El banco y la Trini

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El banco y la Trini RAMON LAMAS

M aecenas nulla dui, porttitor id ornare


Un relato breve en el que se describe el singular encuentro de una mujer afectada de neurosis, un par de perros y varios chiquillos, alrededor de un banco colocado en el centro de un parque pĂşblico. Cuando este relato es puesto a disposiciĂłn del lector, Bru ha muerto. Del chico indio, no se ha vuelto a saber; el ruso, por ahĂ­ anda, medio ennoviado: se ve que gusta a las chicas. Trini no ha hecho acto de presencia por el parque. Blanc es el que mira al lector desde la portada.


Tabla de contenidos La amable acariciadora de perros, 06 Un banco para la Trini, 14 La cena de cada mes, 22 Neur贸ticos... personas, 29 Una Trini para el banco, 42


1. La amable acariciadora de perros

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e siempre, mi casa ha estado llena de perros. Me gustan todos pero más que ninguno los

grandotes, peludos, juguetones y buena gente: pastores alemanes, bot-tails, mastines… Tener perros en casa es tenerla llena de pelos, oliendo, quieras que no, a… perro, claro; es exponerte a que se zampen el exquisito solomillo que has preparado con toda ilusión a ver si por fin te camelas a esa chica tan atractiva, es saber que se te suben a la cama, a los sofás... es ser consciente de que tendrás que sacrificar salidas, viajes y citas… “Dichosos perros”, me digo siempre y, en particular, cuando se me muere alguno. Pero cuando llego a casa y me brincan a las barbas, mueven el rabo como si fuera batidora, me lamen en cuanto me descuido…, o


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cuando me despiertan por la mañana como si fuera el último día de su vida, todo alegría, todo contento, todo simpatía… entonces… qué diablos, entonces doy por buenos los pelos y las zampadas y las molestias y los pises y… en fin, “dichosos perros”, me repito, “y dichoso yo”, siempre rodeado de ellos. Ahora tengo un pastor alemán, viejito, artrítico, casi ciego, que en su tiempo fue una furia y ahora es una ruina, una ruina muy querida, eso sí. Se llama Bru. Y tengo un golden retriever de diez meses que es la furia que fue Bru. Cariñoso, zalamero y descarado, me ha dejado la casa para que se luzca un pintor: no hay esquina que no haya mordido ni rincón en que no se haya meado. Es Blanc. Pasearlos es una epopeya: Bru remoloneando el pobre porque casi no se aguanta de pie y Blanc tirando como un percherón. A duras penas consigo mantenerlos juntos durante el paseo. Pero el principal problema es que Blanc, siempre tan comunicativo, se me lanza como una exhalación a cualquier bicho viviente que se le ponga


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por delante: sobre todo, si se trata de otros perros o de niños. Y, conforme están hoy las cosas, tengo que tirar y tirar y tirar para evitar que las señoras mayores y las mamás con criaturas y los senegaleses y los marroquíes se molesten por la presencia de un animal que todo lo que quiere es juguetear. Lo entiendo y respeto el recelo de muchas personas hacia los perros. Por eso, cuando hace unos meses, al comienzo del buen tiempo, en uno de nuestros diarios paseos, Blanc, cachorrito que era, cachorrote más bien, tiró con insistencia para acercarse a una mujer que estaba sentada en uno de los bancos del parque cercano a mi casa, me resistí con todas mis fuerzas a sus estirones e intenté apartarlo de ella: - Perdone, señora. Es que es un cachorro y sólo quiere jugar… Ella no dijo nada pero hizo un gesto con la mano como de saludo: saludo al perro, no a mí. Y sonrió. Sonrió al perro, no a mí. Siguió sonriendo y, a la vista de que la


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presencia de Blanc no la incomodaba, permití que el bicho, arrastrando a Bru, se aproximara a ella. Acercó su cabezota peluda a la mano de la mujer, que ni se inmutó. Sin dejar de sonreir, introdujo sus dedos por entre la agradable pelambrera del golden y a lo largo de todo su espinazo. Blanc, tan inquieto siempre, tan revoltoso, se plegó a la caricia, pegó el morro a la rodilla de ella, le lamió suavemente la mano y, oh, sorpresa, dobló las patazas, se agachó y se acurrucó a los pies de la mujer con toda tranquilidad. - Apooo, apooo… - o algo así, repetía ella una y otra vez sin dejar de pasarle la mano por entre las orejas. El perro, evidentemente complacido, se dejaba toquetear y Bru cedió igualmente y se acostó junto a su colega perruno. Yo lo veía y no lo creía: con lo trasto que es Blanc, con la fuerza que hace constantemente cuando lo paseo, tanta, que me da no sé qué tirar del collar de castigo que le he tenido que poner para intentar controlarlo… pues


