Mitad Doble nº 20 "Mujeres"

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nĂşmero 20 / primavera 2017 / mitaddoble.com / 2,95 â‚Ź /

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Un cuarto propio donde esculpir la vida con manos libres.

FotografĂ­a: Sandra Lara | Texto: Laura Naranjo

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Editorial Una de miedo

A

ún guardo la entrada, ya casi sin tinta. Al moverla un poco puede verse la fecha: 23-03-96. Yo tenía dieciséis años y frecuentaba las sesiones matinales del América Multicines. Nunca me molestaba en buscar acompañantes entre mis amigos: nuestros gustos rara vez coincidían. Unos días antes había escuchado dos canciones de la banda sonora en mi programa de radio favorito. Mientras disfrutaba de la primera (The face of love) y leía distraídamente los títulos de crédito, de pronto noté una mano en mi muslo derecho. Di un respingo. Aturdida por la corriente de adrenalina, solo acerté a preguntarme cuánto tiempo llevaría ahí: los vaqueros me quedaban algo justos, lo cual reducía mi sensibilidad ante tales estímulos. La retiré con el codo. Me sentía demasiado asqueada para tocarla, demasiado asustada para girar la cabeza y mirar al dueño de aquella mano, increparlo. Fijé la mirada en la pantalla, obstinada y tensa, alerta. Sin embargo, pude volver a concentrarme en la película fácilmente, y eso fue lo más extraño. Cuando encendieron las luces, el asiento de al lado estaba vacío; ni siquiera me había dado cuenta de que aquel desconocido se había ido. Tuve una vaga sensación de triunfo. Años más tarde vi un clásico en el que se describe una situación muy parecida. Se trata de Mesas separadas (Delbert Mann,

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1958), adaptación de dos piezas teatrales de Terence Rattigan. Aquí, cuando finalmente una de varias mujeres así asaltadas protesta y el caso se hace público, aquellas a las que la turbación les ha impedido reaccionar o se han limitado a cambiar de asiento son tachadas de «poco respetables», como si existiera un protocolo muy claro de gritos airados, e incumplirlo conllevase la pérdida automática de esa respetabilidad. Pero las acciones del pobre asaltante reincidente se minimizan, llegamos a comprenderle e incluso sentimos simpatía por él, nos convence su propósito de enmienda. El hombre que me tocó tiene muchas caras, y esa sala de cine sigue en pie. Vuelvo allí cada vez que me tratan con condescendencia; cada vez que me juzgan por mi aspecto; cada vez que oigo que ciertos libros, películas o canciones son «para mujeres»; cada vez que un ser querido me sorprende con un tópico machista; cada vez que hablan por mí… Son mis flashbacks, mi magdalena rancia. Y aunque ya menos callada y más «respetable», suelo acabar, como en aquella ocasión, dejándome llevar por algo más interesante que capta mi atención. Solo que ahora sé que hay muchas más mujeres en esa sala inmensa y oscura. Demasiadas. Laura Cerezo


20 Menú 2-3 Haiku Laura Naranjo | Fotografía Sandra Lara 4 Editorial Laura Cerezo Cobos 5 Menú 6-7 Ilustración Sandra Carmona | Texto Montserrat Claros 8-9 Fotografía Ana Vega | Texto Beatriz Ramos Jurado 10-11 Texto Kris León | Texto Claudia Guillén, Malena de la Cruz, Claudia Recio y Mikel Juango 12-13 Fotografía Amelia de los Ríos | Texto Esperanza Varo 14-15 Fotografía Amelia de los Ríos | Texto Carmen Ramos 16-17 Fotografía y texto Malú Porras 18-19 Fotografía Ana Vega | Poesía Tes Nehuén 20-21 Ilustración Sandra Carmona | Texto María Ortega 22-23 Ilustración Carmen Larios | Texto Ana Gómez Perea, Antonio L. Gómez Molero, Carmen Ventura y Nicolás Pérez del Moral 24-25 Texto Geo Nikolov | Texto Santos Moreno 26-27 Texto José Antonio Sau | Texto Santi Fernández Patón 28-29 Poesía Juan García López | Texto Augusto López 30-31 Fotografía archivo familiar Amelia de los Ríos | Texto Amelia de los Ríos 32-33 Fotografía Ana Vega | Texto Pilar Valderrama 34-35 Fotografía Amelia de los Ríos | Poesías Virginia Nielfa 36-37 Fotografía Amelia de los Ríos | Texto Esperanza Liñán 38-39 Fotografía Amelia de los Ríos | Texto Loli Pérez 40-41 Fotografía Ana Vega | Poesía Libertad Córdoba 42-43 Fotografía archivo familiar Virginia Espinosa | Texto Virginia Espinosa 45 Agradecimientos 46-47 Haiku Laura Naranjo | Fotografía

Créditos / mitad doble nº 20 / / mujeres / / portada y contra: Mon Magán / / primavera de 2017 / / 2,95 euros / / © de los autores / / director: Augusto López / / editora: Amor de Pablo Inurria / / corrección de textos: Laura Cerezo Cobos / / director de comunicación: Jonatan Santos / / maquetación: Mon Magán / / envíanos colaboraciones a revista@mitaddoble.com / / depósito legal MA-1137—2005 / / ISSN 1888-380X / / www.mitaddoble.com / / mitad doble no se identifica necesariamente con las opiniones de sus colaboradores / Icons Freepik flaticon.com mitad doble


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Foster, Weaver y Fisher Ilustración: Sandra Carmona | Texto: Montserrat Claros

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ace poco, mientras miraba en silencio un abrumador cielo estrellado, me preguntaba cómo serían las películas de ciencia ficción en 3017. Habría que cuestionarse, primero, si seguirán existiendo dentro de mil años. Pero si hacemos un ejercicio de optimismo y damos por hecho que nuestra especie ha sobrevivido otro milenio y que sigue haciendo cine, cabe especular sobre sus argumentos. ¿Se centrarán en las señales de radio que rastreaba Jodie Foster en la genial Contact? O quizá se escriban guiones en donde la Sigourney Weaver de 3017 luche contra bichos que babean ácido, como en la obra maestra Alien. A lo mejor todo eso ya no haga falta porque hayamos contactado con vida inteligente extraterrestre y esos seres resulten ser más buenos que el pan. No necesitaremos historias que nos consuelen de la soledad monstruosa de percibirnos únicos en mitad de un espacio casi infinito. Pero puede que aún sigamos a tientas con el asunto de los viajes interestelares. El hecho de que sepamos que hay otros seres en galaxias muy muy lejanas no quiere decir que podamos ir a visitarlos, y tomarnos algo con ellos, a varios miles de años luz de la Tierra. Por eso, cabe la esperanza de que el cine del próximo milenio necesite a una Carrie Fisher para protagonizar películas a bordo de otro Halcón Milenario que salte al hiperespacio en un plis plas. Tal y como lo hacían en ese wéstern interplanetario de La guerra

