Elogio de la amistad

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ELOGIO DE LA AMISTAD PABLO J. VAYÓN

1. Amadeus en La Beneficiencia

El 14 de diciembre de 1784, Mozart ingresó como aprendiz en la logia vienesa de La

Beneficiencia (Die Wohltätigkeit) cuyo fundador y gran maestre no era otro que el barón Otto von Gemmingen, al que el compositor había conocido en Mannheim siete años atrás, convirtiéndose desde entonces en un generoso y leal amigo. Mucho se ha escrito, y de muy diverso signo, sobre la influencia de la masonería en la personalidad y la obra del músico, y aunque parece cierto que su compromiso no alcanzó nunca la acción política, resulta indiscutible que Mozart encontró en los principios masónicos de fraternidad, solidaridad, misericordia, compasión y concordia una salida aceptable para mantener una fe sincera en la divinidad, en crisis por el modelo de religiosidad autoritario que en su vida habían representado tanto su patrón salzburgués como su padre (“Antes que nada debes pensar con toda tu alma en el bien de tus padres, si no, tu alma irá a parar al diablo”, lo amonestaba duramente Leopold todavía en 1778 tratando de provocar su ruptura con la familia Weber).

Las relaciones de Mozart con los masones venían de antiguo y se iban a acentuar con la ampliación de su círculo de amistades, primero en Mannhein, en el transcurso del viaje que en 1777 emprende en compañía de su madre, y luego, definitivamente, en Viena, desde su instalación en la capital imperial en 1781. Estas relaciones habían de quedar convenientemente reflejadas en la producción del compositor, y no sólo en las obras dedicadas a las ceremonias de las logias o en la transposición dramático-musical de sus ritos, de la que La flauta mágica sería culminación de un proceso que puede enlazar con la infantil Bastián y Bastiana, estrenada en 1768 en el jardín de un célebre masón, el doctor Mesmer, y, desde luego con Thamos, cuyo libreto era obra de otro masón ilustre, Tobias Philipp von Gebler, sino también en el recurso al empleo de una simbología musical que alcanzaba, entre otros aspectos, a la elección de la tímbrica y de la tonalidad.

Son todos ellos aspectos a tener en cuenta a la hora de analizar el contenido de este disco que ahora presentamos, pues resultan ser la estrecha amistad con un hermano masón, un instrumento y una tonalidad los que dan coherencia al programa, constituido por dos obras escritas en la tonalidad de la mayor, con el clarinete como protagonista y dedicadas a Anton Stadler, amigo íntimo del compositor.

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2. Dos hombres y un destino

Anton Paul Stadler había nacido el 28 de junio de 1753 en Bruck an der Leitha, una pequeña localidad bohemia situada a cuarenta kilómetros al sudeste de Viena y a unos treinta de Bratislava. En torno a 1770 trabajaba ya, junto a su hermano menor, Johann, como músico al servicio del príncipe Galitzin, embajador ruso ante el Emperador. En 1775, los hermanos se habían hecho famosos como solistas de clarinete y corno di bassetto y cinco años después un programa de concierto los identifica como músicos del príncipe Carl Joseph von Palm. En 1781, los Stadler pudieron haber participado ya en la interpretación de una serenata para vientos de Mozart, que acababa de instalarse en Viena, pero no sería hasta 1784 que la relación se estrecha con certeza.

Para entonces, los hermanos Stadler eran miembros de la Kaiserlich Königlich Harmonie, conjunto imperial de ocho vientos (parejas de oboes, clarinetes, trompas y fagotes), en el que Johann tocaba el primer clarinete y Anton, el segundo, lo cual no es un dato irrelevante, como luego veremos. El ambiente parecía propicio para que tomase impulso un nuevo repertorio dedicado al clarinete, y en efecto en 1782 Mozart empieza a emplearlo vinculándolo a las logias de sus amigos, como en el Adagio para dos clarinetes y tres corni di bassetto KV 411. Sería en cualquier caso 1784 el año en que el salto adelante parece definitivo. En febrero, Mozart coincide con Anton Stadler en una serie de conciertos en la residencia de Galitzin, en los que el salzburgués queda prendado del virtuosismo y la musicalidad del clarinetista bohemio. Desde ese momento, sus nombres van a aparecer unidos con notoria frecuencia. El 23 de marzo, Stadler organiza una Academia en el Burgtheater en la que toca la parte del primer clarinete de la Gran Partita KV 361 de Mozart. Una semana después, es Mozart quien presenta su primera

