Laberinto No. 500

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5 00 Laberinto sábado 12 de enero de 2013

ESPECIAL

MILENIO

Crónicas de familia Eko • David Toscana • Xavier Velasco • Wilbert Torre • Alberto Salcedo Ramos • Emiliano Ruiz Parra • Frank Báez Juan Pablo Villalobos • Gerardo Lammers • J.M. Servín • Víctor Núñez • Magali Tercero • Fernando Zamora


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MILENIO

antesala

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EX LIBRIS

500 Laberintos bEKO

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xiste un motivo básico para celebrar el número 500 de Laberinto con un tema personal, un tema que escarba recuerdos e incita a las revelaciones, alegres, tristes y aun trágicas: la familia. Para mí, Laberinto es una familia bien avenida —las hay no solo disfuncionales sino espeluznantes—, cuya crónica comenzó a escribirse tiempo antes del domingo 22 de junio de 2003, cuando apareció insertado en MILENIO Diario. El proyecto —que desde el principio gozó de la simpatía de Luis Petersen, entonces director de Enlace editorial— se le presentó a Carlos Marín en marzo, con la idea de comenzar a publicarlo el mes de abril. En aquellos días, me reuní con amigos y posibles colaboradores para planear un espacio en el que, además de la literatura, tuvieran cabida muchas otras expresiones artísticas y se ventilaran los más diversos asuntos de la vida cultural, sin complacencias ni animadversiones. No fue en la fecha prevista sino dos meses después, cuando Laberinto circuló por primera vez. Desde entonces han transcurrido 500 semanas, siempre intensas, con dudas constantes y el renovado entusiasmo y compromiso de formar parte de la vieja y rica tradición de los suplementos culturales en México. A lo largo de estos años, como sucede en todas las familias, ha habido mudanzas. Se han ido algunos colaboradores y llegado otros; con la mayoría mantengo una relación cordial que, en ciertos casos, trasciende el aprecio profesional y desemboca en una sólida amistad, basada en la admiración por lo que hacen, pero también, subrayadamente, por su carácter, por su manera de ser: honesta, divertida, libre de dogmas y prejuicios. La primera editora de Laberinto, lo he comentado en otras ocasiones, fue María Teresa Meneses. A ella le sucedió Andrea Rivera y, desde hace cinco años, lo es Alicia Quiñones, inapreciable en este viaje en el que también participó Roberto Pliego como coeditor de un espacio editorial en el que hemos procurado establecer un diálogo con los lectores. Al fin y al cabo, ellos son los destinatarios de nuestro trabajo y nuestros críticos más rigurosos. Mantener este proyecto no ha sido fácil, menos aún cuando el país enfrenta constantes vaivenes económicos. Pero cuando en otros medios los espacios culturales se reducen o, peor aún, desaparecen, en Laberinto hemos contado con el apoyo sin reservas de Carlos Marín, la generosidad de Ciro Gómez Leyva y el aval del ingeniero Francisco A. González, presidente de Grupo Milenio. Para ellos mi gratitud y reconocimiento. Como los buenos rockeros, en Laberinto no deseamos olvidar el pasado pero tampoco apolillarnos por el letargo que, usualmente, genera la nostalgia. Después de 3,500 días de iniciada esta aventura y fieles a nuestra historia, queremos emprender retos cada vez más grandes para continuar una conversación que responda a esta época de cambios vertiginosos, sin extraviarnos en la chabacanería ni, mucho menos, renunciar a la inteligencia ni a la pasión que demanda el ejercicio periodístico. L