de las galaxias. Así, se generará la ilusión y la esperanza de que se pueden atravesar distancias imposibles. Firmaría ahora mismo y sin rechistar por tener la posibilidad de asistir a una sesión de cine en el 3017. Daría cualquier cosa por ver en acción a las Foster, Weaver y Fisher de las películas de ciencia ficción que van a contar historias sobre el hiperfuturo. Un bucle tan metafísico como el argumento de la excepcional 2001. Una odisea espacial. Lo que contaban no hizo especiales a esos films. Como ocurre en la literatura, lo importante en el cine no es qué, sino cómo se cuenta la historia. Es esencial, entonces, escoger bien a los intérpretes que dan vida a las tramas. Por eso, lo que hace indiscutiblemente maravillosas a esas películas son sus actrices. Foster, en su papel en Contact, encarna la inteligencia racional y científica. Weaver, en Alien, interpreta la fuerza y la audacia necesarias para la supervivencia. Y Fisher fue icono sexual y, para algunos, feminista de varias generaciones. Foster, Weaver y Fisher son tres mujeres cuyos nombres aparecen en los manuales de interpretación y en los de historia del cine. En los siglos venideros, seguirán siendo objeto de estudio, se visionarán sus películas, y los cinéfilos volverán a preguntarse en la peluquería de qué planeta la Fisher habría cogido hora para retocarse el sofisticado peinado peinado de trenzas que luce tras cada combate contra los soldados imperiales. mitad doble


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La señora Encarna

Fotografía: Ana Vega | Texto: Beatriz Ramos Jurado

U

na mañana, Encarnita me soltó muy fresca: «Últimamente no sé qué me pasa, que hago solo lo que me da la gana». A Encarnita se le escurrieron los años de las manos, sin darse cuenta, cambiando pañales, lavando ropas, haciendo comidas y trabajando en su casa. Ahora ella se levanta por las mañanas, se pinta sus labios, se pone guapa y sale a la calle a disfrutar de la vida. Lo que más le gusta en realidad es salir de paseo con sus amigas, o a desayunar, al cine, o al teatro. Le encanta ir al centro y acabar tomándose unas cervezas, y llegar a su casa un poco achispada. Se coge del brazo con sus amigas y se disponen a comerse el mundo. A veces Encarnita tiene que cuidar de su nieta. Su hijo la deja en su casa y Encarnita se encarga de vestirla, peinarla y darle el desayuno. Lo hace sin poner mucho interés, como resbalan las gotas por la ventana en un día de lluvia, un poco monótonas, un poco ausentes. Cuando su nieta le dice que ella desayuna Nocilla en su casa, Encarnita le contesta muy tranquila que

en casa de la abuela lo que hay es mantequilla y mermelada, que ya comerá Nocilla cuando vuelva a su casa. Otras veces se va a desayunar al bar con sus amigas y lleva a su nieta como si fuera un apéndice. Encarnita estuvo muy triste cuando murió su marido, pero nunca antes fue tan libre. «No te cases, ni tengas hijos. Hazme caso, que soy vieja y sé lo que digo. No te ates. Yo ahora soy más libre que en toda mi vida y pienso aprovechar bien el tiempo que me queda». Me lo dice a mí, y me cuenta que también se lo dice a su hija. Aunque cuando se lo dice a su hija, piensa para sus adentros: «Y si tienes hijos, no me los traigas». Esto también me lo dijo, una de esas tardes en que Encarnita saca historias de su chistera. Encarnita tiene muchas historias para contar y una maleta tan llena de pasado que le cuesta cerrarla, pero a ella solo le interesan los años que aún le quedan por vivir y nunca tuvo tanta vitalidad como ahora, ahora que ha descubierto que su tiempo y su vida solo le pertenecen a ella. Yo, de joven, quiero ser como Encarnita de mayor.

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Más

Texto: Kris León

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ucho más que un sexo, una definición, un sustantivo, una categoría. Mucho más de lo que me han hecho creer. Repudiaré a quienes intenten acotarme. Me despojaré de la que no soy. Del hambre, la reincidencia, la súplica, la culpa. No volveré a sentir con miedo ni con vergüenza. No retocaré mis sentimientos. No me negaré. No buscaré sobras, no esconderé residuos. Dejaré de ser esa chica triste a la que escupiste en las manos y nunca quisiste besar ante los ojos de nadie. Repetiré que soy mujer cuantas veces quiera, de todas las maneras posibles. Lo repetiré hasta que se me seque la lengua y los dientes se me llenen de ceniza. Hasta que se me pudra la voz. Hasta que el mundo entienda que no tengo límites. Hasta que os importe más el peso de mi alma que el de mi carne. Hasta que dejéis de herirme por creerme vuestra. Hasta que no me exijáis demostrar más. Hasta que dejéis de buscarme un dueño. Hasta que aceptéis que no busco protección, que no he venido a sentir dolor, a cuidar ni a ser cuidada. Hasta que asumáis mi imperfección. Repetiré quién soy, no lo que soy. Es ahora cuando empiezo a rebelarme contra todo lo que no he tenido. Entended-

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lo: no necesito ser fuente ni origen, no necesito que me llamen madre ni poeta ni catástrofe. Yo simplemente necesito amor. Yo también merezco amor. Yo necesito dejar de creer que el máximo amor que merezco es el que me han dado. Necesito dejar de escribir lo que necesito decir y empezar a decirlo. Repetiré quién soy y lo que necesito. Repetiré quién soy hasta que les importe más sentirme que nombrarme. Entendedlo: no necesito que mis pechos ofrezcan la leche, yo los sostengo y los toco y bendigo que estén sanos, yo sostengo y toco y bendigo la vida, yo amamanto la vida, yo me succiono la vida, yo la brindo sobre versos humeantes, entendedlo, no soy lo que esperáis, no lo seré nunca, entendedlo, mis ovarios están llenos de colmillos, dentro arde y resplandece, dentro crecen bellísimas rosas con espinas. Entendedlo: soy frágil y eso me hace ser más fuerte. Entendedlo: estoy sucia y eso me hace ser más pura. Pero, lo entendáis o no, algún día ganaré. Y entonces os faltarán palabras para designarme. Os faltará tiempo para devolverme todo lo que me habéis quitado.


Claudia Guillén

Echo de menos mi casa de antes, a mis amigas y amigos. Echo de menos el parque que había al lado de mi antigua casa. Y sobre todo, echo de menos a papá. Cuando jugábamos juntos con el balón o en el columpio del jardín. También echo de menos cuando volvía del trabajo y me daba un beso en la frente. Pero soy feliz, porque mamá ahora es feliz. Ella se despierta diciendo que es una mujer independiente y que no necesita a los hombres. Ahora queda con sus amigas, no tiene moratones y vemos a la abuela todos los domingos para merendar.

Malena de la Cruz

Apreté la barandilla del autobús. Su maravillosa mano estaba rozando la mía, tenía la mirada fija en sus zapatos hasta que el autobús dio un tumbo, chocamos, levanté la vista y encontré sus ojos. Qué mujer tan hermosa; y ahora, tenerla cerca me hacía desear besarla. De pronto, una extraña valentía se apoderó de mí y no aparté la mirada; para mi sorpresa, ella tampoco lo hizo. Así permanecimos un rato, peligrosamente cerca, mezclándose nuestras respiraciones hasta que ella se acercó a mi oído y susurró: —Siempre te miro cuando tú no me miras…

Claudia Recio

Hoy ha nacido Pedro y su diminuto puño aún me aprisiona el dedo índice. Me sorprende la fuerza con la que se aferra, puedo notar los suaves latidos de su corazón en mi dedo. Lo observo, tan pequeño, tan vulnerable e indefenso. Una lágrima aterriza en mi camiseta mientras que otra ya está esperando su turno. Sonrío. Sonrío porque nada en este momento me podría hacer más feliz, porque llevar a Pedro estos nueve meses ha sido una sensación tan extraña y gratificante que es inexplicable. Porque ¿quién iba a pensar que podría hacerme tan feliz y remendar tantos huecos algo tan pequeño?