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ahí lo tenía, a los pies de aquella buena mujer, como un manso corderito, dejando que le paseara la mano por el cogote y por el lomo, como si fueran amigos de toda la vida. Yo, eso mismo, aún no lo había conseguido. - Señora, le juro que estoy enormemente sorprendido. Este perro es un terremoto y siempre tengo que hacer mucha fuerza para controlarlo. Este otro pobre sufre mucho también porque es viejo y no puede caminar a su ritmo. ¡Caramba, qué buena mano tiene usted para los perros! - Apo, mu gapo…- Y seguía acariciando a Blanc y a Bru que, oportunista, le acercaba el hocico a la mano, buscando su ración de mimos. Entonces me di cuenta de que la mujer tenía algo especial. No era joven y se la veía más bien rellenita. Su cara redonda y muy risueña no se volvió en ningún momento hacia mí como si yo no estuviera presente. Así que me atreví a sentarme a su lado sin dejar de observarla, cada vez con más descaro puesto que no me prestaba


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la menor atención. - Se llama Blanc- puntualicé, haciendo un gesto hacia mi golden retriever-. Este otro es Bru y es muy viejito para un perro, tiene trece años. - Ban, ban, ban… apo, apoo.---- Sí, es un cachorro, sólo tiene cinco meses. Es muy buen chico pero también un peligro para el hogar: me lo come todo, el mando de la tele, el teléfono, el ratón del ordenador, las gafas…¡madre de Dios!, tres pares de gafas que me ha destrozado. Tenía que verlo en casa, no para… - Ban, apoo, qué apoo…- como si nada. Y el jodido Blanc, que a mí sólo me hace caso cuando lo llamo con un pedazo de salchicha en la mano, yacía a los pies de aquella mujer como no estaría mejor en el séptimo cielo canino, esté donde esté ese séptimo cielo. Durante unos largos minutos, no fui capaz de interferir en la pacífica escena, mientras mi perro me era infiel con


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una desconocida con la que se acababa de topar en un banco del parque. La mujer no hacía otra cosa que acariciar a los dos perros y estos, tranquilos como nunca los había visto, no aparentaban ningún deseo de abandonar el lugar y las caricias de la señora. - “Esta debe de ser discípula de César Millán”, -pensé-. “O, acaso, su maestra, porque hay que ver cómo se los ha camelado…”. Y nada: transcurrió un buen cuarto de hora, tras el cual, y puesto que no había manera de entablar conversación con la mujer, opté por seguir mi paseo. - Buenas tardes, señora. Ha sido un placer… “Y una sorpresa”, - les dije a mis adentros. Me costó arrastrar a los dos animales que, sin cesar, se volvían hacia la mujer y hacia el banco. Entonces, caí en que aquélla, probablemente, estaría afectada por algún tipo de disminución mental. No tengo ni idea del complicado mundo de las disfunciones intelectuales o psicológicas pero me pareció que su manera de hablar apunta-


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ba en esa dirección. Ya lejos, volví la mirada al banco y a su ocupante y advertí que otra persona se había acercado a ellos. Me dio la impresión de que la recién llegada increpaba a la amable acariciadora de perros.


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2. Un banco para la Trini

C

uando al día siguiente inicié el rutinario paseo vespertino por los alrededores que tanto gus-

ta a mis perros, porque pueden campar a sus anchas y husmear entre las cañas y los olivos tras los conejos que escapan a toda pastilla, ni siquiera recordaba el incidente del día anterior. Pero al pasar junto al parque, advertí que Blanc insistía en dirigirse… al banco de marras, claro. Y en el que, precisamente, estaba sentada la mujer que el día anterior tanta habilidad había demostrado en el trato con perros más bien brutotes como el mío. Y a ella que se me fue Blanc, seguido con dificultad por el pobre Bru que, renqueando, se veía incapaz de resistir a sus estirones. - Ban, guapo, ban, uapo… - lo saludó como si de un viejo amigo se tratara.


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- Buenas tardes, señora – añadí yo, consciente de que mi presencia no significaba demasiado para la desconocida. Los dejé sueltos, como no me permitía nunca en el parque, pero no hicieron el menor intento para lanzarse a corretear por los alrededores: era evidente que la mujer los atraía y que su presencia los tranquilizaba. Bru se acurrucó a sus pies y Blanc empezó a husmear en derredor suyo pero sin alejarse más de un par de metros. Ella, en todo el esplendor de su cara de luna llena, sonreía encantada y no paraba de acariciar a los animales, en particular a Blanc, en cuanto se le acercaba. - uapo, Ban, guapo….. Como un tonto, alucinado por la habilidad de la desconocida, me senté en el banco y me limité a contemplar la escena, mientras comenzaba a dudar de la buena mano para los animales de que siempre había presumido ante los míos. No cabía la menor duda de que la mujer tenía algo de lo que yo carecía.