Pater admirabilis David Toscana

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uando nací, mi padre ya estaba muerto. Había rebasado indebidamente por una curva de la carretera Acapulco-Chilpancingo en un Renault Dauphine. Cuentan los testigos que después del choque, él salió del auto, dio unos pasos, acabó de arrancarse el labio inferior que ya le colgaba como moco de guajolote y cayó muerto. La noticia tuvo dos efectos: el inmediato fue que mi madre casi me aborta a los cinco meses de embarazo; el duradero fue que mi abuela no volvió a dirigirle la palabra a mi abuelo en los restantes treinta años que vivieron juntos. Dado que mi padre iba a Chilpancingo a recoger a mi abuelo, a los ojos de la abuela él era el culpable de la muerte de su hijo consentido. Hubo muchos efectos más, por supuesto. Entre ellos que yo fui regiomontano y no acapulqueño, pues mi madre viuda regresó a su tierra conmigo en la panza y con mi hermano de la mano. En la facción beata de la familia hubo cierto alivio por estos eventos, debido a que mi padre era divorciado, y esto hacía que mi madre viviese en pecado al alcanzar apenas un matrimonio civil. Otro más: Ya que me salvé ese 13 de julio de convertirme en un producto malogrado, mi madre pasó el resto del embarazo con la certeza de que iba a nacer tarado. Hasta hoy no hay evidencia de que se haya equivocado. Al menos siempre me trató así. En Navidad, mi hermano recibía juegos de química, mecanos, colecciones geológicas, telescopios y cosas así. A mí me daban un mono inflable que silbaba si se le oprimía el vientre. Durante toda mi infancia, mi padre fue la fotografía sepia de un hombre calvo sobre la chimenea. Nunca me conecté con él. No hubo en la familia historias o

anécdotas que le dieran humanidad a esa foto. Yo sabía únicamente dos cosas: era ingeniero mecánico electricista y su tesis se titulaba Filtros prensa. No creo que fuese un hombre talentoso, pero en la familia se le consideraba un genio. El único en varias generaciones que había sacado un título universitario. Del Politécnico, para ser exactos. Él mismo reconoció su ausencia de cultura un buen día y decidió comprar, y luego dejar intactas, las únicas dos cosas que formaron su herencia: una Enciclopedia Británica de veinticuatro tomos publicada al final de los años cincuenta, y las Nueve Sinfonías de Beethoven, dirigidas por Arturo Toscanini. No fue una herencia contante y sonante. Para aprovechar la primera, antes hube de aprender inglés. En una casa sin libros, repasar estos volúmenes de la A a la Z fue mi único acceso a la lectura. Las sinfonías no las escuché hasta los catorce años, cuando por fin compramos un tocadiscos. De vez en vez me viene a la mente esa curva de Acapulco a Chilpancingo. Pienso en la fragilidad del azar, en todos los eventos que se tuvieron que dar con precisión de relojero para que mi padre terminara justo ahí sus días. La cosa es que nunca lo pensé con horror o tristeza. Al contrario. Lo que siempre me espantó fue ver a mi padre salvar esa curva, llegar sano y salvo a Chilpancingo, regresar con mi abuelo a Acapulco, y entonces comprender que ya nunca nada podría ser como era. L Toscana (México, 1961). Su libro más reciente es La ciudad que el diablo se llevó

Xavier Velasco

José Luis Martínez S.

La familia es la mafia que uno puede pagarse. MILENIO b LABERINTO b Dirección: José Luis Martínez S. Edición: Alicia Quiñones Coedición: Iván Ríos Gascón Arte y diseño: Salvador Vázquez Mejía


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LABERINTO

500 Para celebrar los 500 números de Laberinto y a manera de búsqueda del tiempo perdido, invitamos a algunos amigos y colaboradores a participar en nuestras páginas con una crónica de familia. El resultado es este conjunto de textos entrañables, en los que surgen rostros, biografías, escenarios, ambientes y mascotas pintorescas, que sus autores evocan con la afectuosa emoción e intensidad con que suelen teñirse ciertos fragmentos de la vida ESPECIAL