Mikel Juango

Reposé mis viejos huesos en el sillón, esperando a que parase de llover. Fuera, el trajín de los coches disminuyó. Eso nunca cambiaría en la ciudad en que nací, cada vez que el cielo lagrimeaba la gente se refugiaba como si de un monzón se tratase, aun a sabiendas de que duraría no más de quince minutos. Cogí el bastón, me levanté, salí y pisé un charco; no sentí nada de frío en mis desgastados pies. Poco a poco las nubes se abrieron para dejar que los rayos de sol se colasen entre los dos puentes. Como todavía no me había acostumbrado a cocinar en el fuego, me dirigía al comedor lamentando no tener otra ropa que aquella.

Textos: Claudia Guillén, Malena de la Cruz, Claudia Recio y Mikel Juango mitad doble


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Salir del laberinto Fotografía: Amelia de los Ríos | Texto: Esperanza Varo

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on las siete y media de la mañana. Mercedes entra en el baño, abre el grifo y deposita el agua en sus manos, que acerca con lentitud a la cara. Se mira al espejo, que le devuelve la imagen de un rostro cansado, surcado de arrugas que el tiempo y una vida llena de sinsabores le han ido marcando inexorablemente. Esa es la imagen de Mercedes: una criatura dolorida y perdida en una vida en la que la suerte o la desdicha no está motivada por lo que esta te ofrece, sino por los que te rodean. Su madre, una campesina que tenía que sobrevivir como podía para alimentar y cuidar de sus diez hijos. En cuanto a su padre, un alcohólico maestro que se ocupaba de instruir a los hijos de los ricos, pero que ni siquiera enseñó a leer a los suyos. Era alto y guapo, por eso, además de enseñar a los hijos de los latifundistas, se ocupaba de entretener a sus madres en otras disciplinas. Era un tirano, un monstruo que torturó a sus hijos y a su mujer, que también aliviaba su dolor vejándolos. Muy carente de afecto tenía que estar Mercedes para aguantar, sin quejarse, los suplicios a los que la sometían los señores

de la casa donde la enviaron a servir con doce años. En este mundo atormentado creció Mercedes hasta los veinticinco años, momento en el que apareció el que pensó que era el perfecto amor. Ella se enamoró ardientemente, pero de él solo recibió malos tratos y tormentos. Durante su vida solo había deseado encontrar alguien que la amara y a cambio recibió un laberinto de problemas, tiranías y desamor. Mercedes salió del baño y se dirigió a besar a su madre, a la que el Alzheimer había convertido en un ser agradecido y sonriente. Quería a aquella mujer que le dio la vida pero que nunca le mostró su amor. Mercedes tenía prisa, a las nueve tenía que estar limpiando una casa y la única hermana que había accedido a cuidar a su madre aún no había llegado. Abrió la puerta y un sol naciente le cegó los ojos. Bajó un escalón y una luz que procedía de su interior le deslumbró aún más que el sol. De repente dejó de estar cansada, de sentir miedo o ansiedad. Siguió la luz y pudo ver, por fin, el final del laberinto.

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Ya te lo dije Fotografía: Amelia de los Ríos | Texto: Carmen Ramos

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ra esa mañana, esa en la que el vaso rebosa, la maña que viene después de la noche, que viene después de un día duro, una discusión que no se quiere tener y una cena que no apetece preparar. Todo se fue a la cama con ella, un pensamiento que lleva a otro, y a otro que enlaza con otro y de pronto se enciende la luz y todo está claro. De madrugada, en silencio, comenzó a hacer maletas, ya por fin había parado de llorar y era capaz de ordenar su ropa. Iba apartando recuerdos de otro tiempo en que viajaba, los dejaba todos juntos; ahora no sabía qué hacer ni qué significado darles. Tres horas más tarde preparó café y tostadas para los dos, hacía tiempo que no se preparaban el desayuno el uno al otro. —¿Quieres la leche caliente? —Vale. —Me gustaba cuando me preparabas tostadas y decidir juntos en el desayuno si salir a pasear por el campo o coger las bicis; me gustaba cuando retozábamos hasta tarde en la cama. Ya no hacemos nada juntos y estoy cansada, ya no compartimos nada, hemos llegado al final, está decidido. —Pero ¿ya estás con tus quejas? ¿Podemos hablar? —Hubo un tiempo en que hablamos mucho, ya lo dije todo de todas las formas que sabía: llorando, gri-

tando y hasta suplicando; ya no voy a suplicar más. Me he ganado besos y abrazos que sean sinceros, me he ganado cada minuto, he trabajado muy duro, te he apoyado, te he creído y te quise. Pero ya no, ya no te espero, ya no espero más un abrazo que me dé ánimo ni un beso cuando sales a por el pan. Ya soy vieja, he tardado, pero aún me queda mucho que vivir y ya no espero nada más de ti, ni a ti. Pero esto te pilla de sorpresa y eso es lo triste, porque jamás callé, nunca dejé de hablar de mis sueños, nunca compartí la apatía, ni creí en «hasta que la muerte os separe» sin más. —No te entiendo, yo siempre te apoyo. —¿En qué? Dime. ¿En seguir dejándome la piel para tener la nevera llena, que pueda seguir dando un paso más para tener tu inodoro limpio, a acumular canas y perder el pelo de hacer cuentas? ¿Y tú qué? Yo bailaba y ahora me siento vieja. Quería compartir una vida contigo. —Pero ¿qué ha pasado? ¿Es porque quieres bailar? Tú nunca estás contenta con nada. —Porque me apago y me da miedo no volver a encenderme. Nada, hoy es esa mañana, ya lo tengo todo listo. Quédate con lo que te plazca, por lo que luché, no necesito nada. Aquí solo queda lo que quería para los dos, pero no sabes lo que significa compartir. Ya no hay más. mitad doble