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En esto, se acercó un crío de siete u ocho años, muy rubio, que zascandilea cada día por el parque y que en alguna otra ocasión ya había mostrado deseos de jugar con Blanc aunque yo trataba de impedirlo por miedo de que lo tirara al suelo. Una vecina, cotilla donde las haya, me había explicado que es ruso y que su madre alterna: o sea, que es puta. El chaval va siempre muy bien vestido y es muy educadito pero se ve a la legua que está abandonado. Por eso, el pobre se pega a cualquier niño o, en mi caso, animal, que le de ese poquito de calor humano que, al parecer, no le proporciona su madre. Se aproximó, pues, a Blanc y éste siguió como si tal cosa: el niño se colocó en cuclillas y se puso a dispensar caricias al perro en competencia con la mujer que, condescendiente, pasó sus manos a Bru, no tan atractivo como Blanc y siempre un poco celosillo de las atenciones que se dispensan al cachorro. Y para rematar la faena, se adhirió al grupo otro muchacho, un poco mayor que el ruso y que por la pinta debe


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de ser indio o paquistaní. Por alguna razón que se me escapa, los naturales de países en que prevalece el islam o alguna de las religiones orientales, no son nada amigos de los perros, lo que se aprecia con facilidad cuando se pasea con estos por las calles: casi sin excepción, marroquíes, senegaleses, indios…, se apartan al paso de los perros y a menudo dan muestras de repugnancia o poca simpatía. Yo no sé por qué ocurre esto, pero respeto su actitud y procuro que mis mascotas no se acerquen a estas personas. El caso es que el muchacho, de piel muy oscura y muy vivaracho, no aparentaba la menor antipatía por Blanc y, por el contrario, se acercó al grupo y entró en el juego de las caricias como si mi perro fuera una especie de talismán para él y para los dos acariciadores que le precedían. Y Blanc, en el centro, y en la gloria… pero tan tranquilo. Si hubiera intentado componer semejante cuadro para una foto o una película, desde luego que no lo hubiera conseguido. Y si me hubieran jurado que el cabroncete


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de mi perro golden se iba a resignar a estar tan quedo en el centro de un aluvión de caricias y de palabras cariñosas y de “uapo, uapo, ban…” que no paraba de dedicarle la buena mujer… si me lo hubieran jurado y avalado con firma de notario, no me lo hubiera creído. Pero allí estaba, pacíficamente tumbado, con el lomo contra el de Bru, dando la zarpa a diestro y siniestro, intentando lamer a los tres humanos, tan distintos estos, tan dispares. La mujer, sonriendo permanentemente, aparecía como en éxtasis, dudando entre acariciar a perros, a niños o a todos a la vez. El indio –o lo que fuera- se dirigía a ella como a su directora de operaciones, en vete a saber qué idioma. Y el ruso –si es que lo era- le corregía en ruso –o no sé qué lengua-. ¡Cielos, qué melé…! Y yo, con cara de bobo, contemplando la escena sin saber a qué carta quedarme. Recuerdo que sonreía para mis adentros y me decía a mí mismo, “mientras todo se quede aquí…” Pero no se quedó allí porque, al cabo de un rato, se


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presentó de repente una mujer que, con muy malas maneras, arremetió contra la otra, sentada en el banco, rodeada de perros y de niños. - Trini, ¿qué te tengo dicho? Que no te juntes con nadie y menos con gente rara. Y menos con chuchos callejeros. Tú te quedas en tu banco y esperas hasta que yo llegue. Y ni palabra a nadie, ¿entendido? Trini, que así parecía llamarse, se incorporó muy nerviosa y cambió el semblante al más sombrío que le cabía en su alegre y hermosa cara de luna llena. - i…i…a….aa…i… No entendí lo que decía, si es que decía algo. Lo que me quedó bien claro es que la presencia de la recién llegada no era en absoluto de su agrado. Pero abandonó rápidamente a los perros y a los niños y, agachando la cabeza, se aprestó a seguir a la otra. - Señora, que su amiga no está haciendo nada malo ni peligroso-, intervine.


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Quería añadir que ni los críos ni yo éramos “gente rara” ni mis perros “chuchos callejeros”. Pero no me dio la oportunidad. - Usted, señor, se calla, que nadie le ha dado vela en este entierro. Esta mujer está muy enferma y muy mal de la cabeza y yo tengo la obligación de protegerla y cuidarla porque no soy su amiga, soy su hermana. Y usted hace muy mal en juntarse con mujeres que no conoce. Y ya sabe a lo que me refiero. Supuse a lo que se refería. Y me entraron ganas de decirle alguna que no fuera de su gusto pero me contuve… - “Tú sí que estás mal de la cabeza”- pensé, pero me la guardé para mí. Agarró bruscamente a su protegida por el brazo y salió pitando. Los dos críos se quedaron con un palmo de narices y Blanc se irguió para seguir a su amable y reciente amiga. Tuve que sujetarlo y estirar con fuerza: era el golden que yo conocía, fuerte como un mulo y obstinado como él solo.


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Cada mochuelo a su olivo, los dos niños se despidieron en sus respectivos idiomas y el ruso –si es que lo eranos acompañó unos minutos hasta su casa, un elegante chalet cercano al parque. Estaba encantado de, por fin, haber establecido contacto con los perros. A mí, aquella noche, me costó dormir. Le hubiera dado una patada a la tía aquella en salva sea la parte y me hubiera quedado tan a gusto…


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3. La cena de cada mes

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n pueblos como éste en que vivo, no hay demasiada vida social. Así que la gente gusta de reu-

nirse con uno u otro pretexto sin mejor objetivo que pelar la pava y convivir un poco. Yo, concretamente, formo parte de dos asociaciones gastronómicas, más bien, al fin y a la postre, grupetes de amigos que se juntan cada poco para regalarse con comilonas que son cualquier cosa menos saludables y ni siquiera inteligentes: en estas ocasiones se come en exceso, se bebe en demasía, se quebrantan casi todos los principios del buen comer y… se dicen muchas, muchísimas tonterías. - Tres, tío, tres me tiré aquella noche. - Menos lobos… - Os lo juro, en la casa nos colocaron a 12 tías. Y éramos 9 hombres. Así que..