Era un collage bastante extraño que fundía los retratos de Chavita, un gordito de seis años al que en su tarea de reportero había seguido un año y medio hasta que lo vio morir de leucemia —una historia que desató una lluvia solidaria para el niño que deseó ser bombero—; del padre Berplanken, un alemán afincado en la sierra de Chihuahua con los indígenas tarahumaras, y de Fermín Esquerr, el improbable asesino de los Villar Lledíaz, unos españoles que poseían una fortuna que se desparramaba en las alfombras de una casa de la Ciudad de México. Tendría ocho años cuando una noche le pregunté por qué tenía en el escritorio la imagen de un asesino. Separó los dedos de la máquina, sonrió, y me dijo que no era bueno hacer juicios sobre las personas, ni creer en todo lo que se daba por cierto. Apuntó con el dedo la fotografía y me preguntó si creía en la versión de la policía. La miré y algo me estremeció.

No heredé todas las cosas que hubiese deseado de mi padre. No aprendí a tocar el piano y jamás voy a misa

El pianista de las historias tristes Wilbert Torre

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i padre era un hombre alegre que vivía rodeándose de historias tristes. De niño aprendió a tocar el acordeón y el piano, y más tarde alternó ambos con una vieja Olivetti en la que escribió historias policiacas cerca de cuarenta años. Aborrecía los juicios totalitarios sobre las personas y no le interesaba pasar por tipo duro: lloraba con un triunfo olímpico y prefería las composiciones del tipo "Misty" o "Red roses for a blue lady", música dulce para conjurar tristezas. Era el hijo de una señora que administraba una casa de huéspedes y un empresario de box, y había crecido en Mérida, Yucatán, como un católico fervoroso de esos que de niños son acólitos y en la madurez asisten a misa los domingos. Era un tipo decente y honesto que creía en la justicia. Y era profundamente apolítico. En el quinto piso de Basilio Badillo 40, donde se levanta el periódico La Prensa de la Ciudad de México, a finales de los años 70 los escritorios de los reporteros exhibían unos pósters relucientes que nos embrujaban a mi hermano Alejandro y a mí. Estaban repletos de retratos de hombres de bigotito fino y mujeres con gafas. Todos eran casi unos niños. Las fotografías llevaban un nombre, y debajo, una leyenda:

“Terroristas. Se buscan vivos o muertos. Son miembros de la Liga 23 de Septiembre”. El cartel reseñaba los delitos que se les imputaban: asaltar bancos, secuestrar empresarios, hacer estallar bombas. Pese a que vivía rodeado por esos anuncios amenazantes, mi padre no parecía tener interés en los hombres acusados de criminales y en el poder que los perseguía. Jamás lo escuché hablar sobre el 68 ni de la matanza de estudiantes en Tlatelolco. Supongo que no era apatía, ni tampoco distracción. Mi padre sospechaba de las causas, las instituciones y las ideologías, y creía en las personas y las historias más próximas a los valores bajo los cuales había crecido. En la Catedral meridana, entre humos de incienso, el padre Arias le había presentado a la Iglesia como defensora de los pobres y predicadora de la pobreza. En el cristal de su escritorio, debajo de la Olivetti que tundía con velocidad pasmante, las mangas de la camisa recogidas, bigote y patillas tupidas a la Burt Reynolds, mi padre tenía una colección de fotografías amarillentas.