La doula

Fotografía y texto: Malú Porras

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E

l café humeaba junto a la ventana cerrada, el sonido de la desvencijada radio cruzaba la atestada habitación. Estamos atravesando la ola de frío más intensa de los últimos treinta años —aseguraba el locutor de radio. Luna, descalza pese al frío, atravesaba el pasillo de una habitación a otra asegurándose de que todo se encontraba perfecto. Hiciera el frío más intenso del siglo o se derrumbara el mundo, nada conseguiría estropear el día más importante; en breve llegaría la comitiva de mujeres y todo tenía que estar dispuesto. Volvió a asomarse a la ventana y aprovechó para dar un sorbo al café; hizo una mueca: estaba amargo y a ella le gustaba muy dulce. Miró de nuevo el cielo que se oscurecía y una enorme luna llena que despertaba de su sueño. No debían tardar o les pillaría por el camino. Volvió a la habitación, de un blanco impoluto; el olor a malvas y lavanda hacía acto de presencia, la tijera se encontraba ya abierta bajo la cama y la pequeña piscina llena de agua templada. Luna había crecido con las costumbres y creencias propias de una familia de parteras, hasta donde podía retroceder las mujeres de su familia lo habían sido, parteras y curanderas. Tras la muerte de su abuela Asun, y no sin dudas, ella había decidido continuar la tradición, y después de meses de preparación y acompañamiento, iba a atender su primer parto, lo que la convertiría en una auténtica doula a sus veintitrés años. El timbre la sacó de su ensimismamiento y sus recuerdos; recogiéndose rápidamente el pelo en un moño alto correteó por el pasillo y abrió la puerta entre pequeños jadeos. La embarazada a la que había estado asistiendo, Clara, la esperaba con ojos llorosos, mejillas enrojecidas y el vaho escapándose de entre sus labios. Pasad, la segunda habitación a la derecha está preparada; la luna llena siempre propicia el parto, no debéis temer. Cuando todas las mujeres de la familia hubieron entrado, Luna tomó valor y entró en la habitación. Tras encomendarse a santa Ana y dejar la rosa de Jericó en un bol de cristal con agua, se acercó a Clara y sosteniéndole la mano con fuerza la ayudó a entrar en la piscina. Tras largas horas de respiraciones entrecortadas, dolores y empujones, de pensar que Clara se desmayaría y de dudar incluso, una pequeña y amoratada cabecita asomó bajo el agua para dar paso, poco después y con su ayuda, al resto del cuerpecito. Tomó a la pequeña en brazos y le limpió la nariz y la boquita, aguardando el llanto ante la expectación de todas. 20 de enero de 2017: ha nacido Marina con la ayuda de la doula Luna Martín. mitad doble



Madre oruga

Fotografía: Ana Vega | Poesía: Tes Nehuén

Cuento que se abre en la noche, y la voz de una madre —la mía, la tuya, las muertas, las vivas— que tiembla en la punta de la lanza-astilla. ¿Qué retazo de luz se escondía en mi madre? Una oruga trepa por mi pierna, centímetro a centímetro, come piel que sangra y siento el deseo profundo de aplastarla, cruel naturaleza que desprecio. Madre La voz que nos recuerda que nacimos del otro lado, donde solo el silencio es compañero. Voz que grita que cambiaremos de opinión…, y no cambiamos; que encontraremos el amor… que no buscamos; que encallaremos nuestro barco…, que sigue a la deriva. El reflejo de una vida que no deseamos, pared que nos rebota una vez (y otra) contra el espejo. Llega hasta mi cuello; ¿qué hacer con este ahogo que sube y que marchita la dulzura del cuento? Oruga, si me dejas, te construiré una casa con ventanas que den a ese cielo que nos ha sido arrebatado.

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La cerilla y el bidón de gasolina que soñaban con el chico Ilustración: Sandra Carmona | Texto: María Ortega

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n toda lucha de poder, siempre hay un sector que resulta beneficiado y otro que queda oprimido. En el machismo, los hombres viven una situación de privilegio a costa de la discriminación de las mujeres.

nos ha hecho. Sin embargo, es ahora, en los albores del siglo XXI, cuando los hombres se están planteando de manera rigurosa que la igualdad no será posible sin que ellos reflexionen y actúen también.

Afortunadamente, han tomado conciencia de la profunda injusticia de su estatus a lo largo de la historia, y han pasado a formar parte activa del feminismo. Participar de manera horizontal (al mismo nivel, sin superioridad ni inferioridad) pero un paso más atrás, en segunda fila, sin quitar la voz a las mujeres, es la clave. Y, junto a este acompañamiento respetuoso y solidario, deben reconstruir sus sistemas de valores y creencias y tomar conciencia de que la desigualdad es la fuente de sus posiciones favorables y de que participar en la dinámica de cambio supondrá perderlas y, por tanto, adaptarse a una nueva realidad.

Las mujeres contemporáneas contamos con referentes teórico-prácticos en los que apoyarnos. Tenemos abuelas y madres que iniciaron el proceso de lucha desde finales del siglo XVIII. ¿Y ellos? ¡Están siendo los pioneros! Este hecho debería celebrarse como un regalo y un reto histórico que posee un componente de gloria pero también de dificultad: las mujeres hemos tenido razones más que de sobra para teorizar y luchar, en ello nos jugábamos los derechos y la dignidad; los hombres, por el contrario, lo harán para perder los favores conferidos por el machismo y esto siempre supondrá una resistencia inconsciente contra la que no deberán bajar la guardia.

En ese sentido, están surgiendo iniciativas interesantes como lo son las nuevas masculinidades. Se desmarcan del feminismo, pero su origen está en él. Las mujeres llevamos unos cuantos siglos de ventaja reivindicando libertades y cuestionando los valores absorbidos de la sociedad patriarcal y machista para andamiar una nueva femineidad alejada de la tradición que tanto daño

En menor medida, el machismo les arrebata también derechos y libertades que se reservan, según su perversa lógica, a las mujeres. Si observan el feminismo, el proceso será largo, lleno de tropiezos, surgirán enfoques diversos y la materialización de la teoría en activismo político y leyes institucionales no será tarea sencilla. Pero, irremediablemente, es el único camino. ¡ÁNIMO!

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La niña-monja Ilustración: Carmen Larios | Texto: Ana Gómez Perea, Antonio L. Gómez Molero, Carmen Ventura y Nicolás Pérez del Moral

Mi primer recuerdo son los acordes de Smoke on the water. Mi padre, funcionario de la Junta y músico aficionado, acompañaba a mi madre en el parto tocando la única canción que sabía para intentar relajarla. A la puerta del hospital se habían congregado un centenar de moteros, acelerando sin descanso sus Harleys, porque mi madre era la presidenta de los Hell Angels. Entre la humareda de sus tubos de escape y la del incienso del hisopo que hacía las veces de fórceps, hice mi aparición: ¡pop! Cuentan que mi madre, la heavy más heavy de Vallecas, se desmayó. Y que mi padre estuvo a punto de electrocutarse por el chorro de lágrimas que dejó caer sobre la caja de la Fender cuando oyó a la enfermera gritar: —¡Ha sido monja! Me salvé de milagro. Mi cordón umbilical, que tenía forma de rosario (hoy en día se conserva en un tanque de nitrógeno líquido en el Boston Memorial de Alhaurín de la Torre), se enredó con el hábito de la orden de las carmelitas que ya traía puesto de nacimiento, para asombro y espanto de mis progenitores, no así de la enfermera, Rosamaría, que había visto casos bastante más extraños. Desde que nací, mis padres se empeñaron en que fuera una niña de carne y hueso, en lugar de una niña de carne y tela, y me llevaron a un centro de investigación de la Junta para

que estudiaran a conciencia mis aptitudes monjiles, con objeto de poder clasificarme. Los resultados fueron alarmantes para todos. La primera prueba consistió en hacer pastelillos, magdalenas y roscos de vino. Inexplicablemente, y pese a que solo tenía azúcar, mantequilla, harina y huevos, al abrir el horno aparecieron hamburguesas, burritos y aros de cebolla rebozados. La segunda fue la de labor de punto… I did my best, pero al final, en vez de ganchillo, tenía la mesa llena de nudos marineros. Luego vino lo del coro. Traté de imitar las voces celestiales de las teresianas, pero al abrir la boca me salió un vozarrón más propio de Joe Cocker que de una niña. Vistos los resultados, dejaron de estudiarme —y ello a pesar de que mi hábito fue creciendo a medida que yo lo hacía—. Rechazaron todas mis peticiones de ingreso en monasterios y conventos; pero como los caminos del Señor son inescrutables y además no salen en el Google Maps, terminé montando un garaje en el que tuneo las motos que me traen de todas las partes del mundo, y he vuelto a ser objeto de análisis, ya que las motos que han pasado por mis manos nunca han tenido un accidente, ni tan siquiera una multa del S. A. R. E. Ya no soy la niña-monja. Ahora me llaman... LA SANTA. mitad doble