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- Y ¿quién llevó a las putas? - El dueño de la finca. El se encarga de todo: de organizar la cacería, pagar los trofeos… Te envía a casa lo que has cazado, disecado y preparado para colgar. - Y ¿también os manda fotos con las putas que os habéis tirado…? - Calla, coño. Que mi mujer se cree que he estado en un seminario de empresa en Sevilla… Risotadas, echa más vino, joder, qué grandes eres, coño, colega, palmadas en la espalda, choque de copas, viva la amistad…. Pues sí, en estos saraos se habla de todo lo que hablan los machos ibéricos más cazurros en cuanto se juntan alrededor de unas cervezas: se habla sobre todo de mujeres, de fútbol y… poco más. Las conversaciones son vulgares, ramplonas y cansinas, es lo que hay. Así que, por aquello de introducir alguna novedad, se me ocurrió mencionar mi historia con la mujer y los perros.


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- Hablando de mujeres. Hay una que cada día se sienta en un banco del parque y… - Coño, la Trini, mi cuñada. Está loca. - Pues sí, parece que le llaman Trini. Pero loca, loca… se ve que es persona muy mansa y muy educada. - Si, sí, mansa. La tenías que aguantar tú en tu casa. - ¿Vive con vosotros? No sabía que tuvierais a nadie en casa. - Nos la colocaron hace unos meses, cuando murió mi suegra. Yo hubiera preferido que se fuera a una residencia pero mi mujer… - Hombre, siendo su hermana… - Su hermana… los cojones. Lo que pasa es que tiene una herencia de muchos ceros pendiente. Los padres, como está loca, la dejaron bien servida. Mi mujer cree que tiene propiedades a su nombre por más de 10 millones


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de euros. - Que heredará tu mujer cuando su hermana muera… - Eso mismo, sí señor. Y algo me tocará a mí, evidentemente. Pero esto no se puede decir, claro…, - me soltó, bajando la voz y acercando su jeta a la mía. - Pues yo te aseguro que esa mujer es una delicia: mis perros están como enamorados de ella, y a su lado, se quedan tan tranquilos, cosa que yo no he conseguido, al menos con el cachorro que tengo. - Delicia, delicia… Tú eres tonto. Una tía que apenas habla, que no hace nada, que la tienes que llevar al médico día sí, día también… una mierda, te lo digo yo. Si no fuera por la pasta… - Y, ¿qué enfermedad tiene? Porque yo la veo muy tranquila y muy sonriente siempre. - Yo qué sé. Algo de neurosis, le he oído a mi mujer. - Pero apenas puede hablar…


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- Esa es otra. No tenemos manera de entenderla. Ella ha vivido siempre con sus padres y con su madre se entendía muy bien, no me digas cómo. Pero desde que murió la vieja, pues… - Pobre mujer, caramba. - Sí, pobre. Pobres de nosotros que la tenemos que aguantar. - Joder, tío, no me gusta que hables de ese modo. Es familia tuya y, además, está enferma. - Anda ya, si la quieres, te la llevas. Por mí, te la regalo. - Deja el tema, Sergio. - Eso, vosotros dos, que esto no es un funeral. ¿Sabeis a quién se está tirando Roberto…? Pues a la cajera aquella que le iba detrás. Joder, si está buena la tía… Y continúa la conversación en el mismo tono, degradándose a medida que llegan más platos, la gente bebe más y el alcohol convierte a los médicos, abogados, empresarios, banqueros… sentados a la mesa en pobres


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diablos que se avergonzarían de sí mismos si fueran capaces de tomar conciencia del papelón que están jugando. Lo siento, no soy un meapilas pero llega un momento en que tanta gilipollez, entre gente que se gana muy bien la vida, entre profesionales, entre empresarios a quienes no les falta nada… tanta ramplonería me harta. Pero aquel día, las desconsideradas palabras de Sergio, abogado, habitual en nuestras juergas, el desprecio hacia aquella pobre mujer que, encima era de su familia y, encima, les iba a dejar un montón de dinero, me pusieron muy mal cuerpo. Acabé de mala gana el pescado tan exquisitamente cocinado por otro de los miembros de la asociación NOS LO COMEMOS TO –vaya nombrecito que le habíamos puesto a la cofradía de zampones- , pagué mi parte y me abrí. Creo que alguno de los que sentaban a la larga mesa, sin saber bien de qué iba la cosa, advirtió mi mal humor: cuando salía, se hizo como un silencio, ligeramente cargado de reproche hacia el bocazas. Ni me despedí. Cerré la puerta de un golpe, queriendo dejar