Fermín Esquerr era un asesino sin manos. Las había perdido en un accidente, años antes de que la policía lo acusara de ahorcar a los Villar Lledías. Una madrugada de aquellos años, mi padre llegó a una comandancia de policía. Dentro estaba Linda, una mujer hermosa. Le temblaban los labios, las manos, las piernas. Recién había matado a tiros a su marido, Carlos Denegri, un periodista mítico y poderoso que la sometía a mil humillaciones y tormentos. Mi padre encendió un cigarrillo y se lo puso en la boca. No hizo preguntas: la escuchó hablar durante una hora. Al día siguiente, mientras los diarios crucificaban a la mujer asesina, en La Prensa mi padre contaba las razones de Linda. Con los años conocí ese micromundo de personajes trágicos, marginales, derrotados o incomprendidos que mi padre se había formado tocando el piano y haciendo bromas acompañadas por carcajadas y tragos de ron. Elegía reportar huracanes, terremotos, crímenes, y parecía estar esperando el momento en el que alguien muriera para conversar con viudas y huérfanos y escribir sobre la vida del muerto fresco. Lo hizo a la muerte de Cri-Cri, Fanny Cano, José Alfredo Jiménez, el Ciclón Arruza y Alejandro Robles —un hombre que vendía tortas para pobres— como lo hizo con los tarahumaras que enterraban a sus hijos que morían de neumonía, con los indígenas asfixiados en el ungimiento de un gobernador, y con los pescadores de un barco que había naufragado. Una noche, años después de que había sepultado a su madre, a su hermano y a su esposa Yolanda —mi madre—, se encontraba tocando “Madrid”, de Agustín Lara. Pese a sus muertos, siempre fue un hombre feliz. Pero esa noche noté en los ojos achinados de mi padre un hilo de tristeza. Le pregunté qué pasaba y sin alzar la vista me dijo que el director del diario lo había traicionado. Le había nombrado reportero de la Cámara de Diputados. Un reconocimiento que recibía como una condena. —Detrás de cada crimen hay una verdad cruenta, demencial, devastadora, pero es la verdad —me dijo—. La política no conoce la verdad. A finales de los 90 se retiró y vivió los últimos años en Mérida. Tocaba el piano al amanecer, tomaba cafe en Santiago, nadaba en Progreso, miraba box los sábados, y los domingos iba a misa. Me parece que nunca votó. Se hizo amigo de varios boxeadores: prefería a Freddy Castillo, campeón efímero, por encima de Miguel Canto, que reinó toda una década. No heredé todas las cosas que hubiese deseado de mi padre. No aprendí a tocar el piano y jamás voy a misa. Me apasiona el box y desconfío de los poderosos y los vencedores, tanto como de los juicios sumarios. ¿Qué es el poder sino un juego de mentiras? ¿Qué es un triunfo sino una derrota en espera? ¿Quién puede arrojar la primera piedra? A veces sueño con él. Está sentado al piano tocando “Smoke gets in your eyes”. L Torre (México, 1968). Su libro más reciente es Obama latino

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La niña más odiosa del mundo

ESPECIAL

Alberto Salcedo Ramos

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o hubo en mi infancia una niña más antipática que Socorrito Pino. Confieso que en muchas oraciones le pedí a Dios que la dejara calva, que no le salieran de nuevo los dientes de arriba, o que, en el mejor de los casos, se la llevaran —con dientes y cabello, no importa— al punto más remoto de la tierra, donde jamás volviera yo a saber de su vida. Aún hoy estoy convencido de que aquel fastidio era justo: Socorrito Pino arruinaba mis alegrías, y parecía tener entre ceja y ceja el propósito de no dejarme tranquilo ni un minuto. Cuando yo peleaba con mi hermana Chari, ahí aparecía Socorrito como convidada de pesadilla, para impedir que le pegara. Lo hacía interponiéndose entre mi hermana y yo, o poniéndole quejas a mi abuelo. Cuando, después del baño, me ponía frente al espejo para peinarme, la muchachita insistía en que yo estaba perdiendo el tiempo, pues las peinadas no hacían milagros. Muchas de mis siestas, que en aquella época eran sagradas, fueron interrumpidas bruscamente por Socorrito Pino, que me jalaba los dedos de los pies y luego salía corriendo, con una risita de triunfo que me taladraba los nervios. Como vivía metida en mi casa a toda hora, conocía el penoso secreto de que yo, con doce años, todavía me orinaba en la cama, y hasta se atrevía a preguntarme si aquello no me parecía vergonzoso. Un día llegó al extremo de decirme que ella no creía que yo mojara la cama por enfermedad sino por la pura pereza de levantarme por las madrugadas.

