados de su cuñado, el diplomático que, todo y ser bastante mayor que él, le tenía un gran afecto: el futuro policía siempre fue la mascota de toda la panda y, con treinta años, aún seguía siendo el niño mimado de la ya ensanchada familia. Afortunada en tantos aspectos, la familia de Miquel estaba, en cambio, muy mal preparada para el golpe que recibió con la noticia de que el más joven de los hermanos había pisado el calabozo y no precisamente en acto de servicio, y estaba imputado, nada menos, por agresión sexual. En particular, Juan, el padre, cayó ipso facto en una especie de agitación interna que el veterano guardia civil, ya jubilado, intentaba contener y disimular caminando


frenéticamente arriba y abajo por el largo pasillo de su casa en Girona mientras su esposa recogía a toda prisa unas pocas cosas en una maleta, colocaba cuidadosamente en el frigorífico todo lo que pudiera estropearse, llenaba los comederos y bebederos de los canarios y corría las cortinas. Pese al ajetreo, ambos guardaban silencio, sabiendo muy bien lo que al otro le pasaba por la cabeza. En el coche y al volante, antes de arrancar, Juan dio un par de furiosos golpes en el salpicadero. —¡Violador, Clemen, violador, nuestro hijo es un violador! —Qué dius ara, Joan: no m’ho crec de cap de les maneres. De cap de les maneres, no m’ho crec, impossible. Miquel mai no faria una cosa així. —Pero lo han detenido, de-te-ni-do, ¿te das cuenta? Miquel en el calabozo. —Va, arrenca. I vés a poc a poc, no perdis la calma. Sin apenas pronunciar palabra, hicieron el trayecto hasta Salou y, al llegar, se encontraron a la puerta del edificio con la cuñada de Miquel, que también era abogada, y con su hermana Meritxell que departían tristemente con el afectado y lo abrazaban intentando animarlo. Al ver el coche de su padre, Miquel salió disparado y se echó a los brazos de su madre como queriendo refugiar su corpachón y su problema en la menuda humanidad de Clementina. Mientras, Juan aparcaba. Inmediatamente, éste salió del coche, se acercó a Miquel y lo sujetó firmemente por los hombros. —Hijo, sólo quiero que me digas una cosa: ¿lo has hecho o no lo has hecho? Miquel levantó la cabeza, irguió el tipo y sólo dijo:


—No. Su padre lo mantuvo sujeto por los hombros e insistió: —Te lo voy a repetir y no te lo preguntaré nunca más: ¿Has hecho daño a una mujer, cualquier daño? Y Miquel, aún más erguido, repitió: —No. Y nunca lo haré. Y entonces el viejo guardia civil estrechó a su hijo entre sus brazos sin decir una sola palabra pero con tanta firmeza que hasta el fornido joven se sintió oprimido. Y se dirigió a todas las mujeres que les rodeaban: —Si Miquel dice que no, es que no. Yo no necesito más argumentos. Y ahora ya podéis las abogadas hablar lo que queráis: pero a mi hijo hay que librarle de ésta. Y no porque sí, sino porque es inocente. Y yo sigo estando orgulloso de él, como siempre. Pero la cosa no era tan sencilla como hubiera deseado Juan. Tanto Meritxell como la mujer de su hermano Guillem, Elisa, estaban muy al tanto de la singularidad de la Ley Integral contra la Violencia de Género, en vigencia desde hacía ya varios años. Sabían que esa malhadada Ley da muy pocas oportunidades a los varones acusados, con razón o sin ella, por las mujeres, de cualquier tipo de maltrato y sabían también que miles de hombres estaban en el trullo o en penosas condiciones de libertad sin más delito que haber tenido relaciones con alguna desaprensiva. El zapaterismo había intentado atajar la violencia contra las mujeres ampliando el ángulo de tiro penal contra los verdaderos maltratadores, muy pocos, menos que en cualquier otro país europeo, y colocando bajo el punto de mira de una ley absurda, prácticamente a toda la población masculina española. Miquel no era, o eso parecía, sino una víctima más del retrógrado feminismo del presidente del Gobierno, entre el millón largo de hombres denunciados en los siete años de vigencia de la Ley.


—A ver, no nos asustemos pero tampoco ignoremos que el problema es grave, muy grave. Y más, tratándose de un policía. Elisa, cuyo marido ejercía como procurador, no era especialista en penal pero tenía los suficientes contactos en el mundillo judicial como para poder hablar con fundamento, con mucho fundamento. —No podemos dejar pasar ni un minuto y no podemos dejar el menor resquicio a la acusación: creo que hablaré con Victoria, una amiga que sabe mucho de esto porque ha llevado a más de uno al talego. —Yo creo que, diciendo la verdad, todo se aclarará —intervino Juan, tan ingenuo como siempre. —Pues yo no creo que con eso sea suficiente, Juan. La verdad en un juicio es de goma y da para muchas tropelías. Los jueces, o la mayoría, miran más por quedar bien que por aclarar las cosas. Y a muchos les importa poco mandar a la cárcel a un tío con tal de ahorrarse las críticas de las innumerables feministas que pululan en el caldo de las subvenciones: porque ésta es otra: en cuanto el asunto salte a la prensa, se va a montar una bien gorda. Con las ganas que muchos les tienen a los mossos, sólo falta que olfateen la carnaza: uno de ellos, denunciado por una compañera por acoso sexual... Hasta le ofrecerán a ella salir en Interviú, ya veréis… Mientras el grupo, en el salón, intercambiaba las primeras opiniones, Clementina se esforzaba por preparar cena con los escurridos elementos con que pudo hacerse en la cocina de Miquel. Al final, no le quedó otra que liarse con la socorrida tortilla de patatas que, por cierto, le salía de rechupete. —Joan, necessitarem pa i alguns tomacons per sucar-hi. Per què no baixes un moment al súper i compres el que et diré? —Vale, ya voy. Dame dinero, por favor.


Meritxell se adelantó y alargó a su padre un par de billetes de cincuenta: siempre había visto cómo, en su familia, el dinero lo administraba a todos los efectos su madre y cómo su padre, todo lo grandote que era, andaba constantemente remoloneando alrededor de su mujer para sacarle unas pocas pesetas para unas cervezas o una partida de mus. Por alguna extraña razón, al machista benemérito no le suponía contradicción alguna que el dinero que él aportaba lo controlara y distribuyera su mujer. Y, por lo que Meritxell apreciaba, la cosa seguía más o menos igual. Llegó la tortilla, fue aliñada con ensalada y alguna que otra conserva y se hizo patente el esfuerzo de todos por animar la velada. Pero la realidad se imponía: aquello pintaba feo, no se descartaba que Miquel acabara en prisión y los negros nubarrones de la deshonra del mosso y de la familia no acababan de abandonar el pensamiento de todos y cada uno de los presentes. Sin embargo, poco se podía hacer por el momento. Así que decidieron volver, cada cual a su casa, cada uno con su pesar a cuestas. Clementina insistió una y otra vez en quedarse junto a su marido y con su hijo pero éste no lo consintió, consciente de que la presencia de sus padres sólo serviría para entristecer aún más a ambos y a él mismo. Eran casi las dos de la mañana cuando Miquel se despedía de su hermana que volvía a Barcelona en el coche de su cuñada. En ese preciso momento, Irina bajaba de un taxi con toda la pinta de salir de algún fiestorro.


Capítulo 14

Un buen día para morir Cuando Miquel se despertó al día siguiente, muy temprano, estuvo un larguísimo rato sin moverse, sin pestañear siquiera. Irina dormía a su lado, con la cabeza sobre su pecho, muy tranquila, bellísima a la escasa luz del sol, que apenas dejaba ver una rodajita de sí por detrás de las cortinas y sobre la línea del horizonte en Cap Salou. Plenamente consciente de que había pasado la noche con la chica, evocó cómo empezó todo en el portal, cómo continuó la cosa y cómo concluyó. Habían hecho el amor con frenesí, sin pronunciar palabra, y habían acabado rápido -había acabado rápido él-, sin preservativo y furiosamente. Miquel se recordaba a sí mismo como nunca antes, clavando en ella sus ojos muy abiertos, intentando controlarse para no hacerle daño, queriendo taladrarla más que poseerla. Y recordaba la cara de sorpresa de Irina, devolviéndole la mirada a su mirada y sonriendo tenuemente, inmensamente satisfecha. ¡Los perros!, le vino de pronto a la mente. No había sacado a pasear a sus dos perros la noche anterior y, claro, no los había paseado aún de madrugada. ¡Pobres bichos...estarían a punto de reventar porque siempre se aguantaban! Pero siguió inmóvil. Sólo de reojo se atrevía a mirar a Irina que respiraba lentamente, sus preciosos labios ligeramente entreabiertos, ligeramente alborotado su pelo rubio y corto. Lo recordaba todo, sí, pero no comprendía nada: ¿cómo era que, de repente, había acabado en la cama de aquélla a quien pocos días antes maldecía y hacía de menos? Sin flirteo, sin fase previa, sin que ni uno ni otro se lo pensara... Y ahora, no sólo no se arrepentía sino que se sentía francamente bien, cansado pero plenamente relajado. Le vino a la memoria aquello de la jodienda no tiene enmienda pero se sorprendió a sí mismo argumentando que lo de esa noche no era tan sólo un polvo: y entonces enlazó... la noche


con el día que la había precedido: un estremecimiento le sacudió el cuerpo al volver a ser consciente de que había sido detenido, que estaba imputado y que, si no ocurría un milagro, estaba jodido y bien jodido. El sobresalto de sus padres, los buenos consejos de su hermana y su cuñada, el cariño de su madre... como flotando en un agitado mar de vergüenza, desconcierto e incredulidad: Miquel, el niño perfecto, el deportista apasionado, el policía intachable... acusado de agresión sexual a una compañera de trabajo. Giró levemente la cara en dirección contraria a la de Irina, le apartó con suavidad la cabeza y se escurrió cuidadosamente por debajo de la sábana. Se puso en pie sin que la chica hiciera el menor movimiento y se acercó al ventanal del dormitorio. Al descorrer la cortina, hubo de cerrar los ojos a la luz del sol que ya brillaba esplendoroso por encima del Cap de Salou. “Un buen día para morir”, recordó que se han dicho a sí mismos millones de soldados en los amaneceres previos a la batalla. “Un buen día para quedar jodido de por vida”, repitió para sí. Decidió no decirle nada a Irina. La enorme habitación estaba equipada al gusto de la chica y al gusto de los rusos: demasiado recargada para el suyo. Las puertas de un gran armario abierto y un zapatero que parecía no tener fin habían servido de improvisadas perchas para las pocas prendas de vestir que, la noche anterior, estorbaron el contacto a los dos encendidos amantes. Se entretuvo un momento admirando la belleza de Irina, se calzó los pantalones y pasó por el lavabo para acabar en la cocina. Escudriñó en el frigorífico, apartó huevos, jamón y naranjas y se paró frente al exprimidor que parecía una lavadora. Intentaba adivinar qué teclas habría de apretar para que aquel trasto funcionara cuando sintió que Irina le abrazaba por detrás, se pegaba a su cuerpo y le susurraba cosas al oído de las que no entendía nada pero que le sonaban muy bien y muy cariñosas. Al darse la vuelta, comprobó que Irina estaba desnuda. Ella se le apretó un poco más y le puso la mano en la boca para que no dijera nada. Por primera vez desde que la conocía, Miquel recibió el abrazo con verdadera satisfacción. Y por primera vez sintió que tenía


mujer en sus brazos y no sólo cuerpo. Media hora después descansaban, de nuevo, sobre la cama. —Ira, yo.. —Nie gabarí, malchí, no dices nada.... Ia, felís, muy felis , muchítísima felís. Y sí, estuvieron un buen rato sin decirse nada. Ella le miraba y le volvía a mirar y Miquel sólo la apretaba contra sí. Un torbellino de ideas se había instalado en su cabeza y en ella se le entrecruzaban maldiciones por la perra situación en que se encontraba, con argumentos que trompeteaban satisfacción y tranquilidad por el reciente descubrimiento de que Irina era algo más que un cuerpazo y que la chica, sin querer, estaba tirando de él para sacarle del negro pozo de sus presentimientos. Angustia y desconcierto cedían a las leves caricias de la chica y alejaban por unos segundos su intranquilidad. El móvil. Su hermana, que qué tal había dormido. Muy bien, gracias. Y muchas gracias por todo. Otra vez el móvil. Su madre, que qué tal se encontraba. Molt bé, mama, no pateixis. Ja us trucaré més tard. Otro móvil. Su cuñada, que qué tal estaba. Que ya se había puesto en contacto con su amiga, la especialista en violencia de género. Marc, su compañero, que qué tal. Que havien parlat alguns companys per tal de fer-li costat, signar una carta o alguna cosa per l’estil. Que ningú entre els companys s’ho creia, que ell fos un agressor. Sergi, otro compañero, adelante tío, todos estamos contigo. Pep, el caporal, tu tranquil, que tot anirà bé. Su madre, otra vez, su cuñada, otra vez. Su padre,


que qué tal. Su cuñado, desde Nueva York, que Meritxell le había explicado la situación y que lo que hiciera falta. Irina no salía de su asombro y, por la cara de Miquel, deducía que algo raro estaba pasando pero, prudentemente, se abstuvo de preguntar. La rusa pensó que eran cosas del trabajo. Se vistieron y salieron a toda prisa a pasear a los olvidados perros de Miquel que, pobrecillos, habían aguantado toda la noche y parte de la mañana sin hacer sus cosas. El joven tiraba de las dos correas e Irina se le enganchó al brazo: Miquel no se apartó y miró con orgullo a una viejita que también paseaba su perrillo y con la que se cruzaba casi cada día. La abuela giró la cabeza hacia ellos y soltó algo así como “qué buena pareja...” —Ira, ¿cómo es que viniste ayer en taxi? ¿Habías bebido? —¿Shto...? Ia? Bebido? No, niet, todo no. Mi coche, kaput, un señor dio golpe muy fortísimo. Ahora, garag... Yo, sin coche. —¿Cómo fue? ¿te hiciste daño? —Daño? Niet, niet. Sólo, él despistado, yo despistado. Niet, nichevó, nada. Mañana yo iré Barcelona. Yo fui en taxi. —Si quieres, puedes coger mi coche. Es viejo pero está muy bien. —Niet, gracias. Yo taxi.

—En serio, llévate mi coche, mañana no lo necesito.

—¿Sí? ¿Tú alquilas?


—No, no lo alquilo. Te lo dejo gratis... Y se rió alegremente. —¡Alquilar...! Voy a tener que aprender ruso... —Jarróshaia idea, Mijael.

—Y tú aprenderás a hablar catalán. —Jarróshaia idea, da. La pareja dejó pasar el día entre permanentes llamadas de móvil, infantiles arrumacos, rápidas visitas a la cocina y dilatadas estancias en el dormitorio. Irina estaba encantada pero no se le escapaba que algo le ocurría a Miquel. Por la noche, la chica recibió una llamada de su padre y, por lo que pudo colegir Miquel, concretaron la cita que al día siguiente habrían de celebrar en Barcelona. Al parecer, ella no le explicó al ruso que se desplazaría en el coche de Miquel ni que el suyo estaba en el taller. Hicieron el amor una vez más a medianoche y él se obligó a despedirse para ir a dormir a su casa con el razonable argumento de que ella al día siguiente tenía que madrugar para viajar a Barcelona. Le dejó las llaves del coche y volvió a su casa dispuesto a dar un paseo a sus dos buenos compañeros, sus perros. Irina se echó a llorar pero, enfilando las escaleras, le envió un largo beso desde su mano y se puso a brincar de alegría. El paseo de Miquel con los perros, larguísimo y a paso muy vivo, consiguió al menos cansarlo de tal manera que, de regreso y ya en su cama, pudo conciliar el sueño con rapidez. A las seis de la mañana se levantó para darse un palizón de más de una hora de carrera. Notaba que el esfuerzo liberaba algo de su tensión interior pero ésta crecía y crecía y crecía... Entre las nubes rosa de su insólita relación con Irina, una terrible tormenta parecía gestarse sobre su futuro inmediato y amenazar no sólo su felicidad sino hasta los fundamentos de su vida. Sobre las diez de la mañana llamó a Zacarías.


Capítulo 15

No hay dos sin tres —Estoy jodido, Zaca, estoy jodido de verdad. —Bah, no será para tanto... —Sí es para tanto. Para tanto y para más. —No hay mal ni bien que cien años dure. Ya verás como sales adelante. —Sí, saldré pero muy malparado. O eso me creo porque no tengo ni idea de cómo saldré. —Habrá que esperar el juicio: y, por lo que me dices, no parece que el juez disponga de pruebas de ninguna clase. Así, sin pruebas, no pueden condenar a nadie. —Es igual: inocente o culpable, la historia siempre aparecerá como una mancha en mi expediente. Se me cerrarán todas las puertas, todas las posibilidades de ascenso, todo... Mi ilusión era ser policía, de la policía catalana, especializarme, ascender... Ahora lo veo todo muy negro, muy, muy negro... Zacarías se repanchingó en el sillón, metió un dedo en el vaso de whisky que le había servido Miquel y empujó los cubitos de hielo para que dieran vueltas y se deshicieran en el exquisito mejunje del que aparecían varias excelentes marcas en las estanterías del comedor del apartamento de Miquel, en realidad, el de su hermana y su cuñado. —Muy bueno este whisky, sí señor, muy bueno.


—Mi cuñado, que es muy fino.

—Sí... Y siguieron unos minutos de silencio en los que cada cual se atuvo a sus propios pensamientos. —Veamos, Miquel. Es posible que estés en un buen lío. Pero mira, chico, la vida es una mierda y cuanto antes lo aceptes, mejor. Es una mierda la vida, el trabajo, la política, la sociedad, la familia, las mujeres... todo, aquí no se libra nadie, ni la iglesia, ni los mismísimos ángeles celestiales ni los mossos d’esquadra. —Vale, ya sé cómo piensas. —Pues mira, con toda la mierda que es la vida, y por más que estemos hasta el cuello, vale la pena vivirla. —¿Me lo dices tú? —Te lo digo yo. —Tú, que eres un fracasado, que me lo has dicho mil veces. —Pues sí, un puto fracasado pero con un par. Y las he pasado bastante más crudas que tú, niñato. Pero nunca me he rendido, nunca, jamás. Zacarías irguió su escurrido esqueleto, se dirigió al ventanal y, señalando a Miquel con el vaso, gritó como si se dirigiera a una multitud: —Nunca he bajado la cabeza y nunca he perdido el optimismo. Y me importa un pimiento que las mujeres me den de lado, que mis jefes me hayan puteado y que no tenga un chavo ni donde caerme muerto. Cuando me caiga muerto, alguien me recogerá, no te


preocupes; aunque luego me echen a los cerdos o me utilicen para abonar lechugas. Pero mientras llegue ese día, aquí estará Zacarías convencido de que la vida es bella y peleando por seguir y pensando que, a pesar de todo, vamos adelante. A mí me joderán, pero no me amargarán. —Tú no eres optimista, tú eres tonto. —No soy tonto, y tú lo sabes. Creo en el hombre, creo en la voluntad del hombre, creo en que los buenos ganaremos a los malos, que dentro de mil siglos habrá justicia y la gente podrá ser feliz. Así que, cuando me pasan cosas como a tí te están pasando ahora, me ato los machos, levanto el careto y tiro para adelante. Aunque no sepa a dónde voy y aunque me partan la cara. —Que te la han partido. —Pues sí, y ¿qué? Porque lo tuyo es una mierda comparado con lo que pasan otros. ¿Que te condenan por agresor? Eso ya se verá. Lucha, joder, búscate testigos, da la cara, coño, que la tipa esa tenga que bajar la mirada cuando te vea. Pero que no te vea hundido, que no se crea que te ha podido. Y que los demás, tus compañeros, tu familia, la jueza, todo el mundo, sepan que están frente a un luchador, frente a un tipo con dos cojones. Hizo una pausa y bajó la voz. —Porque yo te creo, Miquel, yo sé que eres incapaz ni de mirar a una tía con malicia, te conozco un poco. Y todos te conocemos y todos te apoyaremos. Pero ¡por Dios!, no nos defraudes. Saldrás de ésta, ya lo verás. Así que, anímate y, ¡venga, a por ellos! Y el viejo profesor, se levantó del sofá, se embauló de un golpe el whisky que le quedaba en el vaso, chascó la lengua y le dio a Miquel unas fuertes palmadas en la espalda. —Esta tarde empezamos: dile a esa abogada tuya que le ayudaré en todo lo que haga falta y que vamos a montar un pollo para que todo Dios sepa que no se pueden hacer semejantes canalladas en nombre de la Ley. ¡Venga, ánimo, arriba y adelante!


Miquel sonrió ligeramente y, sí, se sintió un poco más animado: el discurso de Zacarías, que le pareció cursi, tuvo sin embargo la virtud de tocar la moral del decaído mosso y encender su deseo de luchar por su integridad como luchaba siempre por cualquier causa que le pareciera justa y digna. Respetaba enormemente a Zacarías pero guardaba las distancias: el profesor tenía las ideas muy claras, se movía en torno a objetivos muy elaborados y se encontraba siempre con los pies muy pegados al suelo de su ideología: a Zacarías todo le encajaba y a cada acontecimiento, por exótico o inesperado que fuera, le encontraba explicación a la sombra de la lógica, de la matemática o del materialismo dialéctico. Pero él, Miquel, no era un intelectual ni quería serlo. El, hombre de acción, no tenía más aspiraciones que ser el mejor en su trabajo, disfrutar del respeto de sus familiares y compañeros y vivir sin complicaciones, a su aire y dedicado a sus aficiones, sus perros, sus escasos amigos y... cuando aparecieran, a su mujer y sus hijos. Irina pasó como un rayo por su mente y el breve recuerdo de la rusa le produjo una intensa satisfacción. Pero, inmediatamente, retornó la negrura de la situación en la que estaba enredado. —Muchas gracias, Zaca, muchas gracias. Haré lo que me dices pero me sigo sintiendo derrotado: derrotado y sin posibilidades de remontar. —Vuelve la burra al trigo... Me cagüen la leche, Miquel. No me jodas ahora, que te tengo por otro y éste que habla no eres tú. Va, vamos. Vamos a comer algo. Oye, ¿por qué no llamamos a Salvador? Seguro que ese buena pieza te levanta el ánimo… —Vale, llamemos a Salva. Y comemos algo. Veinte minutos después los tres amigos estaban sentados en McDonald’s, a cuyo restaurante, paradójicamente, el viejo comunista, el Zacarías ecologista, vegetariano y permanente detractor de los yanquis y su mundo, era muy aficionado. Miquel comía con poco apetito mientras Zaca le ponía en antecedentes al zorreras de Salvador. Este le daba al burger y asentía en silencio, muy serio, evaluando la situación.


—Las tías, Miquel, las tías. Siempre te lo digo, son una peste, son un peligro, son un... yo que sé. Vale, no podemos vivir sin ellas pero con ellas... lo justo, lo que dura un polvo y un cigarro. Y si pagan, que no pagan, una comida. Porque a la que te descuidas, te la lían. Y cuanto mejor persona eres, más gorda te la lían: mira tú... —¿Tú qué harías, Salva, en mi caso? —Ni idea, macho, ni puta idea. Las he tenido muy gordas con mujeres pero como esta tuya... El móvil de Miquel. —Sí, sóc jo... Sí, un Renault blau marí... Sí, sóc mosso d’esquadra.... A Tarragona, és clar. Sí, li he deixat jo...Com...? Embolic... quin embolic...? Què dius ara...retinguda?, per què...? Què....?, quant....?, més d’un mil.lió d’euros? Ni idea... i ella, què diu...?, i què fareu? Al jutge...? Entesos, ja m’espavilo, vaig cap allà. Salva y Zacarías miraban a Miquel, asombrados, sin entender nada, claro, pero adivinando que algo muy gordo había ocurrido. Miquel cortó la comunicación y se derrumbó en el banco del restaurante. Mirando a sus dos amigos con cara de alelado, sólo acertó a exclamar: —Otra más... Madre mía... no hay dos sin tres.... Respiró profundamente y se cubrió el rostro con las manos: si no lloraba, daba toda la impresión. Pero ni de lejos podía imaginar la que se le acababa de venir encima...


Capítulo 16

Un jodido millón de euros —¡Un millón... joder, un millón de euros..., un jodido millón de euros! Zacarías y Salvador se quedaron mirando a Miquel sin entender nada. El joven metió el móvil en su bolsillo mientras seguía rezando para sí mismo, rumiando la información que acababa de recibir por teléfono. —Pero, ¿qué coño pasa...? —Salvador le sacudió al tiempo que le agarraba por la solapa de la camisa—. ¿Qué es eso de un millón de euros?, ¿te ha tocado la primitiva...? ¡Habla, coño, dí algo...! —Han detenido a Irina con un millón de euros encima. ¡Joder, joder, joder...! —Bueno, ¿y qué...? —Iba en mi coche. —¡Joder, joder, joder... y requetejoder! —Zacarías se puso en pie y empezó a dar vueltas alrededor de sí mismo como alelado. —¿Un millón...? ¡Ya será menos...! —Salvador intentaba quitar hierro al asunto y ahora le daba palmadas en la espalda a Miquel—. ¿Quién tiene hoy un millón? —El padre de Irina tiene un millón y más de un millón — apuntó Miquel. —¿Cuánto pesa un millón? —Salva insistía en tirar por el lado práctico—. Seguro que se puede colocar en un maletín pequeño. Son...doscientos billetes de quinientos. —No, Salva: son dos mil billetes de quinientos —puntualizó Zacarías.


—Jodo... dos mil de quinientos... Quién los pillara... —Y, ¿qué hacía Irina con tanta pasta en tu coche? —insistió Zaca. —Se lo presté yo ayer. Me dijo que tenía el suyo en el garaje y se lo ofrecí. Tenía que viajar a Barcelona pero no me dijo para qué. Yo no tenía ni idea de que fuera a transportar dinero. Y tanto dinero... —Joder, Miquel, es que te caen todas encima... Una rusa con un millón de euros en el coche de un mosso d’esquadra... ¡esto sí es un marrón...! Pero marrón, marrón, marrón... de los gordos. —Y, ¿cómo ha sido...? —Parece que en el peaje de Martorell. —¡Ah, sí, allí se colocan siempre los maderos! —Salva adoptó pose de experto—. A mí me engancharon una vez allí, pero fueron los picoletos, hace años. Los tres amigos se quedaron un buen rato en silencio, tratando de digerir, cada cual a su manera, la novedad. Miquel aparentaba estar aterrorizado pero intentaba controlarse. Zacarías le miraba de reojo, consciente de la que le acababa de caer encima a su joven amigo. —Voy a la comisaría, a ver si me entero de algo más. Daré la cara, no sea que acabe enmerdado aún más. —Vale, ¿te llevo...? Tengo el coche aquí al lado. —Gracias, Salva. Sí, por favor. —Un momento, Miquel —interrumpió Zacarías-. Piensa un poco antes de presentarte en la comisaría. ¿No te convendría ir con un abogado? Digo yo, porque es lo que hacen en


las películas pero no sé cómo se portan tus colegas... Los mossos tienen muy mala uva, o eso es lo que corre... —Pero Miquel es de los suyos —apostilló Salva—. Además, qué coño, no ha hecho nada. La que tendrá que dar explicaciones será la rusa... —Sí, explícales ahora que el chaval no tiene nada que ver. Zacarías llamaba a Miquel “chaval” a menudo, en plan paternalista. A Miquel no le gustaba pero lo cierto es que el viejo profesor le sacaba treinta años. —Irina está retenida... Miquel dejó la frase en el aire. Como de costumbre, pensaba más en los problemas ajenos que en los suyos propios. —Retenida, ¿es detenida...?

—No sé, ahora me enteraré. Pero ¿qué diablos hacía viajando con tanto dinero encima? —Miquel, coño, piensa en lo que vas a hacer ahora mismo. Las explicaciones, después. —Vale, Salva. ¿Me llevas...?

—¡Hala, de cabeza al pozo! Tú sabrás lo que haces... ¿Voy con vosotros...?

—Mejor que no. A ver si los polis se creerán que tiene algo que ocultar...


Zacarías le dio una fuerte palmada en la espalda a su joven amigo. Con lo mierdecilla que era el viejo profesor, se apreciaba en sus movimientos un vigor y una decisión que Miquel agradeció. Sabía que podía contar con él aunque, ¿para qué...? —Llámame en cuanto sepas algo, por favor. Se despidieron y poco después el BMW de Salvador enfilaba la avenida Pere Molas, hacia la comisaría de los Mossos d’Esquadra. Los Mossos d’Esquadra son la policía catalana. Organizados como “cuerpo”, echan sus raíces en vicisitudes históricas que datan del siglo XVIII, la lucha contra el bandolerismo, las guerras de sucesión españolas y otras que han venido después. Suprimidos, como no podía ser menos, por la dictadura franquista, han sido recuperados paso a paso por el Govern de la Generalitat hasta el punto en que, de hecho, han sustituido a la Guardia Civil en casi todas las funciones desarrolladas anteriormente por ésta, con la excepción del control de aeropuertos, litoral y alguna otra muy específica. En la actualidad, son más de 16.000 agentes, repartidos por toda Cataluña. Fueron muchos los catalanes que reivindicaron durante años la marcha de la Guardia Civil y la Policía Nacional (a las que tenían por fuerzas de ocupación al servicio del centralismo) y, en paralelo, la reimplantación de los Mossos d’Esquadra. Durante años, a su vez, la Generalitat pugnó por conformar un cuerpo policial moderno y eficaz pero la jugada no salió del todo como se pretendía y los mossos, que fueron apareciendo poco a poco, en primer lugar por la carreteras catalanas, muy elegantes y muy bien equipados, pero evidenciando bastante mala leche, y a continuación en circunstancias que afectaban al orden público, cogieron fama de prepotentes y, lo que era peor, mal preparados: en su momento, fueron calificados como policía de diseño. Mucha gente empezó a lamentar la ausencia de la Guardia Civil, al tiempo que menudeaban las denuncias contra los mossos por abusos, malos tratos en comisarías e, incluso, complicidades con bandas organizadas y siniestros delincuentes. El remate mediático lo puso el conseller Joan Saura, que fue responsable de Interior en el gobierno de la Generalitat y, por lo tanto, del cuerpo de los Mossos d’Esquadra entre 2006 y 2010: el adusto comunista intentó atajar las denuncias y


las quejas instalando cámaras de vigilancia en las comisarías de los mossos, lo que fue, comprensiblemente, muy mal recibido por los policías catalanes. Lógicamente, los agentes que se habían incorporado al cuerpo de los Mossos con la mejor intención de servir a su país y a la sociedad, hubieron de padecer durante años la poca simpatía del ciudadano al que costaba aceptarlos como la policía democrática que se les había prometido: demasiadas multas en la carretera, demasiada porra en las manifestaciones y demasiados incidentes chuscos -se les escapaban detenidos, les robaban el arma reglamentaria...- dieron mucho que hablar y mucho que escribir e hicieron padecer lo indecible a mossos como Miquel, íntegros, responsables y plenamente dedicados a su función y a su trabajo. Miquel sufría personalmente y mucho, a causa de las irregularidades cometidas por los mossos, que tardaban poco en aparecer en los medios de comunicación. Tanto más cuanto que a muchos de sus protagonistas los conocía y alguno hasta era amigo suyo. No le entraba en la cabeza que ningún policía se pudiera permitir la menor violación de la ley y los reglamentos, mucho menos que fuera capaz de conchabarse con las mafias o beneficiarse del delito. Y soportaba muy mal las críticas de Zacarías y las puyas de Salvador y en alguna ocasión se enfadó muy seriamente con ellos a causa de sus comentarios. Y fue precisamente en el momento en que los mossos poco a poco mejoraban su imagen y empezaban a ser tenidos por la gente como policía del pueblo, cuando Miquel tropezó allí donde el azar había colocado dos insignificantes obstáculos que, a la larga, se convertirían en pesadilla. El Marqués estaba tras del primero, una compañera policía local levantó el segundo. Y ahora, todo apuntaba a que Irina, queriendo o sin querer, era la responsable o, al menos, protagonista, de un incidente mucho más grave que cualquiera de los anteriores y que podía ocasionar a Miquel muy serias complicaciones. En esto, y en el aparcamiento de la comisaría.


—Para ahí, Salva. Y vuelve a Salou. Muchas gracias. Te llamo en cuanto tenga las cosas claras. —Que no sea nada, chico. ¡Animo, que puedes con todo! Y ya lo sabes, cuenta conmigo para lo que haga falta. —Muchísimas gracias otra vez. Te llamo.

Y se dirigió con paso firme a la entrada del edificio.


Capítulo 17

Miquel, davant l’intendent —S’ha ficat vostè en un bon embolic, agent Garsia. —No per culpa meva, intendent. —Doncs, si no ha estat culpa seva, de qui ha estat? —Solament vaig prestar el meu cotxe a una amiga. —A una amiga que va resultar una mafiosa de cuidado. —Filla d’un mafiós, tot plegat. Suposadament mafiós. —Parla vostè un bon català, agent Garsia. —Sí, parlo bastant bé la meva llengua. —Però, el seu pare era guàrdia civil —El meu pare és guàrdia civil. —I no parlarà el català, és clar. —No, no parla el català. —I com és que vostè es va fer mosso d’esquadra? —Sempre m’ha agradat la disciplina i l’ordre i el respecte.


—I com és que no li va donar per fer-se guàrdia civil? —Sóc català, intendent. —O sigui, té alguna cosa en contra de la Guardia Civil? —De cap manera. Estic molt orgullós que el meu pare sigui guàrdia civil. Ens ha donat una excel.lent educació, a mi i als meus germans. La meva mare també. Estic molt orgullós de tots dos. —La seva mare és catalana? És clar, aquest cognom...Pigcorbera... —Català de soca-rel, que es diu. —Comprendrà que, amb tot el que s’ha dit i s’està dient dels mossos d’esquadra, vulguem ara tancar fins a la més petita possibilitat de corrupció en les nostres files. —Ho entenc perfectament. Jo sóc el principal interessat en què tot quedi ben clar. És per això que sol.licitarè immediatament que es faci una investigació adient. —Que vol dir, que no es farà una bona investigació? —Amb total franquesa, intendent, em vull assegurar. I vosté sap tant bé com jo que els primers passos són decisius... —No confia vostè en els nostres investigadors? —No dic això, solament que s’haurà d’aprofundir una mica més. —La bossa amb els bitllets estava al maleter del seu cotxe. —Sí, però... —I no eren precisament pocs bitllets... Més d’un milió d’euros, tinc entès...


—Correcte però, com és que van deixar anar la noia? —La seva núvia, vol dir? —No és la meva xicota i no ho ha estat mai. —Però vostè i ella... ja m’entén... —Sí, ens hem ficat al llit un parell de vegades. I me l’aprecio, no ho puc negar —M’han dit que és una tia de bandera... —És una dona molt guapa, és cert. —I, és clar, una noia guapa... convenç fàcilment un home enamorat. —Ho havíem deixat fa dies. Jo no vaig voler continuar. I mai no vaig arribar a estar enamorat d’ella. Encara que últimament... —Espera que me’l cregui? —Pensava que no era, ni de bon tros, el meu tipus. Que teníem poques coses en comú. —Sí, ja m’han explicat que vostè és, com ho diria, una mica idealista. —No sóc pas un idealista. Però m’agrada triar les neves amistats. —Acaba de dir que la russa és amiga seva.

—Vivim molt a prop. Ens trobem gairebé cada dia a les escales, al pàrquing i al supermercat. Em va explicar que s’havia quedat sense cotxe i que necessitava amb


urgència marxar a Barcelona. Aquell dia jo tenia lliure, i li vaig oferir el meu. Al començament, ella no ho va acceptar. Jo vaig insistir. —És una bona coartada. —No és coartada, és la veritat. El que no entenc és que la deixessin anar... —Li van retenir el passaport. —Però si ella volgués tocar el dos ho té molt fàcil: disposa d’un altre passaport, fals, britànic. —Com és que vostè sap que té un altre passaport i fals? —M’ho ha dit ella mateixa. —I com és que no la va denunciar? —Què hagués pogut dir? Hagués servit per treure alguna cosa en clar? Ho hauria reconegut, “tinc un passaport fals, aquí el teniu”? Els russos són.. són com són... —És clar. Coneix vostè molt bé els russos... —No. He conegut la Irina, la mare i el seu pare i res més. —El mafiós... —Es diu aviat, és rus, doncs és mafiós.. Això no ho sabia abans que passés tot i ara 
 tinc els meus dubtes. És cert, té molts calés però em fa l’efecte que no és pas un mafiós. —Però vostè va sopar amb ell en vàries ocasions.

—Sí, em van convidar.


—I no va trobar res d’estrany? —Res d’estrany. Vam sopar, vam xerrar i res més. És un tipus molt alegre i li agrada molt la gresca. —Vostè parla rus? —No, tots dos, pare i filla parlen bastant bé l’espanyol. —No li van fer cap proposició rara? —Cap. Estaven assabentats que el meu germà i la meva germana són advocats però els vaig explicar que ell és procurador i ella no treballa com a advocada i res més. —No li va estranyar això? —No. Sabia que tenen negocis i no em va estranyar gens ni mica que volguessin conèixer advocats. —No li van proposar cap negoci? —En absolut. Jo no n’entenc res de negocis i no hauria sabut què dir. —Bé, agent Garcia. Reconec que el sol fet de prestar un cotxe no implica res però reconegui vostè que haig de tenir les meves sospites. —D’acord. Doncs si és així, per què no disposa que es faci una investigació més seriosa? —No em digui el que haig de fer, agent García. Vostè ja va ficar el nas on no devia, en el cas del boig aquell del Pere Mata i va sortir escaldat. —Perdoni, intendent, però el cas tampoc no està aclarit.


—Resultarà ara que vostè es fica en tots els casos per aclarir. — Són dos casos, intendent. I m’agradaria que es resolguessin. —Té vostè simpatia per algun partit polític? —Sóc absolutament apolític. Pot ser una mica d’esquerres i nacionalista però res més. —Aleshores, com és que hem rebut una trucada, de bastant amunt, interessant-se pel seu cas? —……? —Com…? No ho sabia? —Doncs sí, hi ha hagut un diputat de... bé, deixem-ho de moment... —No tinc ni la més petita idea de qui pot ser. —Sí, és cert però aquestes coses... I, a més a més, és que no és una, són tres, una darrera l’altra. —Tres incidents sense cap relació entre ells. I incidents menors. —Exacte. Incidents menors..., bé, no tan menors i no lligats. Però vostè és un agent de policia, no un xoriço de poca munta. I sap molt bé quina situació tenim pel davant els mossos: ens disparen de tot arreu, la premsa ens assetja i.. Està també allò altre... això sembla bastant més greu. —Allò de la policia que em va denunciar en fals per assetjament sexual. —Exacte. Ja sé que el jutge li va posar en llibertat però...


—No hi ha res més: estic a l’espera de judici però vostè sap molt bé que si un imputat en llibertat amb càrrecs però sense fiança, això apunta a què la denúncia no té molt fonament. —Bé, deixem-ho aquí… La conversación entre el intendente y Miquel dejó a éste muy amargo sabor de boca: se convenció de que lo tenían por sospechoso y de que no le pasarían una. A estas alturas, ya era inútil que se demostrara su inocencia o no: estaba en la cuerda floja y ésta se balanceaba en demasía: se vio caído en desgracia, y para siempre más...


Capítulo 18

El marqués reaparece Cuando Miquel abandonó el despacho del Intendente, su jefe, le temblaba el cuerpo y le carcomía la indignación. Notó que le fallaba la visión, eludió torpemente a un colega que le saludaba con mucha amabilidad y se dirigió al encuentro de Marc, a quien pidió que le hiciera el favor de acercarle en su coche a casa porque se sentía mal. El compañero, ligeramente asustado por el aspecto de Miquel, se prestó inmediatamente, avisó al cabo de que salía un momento y ya en el coche, enfiló a casa de su amigo. No le dirigió la palabra durante el breve trayecto, imaginando lo que debía de estar pasando por su cabeza: en el cuartel ya había corrido la voz de que unos mossos habían detenido a la novia –por tal la tenían- de Miquel en un control, a bordo del coche de éste y... con una enorme cantidad de dinero en efectivo. —Después de lo de la denuncia por agresión sexual, sólo le faltaba esto... —pensaba Marc mientras conducía por la avenida Pere Molas sin atreverse a volver la mirada a su decaído amigo. —Gràcies, Marc. Et truco demà i anirem a dinar, jo invito. —I ara, què cony m’has d’invitar a res. Cuida’t i endavant, noi, que tu vals molt i ets molt fort...I si necessites alguna cosa més, no ho dubtis, a l’hora que sigui i pel que sigui. Tots estem amb tu, ho saps molt bé. - Que sóc molt fort...? Bueno, adéu; gràcies una altra vegada. “Molt fort” pensaba Miquel mientras entraba en casa. “Muy fuerte... eso creen, que soy muy fuerte...”. “Maldita sea, encima paso por muy fuerte...”