Academia en el mismo escenario con el Quinteto para piano y vientos KV 452 (“mi mejor obra hasta hoy”, diría el compositor) y Anton Stadler asumiendo otra vez la parte del clarinete. A finales de aquel mismo año, ambos jóvenes ingresan en la masonería y su destino parece entonces quedar unido para un futuro que sería más corto de lo que sin duda pudieron haber llegado a imaginar, pues Wolfgang muere en 1791. Su amigo Anton lo sobreviviría dos décadas.

Sin embargo, siete años pueden dar artísticamente para mucho. Mozart y Stadler tocan habitualmente juntos tanto en las ceremonias masónicas como en las soirées que tienen lugar en la residencia del barón Nikolaus Joseph von Jacquin (1727-1817), célebre botánico de Leyden, profesor de química en la Universidad de Viena (institución de la que acabaría siendo rector) y reconocido masón. Allí, en un ambiente de camaradería y franca amistad, del que también participaban los hijos de Jacquin, Carolin Pichler o Constanze, la esposa de Mozart, tienen su origen las obras que el compositor dedica al clarinete, un instrumento aparecido en los primeros años del siglo XVIII y que con él adquiere un tono de serena alegría y tierna magnificencia que quedará asociado en adelante al paisaje sonoro de los masones.

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3. Historias de un instrumento (o dos)

Para conocer a qué tipo de instrumento dedicó en realidad Mozart su Quinteto KV 581 y su

Concierto KV 622 conviene hacer una breve historia del clarinete. Aerófono de tubo cilíndrico y lengüeta sencilla, apareció con toda seguridad en la primera década del siglo XVIII, inventado, según algunos tratadistas, por el constructor de Nuremberg Johann Christoph Denner, quien falleció en 1707, a partir del chalumeau, aerófono similar a la flauta dulce, pero con lengüeta y una llave. En su estado más primitivo, el clarinete, que era usado como una especie de trompeta (con la que coincidía en su pabellón acampanado), se caracteriza por incorporar dos llaves que en la década de 1730 eran ya tres.

Pese a la considerable extensión de su tesitura y las posibilidades musicales que de ello se derivaban, el clarinete tardó en convertirse en un instrumento atractivo para los compositores. Dejando al margen el empleo que de él hicieron en algunas obras aisladas Telemann, Vivaldi, Conti, Rameau o Haendel, lo más destacable de la primera mitad del siglo fueron los conciertos que le dedicó Johann Melchior Molter, músico que había nacido en una pequeña localidad cercana a Eisenach, la patria de Bach, y que ocupó muchos años el puesto de maestro de capilla de Baden. El verdadero éxito del clarinete empieza a fraguarse a partir de 1760, en el seno de la famosa orquesta de Mannheim, uno de los centros claves en el desarrollo del nuevo estilo clásico. Es desde ese momento cuando nuevos constructores (Paur, Rottenburgh, Kirst o Lotz) perfeccionan su mecanismo y le añaden nuevas llaves (hasta cinco) para convertirlo en algo que empieza a adquirir los contornos con los que hoy lo identificamos.

Coincidiendo con ese proceso, algunos fabricantes centroeuropeos van a dar forma al corno di

bassetto, una especie de clarinete contralto en fa que empieza a difundirse, en su modelo más primitivo, en la década de los 60. Se trataba en principio de un artefacto curvo, en forma de hoz, con un pabellón de latón que se fijaba al cuerpo principal mediante un tornillo y por el que muy pronto se interesaría Anton Stadler, un apasionado del registro grave del clarinete.