En otra ocasión, Socorrito Pino pasó por el parque en el preciso momento en que yo le pegaba un chicle en la cabeza y le gritaba groserías a un compañero que había desperdiciado un gol fácil. En seguida, hizo un gesto acusador con el dedo índice, y aunque no entendí lo que me dijo, deduje que se lo iba a contar a mi abuelo. Dicho y hecho: mi abuelo me asestó una muenda realmente memorable. En medio del llanto le eché a Socorrito la culpa de lo que me había pasado, pensando ingenuamente que le remordería la conciencia. Lo único que conseguí sacarle fue una frase fría que, además, encubría nuevas amenazas: —Nada de eso —dijo con una cierta resolución adulta—. Los niños no deben decir malas palabras. No voy a dármelas de Santa Claus. De hecho, como pueden colegir por la escena del parque, yo no era, como decía mi abuela Elvia, ninguna pelusita inofensiva. Pero juro que a Socorrito Pino jamás le di pie para que invadiera todos los espacios de mi vida, para que no me dejara respirar ni cuando jugaba futbol ni cuando dormía. Jamás le busqué el lado. Nunca fui a su casa —que quedaba en la misma calle donde yo vivía— a molestarla. No me levantaba por la mañana maquinando planes que pudieran afectarla, a diferencia de ella, que sí parecía concentrada en el proyecto de destruirme. Socorrito Pino se movía por donde quiera que yo me moviera, y me amargaba los días con una eficiencia digna de mejor causa. Hay que aclarar que Socorrito siempre encontró en mí una respuesta proporcional a su falta. Por ejemplo, la tremenda zurra que me dio mi abuelo el día que ella me delató por lo del parque, fue correspondida, dos días después, con un feo golpe en el cogote, que la puso a chillar durante varios minutos. Siempre me desquité de ella, aunque no fuera en forma inmediata. No recuerdo que le haya pasado una sola ofensa por alto: siesta que me dañaba Socorrito a las tres de la tarde, estaba debidamente vengada a las cinco o, a más tardar, a la mañana del día siguiente. Esto no resultaba tan difícil porque a pesar de que Socorrito siempre huía a las carreras, tarde o temprano regresaba.

