Vivaldi conquista México

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VIVALDI CONQUISTA MÉXICO Pablo J. Vayón Muchos aficionados a la música conocieron la existencia de una ópera de Vivaldi sobre el tema de la conquista de México por una obra del novelista y musicógrafo cubano Alejo Carpentier, quien había sabido de ella gracias al compositor Francesco Malipiero y tenido acceso al libreto a través del musicólogo francés Roland de Candé. Publicada en 1974, Concierto barroco era una novela breve en la que Carpentier imaginó un encuentro entre Haendel, Vivaldi y Scarlatti en una intemporal y quimérica Venecia por la que circulaban melómanos indianos, partituras de Stravinski, Richard Wagner y hasta la trompeta de Louis Armstrong, mientras se preparaba el estreno de Motezuma,

drama per musica del Preste Antonio (Vivaldi, por supuesto). Por la fecha en que la novelita de Carpentier vio la luz, la llamada música

antigua empezaba a adquirir cada vez mayor protagonismo en Gran Bretaña y algunos países del centro y el oeste de Europa, pero el género operístico no se encontraba por entonces entre las prioridades de los pioneros del historicismo. De modo generalizado, se consideraba a Vivaldi como un compositor que había escrito muchos conciertos (para algunos, demasiados), y prácticamente nadie (acaso sólo un puñado de estudiosos) tenía en cuenta sus creaciones escénicas. Además Motezuma aparecía, aproximadamente junto a otras dos docenas de títulos, en la lista de las óperas perdidas del compositor. Así que el ejercicio de Carpentier quedó en una simple fantasía literaria, envuelta en el característico estilo barroco del escritor cubano.

Habrían de pasar 28 años para que la ópera mexicana de Vivaldi volviera a convertirse en noticia internacional. En efecto, fue en el año 2002 cuando el musicólogo Steffen Voss anunciaba el hallazgo de una copia de Motezuma en los archivos de la Sing Akademie de Berlín que acababan de ser devueltos a Alemania tras permanecer en Kiev desde el final de la Segunda Guerra Mundial. La trascendencia del hallazgo merece una explicación, aunque sea somera. La Sing Akademie es una sociedad musical (en origen, coral) que fundó en 1791 -1-


Carl Friedrich Christian Fasch, tomando como modelo la Academy of Ancient Music de Londres. Sus fondos documentales se enriquecieron pronto con muy significadas partituras originales, entre ellas las que formaban el conocido como Antiguo Archivo Bach, que reunía todas las obras que Johann Sebastian Bach había ido acumulando de sus antepasados y que luego administró su hijo Carl Philipp Emanuel, pero también contenía música de otros grandes compositores del XVIII, entre ellos Haendel y Telemann. Los fondos del archivo siguieron creciendo en el siguiente siglo y medio de vida de la institución, pero cuando en 1943 comenzaron los bombardeos aliados sobre Berlín, las autoridades alemanas decidieron evacuar los principales tesoros artísticos y documentales de la ciudad para protegerlos de las bombas, y los archivos de la Sing Akademie acabaron en el castillo de Ullersdorf, cerca de Glatz (en la actual Polonia). Allí serían descubiertos en 1945 por los aliados, una parte de ellos por el ejército americano, que los llevó de vuelta a Alemania; pero la parte principal (que incluía más de cinco mil obras) fue hallada por el ejército rojo, que, en el más absoluto de los secretos, trasladó los documentos a la URSS. Durante mucho tiempo, en Occidente se consideró que aquella parte de los archivos había sido en realidad destruida por el fuego, pero en los años finales del siglo XX el empeño de algunos musicólogos y diversas pistas inesperadas llevaron, por complicados vericuetos, que habrían dado para alguna que otra película de detectives y de espías, hasta el Museo-Archivo Estatal de Kiev, donde en efecto las partituras habían descansado durante más de cincuenta años. Un acuerdo entre las autoridades ucranias y las germanas permitió su restitución casi inmediata a la capital alemana.

Entran en juego entonces los musicólogos occidentales, entre ellos el hamburgués Steffen Voss, cuyo anuncio del sensacional descubrimiento de una copia de Motezuma, mientras buscaba obras perdidas de Haendel, debe de ser justamente contextualizado, pues conviene aclarar que la partitura había pasado ya en décadas anteriores por las manos de musicólogos soviéticos, quienes, en una época en que el Barroco no generaba apenas atención (y menos aún tratándose de una ópera, que ni siquiera estaba completa), no la

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juzgaron digna de ser rescatada. Sin embargo, para el año 2002 las cosas habían cambiado considerablemente. La ópera barroca se encontraba en plena ebullición. El catálogo lírico de Haendel (unas 40 obras) había encabezado el interés de intérpretes y teatros por ampliar el espectro del repertorio más tradicional, y habida cuenta del éxito generalizado de su música, se había iniciado un intenso rastreo entre otros compositores de su misma época en el intento de hallar nuevas vetas que ofrecer a un público ávido de novedades, pero cansado de modernos experimentos. Por la popularidad de algunas de sus obras instrumentales y por el volumen de su catálogo, Vivaldi era sin duda un buen candidato a ocupar un puesto de privilegio en ese proceso de restauración del pasado, por lo que el hallazgo de Motezuma puso en marcha enseguida la maquinaria de producción de intérpretes y programadores.