Efectivamente: Miquel, a sus 31 años, no sólo era un auténtico atleta sino que sus compañeros unánimemente lo consideraban como seguro de sí mismo, tranquilo, constante, animoso, alegre y excelente compañero de trabajo y de fatigas, es decir, de las escasas escapadas festivas que se permitía; un par de días en Italia, un fin de semana en Madrid, una acampada en el Pirineo... Soso y tímido con las mujeres, parecía resultar muy atractivo para éstas: atractivo que quedó muy reforzado cuando corrió la voz entre quienes lo conocían de que se había ennoviado con una rusa espectacular. Que el propio Miquel lo negara, no contribuyó sino a fortalecer los chismorreos y el morboso interés de unas y de otros. Miquel, buena persona por encima de todo, excelente deportista y mejor amigo, bien situado en el presente y con un esperanzador futuro por delante, había gozado de sencilla pero buena vida, había crecido en una familia unida, había conseguido su objetivo de entrar a formar parte de la policía catalana y, sin agobios económicos, ahora estudiaba psicología en la UOC con las miras puestas en ascender por méritos propios en el escalafón de los Mossos: siempre había hecho lo que le pareció mejor en cada momento y todo le había salido razonablemente bien. Pero Miquel no había experimentado nunca grandes reveses de fortuna, inesperadas muertes de seres queridos, crueles desengaños amorosos o siniestros tropezones laborales o económicos. En definitiva, Miquel era fuerte, muy fuerte física y moralmente... con la salvedad de que, como el valor en el ejército, su fortaleza y su entereza habían de ser demostradas porque, hasta el momento, nunca se había enfrentado a uno de esos golpes que da la vida y que son el final de muchos sedicentes grandes hombres. De esta realidad empezó a ser consciente pocos días atrás, al salir del despacho de la jueza que le había interrogado al respecto de la denuncia que había presentado contra él la policía local que fuera su compañera de patrulla. Y ahora, ya en su casa, arrellanado en el sofá y mirando al mar, a lo lejos, muy a lo lejos, sin verlo... pensaba...


—“Miquel, no eres tan fuerte como te creen ni como tú mismo te crees” —se decía a sí mismo—. “Te estás tambaleando, te tiemblan hasta las ideas y no pides socorro porque te da vergüenza”. Algo parecido a un retortijón se le agarró al estómago y le obligó a ponerse bruscamente en pie, como buscando aire. Irina volvió a su pensamiento: ¿dónde diablos estaba ahora? ¿detenida, retenida o volando rumbo a Londres donde, al parecer, su familia tenía una gran casa en el mismo centro de la ciudad? La había telefoneado en cuanto le avisaron de su detención pero aunque el aparato daba señal, la chica no respondía: probablemente, le habían requisado también el móvil. ¿Qué pensaría Irina ahora, qué pensaría de él? Y, sobre todo, ¿qué pensaría de su abatimiento, de su flojera, de su desconcierto? ¿No se haría pedazos la imagen de tío duro, de macho hispánico que la rusa tenía de Miquel? Entre la angustia que le obligaba a respirar profundamente cada poco, el desconcierto que le atenazaba y la preocupación por Irina, evitando contestar a las constantes llamadas a su móvil, transcurrieron un par de horas hasta que, agotado, se quedó adormilado en el sofá del salón. Un agitado repiqueteo del timbre de la puerta lo despertó y, sobresaltado, se puso en pie de un brinco para dirigirse a la puerta con pasos inseguros. A través de la mirilla vio la cara de Irina y, rodeándola, un buen grupo de gente. Dudó un segundo pero abrió: la chica se le echó a los brazos y se colgó de su cuello sin que él pudiera hacer otra cosa que mirar con cara de tonto a los que la acompañaban. —Putsik, Mijael, isviní, perdóname. Yo no sé qué pasaba, yo mi culpa, perdona, isviní, isviní, moi liubov, moi... —Disculpo, Mijail, disculpo enormemente—. El padre. Miquel depositó a Irina en el piso pero, sin darse cuenta, siguió pegado a ella que se cogió de su brazo con mucha fuera mientras hundía su rostro al cobijo del pecho del joven.


—A ver, a ver, tranquilos. Pasad, pasad. Es que me he quedado de piedra, no os esperaba... Y tras de ellos dos, entraron el padre de Irina, el socio de éste que tenía cara de todo menos de socio, otra chica joven y un hombre muy bien trajeado y con una cartera en las manos a los que Miquel no conocía. Igor, el padre de Irina, también abrazó a Miquel con su característica efusividad y repitiendo sus disculpas. —Mijail, yo sé. Tú piensas, yo serdo, grande serdo. Tu piensas Irina mal, engañó tú. —Bueno, no sé, no tengo ni idea de lo que ha ocurrido. Espero que me lo expliquéis. —Antes de nada, señor, permítame que le diga que mi cliente no ha cometido la menor irregularidad —intervino la chica joven—. Soy abogada del señor Vinográdov y estoy segura de que esto le tranquilizará. Acabamos de estar en el despacho del juez y todo estará arreglado en breve. Ha ordenado que se le devuelva inmediatamente el vehículo y, lógicamente, el dinero que llevaba Irina en el momento de la irregular retención. Dinero que la hija de Igor transportaba cumpliendo rigurosamente la legislación vigente. Yo misma rellené el protocolo que exige la Ley de prevención del blanqueo de capitales, que obliga a declarar el movimiento de cantidades superiores a 100.000 euros en el interior del Estado español. Documento que hemos puesto a disposición del juez, como es lógico, tras presentar la correspondiente protesta por el trato recibido por la hija del señor Vinográdov. —Hombre, sí, de acuerdo. Pero ¿qué pasó? ¿cómo es que detuvieron a Irina? Y, ¿por qué llevaba tanto dinero encima? —Putsik, Mijael, yo no ladrón, yo no engañé a ti, yo no... —A ver, sentémonos tranquilamente, si es posible, y explíquenme todo desde el principio.


—Mi socio, tú conoces, Borís Borísovich Poliakov. Mi abogada, señorita Elena Rushkinova, ella rusa pero española. Otro abogado, José María... —Josep Maria Descarrega, servidor. Es que a Igor no le resulta fácil pronunciar mi nombre y apellidos. Mal que bien, se aposentaron todos en los confortables sofás del salón. Irina, sin más explicaciones, se dirigió al office y trasteó hasta volver con unas cocacolas, zumos, agua y cervezas. —Permítame, Igor —empezó la abogada—. La cosa es muy sencilla. Mi cliente tenía previsto hacer una compra de una propiedad en Barcelona y, a solicitud del vendedor, había de aportar una importante cantidad de dinero en efectivo. —¿Como cuánto dinero...? —interrumpió Miquel—. Porque me han dicho que era más de medio millón de euros. —Exactamente, tres millones. —¿Tres millones... de euros...? —resopló Miquel. Y se puso en pie—.¿Tres millones? Joder... ¿cuánto pesa eso? —La operación suponía seis millones en total. Mi cliente, Igor, aportaba de momento la mitad para la firma del contrato ante notario. Previamente, había extraído todo ese dinero de sus cuentas en un proceso rigurosamente legal y documentado. Todos los justificantes, como le decía, le han sido mostrados al juez. —Perdón, ¿puedo saber qué es lo que han comprado? Si no es mucho preguntar... —Casa, gran casa en Pedralbes. Muy bonita, como palacio, —intervino Igor. Irina, muy alegre, revoloteaba alrededor de la mesita en que iba depositando vasos y bebidas y el contenido de algunas latas y bolsas que encontró en el office.


—Bonitísima, putsik, cariño, muy preciosísima casa... Miquel la miró de reojo al oirse llamar “cariño”, pero como si no le desagradara... Igor no parecía enterarse. —Pero, Irina, podías haberme dicho algo, caramba... —Sorpresa, yo sorpresa. Yo invito a ti cuando casa nuestra. Marqués dijo no digas nada a ti... —¿Qué? —Miquel sintió como una descarga eléctrica y se irguió sobresaltado al oír mencionar el apelativo del escurridizo vivalavirgen chichiribaile del que no había sabido nada desde la tumultuosa cena en La Goleta—.¿La casa es del Marqués...? Y como si una nube negra se posara sobre su cabeza, como hubiera recibido un puñetazo, su ceño se arrugó al instante: si el tipejo aquel andaba por medio, nada bueno cabía presagiar...


Capítulo 19

Tatalka Los perros zascandileaban encantados entre tanto humano llegado de repente: Igor, en particular, se esmeraba en ganarse la amistad del cocker de Miquel, Ros, que, como todos los cockers, tiene apariencia de simpático pero es bastante borde y pelín cabroncete si no se le pone comida constantemente en la boca. El golden, en cambio que, al parecer de Miquel, estaba enamorado de Irina, seguía a ésta como si fuera su cola, en su deambular del salón a la cocina y al office. La chica propuso encargar unas pizzas por teléfono pero Igor cortó tajantemente: –No pizzas. Pizza, no comida, eso, para niños. A Goleta, todos vamos Goleta. Abre nueve noche. Sólo esperamos poco tiempo y todos a Goleta. Yo invito. Yo contento porque Miquel no ahora, kak escasat, “tatalka”, grusni.... —Triste —tradujo Irina. —Tak, Miquel ahora no triste, Miquel gran persona. La gran persona que era Miquel estaba muy preocupada, aunque tratara de disimularlo o el ruso no se apercibiera de ello. Saber que en su coche habían aterrizado tantos millones le dejó con poco aliento. Pero enterarse de que el Marqués andaba en la salsa, lo colocó al borde del soponcio. Igor contentísimo, Irina deslumbrante, la abogada y el abogado tan atentos, dándole explicaciones que él no pedía, el socio con cara de todo menos de socio enfrascado en un programa de la tele —¿sabía catalán?, se preguntó—... hasta los dos perros parecían querer contribuir a mantener el buen rollo que reinaba en el salón de su casa. Pero... —Mijael, baprós, pregunta —le espetó de repente Igor—. ¿Coche azul, tu coche...? Tú sabes, coche tú alquilaste Irina, ¿tu coche?


—Si, bueno, es mi coche. Pero no, no se lo he alquilado, se lo presté completamente gratis. —Mijail, tú buen hombre, buen policía, pero coche, malo, coche viejo. Irina dijo me tú necesitas coche nuevo, bonito, bueno. —Bien, sí, mi coche es un poco viejo, pero me sirve. Está muy bien cuidado. Era el coche de mi hermana, me lo regaló. —Niet, niet, niet. Yo compro para ti coche nuevo, ¿da? Yo muchas gracias tú. Tú bien para Irina. Tú necesitas coche nuevo. ¿Qué quieres, coche Porsche, Mercedes..? No problema, yo regalo para ti. —¡Ni hablar!

—Miquel saltó del sofá como si hubiera recibido un latigazo—. De

ningún modo, muchas gracias, pero no necesito ningún coche. Y pensó para sí: “Sólo me faltaba aparecer en el cuartel con un Mercedes nuevo...—Sí, Mijail, yo regalo, yo feliz, todos felices. No problema. —Que no, Igor, muchas gracias pero no, de verdad. No necesito coche y estoy muy bien con el que tengo. El abogado ha dicho que lo recuperaré mañana. —Cierto —terció el abogado—. El juez ya ha firmado la autorización para que sea retornado a su legítimo dueño y, si no pasa nada, mañana lo recogerá usted en el propio cuartel de los Mossos, en Villaseca, creo. —Vila-seca. En realidad, está instalado en terrenos de Salou, lindantes con Vila-seca — corrigió Miquel—. ¿Y el dinero? ¿Todavía está en el coche?— añadió intrigado y preocupado... —Pues así debe de ser. No creo que lo vayan a robar en el interior del cuartel de la policía —dijo con ánimo jocoso el abogado.


—No, no creo... —¿No coche? Pues no coche. ¿Qué quieres, Miquel? Yo muchas gracias a ti. ¿Tú quieres dinero? ¿cuánto? Yo doy lo que pidas —insistía el padre de la rusa. —Sí, Mijael, mi papá contento, él quiere agradecer. ¿Qué quieres? Yo también, muy muy contentísima. A Miquel, tanta satisfacción y tanta alegría le tenían cada vez más mosqueado. El las estaba pasando canutas, tenía que hacerse cargo al día siguiente de una maleta con tres millones de euros y no quería ni imaginar el choteo que se traerían sus compañeros cuando le vieran salir del cuartel con el coche cargadito de parné. “Te tiras a la rusa y le llevas las cuentas al padre...”, pensaría –y diría- más de uno entre sus compañeros. —Que no, de verdad que no, no insistáis, no aceptaré nada. Te dejé el coche, Irina, y ya está. Sólo deseo que todo acabe bien y olvidar el incidente. Y la chica se puso, zalamera, a su lado, le cogió el brazo y se lo colocó por encima del hombro: nadie hizo el menor gesto de sorpresa. A Miquel le vino como un fugaz deseo de retirarlo pero lo dejó donde estaba: con la mano hizo un imperceptible caricia a la mejilla de Irina: ¡qué suave tenía la piel..! Ya anochecido, el grupo se dirigió a La Goleta, ocupó una gran mesa y continuó celebrando... —“¿Qué diablos celebran?”— se preguntaba Miquel constantemente. Irina no se despegaba de él y rozaba constantemente su pierna con la del atribulado joven. —Irina, ¿cómo te llama tu padre cuando habla contigo? No te dice Irina, ¿oi que no? —No, verdad, me llama “tatalka” ¿Sabes por qué? ¿Tú sabes, cariño?


A Miquel, lo de cariño le aturdía pero ni podía evitar que Irina le hubiera cogido gusto al apelativo ni tampoco le desagradaba, qué caramba. —Pues no, no sé, ¿por qué? —Tatalka, ta-tal-ka. Yo, ojos como tártara, tatarka pa ruski. Pero yo cuando pequeña no sé pronunciar tatarka, yo decía tatalka. Y otros niños, decían “tatalka, tatalka, tatalka...” Y yo, tatalka. —Suena bien, me gusta. Tatalka. A partir de ahora, yo también te llamaré Tatalka. ¿Sí? Y posó la vista en los ojos de Irina. Efectivamente, los tenía ligeramente rasgados, muy azules, preciosos... La chica le devolvió la mirada y Miquel sintió que se derretía... —“¡Joder!”, pensó. “Con la que está cayendo y va a resultar que me he enamorado....”. —Ei, Mijael, tost u tibia, dabai...

—Brindar, Mijail, tu brindas ahora. Quien no haya compartido nunca mesa con rusos, no se puede hacer una idea de lo que a estos les gusta brindar en las comidas. Una y otra vez, en riguroso orden, todos los comensales han de pronunciar su brindis, con solemnidad y, si llega el caso, con prosopopeya. Y, lo que es mortal para quien no bebe, acabar el brindis con un contundente disparo al hígado: la copa -40º o más si se trata de vodka- se ha de apurar de un golpe y sin dejar ni restos. Quien no es aficionado a la bebida, ha de cuidarse mucho e insistir aún más en que por ahí no pasa sin que a nadie le parezca un feo. Talmente, lo que intentaba Miquel a quien una sola copa ya le resultaba incómoda. —Me permitiréis, amigos, que brinde con agua porque no estoy acostumbrado a beber.


El padre de Irina hizo un gesto como si le hubieran pisado un callo. Y es que su hija le había pisado en un callo, para que se contuviera. Pero fuera peor el remedio que la enfermedad porque el extrovertido ruso se levantó y le arrebató la palabra a Miquel. —Oquey, oquey, oquey. Mijael. Tú no bebes, tú gran policía, correcto, prábilna. Pero tú casas a mi queridísima hija Irina, ¿vale? ¿oquey? Yo sí bebo, yo bebo por Irisha, Tatalka maiá, y yo bebo por Misha, todos bebemos por Irisha y por Mijael. ¡Todos! Y todos se levantaron en el acto, como poseídos de intensa emoción y todos brindaron por la recién constituida pareja. Miquel hubiera deseado que se lo tragara la tierra. Pero completamente desconcertado en el barullo que se organizó a continuación del atrevido reto lanzado por el ruso, no acertó sino arrimarse a Irina y besarle como nunca había antes besado a nadie. No fuera su beso de película pero quedó bien claro que era un señor beso, voto a Cribas, que hubiera sentenciado Salvador, de haber estado presente. Salvador no estaba presente, cierto, pero el que sí apareció en ese preciso momento en la sala del restaurante fue el Marqués. Ninguno entre los presentes se apercibió de la presencia del tarambana hasta que estuvo junto a Igor, a quien saludó con su característica y relamida cortesía y de quien recibió un abrazo tan fuerte que le descolocó la elegante corbata que lucía como complemento a un aún más elegante traje oscuro. —Buenas noches a todos. Siento haberme retrasado, el camarada Borís me avisó un poco tarde y he venido tan pronto como he podido. Por lo que veo, asistimos a un acontecimiento muy especial. Déjenme que, antes de nada, brinde yo también a la salud de la feliz pareja. ¡Por Irina, por Miquel y por los bellos hijos que, sin duda, traerán a este mundo! ¡Y por los felices padres... Veo que no está presente mi querida amiga, la esposa de Igor... Pero estoy seguro de que se sentirá igualmente feliz al conocer la noticia. Amigo....., señor abogado, señorita..., amigos todos, ¡que sean ustedes tan felices como se merecen!. La salva de aplausos que cosechó se prolongó en tanto el Marqués no hubo tomado asiento entre el resto de comensales. Miquel se separó ligeramente de Irina y miró al


recién llegado con intensidad e intentando controlar el desagrado que le había producido su aparición. No pudo evitar volver a acercarse a Irina como si buscara protegerla de algún mal bicho. Pero el Marqués no advirtió -o se hizo el loco- la antipatía que, a todas luces, sentía Miquel hacia él. A quien no se le escaparon el gesto y la torva mirada del joven, fue al socio que tenía cara de todo menos de socio. Pero continuó como si tal cosa. Pasada la medianoche y habiendo dado buena cuenta de tantas botellas de cava como se le ocurrió pedir a Igor a medida que le parecía que la anterior perdía fuerza, la celebración fue decayendo: los abogados excusaron su marcha porque tenían que volver a Barcelona mientras el socio con pinta de todo menos de socio seguía discutiendo con el Marqués sobre algo que parecía interesar mucho a éste. Miquel invitó a Irina a abandonar el restaurante porque había de trabajar al día siguiente y ambos se despidieron con discreción del reducido grupo de comensales que, muy concentrado, permaneció alrededor de unos vasos de whisky, bajando la voz, mirando de cuando en cuando y con recelo hacia las otras dos mesas ocupadas, una por una pareja muy acaramelada y la otra por un solitario anciano que, a su vez, no perdía punto de lo que ocurría en la sala. Miquel, nada acostumbrado a su recién estrenado estatus de novio oficial, ya en el portal del edificio, no sabía cómo despedirse de Irina que ni por éstas quería separarse de él. Así que, tiró por el camino del medio, la besó con mucha fuerza y la dejó plantada. —Buenas noches, Ira... Tatalka: te veo mañana cuando vuelva del trabajo. Y en cuanto me devuelvan el coche, te entrego el dinero. Ella, decepcionada, le dejó ir pero sonreía. —Kak u menia nrabitsia, tot mushina, gusta mucho... Le gustaba mucho ese hombre, sí...


Capítulo 20

Tensa espera Miquel se acostó en cuanto llegó a su casa pero no encontró manera de conciliar el sueño. En un incómodo duermevela dejó transcurrir las horas mientras pasaban por su cabeza en atropellada mezcla, la jueza, la policía que le denunció en falso, Igor, el Marqués, Irina, su futuro, sus padres...Irina otra vez... Pero tanta imagen y tanta idea confusa sólo le dejaban en el alma un poso amargo y la convicción de que su vida… como que se le iba, tan joven, por entre los dedos. Nervioso, inquieto, se levantaba, acariciaba a sus dos perros, volvía al lecho, volvía al office, daba vueltas y vueltas por el salón...Irina, Irina... el recuerdo de la chica, sonriente, mirándole a los ojos, parecía, por un instante, aliviar su angustia. Pero inmediatamente retornaba la inquietud, más amarga aún, en cuanto Miquel se hacía consciente de que había de ser sincero con ella e informarle de que estaba imputado por un delito tan antipático como la agresión sexual. ¿Cómo diablos se diría eso en ruso? ¿Había manera de que ella lo entendiera en su justa medida? ¿Aceptaría que se le había acusado en falso? ¿Cómo se lo tomaría...? A las cinco de la mañana no aguantó más; se vistió con ropa deportiva, ató al golden y se lanzó a correr por la carretera que bordea el Cap de Salou. Lo hizo durante más de una hora, con furia, con ganas de agotarse, para que el estrés se le fuera por los poros. Hasta el sufrido perro, tan vivaracho siempre, con tantas ganas de salir y de jugar, al cabo del rato y no pudiendo aguantar el trote de su amo, tiraba de la correa hacia atrás y le obligaba a ralentizar la marcha. Al final hubo de parar: sudando copiosamente, se sentó en un bordillo y, encajando la cabeza entre las manos, se echó a llorar. El perro le acercó el hocico a la cara... Un coche que circulaba solitario le hizo señales con las luces: seguro que lo tomó por un borracho... ¡Qué mal, qué mal, qué jodidamente mal se le presentaban las cosas...!


No eran aún las ocho de la mañana cuando entraba en la comisaría intentando no topar con ninguno de sus compañeros. Le correspondía un servicio poco complicado y su compañero por aquel día, o no sabía nada o lo disimulaba muy bien porque no hizo la menor alusión a su problema, evitándole tener que dar explicaciones y revolver aún más en sus pesares. A la vuelta del servicio, se dirigió directamente al aparcamiento buscando su coche. Pero otro compañero, que sí sabía de qué iba la cosa, le soltó a bocajarro: —Encara no han portat el teu cotxe. L’esperavem des del matí però... No tinc ni idea de qué ha passat... Otra preocupación añadida con la que, acabado el trabajo, volvió a casa: ¿por qué diablos no habían devuelto el coche al cuartel como había ordenado el juez? Mientras se cambiaba el uniforme, recibió la llamada de Salvador: —Ei, tio, com va tot? Estem, el Zaca i jo al Kirila: vine a dinar amb nosaltres, home, et farà bé. Decidió aceptar la propuesta, temeroso sobre todo de que aparecieran Igor o Irina por su casa en busca del dinero que había en el coche. Pero es que, además, en compañía de ellos dos, Salva y Zaca, se sentía muy a gusto. Quizás eran los únicos entre sus escasos amigos con quienes se podía explayar sin la menor reserva. —Escolta, que estic sense cotxe, que encara no me l’han tornat.

—Vale, et vaig a buscar: cinc minuts i estarè a la porta de casa teva. —Entesos. Ya a la puerta de su apartamento, recibió la llamada de la secretaria de la abogada amiga de su hermana que le informó de que la vista previa en relación con la denuncia de la policía local se había fijado para dentro de tres días.


—Miquel, tendrias que verte con Victoria mañana o pasado y dedicar un buen rato a prepararlo todo. Creemos que lo tenemos bastante bien pero Victoria no se fía ni un pelo. Tiene la impresión de que la jueza puede ser demasiado sensible a la presión social a favor de las mujeres maltratadas. —Vale: ¿viene ella a Salou o voy yo a Barcelona? —Irá ella a Tarragona. Le gustaría conocerte y dar una vuelta por el lugar de los hechos. —De acuerdo, mañana por la tarde, a partir del mediodía: dígale que le invito a comer. ¿Viene en coche o en tren? —Irá en tren. Suele aprovechar para preparar el trabajo. —Perfecto, que me envíe un sms y la recojo en la estación de Salou o en Tarragona. Que sea a partir de las tres de la tarde. —De acuerdo. Se lo diré a Victoria. —Muchas gracias por todo. Miquel siempre tan correcto. La procesión iba por dentro y la inquietud por el juicio y por las consecuencias del juicio no le abandonaba. Pero se forzó a dejar de pensar en ello. Poco después, los tres amigos comían en el Kirila. —Venga, va, chaval: ánimo que todo irá bien-. Zacarías, con su mejor buena fe, intentaba alegrarle la pajarilla al compungido policía pero con escaso resultado: Miquel comía con pocas ganas y medio ensimismado.


—¿Habeis visto eso que hay por ahí pintado en las paredes?: “La cerveza, ayudando a los feos a tener sexo desde hace 200 años”. Lo he visto en la calle Carril ¡Qué gran verdad! —Salva, siempre a la suya. —Joder, Miquel, te has picado a la rusa... ¿cómo puedes estar tan triste? —Salva... —vaciló Zacarías... —. No es momento... —Vaya que es momento: si yo me beneficio a una mujer como ésa... te juro que lo anuncio hasta en La Crida. Es que es guapa, la jodida, perdona, Miquel. —Y le dio un fuerte golpe en la espalda—. ¡A todos los tontos se les aparece la Virgen! Contra la que pudiera parecer, a Miquel no le molestaban en absoluto las permanentes inconveniencias de Salvador. Y sonrió... —¿Sabeis lo que os digo?—y Miquel bajó la voz y la cabeza para soplar casi a la oreja de sus dos amigos—. Pues que creo que me he enamorado de Irina. —¡Arrea, ésta sí que es buena! Salvador se echó al coleto lo que le quedaba en la jarra de cerveza, se levantó y, con mucha ceremonia, hizo un gesto dedicado al resto de la audiencia, tres comensales en la mesa de al lado, que le miraron con pena, convencidos de que el bebercio se le había subido a la cabeza. —Aquí mi amigo, que se declara oficialmente enamorado. ¡A su salud y a la de la novia, que es la tía más buena que ronda por la Costa Daurada! Zacarías sonrió y le confirmó al vecino de mesa: —Tiene razón, la chica es una auténtica belleza...


A lo que el vecino dirigió la mirada al joven, aparcada la pena, y con mucha curiosidad como si pensara que qué tenía Miquel que le faltara a él para atraer bellezas. —Vale, gracias, Salva; pero no hace falta que lo pregones a gritos. —Tío, me alegro un huevo por ti. Ya era hora, coño. —Yo también lo celebro, Miquel —añadió Zacarías—. Hacía tiempo que me preguntaba por qué no le dedicabas más atención a Irina: ella siempre ha estado por ti. —¿Pues sabeis otra?. —Miró a un lado y a otro, bajó aún más la voz y consiguió que los dos amigos avanzaran la cabeza hacia la suya—. Su padre me quería regalar un coche, un Mercedes nada menos. Por el servicio prestado dejándole el mío. —¿Y...?—.Salvador volvió a levantarse, miró fijamente a Miquel y contuvo el aliento. —Naturalmente, le he dicho que no, que ni hablar. —Y naturalmente eres tan gilipollas como siempre —remató Salvador. E hizo como que se derrumbaba en la silla. —¡Habráse visto otra como ésta!: le regalan un Mercedes y dice que no. También yo lo hubiera rechazado, anda que sí... Joder, qué tonto, pero qué tonto, pero qué tonto... —Salva, Miquel tiene razón: no es ético y ya está. A ti esto te cuesta comprenderlo. Además, es policía y tiene que guardar las apariencias. —Coño con las apariencias: lo hubiera puesto a mi nombre que yo no soy pasma y la ética.. pues, eso... —Salva, convéncete, entre Miquel y tú hay un abismo. El te respeta, haz tú lo mismo.


—Respeto, respeto... Estoy esperando a ver qué respeto te van a tener tus compañeros si te encierran por culpa de la pitufa esa que te denunció. Los Mossos son policía, o sea, la misma porquería, no hacen más que joderte y te dejarán tirado a la primera, ya lo verás. —Por favor, Salva, no te pases... —No te pases, no te pases... Dime para qué coño necesitamos tanto mosso en Catalunya. Que además, no valen para ná, como no sea para joderte en las carreteras. —Salvador, Cataluña ha formado su propia policía y los mossos son un cuerpo moderno y muy bien preparado. —¡Ja!: moderno y preparado: si hasta se les escapan los presos... —Hombre, tampoco somos perfectos: tenemos fallos como en todas partes y tenemos indeseables entre nosotros, faltaría más. Pero yo te aseguro que la mayoría son muy buena gente, absolutamente honrada y eficaz en su trabajo. —Anda ya, que ni siquiera vuestro jefe se fía, que os ha tenido que poner cámaras en las comisarías. —Sí, eso fue algo que no acabé de comprender. Mi opinión es que Saura se pasó. —¿Cuántos sois, Miquel? —Más de quince mil, no lo sé exactamente. —Imagínate la de carreteras que se podrían construir si se pusiera a trabajar toda esa gente —Muy bien, ¿y qué harías cuando un chorizo te asalte el coche o le meta mano a tu novia?


—Yo qué sé, joderme y aguantarme... —Salva, tú no lo quieres entender pero es mi vocación, es mi ilusión, trabajar en investigación de delitos complicados, manejar técnicas modernas, contribuir a que haya menos crímenes... no es difícil de comprender, coño. Me gusta el orden, me gusta la disciplina, me gusta que las cosas se hagan bien, que la gente camine tranquila por la calle, que los niños no tengan problemas.... no es nada del otro mundo. Y para eso hace falta policía, móntatelo como quieras, pero no hay otro sistema. —Eres un ingenuo, Miquel.. —Pues quizás sea un ingenuo, Salva, pero ésta es mi gran aspiración. Aposté por ello cuando dejé el hockey y en eso estoy. Y ahora, se me viene todo encima, joder.— Dio un puñetazo en la mesa y sus vecinos volvieron a mirarlos con el ceño fruncido—. En cuatro días, se me ha desmoronado todo lo que he construido en tanto tiempo. Creo que mi carrera está en peligro y estoy acojonado, lo admito. Y eso si no me meten al trullo, porque eso de la violencia de género es muy malo, me lo dice todo el mundo. —Si lo es, sí —afirmó Zacarías. —¿Ves? Ya me has tocado el corazón. Es que si todos los polis fueran como tú... Salvador dejó ahí su reflexión. Y levantó de nuevo su jarra vacía para brindar sin saber muy bien por qué o por quién... En ese momento sonó el móvil de Miquel. - ....

—Al fin... Ja era hora.

—....


—I m’el puc endur ara mateix? —............ —D’acord: d’aquí a mitja hora estic allí. Y dirigiéndose a sus amigos con cara risueña, añadió: —Por fin han traído el coche. Me voy ahora mismo a recogerlo, les devuelvo el dinero a Irina y a su padre y, al menos, me quito esa mierda de encima. —Venga, yo te llevo. —Y yo voy también con vosotros, qué coño. Nunca he visto tanta pasta junta.... Venga, pago yo. Vamos. —Gracias, Salva, mañana invito yo. —Gracias, gracias... si no fueras tan buena persona, te iba a dar yo, capullo, más que capullo...se cepilla a una piba que está como Dios y que además es millonaria, le regalan un Mercedes y el tío va y dice que no... a mí me las tenían que poner así... Anda, tira pa’lante, capullo...


Capítulo 21

¿Dónde está la pasta? Todo fue como una seda, menos mal: llegó Miquel a la comisaría de Vila-seca-Salou, vio que su coche estaba perfectamente aparcado, entró en las dependencias, firmó la devolución del vehículo, ignoró el comentario que hizo el gilipollas que le entregó las llaves y salió a toda prisa. Y sí, en el maletero, había una maleta de tamaño medio. Miquel no pudo aguantarse y, pensando que quizás estaría bloqueada, intentó abrirla. Pero los cierres saltaron sin dificultad y ante sus narices apareció un montón de billetes, la mayoría de 500 euros. Pero no estaban dispuestos como en las películas, en fajos todos igualitos y envueltos en su correspondiente cinta de papel. Por el contrario, arecía que los hubieran colocado a toda prisa, algunos de 200 mezclados con otros de 100 y ligeramente revueltos. De lo que no cabía duda era que allí había mucho, mucho dinero. Y con ello, Miquel se dio por satisfecho. Cerró la maleta, cerró el maletero y salió, alegre como unas pascuas, al encuentro de sus dos amigos que le esperaban en las cercanías de la comisaría. No advirtió, de puro contento y nervioso, que tres de sus compañeros le observaban desde una ventana. —Vamos, chicos. Allá voy con la pasta. Joder, parezco un ladrón poniendo pies en polvorosa —les dijo a ventanilla bajada. —Oye, Miquel, enséñanos el dinero. Hostia, nunca he visto tanto junto. Y para una vez que tengo ocasión... —le pidió Salvador. —Hombre, no voy a abrir aquí y ahora el maletero. Pero os juro que está ahí, un montón. Ya os lo enseñaré en casa. —¿Y si aparece el ruso? Mira, vamos un momento al parking de Mercadona. Está ahí al lado y allí no hay problema.


—Hum... no sé... Bueno, venga, que sea un minuto —aceptó Miquel. Efectivamente, entraron en el parking, escogieron un rincón en que no había ningún otro coche y, como si asistieran al descubrimiento de la piedra filosofal, el promotor inmobiliario en paro y el profesor fracasado contemplaron embelesados cómo el policía levantaba la puerta del maletero de su coche, les obligaba a inclinar la cabeza y abría ante sus narices el maletín lleno de billetes en desordenada mezcla. —Miquel, te lo juro, no cogeré ni uno, pero déjame tocarlos, déjame meter la mano en esa preciosa masa..., por favor, por favor —le suplicó Salva como haría un crío ante un caldero de golosinas. —Vale, pero que sea rápido. Y como se te ocurra pinchar uno solo, te corto la mano. Así que Salvador introdujo su mano en el maletín, hizo como que removía los billetes y luego un gesto de placer. —Mira, que te tires a la rusa, bien está. Pero esto... esto... esto no tiene precio. ¿Cuánto dijiste que había? —Venga, vale ya. Y Miquel le obligó a sacar la mano y cerró la maleta. —Lo primero, le entrego la pasta a Igor, paso un momento por casa y os invito al cine. Os llamo en cuanto esté libre. —Joder lo que he visto, joder lo que he visto... —repetía Salvador como en trance. —Okey, Miquel. Te esperamos aquí mismo, en el bar aquel que está en la plazuela frente a Mercadona. No tardes.


Miquel, contento como si el dinero que llevaba a bordo fuera suyo, se dirigió a su casa, aparcó el coche, cogió la dichosa maleta con todo cuidado y subió directamente y a toda prisa al apartamento de Igor. Llamó insistentemente al timbre y el ruso no tardó en aparecer. En cuanto vio a Miquel con su preciada carga en la mano, se le iluminó el rostro como si tuviera delante al mismísimo Patriarca de Moscú, le invitó a pasar y antes de que la maleta tocara el suelo, le dio un fortísimo abrazo. —Tú gran policía, tú granditísima persona, Mijael. Yo ochen contento, ochen, ochen, mucho contento. Irina niet aquí. Ella pronto viene. Tú, ¿té, whisky? No, tú no bebes, bien, tú gran policía. Okey, cocacola. —Muchas gracias, Igor, pero tengo una cosa urgente —mintió Miquel—. Lo importante es que ya hemos recuperado tu dinero. Yo ahora estoy mucho más tranquilo. Me voy y a la noche llamo a Irina y tomamos algo, ¿Vale? —Okey, okey, okey. Yo espero tú llamar, Ira te quiere mucho. Yo feliz, muy feliz. —Vale, adiós. Y como si hubiera entregado una pizza a un niño, Miquel bajó las escaleras de cuatro en cuatro, se olvidó de pasar por casa y salió en su coche, su viejo y querido coche, disparado y derrapando por el parking, en busca de los dos amigos que le esperaban en Port Halley para ir al cine. Por fin se había desembarazado de la mierda aquella del dinero. Conducía a más velocidad de la que acostumbraba y sonreía para sí mismo. Al final, todo se había resuelto a pedir de boca: sólo le quedaba despejar las suspicacias de sus jefes pero de esto se encargaría él con mucha diplomacia: podía tener amigos ricos y hasta sospechosos pero él, él... a él nadie le cargaba con muertos indeseables. Y lo de la policía local... bueno, ahora a relajarse tocan y mañana meteremos mano a ese asunto: se sentía muy a gusto yendo al encuentro de sus dos buenos amigos; al menos, una buena noticia. Y de una en una pero... buenas noticias.


La película no era buena, Salva estuvo todo el rato dando la vara y amenazando con largarse hasta el punto que otro espectador protestó. Comieron algo a la salida en el Cómete algo y, a las diez, se despidieron con bastante buen humor. Al menos, con mejor humor que al mediodía. Salva y Zacarías vieron cómo Miquel entraba en el portal, caminando con el aire decidido y seguro que le era característico. —Somos dos hermanos para él —soltó Salva, con un tonillo de ternura en la voz que, en él no, no era característico —. Pero, mecagüenlaleche, tanta pasta junta me ha descompuesto. Voy a soñar con la dichosa maletita esta noche. —Pero, ¿para qué quieres el dinero, Salva? Si tienes más del que necesitas aunque vivas cien años. —Otro gilipollas... es que no tenéis arreglo. Va, tira para casa, anda.... Entretanto, ya en el recibidor de su apartamento, Miquel llamó a Irina, con la sana intención de invitarle a tomar algo y luego... pues vete a saber, que hoy estaba bien dispuesto. Pero aunque el teléfono daba señal, la chica no contestaba. Insistió varias veces y, al no conseguir comunicar con ella, supuso que lo estarían celebrando, vio un poco la televisión, entró en Internet y comprobó, con alivio, que al menos de momento, ni un solo medio mencionaba ni la denuncia de la policía local contra él ni el incidente con los rusos: suspiró, se relajó y salió a pasear a sus dos perros. De vuelta a casa, volvió a telefonear a Irina pero siguió sin recibir respuesta. Un poco raro, pensó. Pero no le dio importancia y se dispuso a acostarse: mañana sería un día complicado, tenía que preparar el juicio con la abogada amiga de su hermana. Llamó a ésta para agradecerle la gestión y le aseguró que todo iba bien: no le dijo nada del incidente con el dinero de los rusos. —Chip, chip, chip, chip.... —el interfono sonó con insistencia. —Igor o Irina —se dijo a sí mismo Miquel—. Pulsó la tecla sin preguntar quién era y se dirigió a la puerta del apartamento, muy decidido, en cuanto oyó el timbre de la entrada.


Abrió de golpe, con excesiva confianza y se dio de bruces con dos tipos como dos trolebuses, uno incluso mucho más grande que el otro. Con pinta de matones rusos, el pelo a cepillo, brazos como morcillas, mirada torva… Detrás de ellos, el socio de Igor que tenía cara de todo menos de socio con cara, esta vez, de muy malas pulgas, mucho más avinagrada que la que le conocía. No dijeron nada y Miquel, muy sorprendido, hizo ademán de dejarlos pasar. Pero, inmediatamente, se dio cuenta de que aquello no era normal y, en milésimas de segundo, su cuerpo y su mente se pusieron en estado de alerta. —¿Qué quieren ustedes? —preguntó secamente—. Tanninzu dori, varios atacantes, el de la derecha, más delgado, más peligroso, el otro, muy pesado...—Calibró la situación. Instintivamente desconectó sus circuitos lógicos y dejó que fluyera el ki entre sus dos oponentes y él mismo. Ocho años practicando aikido le iban a servir, al fin, para algo. Los dos monstruitos se movieron al mismo tiempo hacia el interior del apartamento y Miquel dio dos pasos atrás: iban a por él, estaba claro. Extendió los dos brazos con calma hacia ellos, como si se los ofreciera para que le pusieran las esposas: y los dos picaron en el anzuelo al mismo tiempo: intentaron, cada uno por su lado, agarrar a Miquel por las muñecas y... en menos de un segundo se vieron enganchados en un rápido movimiento de tenaza y giro simultáneos que consiguió que se dieran de morros uno contra el otro. El más grande, el de la izquierda, ya echaba sangre por la nariz cuando Miquel le atizó un contundente seiken en medio del pecho: el tipo cayó redondo. El otro pareció pensárselo dos veces antes de amagar con una patada que no le sirvió sino para que Miquel esquivara su pierna y, de paso, le empujara directamente al suelo. Pero no perdió el conocimiento. Y Miquel se disponía a ir por él cuando sintió en la nuca la presión de la pistola que empuñaba con firmeza el socio con pinta de todo menos de socio. Contra una pistola en el cogote, no había aikido que valiera: mejor no resistirse, al menos por el momento. —No conocía sus habilidades, señor Miquel —le espetó el socio con cara de todo menos de socio, mientras le hacía un gesto para que levantara las manos y se fuera contra la pared. Al joven le sorprendió lo bien que hablaba español: obedeció. Se puso contra la pared y contempló cómo los dos mastodontes se despabilaban.