Y en este punto de nuestra historia hace su entrada en ella otro personaje clave, Johann Theodor Lotz (1747/48-1792), clarinetista y constructor de instrumentos vienés que pasó diez años de su vida en Bratislava antes de volver a su ciudad natal en 1785. En este tiempo, Lotz desarrolló nuevos modelos tanto de clarinetes como de corni di bassetto, a los que dotó de dos partes rectas unidas por un codo de marfil, eliminando así su primitiva curvatura y refinando su sonido. Cuando Stadler conoció a Lotz, posiblemente en casa de los Jacquin, se entusiasmó enseguida por sus trabajos y es muy posible que le sugiriera nuevas soluciones, con Mozart de privilegiado testigo.

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Van a nacer así las grandes obras que el salzburgués dedica al clarinete. Primero, en el verano de 1786, el Trío para clarinete, viola y piano en mi bemol mayor (¡ojo a esta tonalidad, sobre la que volveremos!) KV 498, conocido como Trío de los bolos, pues supuestamente fue concebido durante una partida de bolos en el jardín de los Jacquin, y dedicado a Franziska, la hija menor de la familia, que habría interpretado la parte del piano el día del estreno, con Stadler en el clarinete y el propio compositor en la viola. Después, ya en 1787, Mozart emprende la composición de una obra concertante para corno di bassetto, de la que ha quedado sólo un esbozo (hoy catalogado como KV 621b) y que en 1791 acabaría convertida en el Concierto en la mayor. Pero lo más significativo de ese hecho no es el fragmento en sí, que ya ha sido incluso registrado en disco, sino el instrumento para el que fue pensado, un corno di basseto en sol, que sin duda había nacido de la colaboración entre Stadler y Lotz. Las otras dos grandes obras mozartianas destinadas al clarinete son, aparte de las más populares, las que se incluyen en este disco y merecen, obviamente, tratamiento aparte.

4. Un quinteto para Stadler

No abandonamos por ello a Lotz, cuyos esfuerzos por responder a las peticiones de Stadler, empeñado en seguir ampliando el registro grave del instrumento, culminarían con el invento del clarinete di bassetto, en el que parecían fundirse las características del clarinete y del corno y al que casi con total seguridad Mozart dedicó su Quinteto y su Concierto en la. El instrumento llegaba hasta un do grave y tenía llaves añadidas para las notas cromáticas intermedias. Han quedado descripciones de la época, como la que dejó Friedrich Bertuch en 1801 después de escuchar a Stadler, quien había tocado ante él “un clarinete con modificaciones de su propia invención. El instrumento no va en línea recta hasta la campana, como es habitual. La última cuarta parte de su cuerpo, más o menos, es un tubo transversal del que la campana sobresale aún más. La ventaja de esta modificación es que el instrumento adquiere un sonido más profundo, que en las notas más graves se asemeja a la trompa”. En 1992, la musicóloga americana Pamela Poulin iba a hacer un descubrimiento de notable trascendencia al hallar en la Biblioteca Académica Letona de Riga anuncios y programas de tres conciertos que Stadler ofreció en aquella ciudad en febrero y marzo de 1794 con el Concierto para clarinete de Mozart en programa y en los que figura un grabado que reproduce el clarinete di bassetto, cuya invención se atribuía, con una falta de escrúpulos que era al parecer bien conocida por sus contemporáneos, el propio Stadler.

Sabemos que en 1788, Stadler había interpretado ya un concierto para el clarinete di bassetto, que no debía de ser todavía el de Mozart, pero es seguro que el compositor salzburgués lo conoció y decidió emplear el instrumento (u otro que le construyera Lotz específicamente, afinado en la) para su Quinteto. El manuscrito original de la obra se ha perdido, y las copias más antiguas están visiblemente manipuladas para que la pieza pudiera ser interpretada con un

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clarinete tradicional, que es la opción que se ha impuesto históricamente de forma generalizada, a pesar de que hoy existen ya reconstrucciones de cómo debió de ser la partitura primitiva.