Nadie sabe con certeza cómo pudo llegar una copia de Motezuma a un archivo berlinés, aunque se especula con que el aprecio que Bach demostró siempre por la obra de Vivaldi tuvo bastante que ver en ello. La recepción de la música de ambos compositores había sido, como es bien sabido, muy diferente. Si Bach no dejó de ser nunca un maestro admirado entre los músicos, Vivaldi había sido olvidado casi por completo durante más de un siglo y medio, hasta que en 1913 una tesis publicada por Marc Pincherle lo devolvió al mundo académico. Quedaba aún mucho camino por recorrer hasta su conversión en uno de los compositores más populares de nuestros días. En 1922 Wilhelm Altmann publicó el primer catálogo de su obra y entre 1926 y 1930 se descubrieron y reunieron en la Biblioteca Nacional de la Universidad de Turín veintisiete volúmenes de manuscritos que habían pertenecido a la colección particular del compositor e incluían un buen puñado de títulos líricos. En los años siguientes se organizaron algunas jornadas con su música, pero no sería hasta después de la guerra que algunos conjuntos italianos empezaron a difundirla internacionalmente, primero los conciertos y sonatas, luego las piezas religiosas y sólo muy recientemente, cuando Vivaldi era ya patrimonio de todo Occidente y su música solía tocarse siguiendo de forma mayoritaria los postulados de la interpretación histórica, sus obras escénicas.

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La actividad operística de Vivaldi fue notablemente tardía. Hasta 1713, cuando estrena en Vicenza Ottone in villa, no se le conoce ningún trabajo para el teatro. Tenía entonces el compositor 35 años y era reconocido como un violinista prodigioso en toda Italia. Seguiría una conquista fulgurante de los principales escenarios de Venecia: en sólo cinco años, presenta en la ciudad de los canales no menos de diez óperas, además de algunas en otras ciudades italianas. Sin dejar de escribir para Venecia, en los años 20 y 30 el músico estrena óperas en otras muchas ciudades a un ritmo tan descomunal que en una carta de 1739 (año del que data su último proyecto lírico) declara haber compuesto nada menos que 94 títulos, de los cuales hay documentados unos 50 y se conservan, en distinto estado de integridad, aproximadamente la mitad.

Motezuma fue estrenada en el pequeño Teatro S. Angelo de Venecia el 14 de noviembre de 1733, muy posiblemente con el compositor dirigiendo desde el puesto de primer violín. En las copias que han sobrevivido del libreto, éste se atribuye a un tal Girolamo Giusti, que seguramente se corresponde con el poeta Alvise Giusti (Alvise es la forma veneciana de Luigi, nombre que al parecer debía anteceder al Girolamo con el que aparece en las fuentes), que por entonces era un joven poeta de sólo 24 años que se había formado en el círculo literario de Apostolo Zeno, uno de los más célebres libretistas de la época. El libreto, puede que el último escrito expresamente para Vivaldi, se fundaba en un sujeto histórico (la conquista de México), dándose la circunstancia de que era el primero que se ambientaba en tierras americanas, aunque en el prefacio el propio Giusti expresa su desconfianza sobre las fuentes históricas y su texto se ajusta a todas las convenciones de la ópera seria, incluida la del final feliz: Cortés (Fernando a secas aquí) y Moctezuma acaban reconciliándose gracias al matrimonio entre Ramiro (hermano del español) y Teutile (hija del mexicano). Por supuesto, en Giusti no había ningún tipo de motivación historicista ni intenciones de trazar un cuadro verosímil de las relaciones entre dos civilizaciones que se encontraban por primera vez. Los aztecas aparecen caracterizados con los mismos rasgos psicológicos que los conquistadores. La

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ambientación exótica era sólo un recurso teatral, esto es, la anécdota dramática podría haber transcurrido en suelo italiano y nada esencial habría cambiado.