Mujeres de negocios, negocios de mujeres Texto: Geo Nikolov

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ara comprender un pueblo del interior de la provincia, no vayas a la plaza. Estará llena de guiris. Mejor ve a las tiendas. ¿Cuáles son las mejores tiendas del pueblo? Las más fiables, por supuesto. Las que no fallan. ¿Cuáles son las que no fallan? Las que no se nombran por el nombre de la tienda, sino por el de su propietaria. En el pueblo de C. hay tres tiendas que no fallan: 1. Está la tienda de R., donde puedes encontrar de todo: camisas de feria —Málaga o Sevilla—, un reloj del Barça, y hasta una aceitera antigoteo de vidrio —lo siento, ya me he pillado la penúltima—. 2. Está la frutería de M. S., donde puedes comprar productos frescos y artículos de regalo de la región. Por ejemplo, compré una lechuga iceberg y un bote de miel por cinco euros. Vaya chollo, no hace falta que me lo digas. 3. Está la panadería de M. A. ¿Te has quedado sin trenzas hoy? Pues habérselas encargado a ella directamente, que no hay aplicación para hacerlo. Visité todas esas tiendas en un día, siendo el novio de una chica de ahí. Me di cuenta de que ya estaba fichado como cliente antes de haber pisado el sitio.

No me molestó. Si Facebook sabe los relojes suizos que me gustan, no me fastidia que estas mujeres chismeen un poco (perdón, que intercambien datos de hábitos de consumo) sobre mí. ¿Ves? Igual que hay mujeres de negocios, hay negocios de mujeres.

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O

jalá el otoño no llevase de esquina en esquina las hojas tostadas de los árboles; que no fuesen tan contados los sueños que se tienen despierto; y que los papeles de la calle, en verano, no se arremolinasen de arriba abajo. Porque todo me recuerda a ella. Cogerla de la mano y contemplarla era un signo de santidad. La luz que se entrometía por la ventana iluminaba con impaciencia las sábanas. Su rostro mantenía una paz de duermevela, despertaba solo un poco y volvía a los sueños. La belleza era serena. Al salir de sus brazos la humedad se adueñaba de todo: de las farolas y su luz, de las aceras y sus pisadas. Mi caminar se hizo cotidiano en el segundo paso, aburrido en el tercero, olvidado en el cuarto. Y sin rumbo que fuese parecido a todos los destinos, me paré. Me detuve pese al viento, al frío y a su humedad. Sus besos se colaron en mis brazos en un manto helado y suspiré con aquel gastado suspiro de tantas otras veces. No había luna; extrañaba su brillo, su luz. Extrañaba la luna. No quedaba nada que hacer, solo caminar sobre trajes polvorientos de aquellas, las imágenes de ahora. Y entre el recuerdo de su olor, una llovizna mojaba con impaciencia mis hombros, mi cuello y mi cara. Puede que llorase por no aprender nunca a parar las agujas del reloj, a cambiar nuestras fotografías. Deseé ser la luz de aquellas sábanas que la acariciaban. El camino terminó con un cortejo, sin pasos bajo mis suelas. El tacto de su piel aún se confundía con el de la mía; su mano manchada, arrugada por aquella edad. Sonreí con un quejido que me anudó el alma al mirar al cielo. Ojalá el otoño arrastrase hojas hasta tu puerta, madre, esas hojas que serán afortunadas. Texto: Santos Moreno

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—Obsérvala. —¿A quién? —A ella. —Sí, la miro, pero parece igual que resto de nosotros. Perdida, pero a la vez confiada en hallar una salida. —Es cierto, pero ella no es igual. Bien es verdad que está construida con vísceras y sangre y huesos y otros líquidos que ahora no acierto a enumerar. También es cierto que, por fuera, parece tan humana como el resto, pero en su interior se hallan pasiones ocultas capaces de mover el mundo. —¿Mover el mundo? Parece por esa afirmación que son los hombres quienes lo mueven tras asomarse a su interior y atisbar esas pasiones ocultas, pero yo diría que ellas también lo mueven. Tal vez nadie se haya fijado, salvo sus congéneres, en que ellas impulsan también el barco, soplan a la vela, tiran del carro, si se me permite la expresión. —O sea, que al final hombres y mujeres se dedican a lo mismo y luego, revestida de cultura la dominación, hemos inventado papeles distintos para cada sexo, como siguiendo un manual preconcebido. —Eso es. —¿Y quién te ha dicho todo eso? —Solo hay que observar a tu alrededor para llegar a una conclusión certera. Yo creo que ellas han callado hasta hace poco, pero ya no quieren hacerlo más y empiezan a susurrarle al mundo que el barco se mueve, sobre todo, gracias a ellas. —Veo que te has asomado al interior de alguna y has atisbado esas pasiones ocultas. ¿Podrías describirme lo que viste? —Fortaleza y miel. —Vaya, ¿ahora entiendes lo que quería decirte? —No, ya no busco sentido a las cosas, me basta con asomarme al interior del ser humano. Texto: José Antonio Sau

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Feminizar también la política Texto: Santi Fernández Patón

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ay un mantra que se repite a menudo a propósito del feminismo: que más que ser una práctica en sí mismo, debe atravesar cualquier actividad. Es, como se ve, una proyección de deseo que aún se encuentra lejos de la realidad, sobre todo cuando incluir una visión de género en los ámbitos de nuestra vida suele comenzar por explicar qué es el feminismo. Si entendemos la política como el arte de organizar nuestra vida en común, esta cuestión adquiere más importancia de la que podría tener a simple vista. En primer lugar por aquello que aprendimos de las feministas de los años setenta, que lo personal es político, y en segundo lugar porque si algo caracteriza el ciclo institucional que vivimos en la actualidad es la llegada de eso que ha dado en llamarse «nueva política». Conviene por tanto escuchar a algunas de sus protagonistas, especialmente si atesoran una larguísima trayectoria en el feminismo y el activismo social, como es el caso de Montse Galcerán. Esta catedrática emérita de Filosofía es actualmente concejala en Ahora Madrid, adonde llegó a través de Ganemos Madrid, el sector más crítico del municipalismo en la capital y el que, sin duda, mejor entiende la importancia del feminismo. El pasado mes de enero, en el marco de un encuentro municipalista celebrado en Pamplona, Galcerán explicó cuáles son los valores imprescindibles para feminizar la política: diversidad, corresponsabilidad y cuidados.