—Durachki, kakii durachki... —Miquel no entendió lo que decía pero por la cara de asco del socio con pinta de todo menos de socio, dedujo que no les estaba felicitando precisamente por el éxito de su acción.. —Bien, señor Miquel, no se lo diré dos veces: ¿dónde está dinero? —¿Qué...? —Miquel no pudo evitar que se le abriera la boca y se le quedara cara de alelado —. ¿Qué dinero? —El dinero del señor Vinográdov. El que usted le ha robado. —Pero ¿de qué habla? Si yo mismo le he entregado la maleta esta tarde, a él, a él en persona... —Es verdad, pero faltaba dinero, mucho dinero, más de un millón de euros. —Pero si yo mismo vi el dinero en la maleta: estaba llena de fajos de billetes. —Sí, pero falta más de un millón. Y lo tiene usted. No hay otra posibilidad. —Oiga, yo le juro que no he cogido ni un solo billete. Le entregué la maleta a Igor veinte minutos después de que me devolvieran el coche. Mis amigos son testigos.. A Miquel le asaltó entonces una duda: ¿Se las había apañado Salvador para afanar ese dinero cuando metió las manos en el montón? No, imposible, un millón no se puede arrebañar en tan poco tiempo y sin que él ni siquiera apartara la vista. Se reprochó haber dudado de su amigo. En ese momento, vio que el socio con pinta de todo menos de socio hacía un gesto al matón delgado, percibió que estaban a punto de joderle, sintió un fuerte golpe en la cabeza y... perdió el conocimiento.


Capítulo 22

A buen recaudo El aikido es un arte marcial un tanto singular. Los aficionados al cine saben que el actor Steven Seagal es maestro en este arte y concluyen, viendo sus películas, que los practicantes de esa especialidad sacuden mamporros con más elegancia, eficacia y contundencia que cualesquiera otros expertos en las tales artes marciales. Sin embargo, el aikido, ideado y desarrollado por un japonés en una época muy reciente, al final de la II Guerra Mundial, se fundamenta realmente en la no agresividad. Se dice que un buen aikidoka nunca ataca pero como se vea obligado a defenderse, pobre de su oponente, porque es capaz de matarle, como quien dice, sin despeinarse. Y aquí está la gracia: puede matar pero su arte, precisamente, consiste en evitar la pelea e, incluso, las consecuencias dañinas para el adversario. Diríase que un buen aikidoka es un franciscano en la piel de Bruce Lee; o, si se prefiere, Bruce Lee en la piel de un fraile franciscano. Esta conjunción de gran capacidad destructora del adversario con la voluntad de reducir al mínimo el impacto sobre ese mismo adversario, esa seguridad en uno mismo frente a ataques externos, ese dominio del cuerpo y del alma en situaciones peligrosas o complicadas es lo que sedujo a Miquel y lo que le motivó a practicar durante varios años y con intensidad el arte del aikido. Por suerte para él, nunca hasta este día tuvo necesidad de llevar a la práctica lo que su maestro le había enseñado. Pero, bien preparado, profundamente mentalizado con respecto a la eventualidad de un encuentro imprevisto, llegado el momento, fue capaz de reaccionar inmediatamente al inesperado avance de los dos matones que, al parecer, venían capitaneados por el socio de Igor, aquel que tenía cara de todo menos de socio. Sin embargo, éste, sorprendido a su vez por la destreza con que Miquel se deshizo de sus sicarios, no tardó un segundo en esgrimir el arma que a Miquel le pareció una pistola Glock: y contra ella poco podían hacer ni sus habilidades ni la de muchos aikidokas juntos. Tampoco pudo hacer nada, y eso que lo previó, para evitar el traicionero golpe que le asestó por la espalda el maldito lacayo del maldito socio.


Cuando se despertó y fue recuperando la conciencia poco a poco, le costó un rato hacerse con las riendas de su mente: yacía en completa oscuridad, envuelto e inmovilizado totalmente por cinta americana. Intentó balancearse a los lados pero topó inmediatamente con sólidas paredes. Y, asustado, se imaginó lo peor. —Me han enterrado vivo —dedujo.

Notó un sudor frío por todo su cuerpo.

—Tranquilo, tranquilo —se exigió a sí mismo. En momentos como el que vivía Miquel, hay que tener mucha sangre fría para no volverse loco. Y aquí sí le sirvió su larga práctica en artes marciales: a lo único que hay que tener miedo es al propio miedo, te repiten sin cesar quienes te adiestran para el combate. Así que empezó a respirar lenta, aunque no profundamente porque no podía: la cinta adherida a todo su cuerpo se lo impedía. Le costó pero lo consiguió: no le pudo el pánico aunque se sentía muy asustado. Doblando las rodillas como pudo, se convenció de que no estaba dentro de un ataúd. Y por el atenuado sonido que producía al chocar contra las paredes de lo que fuera en que estaba encerrado, dedujo que tampoco estaba bajo tierra. También coligió que no debía de haber pasado mucho tiempo desde que recibió el porrazo en el cogote puesto que no tenía la sensación de que se hubiera orinado encima. Pero no tenía ni la menor idea del tiempo que llevaba allí, ni del que le quedaba por delante, ni de qué diablos estaba ocurriendo; resolvió entonces que lo mejor que podía hacer era obligarse a dormir, maldita sea, la única y pobre opción que le quedaba. Y, respirando muy pausadamente, se quedó traspuesto al cabo del rato. Y no, no estaba enterrado vivo. Y no lo estaba porque a sus captores les importara demasiado la salud de su víctima o porque fueran muy escrupulosos a la hora de dar para el pelo a la gente sino porque el socio con cara de todo menos de socio estaba convencido de que Miquel le había birlado un millón de euros de nada a su jefe, Igor, o socio o lo que


fuera y, claro, no era cuestión de perderlo de vista en tanto no apareciera la pasta. Luego, ya se vería... En realidad, a Miquel, inconsciente y bien atado de pies y manos, lo habían bajado rápidamente al parquing de su edificio, lo habían encerrado en el maletero de un coche y lo habían trasladado al sótano de un chalet que el ruso tenía en las proximidades de Torredembarra. Y lo habían depositado en el interior de un gran congelador en desuso, sobre cuya puerta superior habían colocado, por si las moscas, un enorme bloque de hormigón. En una habitación del mismo chalet, vacío por lo demás, relativamente aislado en una urbanización de las muchas que cubren una zona en la que infinidad de barceloneses entierran sus ahorros al tiempo que encienden sus ilusiones de escapar del agobio de la capital catalana, los tres rusos, el socio y sus dos compinches discutieron largo y tendido el procedimiento a seguir para lograr que cantara un tipo que se les presentaba bastante más duro de pelar de lo que previeron. Los tres tipejos, el uno más señor pero igual de canalla que sus acólitos, corrían con el prejuicio de que los españoles (para la mayoría de rusos, Cataluña sencillamente no existe) son unos flojos a los que se ablanda con un gesto de mala leche y un par de mamporros. Pero, por el momento, los dos gorilas ya se habían dado un beso en todo el hocico, y no precisamente de amor. Y lo peor no era que uno tuviera las narices chafadas y al otro le doliera terriblemente la muñeca retorcida, lo peor era que ante su jefe habían caído a lo más bajo que puede caer un guardaespaldas: un solo hombre, a mano pelada, los había puesto fuera de combate, a los dos, y a la primera de cambio: uno a cero para el policía catalán que yacía, como bocadillo de paleta envuelto en papel de aluminio, en el sótano y en el interior de un arcón frigorífico, eso sí, inutilizado. De modo que, con ganas de rehabilitarse ante su jefe, el socio con cara de todo menos de socio, los dos mangarranes propusieron una detrás de otra alternativas a cual más bestia para que el cabrón del policía secuestrado soltara prenda y descubriera dónde tenía el millón de euros y, sobre todo, cómo había conseguido escamoteárselos: golpes en la planta de los pies, ahogamiento en un balde de agua o una elemental lluvia de porrazos era todo lo que se les ocurrió a los dos figuras. Pero el socio con cara de todo menos de socio y que, muy probablemente, había adquirido experiencia en las filas del KGB


soviético, dejó que se explayaran, pensó para sus adentros que eran más estúpidos de lo que suponía y, finalmente, ordenó tajante: —Bsió, ia esnaiu shto dielat... Paidiom. Y, con un gesto definitivo, los obligó a seguirle al sótano en donde se encontraba el sarcófago de ocasión en que habían depositado al mosso d’esquadra secuestrado en tanto decidían qué hacer con él. Miquel recuperó la consciencia en cuanto advirtió que algo pasaba allí fuera. Y era que retiraban el tocho de cemento que habían colocado encima del frigorífico en desuso. Cuando levantaron la puerta, el pobre policía, con cierta dificultad para ajustar la visión, contempló con desagrado la jeta del que era más grande y parecía el más tonto de los dos matones que le sonreía bobaliconamente y se inclinaba hacia él. Enseguida oyó la voz del socio con cara de todo menos de socio y, aunque no entendió lo que decía, mira por dónde, le produjo como una sensación agradable, como de alivio, como de sentirse entre los vivos aunque los vivos entre los que se encontraba fueran unos grandísimos hijos de la gran puta. Entre los dos matasietes, uno por la cabeza y el otro por los pies, le sacaron del arca y le depositaron en el suelo del garaje. Se sentía como un pollo desplumado, los tres cabrones mirándole como si fuera una curiosidad. —Le vamos a dar libre —explicó el socio con cara de todo menos de socio—. Sé que usted, inteligente; usted no hará nada extraño, ¿Lo hará, Miquel? —.... —Apustite ievó —ordenó. Con tan poca delicadeza como era de presumir, le desembarazaron de toda la cinta con que le habían envuelto y Miquel, con dificultad, pudo ponerse a cuatro patas y, poco a poco, en pie. Se sentía débil y ridículo. —Imagino usted no muy cómodo. Pero no problema, nada roto, todo bien.


—Fill de puta...deixa que t’enganxi i veuràs... —rezongó Miquel. —No hace falta usted nervioso. Tranquilo, señor Mijael. Yo sólo quiero saber ¿dónde dinero? Usted me dice y yo, uot,, libre, sin problemas...Usted sentarse, usted ¿beber, agua, cocacola...? —Antes quiero... —Miquel hizo un gesto significativo. —Ah, pishet... oquey, oquey.... Allí, tualet...

Y poco después... —¿Usted sabe lo que está haciendo?¿Secuestrar a un policía? En Rusia no sé pero aquí esto es algo muy grave. En este momento, seguro que les está buscando media España... nos están buscando... —Usted no preocupar, señor Miquel. Cuando yo kagebé, yo aprendía muchas cosas. No preocupar; señor Mijael, tus compañeros no encuentran si yo no quiero. —Eso ya lo veremos —se dijo para sí mismo Miquel. Y prefirió ir al grano—. Yo no tengo su dinero. Yo se lo entregué todo a Igor. Yo no cogí ni un euro. Ni lo hubiera hecho jamás, aunque pudiera. —Oquey, oquey. Usted no tiene dinero pero usted sabe quién tiene dinero, ¿da? —No, no tengo ni idea. Ni siquiera sabía cuánto había en la maleta. Tendrá usted que buscar en otro sitio. —¿Da...? ¿Seguro usted no sabe...? Y el cabrón del socio con cara de todo menos de socio hizo un gesto casi imperceptible con las cejas. Inmediatamente Miquel recibió un tremendo golpe en su flanco derecho,


junto al riñón. Se dobló y estuvo a punto de dejarse caer al suelo: le habían hecho mucho daño. —¿Seguro no sabe, seguro...? Nuevo gesto y nuevo golpe, esta vez junto al riñón izquierdo. Un solo golpe pero contundente. Probablemente, con una barra metálica forrada o algo parecido. Siguieron otros varios, propinados con calma, seguridad y certeza: aquellos tipos ya habían ablandado antes a otros pobres desgraciados. Y a Miquel, de propina, le estaban devolviendo la humillación sufrida en su primer encuentro. El policía no supo cuándo acabó perdiendo el conocimiento, en el suelo, hecho un ovillo, ni una gota de sangre. En ese momento sólo oía risas...los dos machacas le estaban destrozando y se lo estaban pasando bien.


Capítulo 23

Irina, a la carga Entre todas las cabronadas que un hombre es capaz de hacerle a otro (y hay que ver cuántas cabronadas puede hacer un hombre a otro), figura destacada la tortura. Torturar a un semejante es vicio tan antiguo como la humanidad. Y son tantas y tan variadas las formas que al más torpe de los desalmados se le ocurren para hacer sufrir al prójimo que no hay enciclopedia capaz de albergarlas a todas. Se tortura con saña y con frialdad, con malicia y con placer, con habilidad y torpemente, con instrumentos sofisticados y a pelo, a hombres, mujeres y niños, a viejos y a bebés, hasta la muerte y con destreza suficiente como para dilatar el último suspiro, deseado por la víctima, hasta el infinito. El hombre sabe más de torturas que de física o de música. Y, por desgracia, a día de hoy, por muchos derechos y mucho cuento que se gasten unos y otros, miles de personas siguen sufriendo a diario y en cada punto del globo, torturas que las amargan, las angustian y las dejan a las puertas del otro barrio si es que no las depositan allí directamente. También en el civilizado mundo occidental se tortura, claro. No tanto como en Colombia o en Darfur, pero también. Porque a la víctima de torturas, no le sirve de nada saber que a sus primos congoleños o sudamericanos les están apretando clavijas o introduciéndoles palos por el ano o sumergiendo la cabeza en un balde con agua sucia hasta asfixiarlo. Miquel, de hecho, torturado por unos cabrones que, además, eran idiotas, había intentado darse ánimos pensando que podía ser peor y que podría aguantar si la cosa no iba a más. Pero encerrado de nuevo y tras su segundo desmayo en el jodido arcón en desuso, despertó de repente cuando sintió que algo se movía nerviosamente sobre él en el interior del ataúd de ocasión. ¡Un perro! Habían metido un perro vivo en el enorme cajón


y el animal, desconcertado y como loco, intentaba escapar inútilmente, arañando a Miquel. Este, al que ahora no habían ligado con cinta, hizo esfuerzos por calmar al bicho que, al parecer, no era muy grande ni feroz. Los tres facinerosos, sin duda, no habían encontrado nada mejor en la casa y habían embaulado al can para fastidiar más a su víctima, en la confianza de que, encerrado y fuera de sí, acabara por cantar el lugar en que había escondido el dinero desaparecido. Miquel recibió un pequeño mordisco en la mano pero, poco a poco, consiguió que el perro se apaciguara y se echara sobre su pecho, entre otras cosas, porque muchas más posibilidades no tenía. Por un momento, pensó en la estampa que representaba: sepultado en un viejo frigorífico, acariciando un chucho y a merced de tres desalmados con licencia para joderlo, vete a saber hasta qué límite. —Igor, hijo de puta —se dijo—. Como salga de ésta, te vas a enterar. Por un momento, pensó también en sus perros, abandonados a su pesar, en Irina... no sabía a qué carta quedarse con Irina, en el juicio al que debía acudir en breve (¿cuánto tiempo había transcurrido desde que le sacudieron en el cogote...?)... Pero, con sangre fría, intentó encontrar un modo de escapar de aquella situación. —Tienen que abrir otra vez este dichoso arcón —supuso acertadamente—. No serán capaces de liquidarme mientras no estén seguros de que no tengo el dinero. Cuando vuelvan a abrir, entonces será mi ocasión. Fingiré y les haré creer que estoy completamente grogui. Y en cuanto se descuiden, les atizo. Eso si no tienen a mano pistolas porque en ese caso... Como si le hubieran oído, sus carceleros manipularon el candado que cerraba la cadena y levantaron ligeramente la tapa del congelador. Miquel se puso inmediatamente alerta y se preparó para hacer la suya. Pero los cabrones sólo alzaron un poquito la puerta y fue para hacerla aún más gorda metiendo por la pequeña abertura un gato. ¡Un gato vivo, que


se resistió cuanto pudo a entrar en tan inhóspito recinto! Miquel imaginó la que le esperaba y tuvo reflejos suficientes para gritar que estaba dispuesto a hablar. —¡Vale, os diré dónde está el dinero! —Y repitió—. Sé dónde está y quién lo tiene. Mintió, claro, y esperó que su cuento funcionase. Pero la tapa cayó, el gato se puso muy nervioso al advertir la presencia del perro y el cuerpo de Miquel, estirado, inerme, en el fondo del arcón, sirvió de improvisado campo de batalla para los dos involuntarios contendientes. Al poco, los dos bichos acertaron a colocarse uno en cada extremo del congelador viejo, el perro encima de la cabeza de Miquel y el gato a sus pies. El policía imaginó que la relativa calma era más que precaria y se dispuso a ahogar al perro con sus propias manos antes de que volviera a enredarse con el gato. Oyó risas, una de ellas estentórea y, entre las risas, distinguió la voz del socio con cara de todo menos de socio que, tajante, imponía algo a los dos mamones. Y la tapa del frigorífico se fue hacia arriba, lo suficiente como para que el gato saliera bufando y el perro no tardara en seguirlo. Miquel respiró y, ahora sí, se dispuso a no dejar pasar la ocasión. —Tranquilo, tranquilo: sé más listo que ellos —se recomendó a sí mismo mientras se erguía medio atontado. Le sangraban la cara y los brazos. —Bien, señor Mijael, usted inteligente. Usted sólo decir dónde dinero y, uot, todo finito. ¡Oh, lástima!, un poco sangre, nada grave, usted fuerte y joven, ¿da? Miquel salió como pudo del maldito cajón, saltó al suelo del garaje y se tambaleó. Y haciendo torpemente el borracho, se siguió tambaleando en tanto se recuperaba, tanteaba las posibilidades que tenía de poner a los tres fantasmas fuera de combate y, sobre todo, comprobaba con alivio que ninguno de ellos, sin duda confiados a la vista de su lamentable estado, tenía armas de fuego en las manos. Al contrario, sonreían bobaliconamente, convencidos de que el encierro, el perro y el gato habían acabado con la resistencia del policía catalán. Craso error.


Miquel vio una silla a un par de metros, se acercó a ella vacilando como aturdido y se aferró al respaldo. Se dio un respiro de unos pocos segundos, hizo como que boqueaba con dificultad y se inclinó sobre la silla para agarrarla bien fuerte. Los dos satélites que, al parecer, no habían aprendido la lección, se aproximaron a él y, en ese momento, Miquel se revolvió con la silla en ambas manos a la remanguillé y los dos pantuflos, uno tras otro, recibieron tal sartenazo que cayeron al suelo como dos ceporros, más sorprendidos, otra vez, que dañados. Pero ahora Miquel estaba sobre aviso y, saltando por encima de los dos bodoques tirados en el suelo, se fue directamente a por el socio con cara de todo menos de socio quien, a lo que se vio, sin su pistola era poca cosa. Le faltó a éste extender inconscientemente el brazo, intentando defenderse, para que Miquel se lo agarrara y se lo retorciera y se le colocara detrás con la facilidad con que se da la vuelta a una tortilla en la sartén. El muy cabrón gimió de dolor y más cuando Miquel tiró de su brazo hacia arriba amenazando con dislocárselo sin contemplaciones. —Si dais un paso, le rompo el brazo —gritó dirigiéndose a los dos chorizos que intentaban socorrer a su jefe. Y no estaba seguro de que supieran lo que decía pero sí de que lo entendieron a la perfección. Se quedaron quietos, esperando órdenes. —Bien, bien, señor Miquel, por favor, no, —gimió el valiente director de la orquesta de capullos. Estaba claro que Miquel le hacia mucho daño porque sabía cómo hacerlo. Sujetándolo con fuerza, calculaba al mismo tiempo la próxima jugada. —¿Dónde diablos tendrán las pistolas? —se preguntó Miquel. Las armas eran lo que más le preocupaba: a cuerpo gentil, no podían con él pero armados... En ese momento, se oyó el motor de un coche que llegaba a toda velocidad, parecía que derrapando. Miquel se preparó para lo peor: venían refuerzos, mal asunto, muy malo... Sujetó con más fuerza aún el brazo del ruso y pensó que estaba a punto de dislocárselo. —Un movimiento y te rompo el brazo. Y luego, la cabeza. ¿Quién es el que ha llegado? —preguntó muy intranquilo.


—No sé, señor Miquel, no sé. No llamar ninguno. No sé. Por favor, me duele mucho... Se oyeron los pasos de alguien en rápido descenso por las escaleras del garaje y apareció en la puerta la menos esperada, Irina. Vestida con tejanos y calzada con deportivas, tan guapa como siempre, se plantó un momento en el dintel, calibrando la situación que no pareció desconcertarle mucho, como si la esperara de algún modo. Arrugaba los labios en un gesto de mucho cabreo, respiraba con agitación y, tras pensarlo un par de segundos, se dirigió como un torbellino hacia el extraño conjunto que formaban el socio con cara de todo menos de socio, atornillado, y bien atornillado por detrás por el mosso que no sabía a qué carta quedarse. —A ver si le voy a tener que brear a ésta también... —pensó Miquel. —Kaschol, polni kashol.... —gritó la rusa. Y cuando estuvo cerca del duo, levantó la mano y arreó tal bofetada al socio con cara de todo menos de socio, que le puso la cabeza al bies. Inmediatamente, le aterrizó en la mismísima jeta, a un dedo del rostro, toda una batería de improperios de los que Miquel no entendió uno solo pero dedujo que, desde luego, no lo estaba felicitando. Así que, casi sin darse cuenta, fue aflojando la llave con que le tenía bien amarrado. —Miquel, mi cariño, éste, estúpido. El, idiota... Y siguió increpando al pobre ruso que, ya liberado de Miquel, se frotaba el brazo y el hombro al tiempo que agachaba la cabeza e intentaba escurrirse aunque hubiera preferido evaporarse. Sus dos satélites, acoquinados por la entrada en tromba de la hija de su jefe en plan tan poco conciliador, tanto o más que por la plancha que les había propinado el policía a quien habían dado por blando, desaparecieron escaleras arriba en menos que respira un muerto. Irina cambió la cara, sonrió como una niña y se echó en brazos de Miquel, absolutamente desconcertado.


—Perdón, perdón, perdón. No mi culpa, no mi padre culpa. Este estúpido, estúpido, estupidísimo... ¿Tú, mal...? ¿Tú duele...? ¿Mucho duele...? —E intentó limpiarle la sangre, ya seca, de la cara, pero se le fueron los besos... —¡Joder, qué cosas...! —se le escapó a Miquel que no sabía si estrecharla aún más contra sí o... ¿o qué...?


Capítulo 24

Una Viking y una patada en los huevos Los tres frustrados secuestradores recomponían las piezas de sus maltratados corpachones mientras Irina, la hija del jefe, los dejaba, a juzgar por las apariencias, como a trapos aunque Miquel no acertaba a entender exactamente qué es lo que les reprochaba. Finalmente, la chica dispuso que cerraran el chalet y volvieran a Salou. Miquel interpretó, por los gestos de desagrado de los tres rusos, que allí les tocaba enfrentarse al jefe; y la cosa no pintaba nada bien para ellos. Pero, por si acaso, decidió anticiparse: —¿Esa pistola tuya es una Glock? — preguntó dirigiéndose al socio con cara de todo menos de socio. El ruso se quedó sorprendido. —No, por supuesto, yo sólo pistolas rusas. Pistola Viking, mejor que Glock. Viking, la mejor pistola del mundo. Y se acercó a Miquel, dudando pero con ánimo conciliador. Exhibió su pistola ante el policía catalán. Este no pudo aguantarse... —¿Y sabes cuál es el mejor rodillazo en los huevos del mundo...? El socio con cara de todo menos de socio no supo muy bien de qué hablaba Miquel pero lo recibió en los mismísimos y se dobló como un muelle. —Pues el que acabas de recibir, cabrón. El de un mosso d’esquadra. Y eso por tocarme los ídem durante todo este tiempo.


Miquel, poco o nada favorable a sacudir sin avisar, sintió que aquello no estaba nada bien pero... se quedó tan satisfecho... Por una vez, sus bajos instintos habían podido a su sentido del deber. Irina lo cogió del brazo y lo apartó del pobre socio con cara de todo menos de socio que estaba a punto de echarse a llorar, más de vergüenza que de dolor. En cinco minutos, la pareja estaba acomodada en el coche de la chica, al tiempo que los tres rusos cerraban las contraventanas del chalet y la puerta y se disponían a su vez a abandonar el triste escenario de su chasco. Irina, a bordo de su potente Mercedes GLK que, a juicio de Miquel, le venía un poco grande, arrancó con decisión y sonriendo... El joven la miraba de reojo, entre contento y vacilante: “¿está de mi lado o todo esto no es más que un montaje para conseguir por las buenas lo que no han podido por las malas...?” Cuando, abandonado el camino semiasfaltado entraron en carretera, la chica le cogió la rodilla y le miró apenas, con mucho cariño. Hizo por tocarle la cara con restos de sangre pero se contuvo. –Tú mal, Boris Borisovich, kak skasat... gilitollas, estúpido, muy estúpido. Papa skasal, “tú preguntas Miquel, él sabe dónde dinero”. Y Boris Borisovich, uot, hizo muy mal a tú. ¿Balit, duele mucho? –Deja, deja, ya pasó. Así que tu padre ordenó al tipejo ese que...

—Da. Pero tú no dinero, tú no sabes, tú...

Miquel se quedó con la copla... y con la duda de si aquí no había gato encerrado. —No, Irina, no tengo el dinero, no lo he tenido y ni siquiera sabía que os faltaba dinero. Yo entregué a tu padre la maleta con todo lo que había dentro. Yo no soy un ladrón y jamás me quedaría ni con un euro que no fuera mío. —Da, puksik, yo sí tú mejor hombre mundo entero. Yo sé.


—Está bien, dejemos el asunto. —Da, no hablamos el asunto. Ahora vamos y tú hablas con papa. ¿Sí? —De eso nada —se rebotó Miquel—. No tengo ninguna gana de hablar con tu padre. Me llevas directamente a mi casa que tengo que lavarme, curarme estas heridas, atender a mis perros... pobres perros, dos días sin salir, estarán a punto de reventar. Miquel tenía acostumbrados a sus perros a eventuales ausencias: los animales podían salir a la terraza, hacer sus necesidades en un rincón y comer y beber sin problemas. Los tenía muy bien adiestrados y los perros no eran el problema: el problema era... la comisaría, eran sus jefes... y era el juicio pendiente, para estudiar el cual había quedado con la abogada. Se estremeció pensando en las explicaciones que habría de dar a tanta gente. Empezando por su familia... —Por favor, Irina, déjame en mi casa y ya nos veremos mañana. —¿Mañana? Por favor, Mijail, quiero estar contigo, ayudar a tú, arreglar tu cara... todo. Por favor...Yo amo a ti. Por favor... Miquel dudó. Y siguió dudando: ¿podía confiar en una mujer que le estaba causando tantos problemas? —Vale, vienes luego a mi casa. Pero dame al menos un par de horas para que haga unas llamadas e intente arreglar todo este embrollo... Consiguió convencerla y, poco después comprobaba que la puerta de su apartamento había permanecido abierta todo el tiempo que él estuvo secuestrado. En realidad, entreabierta pero lo bastante como para que cualquiera que lo hubiera deseado lo hubiera desvalijado. Sus dos perros, tan tranquilos, como si no hubiera ocurrido nada. —Joder, uno se puede morir y... ya ves...


Se apalancó en un sofá y se olvidó de todo, de los golpes, de la agresión, de las heridas, de Irina, del padre de Irina... para concentrarse en una idea: —Estoy jodido y bien jodido. Noi, d’ençà que vas conèixer aquesta noia, tot ha anat de cul... I no m’en sortirè, no m’en surtiré....no, qué va.. Se perdió en sus cavilaciones y acabó de perderse mientras sucumbía al cansancio, al estrés y al sueño. Le despertó la insistente llamada del teléfono fijo. Se trataba de su cuñada, Elisa, que le anunciaba que había convencido a su amiga para que aceptara defenderlo en juicio. —Miquel, querido. Vas a tener la mejor abogada que se pueda encontrar en Cataluña. Te llamará y quedáis para estudiar el caso. Victoria lo sabe todo sobre esto de la violencia de género, así que llévate bien con ella, que es de todo fiar. Le he dado tu móvil y el fijo de tu casa. Por cierto, ¿qué tal estás? —Bien, perfectamente bien, muchas gracias —mintió Miquel—. Ya había contactado conmigo su secretaria, muchas gracias. Ya te contaré cómo va la cosa.


Capítulo 25

Victoria, vieja, gorda y con muy mala leche Elisa, la cuñada de Miquel, casada con su hermano Guillem, efectivamente, había hablado con una muy buena amiga suya, abogada también y muy curtida en asuntos de violencia contra las mujeres. Especializada en defender a éstas de las agresiones de sus compañeros, era bien conocida en los juzgados barceloneses, y no sólo por su eficacia a la hora de conseguir duras condenas para quienes, de uno u otro modo, se habían sobrepasado con sus novias, sus mujeres o sus amigas. Feminista de la vieja escuela, peleona y descarada, era temida por los funcionarios de los juzgados, a quienes montaba unos cristos impresionantes por cualquier fallo y, también, por los propios jueces ante los que no se cortaba un pelo a la hora de poner de manifiesto su incompetencia o su dejadez. Si por ella fuera y de ella dependiera, la justicia española sería la institución más respetada por el ciudadano y no como ahora, que figura a la cola del desprestigio y el descrédito popular. —Usted será todo lo señoría que quiera pero a mí me va a rascar el higo con sus títulos y sus apellidos —le soltó un día a un magistrado que dilataba un asunto por pura vagancia —. Debería darle vergüenza, teniendo el padre que tiene, que es de lo mejorcito que hay en España en penal y ser usted tan perezoso. Y ahora, si quiere, me pide apertura de expediente, que mañana me planto en Interviú y se va a enterar todo Dios de sus enjuagues y sus chanchullos. No sólo no le abrieron expediente sino que, en pocos días, aquel asunto, que llevaba atascado más de dos años, como por arte de magia, fue desbloqueado y resuelto. Pero el incidente corrió como la pólvora y Victoria pasó de ser respetada por su buen hacer profesional, a ser temida por los jueces que se ocupaban de los casos que ella defendía:


“ojo con el higo de la Forlán”, se decían entre ellos, haciendo coña pero esperando que no les tocara lidiar aquella fiera. Victoria Forlán no sólo era dura con los funcionarios, con los jueces y, sobre todo, con sus oponentes en los tribunales. También lo era con quienes acudían a su despacho en solicitud de asistencia profesional: les exigía sinceridad absoluta y los amenazaba con abandonarlos inmediatamente si la engañaban una sola vez. “Lo que más me jode, ¿sabes qué es?: pues quedarme en pelotas en un juicio”, les aseguraba a sus clientes. “Y no me voy a quedar en pelotas en el juicio porque tú me cuentes tu vida y tropecientas mentiras. En un juicio, la única que miente soy yo, y eso si es necesario. Y si es necesario, lo decido yo y sólo yo. Pero aquí me cuentas la verdad y toda la verdad o ya hemos acabado”. Y el cliente sabía a qué atenerse. Pues con todo lo contundente que era, más de una y más de dos veces, trataron de engañar a Victoria. —Mira, chata: me dijiste que tu marido te había sacudido, me trajiste un parte de lesiones y me contaste la biblia en verso. —Pero, Victoria, si es cierto, tú misma viste las lesiones... —se disculpaba una mujer de la pijería barcelonesa, que pretendía que la abogada le consiguiera el divorcio de un marido tan rico como tonto. —Pues sí las ví, sí señora. Sólo que esas lesiones no te las causó tu marido, que es un pánfilo y un pollaboba y es incapaz de matar una mosca. —Pero, Victoria, ¿qué dices? ¿Quién si no...? —Pues el animal de tu novio, que le va la marcha y, por lo que veo, también a ti. El te calentó de lo lindo y tú, tonta del culo, le tapas y le cargas el muerto a tu marido. Y lo peor es que me has querido engañar a mí. Porque que quieras joder a un tío, tiene pase, pero que me quieras joder a mí, eso sí que no. Así que coges tus papeles y tus partes de lesiones y te buscas otro abogado que trague. Dile a mi secretaria que te devuelva el dinero de la provisión de fondos, no quiero nada tuyo. Y ahora, lárgate.


La pobre mujer se fue sin conseguir explicarse cómo diablos había descubierto Victoria la verdad de unos hechos tan truculentos. Y la verdad era muy simple: la empleada que asistía en casa de la pija, qué casualidad, también le hacía faenas a Victoria y le había contado a ésta que había asistido a una paliza brutal que le propinó el novio de su señora a ésta, a la pija. La asistenta le recomendó los servicios profesionales de Victoria, asegurándole que su otra jefa era una fiera con los maltratadores. Pero la pija pensó que la ocasión era pintiparada para deshacerse de su marido y sacarle a éste una buena pasta y le cargó -o lo intentó- al pobre esposo con la tunda del macarra del novio. En fin, la cosa trascendió y Victoria vio reforzado su prestigio como abogada astuta e intachable aunque le sirvió de poco, ya que siguió defendiendo pobres y abandonadas que le daban tanto trabajo como escasos beneficios. Así que cuando Elisa se puso en contacto con ella para que se ocupara del asunto de Miquel, Victoria se negó en rotundo. —¿Defender a un poli?, ¿yo, que detesto a la policía? —Pero, Victoria, es un mosso, uno de aquí... —Peor aún. Estoy de los mossos hasta la peineta, por no decir otra más gorda. Antes de ayer me pararon en un control, me tuvieron casi media hora, me hicieron soplar y me trataron como a una delincuente. —Este es distinto, te lo aseguro, es un tío muy legal y le han colado una que pa qué... Le han acusado en falso de agresión sexual. —Sí, eso dicen todos, “señoría, yo la quería, es ella la que provoca...”, si lo sabré yo. —Victoria, porfa, al menos habla con él... Además, es un tío guapísimo, se parece a Antonio Banderas...


—Joder: yo, Victoria Forlán, que he mandado al talego a decenas de maltratadores, acabaré defendiendo a uno, que además, es policía... Me debes una, Elisa, y te aseguro que te la cobraré. Vale, dame el teléfono. Siguiendo su costumbre, Victoria se puso en contacto con Miquel y no se anduvo por las ramas. —Oye, niño bonito. Te llamo porque me lo ha pedido una amiga y porque conozco a tu hermano Guillem. De él me fío pero, ¿me puedo fiar de ti? —Por supuesto, señora. Le aseguro que me han metido... —No asegures tanto y prepárate para contarme toda la verdad. Como me engañes en un solo punto, te mando a freír espárragos en el acto. —Sí, señora. Le juro... —Déjate de jurar y prepárate, porque si las cosas son como me las ha contado Elisa, te espera una buena. Mañana voy a Tarragona para hablar con el juez que lleva tu caso. Nos tenemos que ver antes para que me expliques la película. —De acuerdo, señora —le contestó Miquel—. Muchas gracias por... —No me des las gracias porque todavía no sé si me encargaré del caso. Bien, mañana a las 10.00 en punto a la puerta de los juzgados. Me han dicho que eres un guaperas. —¿Que soy qué...? —Vale, déjalo. En cuanto a mí, no tiene pérdida, vieja, gorda y con pinta de muy mala leche.


Y colgó, dejando a Miquel con la palabra en la boca y sin saber a qué atenerse. ¿Era esa abogada tan buena como le habían anunciado o era una borde engreída como tantos otros picapleitos...? —Joder, es que no veo luz por ninguna parte— se dijo Miquel a sí mismo...— Vieja, gorda y con muy mala leche... pues qué bien... Vieja, vieja, no era Victoria, 49 años. En cambio sí que estaba entrada en carnes. Pero en lo que tenía más razón que un santo era en lo de su mala leche. Porque la derrochaba hasta límites insoportables.


Capítulo 26

A por todas Diez minutos antes de las 10.00, Miquel hacía guardia a la puerta de los juzgados, esperando a una vieja, gorda y con cara de mala leche. Victoria no era tan vieja, ni estaba tan gorda pero, eso sí, la mala leche se le adivinaba a distancia. Miquel la vio llegar, supuso que era ella por su andar decidido y su cara de pomes agres y observó cómo se metía por entre un grupito de cinco gitanos que discutían con mucho aspaviento y cómo le soltó un codazo a uno de ellos que, milagrosamente, no respondió, la miró de refilón y se abstuvo de cualquier comentario. Miquel se adelantó a saludarla. —Joder, con los gitanos. A ver cuándo van a desaparecer de los juzgados, parece que estén abonados a tribunales... Hola, tú debes de ser Miquel... —Sí, señora. Y usted debe de ser la señora Forlán... —Olvídate del “señora”, pipiolo. Pero trátame con respeto porque si me cabreas te quedas sin abogada y sin perrito que te ladre. Se lo miró de arriba abajo, a Miquel. —Sí, estás bien plantado, tenía razón Elisa. Malo para un juicio, malo... En esto, uno de los gitanos pegó un grito, extendió los brazos y se lanzó a los de Victoria. —Hay que vé, zeñá Vitoria. ¿Uzté aquí?

—¡Coño, el Tiznao! ¿Qué haces aquí, mala pieza? ¿Ya estás metido en otro lío?


—No, es mi cuñao, el Paquisho, que lo metieron en lo del cobre, el pobresito y s’ha comío el marrón él solico.. —Ya, pobre, el muy hijoputa, el que te hizo un agujero en la tripa con un cuchillo jamonero... —Bueno, zeñá Vitoria, ezo ya está tó olvidao...Cosas de la familia... —Oye, Tiznao, que tengo trabajo, me alegro de verte. Por cierto, todavía me debes cuarenta mil pesetas del juicio, cabronazo; y hace ya, lo menos, ocho años... —Le juro, señá Vitoria, que en cuanto cobre, la pago, ze lo juro por mis ninios... qués questá mu mal la cosa, ya lo zabe uzté. —Anda, no jures tanto, que para lo que te sirve... Y se puso al lado de Miquel, que no salía de su asombro. —No te preocupes, poli. Un caso viejo: ese tío se lió con la novia de su cuñado y acabaron a puñaladas, lo normal. Y su mujer aún lo defendía, decía que, ya se sabe, los hombres tienen que meterla como mínimo, tres veces en semana y si no...Le gané el juicio y desapareció sin pagarme un duro. Y encima le había prestado cinco mil pesetas...Bueno, hablemos de lo tuyo. ¿Tienes para un café, aquí al lado? —Por supuesto, muchas gracias por haber venido, señora... eh, Victoria. Esta, gorda y vieja como se describía a sí misma, no pudo evitar gestos de coquetería al lado de un chopo como Miquel, al que no quitaban ojo las numerosas funcionarias que tomaban café en el mismo bar. —Así que te ha enredado una compañera... —En realidad, una policía local.


—Y, ¿cómo es que te han aplicado la Ley de género? —Parece que ella declaró que habíamos tenido un lío hacía tiempo. —Y, ¿es verdad? Joder, qué mierda de café. ¡¡¡Camarero!!! ¿Te has lavado el culo en la taza? Porque este café da asco... —Señora, por favor, que hay clientes...

—Por eso lo digo, para que lo oigan.

—Vale, vale, disculpe, ya le hago otro. Ahora mismo. Miquel no sabía dónde meterse. Algunos de los clientes del bar lo conocían y no pocos de ellos eran funcionarios de los juzgados. Pero a Victoria no parecía preocuparle llamar la atención. —Vale, ¿te tiraste a la pitufa o no? No me mientas... —Que no, se lo juro. No la había visto en mi vida antes de que patrulláramos juntos. —Vale, tío, esto sí que es un café, muchas gracias. El camarero sonrió. —Bien, guapo, con novia guapa.. Me dijo tu cuñada que tienes una novia, holandesa o no sé qué... —Es rusa pero no es mi novia. —Vaya, rusa, ¿no será también mafiosa?


—No, ni es mafiosa ni es mi novia. Sólo somos vecinos y medio amigos. Pero no sé qué tiene que ver eso... —Ya te lo diré cuando vayamos a juicio. No lo tienes nada bien, chaval. Denunciado por una poli, por agresión sexual... ¿Testigos...? —¿Testigos...? ¿cómo va a haber testigos si no hubo nada entre nosotros? —Oye, pero tú, ¿eres poli y eres tan tonto? ¿Te tendré que explicar ahora lo que es un juicio? —Hombre, yo creo que lo mejor es decir la verdad siempre. —La verdad, la verdad... Ya te darán a ti con la verdad en el morro... Bueno, que he quedado con el juez... Hagamos una cosa, hablo con él y nos vemos en la cafetería del colegio de abogados, ¿sabes...? —Sí, un poco más abajo.

—Exacto, dentro de una hora. Si tardo, es que me he liado con el juez, espérame, ¿vale? —Vale, esperaré, sin problema.

—La verdad, la verdad... otro tonto. Y dice que es policía... Victoria recogió su bolso y salió disparada de la cafetería. Poco después entraba en el despacho del juez que llevaba el caso de Miquel, que, otra vez, era jueza. Desde el primer momento, quedó claro que la abogada no le gustaba nada, pero que nada, a la jueza.