Cuando Mozart afrontó la composición de su Quinteto para clarinete y cuarteto de cuerdas no existían precedentes de semejante instrumentación en toda la literatura musical europea, pese a lo cual el producto final resulta de una depuradísima maestría, que sólo encontraría un consecuente digno de su altura estética en el Quinteto Op.115 de Brahms, escrito un siglo justo después. En un momento difícil de su vida, en el que la recuperación de parte de su popularidad en Viena (la reposición de Las bodas de Figaro en agosto conoció doce representaciones sólo en 1789, cifra muy estimable) se compensaba por el delicado estado de salud su esposa, que afectaba seriamente a la situación económica familiar, Mozart se vuelve a sus hermanos de logia. Su primera intención parece ser componer una obra para los dos Stadler, un Quinteto para clarinete, corno di bassetto y trío de cuerdas del que escribió algunos esbozos (catalogados como KV 580b), pero finalmente reconduce sus ideas hacia la disposición instrumental que hoy conocemos, dando a luz una obra cuyas implicaciones masónicas debieron de ser fácilmente reconocibles para todos sus compañeros y amigos.

No sólo el uso del clarinete, sino también la elección de la tonalidad apuntaban hacia el universo masónico. Si para el Trío de los bolos, Mozart había elegido la tonalidad de mi bemol mayor, con tres bemoles en la armadura de la clave, ahora se decanta por el la mayor, que tiene tres sostenidos. Teniendo en cuenta que la de la mayor fue una tonalidad muy poco usada por el músico, que coincidía justamente con la que asigna a la primera obra escrita tras su iniciación (el Cuarteto KV 464, quinto de los dedicados a Haydn, otro ilustrísimo masón), y conociendo el carácter simbólico del número tres entre los masones, no caben dudas de las intenciones del salzburgués.

Mozart anota la obra en su catálogo el 29 de septiembre de 1789, aunque el estreno no tuvo lugar hasta el 22 de diciembre, con Stadler por supuesto en el clarinete, en el transcurso de un concierto benéfico que no reportó beneficio alguno al compositor. Todo el proceso de gestación y escritura de la obra coincide en el tiempo con la composición de Così fan tutte, ópera cuyo tema le ha sido impuesto por el emperador José II. Para Jean y Brigitte Massin, la naturaleza argumental del Così, en el que el cinismo escarnece “crudamente el candor de las ilusiones sentimentales” necesitaba para el ánimo del compositor un contrapunto en forma de obra íntima y tierna, que vendría a representar a la perfección el Quinteto de Stadler, lo cual quedaría demostrado (siguiendo a los Massin) por el uso que hace Mozart del clarinete en la ópera, coincidente siempre con los momentos en los que la ternura se expresa con mayor pureza.

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Lo cierto es que todo el Quinteto se desarrolla en un ambiente de efusiva y cálida dulzura, en el que el timbre del clarinete se funde de forma extraordinaria con las cuerdas (lo que roza casi lo milagroso si tenemos en cuenta que la combinación tímbrica era por completo inédita). Dividido en cuatro movimientos, el primero es un Allegro en forma sonata, que refulge cristalina y elegante. Al diseño inicial, absolutamente plácido, de cuatro blancas en las cuerdas, responde el clarinete con una doble escala ascendente y descendente (que empieza y termina en un sol grave), y unas breves figuraciones en semicorcheas. El encantador segundo tema es presentado en un amplio arco por el primer violín, con el sostén del violonchelo en pizzicato, hasta que el clarinete lo recoge en el registro agudo y en tono menor con una indicación de

piano dolce –que volverá a aparecer una y otra vez a lo largo de todo el movimiento–, acompañado por un diseño de lentos arpegios en pianissimo en el cuarteto. El desarrollo arranca con un dibujo de cuatro negras en los dos violines y basa su eficacia en el maravilloso equilibrio logrado por Mozart, con el clarinete ora avanzando en largos trancos, acompañado por rápidas figuraciones que los instrumentos de cuerda se pasan unos a otros, ora saltando impetuoso sobre el cuarteto con una sucesión rápida de semicorcheas, hasta un crescendo final en el que los cinco instrumentos se reúnen para la reafirmación de la tonalidad principal.