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constancia de que me largaba cabreado. Aparqué en el subterráneo de mi casa y, ya en el ascensor, decidí de pronto dar un paseo sin mis dichosos perros, a solas, a la una de la mañana. En el parque, el banco en que se solía sentar Trini, estaba vacío, claro. Una ligera capa de humedad cubría los maderones que hacen el asiento. Me senté y rebobiné: me reproché no haberle escupido en toda la jeta a aquel imbécil. Pero inmediatamente me vino al recuerdo la cara de angelito gordezuelo de Trini y me sentí mejor. Siempre he tenido clara la infinita capacidad del hombre para encanallar las relaciones con sus semejantes. Pero cebarse con una enferma mental… con una persona que, a todas luces, era un pedazo de pan…


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4. Neuróticos . . . personas

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n relación con mi trabajo y a lo largo de mi vida, he topado con muchísimas personas que, su-

puestamente, padecen alguna limitación intelectual o psíquica o chocantes disfunciones sociales. Anatoli, ruso, perdió la chaveta porque, siendo un auténtico maestro de la guitarra, se veía obligado a ganarse la vida tocando para turistas en los restaurantes de lujo de la zona. Pasó una temporada en el Pere Mata de Reus y, con el tiempo, y habiendo conseguido una plaza de profesor en no sé qué conservatorio en Andalucía, recuperó la alegría, la cordialidad y la bonhomía que eran su carácter. Sebastián, empresario, me quiso clavar un pincho de 30 cms. porque estaba convencido de que le había robado a su mujer: al parecer, padecía celopatía, celos patológicos. Sin embargo, poco antes, yo lo había salvado de la muerte por


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los pelos cuando se quiso quitar de en medio ingiriendo una dosis brutal de un medicamento. Diez años después, y tres más después de que la que él consideraba mujer suya y nada más que suya, y yo, a nuestra vez, nos hubiéramos separado, aún me seguía amenazando cuando coincidíamos en cualquier circunstancia. Un compañero de trabajo estaba afectado por una ludopatía grave, tan aguda que tenía a sus dos hijos en la indigencia porque se pulía la pasta en todo tipo de juegos, desde el casino hasta el billar; una compañera, sufría trastornos de la personalidad tan sorprendentes que guardaba varios juegos de ropa en el vestidor y tan pronto aparecía disfrazada de princesita como se transformaba en burda camionera. Una mujer muy rica se pasea por el pueblo escarbando en los contenedores de basura y haciendo acopio de todo tipo de desperdicios, síndrome de Diógenes creo que le dicen. Sé de varios que se sienten poseídos por Dios, de una que se quería tirar por el balcón para demostrar que el Señor estaba


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de su parte, de otro que espera pacientemente desde hace años un contacto directo con extraterrestres que, explica, aparcan su nave espacial a pocos quilómetros mar adentro. Uno, a quien no he conseguido sacar una palabra en más de 20 años que hace que lo conozco, tiene sin embargo la suficiente habilitad como para que la gente lo invite a café cada mañana. Aquel, analfabeto, no se sabe cómo, se entera uno por uno de cada acto social que se celebra en el pueblo y asiste a ellos entusiasmado, sea conferencia, concierto, partido o comilona. La otra, está obsesionada por los gatos y, dicen, echa veneno en determinados rincones para matar perros, supuestos agresores de sus queridos mininos. Con todo, el caso que más me impresionó fue el de un anciano que, durante años, paseó por el pueblo a su nieta –una muchacha que, por el aspecto, debía andar por los veintitantos- en un cochecito de bebé. Recorría las calles pasito a paso, deteniéndose cada poco para limpiar la baba de la chica y aligerar las ropillas que la


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abrigaban. Buscaba que le diera el sol en la cara, una cara desfigurada, a la que malamente se asomaba una mirada desviada, en un cuerpo que se adivinaba deforme y con unas manos curvadas hacia la muñeca que, sin duda, jamás habían jugado con una pelota o acariciado la cabeza de un ser amado. Pero el abuelo, erre que erre, paseaba a la nieta y, acercando su rostro al de la chica, le decía cariñitos que, supongo, ella no entendía pero que le hacían sonreir, vaya que sonreía. Pero no me conmovió tanto el caso como enterarme, pasado el tiempo, de que los padres de la chiquilla se avergonzaban de ella en tanto el viejo, tirando por el camino de en medio y a disgusto de sus hijos, se había empeñado en sacar a su nieta a que tomara el aire. No he sabido qué fue del abuelo y de la chica. Un muchacho – bueno, unos 40 años de muchachovisitaba

regularmente

un

sex-shop

para

que

el

dependiente le permitiera, gratuitamente, ocupar la cabinas en que contemplar películas pornográficas. El


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encargado intentaba ser complaciente pero tenía que rendirse a la evidencia de que el pobre hombre, del que se sabía que recibía atención psiquiátrica permanente, se masturbaba sin parar durante horas y salía de la tienda hecho una piltrafa. El empleado explicaba que no sabía a qué atenerse pero que, qué diablos, también él tenía derecho a disfrutar del sexo a su manera. La cosa acabó con una denuncia de los padres del muchacho –40 años de muchacho-. En fin, he tratado y trato con mucha gente en cuyo interior se adivina un alma plagada de agujeros o una inteligencia hecha pedazos, gente que arrastra una vida menguante en condiciones de absoluta precariedad psicológica, gente tolerada por la sociedad mientras no incordie demasiado y a menudo repudiada por su entorno más próximo. Me llama mucho la atención esta gente, aunque no estoy en condiciones de calibrar los desajustes que la afectan, ni la etiología de sus limitaciones ni las consecuencias de sus discapacidades. Y no puedo