—Señoría, me gustaría, en primer lugar, que me dijera si tiene usted algún criterio especial a la hora de conducir los juicios. —Letrada, en mi tribunal se hacen las cosas conforme a la ley: y no hay nada más. No sé cómo lo hacen en Barcelona pero en provincias actuamos así. —No lo decía por eso, Señoría. Es que cada juez tiene su forma particular de dirigir y... Victoria intentaba ser conciliadora. —No soy juez, soy jueza. ¿No había caído usted, letrada? —Por supuesto, disculpe. Sí deseaba comentarle que me extraña que hayan inculpado a mi defendido bajo la Ley contra la Violencia de género, teniendo en cuenta que no ha habido entre él y la denunciante ningún vínculo afectivo. —No es eso lo que declaró la víctima. —Sí, pero... —No será usted de las que mantienen que las mujeres presentan acusaciones falsas... —No digo eso, sólo digo que me consta que se conocieron en el trabajo pocos días antes del incidente. —Todo esto se verá en el juicio, no hace falta que se lo explique. Y no se crea que porque defiende a un policía recibirá un trato especial. —Ni lo espero ni lo pretendería jamás. Estoy segura de que mi defendido será tratado con todas las garantías que ofrece la ley.


—Por supuesto pero usted sabe que las mujeres somos víctimas del machismo milenario y nos corresponde a los jueces enmendar, en la medida de lo posible, ese agravio vergonzoso. —Yo creía que a los jueces... carraspeó... a las juezas, les corresponde hacer justicia, simplemente eso, hacer justicia. —No se pase usted de lista, letrada. Que sea mayor que yo no le otorga el privilegio de constituirse en profesora. —En absoluto, Señoría. En fin, lamento que nuestro primer contacto no haya sido precisamente agradable. Con su permiso, me retiro. —Tiene usted mi permiso. Buenos días. Victoria se contuvo para no dar un portazo al salir pero abandonó el juzgado furiosa como no lo había estado desde hacía tiempo. —Mala puta, desgraciada, chula de mierda. Esta tía nos lo va a poner aún más difícil — le soltó a bocajarro a Miquel en cuanto se encontraron en la cafetería. Miquel se sobresaltó y se fue inquietando paulatinamente a medida que Victoria le ampliaba la descripción del desafortunado primer encuentro entre ella y la jueza que, en pocos días, presidiría el tribunal en que sería juzgado. Charlaron largo y tendido y Miquel advirtió que a Victoria no se le escapaba un detalle. No tomaba notas pero preguntaba constantemente, mirándole a la cara como queriendo comprobar que no mentía. Como la conversación se prolongaba, Miquel propuso continuar mientras comían algo. Se trasladaron al Serrallo y cogieron mesa en el comedor de arriba de l’Ancora. Mientras comían Miquel se esforzó por ofrecer pelos y señales de todo lo ocurrido, insistiendo en su absoluta inocencia y en la confianza que tenía en la justicia. Pero se daba perfecta cuenta de que Victoria no acababa de verlo claro. Y pensó,


aterrorizado, que la abogada no le creía y que rechazaría llevar su caso. Al final, al café, Victoria exclamó, muy seria y muy convencida: —Muy bien, chaval. Te creo y estoy segura de que no me engañas. Llevaré tu caso, y te advierto que es la primera vez en mi puñetera vida que defenderé a un acusado de agresión sexual. Pero que te quede bien claro: lo tenemos muy, pero que muy difícil, y la jueza va a por ti, intuición de mujer... y a por mí... —añadió—. Así que, ponte las pilas y vamos a por todas. Miquel respiró aliviado y, pese al poco optimista pronóstico de la abogada, no pudo evitar sonreir. —A por todas — remachó—. A por todas. Abrazó a Victoria y percibió el escaso entusiasmo de ésta. En el exterior, lucía un sol espléndido.


Capítulo 27

Mentrestant… —A veure si ho he entés bé: el que voleu és que aquest noi es mengi un marró i carregui amb un mort que no és seu. —Home, dit així... —Doncs, com ho diries tu? —Ho saps tan bé com jo, no et facis el soca: tenim una responsabilitat i hem de mirar pel bon nom del tot el cos. —Així, tu creus que carregant-se un policia exemplar, rentarem la cara de tot el cos. —Mira, Pere: tots hem lluitat molt per consolidar els Mossos però tu ets molt conscient que en aquests anys hem fet molts enemics. I de tant en tant hem de fer bugada, és així... ho miris com vulguis. —És clar que hem de fer net: de poca soltes com tu i com el cap de cony del conseller. —Em fa l’efecte que t’estàs passant... —Què cony m’haig de passar. El que estic fent és defensar la dignitat i la integritat de la meva gent. I, més en concret, del Miquel García. Si se l’ha de condemnar, que se’l condemni però com ha de ser, en judici públic i amb proves. —No sé si ho sabeu però, tenim accés a la jutgessa a qui l’ha tocat l’assumpte. —Què dius ara... O sigui, que preteneu manipular el judici? No sé si estic sentint malament o m’estic tornant boig.


—Pere, Pere, no t’esveris. No es tracta de manipular, no exageris... —Com que no exageris... Estic pensant a marxar i denunciar-vos... —Series capaç? Després dels anys que portent junts, menjant merda un dia si i un altre també? —Lluís: tu no ets el tio ferm que jo vaig conèixer fa vint anys. D’acord, hem patit molt però aquesta és la nostra feina. I si ara no t’agrada, doncs fots el camp i et dediques a una altra cosa. Però això que m’esteu proposant és traïció pura i dura i jo no m’avindré mai. Mai, ho sents?, mai. —T’hauré de recordar que, no fa gaire, et vam fer un favor, i no petit... —Mira, la meva dona, deixa-la estar que no pinta res en aquest sarau… —No pinta res ara, però, quan la van enganxar amb la mà al calaix... no deies el mateix... —Ho vam tornar tot. —Sí, però si la cosa hagués transcendit... —I que vols dir, que ara hem de fer la torna? —Home, avui per tu i demà... —A veure, en clar, què proposeu? —Dues coses: que si els mitjans de comunicació esventen l’assumpte, tu te’n rentis les mans: res de sortir en defensa seva. —Encara no m’ha trucat ningú.


—Però no trigaran, ho sé per què ja han rondinat per la Conselleria. —I...? —I que facis els possibles perquè el tal García abandoni el Cos. —Això seria com matar-lo, el conec una mica. He vist pocs mossos amb una vocació i una entrega com la del Miquel. —Exacte: quan transcendeixi, tothom sabrà que no tenim dubtes: al cos dels Mossos d’Esquadra, el que la fa la paga. —Em deixaria tallar el braç per què aquest noi no ha fet allò de què l’acusen. I dubto molt que al judici surti condemnat. —No estiguis tan segur... —Què vols dir, que ja està decidida la condemna? —Home, no, però, la jutgessa s’ha mostrat molt decidida a empaperar-lo. És una feminista convençuda que els tios som uns mandrils en permanent estat d’erecció. Jo conec el seu home que és del partit, és clar. Ell també està convençut que una condemna dura afavoriria molt la imatge dels mossos d’esquadra. —Deu meu, el que estic sentint... Deu meu... —Pere, hem d’admetre que en aquesta lluita ha d’haver-hi víctimes col.laterals... com en totes les guerres, d’altra banda. Al noi aquest l’ha tocat i no passa res. A més, es veu que té una amiga molt guapa i molt rica. Segur que se’n sortirà. I encara millorarà, ja ho veuràs. —Tornem-hi... amb la novia russa... Haurà de pagar per tenir bona planta i èxit amb les dones?


—Home, no, però és l’objectiu ideal. Si fos un xoriço o un esquifit, no tindria mèrit... —Joder, joder, joder... Pel que veig, ja ho havíeu pensat i decidit tot. —La veritat és que hem rebut algunes trucades...

—Trucades? Què vols dir, trucades?

—Hi ha un parlamentari que està força interessat en aquest cas... —No serà el germà del fill de puta del sonat aquell que està al Pere Mata. —Caliente, caliente... Però és un bon jan: i, quan l’hem necessitat... —Un bon jan? Un cabró i un malparit: encara estic avergonyit per la jugada del robatori del rus. —Robatori, dius? El que roba a un ladrón, tiene cien años de perdón. —Au, vinga, no fotis: que uns mossos li fotin la pasta a un tio, això no té perdó... ni de Déu ni de ningú. —Doncs mira, van treure un milló, bobilis, bobilis... I si tu haguessis volgut, t’n’hauries emportat un bon pessic. —Un bon pessic? El que havia d’haver fet és denunciar-vos. —Va, home, vas ser un bon company i ja està. El rus s’ho traurà d’allà d’on ha tret la resta i tots contents. —I el Miquel carregarà, un altre cop, amb el mort. Sou uns fills de puta, uns fills de puta...


—És la política, nano, és la realitat. El que s’espavila, menja calent i el que s’adorm... doncs... mira’t a tu. —M’estàs empipant molt, Lluís. Sisplau, deixa la cosa on està que encara la faràs més grossa... —Bé, jo parlaré amb el nostre amic, el diputat, ell parlarà amb el Conseller i ja veuràs com surts guanyant... no pateixis. —No vull res, ni del Conseller ni de vosaltres ni de ningú. Aneu a la merda. El portazo se sintió en todo el edificio. Pero la tela de araña ya estaba tejida.


Capítulo 28

Y no lejos de allí… —Te lo dije, gilipollas, que eres un gilipollas. —Es que la ocasión era única: un millón, por el morro. —¿Un millón, imbécil...? Un millón de hostias te tendríamos que dar. —No os preocupéis, coño, que el ruso tiene mucho más. —Y ahora no soltará ni un chavo. ¿Tú lo harías? —El se cree que el millón se lo ha birlado el mosso d’esquadra. —Pero ¿no nos acabas de decir que lo han secuestrado y que la rusa lo ha liberado? —Sí, es complicado. Borís, su guardapaldas, lo ha tenido casi un día cerrado en un chalet. Pero no le han sacado nada. Ese mosso es muy duro de pelar... —Por cierto, ¿dónde coño tenéis ahora la pasta? —La tiene Felip, el mosso que montó todo el tinglado. Ha llamado varias veces para saber qué tiene que hacer. —Devolverla. Yo lo devolvería todo al ruso. —Por los cojones. Ahora que lo hemos trincado, aquí no se suelta ni un duro. —Mierda, mierda y mierda. Toda la operación a la mierda. Mira que eres idiota, Pau, mira que eres idiota.


—Sí, soy idiota pero a ninguno de vosotros se os ocurrió. —Pues vaya ocurrencia. Si todo hubiera ido como debía, ahora le habríamos vendido la puta casa al ruso y tendríamos 6 millones en nuestra cuenta y la puerta abierta a muchos negocios. —Espera, hombre, espera. Del ruso me encargo yo. Tengo muy buen rollo con Borís. —¿Quién coño es ese Borís? —Es como su mano derecha. Le hace de guardaespaldas, le lleva las cuentas, le aconseja. Es un cabrón pero se ve que una vez le salvó el culo al ruso y éste le está muy agradecido. Lo malo es que su hija no le traga. Este Borís es el que me ha cantado que Igor tiene acceso a más de 500 millones de dólares. —Eso quiero verlo yo. Se dice pronto, 500 millones. —Dice que son fondos de la iglesia ortodoxa de Rusia. Se ve que la iglesia ha acumulado millones y millones y no saben qué hacer con tanta pasta. Los van colocando por ahí, en Canadá, en Inglaterra... A Igor le han encargado colocarlos poco a poco en España. —Y tú, tros d’ase, le robas un millón, cuando teníamos campo libre para meter mano en tanta pasta. —Sí, mucha pasta pero legal, y ahí no es fácil meter mano. —Legal, legal...: ya me dirás tú, quinientos millones y dicen que es legal... ¡qué risa, tía Felisa! —¡Joder, la tienen puesta en bancos! No sé cómo lo han hecho pero, a día de hoy, es totalmente legal. Por eso os digo que un millón, para este tío, no es ningún problema. Es muy bruto pero es muy tonto. Borís me lo ha dicho.


—Por eso digo, ¿y si se lo devolvemos? Ya buscaríamos la forma... —De devolver nada, por mis huevos. Partimos el millón y volvemos a empezar. Lo mejor es repartirlos cuanto antes y difuminarlos. —¿A cuánto tocamos? —Poca sosa. Unos ciento cincuenta mil por barba. Hay que pagar a los mossos del control, al jefe que los mandó al peaje, que éste sí que se la juega. Y al diputat, éste pide mucho por no largar. Pide doscientos. —El diputat... o sea, tu hermano... —Bueno, pero es diputado. Y con mucha mano. —No, al final, tendremos que poner dinero... Marqués, menudo lumbreras estás hecho. —Sí, tú ríete si quieres pero cuando tengas los ciento cincuenta, ya veremos. Los abogados enseguida os asustáis. En ese momento, repiqueteó el móvil del Marqués y empezó a desplazarse sobre la mesa a cuyo alrededor estaba sentado frente a frente con su contertulio. —¡Hombre, Borís...! —El Marqués guiñó un ojo al colega con el que discutía—. Sí, ¿qué tal...? ¿Ya habéis localizado el dinero que os faltaba...? —.......

—El policía, nada... Sí, parece un poco parado ese chico...


—...

—Y ¿qué vais a hacer entonces...?

—..... —¿Enfadado...? Claro, lo entiendo, ¿cuánto os falta...? ¿Más de un millón...? ¡Caramba...! Y, ¿quién pensáis que os ha robado el dinero...? De nuevo, el jeta del Marqués hizo gestos dirigidos a sus compañeros. —... —Por lo que me has dicho, yo creo que la cosa está entre el juzgado y la comisaría de los mossos... Oye, ¿no podría ser que hubierais contado mal el dinero...? —...

—Vale, vale, lo decía por decir...no te enfades.. —... —¡Hombre me parece muy buena idea! Y discutimos la operación. Porque supongo que Igor querrá seguir adelante con la compra de la mansión... Nuevo gesto de complicidad del Marqués...—...


—Pues vale, me pasas a buscar porque yo no tengo coche. Estaré a las nueve en el Café di Mare, ya sabes, en los acantilados de Salou. Tomamos una copa y decidimos dónde ir a cenar. ¿Ok...? —.... —Estupendo, Borís, eres estupendo. Todo un caballero. Nos vemos. A las nueve, no te olvides. Y bloqueó el móvil. Levantó los brazos haciendo el signo de la victoria con los dedos, se abrazó al contertulio y le dio un beso en la frente. —Me invita a cenar. Pasado mañana. Para hablar del asunto. Borís, el muy pardillo... —¿El ayudante del ruso...?

—El mismo.


Capítulo 29

El juicio. El ju-ju-ju…icio Pleitos tengas y los ganes, reza el popular aforismo: “mantente alejado de los juzgados y de los jueces y de los abogados, son todos tóxicos”, dice a menudo Zacarías. Y Miquel rebate una y otra vez esa opinión y jura y apuesta que la justicia, con todos sus vicios y sus problemas, funciona y acaba poniendo las cosas en su sitio. Como Miquel, muchísimos españoles que se hinchan cada día de Sálvames y Corazones y artistas de pacotilla que denuncian a presentadores de morondanga y amenazan a sus ex de cuatro días y mienten como bellacos para llevarse un pastón, muchísimos ingenuos o ignorantes o de todo un poco creen que aquello de “¡nos veremos en los juzgados!, ¡el juez decidirá!” es palabra de Dios, punto final. Si uno comparece ante un juez, eso es definitivo. Y si hay sentencia, no hay más que hablar: sus señorías son, para estos personajes, una clase de eruditos, sesudos y malcarados decididores, dotados de infinito poder y capaces de todo con tal de que la ley se cumpla. Eso piensa la gente, mucha gente, incluidos muchos inteligentes, cultos y maduros ciudadanos que temen al juez pero están convencidos de que, al fin y a la postre, éste hace justicia. —Y una mierda —maldice Zacarías cada vez que discute el problema con Miquel. —Y una grandísima mierda —repite Salvador, buen conocedor del fondo del problema. Tan buen conocedor, que una vez se libró de pasar por la trena porque su abogado se cameló al juez, lo llevó en un yate tres días a Ibiza en compañía de dos mulatas y, de vuelta, le colocó medio millón -de pesetas, que entonces era una pasta- en la bolsa de la ropa sucia. Jueces, hay honestos y profesionales, faltaría más. Pero no dejan de ser minoría en un colectivo repleto de prepotentes e ignorantes, cuyo mayor pecado no es dejarse untar -que la mayoría ni siquiera se deja untar- sino colocarse en su trono de marfil, alejados del


ciudadano y de sus problemas, asidos a unos códigos tan viejos como el de Hamurabi y, ceñudos y con ínfulas de sabiondo, dictar cualquier sentencia en base a la última ocurrencia que se les pase por la chola, convencidos de que el intrincado laberinto procesal ocultará en sus vericuetos las incoherencias, las lagunas y, a menudo, la desidia de sus firmantes. El estamento judicial suele achacar los males que afectan a la administración de justicia a los escasos medios con que cuentan los jueces para desarrollar su labor. Las fotografías de despachos judiciales atestados de papeles, funcionarios desbordados asomando la nariz tras una montaña de carpetas, apiladas en excusados y almacenes que estamos hartos de ver, refuerzan ese presupuesto: parece evidente que la justicia en España adolece de abrumadora falta de medios y de personal, cierto y comprobado y comprobable. Pero esto es sólo la punta del iceberg del verdadero problema, la escasa eficacia, la deficiente preparación y la dejación de los titulares de la administración de uno de los poderes fundamentales del estado, el judicial. Deben de hacer falta muchos más jueces en España, sin duda. Pero, sobre todo, hacen falta mejores jueces. Y si no buenos, como mínimo, honrados, que no sería mucho pedir a quienes se acogen a la sombra de la señora ciega con la balanza en las manos. Miquel, tan ingenuo como siempre, estaba a punto de comprobar que la jueza que le había tocado en suerte para resolver sobre su supuesta agresión sexual, ni era competente, ni era inteligente... ni siquiera honrada, por cuanto estaba untada, y bien, por la larga mano de un poli afín al sinvergüenza de su marido. Sólo la confianza en Victoria, la oronda y descarada abogada, le daba ánimo al apesadumbrado mosso que, aquel día, esperaba nervioso a la puerta de la sala en que se había de juzgar su asunto. Había conseguido que ni sus padres ni su hermana ni siquiera los compañeros que se habían ofrecido a acompañarle hicieran acto de presencia. A Miquel le gustaba encararse a los problemas a pecho descubierto y, por otro lado, no deseaba que la jueza intuyera que buscaba la protección de una claque de incondicionales. Pero sí admitió la compañía de Salva y Zacarías que, muy bien trajeados y modositos, paseaban tranquilamente, arriba y abajo por el estrecho pasillo anejo a la sala de vistas.


En esto, apareció la pitufa que le había denunciado: con apariencia compungida, fingiendo no haberlo visto, se acercó a quien debía ser su abogado, un tipo muy elegante, con tanta pluma que llamaba la atención hasta revestido de la toga negra. Si estaba ensayado o no, Miquel no acertó a apreciarlo pero ambos, el marica y la poli, se fundieron en un abrazo peliculero que al mosso le hizo apartar la vista, evocando sin querer la grosería y el descaro de que hizo alarde la tipa aquella, hipócrita, en los dos escasos días en que compartieron servicio. Al final del pasillo, como un vendaval, apareció Victoria. Y, tras ella, en tropel, seis o siete individuos que, a todas luces, eran compañeros o amigos de la tal Mónica Peinado, por cuanto se dirigieron alegremente a ella para replicar ruidosamente los abrazos del abogado y animar a la pobre víctima del infame agresor, supuesto agresor, que diría por si acaso el periodista, micro en mano, que intentaba meter la cuchara entre tanta gente como ya se apelotonaba a la puerta de la sala. Otra chica, con una pesada cámara al hombro, apuntaba aquí y allá, manifiestamente despistada: ¿quién había avisado a tantos representantes de los medios de comunicación? Miquel se acercaba a Salva en el momento en que el funcionario anunciaba el inicio del juicio. —Mónica Peinado y Miguel García. Juicio rápido. Quienes no figuren como testigos, pueden entrar en la sala. —Perdone, es Miquel, Miquel García. El funcionario le miró de reojo, queriendo decir, “ya te van a dar a ti, ahí dentro, catalán de mierda...”, pero dijo: —Vale, Miquel García, ¿es usted? Y le hizo un gesto para que entrara. ¿A que son muy bonitos los juicios en las películas? Con su juez severo y firme encaramado en su trono de madera noble, su fiscal agresivo, sus relamidos abogados bueno, el de la víctima a menudo exalcohólico y viejo-, sus respetuosos asistentes, sus testigos, sus exclamaciones de sorpresa revoloteando por la sala ante lo inesperado de los testimonios, el mazo del juez, el alegato final, los abrazos de los inocentes, por fin,


reconocida su inocencia, el mosqueado promotor de injusticias, cabeza gacha y cara de mala hostia enfilando la salida....sí, qué lucido, qué guay, qué... poco realista. Porque un juicio, si no ha mediado acuerdo previo entre las partes no es sino la escenificación, cara a la galería, de un incidente conflictivo sobre el que el juez, casi siempre, ya tiene tomada una decisión, que raramente variará, haya testimonios, testigos o intervención divina. Así que, si no fuera por miedo a los medios de comunicación, quizás sería más eficaz y económico ahorrarse el paripé de la vista pública... Al menos, de manera tan ramplona y cutre, se desarrolló esa vista pública en el caso de la agente de Policía Local Mónica Peinado contra el agente del Cuerpo de los Mossos d’Esquadra Miquel García por agresión sexual, con el agravante de haber sucedido los hechos en el trabajo y el agravante de ser el agresor agente de policía, como se esforzó en destacar el fiscal. Rápido si lo fue, cierto. La jueza que presidía no mostró el menor interés en oir la exposición de Victoria, se inclinó con una leve sonrisa en los labios hacia el abogado mariposón, miró pelín entristecida a la denunciante, interrumpió ásperamente varias veces el interrogatorio de Miquel, —Cíñase a lo que se le pregunta, acusado… y hasta se atrevió a cortar la encendida defensa del mosso que intentó Victoria, pertrechada con su profundo conocimiento del asunto y haciendo gala de una elocuencia y una ironía que, claramente, irritaron sobremanera a la magistrada. —Visto para sentencia — zanjó como aliviada apenas 40 minutos después del comienzo del juicio. En el pasillo, el desconcierto de Miquel, tan evidente como la mala hostia de Salvador y la sardónica sonrisilla de Zacarías, se traspasó al rostro de Victoria que miraba a su colega marifloro y al corro de apoyo de la desgraciada víctima del acoso como si acabara de


recibir de todos ellos una soberana paliza. Unos y otros eran conscientes, desde ya, de que la pitufa había ganado el juicio y que a Miquel le esperaba una severa condena. Hasta Miquel hubo de abrazarse a la abogada, tratando de espantar la cólera que bullía en el interior de la aguerrida jurista a la que, frente a la jueza corrupta, no habían servido de nada su veteranía y su agresividad. —Visto para sentencia —repetía Victoria—, visto para sentencia... Tu puta madre, asquerosa, sinvergüenza, la puta mare que et va parir..., filla de puta. Hasta Salvador, más que hecho al exabrupto, la miró con admiración. —Me pone esta tía, Zaca, me pone. Qué carácter, joder, seguro que es una fiera en la cama... —Calla, coño, que aún te llevarás un soplamocos. Y le agarró de la manga de la chaqueta, camino de la puerta de los juzgados. Un par de horas después, todos en el apartamento de Miquel y alrededor de la mesa en que aún yacían los restos de las pizzas que se habían llevado de la Venus, hacían como que tomaban café, esperando... vete a saber qué esperaban después del chasco de la mañana. Al teléfono, Miquel intentaba explicar a su madre y a su hermana lo inexplicable y, peor, lo que barruntaba que iba a ser una fulminante condena. Salvador, embobado ante Victoria, que no paraba de blasfemar a la salud de la puta madre que parió a la jueza, era el único que parecía no ser consciente de lo que se le venía encima a su desgraciado amigo. Echando mano sin empacho a la exquisita reserva de licores que había descubierto en las estanterías de la sala de estar del apartamento del cuñado de Miquel y tras dudar entre varios, se sirvió un generoso dedo de escocés, malta pura y, alzando el vaso y dirigiéndose al grupo de afligidos contertulios, se despachó a pleno pulmón:


—Por Miquel, por Victoria y por toda la basca de gente cojonuda que le van a dar por el culo a la jueza, a la pitufa y a su puta madre. Todos sonrieron y brindaron y se agitaron como las flores del cementerio que...cuando las mueve el viento, parece que están llorando. —A las penas, puñalás... —se le escapó a Zacarías—. Setze jutges d’un jutjat, mengen fetge d’un penjat... —por lo bajini—. Y más bajito aún...— Pleitos tengas y los ganes, mira que es viejo...


Capítulo 30

Aquí hay algo que no encaja… Mosqueado, frustrado ante la evidencia de que el juicio había ido muy mal, acojonado por la perspectiva de resultar condenado como autor de un delito tan repugnante como lo es la agresión sexual, Miquel pasó muy mala noche. Y eso que, cuando cada mochuelo volvió a su olivo y todos sus amigos se retiraron para dejarlo a solas con sus negros presentimientos, se había pegado una soberana paliza a todo correr por las curvas carreteras que discurren por el Cap de Salou. Fue inútil: el ansia no le abandonaba y el desasosiego le atenazaba las tripas. Saltó de la cama al suelo, se estiró todo lo largo que era e intentó relajarse. El Golden le colocó la cabezota junto a la suya y miraba para arriba cada vez que Miquel le acariciaba el hocico como queriéndole decir, “vale, estoy a tu lado pero como se te ocurra salir a correr otra vez... no cuentes conmigo”. El cocker, siempre tan jeta, roncaba tranquilamente apalancado en el sofá preferido por su cuñado...si éste llega a saberlo.. Casi de madrugada, recibió una llamada de Irina, que le propuso salir a tomar una copa; pero se excusó y mintió asegurándole que estaba a punto de marchar para un servicio urgente. La chica le explicó que su padre quería hablar con él urgentemente... del dinero, claro, imaginó Miquel. —Vale, Ira. Yo también quiero que hablemos. Mañana, en cuanto vuelva, te llamo y quedamos. —Spakoini nochi, daragoi, buena noche, mi querido... —Buenas noches, Tatalka. Aunque el ruso de Miquel era más que rudimentario, ya sabía que “spakoini nochi” se traducía por “noche tranquila”.


—Ja, noche tranquila —se dijo—. Si tú supieras... No percibió preocupación en el tono de Irina pero se obligó a pensar en la forma de enfrentarse a Igor y convencerlo de que él no tenía nada que ver con la desaparición del millón de euros. Y, a continuación, en cómo explicar a Irina la cruda realidad de que podía ser condenado por unos hechos a los que era absolutamente ajeno. Razonó que acaso fuera mejor no decirle nada a la chica pero inmediatamente rechazó la posibilidad del menor engaño: quizás, debería cortar por lo sano y romper para siempre con ella porque, ¿cómo aguantaría vivir junto a un agresor sexual? Y, ¿cómo soportaría él vivir consigo mismo en esa circunstancia y con esa carga a cuestas? Echó mano de un bote de pastillas para dormir que tomaba su cuñado y consultó el prospecto por si estaban caducadas. Lo desechó y volvió al suelo frío y al cálido contacto con su perro peludo. Entre agotado y sobresaltado, le fue llegando el sueño pero, a punto de quedarse frito, revivió y se puso en pie de un salto, alarmando al perro que salió pitando en busca de escondite por si a su dueño le daba por volver a la carretera. —¿Cómo ocurrió...? ¿cómo coño se esfumaron los billetes? ¿quién los ha birlado? Se reprochó su propia ingenuidad y se maldijo por haberse resignado como un tonto a dar explicaciones cuando, como policía, tenía que haber caído inmediatamente en que tenía que haber alguien que se hubiera beneficiado del “descuido”: “sigue la pista al dinero”, es el más elemental de los principios en la investigación criminal. E inmediatamente le asaltó el más oscuro de los presentimientos, —...el Marqués. Ese hijoputa está en el ajo. Sin la menor pista, sin el más ligero rastro...sólo sospecha... sólo una maliciosa corazonada. —Veamos. ¿Sabía algo? No; ¿cómo podía saber que Irina conducía su coche? ¿y que llevaría tanto dinero? Que estaba en la operación de venta del casoplón... eso sí, ignoraba cómo había entrado en el asunto pero seguramente había sido a través del socio de Igor,


con quien el petulante castrón parecía haber hecho muy buenas migas; Dios los cría y ellos se juntan, los dos cabrones... El fogonazo de la sospecha, paradójicamente, adormeció su pensamiento y, finalmente, se quedó roque. Al poco, el Golden se subió a la cama y se acurrucó a los pies de Miquel sin que éste lo advirtiera: los amigos están para eso. Miquel nunca necesitaba despertador: instintivamente, y a la hora precisa, hubiera dormido poco o mucho, un extraño mecanismo biológico le avisaba de que había que ponerse en pie . Además, tampoco remoloneaba en el lecho: directo a la ducha; y bajo el agua bien fría, en invierno, en verano, en Salou o en el Pirineo, bufaba y se frotaba ásperamente para activar, al tiempo que su sangre, todo su corpachón y, de paso, el cerebro. A Irina que, como muchos rusos, es inexplicablemente friolera, le horrorizaba esta extraña costumbre aunque se quedó perpleja cuando Miquel le explicó que de este modo fortalecía su potencia sexual. —Es una broma, Tatalka. Tú eres el mejor estímulo sexual para mí. —“¿Estículo? ¿Schto eta, estículo...? ¿Iaishá..., huevo…? Miquel se rió y se prometió que, en cuanto saliera del lío en que estaba metido, empezaría a aprender ruso. A las 8.00 en punto entraba en la comisaría. Pep, el caporal, fue el único que le preguntó por el resultado del juicio. Mientras Miquel, decaído, le hacía un breve resumen, asomó Sergi. —Qué, machote, ¿ya está todo aclarado...?

—Ni de bon tros, Sergi. El judici va anar molt malament. Em temo el pitjor. —Au, vinga, ¿qui es creurà que tu has assetjat aquella pitufa?


—No sé, veurem... —Hem sapigut que està de baixa. Uns quants volíem tenir una xerradeta amb aquesta filla de sa mare... —No, sisplau, sisplau. No emboliqueu més la troca. Gràcies, però, millor que no feu res. Aquel día, le tocó acercarse a casa de unos supuestos traficantes: chavales de 20 años que conducían cochazos de 40.000 petardos y aparecían y desaparecían y cambiaban de buga como de camisa. —Negosios, mi sargento, negocios uropeos. —¿Tú, negocios? Que pases mandanga.... mal, pero que intentes tomarnos el pelo...eso sí que no cuela. Y no soy sargento, pero si te suelto una chufa, te vas a enterar. A ver, dime la verdad, ¿dónde estuviste con ese moro que es amigo tuyo la semana pasada? —En Zevilla, mi sargento, se lo juro, en la feria d’abril. —Sí, hombre, en la feria de abril y estamos en agosto.... Y ni Miquel ni su compañero pudieron aguantarse la risa. En el fondo, eran pobres chavales, mal colocados en la parrilla de salida de la vida. Hacían un par de viajes, tenían suerte si no los enganchaban, se tiraban el moco con las chicas durante unos días y en cuanto se pulían la pasta, volvían al bisnes... mientras durara. —Volveremos la semana que viene para hablar con tu madre. Díselo... —Que no, mi sargento, mi madre no, que me mata...


—Y ¿qué dice cuando te ve con ese BMW que llevas? —Es que er coshe no es mío, es del Cohonasos... —¿De quién...? —El Cojonasos, me lo presta pa ir de titis... —El Cojonazos, apunta, tú — le dijo Miquel a su compañero—. Bueno, colega, vigila, que ya sabes que te tenemos clichao y como te enganchemos, te van a caer unos cuantos. —Que no, mi sargento, que estoy limpio, se lo juro, por mi madre. —Anda, anda, deja de jurar... Ya en la escalera... —Ese Cojonazos tiene que ser el enlace. Me da que es aquel gordinflón que pillamos hace un par de meses, ¿te acuerdas? Pero el juez lo soltó enseguida... —Putos jueces... Poco antes de acabar el servicio, recibió la llamada de Irina, invitándolo a comer en el Albatros. El Albatros, un clásico en Salou, dirigido por el incombustible Fernando, pese a estar escondido entre los retorcidos caminos que serpentean al ladito mismo de la costa, ha acogido durante años infinidad de reuniones en que se han decidido muchas cosas, políticas, empresariales y... líos de faldas. Elegante, discreto, es el lugar ideal para encuentros cuyo resultado... mejor queda para los participantes. Miquel pensó que el ruso era más listo de lo que le había imaginado. —Vale, Tatalka. Pero llegaré un poco tarde. —No problema...


A Miquel le llegó al oído una larga onomatopeya que imaginó beso al otro lado del teléfono, y sintió un agradable calorcillo, que le duró bien poco, justo hasta que la imponente persona de Igor y la maldita maleta llena de pasta ocuparon su pensamiento. —Hasta ahora, Tatalka. Eran las quince horas y cinco minutos cuando Miquel subía las cuatro escaleras que dan acceso al restaurante Albatros. Fernando, el propietario, le saludó a la puerta y desde allí oyó las risotadas como de oso siberiano que encadenaba Igor. Irina estaba sentada a su lado y... al lado de Borís, el socio con cara de todo menos de socio... —Dita sea, mal empieza esto —se dijo Miquel al verlo. Saludó y se sentó.


Capítulo 31

Kashol, kashol, kashol… En la mesa redonda, Miquel tenía a su derecha a Irina, enfrente a Igor y... a su izquierda, a Borís, el socio con cara de todo menos de socio, elegantemente vestido por una vez. Miquel sintió un repelús cuando, educadamente, el ruso le sirvió agua y creyó advertir en éste como un aquel de voluntad de acercamiento. —“A este pájaro le sentó bien el rodillazo en los cataplines” —pensó el joven, acercándole la copa pero sosteniéndole la mirada—. “Ya sabes cómo las gasto, gilipollas” – se dijo para sí mismo— “y como me busques las cosquillas, te sacudo aquí mismo y te meto los choricillos por el culo”. Pero pareció que Igor salía al paso de sus malévolas intenciones y enseguida se levantó exhibiendo amplia sonrisa en su amplísima carota. —Mijail, tost. Mi amigo Borís Borisóvich quiere tú y él amigos. Borís Borisóvich sabe, tú no ladrón, tú, buen hombre. ¿ A... Borís Borisóvich...? Gavarí, habla tú. Y levantó la copa iniciando la que Miquel temía interminable serie de brindis que acompañaría la comida. Irina y Miquel brindaron con agua e Igor y el socio se embaularon su buena copa de vino bien llena sin que les preocupara demasiado el ritual degustatorio a que se obligan quienes se tienen por expertos en caldos. —Señor Miquel. Yo equivocado. Usted tiene que saber que yo respeto mucho Igor Igórevich. Yo, muy enfadado al saber él había perdido muchos billetes. Yo muy, muy, muy enfadado. Usted, señor Miquel, usted...comprende. Siento mucho hacerle daño, siento mucho, de verdad.


Y se levantó y tendió la mano a Miquel quien, desconcertado, le devolvió el saludo. —Iríneshka, maia Sólneshka, mi hija, dijo, Miguel no ladrón, nunca, nunca ladrón. Y yo creo —bramó Igor antes de echarse al coleto otro buche de excelente tinto—. Ahora, ¿amigos...? ¿Mijail, Borís... amigos? —Vale, olvidemos el pasado —replicó Miquel, sin saber muy bien si acertaba o volvía a pisar una trampa. Y miró a Irina que le sonreía embobada. Miquel no pudo evitar que se le fueran los ojos al escote de la chica, discreto pero sugerente. —“Y esta chica, es mi chica” —se recordó para sí... Dio un sorbo a la copa de vino y volvió a mirarla de reojo, un poco amedrentado por la presencia de Igor y del socio que hablaban en ruso. —Mijael. Yo sé, tú no dinero. Pero tú policía, tú sabes. Yo digo, ¿quién robó mi dinero? No entiendo. ¿Tú entiendes? Dime... Igor sirvió vino a su socio, pasó por encima del plato de Miguel, posó la botella y acariciando el borde de la copa, se apalancó colocando el mentón sobre una de sus manazas. El mosso lo imaginó en la prisión que se decía que había regentado, sentado ante un ingenuo y desvalido campesino rubio y de cara redonda, mirando al desgraciado fijamente, dedicándole una sonrisa de hiena y diciéndole sin hablar que “o largas lo que quiero ya, o te quedas sin dientes, sin huevos y sin pellejo en menos que te canto la primera estrofa de Kalinka”. Pero Miquel era mucho Miquel para tan poco fanfarrón. Le aguantó la mirada, bebió un largo trago de agua y, con mucha calma, soltó: —Igor, Borís... eso mismo estoy pensando yo desde hace días y he llegado a una conclusión: ese dinero lo robó alguno de los vuestros. —Schto eta? ¿Vuestros? —Igor separó las manos de su careto, dirigiéndose a su hija.


—Un amigo o un socio de vosotros. Alguien que sabía que Irina viajaba con una maleta llena de dinero. Os han tomado el pelo... —...? —Os han engañado y os han robado. Igor y Borís cruzaron su mirada, desconcertados. Miquel había colocado la pelota en su tejado. Unos largos segundos después, Borís, que ayudaba a la camarera a servir la carne apenas pasada por la plancha y que despedía un apetitoso aroma, agarró el cuchillo con fuerza y gruñó... —Kashol, kashol...kashol... ... con una cara de mala hostia que Miquel no le conocía. —Cabrón — tradujo Irina, sonriendo, no del todo consciente de lo que en realidad significa el apelativo en castellano—. Cabrón, cabrón... —Kto...? ¿Quién...? —rezongó Igor mirando a Borís. —¿Quién conocía la operación? —intervino Miquel—. Veamos. Repasemos los acontecimientos. Primero, ¿cuánto vale la casa que queréis comprar? —Seis millones euros —replicó en el acto Borís—. Nuestro acuerdo, tres millones en efectivo delante notario y tres millones desde banco antes de una semana. Una casa... señorital... —Señorial —le apoyó Miquel.


—Una casa muy grande, estilo modernista, como un palacio. Dueños, señores muy ricos, ya muertos. La vende su hija, porque vive en Londres. —Muy bien, la vendedora está en Londres. ¿Quién la representa? —¿Representa...? Ah, mi abogado, señor Desca---rega. —Descarrega, ya sé quién es. No, quiero decir, ¿quién representa a la vendedora? —¿Señora vendedora...? Ah. Señor... ¿kak ievó imia, Irineshka...? ¿cómo nombre... tú recuerdas...? Comida puerto Barcelona... —No acuerdo... este señor, amigo Marqués... —respondió la chica. Al oírla, a Miquel se le iluminó el rostro... el Marqués, como se había maliciado, estaba en el “business”...Pero, con toda su sangre fría, el policía que llevaba dentro, sólo dejó ir, como dudando... —¿Marqués? ¿quién...? Ah, Pau, el Marqués... sí, ya sé quién es.

A Borís no se le escapó el destello de ironía que irradiaba la mirada de Miquel. —Kanieshna, kanieshna... Claro, ahora entiendo, Igor Igórevich-. Y se lanzó a una larguísima exposición en ruso, Igor y Boris cara a cara, aquel escuchando con creciente manifestación de sorpresa e indignación, los argumentos de su socio y, al parecer, amigo. Mientras los dos rusos se interpelaban intercambiando expresiones de asombro, Miquel dedicó unos instantes a Irina, manifiestamente satisfecha por cómo iban desarrollándose las cosas. La chica se permitió, no sin antes mirar a su padre, una caricia al alborotado cabello de Miquel, que se sintió reconfortado y, lo más importante, a punto de


reivindicarse, por la vía de las explicaciones y de los hechos, como lo que era, un tipo honrado a carta cabal. —Mijail, tú habla, tú di verdad, ¿tú crees Marqués robó mi dinero? —No, no, ojo. Yo no sé nada. ¿Por qué, vosotros creéis que el Marqués os ha hecho la pirula? —¿Pirula...? Shto eta, lapirula?

—¿Pensáis que el Marqués os ha engañado?