El Larghetto, en tono de re y compás de 3/4, es una especie de diálogo nocturno entre el clarinete y el primer violín. Con toda la cuerda en sordina, el instrumento de madera se pasa la mayor parte del tiempo fantaseando melancólicamente en su registro agudo, mientras el violín pretende atraerlo hacia un lirismo mucho más luminoso y esperanzado hacia el que termina abocado en un final en el que el clarinete y el violonchelo acaban hermanados en lo más grave de sus respectivos registros. Sigue un Menuetto con dos tríos, en el primero de los cuales, escrito en la menor, el clarinete calla, mientras las cuerdas parecen retomar justamente el tono melancólico que aquel impusiese en el movimiento anterior. El segundo trío, que vuelve a la tonalidad principal, es en cambio un ländler de reminiscencias populares, en el que el diálogo entre el clarinete y el primer violín retorna al clima de serena alegría del principio de la obra. Para el final, Mozart reserva un Allegretto con cinco variaciones y una coda. El tema es simple y vigoroso y recuerda al Allegro del principio. En la primera variación, el clarinete canta un contrasujeto que, en efecto, parece derivado del primer tiempo de la obra. En la segunda, el clarinete apenas se hace oír, mientras el primer violín desmenuza el tema sobre los tresillos del segundo violín y la viola. Es justamente la viola la gran protagonista de la tercera variación, en la menor, que parece apuntar de nuevo hacia una melancolía que resulta rechazada inmediatamente por el clarinete en una cuarta variación exultante y festiva, hasta el punto de que en el Adagio de la quinta variación las sombras se han disipado por completo. Lo que queda es un clima de serena fraternidad que conduce a los cinco instrumentos a abrazarse en una coda de luminosa alegría.

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5. El último concierto

Dos años tardaría Mozart en volver a emplear la tonalidad de la mayor para una obra instrumental, y cuando la usó fue de nuevo en una pieza para clarinete di bassetto dedicada a Stadler. Como ya señalamos, el proyecto del Concierto KV 622 (última obra concertante del músico) nace al menos en 1787, cuando Lotz aún no tenía listo su último modelo de clarinete, y Mozart lo concibe para un corno di bassetto en sol. Enfrentado de nuevo a la partitura en los últimos meses de su vida, el compositor recurre al mismo instrumento y a la misma tonalidad que tan buenos resultados le habían dado en el Quinteto. Y lo cierto es que las obras están estrechamente emparentadas. La misma delicada afectuosidad, el mismo tono de íntimo convencimiento en que el futuro de la Humanidad será fraterno o no será alimenta ambas obras. Cuando a principios de octubre de aquel 1791 escribe a Constanza y le comenta que ha terminado de orquestar “el rondó de Stadler”, Mozart acaba de estrenar La flauta mágica y en su mente está ya el Réquiem, pero también la cantata masónica Das Lob des Freundschaft (Elogio de la amistad). Todo encaja como en un puzzle, en el que el Concierto hace las veces de enlace perfecto entre los ritos de purificación de La flauta y la preparación para la muerte del Réquiem.

Orquestada para dos violines, viola, violonchelo, contrabajo, dos flautas, dos fagotes y dos trompas, la obra arranca con un Allegro en 4/4 cuyo primer tema presentan al unísono el clarinete y los violines con el acompañamiento del resto de la cuerda. Tras la entrada de toda la orquesta, el tema vuelve a repetirse en canon, antes de que el clarinete lo recoja una vez más y cante su tema libre (en la menor) con un subrayado discreto de la cuerda. El segundo tema lo presenta el solista y es de naturaleza melancólica, con frecuentes modulaciones hacia tonalidades menores. En el desarrollo el clarinete mezcla el segundo tema con la primera frase del tema inicial. Las figuraciones en semicorcheas y los tresillos del solista conducen el movimiento a una recapitulación breve y sutilmente variada.

El Adagio está íntimamente relacionado con el Larghetto del Quinteto. Escrito en re, como aquel, es uno de los fragmentos más justamente célebres de Mozart. Su aire de nocturno, casi de berceuse, queda marcado por la línea permanentemente cantabile del solista, que parece mecerse en ritmo ternario sobre los susurros de la cuerda. Los Massin creyeron ver en la caída final del clarinete sobre el registro grave “la entonación de Sarastro”. El Rondo final, en 6/8, supone un estallido de gozosa vitalidad. El clarinete se alza aquí en gran protagonista, pues es el encargado de presentar tanto el tema principal del rondó como el de todos los episodios que le sirven de intermedio, en algunos casos incluyendo figuras cromáticas y modulaciones al modo menor que parecen querer derivar el clima general hacia un dramatismo que el conjunto termina por abortar con sus intervenciones resueltas y decididamente bienhumoradas. Todo ello conduce el Concierto a un final en el que refulge un ambiente de optimista exaltación, que no

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parece corresponderse con la imagen tradicional de un Mozart torturado por la idea de la muerte y volcado por entero en la composición del Réquiem.