Vivaldi asume por supuesto el modelo de ópera de su tiempo: tres actos divididos en números cerrados en los que alternan recitativos y arias da capo. La obra constaba originalmente de 28 números, de los cuales en el manuscrito berlinés se han conservado 17 (el acto II completo y algunas arias de los otros dos). Aunque en sus primeros años de operista el compositor había preferido las voces de mezzo (más graves y expresivas) a las de soprano (más agudas, ágiles y espectaculares), para los años 30 la cruda competencia que en toda la península italiana había impuesto la virtuosística escuela napolitana, que se asentaba fundamentalmente en la capacidad de ornamentación de los castrati, le hace adoptar algunos cambios: así, en Motezuma recurre a dos castrati con voces de soprano: Francesco Bilanzoni, que puso voz a Fernando, y Mariano Nicolini, que cantó el rol de Asprano. El papel de Teutile también fue adjudicado a una soprano, en este caso una mujer, la alemana Giuseppa Pircher. Un bajo del que casi nada más se sabe (Massimiliano Miller) asumió el papel de Motezuma y dos voces intermedias de mezzo o contralto completaron el elenco: Angela Zanucchi (Ramiro) y Anna Giraud (Mitrena). La relación entre la Giraud (o Girò, como se lee a menudo, italianizado su apellido de origen francés) y el músico, que fue su maestro en el Ospedale della Pietà, dio para más de un escándalo, ya que corría el rumor de que compositor y cantante eran amantes, extremo que Vivaldi (que, como es bien sabido, era sacerdote) negó siempre, lo que no fue suficiente para evitar algunos boicots oficiales, como la prohibición de entrar en Ferrara que dictó en 1737 el cardenal Rufo.

La versión que Alan Curtis presenta del Motezuma de Vivaldi es una reconstrucción realizada por el violinista y musicólogo Alessandro Ciccolini, quien adaptó arias de otras óperas del compositor para sustituir a las desaparecidas, compuso los recitativos perdidos y completó otras lagunas del manuscrito berlinés. La ópera se abre con una Sinfonía, que no es otra cosa que una característica obertura a la italiana en tres partes, dos movimientos

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rápidos que engloban uno lento (un Andante molto en este caso), exactamente igual que los típicos conciertos de la época, de los que Vivaldi fue no inventor pero sí principalísimo conformador y difusor. Como era normal en la ópera barroca, la obertura no tiene ninguna relación temática con el resto de la obra, aunque incluye las dos trompas que van a ser luego utilizadas en algunos números de la misma. No deja de sorprender el recitativo acompañado de Motezuma con el que arranca el primer acto. El uso de este tipo de recitativos, caracterizado porque el acompañamiento orquestal aparecía por completo escrito (en oposición al recitativo secco, en el que el cantante declama sobre una simple línea del bajo continuo), resulta significativamente privilegiado por Vivaldi en esta obra con respecto a sus anteriores trabajos. Son en total cinco recitativos acompañados los que pueden encontrarse a lo largo de la ópera, tres en el acto I y dos en el III. Esta mayor presencia del accompagnato se ha explicado como producto del esfuerzo del compositor por competir con sus rivales del sur, poniendo un mayor énfasis dramático allí donde los napolitanos derrochaban virtuosismo, aunque el hecho de que dos de estos cinco recitativos fueran adjudicados al personaje representado por Anna Giraud (Mitrena), debería considerarse también como un factor relevante, pues la contralto basaba su prestigio en la fuerza teatral y expresiva de sus medios antes que en la agilidad virtuosística de su voz, por lo que este tipo de piezas se ajustaban especialmente bien a sus condiciones.

Además de los otros dos recitativos acompañados (adjudicados a Motezuma y Teutile), el acto I incluye nueve arias, de las cuales Ciccolini tuvo que recomponer siete: para “Gl’oltraggi della sorte”, primer aria de Motezuma, usó un aria de Tito Manlio; “La sull’eterna sponde” (Mitrena) está escrita por completo ex novo, según el modelo de un aria de Farnace; “Dallo sdegno che m’accende” (Fernando) es adaptación de un aria de L’incoronazione di Dario; “Barbaro, più non sento” (Teutile) está tomada de La Virtù trionfante; “Tace il labbro” (Ramiro) y “S’impugni la spada” (Mitrena; con el acompañamiento de las dos trompas) tuvieron que ser completadas, pues en el manuscrito aparecían mutiladas; y, finalmente, “Nell’aspre sue vicende” (Asprano) procede

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de un aria, también destinada al castrato Nicolini, de Semiramide, ópera que había sido presentada por Vivaldi el año antes en Mantua. Sólo las segundas arias de Fernando (“I cenni d’un sovrano”) y Motezuma (“Se prescritta in questo giorno”) se han conservado completas.

El acto II está íntegro en la copia berlinesa: incluye siete arias y un trío (que protagonizan Motezuma, Fernando y Mitrena). Una de las dos arias adjudicadas al personaje de Asprano (“D’ira e furor armato”) incluye dos espectaculares trompetas naturales en el acompañamiento. Ciccolini ha añadido una breve sinfonía instrumental

sacada de L’incoronazine di Dario para suplir lo que

parece una pequeña laguna del original en la escena del combate; su carácter marcial exigía también sin duda el uso de las trompetas.