Borís miró a Igor, los dos a Irina y, finalmente, los tres a Miquel. —Moshet bit... moshet bit... podrá ser... Igor se aferraba a su mentón, le daba un viaje tras otro a la copa de vino, mordisqueaba restos de la carne ya fría en la bandeja... Miquel advirtió que Borís echaba mano de su teléfono móvil y hablaba en ruso. Mientras, la camarera retiraba el servicio y preparaba la mesa para los postres y el café. Irina pasó la mano con mucha delicadeza por el muslo de Miquel. Este, por primera vez en muchos días, se sintió animado y animoso; parecía haber luz al final del túnel. Los cuatro comensales dieron rápidamente cuenta, en silencio, de la exquisita bandeja de delicados pastelillos, mirándose unos a otros de cuando en vez e intentando, cada cual para sí, devanar la madeja de la que creían haber encontrado el hilo. Igor solicitó la cuenta, pagó con prisas, dejó una magnífica propina e invitó a sus contertulios a salir del restaurante. Ya en la calle, cogió a su hija y a Miquel por el hombro, hizo un suave amago de acercarlos y ordenó:


—Irina, tú llevas Mijael a tu coche. Yo y Borís Borisovich hablamos. Mijael, yo mañana hablo para ti. Mijael, tú gran hombre, yo muchas gracias. Mañana hablo para ti. Besó a su hija, dio un fuerte apretón de mano a Miquel y salió disparado al coche de su socio, que ya había dado la vuelta y arrancó inmediatamente. La pareja, con ademán tranquilo y amartelados, se dirigieron caminando hacia la parte de la costa que da al mar y pasaron un buen rato contemplando el magnífico espectáculo que se divisa desde lo que queda de lo que fue un búnker en su tiempo, dicen que durante la Guerra Civil española, base de algún cañón ya desaparecido. Cayendo el sol, cada cual se fue en su coche pero se encontraron de nuevo en el parking del edificio en que vivían. Bueno, una noche feliz, aunque no tranquila: ya tocaba...


Capítulo 32

Comité de crisis Mientras paseaba a sus perros para la meadita mañanera, Miquel, absorto en sus cavilaciones, casi ni se apercibió de la presencia de aquella viejita tan simpática con la que siempre se topaba, pasito a paso junto a su caniche, birriosillo y derrengadito pero muy cariñoso, el pobre chucho. El joven, a quien gustaban todos los perros, guapos, feos y de todo un poco, se inclinaba siempre a acariciar al animal y de paso, dedicaba una sonrisa a la abuelita que seguía su marcha tan feliz como si hubiera ligado con el mismísimo John Wayne. Pero en esta ocasión la iaia se giró extrañada de que Miquel, sin aquella rubia tan guapa, apenas reparara en ella. —Con la buena pareja que hacen... ¿no se habrán separado...? —se malició apesadumbrada. Pues no, no sólo no se habían separado, Irina y Miquel, sino que reforzaban a pasos agigantados su relación y su complicidad. Habían pasado la noche juntos, en el apartamento de Miquel y, después de hacer lo que suelen los enamorados, se entretuvieron un buen rato deshilvanando los movimientos de la chica, días atrás, desde que abandonó su apartamento, cargando con la maleta llena de pasta y se embarcó a bordo del coche del mosso. Este, en quien el asunto había encendido todas las luces de navegación por las tinieblas que suelen envolver el delito, se armó de una libreta y fue apuntando cada mínimo detalle que recordaba Irina o que se le ocurría a él. Pero no había demasiadas intrigas ni daba la impresión de que, quien fuera que urdiera la trampa, se hubiera esforzado demasiado por esconderla. Sencillamente, Irina había telefoneado a su abogado barcelonés, Descarrega, poco antes de coger el coche para anunciarle que en un par de horas estaría en su despacho. —¿Cómo es que decidisteis llevar tanto dinero en efectivo?


—No sé, Puksi... esto mi padre. —¿Le dijiste a tu abogado que ibas en mi coche? —le preguntó Miquel. —Da, kanieshna, claro. Yo tardaba más porque iba en coche viejo..., perdona, Puksi... ¿yo mal hacía? —No, qué va. Hiciste bien —respondió Miquel que no paraba de atar cabos—. ¿Le dijiste que ibas por autopista? —Claro, siempre yo autopista. Doce horas en punto en su despacho, luego notario, luego comida. —El Marqués, ¿estaba invitado a la comida?

—Claro, Puksi.. él, amigo señora vende la casa.

—Esa señora, ¿tú la conociste personalmente?

—No, nosotros no conocemos señora. Sólo abogado de señora. —El abogado de la señora... Al rato, Miquel tenía claro que los rusos habían actuado con la ingenuidad de unas monjitas de la doctrina y que algún espabilado, al olor de las sardinas que eran la pasta, había movido sus piezas para birlarles el parné que destinaban a la compra de la mansión. Pero, ¿entraban en el lazo sus compañeros, los mossos...? Joder, qué fuerte... Corrían entre ellos rumores que apuntaban a la complicidad de agentes y de mandos, algunos situados muy arriba, en asuntos turbios. Miquel nunca había prestado la menor atención a esas habladurías, teniéndolas por maledicencias sin demasiado sentido: él era tan


primitivo que, ni por asomo, se le hubiera ocurrido que un policía se rindiera a los encantos del dinero ilícito y fuera capaz de meter la mano en bolsillos ajenos a su sueldo. Pero ahora... recordaba y recordaba y... empezaba a admitir que, cuando el río suena... agua lleva... —Maldita sea, los míos... no puede ser, ¿un mosso d’esquadra haciendo chorizadas de ese calibre...? Irina no entendía ni papa de lo que se le escapaba en voz alta a Miquel pero adivinaba que los engranajes de su cerebro trabajaban a toda pastilla. Ya muy tarde, volvieron a la cama y, abrazaditos, cayeron a su vez en brazos de Morfeo. De buena mañana, el cabroncete del Golden, que siempre se ponía como loco en cuanto veía que Miquel echaba mano de las correas, en esta ocasión, acurrucado a los pies de la cama en que dormía Irina, daba toda la impresión de no tener demasiadas ganas de paseo. —Venga tú, a mear, que con un enamorado en casa, ya hay bastante —le azuzó Miquel. El bicho se enderezó perezosamente y se dirigió a la puerta. Desde ella, se volvió para mirar hacia la habitación, esperando que apareciera Irina pero ésta ni se enteró de que el trío, los dos perros y el policía, salía sin hacer ruido. Media horita después, cerca de la puerta de su apartamento, Miquel volvió a toparse con la abuelita y su caniche. Los tres chuchos se enredaron meneando sus respectivas colas con entusiasmo y él, esta vez sí, dedicó su mejor sonrisa a la viejita, chismosa ella... —¿Avui no va amb vosté la seva xicota, jove...? ¿No estarà malalta...? —No pateixi, àvia, està perfectament sana... Adéu; adéu, pitufo —acarició al perrito y se arrancó escaleras arriba, sin reparar en que no le había sorprendido que la abuela los


considerara, a él y a Irina, novios formales, a gusto de señoras bien entradas en años. El Golden le precedió entusiasmado. —Me vas a poner celoso, cabeza buque, —así le decía Miquel a su perrazo, al parecer, tan enamorado de Irina como él mismo. Se afeitó, se duchó, se puso el uniforme, vio que Irina dormía como un tronco, se la quedó mirando embelesado y, sin despertarla, se largó. El Golden, ni caso, enroscado a los pies de la cama y mirándole con miedo. Miquel sonrío...había oído hablar de perros que se vuelven majaretas cuando una mujer entra en casa, rabiosos de celos. Por suerte, los suyos y, en especial, el Golden, habían admitido a Irina sin problemas y... enamorados. El cocker, menos, que los de esa raza son muy suyos y con zampar a gusto, ya están contentos. Miquel, ascensor abajo, imaginó el opíparo desayuno que les serviría Irina... Pasó la mañana enredado en un asunto tan tonto que hizo que él y su compañero, se preguntaran si valía la pena que Cataluña contara con todo un cuerpo de policía como los Mossos d’Esquadra...para dedicarlo a semejantes memeces. Una señora que regentaba una tienda de recuerdos para turistas, había llamado para denunciar a un negro de quien sospechaba que días antes le había robado... unas chanclas de plástico, valoradas en cinco euros. El pobre senegalés juraba y requetejuraba que “yo negro bueno, yo no ladrón, yo viendo relojes, señor, yo mujer, yo tres hijos, yo bueno, señor polisía...” Y la mujer erre que erre, “que era él, que así no se podía seguir, que esto no es como antes, mi vecina también le vio coger las chanclas y salir corriendo...”, y no paraba de mirarle los pies para asegurarse de que el infeliz no calzaba sus dichosas sandalias de fabricación china. La vecina se hizo la despistada y la discusión, a voces, se prolongó durante más de una hora, ante un corro de curiosos que largaban la suya, que si estos negros, que si estos polis que no hacen nada para frenar la delincuencia, que si el ayuntamiento...


—Em venen ganes de pagar-li els cinc euros i engegar-la a la merda... —le explicó el compañero a Miquel. Pero se contuvo, el deber obliga. En plena y estúpida refriega, Miquel recibió la llamada de Irina. Se apartó del corrillo de enconados litigantes para oírla decir que había quedado con su padre para las cinco de la tarde, en su casa. —¿Dónde está Blanc?, el Golden —inquirió divertido, imaginando la escena. —Aquí, con mí. Gavarí, Blanc, jasiain pa telefón, gavarí... Pero no hubo manera de hacer hablar al perro que, con recibir caricias, ya tenía bastante y no estaba para discusiones como la que sostenían la buena señora y el buen senegalés y el consorcio de opinadores que los circundaban que, finalmente, se calmaron y facilitaron que la mujer y el vendedor ambulante, quedaran como buenos amigos, tras la promesa del senegalés de que le diría algo si se enteraba de quién había sido el autor del robo. —Bé, el menys, ens hem estalviat la paperassa... —zanjó el compañero de Miquel—. Joder, hazte poli para esto... I jo que somniava en detenir mafiosos i assassins... —Yo, a las cinco, comité de crisis —dijo Miquel, muy contento, dando carpetazo al insulso incidente. —Què dius, tu ara?

—No res, no res, coses meves... Y a comisaría.


Capítulo 33

Joder, con los rusos… Salva estaba en Barcelona pero a Zacarías sí pudo localizarlo y, juntos, dieron cuenta de sendos bocatas en el Kirila –los bocatas que sirven en el Kirila son bien conocidos por su dimensión tanto como por su contenido, nada cicatero-, mientras Miquel exponía a su amigo las novedades y le hacía partícipe de sus presentimientos. —Estoy seguro de que la pasta se evaporó mientras el coche estuvo en poder de mis colegas. No hay otra. Pasó de la comisaría de Martorell a la de Vila-seca sin parada en ningún juzgado. O la afanaron en Martorell o la pisparon en Vila-seca, fijo. —Anda que los tuyos... paran un coche, dejan que se largue la conductora y se llevan el carro, sin grúa y sin perrito que los ladrara. Vaya profesionales... Por cierto ¿qué hizo tu novia cuando la apearon en la autopista? —Que no es mi novia, coño —replicó, pero por lo bajini—. Llamó a su abogado y éste la recogió al poco tiempo. Se ve que el abogado se pilló un cabreo impresionante. Es que no es para menos. —Y tu.. esto... Irina, ¿cómo se dejó llevar el coche tan fácilmente? —Estaba asustadísima y sin entender nada. ¿Qué iba a hacer? En Rusia, cosas así pasan a veces y es mejor dejarlo correr si no quieres que, además de pelado, te dejen con un agujero en la tripa. Hacía poco que a unos amigos de la familia, les habían entrado unos tipos en su casa, cerca de Moscú y habían matado a la abuela, a la mujer y a sus dos hijos y, por lo que me contó Irina, con muy mala folla. Ella estaba muy impresionada y pensó que era mejor dejar el coche en manos de la poli y... luego ya se vería. —Y, ¿no se le ocurrió llevarse la maleta con la pasta?


—Dice que en aquel momento ni lo pensó. Sólo cayó en ello cuando le contó la historia a su abogado. —Vale. Alguno de los tuyos ha metido la mano. No le debió de resultar muy difícil. Un coche en el parking de la comisaría, una maleta abierta, un montón de pasta.... —Pero, ¿fue una casualidad o... ya sabían a por lo que iban...? —That ist the question... Aquí está la madre del cordero... —Estaban en el ajo, vaya que sí. Alguien les había dado el soplo. —El Marqués. —El hijo de puta del Marqués... La pareja que comía a su lado se volvió hacia ellos discretamente. —Pues ya sabes lo que te toca, Miquelet... —Ya, pero los míos, si saben algo, no soltarán ni prenda. Habría que buscar por otro lado... —El Marqués. —Humm, no va a ser nada fácil apretarle las clavijas a ese malapieza. No va a ser nada, pero que nada fácil... Además, ¿quién me dice que ha sido él...? Todo lo que tengo son simples sospechas. —Piensa mal y acertarás... —Zacarías se echó mano al bolsillo—. Sólo tengo cinco euros. Paga tú, anda, que cobras de la Generalitat... Miquel es de los que siempre se adelantan a pagar, aunque luego se dé cuenta de que a menudo lo toman por tonto. Le molestan especialmente aquellos que amagan con un


billete pero, incomprensiblemente, siempre se las arreglan para hacerlo regresar a su bolsillo. Con Zacarías, en cambio, no le dolían prendas: tenía mucho respeto al viejo comunista y todo le parecía poco si podía echarle una mano, aunque fuera pagando un bocadillo. A las cinco en punto llamaba al intercomunicador del piso de Irina. Esta le hizo una mueca a través la pantalla: —Hay que ver, por mucho que tuerza el gesto, siempre queda guapa... —reflexionó Miquel mientras subía en el ascensor —¡qué suerte tienes, ladrón...¡ —e hizo un gesto de triunfo frente al espejo. Muy animado, iba a tocar el timbre del apartamento cuando Irina abrió la puerta de golpe y se le echó en brazos y se le pegó de aquella manera suya tan..., tan así... que le quitaba las ganas de cualquier cosa que no fuera quedarse amarrado a ella para siempre. Eso era una bienvenida y lo demás, cuentos. Entraron en el piso cogidos de la mano. En el salón, tan grande como una plaza, bordeado de armarios y tan cargado de trastos, figuras y armas viejas que parecía una chamarilería, Igor, de pie, con una gran copa en la mano, se dirigía con autoridad a su socio Borís, sentado en un sofá. Junto a éste, de pie, los dos matones a los que Miquel, pocos días antes, había enseñado lo que no aprendieron en el KGB, a andarse con ojo con los polis catalanes. Pero al mosso le llamó la atención que, espontáneamente, ambos se dirigieran a él para saludarlo, inclinando levemente la cabeza y esbozando lo que a Miquel le pareció sonrisa, como teñida de simpatía. —Mijael, feliz ver a ti. Adelante, adelante. Ya conoces mis amigos, Borís, Sascha, Vitali... —Vaya si los conozco —pensó el joven—. Y ellos a mí...

—Todos felices ver a ti, Mijael. ¿Tú bien, tú escoch, vodka, kaniak...?


—Papa, on, alcohol sabsiem ne piu—. Terció Irina—. ¿Tú alcohol nada no bebes, a...? ¿Coka...? Y se dirigió al office en busca del refresco mientras Igor, en quien se apreciaba larga experiencia en el mando aunque fuera porra en mano, organizaba a sus huestes alrededor de una inmensa mesa de cristal y ofrecía a Miquel la presidencia. —Mijael, nosotros hablamos. Mucho hablamos. Smatrí, mira: para mí, dinero, gavnó, mierda. ¿Un millón...? Mierda, no importa. Yo quiero saber quién, kto... quién cabrón robó mi dinero. Yo sólo quiero esto. Millón euros, mierda, pero... engañar Igor Igórevich... robar Igor Igórevich... esto... E hizo un gesto alrededor de su cuello que no daba lugar a dudas sobre lo que quería significar. Borís, el socio con cara de todo menos de socio, más templado esta vez, le salió al quite a su amigo y jefe. —Señor Miquel. Igor Igórevich, usted ve, mucho, muy, muy enfadado. El quiere saber quién ha engañado, quién ha robado. Usted, señor Miquel, ¿puede ayudar nosotros para encontrar ladrón? Nosotros muy agradecidos. Igor Igórevich dice, encontramos millón euros, este dinero para usted. Miquel, como impulsado por un resorte, zanjó tajantemente. —No, ni hablar. No quiero dinero, ni un euro, nada. ¿Lo oye, Borís? No quiero nada y no aceptaré ni un céntimo. Pero yo también quiero saber qué diablos ha ocurrido y quién pispó la pasta. —Schto eta? —Igor dirigiéndose a su hija— Bispó lapasta? —Es igual. Más que vosotros, yo quiero pillar al que robó el dinero. —Oquey, oquey, Mijael. Tu siempre policía honrado, muy bien. ¿Qué piensas tú, quién fue...?


—No pienso nada pero tengo alguna sospecha. Los dos matones, ahora muy calladitos, escuchaban con mucha atención y rabia contenida, esperando como dos fieras corrupias, la señal de su amo para tirarse al cuello del maldito cerdo que había engañado a su jefe. —Smatrí. Smatrí na miniá... —Igor miró a los ojos de Miquel con una intensidad que éste no le hubiera atribuído. Le tenía por un brutote campechano, curtido en las prisiones soviéticas a base de apalizar desgraciados y capaz, eso sí, de establecer lazos con gente de mucha pasta y pocos escrúpulos. Pero... interrogador inteligente... eso no le cuadraba. — Skashí, Mijael... Dime, ¿tú crees, Marqués robó mi dinero...?. Y se lo quedó mirando a la búsqueda de la menor vacilación en el gesto o en la palabra del policía. Miquel se lo pensó un par de segundos y, alto y claro, respondió. —Sí. Igor se repantigó en el sofá, como si le hubieran sacado una bala del corpachón. Y sonrió. Sonrió también Borís y, imaginando lo que ocurría, sonrieron los dos matones que no entendían ni una palabra en español. Transcurrieron unos instantes en que el silencio que se adueñó de los comparecientes, sólo lo rompían los vasos al contacto con la mesa de cristal y los cubitos de hielo que se deshacían en el whiski al chocar con las paredes de la copa. Irina se abrazó a su padre pero miraba a Miquel. —Vitali, Sascha: vi, dielaiete schto nada dielat... Igor señaló a sus dos adláteres y estos, como un cohete, se dispararon al mismo tiempo a coger sus chaquetas, dispuestos a salir a cumplir lo que les ordenaba el jefe.


Miquel adivinó las intenciones de los rusos y terció rápidamente. De ningún modo iba a permitir que aquellos dos paletos estropearan la solución de un asunto en el que él se jugaba mucho más que el ruso —Eh, tranquilos, tranquilos. Igor, diles que se sienten, por favor. El ruso hizo un gesto a sus lacayos y estos, de nuevo, se pararon como dos robots. Uno de ellos, Miquel no sabía quién era Vitali y quién el otro, incluso se quedó con el brazo a medio meter en la manga de su chaqueta. —A ver, vayamos por partes. Yo sospecho del Marqués pero no tengo ninguna prueba. Así que tendremos que ir con mucho cuidado para no estropear la pista y echarlo todo a perder. Los rusos, que no entendieron muy bien lo que decía, sin embargo, intuyeron que Miquel recomendaba prudencia y calma. Volvieron a sentarse, volvieron a llenar los vasos y, mirándose unos a otros, esperaron a ver qué proponía el poli catalán. Ya les había dado pruebas de que sabía ir a las bravas y ahora se las iba a dar de que también era listo. Callaron todos un par de minutos mientras Irina colocaba en la mesa bandejitas con chips, pepinillos y... jamón que, a primera vista, era del bueno. Los rusos no se cuidan mucho de la coherencia gastronómica en sus banquetes pero una cosa tenía clara Miquel: compraban en las mejores tiendas de la zona. —Una trampa —soltó Miquel de repente. —Shto eta, tampa? —Igor. —Lagushka —apostilló Borís—. Abmánibat ievó. Y los cuatro asintieron muy convencidos. —Tampa, me gusta.


—Trampa, trrrampa —Miquel se vio obligado a corregirlo. —Okey, trrrrampa —repitió Igor—. Cómo trrrampa? —Necesito tiempo para pensarlo —admitíó el policía—. No nos podemos permitir ni un solo error... —¿Tú piensas? Oquey. Mañana hablamos... Igor dirigió una breve filípica a sus muchachos y estos, asintiendo, se largaron despidiéndose atentamente de Miquel, al que ahora parecían reverenciar: mejor estar a buenas con aquella máquina de sopapos que otra cosa. Borís también se abrió. Cuando quedaron a solas Igor, su hija y el que ya parecía novio oficial de la bella rusa, el padre de ésta abrazó efusivamente a Miquel y le soltó un beso en toda la frente que dejó al joven fuera de juego. —Ah, Mijael, Mijael... tú policía honrado, tú policía listo... tú gran policía. Tatalka, tú feliz, Mijael mejor hombre en el mundo, tu casas Mijael... bistra... kak… —Rápido —tradujo entusiasmada Irina—. Sí, Miguel, tú y yo casamos rápido, sí? —Buehhh... anem a pams... Aquests russos... Irina le propuso salir a cenar en algún restaurante pero Miquel le explicó que quería pensarse bien el asunto del Marqués. Y que ahora quería ir a correr un buen rato, que era su peculiar manera de reflexionar cuando el asunto era gordo. La chica se ofreció a acompañarlo pero al poco, se paró y se sentó en un banco. Los dos perros, claro, se acurrucaron junto a ella y el cocker hizo un amago de enseñar los dientes a Miquel cuando éste le estiró la correa. —Vaya dos... —dijo Miquel—. Bueno, vaya tres... Y reemprendió furiosamente su carrera.


Capítulo 34

La trampa A Miquel, que había sido jugador profesional de hockey sobre patines, no le tiraban mucho los deportes de equipo. Su individualismo le inclinaba más hacia aquellos esfuerzos en los que el resultado dependía exclusivamente de él y no del buen entendimiento con compañeros de los que a uno le había dejado la novia y estaba deprimido, el otro jugaba acatarrado y el tercero llevaba días cabreado con el entrenador y pasaba de todo. Por eso, se dedicó intensamente al aikido durante varios años y estuvo a punto de viajar a Japón para practicar con maestros en esa disciplina. Al final, no pudo ser. Ahora, en Salou, no lo tenía fácil para continuar ejercitándose en ese arte marcial tan peculiar. Y sustituía las horas en el tatami por largas sesiones de yoga en su casa y, para desengrasar que decía él, que no tenía ni una maldita brizna de grasa inútil en todo su cuerpo, se pegaba unas zurras impresionantes corriendo como un loco por los retorcidos caminos que bordean el Cap de Salou. Incluso, en una ocasión le pararon unos compañeros mossos, que al advertir que corría de aquel modo, pensaron que le ocurría algo. Al darse cuenta de quién era, le amenazaron con llevarlo detenido “por exceso de velocidad”... Siempre que podía, utilizaba la misma técnica: diez minutos muy intensos, a degüello, y luego media hora más moderadamente. Era esta segunda parte la que dedicaba a pensar en sus cosas. Hoy, mientras trotaba tranquilamente, le daba vueltas a la trampa... Además de lo que había aprendido en la academia, Miquel leía todo lo que podía sobre criminalística, técnicas de investigación policial y psicología criminal. Últimamente, se había interesado por entender un poco las endiabladas tramas financieras de que se sirven tantos y tantos delincuentes de guante blanco para hacer de las suyas. Incluso, se había apuntado a algunos cursos especializados, siguiendo los consejos de Zacarías que, como gato viejo que era, incitaba a su amigo a estudiar pero, al mismo tiempo, le daba escasas


esperanzas sobre las posibilidades de que la policía consiguiera acabar con la delincuencia organizada por tantos abogados, expertos, banqueros y políticos, conchabados para esquilmar al pobre diablo que curra como un cabrón para que los de arriba vivan a lo grande. —Bien, bien, bien, pipiolo —le decía—. Tú estudia en lo que ellos se tiran a fulanas de lujo en sus yates. Mira a tu jefe Pujol... —No es mi jefe —replicaba, molesto, Miquel. Eran los tiempos en que habían salido a la luz el aberrante tren de vida de los hijos del expresidente catalán, los coches de lujo de uno de ellos, sus inversiones multimillonarias... —Y ya verás cómo acabarán enganchando al viejo zorro. Menuda vergüenza para Cataluña si Pujol acaba en los tribunales... por chorizo... —Dios me ponga donde haya, que de coger, ya me encargo yo... —repetía el viejo profesor. —Yo no, nunca me quedaría ni con un euro que no fuera mío. —Ya. A ti te creo. Por eso, no llegarás a nada.

—Como tú... —Como yo... —aceptaba resignado Zacarías—. Pero bueno, y si lo tuviera, ¿qué haría con ello? Joder, es que no necesito nada, te lo juro. Hace poco entré en el Corte Inglés de Barcelona a comprar un libro. Estuve dando vueltas por allí un buen rato. Ese día tenía pasta porque me habían pagado unas clases y te lo puedes creer: no compré nada porque no necesitaba nada. Y mira que tienen de todo... —Quien no se consuela es porque no quiere...


Evocando sus discusiones con el viejo profesor y dándole vueltas a la maniobra que intentaba para desenmascarar al Marqués, sudoroso y muy cansado pero muy tranquilo, Miquel llegó al punto en que se encontraba Irina con los dos perros que, al verlo, ahora sí, se lanzaron a su encuentro, astutos sabedores de que su amo ya se había dado la paliza y ahora no corrían peligro de carrera desaforada. —Venga, trío de vagos, ya podemos volver. Tranquilamente, los perros zascandileando por los bordes de la carretera, Irina y Miquel bien juntos, sin que a la chica pareciera importarle pegarse al cuerpo sudoroso de su, ya oficialmente, novio, reemprendieron el camino de casa. Ella le decía cosas en ruso, él no entendía nada y, además, tenía la cabeza en otra cosa, en la trampa...Pero se sentía muy a gusto, mucho. La trampa...¿era el cabrón del Marqués quien había ideado el asunto? Era muy listo pero... tanto...Y, demás, habría necesitado cómplices... Salvador... —Salvador —exclamó de golpe, más tarde, mientras le daba un bocado a la pizza que habían encargado para cenar. El cocker atrapó al vuelo el borde de la pasta que le lanzó Irina. —¿Salvador, qué...Salvador? —se extrañó la chica, que ofreció otro trozo de pizza al Golden. —Salvador es amigo del Marqués. El me va a ayudar... Pero, ¿es de fiar...? Cogió el móvil y llamó a Zacarías. —Oye, Zaca, estoy pensando en lo que tú sabes. ¿Crees que Salva es de fiar para levantarle la camisa al hijoputa...? —...


—¿Cuántos hijoputas conoces...? —...

—O sea, a mí no, pero a ti sí... Entendido. ¿nos podemos ver mañana? —...

—Vale, comemos en el Pa i Oli. Buenas noches. Gracias, Zaca. Se repantigaron en el sofá, mirando la tele, Irina sin entender el programa en catalán aunque le importaba poco, arrebujada entre los brazos de Miquel. La rusa no le prestaba excesiva atención al sexo y, en cambio, se moría por estar junto a su chico, aunque fuera viendo Vent del Pla. Y Miquel, que sí entendía el catalán, tenía la cabeza en otra cosa, en la trampa que pretendía tender al Marqués, para que cantara lo que sabía del robo de la pasta... si es que sabía algo y si es que tenía algo que ver con el asunto. Así que ésta era la primera cuestión a resolver, la implicación o no del maldito aristojeta. Ya en la comisaría, aprovechó la relativa tranquilidad de que disfrutaban aquella mañana, para intentar unas cuantas llamadas a sus colegas de Martorell. A trancas y barrancas, recibiendo alguna que otra velada amenaza de dar parte a los de arriba, consiguió arrancar de un caporal –cabo- con el que había hecho vivac en alguna ocasión en el Pirineo, el dato de que su coche -con la maleta del dinero- no había estado en el parquing de la comisaría ni siquiera 12 horas. Por lo visto, habían recibido una llamada airada del juez, ordenando la inmediata devolución del vehículo a su propietario. Aparentemente, el abogado de Irina se había movido bien y rápido. El amiguete de Miquel añadió que todos sus compañeros habían recriminado a los tres que ejecutaron la “apropiación indebida” -así lo definió- como un grave error. Estaban hartos de salir en los periódicos cada dos por tres y por chorradas como esa.


—Sembla mentida —añadió el caporal—. Amb la feina que tenim i a aquests badocs s’els acudeix aturar una paia extrangera en un control. I en un control que... —...que...? Què va passar en aquest control...? —no puedo evitar Miquel insistir pero su interlocutor se salió por la tangente. —El tontolculo del Pagès… —se le escapó. —Pagés? El Pau Pagès? —Bé, Miquel, prou, que no t’hauria de haver dit res. Tú saps de qué va la cosa... Ja tens el cotxe? —Sí, gràcies, Josep Maria. Ja ens veurem... No hubo manera de sacar nada en limpio. Pero a Miquel le quedó claro que el control no había sido rutinario y... que andaba por medio un reconocido metomentodo como era el tal Pagés, de quien se sabía que tenía abiertos varios expedientes y no precisamente por buen chico. —Entonces, ¿dónde se hicieron con el botín? —se preguntaba luego Miquel—. Si fue en Martorell, es porque lo tenían todo previsto. Cómplices, cómplices, cómplices... Salvador, Salvador... Iba pergeñando un plan para tirar al puto Marqués de la lengua. Fuera él autor o sólo cómplice, tenía que saber algo. Un hilillo para tirar de la madeja... ¿mujeres...? Tiran más dos tetas que dos carretas... Salvador, el único crápula a la altura del cínico personaje... Aquel día tocaba plato y cuchara, que ya estaba bien de bocata y pizza. Así que aterrizaron en el Pa i Oli. A Zacarías le gustaba el Pa i Oli porque le tenía mucha confianza a Antonio, el jefe, otro rojo irredento como él mismo, artista irreverente que cuelga sus obras en el propio restaurante al alcance de sus comensales, -qué paellas, qué estofados, qué migas...las del Pa i Oli-, con el que a menudo discutía de lo divino y humano, ante la


indiferencia de los clientes que echaban largas partidas a las cartas, las tardes en que el tiempo permitía sentarse en las mesas instaladas en la acera. —Pero mira que eres tonto, pero mira que eres tonto... joder. ¿No has visto que te he guiñao? —Tonto, tu padre, capullo, pasar con las que tenías... pa jugar con los que saben, aún tienes que aprender mucho. Y las copas las pagas tú, por tonto. —Me cagüen tó. Las pago pero no vuelvo a ser tu compañero así me maten. Y el pagano se levantaba de muy mala hostia, entre carcajadas del resto de jugadores. Al día siguiente, volverían a sentarse, a trincarse carajillos y copazos de menta y pacharán con hielo, a cabrearse cuando perdían y a darse sonoras palmadas en la espalda si ganaban... un café y una copa, vaya ruina. Zacarías y Miquel se sentaron aquel día y esperaron a Salvador, que también estaba invitado a discutir el plan para pillar al Marqués o a quien fuera el que había chorizado al ruso el millón de euros. —¿De verdad, crees que Salva no nos hará la cusqui...? Mira que éste... por la pasta... —Tú, déjame a mí. —Es que si larga... me hace polvo, más de lo que ya estoy. Y los rusos tienen muy mala leche... —¿Aún no tienes la sentencia de lo tuyo?

—Aún no. La abogada me ha dicho que no tardará. Estoy acojonado vivo... —Na, hombre, tranquilo, que ya verás que te sales con bien...Ahí llega...


Saludó Salvador, se sentó mirando a la cara a sus dos amigos, en los que advirtió un rictus de solemnidad que no se correspondía con lo que era habitual en sus charlas y, tras pedir una birra... —A ver, qué pasa? ¿Te casas ya, Miquel? —... —Joder, algo no va bien...¿ te han comunicado la sentencia...? —No, todavía no. Zaca, fes-li cinc cèntims... —A ver, tú, soplapollas, ¿eres capaz de guardar un secreto? —Hombre, la duda ofende. ¿Has dejado embarazada a la rusa, Miquel? —Ya te decía yo —terció éste, mirando a Zacarías con poco ánimo—. Este no está por la faena. —Mira, Salva. Nunca te he pedido nada y sabes que me debes más de una. —Zaca, por ti, lo que sea, pero, joder, hablad claro de una puta vez, que me tenéis en ascuas... —Júrame que, si no aceptas lo que te vamos a proponer, no dirás ni una palabra. —Que sí, hombre, que tú sabes que soy de fiar.

—Júralo o te quedas en blanco.

—Vale, vale, juro que... ¿qué tengo que jurar?


—Queremos que nos ayudes a montarle una trampa al Marqués. Pensamos que sabe algo del dinero que le birlaron al ruso. —Ah, coño, por fin. —Y le dio un largo beso, a morro, a la botella de cerveza. Dejó pasar un rato, se echó atrás ligeramente y, con calma, se dirigió a Miquel—.¿Hay mucha guita en juego? —Nada, ni un céntimo. Otro trago, otro silencio... Zacarías no le perdía de vista. Miquel dio el asunto por perdido. —Vale. Vale, vale, vale...El Marqués... tenía que haberlo imaginado...Sí, seguro que ese maricón sabe de qué va la cosa. No es mala idea, meterle un caño a ese cabrón... —Salva. Te ha pagado hasta las putas... —Bueh.... Sí, pero es muy pirulero, no es mal tío pero muy pirulero...Nunca me he fiado de él. —¿Sabías que fue el Marqués el que propuso a Igor la compra de esa mansión que iban a adquirir en Barcelona? —Claro que lo sabía. Me lo contó él mismo. Primero me ofreció entrar en el bisnes y luego me dejó tirado, muy suyo. —¿Te ofreció entrar...? —le cortó Miquel—. ¿Cómo? —Me explicó que unos rusos querían comprar algo muy grande en Barcelona y que les podíamos sacar una pasta porque él cree que los rusos son un poco tontos. —Y, ¿qué pasó? — insistió Miquel.


—Yo, pues...joder, cuando hay dinero por medio... —Ya —intervino Zacarías—. Tú le dijiste que sí. —En realidad, no me volvió a sacar el asunto. Pero ya sabéis que soy honrado... —Por los cojones —zanjó Zacarías—. Tú tienes de honrado lo que yo de cura. Pero esta vez, como no te portes, te corto los huevos... —Zaca, si quiere, que lo haga de buen rollo... —Peor, no te cortaré los huevos pero le soplaré a la viuda por dónde andas para que te toque los cataplines. —No serás capaz, Zaca. A la viuda, no, que tiene muy mala hostia... —Pues ya lo sabes. Así que calla y escucha. Llegaron los platos y los tres amigos se aplicaron al cocido y al estofado que, sencillos como siempre, estaban de rechupete. Salvador se fue excitando a medida que los otros dos le ponían en antecedentes. —Me gusta el plan, me gusta. Contad conmigo.


Capítulo 35

De puta a puta, taconazo… “Yo a las cabañas bajé, yo a los palacios subí, yo los claustros escalé: y en todas partes dejé memoria amarga de mí”. Zacarías, que es muy leído y gran aficionado a los clásicos españoles, repite esa estrofa como cantinela, cada vez que Salvador le pone al corriente de alguna de sus fechorías. Este no tenía ni idea de quién era Zorrilla ni siquiera don Juan Tenorio pero le gustaba que su amigo le pusiera al nivel de un personaje literario y alguna vez dio pábulo a la fantasía de que un experto novelista pusiera en negro sobre blanco sus andanzas por la vida. Porque bien podría Salvador presentarse como don Luis en la memorable obra del vallisoletano. Salvo que no había matado a nadie -todavía- el tunante catalán las había montado de todos los colores en su larga carrera de facineroso. Hasta ahora, había salido con bien de sus enredos pero a medida que se hacía viejo, le entraba como un extraño recelo cada vez que se volvía a poner en situación. A este temor, a que se le acabara la baraka –la palabreja la había aprendido de Zacarías pero su significado no lo tenía muy claro aunque la empleara a menudo- no eran ajenos el sistemático adoctrinamiento y las palizas dialécticas que le arreaba el profesor, cuya ética se descomponía ante la falta de ella de su, sin embargo, amigo. —Salva, no puedes seguir siendo tan golfo, joder. Es que haces daño a mucha gente... —¿A mucha gente? A mucho hijoputa, querrás decir.

—La viuda no era mala persona y le sacaste un montón de pasta por el morro.

—La viuda me presionaba demasiado y no me dejaba ser yo mismo-.


Zacarías se partía de risa cada vez que le escuchaba semejantes argumentos: igualito que los políticos presumiendo de honradez. —¿Tú mismo? ¿Para ponerle los cuernos en sus narices...? Pero quien nace lechón, muere cochino y Salvador se tiraba al monte en cuanto andaban por medio mujeres y dinero. No hacía mucho que, una vez más, Zacarías le había salvado el culo cuando le pararon los mossos con una y varias copas de más y con una delante y otra puta en el asiento trasero del coche. Alegó que se había dejado el carnet en casa para llevar a aquellas pobres chicas a la clínica porque una de ellas estaba a punto de parir. El policía miró y no encontró señal alguna de embarazo en ninguna de las dos que se reían sin disimulo. Pero, para no buscarse problemas, los dejó ir, advirtiéndole que presentara el carnet y el seguro al día siguiente en Trànsit. Y, para amedrentarle, hizo ademán de apuntar su nombre. —Zacaries Planes. En català, agent, que jo sóc molt de la terra... Planes Budesca, apunti-ho bé, sisplau. —Zacaries...? Això, quin nom és...? En fin, no quedó claro si el poli apuntó el extraño nombre o si prefirió dejarlo correr, pero el caso es que, una vez más, la baraka cubrió con su benévola sombra la artimaña de Salvador. —Pero, ¿no te llamabas Salvador...? —Le interrrogó una de las dos putillas en cuanto arrancó. —Es que en catalán Salvador se escribe Zacaries —y se quedó tan ancho. Hasta que se lo contó a Zacarías que, no sabiendo si reírse o darle dos hostias, no tuvo más remedio que, por si acaso, presentarse al día siguiente en las dependencias de tráfico de la Generalitat para enseñar su carnet de conducir, a nombre de Zacaries Planas Budesca; el carnet que “no llevaba ayer cuando fue detenido por los Mossos d’Esquadra”.


—Pero qué cabrón eres, Salva, qué cabrón. Esta es la última vez que te saco de apuros, ¿me oyes...? —Te oigo, te oigo, —replicó compungido el infractor y caradura. —Como quien oye llover... —dijo Zacarías. Este era Salvador. En Salou y, en general, en las localidades costeras, crecidas a rebufo del turismo de masas, hay tantos tipos como él, que no resultan ni originales. Se engaña mucho, se disimula más, se gana dinero a trompicones y la gente no tiene demasiados escrúpulos a la hora de hacerle la cusqui a un colega, mucho menos a un banco y muchísimo menos a Hacienda. Un empresario de hostelería tenía en su despacho una copia del famoso cartel, “Hacienda somos todos”, clavado con un cuchillo de cocina, cap per avall y bien a la vista, en el corcho de la pared: con un añadido en letras bien grandes, “menos yo”. Allí estuvo varios años olvidado, hasta que... un día el empresario fue visitado por un inspector de la Agencia Tributaria. El buen hombre, pillado con los pantalones bien abajo, fardaba luego de que el de Hacienda, al irse, le firmó el cartel y todo, pero no quedó claro el final del lance, salvo que el valiente tuvo que apoquinar varios millones de pesetas de las de entonces. Es lo que tiene esa vida tan agitada que obliga a llevar la famosa estacionalidad de la industria turística, a tope seis meses, y los otros seis mano sobre mano, a la espera de la Semana Santa, que es cuando la cosa se empieza a animar. En este contexto, las hazañas de Salvador hasta eran jaleadas en según qué tertulias. Y esto era precisamente lo que más temía Miquel, que el bocazas de su amigo dejara correr por los mentideros del pueblo las circunstancias del incidente del dinero evaporado y... los detalles de la trampa que se disponían a tender al Marqués. Por lo cual, el joven mosso daba particular importancia a la presión que habría de ejercer Zacarías sobre él para que tuviera la boca cerrada. La cosa, conforme la había pergeñado Miquel, era simple: tirarle de la lengua al Marqués hasta que soltara algún detalle relevante, luego... ya se vería. Igor y su trío de


mascahígados, lo hubieran resuelto con facilidad: una buena paliza para ablandarlo y, si no cantaba a la primera, un par de horitas colgado de un gancho por los pies. Tratándose de inexpertos

-y el Marqués parecía serlo- el tratamiento solía dar resultado. Pero

Miquel era bastante más fino y... no se acababa de creer que la hazaña de afanar la pasta fuera obra exclusiva del mariconazo aquél: y tenía miedo de espantar la liebre a la primera. Había que moverse con mucho cuidado y muchísima astucia. —Así que tengo que conseguir que largue...y sin que se dé cuenta... —Salvador reflexionaba en voz alta ante sus dos amigos—. ¿La poli no tiene pastillas de esas que hacen hablar...? —Salva, por las buenas, todo legal. No le podemos dar pretexto para una denuncia —le corrigió Zacarías—. Además, no estamos del todo seguros de que esté en el busilis. —¿Qué es eso, el busilis...? —En el asunto, coño, no seas palurdo. —Joder, qué finos sois los listos... Vale, si quieres, lo dejo... por mí... —Si sale bien, y recupera la pasta, seguro que el ruso te hace un buen regalo —dejó ir Zacarías mirándole de reojo, con malicia... —Vale, no lo dejo. ¿Cómo de bueno, el regalo...?