6. Cuatro noruegas, un canadiense y un sueco

La tradición interpretativa de la música mozartiana sufrió un auténtico giro copernicano con la irrupción en los años 80 del siglo pasado de los intérpretes historicistas, que se esforzaron no ya sólo en el rescate de los instrumentos originales sino, y eso es lo verdaderamente importante, en la comprensión más detallada posible del estilo de interpretación en boga en la segunda mitad del siglo XVIII. Su contribución, que puede cifrarse en unas articulaciones más marcadas y cristalinas y una más acendrada teatralidad, ha sido decisiva e impregna desde entonces, de uno u otro modo, prácticamente cualquier acercamiento a la música del compositor de Salzburgo, incluso entre aquellos que no tocan con instrumentos históricos.

Es el caso de esta grabación que para el sello BIS hizo en el año 2002 el joven clarinetista sueco Martin Fröst, acompañado por el Cuarteto Vertavo en el KV 581 y por la Amsterdam Sinfonietta dirigida por Peter Oundjian en el KV 622. Fröst, que utiliza un clarinete normal para el Quinteto y un bassetto para el Concierto, destaca especialmente por la calidez y pureza de su sonido, basado en una técnica excepcional, así como por una intuición musical verdaderamente formidable, que le permite atender tanto a la necesaria visión de conjunto de las obras como a los detalles más nimios de fraseo u ornamentación.

Su interpretación del Concierto resulta en todo punto ejemplar, sin duda una de las más intensas y emotivas de una discografía que no es precisamente corta en referencias. Le acompaña un conjunto, la Amsterdam Sinfonietta, curtido muy especialmente en la música del siglo XX y que está dirigido para la ocasión por el canadiense Peter Oundjian, conocido por su larga vinculación como primer violín con el Cuarteto de Tokyo (1981-2002) y que actualmente, superado un delicado momento de salud, es director titular de la Orquesta Sinfónica de Toronto. Causa verdadero impacto el momento en que el clarinete ataca su primer pasaje como solista (compás 57, con el leve acompañamiento de los violines). El sonido es redondo, ancho, elegante, sin estridencia alguna en unos agudos que fluyen con una dulzura inefable. Admira la destreza del clarinetista en las gamas en piano y, cuando el instrumento alcanza el registro grave, el sonido se hace profundo y oscuro pero en absoluto cavernoso. El acompañamiento resulta ágil y equilibrado, como en el Rondo final, de texturas transparentes y ataques incisivos, que permiten al solista lucir todo su virtuosismo. El Adagio resulta en cambio un prodigio de matización en las gamas dinámicas más tenues. El clarinete canta la melodía con extasiada, lírica y delicadísima morosidad, que refuerza un acompañamiento algo más untoso y espeso, pero que no cae nunca ni en el almibaramiento ni en las brumosidades. Una auténtica delicia.

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En el Quinteto, a Martin Fröst lo acompaña el Cuarteto Vertavo, un conjunto noruego formado exclusivamente por mujeres, que acaba de cumplir dos décadas de vida. Su sonido, siempre elegante y bien empastado, se ajusta estiloso al del clarinete de Fröst, sobre todo en los registros graves (precioso ese final del Larghetto, con el violonchelo y el clarinete fundiendo sus pastosas voces en los últimos compases). Los tiempos rápidos están trazados con una atractiva y sinuosa languidez que, si los aleja de la brillantez del Concierto, los coloca en la órbita de una intimidad tierna y levemente melancólica, que puede romperse de pronto en el diálogo del primer violín con el clarinete durante el segundo trío del Menuetto y estallar en mil pedazos en la cuarta variación del Allegretto conclusivo, que es pura chispa, o en la coda final, de franca y sincera jovialidad, una estupenda forma de que los oyentes del siglo XXI puedan sentirse fundidos en abrazo fraterno con el autor inmortal de una música inmarcesible.

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