Finalmente, en el acto III, además de los dos recitativos acompañados que ya se señalaron, hay seis arias (una para cada personaje), de las cuales sólo la adjudicada a Motezuma (“Dov’è la figlia”) llegó completa. En las otras cinco, tuvo que intervenir Ciccolini: así, reconstruyó “L’aquila generosa” (Fernando) a partir de los primeros 47 compases y medio del primer violín (tomados de un concierto en el que se señalaba su uso en el tercer acto de Motezuma) y los 50 primeros compases de “L’agonie dell’alma afflitta” (Teutile), pues el resto del aria sí llego en buen estado; recompuso las perdidas “Anche in mezzo dei contenti” (Ramiro) y “Nella stagion ardente” (Mitrena) a partir de sendas arias de Farnace, y “Dal timor, dallo spavento” partiendo de un aria de La fida ninfa. En el final se suceden dos coros, con interpolaciones variadas de recitativos. Del primero (“Al gran genio guerrero”), que se repite, sólo se han conservado los 24 primeros compases, por lo que el resto fue reconstruido; mientras que para el segundo (“Imeneo, che sei d’amori”), perdido por completo, Ciccolini recurrió al coro final de Griselda, escrito sobre el mismo texto por Vivaldi dos años después.

El trasvase de música de unas óperas a otras era un procedimiento habitual entre los compositores de la época y Vivaldi recurrió a él de forma continua. Sin

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embargo, sólo una de las arias que nos ha llegado de Motezuma había sido utilizada previamente por el músico. Se trata de “La figlia, lo sposo”, que canta Mitrena al final del acto II, y que Vivaldi había escrito el año antes para que Anna Giraud la interpretase en Farnace, ópera estrenada en Mantua. El carácter de la pieza, que se resuelve en un estilo declamado de fuerte poder expresivo, ofrece nuevas pistas sobre los medios vocales y las preferencias de la Giraud, que mostró gran aprecio por esta aria, ya que, con algunas variaciones, Vivaldi volvió a ofrecérsela en Catone in Utica (Verona, 1737) y en Siroe (Ferrara, 1739). Hay constancia de que al menos otros dos fragmentos de Motezuma fueron empleados por Vivaldi en Bajazet, título que presentó en Verona en 1735, pero la obra como tal no volvió a verse en vida del músico.

El trabajo de Ciccolini se encuadra así perfectamente en los usos tradicionales de las producciones barrocas, en las que las necesidades de creación musical se vinculaban preferentemente a las posibilidades prácticas de cada espacio escénico, de cada compañía antes que a la voluntad de difundir las partituras en un lejano e inconcreto futuro. El violinista y musicólogo italiano demuestra un conocimiento preciso del estilo del compositor veneciano, que mimetiza con admirable eficacia. Es por ello que no todo lo que suena en este Motezuma es Vivaldi, pero lo parece. Al fin y al cabo, esto es el teatro, un espacio en el que la fértil imaginación se impone siempre a la prosaica realidad, como se desesperaba por hacer entender el Preste Antonio de la novela de Carpentier al indiano escandalizado por la falta de rigor histórico de su obra:

“¡Falso, falso; todo falso!”, grita. Y gritando “falso, falso, falso, todo falso”, corre hacia el preste pelirrojo, que termina de doblar sus partituras, secándose el sudor con un gran pañuelo a cuadros. “¿Falso... qué?”, pregunta atónito, el músico. “Todo. Ese final es una estupidez. La Historia...” “La ópera no es cosa de historiadores.” [...] “Pero... Montezuma fue lapidado.” “Muy feo para un final de ópera. Bueno, si acaso para los ingleses que terminan sus juegos escénicos con asesinatos, degollinas, marchas fúnebres y sepultureros. Aquí la gente viene al teatro a divertirse.” “¿Y dónde metieron a doña Mariana en toda esa mojiganga mexicana?” “La Malinche esa fue una cabrona traidora y el público no

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gusta de traidoras. Ninguna cantante nuestra habría aceptado semejante papel. Para ser grande merecedora de música y aplausos, la india esa hubiera debido hacer lo de Judith con Holofernes.” [...] El indiano, aunque algo bajado de tono, seguía insistiendo: “La Historia nos dice...”. “No me joda con la Historia en materia de teatro. Lo que cuenta aquí es la ilusión poética...”.

Poesía. Ilusión. Fantasía. Ensueño. Incluso prescindiendo (como hoy) de la escena, el poder sugerente de una música tan formidable como ésta, que combina el frívolo virtuosismo de las vocalizaciones inverosímiles con la sublimación de los corazones atormentados en la más tierna intimidad, nos conduce hasta una América irreal pero fascinante, como soñada desde la intemporal Venecia de la máscara y el carnaval... Atentos. Ya suena la sinfonía.

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