—Salva, a lo nuestro. El Marqués, ¿bebe mucho...? —inquirió Miquel. —No mucho y se controla muy bien.

—Tías.


—Eso sí, eso sí que le puede. Las tías. —Hay que encontrar un par de tías buenas que le lleven al huerto. —Una al estilo de Irina. Cañón, con pasta y clase. Y lista. —¿No tiene Irina alguna amiga como ella...? Quiero decir, buenorra, que deje epatado al Marqués a la primera. —No sé... —Miquel hubiera preferido no pringar a Irina—. Pero, déjame, tengo una idea. La idea corrió por las ondas y acabó en el teléfono de Igor, al lado de su oreja. —Igor, ¿podrías conseguir dos mujeres rusas muy... —y se cortó—. Bueno, nos vemos y te lo explico. Una hora después, de nuevo ante el ruso y ante el socio con cara de todo menos de socio, Borís, intentaba exponer su plan. Igor seguía con dificultad el hilo de la propuesta de Miquel pero Borís la captó inmediatamente. —Usted quiere dos mujeres muy atractivas... —Schtó, schtó...? —interrumpió Igor. Y miró a Miquel, maliciándose un atentado a la dignidad de su hija. —Niet, Igor Igórevich, nie pieresiváiete, nie nada pieresivat. Le digo que no se preocupe, que no es lo que ha pensado—. Y prosiguió sin que Miquel cayera en la malicia de “su suegro”—. Sí, ningún problema, podemos traer de Rusia mujeres muy guapas y muy listas, en dos días. —Y, ¿muy ricas?


—Kanieshna. Si mujeres no son ricas, Igor Igórevich hace ricas rápido. Ningún problema. —¿Putas...?

Igor volvió a mostrarse alterado.

—Mejor que no, pero eso sí, que sean finas. A Borís Borísovich le ibas a enseñar tú a trajinarse el puterío fino de Moscú...No pasaron 48 horas que dos impresionantes súbditas de Putin aterrizaban en Barcelona y eran alojadas en un lujoso hotel en Castelldefels. La una joven, maciza y rubia como el trigo maduro. La otra, mayor, ya en la cuarentena, tan impresionante o más que su compañera y poseedora de unas piernas tan largas como el invierno ruso. El recepcionista pensó en avisar a la policía, convencido de que no eran de este mundo. Pero desistió al sentir el suave tacto del billete de quinientos que le tendió Borís y al oir su recomendación: —Estas señoras, mi hermana y mi sobrina. Tú, lo mejor, sin preguntar, lo mejor. El truco de la sobrina, era el de siempre pero el de la hermana... El joven hotelero se quedó un poco desconcertado aunque le pasó por la cabeza como un leve deseo de familiarizarse con la sobrina. Deseo que, a su vez, huyó a toda prisa y para siempre de su mente en cuanto comprobó que al ruso aquel le esperaban junto al coche dos tipos de negro, como dos armarios... Sascha y Vitali. Aquella tarde, llegaron al hotel Salvador y Zacarías, Miquel e Irina. Esta no las tenía todas consigo, buena conocedora de las mañas de las lagartas eslavas que, sobre caminar a bordo de piernas interminables y exhibir cuerpos de escándalo, eran, ciertamente, muy listas, muchas de ellas tituladas y, a menudo, con varias carreras. Durante el rato que dedicaron a conocerse, Irina no quitó el ojo de encima a la “vieja”, a la que encontraba un


vivo parecido con Letizia, la princesa española aspirante al trono. Más alta y un poco más rubia pero... sí, podría pasar... Borís puso en antecedentes a las dos mujeres, una de las cuales, la más joven, era bailarina de ballet y la otra, la “vieja”, había sido, nada menos, actriz profesional hasta que lo dejó para pasar a mejor vida; mucho mejor vida, por lo que parecía que cobraban. Por si fuera poco, Borís les proporcionó un sobre abultado y solicitó a Irina que las acompañara a dar una vueltecita por el Passeig de Gràcia de Barcelona. Con lo que se acabaron disipando los recelos de la chica, excelente conocedora de lo mucho y bueno que se vende en el centro barcelonés, sede de las marcas más prestigiosas de la moda en el mundo entero. Salvador quiso acompañarlas, bendiciendo la suerte que le había tocado con aquellas compañeras de fatigas pero Borís no se lo permitió, en modo alguno. —Señor Salvador, nosotros hacer plan, muy buen plan....nosotros profesionales, usted muy importante. Y el vivales, al que no se le había escapado la transferencia del sobre, se resignó al trabajo. —Ya llegará mi hora —pensó para sí—. Y te vas a enterar, ruso de mierda.
 Y en alto...— De puta a puta, taconazo... —¿Qué, qué dice usted, señor Salvador? —dijo el ruso volviéndose al catalán. —Nada, nada, cosas mías. Y se levantó para contemplar cómo las tres, las dos fulanas y la novia de su amigo, abandonaban al grupo de conspiradores, sentado ante unas cervezas y, para Miquel, una simple cocacola. Mira por dónde, el mosso y el antiguo kagebista empezaban a hacer buenas migas... Marqués, si tienes algo que ocultar, deberías de empezar a preocuparte.


Capítulo 36

Las rusas y sus largas piernas Mientras las tres rusas, Irina y sus ahora cofrades, se pulían alegremente la pasta de Igor, fuera cual fuera su origen -el de la pasta-, el resto de compinches acababan de perfilar el plan para sacar al Marqués lo que les interesaba, si es que el pimpollo sabía algo. A tal efecto, convirtieron a las dos rusas recién llegadas en esposa e hija de un multimillonario que había acumulado en sus cuentas más de lo que podía digerir y buscaba la manera de hacer viajar a sus fondos, hacia países en que estuvieran mejor protegidos, del fisco ruso y de los muchos adversarios que había dejado por el camino desde que vendió el primer hospital en los Urales a un consorcio sueco que, de golpe, había introducido algoritmos de muchos, muchos ceros, en el código de sus modestas libretas de ahorro. El atribulado y supuesto excomunista, era, lamentablemente, muy mirado en asuntos dinerarios y deseaba establecer buenos contactos en España con gente de confianza que conociera bien el país y sus leyes y -con la boca pequeña- estuviera dispuesto a saltárselas, con el consiguiente beneficio. Puesto que sabía que España se disponía a ofrecer especiales facilidades a inversores en productos inmobiliarios, había pensado en colocar algún que otro milloncejo en casas, hoteles y fincas, preferiblemente en el sur del país, cerca de Marbella, en donde ya había recalado alguno de sus viejos camaradas, entre otros muchos mafiosos y, se decía, el propio Putin se estaba construyendo un casoplón. Su esposa, la del supuesto inversor ruso, tenía plenos poderes para hacer y deshacer. Y mucha afición a los españoles varones, dato que se encargó de añadir a su perfil el bueno de Borís que sabía tanto de vicios masculinos como de aflojar lenguas. Tres horas después, Irina y las dos pupilas moscovitas, regresaban de su excursión por el centro de Barcelona y, al cabo del rato, las dos últimas bajaban a cenar transformadas


en señoronas, muy, pero que muy bien vestidas, espléndidamente atractivas y llamando la atención de los presentes, incluido el recepcionista del hotel que babeaba por la sobrina, maldiciendo para sus adentros por no haber estudiado ruso en lugar de catalán, nivel D, el más alto. A las dos, y durante la cena, Borís les explicó con infinita paciencia y sin el menor empacho, que se trataba de engatusar a un riquísimo aristócrata español, tonto y pedante, pero muy astuto, para que desvelara sus excelentes contactos con la administración, la política y las finanzas con el fin de que facilitara las cosas para el aterrizaje de empresas rusas en Cataluña y en España. Nada les dijo sobre el auténtico objetivo de la intriga: mejor dejarlas en la ignorancia, no resultara que el Marqués les diera la vuelta y se descubriera el pastel. Salvador, que tampoco sabía ruso pero que, al contrario que al conserje del hotel, no se dejaba amedrentar por tan insignificante detalle, no quitaba el ojo a la “madre”, esperando alguna señal de que la rusa cuarentona quisiera aprovechar la circunstancia para probar el ganado hispano. Y asintió con mucho gusto a la propuesta de los maquinadores del complot de emparejarlo con ella, Natalia, Natascha para los amigos. —Natacha, tú y yo, amigos, los mejores amigos. Y aprovechó para arrimarse a ella, que no parecía hacerle ascos a los homenajes del donjuán de ocasión. Cenaron bien, Miquel controlando la bebida por si las moscas...Borís dejó una propina que escandalizó al camarero el cual, incrédulo, hizo amago de devolvérsela y, en un descuido, volvió a deslizar otro sobre en las manos de la rusa-madre; detalle que esta vez tampoco, pasó desapercibido para Salvador que se preguntaba dónde diablos escondía el ruso tal cantidad de pasta. —Y yo, preocupado por mi visa... Jodidos rusos, con estos, con estos tengo yo que montar sociedades y no con los mataos de Salou.


La rusa madre le apartó de sus reflexiones con un elegante abrazo de despedida y dedicándole una mirada que Salvador interpretó con mucho optimismo. —Espakoinaia nochi, mai daragoi...dagaborimsia, da? —Señor Salvador, la señora ... le desea buena noche y le pregunta si volverán a verse — tradujo Borís. —Okey, okey, oll raig, per descomptat.... —respondió el interpelado recurriendo a su mejor inglés y su peor catalán. Se despidieron, quedaron Borís y Salvador en volver al día siguiente y emprendieron, los salouenses, regreso por la autopista. Irina y Miquel, a su bola, en el Mercedes de la chica y los cuatro restantes, en el de Borís, con los dos guardaespaldas a bordo. Salvador, más bien incómodo y desconfiado entre tanto ruso, procuraba asimilar los detalles del plan sobre el que Borís no paraba de elucubrar, intentando precisar hasta el último detalle, ahora en ruso, ahora en castellano, dirigiéndose a Salvador cuyo pensamiento regresaba involuntariamente al hotel, junto a la rusa que, cada vez más, le parecía la mujer de su vida. —Señor Salvador, ¿qué le parecen a usted las mujeres rusas? ¿Guapas? —terció el ruso por eso de animar la conversación. —Oye, Borís: ¿es cierto que las mujeres rusas tienen las caderas un poco más arriba que las demás? —¿...?

—Es que no me explico cómo es que tienen las piernas tan largas...


—¿...?

Salvador calló, imaginándose navegando por las largas piernas de la rusa...


Capítulo 37

Aló, aló, ¿señor marqués…? El Marqués recibió la llamada de Borís cuando se encontraba dando cuenta de la parte que le había correspondido del millón escamoteado al jefe del ruso. En la boutique Caché, en pleno Paseo Jaume I de Salou, venden cosas muy caras y de muy buenas marcas. Y venden mucho a rusos. Por eso, la dependienta, que atisbaba una buena comisión pero no acababa de creerse que uno del país estuviera dispuesto a dejarse tanta pasta de un solo golpe, atendía al Marqués con cierta reticencia. —Vigila que su tarjeta sea buena —le dijo por lo bajini su compañera mientras el viejo pendón apartaba camisa tras camisa, cinturón tras corbata de seda... —Señor, ¿va usted de boda? Como veo que compra tantas cosas... Le puedo aconsejar, si lo desea... —Elegante que es uno —le respondió el marqués con desdén, sin ni siquiera mirar a aquella jovenzana, aferrado a un polo de Armani y examinándolo con conocimiento de causa. La compra subió de siete mil euros y no, no hubo necesidad de comprobar que la tarjeta era válida: a la vendedora se le hizo la boca agua cuando vio al estirado cliente echar mano de un sobre que llevaba en el bolsillo de la chaqueta y apoquinar de uno en uno, billetes de 500. Pero ni un euro de propina, el muy garrapa... Mientras la chica empaquetaba, más contenta que unas pascuas, la compra del rufián, éste se apartó un momento para atender una llamada a su móvil. —Diga...


—... —¿Cómo que aló, aló, señor marqués...? ¿Quién es usted...? Ah, carambaaaa...no tenía este número...Boríssss, qué feliz de oírte... ¿Qué, todo bien...? ¿Sí...?¿cuándo cenamos...? —... —Muy bien, querido amigo, muy bien. ¿En Cambrils? ¿Can Bosch..? Bien, muy bien, qué buen gusto tienes... —..... —Por supuesto, amigo querido, por supuesto. Yo estoy encantado de compartir mesa con las bellas mujeres rusas. ¿Dos...? Mejor aún. —... —¿Salvador Roca...? Claro que sí, claro que sí, es muy buen amigo mío —pero arrugó el entrecejo. El chacal que era el Marqués no las tenía todas consigo frente al otro vivales y, además, recordaba la jugada que pocos días atrás, le había hecho a Salvador, al apearle sin explicaciones del negocio de la venta de la mansión barcelonesa. —… —A las 20.30, perfecto. Vestido de manera informal, claro. —Y pasó la mano por la fina tela de uno de los trajes que, bien dobladito, esperaba en una de entre el montón de bolsas en que le habían empaquetado la compra—. Hasta la noche, pues, querido amigo... No pudo con tanto paquete.

—Oye, chica: llama a un taxi. ¿No pagáis un taxi a los clientes como yo...?


—Lo siento, señor, no tenemos autorización del jefe para hacer ese gasto. Lo siento mucho, señor.. —Lo sientes, lo sientes...no sabes quién soy yo... —Un gilicuca —musitó la chica, mirando a su compañera de reojo. El Marqués se apercibió de que alguna flor le había dedicado la muchacha pero calló. Y, mientras llegaba el taxi, se entretuvo un ratito más escudriñando entre las perchas con ropa de mujer. Se imaginaba aquellas finas telas cubriendo el cuerpo de la rusa que, con un poco de suerte, haría suya esa noche... Y aún le quedaban más de cien talegos para gastar...Tampoco había sido tan complicado... ¿por qué no se quedaron con los tres millones...? Esos mossos son un poco gilipollas... Pero mira cómo su jefe había exigido 200 machacantes...el fill de puta... —Señor, el taxi que le hemos pedido le espera en el Paseo. La chica le arrancó de sus ensoñaciones entre amatorias y dinerarias, cargando la voz con sorna en el “le hemos”. Acercó en tres veces su compra al taxi mientras las empleadas de la tienda le miraban de reojo sin mostrar la menor intención de ayudarlo y dio al conductor la dirección del pisillo que tenía alquilado en Reus y en el que guardaba la impedimenta de que tiraba en sus ausencias del Pere Mata: cuando le convenía era un “sonao” a la sombra de la institución psiquiátrica y cuando le venía en gana hacer alguna de las suyas, se transformaba para transfigurarse en el elegante -y repelente- aristócrata que lo mismo intentaba encular a rusas jóvenes que desplumar a catalanes viejos. Hoy mismo le había telefoneado su hermano, el otro, el que no era diputado y dirigía con mano firme el complejo heredado de sus abuelos, el único de la saga que conservaba la dignidad del antiguo indiano hacendoso que, regresado de Cuba hacía muchos años, había dedicado su vejez a montar fábricas y construir escuelas y hospitales. El hermano sano, Ramon, licenciado en Derecho, deportista de élite y eso que ya llegaba a los 50, austero, honrado, entregado padre de familia, convergente de toda la vida, se las tenía cada dos por tres con


los otros dos hijos de su madre, el diputado y el bandarra, a causa del desaforado saqueo al que sometían estos a la abultada herencia familiar. —Em teniu fregit, tu i el teu germà. Acabaré tallant-vos la targeta: deu mil en putes, quatre mil en begudes al Quílez, peró, que és això, joder...? És que estic tip, fins als collons... Ja aneu pels cent mil entre tots dos... Si la mare tornés... —Va, hermanito, que eso para ti es calderilla... ¿Te crees que no sabemos que has conseguido un contrato de puta madre en el pueblo de tu mujer...? ¿Cuánto...? ¿Cuarenta millones en dos años...? Algo habrá tenido que ver tu querido hermano diputado... —Ves a la merda: te lo repito, si no cortáis vosotros, os lo corto yo, advertido quedas... El Marqués, esta vez, no se preocupó demasiado por las amenazas de su hermano: tenía un pastón a su disposición, su parte del botín rapiñado al ruso. Bien administrado, le duraría varios meses y eso... si no se las ingeniaba para sacar otro pico a algún ruso gilipollas...¿cómo sería la rusa a la que había invitado a cenar Borís...? Dita sea, si venía con esos taconazos que calzan las rusas y que ni Dios sabe cómo consiguen caminar a bordo de ellos, estaba perdido: él era bastante alto pero al lado de una tipa de 1.80, con tacones... se acordó de la pelirroja de Oh, la que se avecina! y de la mala pareja que hacía con su marido, con la calva a mitad de camino de la cabeza de ella... —¿L’ajudo, senyor...? —el taxista, amablemente, le sacó de su ensimismamiento y le hizo regresar a la realidad. —Doncs, sí, gràcies. Pagó pero no le dio ni un euro de propina: el buen hombre cerró dando un portazo. —Que te folle un pez, piojoso... Y miró hacia arriba, hacia la ventana de su pisito: ¿se la había dejado abierta...? ¿cinco días que no aparecía por allí y la ventana abierta...?


No tardó en comprobar que no, que no se trataba de un descuido. —Joder, Paula, ¿qué coño haces tú aquí? —gruñó entrando al piso y al comprobar que estaba ocupado. —Es que mi marido me ha pegado una paliza. Y como tenía las llaves de tu casa... No te importa, ¿no? —Pues sí que me importa, coño, sí que me importa. Esto es una invasión de mi intimidad. Te dejé las llaves para una emergencia, no para chorradas. —¿Chorradas...? ¿Te parece una chorrada que mi marido me pegue...?

—Algo le habrás hecho. ¿Por qué no te vas a casa de tu madre?

—Pues porque no quiero que mi madre se entere de lo que está pasando.

—Ya...

—Pensaba que me querías un poquito...

—Vale, pero mañana te largas...

—De acuerdo, mañana me largo. Pero hoy...

—Hoy, leches. Tengo un importante negocio que resolver. Saldré a cenar fuera.


El cabrón pensó que, si salía algo con la rusa, tendría que buscarse un hotel... —Y ¿tanta ropa...? ¿Vas de boda...?

—Vete a la mierda... a ti qué cojones te importa... Pau Cendós, más conocido como el Marqués, era un hijo de la gran puta con pinta de oso amoroso. Había conseguido hacerse con un historial de desarreglos psiquiátricos, a base de camelarse a más de uno y más de dos médicos y psiquíatras y se las había ingeniado para encontrar una habitación en el Pere Mata, fingiendo depresiones agudas y graves tendencias suicidas que se volatilizaban en cuanto aparecía alguna tontaineja a la que engatusaba entre lloriqueos y mentiras tan burdas como incongruentes: como aquella vez que le coló a una parisina que había estado en la Legión Francesa luchando en Vietnam. A la quídam le hubiera bastado con sumar dos y dos para deducir que las fechas cuadraban como Don Quijote arremetiendo a la Torre Eiffel pero, despistada o caliente, se encamó con el Marqués, que la echó sin contemplaciones en mitad de la faena en cuanto comprobó que no todas las francesas se prestan con facilidad a las artes amatorias del franchute, también marqués, éste de Sade. Pero Pau Cendós, el marqués patrio, además de relamido, creído, mentiroso y tramposo, era un maleducado y un “desgraciao” que, salvo si intentaba sacarles algo, trataba a todo el mundo y, en concreto, a las mujeres, con muy malas maneras, demasiada soberbia y excesivo egoísmo. Esa Paula, a la que se había encontrado inesperadamente en su piso, era una buena chica, que se había ligado en un bingo y que, tras pasar por su piedra en dos o tres ocasiones, había conseguido la llave de su piso en un despiste del propietario, complacido porque la infeliz no había protestado al recibir un par de hostias del retorcido amante ocasional. —Mañana, sin falta: cuando vuelva, no te quiero ver aquí. Y dame la llave... —Pero Pau...


—Ni Pau ni hostias: a tu casa o que te acoja el coño de tu madre... La pobre chica se arrugó y se puso a ver la televisión mientras el puerco del Marqués colocaba su recién adquirida vestimenta en los armarios llenos a rebosar. Lo peor que tienen los tíos de esta calaña, no es que sean malos, es que, además, son idiotas.


Capítulo 38

El hombre propone… Mientras el Marqués se pasaba la tarde ante un enorme espejo probándose cada pieza de vestuario adquirida por la mañana en Salou, en el apartamento -250 metros cuadrados de apartamento- de Igor, se celebraba una reunión al más puro estilo conspiratorio peliculero: envuelto en humo y rodeado de botellas y bandejas de comida, Miquel asistía a ella muy callado, tratando de que no se le escapara ni un detalle del plan urdido entre todos los que anhelaban pillar al Marqués con los pantalones bajados. Igor, muy excitado, daba por seguro el éxito de la operación pero su socio, Borís, que aparentaba estar en su salsa, no las tenía todas consigo: él lo hubiera arreglado a mamporros pero Miquel exigió absoluta limpieza. Todos se comprometieron a respetar los deseos del policía que ya había acreditado su flema y... su mala leche cuando le era necesaria. Poco a poco, se reafirmaron los confabulados en que la pieza clave de todo el montaje iba a ser Salvador. El buscavidas, crecido por la importancia que sus supuestas habilidades cobraban a los ojos de tanta gente, pero sin prestar demasiada atención al diseño de una operación que se le escapaba, calculaba por su parte sus probabilidades de éxito con la rusa de larguísimas piernas que le había dedicado unas palabritas, para él incomprensibles, pero que le sonaban a música celestial y declaración de amor. Aunque lo que le sonó bien, estupendamente bien, fue la promesa de Igor que, repentinamente, le anunció: —Señor Salvador: usted, treinta porcentaje euros devueltos a mí...

—A ver, a ver... ¿lo he entendido bien...? –y se levantó muy tieso.


—Para usted, trenta por ciento todo el dinero que... robaron señor Igor —le explicó Borís. —Y, ¿cuánto es eso...? —preguntó sabiendo muy bien lo que era. —Robaron más millón euros. Devuelto, no sabemos... Salvador sintió que un ramalazo como de hiena feroz le sacudía el cuerpo y que le venían ganas de saltarle al cuello al Marqués en cuanto le viera. ¡Joder, el 30% de un millón eran trescientos mil eurazos como trescientos mil soles! —Igor, délo usted por hecho. Aunque tenga que matar a ese cabrón—. Se vio navegando rumbo a Mallorca, estirado en la proa de un inmenso yate, paladeando un daikiri con sombrerito naranja... junto a la rusa y contemplando sus larguísimas piernas, cubiertas a duras penas por un exiguo tanga en su extremo más sugerente. Y sin zapatos con tacones en el otro—. Igor, soy su hombre. Y se levantó y abrazó al ruso con decisión. Igor correspondió a su fervor con tres rotundos besos en las mejillas que desconcertaron sólo un momento al recién incorporado legionario a la compleja causa de recuperar la pasta afanada y, de paso, desenmascarar al pillastre del Marqués. Suposición tras suposición, tratando de anticipar los movimientos de quien imaginaban inspirador del robo del millón de euros del maletero del viejo coche de Miquel, éste trataba de disimular su creciente preocupación. —“¿Y si no sabe nada...? ¿Y si no ha sido él...? Y ¿si ha sido él pero son varios los implicados en el asunto...? ¿Mossos...? ¿Políticos...? ¿Rusos a la caza de sus adversarios...?”—pensaba el joven policía. Lo que más preocupaba a Miquel y a Borís, era la manera de provocar en el Marqués una confesión de culpabilidad. Ninguno de los dos se hacía ilusiones: el pájaro no sería tan


tonto como para admitir, ni siquiera a Salvador, su participación en el descuido de la pasta. Eran las siete de la tarde, cuando Salvador se excusó para volver a casa y arreglarse para la función. —A las ocho recojo su casa —Borís le acompañó a la puerta del apartamento y los dos se dieron un abrazo como viejos camaradas: empezaba la caza. Miquel, visiblemente nervioso, optó por telefonear a Zacarías para citarlo a una reunión de última hora. Irina se ofreció a acompañarlos aunque hubiera preferido un paseíto a solas con su novio. Igor dedicó un buen rato a advertir a sus dos matones de que no se permitieran el menor descuido, no fuera que la poli se les echara encima: quería al Marqués y a su hígado para él solo...Su actitud era enérgica pero su rostro traslucía la mala hostia que había acumulado desde que se convenció de que el Marqués se la había dado con queso. Vitali, a las órdenes del jefe, zampaba sin parar lo que había sobre las mesas pero sólo bebía cocacola: por si los reflejos... Sascha había salido hacía rato camino de Castelldefels a recoger a las rusas. A las siete y media de la tarde, cada conspirador se encontraba en su puesto de combate, todos esperando inquietos. En ese momento, llegaron Sascha y las pupilas de Borís, tan deslumbrantes que hasta a éste se le entreabrió por un instante la boca: Salvador iba a tener problemas, la que le gustaba, la que se parecía a la reina Letizia, se había montado en unos zapatos con tacones infinitos. Esperaba que al Marqués no le impresionara la altura de las dos y que se inclinara por la más joven que, sin reservas hubiera pasado por modelo de pasarela. A las ocho en punto, Borís telefoneaba a Salvador para decirle que le esperaba en el coche, Vitali al volante del Hummer de Igor, Sascha al del Mercedes, tentándose de vez en cuando la sobaquera...


Cuando llegó Salvador y se sentó en el asiento de atrás del inmenso trasto blanco, junto a la rusa de las largas piernas que le saludó efusivamente, Vitali silenció la música que sonaba en el aparato reproductor de cd’s. Borís, por si acaso, telefoneó al Marqués. —Querido amigo, salimos Salou. ¿Desea usted nosotros llevamos en mi coche? —... —Oquey. Media hora. Can Bosch, querido amigo... Cortó la comunicación y le hizo una aparatosa butifarra al teléfono. —Querido amigo, kashol... Dabai, Vitali, dabai. La procesión, siete metros de Hummer, seis y medio de Mercedes, inició su marcha y tuvo problemas para colocar tanto cacharro de lujo en el aparcamiento en Cambrils. Todos reunidos en la calle, las dos rusas y los dos matones, alrededor de Borís y Salvador, el grupo cantaba la parrala en la calle del pueblecito marinero, más que acostumbrado al turismo nórdico. Aunque los paseantes no pudieran evitar desviar la mirada hacia el llamativo sexteto, a la puerta del Can Bosch y a la espera del invitado especial, el Marqués. Salvador no sabía si pegarse a la rusa de sus fantasías o apartarse un poco para poder contemplarla a placer. —“Salva, aquí empieza el resto de tu vida. Ya era hora de que te tocara la lotería...” —se dijo para sí, aproximándose a la mujer que, lagarta o interesada, le devolvió el gesto haciendo un mohín que dejó a Salvador inerme e indefenso ante tal cuerpo y tan prometedor. En esto llegó el Marqués, a bordo de un taxi del que salió haciendo aspavientos a la vista del comité de recepción a cuyo frente se había colocado Borís; que hizo las presentaciones, comprobando, con satisfacción, que al cabroncete se le iban inmediatamente los ojos hacia la más joven de las dos bellezonas, pretendidamente, madre e hija de un multimillonario con ganas de colocar sus ahorros en España. El


Marqués, que no acertaba a dispensar tantos homenajes como la ocasión requería, no pudo evitar pasarse la lengua por el labio, inconscientemente relamiéndose ante la contemplación de tanta espléndida carne titular de tan fantásticas cuentas corrientes como le había anticipado su amigo, Borís. —“Pau, cabrón, qué suerte tienes...Otra vez te ha tocado la lotería...” —se dijo mientras Borís le empujaba suavemente por la espalda para entrar en el restaurante—. “Qué harto estoy de ser tan guapo y resultón...”. No había advertido que la punta del dedo índice del ruso había rozado apenas la espalda de la chaqueta del recién estrenado Armani mientras su pulgar se alzaba con firmeza hacia sus labios que esbozaban un imperceptible soplido...


Capítulo 39

…y las cosas salen como les da la gana Miquel sabía un rato de criminalística y de psicología del delincuente y de recursos en situaciones complicadas y... Y Borís Borisovich, a su vez, era un perro viejo muy curtido en ablandar a expertos en todas y cada una de las variantes del choriceo y en sacarles lo que no querían y, a veces, lo que ni siquiera sabían. Y Salvador tenía el culo pelado de engañar a viudas con muchas conchas y solteros con mucho dinero. Pues bien, ninguno pudo ni siquiera imaginar que todo lo que habían planificado con tanto lujo de detalles, no les iba a servir absolutamente para nada. Ni que saltaría la liebre por el agujero más inverosímil. Ni que el temible Marqués se ahorcaría solito con su propia soga: las mujeres, ay, las mujeres... mira que es viejo eso de que tiran más dos tetas que dos carretas... Can Bosch, en Cambrils, no sólo ofrece en su carta exquisiteces a la altura de la estrella Michelin que distingue al restaurante desde hace 25 años: tiene otra particularidad y es la permanente innovación a que somete a sus virguerías culinarias: en Can Bosch, puedes estar bien seguro, siempre encontrarás alguna novedad y alguna sorpresa. A su titular, Joan, a quien gusta pasarse por las mesas, dando la cara ante los comensales, le fastidian un poco los rusos, buenos clientes, porque con ellos le resulta difícil pegar la hebra para calibrar su grado de satisfacción. Ese día, en que el restaurante, cosa rara, no estaba lleno, se aprestó a atender con particular esmero a tanto ruso, entre los que le sorprendió encontrar al Marqués, a quien conocía bien y a Salvador, al que no había visto en su vida. Marisco, cava -al que los rusos llaman Shampanski pero del que tiran con gusto sin demasiada preocupación por la etiqueta-, pulpitos de Cambrils, langostinos, arroz negro, fresquísimas gambas de Tarragona..., de todo apareció enseguida encima de la mesa y de


ello iban aprovechándose, más que ninguno, Sascha y Vitali, porque las chicas no eran de mucho jalar y Salva y el Marqués, cada cual a la suya, estaban más a las rusas que a la langosta. Borís intentó en repetidas ocasiones y con poco éxito, suscitar en el Marqués el interés por los negocios que, supuestamente, querían emprender la madre y la hija del multimillonario siberiano al que, pobre hombre, describía como muy rico, muy tonto... gran cornudo y muy consentido. Así que de nada servían los intentos de Borís de llevar al molino del Marqués el agua de la avaricia, cuando ya rebosaba de lujuria: aferrado a la joven rusa, Tatiana -que en realidad se llamaba Carmen, mira qué cosas- como el desvergonzado salido que era e interpretando las zalamerías de la furcia como prueba de su infinito atractivo hispánico, no estaba ese día por el dinero, quizás porque sabía a buen recaudo la pasta que le había escamoteado al jefe de quien parecía muy interesado en implicarle en nuevas aventuras dinerarias. El pobre Borís no sabía a qué atenerse ni por dónde intentar echarle el lazo a la que suponía su presa. Poca cena y mucho arrumaco después, Borís, por aquello de quitar el tapón que creía incrustado a la salida del asunto que a él le preocupaba, sacarle al Marqués la verdad sobre el dinero desaparecido de su jefe y amigo, propuso levantar el campo y dirigirse hacia Castelldefels, al hotel en que se alojaban las prójimas. —Si gusto, tomamos copa en camino... —dejó caer, por si entretanto se abría alguna puerta en el lado del maldito Marqués, que no daba muestra alguna de estar interesado en la pasta y sí mucho y cada vez más por la chica. Intuía que, por momentos, todo el plan se iba a hacer gárgaras y que el cerdo aquél se largaba de rositas... Fue Natascha, la “madre”, la que tuvo la idea de ir al casino. —¿A Barcelona...? —se sorprendió el Marqués que no veía el momento de encamarse con la rusa, de calentorro que iba. —Hora autopista —terció Vitali.


—Joder... —Y pareció como si vacilara—. Bueno, vale, vamos al casino—: se quedó un momento dudando el Marqués antes de dirigirse a Salva—. Salvador, ¿te puc dir una cosa...? Salva, atento a su Natascha, que ya le consentía desplazamientos hacia el centro de su anatomía, se sorprendió por el repentino giro al catalán, del que, el Marqués, como digno representante de la burguesía pija barcelonesa, casi nunca hacía uso. —Què vols ara tu...? —Escolta, si hem d’anar al casino, hem de passar per casa: haig d’agafar diners... —I ara... vés tu i que t’emporti el Vitali si vols... —No , que no em refio ni gens ni mica d’aquest tal.lós... —Vinga, home, no fotis ara que la tinc a huevo... —Sisplau, Salvador, és molt important, és que no tinc aquí prou diners i no vull que se m’escapi aquesta paia... Salva seguía sin verlo claro. Borís, en la calle y de muy mal humor, intentaba distribuir a sus invitados de acuerdo con las preferencias de cada cual, Salva con Natasha, el Marqués con Tatiana... pero no acababa de cuadrar porque intuía que el pájaro estaba a punto de escapar de la trampa. —Et deixaré pasta per a què puguis jugar tu també... El Marqués insistía ante Salvador en actitud suplicatoria. —Quanta pasta...?


—La que necessitis, no pateixis... Y Salva sin pescar la hebra...

—¿Cuánta pasta?

—Mil, cinc mil, la que calgui...

—Joder, sí que en tens, de pasta tu...

—És que he fet un bon negoci fa pocs dies... —Tu i els teus negocis.... Intentó acercarle el morro a la rusa que le hizo la cobra pero con mucho estilo —Va, anem, però, ràpid... Borís, ¿podemos pasar por la casa de éste un momento? Dice que necesita dinero para ir al casino... Borís, de muy mala gana, hizo un gesto de aprobación, ordenó a Sascha que acercara el inmenso Mercedes y se dispuso a subir al Hummer junto a Vitali. En ese momento, con un pie ya en el interior del vehículo, se le encendió una lucecita e, inmediatamente se le iluminó el rostro de verdugo que ostentaba casi permanentemente, mientras razonaba a toda velocidad: “¿por qué iba a pasar el Marqués por su casa a coger dinero para ir al casino? Pues porque tiene dinero en casa. Y, ¿por qué se tiene dinero en casa? Pues, casi siempre, porque no se quiere o no se puede tener en el banco. Y ¿por qué no se quiere tener dinero en el banco? Pues porque es sucio: que me lo expliquen a mí...” —Dabai, Vitali. Pasadí Sascha, dabai, dabai...! Bistra, bistra...!


El llamativo Mercedes conducido por Sascha ya había enfilado la salida de Cambrils hacia Reus y, de repente muy excitado, Borís comunicó con su jefe Igor al que sólo dijo un par de palabras e, inmediatamente, con Miquel. —Señor Miquel: vamos Reus, casa del señor Marqués. El dice, él necesita dinero para casino. El joven no necesitó más explicaciones: no sabía cómo pero el lazo estaba al cuello del golfo que se la había jugado. Cortó la comunicación con Borís y se abrazó a Irina con tantas ganas que la joven, complacida, sintió que le faltaba el aire, para acabar estampándole un sonoro beso en los labios. Zaca, que estaba con ellos apurando un gintonic tras la cena, comprendió que la cosa iba por buen camino y esbozó una gran sonrisa, por la noticia y a la vista de que su buen amigo, por fin, admitía las evidencias: estaba enamorado de Irina. Borís, en el coche, pergeñaba una táctica que no pasaba por andarse con miramientos: en cuanto tuviera la menor prueba de que el Marqués guardaba en su casa la pasta de su jefe, le apretaría las tuercas hasta que cantara: bueno era él para interrogatorios amables... El problema era entrar en la casa del cabrón aquel...Ahora que sabían dónde vivía, pensó en dejar a Vitali y a Sascha en el lugar con cualquier disculpa: era complicado... En ese momento, ya en Reus, Sacha estacionaba el Mercedes en una reserva amarilla: Borís indicó a Vitali que colocara el Hummer a continuación del cochazo y observó que Salva y el Marqués se apeaban apresuradamente y entraban en el portal de una casa de varios pisos, de elegante apariencia. Pero, inmediatamente, Salva volvió a la calle, encendió un cigarrillo y empezó a pasear lentamente cerca de la puerta. Instantes después, vio que el Marqués se asomaba a una ventana del segundo piso, gritaba algo a Salva y, muy agitado, le hacía indicaciones de que subiera: éste se acercó al portero automático, pegó la oreja y entró con rapidez en el edificio al abrirse la puerta. Borís, en ascuas, salió del Hummer y se acercó al Mercedes, intentando que Sascha le explicara lo que estaba ocurriendo. Pero el guardaespaldas ruso estaba tan desconcertado


como su jefe. Y las dos mujeres, en la parte trasera del Mercedes, más contentas que unas Pascuas. Borís observó a través de la ventanilla delantera que Tatiana, la joven, la que gustaba al Marqués, tenía la camisa más abierta de lo que debería... Pasaron no más de 10 minutos, que apareció en la puerta del edificio Salvador, como apaleado... —Le han robado, le han robado —le gritó a Borís que se acercaba a él a grandes pasos —. El Marqués dice que le han robado todo el dinero...Más de cien mil euros... —¿Robado, qué...? ¿Quién ha robado...? —Una mujer. Una mujer le ha robado más de cien mil euros al Marqués...La dejó en su casa y ahora ha desaparecido con todo el dinero... —Salvador miraba al ruso directamente a los ojos y con cara de bobo. Pero Borís tenía mucha más sangre fría que el español y demasiada veteranía despejando trolas como para arrugarse ante un detalle tan insignificante como la desaparición de los cien mil...A él, la pasta le causaba poca preocupación, lo que quería, sobre todo y por encima de todo, era enganchar al Marqués: y todo apuntaba a que éste estaba pillado y bien pillado. Hablando del ruin de Roma, el tipo asomó en la puerta, desmadejado y como lelo. —Me ha robado, Borís, la mala puta me ha robado. Todo, todo... La dejé en mi casa y me lo ha robado todo... —Le digo que llame a la policía... —terció Salvador, ingenuo. —No, no, no policía... Mercedes?

—cortó Borís—. Usted, señor Salvador, ¿sabe conducir


—¿Qué... que si sé...? —replicó el aludido—. Coño, claro que sé conducir Mercedes, ¿por qué lo dices...? —Sascha, llaves coche, señor Salvador. Usted, señor Salvador, lleva chicas su hotel, ya sabe dirección, Casteldefel. Y uniendo la palabra al gesto firme, echó mano al bolsillo de la americana y puso en las manos del alucinado Salva, un buen fajo de billetes. —Dabai, dabai, bistra... Sascha hizo entrega inmediata de las llaves del Mercedes a Salva, lo acompañó al coche, se despidió de las dos pasajeras a las que se oía reír ruidosamente y volvió a toda prisa junto a su jefe que hablaba con Vitali. Borís no hizo cumplimientos: ordenó a los dos matones que agarraran al Marqués y lo introdujeran en el Hummer. E hizo un gesto de despedida al paso del Mercedes que, conducido por un sonriente Salvador, enfilaba la salida de Reus hacia la autopista de Barcelona. El ruso se frotó las manos, miró en derredor por si había testigos, comprobó que la calle estaba totalmente despejada y subió al Hummer junto al conductor, Vitali. Miró para arriba y grabó en su mente la ventana del piso que permanecía iluminada. En marcha, volvió la cabeza hacia el atribulado Marqués que no se atrevía ni a protestar y dijo: —Jarrashó, jarraschó... Bien, señor, ¿robado, da...? Una sonrisa de hiena le iluminó el rostro...