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ocultar lo mucho que me cuesta escarbar en su lacerado exterior para llegar a la persona que se esconde allá en su fondo, bajo la cáscara que le colocan los expertos: neurótico, histérica, celópata, ludópata, esquizofrénico, psicótico, o bajo las etiquetas que, tanta crueldad, les asignan compañeros, familiares, vecinos, a saber, loco, zumbado, majadero, está para que lo encierren, un día hará mal a alguien, vigila a tu hija, … Casi siempre aprecio intenso sufrimiento en su rostro, despiste en su mirada, nervios en su caminar, inquietud en el movimiento de sus manos. Me intriga el complejo revuelto psíquico que anida en el interior de esas personas, las heridas que les causa en el alma y en el comportamiento la enfermedad que soportan, las trabas que les coloca la propia sociedad, las carencias vitales que son consecuencia de su padecimiento y los jirones de existencia que se dejan en cada roce con la cruda realidad y con la indiferencia o la mala leche de sus congéneres. Nunca he sabido a qué atenerme con esta gente,


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generalmente pacífica, cordial y hasta simpática, casi siempre inofensiva que, menos mal, recibe un trato afectuoso de la mayor parte de sus conciudadanos. Durante muchos años, si no acababan encerrados, fueron los tontos del pueblo, mirados por encima del hombro por quienes se tenían por normales y que los hacían, a veces, víctimas de bromas repugnantes. Ahora, más respetados y mejor asistidos, consiguen incluso trabajos comunitarios y algunos se integran sin problemas en la vida social. Pero siempre flota sobre las relaciones con ellos una neblina de desconfianza y de incomprensión. Y de mala conciencia. Al menos yo, siento mala conciencia frente a esos hombres y mujeres con algún tipo de padecimiento mental a cuestas. Como si la suerte que he tenido de ser “normal”, me amargara el disfrute de la vida que, seguramente, no le es permitido a la mayoría de ellos. A menudo, he intentado saber algo más de sus problemas, de las causas que generan esas disfunciones,


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de los remedios que, quizás, llegarán. Pero con poco éxito: el complejo mundo de la psicología se me da muy mal. Por eso, cuando topé con la Trini, tan sonriente, tan afable, aproveché la oportunidad que ella misma me brindaba al ignorar tan conspicuamente mi presencia, para mirarla y remirarla, de lado pero fijamente, sentados ambos en el banco, ella a sus perros –que eran los míos-, rodeada a veces de chavales gritones, como flotando en un mundo que no era el mío. La Trini me conmovió desde el primer día, no sé por qué, más que ninguno de los muchos enfermos mentales que he conocido. La miraba y la miraba y pensaba en las ideas que podían anidar en aquella cabeza redonda, tan bien peinada, en los sentimientos que provocaban su excitada sonrisa mientras acariciaba a Blanc. Creo que nunca entendí nada como no entiendo un cuadro de Picasso o una melodía de Beethoven pero, Dios, qué bonito, qué agradable, que emotivo contemplar un cuadro, sentir una sinfonía o mirar a la Trini.


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Eso sí, intrigado por el diagnóstico que había hecho Sergio de la enfermedad de su cuñada, y picado por la curiosidad, pasé varias horas en internet intentando no liarme con tanto término y tan rebuscado. Neurosis, psicosis, neurastenia, Cullen, Freud… Nada, apenas me enteraba de nada y, desde luego, no conseguía encontrar la menor pista que me condujera a comprender de algún modo lo que le ocurría a la Trini. En particular, buscaba alguna relación entre la evidente disfunción en su expresión verbal y la enfermedad a la que se había referido su cuñado, la neurosis. Telefoneé a una amiga, psiquíatra, que ejerce en Barcelona. - Caramba- me argumentó en cuanto le expuse brevemente mis dudas- Ahora pretendes comprender lo que no hemos conseguido el ejército de especialistas que nos dedicamos a esto desde hace muchos años. - Es que sois muy complicados, los psiquíatras… - Hombre, debería conocer algo de esta mujer, ante-


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cedentes, estado actual, si ha sido tratada, en fin… un cabo del que empezar a tirar. - Oye, Cris, ¿puede que tenga algo que ver lo mal que habla con alguna enfermedad mental? - Podría ser, claro. Quizás padece alguna afección de nacimiento o adquirida en la infancia, de la que se deriva una neurosis. Pero, te lo repito, sin examinarla, no me atrevo a emitir ningún tipo de diagnóstico. - Y yo, ¿qué puedo hacer? - ¿Quieres que te sea franca?: lo mejor, apartarte de ella. Por lo que me has dicho, su cuñada o lo que sea, apunta con escopeta cargada. A ver si te van a colgar algún muerto, que si la acosas, que si… ya sabes. - No jodas… - No sería el primer caso. Le ocurrió a un colega que quiso dedicar especial atención a una paciente porque era un caso digno de estudio y ¡la que tuvo con el marido de ella…! Aún anda en juicios, desde hace tres años…