La verdad sea dicha: muchas veces fui más brusco de lo que ella había sido conmigo. Y, sin embargo, no me arrepentía, porque la gracia no estaba solo en ajustarle las cuentas sino en amedrentarla para que nunca más se apareciera por mi vista. Vano empeño: después de mi golpe, venía su llanto; luego, el retiro de ella hacia su casa y al rato estaba de nuevo al lado mío, como si nada, dispuesta a una nueva maldad. Socorrito Pino tenía un cabello negro y abundante. “Un cabello lindo”, decía la gente. Bueno, eso sería cuando estaba seco, porque cuando estaba mojado, recién peinado, llevaba una horrible raya torcida en la mitad. En todo caso, la atracción que yo sentía por ese pelo no parecía estética sino vandálica: allí me cobraba todos los desmanes de su dueña. La muchacha vestía con descuido, siempre descalza y siempre con los dobladillos del vestido zafados. Aparte, daba la impresión de estar siempre sucia. Yo sentía muchísima rabia cuando mis tías decían que era bonita. Con sus dientes pasaba algo parecido: todo el mundo decía que eran bellos, menos yo, que simplemente los veía como un arma despreciable. La situación llegó al punto en que yo le pegaba hasta cuando no me hacía nada, solo por su repelencia de existir y colocarse a mi lado con ese aire de niñita autosuficiente. No sé por qué Socorrito nunca se quejó ante su hermano Fernando, un gigantón de quince años que tenía atemorizado a medio pueblo de Arenal. Confieso que esa posibilidad me producía pánico. Una vez estaba yo jugando parqués, solo, y ella se arrimó, agarró los dados y terminó metida en el juego, sin tener la cortesía de dejarme ganar, como recompensa por haberle aceptado su descarada autoinvitación a la mesa. Lo peor no fue eso, sino que se burló de mi derrota con verdadera desconsideración. Ese día la mordí en un brazo, le dije que me dejara en paz y, como si fuera poco, me mofé de su manera de pronunciar las palabras. Ella se fue llorando con histeria, como siempre. Y también, como siempre, con una aparente mansedumbre en la mirada, como si el malo fuera yo, como si ella no fuera capaz de matar una mosca. Eso era, en realidad, lo más raro: que ni cuando lloraba por mis castigos ni cuando ella me hacía una maldad a mí, había en sus ojos ninguna gota de rencor. En menos de media hora volvió a la carga, con más bríos y con nuevas insolencias: yo dormía en el cuarto de mi tía Libia y Socorrito me arrancó de la siesta con un apestoso chorro de vinagre sobre la cara. Esa fue la última vez que la vi y eso fue todo lo que vivimos: una historia de impertinencias, de brusquedades, de patanería. Así hubiera seguido, quién sabe hasta cuándo, el círculo vicioso, de no ser porque la familia Pino Villalba se trasladó a Cartagena en busca de nuevos aires. Puedo asegurar como que dos y dos son cuatro que a la vuelta de unas horas ya ni me acordaba de que Socorrito Pino existía. Lo que pasó después con nuestras vidas, la de ella y la mía, carece de todo interés. Por lo menos, para este relato. Baste decir que ambos nos alejamos de Arenal. Lo realmente maravilloso de esta historia ocurrió después de casi veinte años, en diciembre de 1995. Fue en la casa de Alberto Ramos, mi abuelo. Cuando llegué, estaba mi abuelo conversando con una mujer que, de lejos, lucía estupenda. —¿Sí te acuerdas de ella? —me preguntó mi abuelo con una sonrisa. No lo dudé ni un segundo: era Socorrito Pino, idéntica, como si apenas hubieran traspuesto su cara del pasado a este cuerpo formidable de hoy. Que estuviera igual implicaba que ya desde niña había sido atractiva. Sólo que yo no quise verlo, por la antipatía que sentía por ella. O tal vez fue que no pude verlo, por física torpeza. —Sí, claro, ella es Socorrito Pino—, dije, un poco aturdido. En cambio la mujer lució fresca, deliciosamente fresca, cuando mi abuelo le preguntó si se acordaba de mí. Su respuesta todavía me sobrecoge el corazón: —¿Cómo me voy a olvidar de él, señor Albertico, si fue mi primer novio? L Salcedo Ramos (Colombia, 1963). Su libro más reciente es La eterna parranda. Crónicas 1997-2011, del que proviene el presente texto.