Capítulo 40

Una lista y una gotita de sangre No hubo manera de que Miquel contactara en toda la noche, ni con Igor ni con Borís, pese a que continuamente marcaba sus respectivos números de teléfono. Con Salva sí. —De puta madre, pipiolo. Aquí voy, camino de Castelldefels, en el Mercedes de Igor, con una rusa a mi lado y otra en el asiento de atrás...Y, agárrate, con una buena pasta que me ha largado Borís...qué buena gente estos rusos... y qué piernas estas rusas, Dios, qué piernas... —Pero , ¿qué ha pasado? —No sé, noi. Hemos ido a la casa del Marqués a Reus y, de repente, Borís me ha encargado que traiga a éstas a su hotel y se ha abierto con sus colegas, los dos armarios, y se han ido con el Marqués. No me preguntes más, ni sé qué ha pasado ni me interesa. Por mí, como si le cortan la polla... Al oírle, Miquel sintió un estremecimiento: le habían prometido respeto para el facineroso pero se temió lo peor. Llamó y llamó y llamó a los dos rusos pero nada: le pidió a Irina que telefoneara a su padre pero éste tampoco descolgó. —¿No estarán en el chalet de Torredembarra...? Miquel recordó el incidente vivido allí y se imaginó al Marqués encerrado en el congelador. El noble corazón del policía, como de costumbre, latía más por problemas ajenos que por los suyos propios: Miquel se olvidó por un momento de la cabronada que,


supuestamente, le había hecho el Marqués para pasar a considerar la eventualidad de que los rusos le estuvieran torturando para conseguir que largara. Le propuso a Irina ir a Torredembarra pero ella le disuadió con argumentos poco convincentes. En realidad, le importaba poco que al Marqués le dieran una buena lección. —Ellos no matan, ne pieresivai, no preocupes, puksi. Ni siquiera Zaca, que entendía tan bien a Miquel, mostraba inquietud por el futuro o la integridad del finolis y, en cambio, tenía mucha curiosidad por conocer el desenlace de la historia. —A veces es necesario aplicar procedimientos un tanto agresivos para que la verdad se abra camino... —explicó, envolviendo sus palabras en un aura de cinismo... Apuraron la última en el Tropical Heat, dejaron a Zaca en su casa y Miquel e Irina se dispusieron a pasar la noche en el apartamento del joven. Paseando a los perros, desde la calle, pudieron comprobar que en la planta del piso de Igor no había ninguna ventana iluminada. Miquel siguió dándole al teléfono con obsesiva insistencia: en vano. Irina se conformó con poner vídeos en ruso en el reproductor: le decía a Miquel que tenía que acostumbrarse al ruso hablado y a cada paso le insistía para que empezara el estudio de ese, para los latinos que hablan lenguas de raíz románica, endiablado idioma. El policía se esforzaba en pescar el hilo argumental de las películas pero el ruso... Acurrucada junto a su amor, Irina miraba, un tanto distraída, Deviátava rota –Novena compañía-, un agrio film que desmitificaba la intervención soviética en Afganistán y que había supuesto todo un aldabonazo en la conciencia de los rusos tras el hundimiento de la URSS. Miquel no entendía nada aunque captaba las similitudes con los filmes americanos en que se describían los desastres que arrastran las agresiones imperialistas a los pueblos del mundo entero, Vietnam, Afganistán...mucho cohete, mucha bomba, mucho cuento, porque quienes ponen la sangre y los muertos siempre, rusos, yanquis... son los mismos, los pobres diablos forzados a la guerra por políticos sin conciencia. A Zaca le gustará...


El televisor siguió retransmitiendo batallas cuando la pareja, bien amarrada en el sofá, cedió al agotamiento y se abandonó al sueño. No fue hasta el día siguiente, poco antes del mediodía, cuando Igor dio señales de vida. Miquel se aferró al terminal y pudo oir la más que alegre voz del ruso que les invitaba a comer. El mosso intentó arrancarle alguna pista sobre lo sucedido pero el exfuncionario de prisiones rusas se hizo el sueco alegando que no entendía el catalán. —Tu padre es un jeta —le espetó a Irina—. Vístete que vamos a comer con él. A punto de salir de casa, recibió la llamada de Salva. Le explicó, contentísimo, que estaba en el consulado ruso en Barcelona, negociando un visado urgente. —Me voy a Moscú, Miquel, y me voy con Natascha —gritó más que contento—. Borís me ha propuesto que acompañe a las chicas a Rusia y yo, que soy un caballero, no me he podido negar. Así que, en cuanto me den el visado, me largo. Mientras tanto, aquí en Castelldefels, a cuerpo de rey. Me ha contado que lo del Marqués está arreglado, me alegro por ti y por todos. Bueno, pasaré por Salou a recoger algunas cosas y hablamos. Qué buena gente, estos rusos, qué buena gente. —Y...? —Pues eso, que ellas tienen mucho que aprender en esto de follar pero... bueno, ya me encargaré yo... —Pero, Salva...

—Nada, que nos vemos. Y no para de llamarme cariño... Adiós, chaval, te veo.... Y colgó.


Tanta satisfacción en los implicados en el affaire del Marqués, no conseguía generar en Miquel sino mayor inquietud a cada momento que pasaba. A las tres en punto, se encontraban con Igor y Borís en el Albatros. Curiosamente, hizo acto de presencia la madre de Irina que se abrazó a su hija mientras ambas parloteaban a toda velocidad, vete a saber de qué... Los dos rusos, observados de cerca por Vitali y Sascha, que, maldita sea, también aparentaban la más inocente felicidad, tranquilos, relajados y silentes, saludaron efusivamente a Miquel e invitaron a todos a entrar en el restaurante. Miquel estaba que se salía... Pero no hubo manera: comieron con mucha calma, se contaron unos a otros chistes en ruso que Irina traducía como podía a Miquel, brindaron sin parar y hasta Irina se echó una media copa de cava al coleto. Pero del Marqués, ni mu. —Dos oligarcas nuevos ricos rusos están cenando frente a frente en el restaurante más caro de Dubai. Uno de ellos mira el reloj del otro y le dice: —Bonito reloj, yo tengo uno idéntico.

—Oh, sí, fantástico. Me costó 50.000 euros en Londres.

—Pues te han engañado...

—¿Qué me han engañado? No puede ser, lo compré en una de las mejores joyerías. —Claro que te han engañado. A mí me costó 100.000 euros.


Y todos se reían a carcajada limpia. Porque aunque los rusos son tenidos por antipáticos, lo cierto es que gastan un humor de lo más refinado: que se lo digan a las muchas víctimas de sus chistes en la época soviética... Cada vez que Miquel, crecientemente inquieto, daba el menor indicio de querer saber qué había ocurrido la noche anterior, Igor le mostraba la piñata, sonriendo con malicia y Borís repetía con sorna. —No problema, señor Miquel. Todo orden, todo bien, usted no preocuparse, nada, no preocuparse. Entienda, señora Igorieva aquí, Irina aquí, negocios no para mujeres, no preocupar... Estuvo Miquel varias veces a punto de dar un puñetazo en la mesa y exigir que se dejaran de disimular pero se contuvo: con su presencia, la madre de Irina, que no le quitaba el ojo de encima, calibrando, aparentemente satisfecha, las excelencias del que su hija le presentaba como inminente marido, le obligó a mantener la calma durante más de dos horas. Al fin, cuando los comensales se disponían a abandonar el restaurante y se despedían del propietario, Borís se le acercó discretamente con un sobre en las manos que le entregó mirándole de reojo. Miquel no pudo resistirse a abrirlo en el acto. En su interior, en un papel corriente ligeramente arrugado, escrita en letras mayúsculas con trazos irregulares, como infantiles, una lista con varios nombres y algunas cifras. 100, 150, 250...En la parte inferior del papel, lo que parecía ser el resto de una huella dactilar, en un color como marronoso. Suave, entre rojiza y marronosa también, arriba, a la derecha, una ínfima gotita de sangre.


Capítulo 41

El Marqués y lo que le hizo hombre Ni por estas ni por aquellas, ni bien ni mal, ni a Igor ni a Borís, consiguió Miquel sacar una sola palabra en los tres días que siguieron a la entrega de la nota. Se encontró con ellos varias veces, intentó preguntar, recurrió a Irina pero en balde. Los dos rusos se miraban uno a otro, sonreían, movían la cabeza pero, que si quieres arroz, Catalina. Lo que aún sacaba más de quicio a Miquel, que se veía como un pelele a merced de los dos exkagebistas. —Papa dice, Mijael sabe nada, mejor por Mijael.Todo bien, puksik, tú no preocupas. —Y, ¿el dinero...? —Papa dice dinero, gavnó, mierda. Importa asunto Marqués arreglado. Papa dice, ¿qué piensas tú, nombres en papel? Los nombres en el papel, siete nombres, seguidos de cantidades cifradas en cientos pero que, evidentemente, eran cientos de miles, no sorprendieron a Miquel más allá de lo esperado. Parecían corresponder al reparto que habían hecho del botín quienes le habían afanado el millón de euros a Igor, cuando viajaban camino de Barcelona a bordo del coche de Miquel, conducido por Irina, y con destino a la compra de una mansión en la capital catalana. —Millón y veinte mil euros más —precisó Borís en su momento. En la lista, apresuradamente escrita, aparecían tres nombres que a Miquel le eran conocidos o familiares -yo, el primero y en letras grandes; hermano, el segundo, y


comisario Bicen en tercer lugar. A continuación, tres más entre los cuales sólo le sonaba uno, Felip, seguido de moso –sic- y moso. Finalmente, avogado barselona. La nota no estaba escrita por un español. Miquel interpretó que “yo”, que se había asignado 200.000 euros, era el Marqués. Hermano, debería ser el hermano diputado del hijoputa, recibió 150.000. Comisario Bicen, también 200.000. Felip, moso y moso, se llevaron 150.000 el primero y 100.000 cada uno de los otros dos. Y el abogado se habría quedado con 100.000 más. No acababa de cuadrar pero Miquel imaginó que el Marqués, recitando cómplices bajo la amable presión de Vitali y Sascha, no estaba para muchas precisiones. O que, simplemente, se había guardado los restos para sí. Dando vueltas con mucho cuidado al papelucho, sin poder desligar las tenues marcas de sangre que aparecían en él, de la figura del Marqués en manos de los rusos, Miquel se devanaba los sesos tratando de componer las piezas del latrocinio: concluyó que la cosa había sido más sencilla de lo que habían imaginado: el Marqués está en el ajo de la operación de compra de la mansión puesto que es él quien ha buscado al vendedor, habla con el abogado barcelonés para precisar los detalles, sabe que han concretado que la mitad del abono se haga en efectivo y a última hora se entera de que, para no llamar la atención –un poco raro- o para borrar rastros, Igor ha solicitado en su banco que el día de autos le sean proporcionados tres millones de euros en billetes grandes. El ruso, siempre rodeado de guardaespaldas, sorprendentemente, decide que será su hija la portadora del maletín con la pasta. Y al Marqués se le ocurre lo mismo que se les ha ocurrido durante cientos de años a todos los salteadores de caminos o de trenes, interceptar a la transportista. El atraco, perpetrado por un reducido trío de mossos d’esquadra que conocen muy bien la zona, afectada desde hace años por asaltos a conductores, está a punto de frustrarse porque, en el último momento, Irina no viaja a bordo de su Mercedes deportivo, que da como referencia el Marqués, sino de un atrotinado Renault, que le presta Miquel sin saber qué clase de mercancía trasportará la rusa. Los mossos, apostados en el peaje de Martorell y “fuera de servicio” pero con uniforme y vehículo reglamentarios, comienzan a inquietarse al comprobar que la “rubia espectacular conduciendo un Mercedes deportivo último modelo”, que les había anunciado el Marqués, no llega y no llega...Escudriñan


nerviosamente cada coche que se acerca a los controles y a uno le llama la atención una rubia muy guapa que llega despacio al volante de un Renault azul más viejo que la pana: por si acaso, le da el alto y... bingo: se trata de una rusa preciosa y muy asustada que no pone reparos a que los policías examinen el coche y el maletero. Los polis en acto de piratería, no necesitan abrir la maleta para saber que allí dentro viaja la solución a los problemas de cada cual. Apresuradamente, por si acaso, invitan a la chica a acompañarles a la comisaría, pero ésta prefiere quedarse allí a la espera de su abogado. Salen disparados, paran a medio camino para comprobar, qué suerte, que la maleta no está bloqueada con una clave, se excitan como misiles a la vista de la pasta y aparcan el vehículo que no saben que pertenece a su compañero de Tarragona: vaciarlo no será problema en cuanto se haga un poco más oscuro y quienes les den el relevo se pongan a la faena... Miquel imagina la maniobra haciendo garabatos en un papel y acaba por llamar a Zacarías. Al viejo profesor, no le importan tanto los detalles como las conclusiones: el sistema está tan podrido que los ladrones se roban unos a otros: qué panda, mossos, políticos, abogados catalanes... conchabados con rufianes de andar por casa, metiendo la mano en la caja de unos mafiosos llegados del frío para colocar la pasta que les puso en el hocico un excomunista, Yeltsin, que daría su vida por una botella y que toca el culo a las azafatas convencido de la gracia de su repugnante gesto. —Miquel, esta mierda nos acabará cubriendo a todos, ya lo verás. El sistema está kaput... Y sigue escudriñando con atención la cochambrosa lista que le enseña Miquel, el único vestigio del tratamiento especial que al Marqués le han aplicado los rusos: y que parece que funcionó a las mil maravillas. —Ya me dirás, lo que me importa a mí ahora el sistema...¿Quieres ayudarme a salir de ésta o no? Porque si es que no, ya te puedes abrir...


Miquel se ha deslizado a la grosería, atenazado por los interrogantes que le plantea la “lista de Borís”, que le retira de las manos a Zacarías. —Vale, vale, ¿qué quieres hacer ahora? ¿Darle de hostias a tu jefe, denunciar a tus compañeros...? ¿vas a ir a un diario con tu lista? ¿no será mejor que le sigas el rollo a Igor y te olvides de todo? ¿qué te va en ello? Al Marqués ya le han dado la suya, al ruso el dinero no le preocupa... venga, va, dedícate a tu chica, pasa página y, a vivir, que son dos días. —El Marqués... ¿qué le ha ocurrido a ese cabrón...? Joder, es que estos putos rusos me toman por el pito del sereno... —Este puto ruso puede ser tu suegro en breve... por cierto. Miquel no supo nunca exactamente lo que le había ocurrido al cabrón del Marqués. Pero a los pocos días, escarbando en los medios como hacía constantemente, a la caza de noticias que le sirvieran de referencia en sus estudios de criminalística, dio con una muy breve, escondida en la web de una editora local. “Extraño suceso. Aparece un hombre en un camino próximo a Sant Pere de Ribes, cubierto de sangre y en estado de shock. Trasladado urgentemente al hospital, el médico de guardia comprobó que acababa de ser emasculado. El juez ha decretado el secreto del sumario incoado al respecto”. Al día siguiente: “El individuo que un ciclista que practicaba bicicleta de montaña se topó ayer cerca de Sant Pere, ha resultado ser catalán si bien no se encuentra en condiciones de declarar como consecuencia del gravísimo estado en que se halla. Por las características del incidente, los Mossos d’Esquadra a cargo de la investigación, sospechan que la agresión puede estar relacionada con bandas dedicadas al tráfico de drogas o a la prostitución, quizás masculina. La emasculación consiste en la ablación de todo el aparato genital


masculino. Castigos similares se aplican en algunos lugares de Sudamérica entre individuos de pandillas rivales.”. Al Miquel duro como el pedernal le entró tal flojera que necesitó salir de la comisaría para tomar aire. Ese día, acabó el servicio, rechazó todas las llamadas a su móvil y, llegado a casa, espabiló a los dos perros que sabían distinguir muy bien cuando el inminente paseo era tal o carrera desenfrenada observando el tipo de zapatillas que se calzaba su amo y, ya en carretera, se apiadó de los dos canes, los ató a un banco y se lanzó como un loco a todo correr por la carretera del Faro.


Capítulo 42

El mejor marisco, la mejor paella, el pescado más fresco La Pineda es, hoy, el barrio costero de Vila-seca. Costero y turístico: la temporalidad de la industria turística implica escasa actividad en la zona durante la mayor parte del año: actividad que crece exponencialmente en los meses estivales, cuando llegan a la playa de La Pineda turistas de todo el mundo y, últimamente, muchos rusos. Allí, a la entrada del espectacular paseo en cuyo centro se alzan unos singulares pinos metálicos de más de 30 metros de altura, diseñados por quien fuera icono creativo de los juegos olímpicos del 92, Xavier Mariscal, en una privilegiada esquina, abre sus puertas desde hace 50 años un restaurante muy especial, El Dorado, también conocido como Arrozería. Este restaurante es famoso en medio mundo, por sus paellas y por tener el marisco y el pescado más frescos de la comarca: no es exageración, uno entra y se topa con un inmenso expositor en que, entre el hielo, asoman las cabezas y las colas de las doradas, las lubinas, las sardinas o los boquerones que, en veinte minutos, el cliente podrá degustar en la mesa. Pero quizás, el mejor activo del restaurante es la presencia, sin fallar ni un solo día en todos estos años, de su propietario, Joan. El recibe al visitante, dirige el servicio, controla la cocina, despide a los comensales a su salida...Joan es el prototipo de empresario catalán, entregado a su negocio en cuerpo y alma, que da la cara, asume los riesgos y, claro, se beneficia de un nombre que ha trascendido fronteras: El Dorado es, probablemente, el restaurante en la Costa Dorada que más rusos sienta a sus mesas en época estival. Hace unos pocos años, Joan se hizo famoso porque su fotografía, en que se le veía sujetando una langosta enorme, corrió por todos los medios de comunicación. Mucha gente venía al restaurante a ver la langosta y Joan tenía que explicarlos que el bicho no era comestible por demasiado grande.


Pero de los cuatro clientes que aquel día llegaron tarde, cuando apenas quedaban comensales, solicitando una mesa apartada, sólo uno le era vagamente familiar al propietario, como si lo recordara por haberlo visto en alguna foto o en algún reportaje televisivo. Muy amables, se disculparon, añadiendo que deseaban comer pero que, si había algún inconveniente, buscarían otro lugar. —No queremos molestar. Es que nos han hablado muy bien de este restaurante y... — explicó uno de ellos—. Nos hemos retrasado, ya sabe, los negocios... No había ningún problema y en pocos minutos se acomodaban en la esquina que miraba al mar aunque los comensales no parecían prestar mucha atención a la playa. Uno de ellos observó el inmenso botellero que tenía a su lado, se levantó y, con aire de entendido, empezó a examinar etiquetas y marcas. Salvador, el hijo de Joan, se acercó por si podía ser de ayuda. —Aquest mateix —señaló—. M’han dit que está a la llista dels millors vins espanyols… Era un Ribera del Duero, de la bodega Pago de Carraovejas. - Es veu que vostè entén de vins... Comió aquella buena gente, bebió con moderación y prolongó la sobremesa varias horas, a base de cafés y copas del más refinado whisky, insistiendo a cada servicio en su deseo de no molestar. Comieron, charlaron, discutieron, dos más que sus compañeros, levantándose cada poco cada cual para hablar por el móvil desde la calle. A veces, parecía que estaban en desacuerdo, para asentir enseguida, en voz muy baja y con expresión retraída pero con cara de preocupación. Debían de ser las siete de la tarde, que ya empezaba a prepararse el servicio de noche, cuando aparcó un potente Jaguar, modelo antiguo, junto a la puerta del restaurante. El conductor bajó un momento, dirigió su mirada a la mesa en que se encontraban los cuatro


comensales y volvió al coche. Abrió la puerta de atrás y dio paso a una mujer que descendió del vehículo, entró y se dirigió directamente a la única mesa que en aquel momento estaba ocupada. Quienes estaban sentados, se levantaron, saludaron y le hicieron sitio a su alrededor. La mujer aparentaba cuarenta y tantos años; aspecto vulgar pero muy bien vestida, es decir, vestida con ropa cara. Su presencia envaró a quienes llevaban más de tres horas de tertulia que continuaron hablando pero con creciente mal humor. Al cabo de media hora, el tranquilo intercambio de los cuatro hombres durante la tarde se vio de golpe trastocado cuando la dama se levantó inesperadamente y gritó de forma que se la pudo oir con toda claridad. —... pues si no os interesa, os vais a la mierda y yo haré lo que me parezca. E inició el gesto de levantarse y abandonar la mesa. El té que apenas había probado se derramó y algunas gotitas saltaron a su falda. Ella la sacudió con rabia. —Ana, por favor, seu, seu. Ja veuràs com tot s’arregla —pudo oir el camarero que se acercó solícito a arreglar el desperfecto. Se calmó la mujer, volvió a su asiento y la conversación se prolongó aún media hora más. Al cabo de la cual, ella hizo un gesto al chófer que se encontraba acodado en la barra, charlando con los camareros. El hombre salió como un cohete y, al minuto, aparcaba el Jaguar junto al restaurante. Bajó apresuradamente y, mientras la mujer se despedía, aparentemente satisfecha, de los cuatro hombres, tuvo tiempo de largarle un billete de cien euros a uno de los camareros, mientras le decía en voz baja. —Mira, me han clavado una multa de zona azul. Por favor, ¿podrías pagar y anularla? Por lo que más quieras, esta multa no tiene que llegar al propietario del coche. Es un tipo muy importante en Barcelona y no puede saber que su mujer ha estado aquí. Ella es jueza y tiene muy mala hostia: si le llega la multa, me preguntará y me hará polvo. ¿Me fío de ti...? Toma la matrícula y anula la multa. Quédate el cambio.


Le hizo un gesto de complicidad y precedió a la mujer hasta el vehículo que esperaba marcando terreno con los intermitentes encendidos. Los cuatro comensales prolongaron aún media hora su conversación, pagaron, dejaron una espléndida propina y salieron por parejas. Ya en la puerta, se pudo oir a uno de ellos: —Bueno, ha costado pero hemos domado a la fiera. El mosso está perdido...


Capítulo 43

15 metros… dos segundos… En los dos días que siguieron al descubrimiento por parte de Miquel, del siniestro tratamiento que los rusos habían aplicado al Marqués en represalia por la faena que el tipejo les había hecho, el joven policía vivió en permanente estado de shock. Albergando la remota esperanza de que su suposición de que la víctima del incidente rastreado en un medio de comunicación, era el Marqués fuera desmentida, se las ingenió para confirmar los detalles que, aunque muy poco precisos, apuntaban a que sí, a que Igor y sus matones le habían dejado al Marqués con pocas o ninguna arma para seguir presumiendo en delante de Casanova en traje de Sade. Y gracias si salvaba la vida... Comentó el asunto con Zacarías y ambos convinieron en que, por si las moscas, no era nada prudente asomar la nariz desde dentro del sistema de comunicaciones del cuerpo de los Mossos d’Esquadra. Se hicieron con un teléfono prepago y Zacarías, haciéndose pasar por británico, contactó con la editora de la noticia, explicando en muy mal castellano su interés por lo sucedido, envuelto en tantas y tan burdas trolas que, a los diez minutos, consiguió que la periodista le cortara la comunicación, convencida de que alguien intentaba birlarle el scoop: justo lo que buscaban los dos amigos, provocar más información sin desvelar quién era el interesado. Y sí, se trataba de un hombre de unos 50 años, vestido de Armani aunque con el traje destrozado, en cuyos bolsillos sólo se encontró un pepelucho arrugado escrito a mano que parecía ser un recibo de un taxista de Reus por el servicio Reus-Cambrils. Sin embargo, y aunque tanto Miquel como Zaca escudriñaron en aquella web local y en varios medios más a la búsqueda de detalles, en los días que siguieron no encontraron ninguna referencia: mejor así. Pero Miquel estaba destrozado. No sólo por cómo habían acabado las cosas sino porque se había caído del guindo y empezaba a asimilar la cruda realidad que iba mucho más allá


de las elucubraciones marxistoides de su amigo Zaca: él, el policía íntegro, el aspirante a investigador riguroso, respetuoso con la ley y preparado para utilizar los más avanzados procedimientos científicos al servicio del orden público y del ciudadano, él, Miquel García, hijo de un guardia civil honrado a carta cabal, ligado por parte de madre a una saga de respetables juristas catalanes, él, mosso d’esquadra catalán, había sido expulsado del tatami sin miramientos por una tropa de matones sin el menor escrúpulo, que no sabían muy bien ni localizar en el mapamundi Cataluña, el país en que vivían, la tierra en que habían vertido la sangre de la víctima de sus torturas. Por un grupillo de tipejos capaces de cortarle lo que le hace hombre a un ladronzuelo y no para que devolviera el dinero, sino movidos por el simple afán de venganza. Y, lo peor: el procedimiento, denigrante, asqueroso, criminal, había funcionado. —¿De qué me sirve, Zaca, haber estudiado tanto, no tener ni una mancha en mi expediente...? ¿No es mejor recuperar la ley de la selva, regresar al salvaje Oeste, armar a la gente y ahorrarse los gastos en orden público? —se lamentaba frente a Zacarías, ante la mirada triste de Irina que, sin entender muy bien lo que Miquel decía sí que captaba perfectamente la desazón y el sufrimiento de su novio. La chica se arrimaba al joven, le pasaba la mano por el cabello, le cogía la mano... pero Miquel continuaba absorto, derrengado, como Zacarías no le había visto nunca. Sonó el móvil de Irina. —Aló.. Da, papa... Mijael, papa dice él invita comer con tu y yo. Y tú —añadió mirando a Zacarías. —Dile a tu padre que se vaya a tomar por ... Dile que no puedo, gracias. Zacarías esbozó su característica sonrisa hecha de cinismo, retranca y autosuficiencia. No le hubiera importado aceptar una invitación en La Goleta, marisquito, solomillo, Dom Perignon...el ruso sería un cabrón pero sabía cuidar a sus invitados...


Al día siguiente, de vuelta del trabajo, Miquel se disponía a salir a trotar por los alrededores para rebajar el agobiante estrés que no conseguía sacudirse, cuando sonó el móvil. —... —Dime,Victoria. —... —¿Que si estoy sentado? No, ¿por qué lo dices...? Un presentimiento horrible le poseyó bruscamente, le encogió el estómago y le obligó a arrugarse en el sofá que tenía al lado. —...

—Vale, vale, no me asusto pero dime de una vez qué es lo que hay.

—...

—¿Dos años y medio...? ...¿ Dos...años... y medio...? Pero, ¿cómo es posible...? —...

—¿Recurso...? Bueno, pero... dos años y medio... Continuó la conversación, entrecortada, muy pocos minutos. Miquel apenas atendió a lo que le contaba Victoria, su abogada, que acababa de recibir la sentencia en el


procedimiento instado por la agente Mónica Peinado contra él por agresión sexual, abuso de autoridad e intento de violación. —Gràcies, Victoria. Et truco més tard. Miquel se puso en pie e, instintivamente, se acercó a la cristalera de la terraza. Abrió la puerta, y accedió al balcón. Un sol vivo, picante, caía casi en vertical sobre el Mediterráneo azul, calmo, plano. Se agarró a la barandilla y miró hacia abajo. El Golden se le colocó a la izquierda, mirándolo, y el cocker se echó a la derecha, como con respeto, con sus largas orejas pegadas al suelo de la terraza. —Cuatro pisos, 15 metros...dos segundos... El Golden le arrimó la cabezota a la pierna y el morro a la mano. El cocker se acostó a sus pies. Miquel se inclinó hacia el perrazo, clavó los ojos en los del bicharraco como solía hacer siempre, a lo que el animal respondía eludiendo su mirada, le agarró por las orejas, le estiró de ellas fuertemente, le sacudió y el perro, siempre manso como acostumbran ser los de su raza, apenas dejó escapar un tenue gemido. Varias sacudidas después, apartando la mirada de los ojos esquivos de su querido amigo, Miquel se irguió y volvió al interior del apartamento. Los perros le siguieron, el Golden moviendo la cola, el cocker, haciendo que meneaba el resto de rabo que, no se sabe por qué, se acostumbra a cortarlos de cachorritos: diríase que estaban contentos...; no, estaban muy contentos...


Capítulo 44

La sentencia En el tren con destino a Barcelona, Irina y Miquel, callaban, rumiando cada cual sus preocupaciones. El joven, a la brava, le había puesto en antecedentes a su chica del contenido de la sentencia y de su significado y consecuencias: a partir de ahora, pasaba a ser, oficialmente, un agresor de mujeres y un peligroso acosador sexual. A ella le costó entender las implicaciones del hecho pero en ningún momento dudó de la integridad de Miquel: se permitió incluso, bromear al respecto: —Tú, yo...tú no querías a mí. ¿Gusta más esa policía fea...? Y amagó con un mohín de desprecio, consciente de que, al menos en apariencia, tenía pocos rivales. —No es eso, Irina. Ella me acusó completamente en falso. Yo no le hice absolutamente nada, fue ella la que me provocó —le replicó Miquel, intentando que la chica captara la raíz del problema y calibrara su dimensión exacta. Y es que en España se ha implantado una legislación muy rigurosa para cualquier cosa que afecte a las relaciones entre hombre y mujer; tan rigurosa que hay quien está convencido de que viola la Constitución en numerosos aspectos que atañen a los derechos fundamentales. Mucha gente, y en particular extranjeros a los que no han afectado esas leyes, creen que en España las mujeres están muy bien protegidas del acoso de los varones pero lo cierto es que estos han pasado a ser ciudadanos de segunda clase y, por ejemplo, su palabra en caso de denuncia, no vale nada frente a la de la mujer. Miquel había probado en carne propia la barbaridad que supone ese quebranto permanente del principio procesal que determina que nadie es culpable mientras no se demuestre en juicio, instaurado -el quebranto- en España a rebufo de la Ley Orgánica 1/2004, de 28 de diciembre, de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género,


coloquialmente conocida como ley contra la violencia de género. Miquel había sido detenido sin más prueba que la palabra de la mujer que lo denunció y, al parecer, esa presunción había sido asumida por la sentencia de la que acababa de tener desgraciada noticia. Tras concertar una cita con Victoria en la propia estación de Sants, en Barcelona, al día siguiente, Irina y Miquel habían hablado largo rato, capeando el temporal como buenamente pudieron. A las 12 de la noche, llegó Zacarías, ahora sí, muy apesadumbrado. Café tras café, convinieron en que habría que esperar la opinión y la decisión de la abogada. A las dos de la mañana, los tres sacaron a pasear a los perros: Miquel les trataba hoy con especial cariño. Pero ni Irina ni Zacarías supieron nada del fugaz pensamiento suicida que le pasó por la cabeza a poco de conocer que había sido condenado a casi tres años de prisión por un delito que no había cometido. Ahora, un poco más tranquilo, veía a través de la ventanilla del Regional cómo se sucedían ante su vista los paisajes del Garraf. Había preferido el tren al coche. Y, por supuesto, había rechazado la protección de los matones que Igor les ofreció cuando su hija le comunicó que acompañaría a Miquel a Barcelona a... una gestión muy especial. Victoria les esperaba en el hall de la estación, acompañada de una joven menuda, muy guapa y mucho más joven que la abogada. —Vaya con el poli... es cierto lo que decían que tu novia es muy guapa... —Esta es Irina. Irina, Victoria Forlán, mi abogada. —Feliz conocer usted, señora Victoria. Miquel dice, usted grandísima abogada. —Apea el tratamiento, maja. Por cierto, esta es Alejandra, Sandra para los amigos. Es mi mujer. Miquel no pudo evitar un respingo. Irina no se enteró.


—¿Qué pasa, poli, aún no has asimilado que en España es legal el matrimonio homosexual? —No... si yo... —y miró a Irina que no acababa de entender la situación. —Bueno, tomemos un café. Te va a hacer falta más de uno para tragar esta mierda de sentencia. En toda mi carrera no había visto una cosa tan cutre y tan desvergonzada. Esa mala puta de la jueza te tenía ganas y, a fe, que se ha despachado a gusto, la muy cerda. No se ha cortado un pelo, a degüello a por ti y ya se verá. Hasta podrían inhabilitarla porque se permite unas licencias inadmisibles. Pero, bueno, eso ahora no importa. Sentémonos allí. Pide, Sandra, bollito...Para mí, uno con leche y algo para comer, cruasán o algo dulce. ¿Qué queréis, el poli guaperas y su preciosa novia eslava...? Invito yo, que para eso he perdido el juicio. Y eso que no voy a cobrar. —Por supuesto, Victoria, claro que cobrarás, faltaría más —replicó Miquel. —¿Ah, sí...? ¿Serás tú el que me obligue a cobrar, a porrazos...? Por la madre que me parió que no aceptaré un céntimo por el más duro fracaso de mi carrera. Y la jueza... ya veremos...Bien, hablemos... Extrajo el portátil y, durante casi media hora, le leyó a Miquel los párrafos más significativos de la sentencia, añadiendo comentarios propios en que se mezclaban los improperios más soeces dedicados a la jueza con razonamientos jurídicos. Irina sonreía y miraba al “bollito”, inconsciente del impacto que, como en los varones, su belleza causaba también en las mujeres. —Sentencia en el procedimiento de Juicio Rápido.... Esto fue error mío, teníamos que haberlo rechazado e ir a uno regular. Bla, bla, bla... hechos probados, ¿tendrá jeta? Probado que tenía una relación sentimental contigo, la muy...Probado que le metiste mano en el lavabo... ¿cómo lo probó...? Probado que has sido advertido en repetidas ocasiones por comportamiento indebido con las mujeres, ¿de dónde se saca esto...?


Miquel alucinaba oyendo los disparates que la jueza había incorporado al texto de la sentencia. Sabía que las pruebas y los testimonios en juicio son susceptibles de muchas interpretaciones pero tanto y tan descaradas... —Bueno, lo que importa. Agresión sexual, intento de violación y abuso de autoridad. Que te condenan a dos años y medio de prisión. Te mando una copia por correo electrónico. Muy difícil que te libres si no conseguimos rebajarla en la apelación. No quiero engañarte, la cosa está muy cruda, Miquel. Acabó el café y continuó mordisqueando la pasta mirando alternativamente a Miquel y a Irina. De él, buscaba su reacción ante lo que le explicaba. En ella, la confirmación de que mujer tan hermosa era real. Victoria era muy capaz de trabajarse mentalmente varios asuntos al tiempo. Irina le devolvía la mirada, desde su taza de té. Sus ojos azules impresionaban particularmente a la ruda abogada. Le dio un cariñoso codazo a su mujer que asistía en silencio a la triste sesión informativa. —Sandra es abogada también, no te preocupes, chaval. Mejor que yo y mucho más guapa, ¿a que sí, Miquel...? Este, como en trance, sólo se atrevió a decir: —Y, ¿ahora qué...? Recurriremos, vale pero yo, ¿qué hago...? Es que soy policía, no te olvides... —Bien, sé que es muy poco pero de momento, ten calma. Sandra y yo nos vamos a estudiar el asunto este fin de semana, redactamos el recurso y hablamos. Te juro que esa tía no se va a salir con la suya, palabra de Forlán... Victoria, consciente de que en aquel momento nada se podía hacer, optó por desviar la conversación hacia la vida en Rusia -ella había estado allí varias veces, la primera, en la época soviética-, los oligarcas rusos, la literatura contemporánea rusa en la que demostró estar más puesta que Irina... en fin, intentando quitar hierro al marrón que todos, pero en particular Miquel, tenían delante.


Tras un par de rotundos besos estampados por Victoria en los labios de Sandra entre parrafada y parrafada, Irina empezó a entender qué tipo de relación mediaba entre ambas. De repente, se tornó más seria y se retrajo ligeramente, acercándose a Miquel: a nivel legal tanto como social Rusia, que debe de acoger más o menos el mismo porcentaje de homosexuales que cualquier otro país europeo, no es precisamente tolerante con la diversidad sexual... Irina estaba en esa onda pero aguantó muy bien el tipo: con cierta reserva pero con elegancia. Más o menos, como Miquel. Tras dos horas de conversación, Miquel muy abatido, intentando que no se advirtiera el torbellino que afectaba a su pensamiento, se despidieron en las escaleras del andén. Estarían en contacto permanente. —Adelante, chaval. Tu cuñada me dijo que tienes un par... ahora tienes que demostrarlo. Y cuenta conmigo, me han jodido casi tanto como a ti pero veremos quién ríe el último... Ah, y cuida a tu chica. Dios, nunca he visto cosa tan guapa...Dame un beso, belleza... Tranqui, Miquel, que estoy casada y le soy muy fiel a mi chica... Sandra, su chica, que apenas había pronunciado palabra, se despidió con una exquisita sonrisa y un breve alegato en catalán que Irina no entendió y Miquel no oyó. De regreso, abrazados sin saber muy bien qué decirse, trataban de descifrar cada cual por su cuenta, el rumbo al que les abocaba, sin pedirles permiso, el destino. De una cosa estaban bien seguros ambos: la menor duda no había empañado su relación y los dos se sentían más a gusto juntos a cada paso y con la que estaba cayendo: bueno, era un consuelo... En la estación de Salou les esperaba Zacarías.


Capítulo 45

Miquel, van per tu… La democracia avanza, sin duda. Hay más democracia hoy, a primeros del siglo XXI que hace mil años, cien años, diez años... Penosamente, los estados y las instituciones se abren al pueblo y la gente tiene oportunidad de echar una ojeada a las tripas de los mecanismos que organizan su vida y que, sobre todo, la controlan. Aunque quizás sería más exacto decir que es el pueblo el que abre a porrazo limpio, con mucho dolor y a menudo a costa de mucha sangre, su sangre, la sangre del pueblo casi siempre, las puertas de esas instituciones: quienes mandan, nunca, ni antes ni ahora ni aquí ni en Pekín -especialmente en Pekín- han permitido que la gente del pueblo entre en las estancias en que se elaboran los decretos, se deciden los sueldos, sus sueldos sobre todo, se firman contratos, se apañan decisiones y se condicionan tarifas y vidas, todo junto y bien revuelto. Es el pueblo el que protesta, el que se indigna, el que fuerza, milímetro a milímetro, a veces fusil en mano, cada día más a voto limpio, es el ciudadano, a pelo o en grupo, el que acogota al que manda para que ceda y retroceda, abra la mano, las puertas, los libros y los presupuestos. Todos los mindundis han de felicitarse por ese avance, a paso de tortuga, pero avance al fin y al cabo. Pero no se engañen los mindundis: hay mucha mierda allí dentro y huele fatal incluso con algunas ventanas abiertas. Porque en el interior de las estancias del poder, los poderosos siguen cocinando decisiones, leyes y declaraciones que no se orientan al beneficio o al bienestar del pueblo y del ciudadano, del mindundi, sino a su propio beneficio o a lo que ellos tienen por tal. En los corredores del poder, en los cuartos oscuros de tanto edificio de lujo, tan bien amueblados, tan lujosamente decorados, también se discute el futuro de los hijos, los amigos y las queridas de quienes mandan: colócame al chaval que ya nos lo encontraremos, dale esta campaña a fulana que es buena


amiga mía, haz lo posible para que a esa empresa se le adjudique ese contrato... bueno, hoy por ti, mañana por mí, ¿estamos en el mismo barco, no? En fin, en los despachos oficiales se cuecen muchas habas, blancas, negras, limpias y agusanadas. Pero a veces, hay que salir de los despachos por si las moscas. Y entonces hay que cocer habas en hoteles, restaurantes, a bordo de yates o en las salas de espera de un aeropuerto: hasta en calles y bancos -callejeros- suizos y en puticlubs holandeses han cocido habas los bandarras españoles. Las habas que cocieron días atrás cuatro tipos y una tipa en uno de los mejores restaurantes de la Costa Dorada, eran el futuro de Miquel al que adobaron bien adobado con calumnias, mentiras indecentes y recomendaciones indignas. La tipa era la jueza que, al día siguiente, le echó encima una sentencia infumable hasta para las generosas tragaderas de tantos jueces incompetentes. Los tipos eran dos mandos del cuerpo de los Mossos d’Esquadra, la policía catalana, un diputado y un abogaducho metido a conspirador, con aspiraciones a conseller de la Generalitat. El chófer que esperó a la tipa mientras ésta negociaba el precio de su venta con los cuatro tipos, era, con diferencia, el más honrado entre los cinco que habían llegado al restaurante frente a la playa de La Pineda: pagó la multa por aparcar en zona azul y dio propina a quien le sacó del apuro. El asunto de “ese maldito mosso”, como le describió uno de los tipos, se estaba hinchando y amenazaba con reventar y cubrir de mierda a más de uno: y, claro, el país, que ponía la directa hacia la independencia, no podía permitirse ciertos lujos, entre ellos, reventar tanto grano de pus crecido en el Parlament, el Govern, la judicatura y, en particular, en el seno de la policía catalana: a los propios mossos, los que se batían el cuero en la calle y en las comisarías, se les estaban hinchando las narices ante tanto mamoneo: había que cortar por lo sano y asustar a todo aquel que pretendiera ser original y... honrado. En aquella comida, pues, se decidió poner al mosso, a Miquel, en el disparadero, cargarle con toda la basura que se pudiera recoger y, si había que inventar, se inventaba, que también lo hacen la CIA y el inteligencia israelí y, al final, no pasa nada: los nombres


de mártires de la causa no caben en los muros de tanto edificio público como levantan los políticos en homenaje a los pobres diablos que cayeron convencidos de que se sacrificaban por su país y su bandera. Se trababa de despistar a los medios de comunicación, si metían la nariz, convencer o disuadir a algunos diputados que querrían luz y taquígrafos, llamar al orden a los mandos de los Mossos que no estaban dispuestos a tragar y, para condimentar el pestilente guiso, sugerir algún que otro reportaje sobre la mafia rusa a las productoras de televisión. Pero, y por encima de todo, había que hundir al mosso en la puta mierda. Para lo cual, les venía de perillas la oportuna denuncia de una policía local por agresión sexual y violencia de género: si con un condón y un par de oportunas declaraciones los yanquis habían conseguido sacar de la circulación, nada menos, a Julian Assange desde Suecia, ¿no podrían ellos derribar al ingenuo policía, ni de lejos tan curtido como el australiano en las refriegas entre quienes mandan y quienes buscan levantarles la camisa? De este modo, con alevosía y lejanía, con premeditación y pasta de por medio, habían acordado los cuatro tipos y la tipa, que ésta le crujiría con una sentencia muy dura, los polis estarían atentos a lo que saltara a la opinión pública, el político procuraría torear a los de su gremio y el abogado estaría al quite para lo que fuera. Desarbolada la nave del tontaina del mosso d’esquadra con un buen cañonazo desde la fortaleza de la violencia de género, pocos recursos le quedaban a él y a sus amigos rusos con que salir al paso si al Marqués -del que se sabía que andaba de médico en médico a ver qué se podía hacer con lo suyo- le daba por querer volver al ruedo, el muy imbécil... Entretanto, habría que mirar de recomponer las relaciones con otros rusos de los que se sospechaba que podían disponer de pasta para dejarla fluir hacia los terrenos, los hoteles o las promociones: por un clavo se perdió una batalla y por un millón de euros, el Marqués jodió operaciones de muchos ceros: bien se merecía que le hubieran cortado la hombría: sin sesos le tendrían que haber dejado, ya que le dejaron sin sexo. Miquel, entretanto, trataba de digerir la sentencia y sus consecuencias. Pero no podía. Por primera vez en su vida, no le servían de nada sus desenfrenadas carreras por el Cap de


Salou, sus sesiones de yoga, sus esfuerzos por mantener el autocontrol. El Golden ponía su cabezota al alcance de su dueño y el cocker su morrete: presentían que algo gordo incordiaba al jefe y allí estaban, para lo que hiciera falta. Sólo Irina y Zacarías se mantenían casi permanentemente próximos a Miquel, casi siempre callados, respetuosos, sabedores de lo que pasaba por la cabeza de su novio, de su amigo, reservado como siempre o más, pero asustados por la trascendencia del momento. Hablaban casi a diario con Salva, en Moscú, quien decía que ya era capaz de pedir un café y un billete de metro en ruso. Los tres reían cuando hablaban con él por skype y evitaban el relato del mal trago por el que pasaban en España: ¿para qué? A los pocos días, Miquel recibió por mail el borrador del recurso que habían preparado a medias Victoria y su mujer. Habituado al léxico judicial y procesal y a los jeribiquis de los abogados para andarse por las ramas sin dar con sus huesos profesionales en el barro de una sentencia contraria, quedó sorprendido por la inusitada dureza y claridad con que su abogada se oponía a la sentencia que disponía dos años y medio de cárcel para él. Sin embargo, en aquel momento, Miquel ya se había hecho otra composición de lugar y no prestó demasiada atención al contenido del recurso ni a las llamadas de la abogada. —Haz lo que veas más adecuado, Victoria. Confío plenamente en ti. —Tendríamos que hablar de las consecuencias disciplinarias que acarreará esta jodida sentencia. Supongo que eres consciente de que, como mínimo, te apartarán del servicio. Y, ojo , si sólo fuera eso... —Sí, sí. Soy consciente. Ya he hablado de ello con mi jefe. Es aún más pesimista que tú. —Bueno, presentamos el recurso y nos vemos. ¡con un par, poli, con un par...¡

—Con un par, Victoria, cuenta con ello. Y muchas gracias por todo.