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Pues sí, asustado me quedé. Sólo me faltaba que me acusaran de agresor sexual o de andar buscando las cosquillas a una indefensa enferma mental… Así que, en lo sucesivo, miré de sacar a pasear a mis perros más tarde de lo habitual, procurando esquivar el banco del parque y conducirlos por otro camino. Pero lo que no conseguí fue apartar el interés de Blanc por el dichoso banco y por la mujer. Siempre miraba hacia el lugar en que debía suponer que se encontraba Trini y luego se volvía a mí como chasqueado. Yo también me quedaba ligeramente decepcionado, por qué negarlo. En una ocasión, pude ver claramente que la mujer se ponía en pie, miraba hacia nosotros y se mantenía a la expectativa. Blanc tiraba y tiraba… Bru.. Bru resistía como podía. Y a mí me dolía la muñeca de sujetar a mis dos perros. Hasta que me dije, “¡ a la porra con los diagnósticos y a la porra con los gilipollas! ¿acaso estoy haciendo algo malo?…”


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Y solté a Blanc: éste se lanzó como una flecha hacia la Trini y a ella se le iluminó el rostro: casi la tira al suelo. Dos amantes privados uno del otro durante largo tiempo no hubieran escenificado semejante avalancha de caricias, lametones, empujones y meneos de rabo. Miré en derredor por si aparecía la sargento… Pues no, había suerte. En pocos segundos, Trini volvía a su banco y Blanc se sentaba tranquilamente a sus pies, lengüetazo va, caricia viene…: me lo cuentan y no me lo creo… Pasaron unos buenos veinte minutos. Yo, en el borde del banco, convidado de piedra en aquel festín de buen entendimiento entre un cachorro y una neurótica –por atenerme a la calificación hecha por su cuñado-, no era capaz de asimilar el incidente, si bien asistía complacido a su desarrollo. Por miedo de que llegara la hermana y estropeara el final, me levanté lentamente y tiré con suavidad de la correa: Blanc se puso en pie, hizo como que se despedía


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alzando el morro hacia la mujer, ésta le acarició el hocico y el lomo una vez más y le dio una palmada en el trasero: el perro me siguió dócilmente acompañado de Bru, los dos más tranquilos que nunca. Y ella me miró, por primera vez, y me sonrió. No supe cómo corresponder a su gesto y me alejé poco a poco, seguido por los dos perros. Un poco más lejos, me volví hacia el banco: Trini estaba de pie, vuelta hacia nosotros, los brazos cruzados sobre el pecho como si tuviera frío, ajustándose la chaquetilla que llevaba encima. Yo diría que estaba muy contenta, quizás feliz.


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5. Una Trini para el banco

A

lo largo de varias semanas, mientras se acercaba el otoño, favorecí el encuentro diario

de los perros y la Trini. Todo fue sobre ruedas y nunca asomó por allí el careto la desagradable guardiana de la mujer. En cada ocasión, permanecíamos junto a Trini un rato, sentadita ella en el centro del banco, los bichos a su alrededor y yo en la esquina, convidado de piedra, haciendo cábalas sobre la situación: complacido, divertido, sólo tenía una preocupación, que apareciera la cuñada, le montara un cisco a Trini y se metiera conmigo. A menudo se añadía al trío alguno de los dos chaveas: el indio –me confirmó él mismo que, en verdad, era indio- y el ruso –la vecina cotilla me advirtió que tuviera cuidado porque su madre se juntaba con gente con muy mala pinta, “los rusos, ya se sabe…”, añadió dibujando en el aire una retorcida figura-. A veces aparecían por allí los


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dos al tiempo y solía sumarse al grupillo alguno de los muchos zascandiles que se mueven por el barrio y que aparcaban por un rato sobre la hierba la bicicleta o el balón para dedicar atenciones a los perros. La Trini apenas se movía del banco y no interfería en el festival de caricias y rascadas de panza que los muchachos dedicaban a los animales…. ¡Dios, qué pisto de idiomas, gestos, chillidos, gruñidos y magreos! Y, sobre el revuelto, Trini reinaba complacida y complaciente, consciente, creía yo, de estar contribuyendo al insólito entendimiento de tan diversos personajes en tan inesperadas circunstancias. Todo iba sobre ruedas, chiquillos jugando en el parque con perros, señoras sentadas en el banco, polis vigilando tranquilamente… todo iba sobre ruedas… Hasta que, al final de setiembre, cuando en mi pueblo impera la más agradable temperatura de todo el año, mientras los árboles se relajan tras haber sufrido las apreturas de los calores estivales y empiezan a soltar mansamente las hojas que ya les estorban, al anuncio