Evidentemente, en su tenor literal feminizar la política no significaría entonces el mero aumento de mujeres en los puestos de mayor responsabilidad y visibilidad. Sin embargo, es obvio que esos tres valores han correspondido históricamente a las mujeres, por lo que lo natural es que sean ellas quienes los reúnan, y por tanto quienes ganen en presencia. La diversidad, o componer desde sensibilidades diferentes, desde la heterogeneidad, implica ponerse en el lugar del otro, algo que tradicionalmente no ha sido un valor masculino. Lo mismo podríamos decir de la corresponsabilidad, aunque en este caso quizás nos baste con quedarnos en nuestros propios hogares, o en los que nos criamos, y recordar el reparto de tareas… Íntimamente ligado con ello, no olvidemos que vivimos en una sociedad en la que los niños y las niñas, así como nuestros mayores, han podido desarrollarse o envejecer con dignidad en buena medida gracias a unas labores de cuidados que son las mismas que, en última instancia, han llevado a los hombres a los puestos más reconocidos y visibles: esto es, a dividirnos entre cuidadoras y cuidados. Así que, si estamos de acuerdo en que la política es el arte de organizar la vida en común y que lo personal es político, ya no nos queda otra: hay que feminizar también la política. Es decir, la vida entera.

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Silueta de mujer Texto: Juan García López

Ha condensado el fuego de los atardeceres para sobrevivir al frío. No teme la noche en la que duerme, pero sueña sobre las cenizas de un tiempo que se le ha negado. No cree en el futuro y, sin embargo, el viento arrastra sombras por sus ojos, como nubes que regresan del futuro. Trabaja para las estaciones y la lluvia que multiplica campos de olivas, y siente la tierra como una extensión de su rostro; la misma tierra por la que reza para que haga libres a sus hijos le hizo madre. Nunca aprendió a escribir, aunque pueda leer nombres en el vuelo de los pájaros. Le contaron antiguas historias, le dijeron que nunca y siempre conforman el rito de cualquier mujer; y en su frente crecieron palabras cifradas en minerales venidos del pasado. A veces maldice en silencio haber nacido en un tiempo y en un espacio que no le pertenecen.

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Elena Texto: Augusto López

—¿Pedro? —¡Ana! ¿Qué tal, cómo estás? —Bien, ¿y tú? —¡Genial! Hace un mes que me han hecho fijo en el periódico. —Me alegro por ti. —Son muchas horas y cobro una mierda, pero ya sabes, a mí eso de hundir tecla me encanta... —Sí, me acuerdo. Siempre con tu blog, el Twitter, el Facebook, Instagram... —Las redes sociales lo son todo, si no estás en ellas, no existes. ¿Y tú, alguna novedad? —Pues me apunté a un taller de escritura creativa en la librería Proteo, me autoedité un libro de relatos y... —Yo no creo mucho en eso de los talleres de escritura... Se nace o no se nace, ¿entiendes? —El caso es que... —Claro, claro, para echar el ratito está bien. Mira... Cinco mil doscientos cuarenta followers en Twitter y cuatrocientos noventa y ocho amigos en el Face... ¡No! Quinientos uno, ja, ja. —Yo el Twitter lo tengo algo dejadillo; en Facebook... —Ya, ya. Eres muy tradicional, Ana. ¿Continúas de teleoperadora, dando la tabarra a los sufridos mortales a horas intempestivas? —Sí, aunque... —¡Quinientos tres, estoy triunfando con mi nuevo artículo! Hazme caso,

Ana. Piensa en ti. Se te pasa la vida, no evolucionas. —Pero... —Sin peros, no te excuses. A veces me acuerdo de ti..., bueno, de nosotros. Éramos una bonita pareja. Me dolió mucho que acabara lo nuestro. —¿Lo nuestro? —Es normal que estés enfadada conmigo, no te culpo, pero alguien tenía que dar el primer paso... Y tú eres tan estática, tan parada. —Yo... —Sí. Tú tienes que cambiar. La vida es otra cosa, Ana. —Pero ¿tú de qué vas? —No me interrumpas, por favor. Eres una mujer que vale mucho, solo que no te lo crees. Confía más en ti, busca tu propia voz. —No sé qué película te has hecho en la cabeza. Nunca estuvimos juntos, solo compartimos piso un mes y nos enrollamos un par de veces. No lo dejamos, me salió pronto un piso mejor y más barato, cogí mis cosas y me fui. Del libro de relatos que hice en el taller he vendido bastantes ejemplares y ha sonado por ahí. La semana que viene firmo un contrato con una editorial. —¿Eh? —Y por cierto, no me llamo Ana, me llamo Elena. Adiós. —¡Oye, tenemos que seguirnos en el Twitter! FIN

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Cómo llegó mi abuela a mi vida Fotografía: archivo familiar Amelia de los Ríos | Texto: Amelia de los Ríos

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R

eme, mi abuela, tenía trece años cuando empezó la guerra civil, una niña hoy en día, pero en aquella época llevaba más de cinco años recogiendo maíz de sol a sol en el Cortijo del Alemán, donde su padre trabajaba de jornalero con derecho a techo. Gracias a eso su familia sobrevivió: el cortijo no fue bombardeado por ser el dueño aliado de los nacionales.

Durante la guerra se pasaban días enteros en los que no podían salir a la puerta de su casa al estar las cunetas llenas de cadáveres que nadie retiraba. Día sí, día también, se despertaban al amanecer con el eco de los fusilamientos de los «ajusticiados» en la tapia del cementerio de San Rafael, una de las mayores fosas comunes de toda España. Miedo, mucho miedo tenían todos. Y hambre, mucha hambre; migaban el pan duro con achicoria para poder comer algo caliente. Cuando los nacionales estaban a punto de entrar en la Málaga republicana, los rojos, en un último intento de frenar el avance, organizaron la Quinta del Biberón, formada por muchachos de unos quince años a los que arrancaron de sus hogares y llevaron en camionetas hacia el frente. Entre ellos estaba su hermano Tobale; nunca más volverían a verlo. Los malagueños, por miedo a las represalias, a los vecinos delatores, porque se iban los demás, por el pánico colectivo, huyeron en desbandá por la carretera de Almería, única salida que les quedaba, con la intención de llegar a Valencia y poder coger un barco que los sacara del país. Entonces empezó la masacre: los bombardearon por mar y aire. Iban todos los que quedaban de su familia, mi abuela a cargo de una sobrina de apenas