Aquella tarde, salió para darse otro palizón corriendo por la carretera del Faro. Dejó a los perros a los pies de Irina, que miraba en el portátil una película en ruso y se lanzó a la carrera, esta vez despacio, como si su cerebro estuviera esta vez más activo que sus piernas y más agitado que sus pulmones. A la altura del zigzag desde el que se entra en el desvío al hotel Cap Salou, se apercibió de que era seguido por un coche de los mossos. Al poco, el vehículo se puso a su lado y empezó a circular a su paso. —¿Qué pasa, locomotoro...? ¿Llegas tarde a alguna fiesta...? Era Gispert, caporal, buen tío. Discreto y de fiar.

—Buenas... aquí, cremant energies...

—¿Tot bé...? —oyó que decía el conductor. —I tant, tot bé —contestó Miquel. —Bueno, rapidillo, et deixem amb les teves cabóries... Y al separarse, Miquel notó que el caporal le agarraba firmemente del brazo por unos segundos y, mirando un momento atrás, le decía como con cuidado. —Cuídate, chaval. Van per tu. Peró, compta amb nosaltres. Tots estem amb tu. Y al conductor: —Arrea, misión cumplida.


Miquel se paró, se dobló para facilitar la respiración y se irguió para contemplar como el vehículo se perdía camino de La Pineda. Lo sabía y lo tenía bien claro, que iban a por él. Pero... así de claro...como si fuera de dominio público... —Van per tu... —se repitió Miquel varias veces a sí mismo—. Cuenta con nosotros... Al llegar a casa, muy preocupado pero relativamente relajado, se encontró a Irina bailando literalmente con los dos perros. Agarraba al Golden por las patas delanteras e intentaba unos ridículos pasos de danza. El perro se esforzaba pero enseguida daba paso al cocker, más reacio pero no menos entusiasta. Demasiada alegría para la circunstancia... Poco tardó Miquel en conocer el origen del inesperado jolgorio: Irina le apartó un momento hacia el dormitorio y le enseñó el artilugio teñido teñido de rosa con las dos rayas: estaba embarazada.


Capítulo 46

Caminante, no hay camino… Fue Machado, don Antonio, el que escribió esos versos que figuran entre los más profundos e inspirados entre tantos versos profundos paridos por inspirados poetas de todos los tiempos y de todos los países. Caminante, no hay camino

Se hace camino al andar

Y al volver la vista atrás

Se ve la senda que nunca se volverá a pisar. A ellos se aferraba Zacarías para animar a Miquel que, feliz como un chiquillo, había aparcado por un buen rato sus preocupaciones para dedicarse a comunicar la buena nueva a toda su familia: su madre, bañada en lágrimas tuvo que ceder el teléfono a su padre porque no conseguía explicar a su marido que, por una vez, la noticia era buena. —Felicidades, hijo —acertó a decir el adusto militarote—. Pero ahora...uhmmm... os tendréis que casar, ¿no? Miquel se rió y le pasó el teléfono a Irina: —Papa, ahora, tú mi papá... yo, dos papás, da?


El ya oficialmente abuelo (ninguno de sus otros dos hijos casados, hasta ahora, le había dado descendencia) no entendió muy bien lo que le decía su recién incorporada hija... rusa...ay, si Franco levantara la cabeza..., casado con una catalana y suegro de una rusa... La hermana de Miquel, la mujer del diplomático, no tardó en saber la noticia de boca de su madre aunque se encontraba en Bruselas, acompañando a su marido en misión oficial. Ella se encargó de hacérselo saber a la hermana monja que, por aquellos días había salido de Ruanda camino de Italia, para informar a la Santa Sede de lo que ocurría en ese país tan maltratado aunque, menos mal, en vías de recuperación. Meritxell no quiso mencionar el asunto de la sentencia contra su hermano, de la que Victoria le había informado con detalle. Fue la hermana de Miquel la que propuso una reunión familiar para celebrar el acontecimiento, en cuanto regresaran ella y su marido a España. El diplomático se comprometió a hacer llegar a la monja a Barcelona desde Roma, al precio que fuera, faltaría más. —I qué parlen els teus sogres...? —inquirió Meritxell...— Com us enteneu, en anglés...? —No sufras, hermanita. Irina y su padre entienden muy bien el español.

—I tú, ja parles el rus?

—Kanieshna, claro, da. Miquel estaba fuera de sí de contento. Iba a ser padre... Y entonces le volvió a caer encima la negra sombra de la sentencia: ¿padre... acosador, delincuente sexual...? En ese momento llegó Igor que entró como un panzer en el apartamento, pilló juntos a los dos, Irina y Miquel y los abrazó con tal furia que éste se sintió medio asfixiado. Puso su


corpachón en movimiento e inició un baile con Sascha mientras Vitali tocaba palmas con la misma gracia que un oso animando el Lago de los Cisnes. El felicísimo padre de Irina, por una vez, accedió a encargar unas pizzas por teléfono y no insistió en salir de restaurante, marisco y champagne. Así que toda la tropa se pasó unas buenas cuatro horas hablando por teléfono, recibiendo felicitaciones, haciendo saber a medio mundo que se había encendido una lucecita en el asaeteado e incipiente hogar de los García-Grigoriévich... joder con la mundialización de las relaciones. Entre todas las felicitaciones, Miquel apreció especialmente la de la madre de Irina, mucho más recatada que la de su marido pero, a su juicio, mucho más sentida. Y le llamó particularmente la atención la de su jefe, al que no sabía cómo le había llegado la noticia, sería de boca de algún compañero. —Felicitats, Miquel. Ara tens un motiu molt especial per a lluitar...ja saps el que vull dir... Pero cuando la tropa, a las dos de la mañana, se retiró, y el silencio se impuso en el apartamento, revuelto, botellas, grasientas cajas de cartón por todas partes...Irina, Miquel y Zaca, a cuyos pies se había echado el cocker,... sintieron que la realidad, maldita, pesaba como el plomo, apretaba estómagos y reducía a su mínima expresión y fundía la ilusión encendida pocas horas antes: el padre novato y feliz, iba a celebrar el nacimiento de su hijo en la cárcel... condenado por agresor sexual. Ninguno de los tres sacó el tema a relucir pero los tres eran conscientes de la dimensión del problema. Fue entonces cuando Zacarías evocó a Machado, intentando que sus versos iluminaran el negro semblante de Miquel y el camino que el joven policía tenía por delante, el camino que no existe, la senda que tendría que empezar a pisar a ciegas, de la mano de su bella compañera, extranjera, hija, se decía, de un mafioso con mucha pasta y nulos escrúpulos. Miquel e Irina estuvieron un buen rato abrazados, echados en el gran diván en el centro del salón del apartamento del cuñado diplomático. A Miquel se le iban las manos a la tripa


de la chica. Zacarías miraba de reojo, acariciando las largas orejas del cocker. De repente, Miquel se separó de Irina, se puso en pie y, como si despertara de un sueño, exclamó: —Irina, nos vamos. —Shtò? Vamos, dónde vamos? Ahora, noche, todo cerrado...yo cansada, yo duermo... puksik... —Nos vamos de España. Nos vamos de Cataluña, nos vamos de este país de mierda...Y nos vamos ya. Llama a tu padre. Irina, medio adormilada, no pescó a la primera la propuesta de Miquel. Pero Zacarías se revolvió en el sofá, asustó al perro con el que jugueteaba y se colocó junto a Miquel. —A ver, repite, que no lo he oído bien. —Nos vamos de aquí y nos vamos ya. Mi hijo no me a ir a visitar a la cárcel porque a su padre le haya tocado vivir en un país asqueroso. ¿Lo has pillado o te lo traduzco? —Pero... —Ni pero ni hostias. Tatalka, ¿tú lo has entendido? Quiero que marchemos de este país, de España, de Cataluña, tú y yo y nuestro hijo. Irina se quedó un momento desconcertada pero, poco a poco, se le fue iluminando el rostro, comprendiendo lo que el padre de su recién anunciado retoño le proponía. Se levantó a su vez y se abrazó a Miquel por un buen rato. Llamó a su padre quien, al parecer, ya dormía. —Papa. Mijael skashal... savtra on jochet... on jochet gavarit s taboi... —…


—Niet, niet diengi, no dinero. Drugoi dielo... Lavna, lavna... savtra...Espakoina nosche, papa. Salieron los tres a pasear un ratito a los perros. En el balcón del apartamento de Igor, Sascha fumaba calmosamente. Lo saludaron con un gesto. El ruso hizo como que levantaba el pulgar.


Capítulo 47

Despedida y perros Aunque parezca complicado, abandonar un lugar, una familia, un país, es muy sencillo... según y cómo: cuando a las puertas de la ciudad o de tu casa se oyen tiros, estallan bombas o aparcan tanques que lucen símbolos desconocidos, la cosa se reduce a salir pitando procurando que a los tuyos y a ti no les caiga encima lo que no buscan o no os deis de bruces con algún borracho armado con un trasto que no se suele utilizar para batir huevos. Pero cuando alguien quiere largarse de un país en paz, curiosamente, el problema se complica y mucho: hay que atar infinitos cabos antes de quitarse de en medio: bancos, amigos, perros, coches, casas, trastos, ordenadores.... Pero Miquel, tan reflexivo, tan metódico, tan bien organizado...y tan decidido cuando tenía las cosas claras, resolvió el problema de un plumazo y en muy pocos días. Lo resolvió a medias con Igor y nadie supo nada hasta que, días después, algunos, muy pocos entre sus conocidos, recibieron la llamada del exilado desde... Chorni Gorie... un país que a nadie le sonaba ni remotamente, Montenegro le dicen en español. Mientras preparaban la espantá, Irina, Miquel e Igor, confabulados, tuvieron tiempo de juntar a ambas familias, hacer las presentaciones, celebrar el embarazo de Irina, brindar por el futuro de la pareja y desearles... feliz viaje de novios que, por motivos de agenda, dijeron, iniciaban inmediatamente. Fue digna de ver la alegre reunión, en un conocido restaurantes barcelonés, en la que el azar, la casualidad, Dios o vete a saber qué extraño director del rumbo de las personas, juntó a varios excomunistas con una monja recién llegada de Ruanda, a un elegante diplomático con un exdirector de prisiones soviéticas, a un guardia civil retirado con dos jóvenes armarios en funciones de guardaespaldas de una bella joven embarazada...y a una


culta y prudente ama de casa catalana con la esposa de un mafioso que decía que administraba el dinero de los adustos curas moscovitas: la madre de Miquel y la de Irina. Ni la una ni la otra, cada cual a la suya, quitaba el ojo de encima a quien, en breve, sería el marido de su única hija y la mujer de su hijo favorito: estas madres... Irina, radiante, sentada junto al civilón que seguía siendo el padre de Miquel, le atendía con tanto cariño que Juanón se tuvo que volver un momento a su mujer para decirle que “no te creas que estoy ligando, mujer...” como si a Clementina le preocupara esa eventualidad... Correspondió el brindis de honor a Fernando, el marido de Meritxell y que, como diplomático, se encargó de dar sentido en pocas palabras el feliz desbarajuste que tenía lugar a su alrededor. Su discurso fue jaleado por un estrepitoso ¡¡¡urraaaá!, salido de la garganta de Igor, grito que el diplomático sabía muy bien que era la voz de asalto de los ejércitos rusos y soviéticos, lanzados a la victoria o a la muerte y que los civiles utilizan cuando algo les parece espectacularmente bien. ¿Se había enterado el ruso de lo que había dicho el español? Seguro que no pero eso era lo de menos. Ambos, el cuñado de Miquel y el que ya todo el mundo tenía por su suegro, disputaron larga y comedidamente por hacerse con la cuenta del restaurante, visa platino en mano el primero y fajo de billetes de 500 el ruso en la suya. Fue Irina la que zanjó el incidente, explicando a su padre que en España estaba muy mal visto que pagara la familia de la novia, argumento que no le convenció demasiado pero sirvió para despejar el restaurante. Fina, la hermana monja de Miquel se hacía cruces, evocando la miseria de la que regresaba y la manera como se malgastaba el dinero en el primer mundo...Optimista y perspicaz como todos los religiosos, calculó lo que le podría sacar al suegro de su hermano para un centro de acogida de niños huérfanos que estaba promocionando cerca de Goma. —Miquel, carinyo, et desitjo que siguis molt feliç amb aquesta noieta: us casareu, oi?.


—És clar, Fina. Un pic tornem d’aquest viatge... —le respondió Miquel, con mala conciencia por engañar a a su propia hermana, la monja. Porque ya estaba todo decidido y listo: a Borís le había costado poco más de 24 horas conseguir un par de pasaportes falsos -dos para Miquel, dos para Irina por si hacía falta-, colocar un yate de 30 metros en el puerto de Barcelona y ordenar a Sascha y Vitali que dispusieran todo para que la pareja se esfumara desde España: a ellos les iban a enseñar a pasar por debajo de las puertas y a través de las paredes sin dejar rastro... En definitiva, todos los reunidos en la cena se despidieron convencidos de que la pareja emprendía un viaje de pocos días por el Mediterráneo, sin destino fijo, para relajarse antes de empezar a planificar con tranquilidad el desarrollo del embarazo tan celebrado. Por eso, cuando sólo charlaban en la calle, a las puertas del restaurante, Irina y Miquel y los padres de éste, el joven hizo un gesto y reapareció Vitali saliendo de detrás de un coche que ni era el Hummer ni el Mercedes. —Papa, mira. Mañana, este hombre, Vitali, os llevará a vuestra casa a mis dos perros. Quiero que los cuidéis mientras estemos fuera. —No hay problema —contestó Juan—. ¿Qué será, una semana más o menos, no? —Un poco más, papa. Me temo que serán muchos meses, quizás años.

El exguardia civil se sobresaltó y su mujer se pegó a él.

—¡Cómo, años...! ¿Qué me dices...? —Papa, nos vamos para no volver, por lo menos en mucho tiempo. No estoy dispuesto a que me encierren por algo que no hice...ni quiero que mi hijo me tenga que ir a visitar a la cárcel.


—Peró, fill meu...aixó és una bestiessa... —Mama, ho he decidit... ho hem decidit plegats i no farem enrera. Y atrajo hacía sí con fuerza a Irina. —Demà toquem el dos. Us tindrem informats peró és millor que no sapigueu a on anem...No patiu, estarem ben protegits. El exguardia civil miró a Vitali, en pose típica de matón. Arrugó el ceño. Su esposa se abrazó a Miquel, llorando. Irina acarició la cabeza de la mujer... —Fill meu, fill meu… —repetía la madre de Miquel. Se corrigió, abrazó a la chica y permaneció junto a ella un buen rato. —Que sigueu molt feliços, li prego a Deu... Vaya porquería de despedida, en una solitaria calle barcelonesa, unos llorando, otros disimulando, todos acongojados, hablando de perros...Pero no hay más cera que la que arde y a las penas, puñalás... Curiosamente, uno de los problemas más acuciantes para Miquel en aquel momento era el que suponían sus perros. Sentía que traicionaba a sus dos compañeros de tantas fatigas pero no vaciló ni un momento: si su asunto saltaba a la prensa, cosa que daba por inmediata, tendría muy difícil evaporarse y no estaba dispuesto a permitir que se cerrara la jaula en que querían pillarle. Al día siguiente de que su compañero le advirtiera de que iban a por él, había encontrado enganchada en la rendija de su taquilla, en la comisaría, un sobre en cuyo interior venía una lista de 24 nombres, seguidos de las respectivas firmas: buena parte de sus compañeros, incluidos algunos jefes. A la cabeza de la lista, una breve consigna, “Força, noi! Estem amb tu!” Adelante, chaval. Estamos contigo. Agradeció el gesto y saludó en persona a alguno de los que le brindaban, exponiéndose mucho, su apoyo. Pero no se dio a engaño: quienes iban a por él estaban más arriba y no se andarían


con chiquitas... Era plenamente consciente de que a muchos de los que gobernaban, les venía de perlas echar a los leones la carnaza que era un mosso condenado por agresión sexual y, para colmo, liado con rusos cargados de pasta y sospechosos de implicación con respetables miembros de la dignísima comunidad catalana que lleva la cuatribarrada en la solapa y, por debajo de la solapa, el euro en el corazón. Fuera como fuese, Blanc y Ros, el golden y el cocker de Miquel, acabaron en el hogar gerundense de los García-Puigcorbera: el viejo guardia civil se encariñaría especialmente con el cocker, quizás por aquello de que la tradicional mala leche de uno y de otro -cocker y guardia civil, cada cual por su lado- facilitaba su acercamiento. Y fue de ver cómo el astuto perrete se encaramaba a los sofás de la casa del matrimonio en Girona para enterrar el hocico y las largas orejas junto a Juan, para desesperación de la madre de Miquel, alarmada ante la perspectiva de tener que hacerse con dos perros y con sus pelos y sus cosas, a su edad. Clementina hubiera preferido hacerse cargo de un nietecillo... —¿Sortirà ros o moreno...? —se decía a sí misma la madre de Miquel—. Joan, qué penses, que el nostre net serà moreno o ros...? Su marido se quedó un momento desconcertado, sin comprender la pregunta. Tardarían meses en despejar esa incógnita. Clementina recurrió a un frasquito de hierbas que le había regalado su hija, la abogada. Juan volvió a fumar después de años de haberlo dejado...Los dos sufrían mucho en su interior pero trataban de disimular para no afligir al otro. Los perros, un poco desconcertados al principio, se fueron acostumbrando: por lo menos, los abuelos no los obligaban a correr como locos...


Capítulo 48

Adiós a Salou Entre las cuatro de la tarde y el anochecer, Miquel y Zacarías recorrieron Salou de punta a punta, como quien no quiere la cosa, caminando despacio, mirando sin ver, atentos a las palabras uno del otro, conscientes de que no volverían a encontrarse en una buena temporada, quizás, nunca más. Desde la pizzería Goretti, en que habían comido algo, enfilaron el Paseo Jaume I, esquivando turistas a diestra y siniestra: había llovido ligeramente y la gente dejaba la playa para zascandilear por las tiendas, a la búsqueda de camisetas y bikinis baratos para satisfacer el efímero afán de lucir un poco más moreno, un poco más moderno...Salou se llenaba, cada año más, de tiendas de medio pelo y de restaurantes vete a saber... que traían por el camino de la amargura a los comerciantes y empresarios legalmente establecidos que no tenían más remedio que apoquinar... a Hacienda, al Ayuntamiento, a la Seguridad Social...impuestos, multas... recortando sin parar su margen de beneficio. Menos mal que los rusos... Junto al chalet Bonet, que debió ser municipal y se perdió para siempre para el pueblo, en la placita alrededor de la fuente, unos viejucos se resguardaban del sol a la sombra de las generosas hojas de las moreras, observando a un grupo de turistas hacerse fotos frente a los enormes cactus sostenidos por armazones metálicos. Zaca y Miquel se sentaron un momento en el banco de al lado del que ocupaba la pareja de ancianos. —Salou no es lo que era. Cuando vinimos por primera vez desde Zaragoza, que yo tenía 10 años, la gente era más elegante, se veía otra clase... —decía uno de ellos. —Ahora está todo lleno de negros, las mujeres lo enseñan todo, los críos se te echan encima con las bicicletas y los patines, a poco que te descuides... el otro día, a una vecina mía, le robaron al sacar dinero del cajero. Esto antes no pasaba... Miquel y Zaca se miraron sin decirse nada.


—Le he cogido cariño a este pueblo —soltó Miquel—. No tiene nada, la gente va a su bola pero, qué quieres... —Eso es porque te has enamorado, pedazo maricón... —No sé... ¿volveré a Salou...? Y, si vuelvo, ¿cuándo, cómo...? —Como mínimo, como padre. Bah, échatelo a las espaldas...Eres joven y ya verás cómo se te abren varias puertas por cada ventana que se te cierra... Y Zacarías le dio un golpe en la rodilla, para invitarlo a seguir caminando. —No te olvides, no hay camino, se hace camino al caminar...Vamos, quejica... Calle Barcelona arriba, la fuente de Ferrán -qué triste despedida del pueblo había tenido el que fuera alcalde durante casi veinte años...- la Torre Vella... —¿Te puedes creer, Miquel, que he conocido a una mujer que vivió casi 30 años en la calle Barcelona y que no sabía lo que era la Torre Vella? Te lo juro, a menos de 500 metros de la única reliquia de cierta importancia que tiene Salou y no había estado nunca allí. Me lo tuvo que repetir varias veces, me parecía increíble. Miquel oía a su amigo pero no lo escuchaba. Sus pensamientos se iban de los escasos preparativos que había hecho para la fuga a la aprensión hacia el futuro que le carcomía. —Si al menos fuera solo...Pero tengo que cuidar de Irina...y de lo que viene... —Nada, hombre, con tu suegro de vigilante, todo irá como la seda... —Rusia no es España, Zaca. No he estado nunca allí pero las cosas no son como aquí: la policía... en fin... —Sí, habla tú de la policía, precisamente tú...


Frente al Kirila, observaron cómo varios grupos de negros, cargados con enormes paquetes y carros de compra tiraban hacia la plaza Venus: a vender lo que pudieran, pobres... y a servir a las mafias que los organizan y explotan, con el consiguiente cabreo de los comerciantes convencionales, a los que hacen polvo con sus falsificaciones: no hay moneda que no tenga dos caras. Por el paseo Pau Casals, no tardaron en llegar al piso en que vivía Zacarías. Un piso propiedad del bandarra de Salvador que, a estas horas, se lo estaba pasando pipa en Moscú, con su fulana de largas piernas y puliéndose los dineros que le había regalado Igor por su participación en el complot que deshizo el enjuague del Marqués y su comparsa. —¿Subimos y tomamos algo...? —le propuso Zacarías. —No, gracias. Sigamos hasta las ruinas romanas. Me tiene que llamar Irina. —Al final, ¿os vais esta noche? —Sí. Nos esperan en Barcelona. Bueno, tienes el teléfono de mi cuñado, las llaves del piso... cualquier cosa, le llamas. Es buen tío. Los perros ya están con mis padres. Me acordaré mucho de ellos... —Podrías haberme dejado el cocker. Ya sabes que me encanta... —Pero separar a los dos... Son pareja de hecho...mejor juntos... Qué cabronada les he hecho... Paso a paso, mezclando comentarios banales con las reflexiones profundas que, sin parar, se le escapaban a Zacarías, llegaron al mirador instalado junto a la llamada Vila Romana de Barenys. Un larguísimo muro metálico, relleno de cemento, de casi medio metro de espesor y cinco metros de altura, conforma un balcón desde el que es posible contemplar la parte occidental de Salou, la que linda con Cambrils. En el interior del recinto, nos preciosos olivos, centenarios, cimbrean sus vetustas ramas al paso del viento con tanta elegancia que se llega a justificar que se hayan pagado millones por desarraigar


esos bellísimos árboles de la tierra en que crecieron y en la que deberían haber continuado. Acodados en el mirador, mientras caía el sol y se escondía tras las montañas de Beceit, sin decirse nada, Zaca y Miquel rumiaban, cada cual la suya y a su modo, la desazón de tener que separarse del amigo en tan jodidas circunstancias. Sonó el móvil de Miquel. —Sí, Tatalka.

—...

—Aquí, al final de Salou.

—...

—Pon el navegador. ¿Cómo es esta calle, Zaca...? Doménec Sugranyes...

—...

—Joder, deletréale a una rusa Doménec Sugranyes...

—Dile, Colegio Elisabeth. Pau Casals.

—Pau Casals, al final...En la otra punta del Kirila.


—...

—Este sí lo ha entendido, claro, sabe de música...Te esperamos.

Zaca se apercibió de que Miquel, tras desconectar, se quedaba mirando al móvil... —Qué suerte tienes, ladrón. Guapa, lista, pianista... No tardó en aparecer el deportivo de Irina. Miquel se apresuró a hacerle gestos desde el mirador y la chica aparcó tras una caravana de la que salió un hombre, sin más vestimenta que unos shorts, extrañado porque perturbara su tranquilidad una rubia tan llamativa, bajando de un buga tan espectacular. La rubia salió como tiro de escopeta hacia lo alto del mirador. El ocupante de la caravana la siguió con la mirada, y con la boca muy abierta. Los salouenses viven en un pueblo cuya superficie, quizás, es la más pequeña de todos los municipios españoles. Pues, con todo y con eso, la mayoría de habitantes de la ciudad, ni visita ni siquiera conoce los muchos rincones atractivos diseminados por el término municipal: las calitas del Cap de Salou, las propias playas, Santa Maria del Mar... y, mucho menos, los espacios que, milagrosamente, ha dejado libres la rabiosa urbanización llevada a cabo en los últimos 30 años, desde la segregación de Vila-seca. El balcón en que ahora se habían juntado los dos amigos con la recién embarazada novia de uno de ellos, llegada del Este y titular de una carrocería de lujo, es uno de esos espacios, casi vírgenes, que los salouenses ni conocen ni disfrutan. Desde allí, arriba, Irina en el centro, cogida por el talle por Miquel, al otro lado Zacarías, con su sonrisa sardónica de siempre en los labios, miraban, los tres en uno, cómo se iba el sol y cómo en su resplandor menguante, parecía diluirse un presente complicado sin que acertara a atisbarse un futuro mínimamente sugerente: las cosas pintaban negras... El futuro, dichoso futuro: qué hostias te arrea el futuro...


—Yo iba para jugador de hockey. Y luego para mosso d’esquadra... —pensó en alto Miquel... —Y yo para Pulitzer... y ya ves, aguantándote aquí —le replicó Zacarías. Irina, no pescaba las sutilezas del castellano coloquial pero era feliz junto al padre de su hijo y a su amigo. —¿Me haréis padrino de la criatura...? —propuso Zaca, asestando un ligero golpecito a la barriga de Irina. —Sabe Dios dónde estaremos cuando nazca la criatura...Venga, vamos. Comemos algo y...camino del exilio. El sol ya había desaparecido cuando los tres, un poco apretujados, se embaularon en el Mercedes de Irina. A las 22.00 horas, dejaban a Zaca a la puerta de su casa. Irina, feliz como siempre, abrazada al viejo profesor, le cubrió la cara con tantos besos que hasta consiguió sonrojarlo. Miquel, seco, pretendiendo mantener el tipo sin conseguirlo del todo, sólo fue capaz de soltarle una gilipollez: —Cuídate, rojo cabrón... —Que Dios te guíe y te bendiga, poli de mierda... A Miquel no le sorprendió lo de poli de mierda. Ya en el coche, se quedó un momento pensativo: —¿Que Dios te guíe...? Una hora más tarde, Irina y Miquel enfilaban la autopista de Barcelona, al encuentro de Igor y en busca del futuro.


Capítulo 49

Cap de Creus. Más allá de Marsella El yate, Malinka, había salido de Barcelona y bordeaba a cierta distancia la costa catalana hacia la zona en que deja de serlo para fundirse con la francesa. El litoral oscuro quedaba atrás y el horizonte se empezaba a iluminar por la luz de un sol que, aquel día, prometía ser duro. A popa, agarrados a la baranda, Irina y Miquel contemplaban los riscos del Cap de Creus que iban cobrando forma y cogiendo color a medida que el sol se levantaba por la otra punta. Sascha no les perdía de vista desde la cabina del piloto. Junto a él, otro tipo al que Igor, metiéndole el puño en las narices, había advertido muy seriamente cuando despidió a la pareja a punto de subir al barco en el puerto de Barcelona. Miquel no entendía el ruso pero dedujo que el padre de Irina le amenazaba con algo más que dejarlo sin postre si a su hija le ocurría algo. Miquel lloraba. Sascha no lo podía ver pero Miquel lloraba. Irina si lo veía llorar y sentía su cuerpo estremecerse al ritmo de su llorera. Lloraba desde hacía un buen rato, con los ojos clavados en el negro perfil de la costa catalana, y lloraba mucho. Y amargamente. Lloraba como no había llorado desde que perdía partidos de hockey a los diez años. Lloraba al alejarse de la tierra que le vio nacer, de su amada Cataluña. Irina, acariciándole suavemente, le dejaba llorar. Le oía hablar consigo mismo y, aunque no entendía bien lo que a borbotones salía de su boca queriendo decir algo, comprendía perfectamente lo que le pasaba por la cabeza.


—Puta vida, puta mierda de vida... Puta Cataluña, puta España, puto país de mierda... Sé buen chico, sé honrado, tal faràs, tal trobaràs... Miró hacia el flying bridge y vio al segundo piloto, a Sascha y al otro matón. —Y protegido por los guardaespaldas de un mafioso, tiene huevos la cosa... Yo, mosso d’esquadra, y mi compañera y mi hijo, custodiados por tipos pagados por la mafia rusa... Arribaràs lluny, Miquel, faràs carrera a la policia catalana... La mala hostia ocupaba el lugar del dolor y las lágrimas cesaban por un momento, cediendo a la presión de su mano: si en aquel momento hubiera tenido delante al conseller, le habría estampado el puño en la cara y se la hubiera hecho nueva. —Fill de puta, fills de mala mare, cabrons... ¿Esto es justicia, esto son derechos, esto es un país digno...? ¿Éste es el país que queréis independizar? De mal a peor, que os va a votar la puta madre que os parió, a los de aquí, a los de allí i a tots plegats, merdosos, sinvergüenzas. Irina le cogía la mano con fuerza y trataba de sonreírle y de hacerle sonreír. —¿Así trata un país a su gente, así se porta un país con quienes le sirven, con quienes se dejan el pellejo para poner orden, para limpiarlo de chorizos y de sinvergüenzas...? Le vinieron al recuerdo a Miquel los años de academia, el miedo a que lo rechazaran, los consejos de su padre, los de su hermana... —Sobre todo, prepárate, Miquel. Estudia, estudia, estudia. Aprende idiomas, no tengas prisa, lo bueno siempre se acaba imponiendo. ¿Por qué no haces la carrera de Derecho...? ¿O sociología o psicología...? Te ayudará mucho. Los Mossos necesitan gente muy bien preparada. Y su padre:


—Ni un solo fallo, Miquel. No puedes tener el menor fallo. No puedes hacer nada contra tu conciencia, no puedes dar una torta a quien no se la merezca. No mientas jamás, no vendas nunca a tus compañeros. Y su jefe, Codorniu, al que llamaban “lo Guardiola”, porque era igual que el entrenador del Barça pero del Ebro. —Garsía, tens un gran futur davant, no lo espatllis amb bobades... Vaya mierda de consejos. Y vaya mierda para él por haberlos seguido. —Puksik, tú, bien?. Irina se esforzaba en cogerle la cara y, mirándole a los ojos llorosos desde sus ojos azules, intentaba desviar la rabiosa atención de Miquel hacia ella, hacia fuera, hacia el futuro, hacia el hijo que ya viajaba con ellos. Miquel, poco a poco fue levantando el ánimo, a medida que el mar se hacía más azul y el Cap de Creus se perdía a lo lejos. —Gracias, Tatalka, gracias.— La besó y le pasó la mano por la tripa con suma delicadeza—. Pero compréndelo, dejo atrás mi país, mi gente, mi carrera, todo... Me quedas tú pero es que me han echado, me han acusado, me han despreciado, se han reído de mí... Volvió la sombra a su rostro pero Miquel, en atención a Irina, se esforzó en despejarla: ella no tenía la culpa de nada. —Y gracias a tu padre: nunca olvidaré lo que ha hecho por nosotros. Irina, por aquello de animarlo, se separó de Miquel un momento, bajó al camarote y volvió al poco con una bolsa de deporte al hombro. Abrió la cremallera y le dijo:


—Smatrí, regalo mi padre... Miquel miró y no vio allí dentro otra cosa que billetes, la mayoría de quinientos, revueltos, mezclados con otros más pequeños. Incluso, distinguió en la melé un paquetito de dólares americanos. Con decisión, Irina extrajo del fondo de la bolsa una pistola, una Glock. —Tú sabes, puksik. Sascha sabe, no preocupes...Yo también sé...— Y se rió. —Así que tocas el piano y disparas con pistola... Vaya, vaya, con quien me he ido a casar... La pianista pistolera.. no, la pistolera pianista... No pilló Irina el juego de palabras pero se sintió feliz al comprobar que Miquel empezaba a ser el de siempre. Desayunaron: mientras almorzaban, Irina le presentó al nuevo miembro de la tropa, Pavel. Miquel intentaba acostumbrarse al particular ritmo del ruso hablado y habituar el oído al jodido idioma de Tolstoi y de Stalin y de Putin y... por fuerza, enseguida el suyo. Se preguntó si esos nombres, Sascha, Vitali, Pavel... eran auténticos o de pega... En eso, telefoneó Igor a su hija. —Vsió xarrashó, papa, vsió parriadki. Mijael, papa saluda tú. Shtó...? Mijael, papa dice ¿bastante dinero? —Joder, dile que sí. Muchas gracias pero dile que nunca he visto tanta pasta junta. —Schtó pasta? Ah... da, papa, spasiva. ... Perros bien, Mijael. Vitali a tu papá. Todo bien. Borís había planificado el viaje a través del Mediterráneo, con calma y en zigzag. Cuando se acercaban a Marsella, a repostar, Miquel quiso comunicar con sus padres pero comprobó que su móvil no tenía cobertura. Pavel se acercó en el acto y le entregó un terminal nuevo, flamante, de última generación.


—“Joder, estos rusos están en todo” —se dijo a sí mismo. Pero no pudo eludir preguntarse, igualmente, si el teléfono no estaría tuneado por dentro... —Todo bien, Miquel, todo bien. ¿Y vosotros...? ¿Dónde estais...todo bien...? —su padre. Por detrás, el joven distinguió la vocecita de su madre: —...cuídala, Miquel, cuida la teva noia, ja saps... Comunicó brevemente con Zacarías. Este sí conocía, más o menos, el plan diseñado por Borís. El viejo comunista antes se dejaría despellejar vivo que dar una pista a quien anduviera tras su amigo. Abandonando Marsella, mientras Irina descansaba un rato, Miquel se situó a proa del yate y sentado en un cómodo sillón y bien abrigado, la cara al vent, se embarcó en racionalizar la situación y en tratar de adivinar por dónde irían las cosas a partir de ahora y en cómo hacerles frente. 32 años, policía, condenado por agresor sexual, huía de su país, de noche, a bordo del yate de un ruso, su futuro suegro, del que había fundadas sospechas de ser mafia o de tener conexiones con ella. Iba con él su compañera, encantadora, bien protegida, cargada de pasta, pero...al fin y a la postre, hija de su padre, el supuesto mafioso y dependiendo a cada paso de un par de guardaespaldas, vigilantes, soplones, controladores o vete a saber qué eran exactamente Sascha y Pavel. Miquel no podía haber imaginado tan enrevesado presente ni conseguía ver a través de tan oscuro futuro para sí mismo. En ruta hacia un país desconocido, en compañía de gente que no le quitaba el ojo de encima, obligado a cuidar a su mujer embarazada sin dejar de ser fiel a sus estrictos principios éticos... Respiraba con tranquilidad, intentando llevar a su interior el ki, la calma, la sangre fría... Pero le costaba. Le costaba porque le venía a la mente sin parar la negrura de la trampa en que había caído. La avaricia del Marqués y su triste final, la ruindad de la pitufa, su detención, su paso por el calabozo, por la jueza... el juicio, la sentencia,


indecentemente manipulada para arrojarlo al fango... y lo que no sabía pero imaginaba... lo que se había cocido a sus espaldas, a escote entre el hermano del Marqués, el mando de los mossos que había organizado el robo del dinero de Igor, el abogado de cuya existencia sólo había tenido noticia por la lista ensangrentada que le entregó Igor... Miquel puso en la balanza, también, la fidelidad de algunos de sus compañeros, de Zacarías, la firmeza de Victoria, el incondicional apoyo de su familia, el respaldo, extraño pero respaldo a fin de cuentas, de Igor y...por supuesto, el amor de Irina, que empezó con un polvo tonto, siguió por un desplante y acabó... en lo que la chica llevaba en su vientre...En este punto, Miquel sonrió. La quería, estaba muy enamorado de Irina... —Todo pudo ser mejor, maldita sea. Todo pudo haber ido bien, yo no merecía esto... Recordó a Zacarías y sus sermones. —¿Y quién merece morir joven o niño, sufrir hambre, ser explotado, vivir atado a una cama...? Mal de muchos, consuelo de tontos...Todo pudo ser peor, Miquel, todo pudo haber ido mucho peor. Vuelto a popa, clavados los ojos en la estela que el barco dejaba a su paso sobre las olas, Miquel se debatía entre ceder al rencor y olvidar; entre las ganas de volver para arrancarle la piel a tiras y arrebatar al Marqués lo poco que le habían dejado los rusos y, por otro lado, mandar sus recuerdos del cabronazo al foso del pasado...; entre regresar a Cataluña, plantarse en la sede del Govern y sacudirle unos buenos mamporros al President, por mierda y por bragazas o echarse en brazos del cínico anarco-marxismo de Zacarías, pasar de todo y buscarse una vida tranquila en las estepas siberianas o en las calles de Moscú: vete a saber a dónde irían a parar, él, su novia y el hijo que llevaba ésta en las entrañas... Sumido en sus cavilaciones, cuando el sol se ocultaba a Poniente, no advirtió que Irina se le acercaba por detrás hasta que la chica le tapó los ojos con sus manos y le obligó a volver a la realidad. Colocando sus manazas sobre las de ella, sin retirárselas, entró a su juego y sonrió. Le quedaba Irina...


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