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del otoño… el banco se quedó huérfano: la Trini no se presentó por allí en varios días seguidos. Al atardecer, en tanto el sol se iba por detrás de las montañas de Beceite, yo aparecía por el lugar, me detenía un buen rato junto al banco, observaba a los perros husmear en su derredor y era testigo de su desconcierto. Un día por otro, alguno de los chavales de la pandilla hacía acto de presencia, me preguntaba por “la chica” que decían ellos y les hacía cucamonas a los perros pero enseguida se daba el piro: faltaba la Trini. Blanc amagaba con salir tras ellos aunque no tardaba en volverse hacia mí. Un aura de tenue decepción flotaba sobre los grupillos de muchachos que, sin mucho ánimo, se deshacían rápidamente: era evidente, faltaba la Trini. Llegaron los fríos, el parque quedó cubierto de hojarasca de colores y un fuerte aroma de naturaleza decaída impregnó el aire, invitando a los escasos paseantes a circular aprisa, encerrarse en sus casas y centrarse en su vida y sus problemas. No he vuelto a ver a Trini.


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De vez en cuando, nos encontramos, los perros y yo, al muchacho ruso, que crece a ojos vistas pero sigue aparentando estar igual de necesitado de calor familiar que en verano. El indio, no sé, simplemente ha desaparecido, quizás haya regresado a su país. La tierra sigue girando alrededor del sol, el invierno hace su papel –discreto porque cada vez es menos invierno-, el pueblo está como aletargado a la espera de las avalanchas de turistas en Semana Santa… la crisis continúa impregnando como una maldita letanía cada una de nuestras conversaciones mientras sus efectos se advierten en los comercios cerrados y en las caras de quienes más la sufren… La vida sigue, faltaría más. El recuerdo de Trini se ha ido diluyendo. No he vuelto a aparecer en las comilonas de la congregación NOS LO COMEMOS TO más que nada, porque no quiero topar otra vez con el cuñado de la mujer. Y no me hace falta conocer más detalles de su enfermedad, ni de su evolución ni de sus complicaciones familiares para lamentar la


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oportunidad perdida que fueron un banco, dos perros, unos chiquillos y una neurótica. Pero cuando, al atardecer, emprendo el cotidiano paseo, al pasar por sus inmediaciones, miro al banco, solitario, que, con la desnudez invernal aparece bien encuadrado entre la vecina farola y el tronco de la tipuana más próxima y pienso en el buen rollo que la mujer trajo a este pequeñísimo rincón y en la agradable red de extrañas relaciones que se tejió con ella como centro. Pienso también en el vacío que, al desaparecer de improviso, se hizo en el tenue complejo de vínculos que se había formado de una manera tan poco convencional. El mundo, qué duda cabe, seguirá su curso y no se detendrá porque falte una mujer enferma que amansa perros y junta críos, pero el discreto hueco que la Trini dejó tampoco se llenará y el banco permanecerá vacío hasta que vuelva a acoger a críos que juegan, ancianos que se lamentan o enamorados que empiezan. El banco se ocupará, la tipuana florecerá preciosa y la farola se


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encenderá, el parque tornará a bullir pero no sé… Trini, me temo, no volverá. Al banco le falta una Trini. Porque en este perro mundo, en que mueren afganos porque a un borracho se le pega el dedo al gatillo de la ametralladora, en que matan a tiros a escolares y paseantes… en este maldito mundo en que caben explotadores de niños, traficantes de esclavos, necios oligarcas podridos de dinero, en este jodido mundo lleno de maldad, de mentira, de desigualdad, desengaño y desesperanza, un mundo en que hacen falta políticos honestos, empresarios austeros, currelas inteligentes y banqueros desinteresados, en este mundo, claro, hacen falta muchas personas y muchas cosas y muchas iniciativas y mucha esperanza. Hacen falta, también, muchos bancos para las Trinis y los rusos y los indios y los perros que tiran de los amos cuando pasean. Y hacen falta Trinis, gente del montón, con sus problemas a cuestas, sus limitaciones, sus enfermedades


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y sus cuñadas pero con ganas de acariciar, de tocar, de balbucear cariñitos, de decir bobadas a perros que no se enteran y de alumbrar unas pocas sonrisas en la cara de rusos hijos de madre mafiosa, de indios llegados del quinto pino y de chavales que dejan la bicicleta sobre la hierba de un parque para rascar la panza de un perro o tirarle de las orejas. En este mundo, sobre todo, faltan Trinis. No creo que ni siquiera muchas Trinis consiguieran cambiar el curso del universo ni los desafueros de los que mandan ni la carencias de la humanidad pero, ¡caramba!, que bien le vendrían unas cuantas al jodido mundo en que vivimos… Trini no ha vuelto y el banco, ahora más desnudo que sus vecinos árboles desnudos, sigue atrayendo el interés de Blanc: cada vez que pasamos por allí, tira, aunque ahora menos porque ya empieza a ser adulto y está muy bien educado, o eso creo. Olisquea bajo el asiento, levanta ligeramente su cabezota hacia mí, me toca con el morro y sigue hocicando en las inmediaciones. Bru está


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cada dĂ­a mĂĄs torpe pero aguanta bien: tiene salud de viejo, pero buena salud. Y yo creo que sigue faltando una Trini para el banco.


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