un año cuya madre había muerto en el parto, y a la que ocultaba entre las ramas de los olivos cuando atacaban los aviones a vuelo rasante; se desperdigaron, algunos se perdieron, lloraban, fueron heridos, vieron morir a mucha gente y cuando a pesar de todo consiguieron llegar a Vélez-Málaga, el camino estaba cortado y no pudieron seguir, por lo que decidieron volver a Málaga, y entonces empezó el verdadero sufrimiento. Con más hambre, más miedo y más humillaciones. A los dieciséis años moceó con un jornalero del cortijo que parecía buena persona pero bebía más de la cuenta. En uno de sus encuentros, casi por el final de la guerra, la forzó y quedó embarazada, y él no se hizo cargo. Soltera y con una barriga, siguió adelante. Dio a luz en 1940, el año del hambre en Málaga. Sobrevivieron apenas con la cartilla de racionamiento y lo que recogían del campo. Pasado el tiempo, uno de los hermanos, que se había establecido en Barcelona, le ofreció llevarse el niño: allí tendría más oportunidades. Así ella podía entrar a servir en una casa, donde criaría los hijos de otra. Con treinta años conoció a Manuel, viudo con cuatro hijos ya mozos; una noche se escaparon, cuando volvieron ya eran marido y mujer. Siempre sería «la otra», por la que él abandonó a su familia. Querían tener hijos; Reme se quedó embarazada varias veces, pero cuando llegaba a los ocho meses de embarazo «se le morían dentro». Pero, cosas de la vida, una de las hijas de su marido, Amelia, ya casada y con tres descendientes, enfermó gravemente y supo que iba a morir. En un acto de reconciliación con su padre le pidió que criara a su pequeña. Y así, Reme se encontró criando a otra niña que, esta vez, nadie le podría quitar. Y sí, esa niña soy yo. mitad doble


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La buscadora de perlas Fotografía: Ana Vega | Texto: Pilar Valderrama

C

reció sumergida en las historias que su abuela le contaba sobre las mujeres buscadoras de perlas, las Amas, a las que se conoce por mujeres sirenas. El oficio las hacía especiales. Les proporcionaba una extraordinaria capacidad para resistir bajo el agua sin respirar a gran profundidad. Antes de morir mamá-Dama, como la llamaba, le regaló un colgante que desde muy niña le había visto lucir alrededor del cuello y del que pendía una preciosa perla negra. El abuelo la había hallado entre sus redes, dentro de una enorme ostra que quizás se desprendió debido a las corrientes submarinas. —Llévala siempre, parte de mí permanecerá contigo —le dijo. Al clarear el día, Dania se zambullía en el mar y buceaba como lo hicieran las Amas: desnuda, con unas pequeñas gafas de piscina y un cuchillo enganchado a una cuerda que rodeaba su cintura, al igual que un cabo de mayor longitud que la sujetaba a la superficie por una cesta de mimbre que flotaba como una boya. Había recogido un puñado de ostras que echó en la cesta sin esperanzas de que alguna contuviese una perla. Hacía muchos años que las ostras de aquel mar dejaron de producirlas. La luz cambió en un instante. Unas nubes espesas corrían aprisa, disputándose el cielo, empujadas por un viento repentino que enervó algunas olas. Los rayos de sol apenas traspasaban la superficie en la que Dania flotaba asida al mimbre.

Estaba acostumbrada a aquellos cambios en la marea y era pronto para regresar, así que se hundió una vez más en el agua. Esta se había vuelto más densa y comenzaba a agitarse con fuerza. Las corrientes parecían haberse hermanado con el aire. Descendió, no sin dificultad, resistiéndose al vaivén. Sus apneas eran muy largas y disponía de tiempo suficiente para buscar la calma de las profundidades donde se encontraban los bivalvos. Repentinamente la cuerda que la sujetaba por la cintura se tensó. El cabo se había enredado en unas rocas. La frenó con dureza y la obligó a retroceder unos metros y a doblegarse sobre sí misma. La brusca opresión en el estómago provocó que los pulmones espiraran todo el aire, y en ese movimiento la perla de su colgante se le introdujo en la garganta a modo de tapón. Las ostras que había recogido se precipitaron de la cesta y caían dispersas a su alrededor. Una pasó rozando su frente y cuando bajó hasta la altura de la nariz se abrió, se adosó a ella y le cerró los dos orificios. Durante unos instantes quedó inconsciente, suspendida como una marioneta en el abismo, y después su cuerpo comenzó a convulsionar. Pasados unos minutos, Dania abrió los ojos. Se quitó las pequeñas gafas y se deshizo de la cuerda. El oxígeno del agua estaba traspasando los poros de su piel. Volvía a respirar. Había nacido una nueva sirena.

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Sarah Kane A las cuatro cuarenta y ocho seguiré el argumento anticipado que concluya con el fin de mi existencia, llena de angustia, vacía y sin sentido. Daré un giro seguro a las cuatro cuarenta y ocho, buscaré en las pastillas el reposo, el tránsito sereno sin manos que lo impidan, sin permiso de nadie, in yer face; a las cuatro cuarenta y ocho, según las estadísticas, aumentan los suicidios. Si llegaran las éticas a tiempo de imponer sus tétricas conciencias, esperaré un momento de soledad y colgaré del péndulo divino de la muerte.

Camille Claudel Una anónima tumba está anhelante por reclamar el nombre de Camille; años de reclusión en el infierno truncaron la sonrisa de una niña que esculpía figuras en el barro. Murió quien no juzgaba tus conquistas y no pudo cumplir tu sueño de encontrar tu reposo en el hogar. Eterna amante y musa que el alma presta a la Danaide de Rodin. La edad madura muestra el gesto de mujer que no admite su destino, que suplica el amor que de espaldas se aleja, amparado en los brazos de un arcángel que dicta la moral y las normas. Fotografía: Amelia de los Ríos | Poesías: Virginia Nielfa Garrido mitad doble



Marta y sus navidades Fotografía: Amelia de los Ríos | Texto: Esperanza Liñán Gálvez

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a noche anterior habían vuelto a discutir. Un portazo tras de sí fue la única despedida de Ismael. Llevaban poco tiempo de convivencia, pero tocaban a dos broncas por semana.

Una vez más habían llegado las navidades. Sus pensamientos retrocedieron a las pasadas fiestas: la soledad delante de una pechuga de pavo precocinada, una minibotella de cava y una triste lata de uvas de la suerte. Marta lloró hasta agotar el último kleenex de la caja. Lo quería, pero sin darse cuenta había renunciado a su forma de vida. Con los ojos abotargados se tumbó en la cama y se abrazó a la almohada, su mejor consejera. Se quedó dormida entre sollozos. ¿Amor incondicional o independencia? Esa fue la pregunta que rondó su sueño y, como en otras ocasiones, con el despertar la respuesta asomó la cabeza. Aquel espacio ya no llevaba su nombre. Brujuleó por los rincones de la casa que se había convertido en un territorio desconocido. Ya no era su hogar, sino algo a medio camino entre una buhardilla del París bohemio, con olor a trementina desde el alba al ocaso, y una casa patera. Donde antes estaba el azucarero ahora había dos pinceles

que manchaban el estante de rojo y azul. El cajón del pan estaba lleno de tubos de óleo mal cerrados que lo habían transformado en una obra abstracta. Los cuchillos de la cubertería servían como paletas de mezcla. Los dibujos de la Cartuja, de la vajilla de la abuela, se habían perdido bajo las amalgamas que Ismael practicaba hasta conseguir los cielos nublados. Sacó el paquete de café que había puesto a salvo debajo de los cojines del sofá. Se preparó una taza y lo saboreó lentamente, como cada mañana antes de aquel caos. Su aroma no se quedó flotando en la cocina como a ella le gustaba. Echó un vistazo por la ventana y el ambiente festivo inundaba las calles. Las aceras rebosaban personas con caras de «feliz Navidad». Todos parecían vivir un tiempo de amor y paz. Después de caer la tarde llegó la Nochebuena. Les dio la vuelta a los cuadros, ahora sus lienzos blancos parecían promesas de futuro. Fue un principio, el de retomar las riendas de su vida. El final llegaría al día siguiente, cuando esos mismos cuadros, los enseres de pintura y la maleta con la ropa de Ismael fueron a parar al rellano de la escalera.