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LABERINTO

500 MÓNICA GONZÁLEZ

La grieta Emiliano Ruiz Parra

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on la punta filosa de un cincel, su abuelo trazaba una cicatriz en la pared de la sala. Sus golpes debían ser tan fuertes como para penetrar el yeso blanco y exhibir la carne del ladrillo como una herida al rojo vivo, pero tenían que ser tan suaves como para no herir de muerte el muro de la sala. Habían pasado un par de años desde el terremoto de 1985, que mató a miles de personas en la Ciudad de México, sepultadas bajo los escombros de sus casas. Otras miles de personas habían huido de la ciudad, aterrorizadas por habitar edificios desvencijados. Pero esa familia había optado por quedarse en el mismo vetusto edificio de la colonia Hipódromo Condesa. Tras el terremoto, el abuelo encontró la oportunidad de comprar una casa propia: si le demostraba al gobierno que el sismo había vuelto inhabitable su vivienda, obtendría un crédito a la palabra para comprar un terreno —y construir— en la periferia del Distrito Federal. Como un artista que imita la furia de la naturaleza, abrió dos grietas en una de las paredes. Un perito contempló los canales de arcilla roja —supuestamente provocados por el temblor de tierra— pensó que esa familia corría un grave riesgo y autorizó el préstamo. En unos cuantos meses, el abuelo estrenaba una casa en el barrio de Santa Cruz Meyehualco, delegación Iztapalapa, un suburbio al oriente de la Ciudad de México. En esa familia había un niño feliz, acostumbrado a los mimos de su madre, de su abuela y de su tía, que vivían bajo el mismo techo en el viejo departamento de la calle Celaya, colonia Hipódromo Condesa. Las rentas eran congeladas y la familia pagaba veintidós mil viejos pesos cada dos meses. Desde la recámara de sus abuelos, el niño Emiliano veía la corona de una enorme palmera, una tienda de pelucas y la sala de una barbería. Además de sus dos abuelos, en el departamento de Celaya vivían su tía María Luisa y Carmen, su madre. Cuando su abuelo se mudó a Iztapalapa, Emiliano extrañó para siempre los cariños de su abuela Socorro y de su tía María Luisa, pero ahora poseía un departamento enorme para él solo. Era tan grande que Emiliano patinaba sobre la duela podrida desde la cocina hasta su recámara. El edificio estaba inclinado —como un soldado que se ha cansado de estar muchas horas bajo el sol y se recarga sobre una sola pierna— y los patines se deslizaban con facilidad por la ligera pendiente. Sus recuerdos son pocos pero indelebles: los días de vacaciones su madre lo llevaba a las oficinas de la Secretaría de Pesca, en donde ella

trabajaba como mecanógrafa. Los fines de semana, cargaba con él a colonias populares en los suburbios de Naucalpan, un municipio conurbado al norte de la Ciudad de México. Ella era militante de un partido político de izquierda, minúsculo y sin registro legal —el Partido de los Trabajadores Zapatistas, PTZ— y Emiliano se quedaba dormido sobre las bancas de madera, o jugaba en el piso sin pavimentar, mientras su madre arengaba en asambleas de colonos —invasores de tierras federales— para que reclamaran su derecho a la vivienda digna: “la vivienda es de quien la habita y la tierra de quien la trabaja”, oía decir a su madre.

Desde la recámara de sus abuelos, el niño Emiliano veía la corona de una enorme palmera, una tienda de pelucas y la sala de una barbería Su madre no tenía quién cuidara a Emiliano, así que cargaba con el niño en mítines, asambleas, interminables reuniones. Un día soleado de 1988, su madre acompañaba a Rosario Ibarra de Piedra, candidata presidencial del PRT, que llegó hasta las puertas de una cárcel en el Estado de México y entró a dar un encendido discurso a los internos. Emiliano entró a esa cárcel en los hombros de un compañero —en el PRT todos se llamaban "compañeros"— y observó a una masa de hombres apretados en torno suyo, escuchando a una señora mayor hablar de socialismo. Ardía 1988. Una tarde, Carmen y Emiliano bajaban del autobús Ruta100 en Insurgentes y Yucatán, camino al departamento de Celaya. A unos metros, un enorme globo de aire caliente se elevaba sobre un terreno baldío, sujeto al piso con argollas de metal. Era blanco y ostentaba un logotipo del PRI y las siglas CSG. Emiliano nunca olvidó esas escenas: un par de decenas de hombres rodearon el globo y le lanzaron cientos de piedras. Los proyectiles rebotaban de vuelta a sus lanzadores, hasta que uno de ellos sacó un encendedor y lo convirtió en una llamarada que los improvisados espectadores aplaudieron con júbilo y luego se escabulleron con rapidez. Unos años después se terminaron las rentas congeladas. El enorme departamento se volvió