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Abuela, madre, tía, prima Fotografía: Amelia de los Ríos | Texto: Loli Pérez

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lgunas madrugadas, a través de los sueños visito las casas en las que habité alguna vez. Es como volver al seno materno, evocar otro tiempo al entrar en sus habitaciones. De la casa donde nací no guardo recuerdos, solo los que me contó mi madre. Aun así, a veces vuelvo al dormitorio de vigas pintadas donde me parió con ayuda de la comadrona. Fue durante un invierno de esos en que se helaba hasta el agua de los charcos. Una casa solariega, de dos plantas, con un parral en la puerta y humedades por dentro. «Entonces llorabas mucho —decía mi madre—, y se me cortó la teta por lavar las gasas en las aguas heladas del río». Por las noches mojaba mi chupete en miel para que dejara de llorar. Quizá por eso me resisto a volver a aquel lugar de dientes negros, bronquitis, sarampión y llantos continuos. Mi primer recuerdo es de la segunda casa de mis padres, ya en el pueblo. Agarrada a los barrotes de la cuna, veía por la ventana las cabezas de la gente que pasaba hablando y yo no entendía. Recuerdo el miedo de aquellas mañanas solitarias, mientras mi madre hacía el almuerzo o lavaba la ropa a mano en la pila del patio. Era una casa con más humedades y más fría que la anterior, tipo iceberg, construida a pie de calle, ladera abajo, con escaleras que bajaban hacia una cocina y un patio en el fondo.

Algunas mañanas despierto al desvanecerse en mi sueño el dormitorio de la abuela, mientras miro sus fotos antiguas bajo el cristal de la cómoda o intento abrir un cajón cerrado con llave. Aún conserva los oscuros rincones donde jugaba al escondite con mi prima. Otras mañanas el despertador me rescata de la casa de mi madrina, de su sonrisa luminosa, del primer beso robado, de las habitaciones prohibidas y sus escaleras empinadas, al contrario que la casa iceberg y el patio lleno de macetas, construida ladera arriba. Pero donde me aparezco con más frecuencia es en la casa de la tía Emma, donde vi por primera vez a una muerta, a la abuela. Tendida sobre la cama de mi primo, con expresión de paz e inmersa en su sueño eterno. Ahora se me aparece junto a la tía en el patio, al lado del jazmín, las dos felices, cuidándose la una a la otra, aunque la una esté muerta y la otra en una residencia. Mujeres dentro de aquellas casas cerradas. Casas que se pudren por las tuberías y agonizan desde las ventanas cerradas bajo sus tejados sembrados de hierbajos. Casas habitadas por guardianas, cuidadoras de la familia y de los secretos bajo llave. Casas hechizadas, que las inmobiliarias no consiguen vender, pobladas por fantasmas que las habitaron y de las que no puedo escapar. mitad doble


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Temor a la tormenta

Fotografía: Ana Vega | Poesía: Libertad Córdoba

La enfrascada conversación giró en torno al aparatoso ruido de los truenos, al nerviosismo del viento en la noche y a la frenética lluvia que golpeaba el cristal. En ese momento, debo confesar, me pareciste tan imperturbable que mi cuerpo se aterrorizó. Quizá por haber vivido naufragios durante excesivo tiempo, quizá porque mi barco tardó demasiado en encontrar el faro cuando se perdió, he terminado comprendiéndolo: no temes a la tormenta porque la llevas dentro.

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Ejemplo de vida Fotografía: archivo familiar Virginia Espinosa | Texto: Virginia Espinosa

S

us manos arrugadas le muestran que han pasado los años. Ha llevado en sus hombros una carga que nunca le ha pesado. Ahora hace estragos en su cuerpo, pero no en su alma. Escucha voces cercanas, parece que le da miedo mover los párpados para localizar al interlocutor, sabe perfectamente quién habla, pero sus ojos no se atreven a abrirse, ya nunca lo hacen. Prefiere descansar. Su voluntad llora, su corazón resiste y sus pensamientos ahora son solo de ella. El pasado le parece demasiado lejano, grita en su interior «volver a empezar», pero su espíritu ya se ha rendido. Ya no es esa mujer que reía por nada, que tarareaba mientras paseaba y que presumía de ser la mejor cocinera. Su esencia se pierde y no puede hacer nada para evitarlo. Siente los besos que sus nietas le dieron a lo largo de los años, pero no sabe si ocurrió hace mucho o solo hace segundos que ellas estuvieron a su lado, acariciando su cabello enredado y sus manos cansadas. Ni siquiera sabe si

ella misma es real o ya se marchó para siempre. Sonríe al sentir su tacto: no, él no la ha dejado, y a esas alturas sabe que jamás lo hará. Siempre será ese compañero del viaje eterno. Inmortal será su amor, aunque ella esté lejos. Tiene la certeza de que volverán a encontrarse y por eso suspira. Recuerda esos viajes disfrutados, esas comidas entre amigas, las charlas con su hijo y las preocupaciones a deshora por aquel a quien le dio la vida. Juegan entre pensamientos aquel primer beso, el primer llanto de su primogénito, los ratos en familia o un simple abrazo. Es feliz porque siempre lo ha sido, porque no le teme a nada, mujer de mil batallas, así la llamo yo. Ha ganado todo lo que se ha propuesto en la vida y lucha por volver a vencer, aunque esta vez sea más frágil y pueda romperse en mil pedazos en el intento. Su carácter es sinónimo de poder. Esposa, madre y abuela entregada, mujer valiente y, ante todo, ejemplo de vida.

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Agradecimientos

Q

ueremos expresar nuestra gratitud a todas las mujeres que, desinteresadamente, nos han prestado su imagen para diseñar la portada y la contraportada de esta revista que ahora tienes entre las manos. Si cuidamos al máximo el contenido de nuestra publicación, hacemos lo propio con la carta de presentación que supone la portada. Hay varias culturas del mundo que creen que las fotografías roban el alma; por contra, todas las mujeres que aparecen aquí nos han regalado una parte de la suya, así que es de justicia hacer constar los nombres de todas ellas: Muchísimas gracias a Alba, Amelia, Ana G. y Jara, Ana V., Carmen R., Carmen V., Cristina, Ester sin hache, Esther R., Fabiola, Laura y Adri, Irene, Isabel y Juana, Laura C. y Mari, Laura N. y Noor, Magdalena y sus niñas, Maite y Carmen, Malú, Marga, María Jesús, María y Rafi, Nuria, Pepa, Reme, Sandra C., Sandra L., Sara, Victoria y Virginia.

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Mujer atlante, que portas en tus hombros el alma del mundo.

Texto: Laura Naranjo | Fotografía: Carlos Bolívar

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