impagable y Emiliano y su madre se mudaron a un departamentito un piso abajo, en el mismo edificio de la calle Celaya de la colonia Hipódromo Condesa. Para entonces, ya habían desaparecido la barbería de enfrente, la Secretaría de Pesca y el PRT —que había postulado a Rosario Ibarra a la presidencia— y ni Carmen ni Emiliano acudían más a las asambleas en las colonias populares. Emiliano terminó la primaria y entró a la secundaria número 3, “Héroes de Chapultepec”, reconstruida tras haberse derrumbado en el sismo de 1985. El mundo cambió por completo: en la secundaria tenía que esquivar golpizas —o participar en ellas—, acostumbrarse a sesiones colectivas de películas pornográficas, hallar los mejores escondites para saltarse clases y aprender el caló de sus compañeros: “mojar su brochita”, “bajarse al río”, frases que describían osadías sexuales que sólo ocurrían en la imaginación. Con una mezcla de fascinación y pasmo, Emiliano se refugió en los libros: Borges, Kafka, José Agustín, Ibargüengoitia. Durante horas, Emiliano se sentaba en el sillón de la sala a leer a los rusos y a los latinoamericanos. Con el anhelo de imitarlos, consiguió una Olivetti pequeñita que hacía cantar un par de horas cada día: cuentos, inicios de novelas y ensayos que no sobrevivieron al abrazo de las llamas del calentador de gas. Todo había cambiado, pero algunas cosas seguían igual: ahí seguía la palmera de la calle Celaya y ahí seguía, aún, el régimen del PRI con su pequeño hombre fuerte. Pero las grietas eran cada vez más grandes y visibles: unos indígenas se habían levantado en armas en Chiapas. “¿Ha empezado por fin la revolución?”, se preguntaron en casa. Carlos Salinas de Gortari, a seis días de terminar su sexenio, acudió a la secundaria 3: fue repudiado por los maestros. Desde el sillón de la sala en donde Emiliano consumía las horas de lectura, contemplaba una grieta profunda en la pared del muro. Era una herida auténtica, provocada por el terremoto de 1985. En cualquier momento, el edificio se desgajaría para sepultar para siempre a sus habitantes. Era preciso escapar o resignarse a la muerte. L Ruiz Parra (México, 1982). Su más reciente publicación es Ovejas negras. Rebeldes de la Iglesia mexicana del siglo XXI


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Un niño mexicano Frank Báez

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mi mamá le gusta recordar que fui un niño mexicano. Si le insistes mucho, te cuenta cómo al mudarnos a Santo Domingo, yo le pedía con acento mexicano y lágrimas en los ojos que me llevara de vuelta a casa. Por supuesto, a la casa que me refería no era en sí una casa, sino un apartamento ubicado próximo a la Avenida Álvaro Obregón de Ciudad de México, donde viví junto a mi familia los primeros cinco años de mi existencia. Supongo que al mudarnos extrañé mi vida en México, como le podría ocurrir a cualquier niño en las mismas circunstancias, pero no creo que haya sido de esa manera tan dramática a la que se refiere mami. No me tomó mucho adaptarme. Al poco tiempo perdí el acento y fui olvidando rostros, lugares y todo lo relacionado con México. Pasó un año. Luego otro. Entonces México apareció en los noticiarios y en los periódicos. Un terremoto de más de siete grados en la escala de Richter había destruido gran parte de Ciudad de México. La cifra de muertos aumentaba a medida que pasaban los días. Todos los noticiarios hablaban del terremoto. Cuando pasaban imágenes del desastre, mis padres reconocían lugares por los que habían paseado y se emocionaban. Recuerdo un reportaje que nos impresionó

mucho. Se trataba de un recién nacido que rescataron de los escombros de un hospital. Aparentemente, uno de los rescatistas cavaba entre los restos, cuando distinguió un cuerpecito. Alertó a todos de su descubrimiento. Entonces, mientras lo iban sacando, se silenciaron las grúas y otras maquinarias, de modo que se pudo escuchar con claridad el llanto del bebé. Si recuerdo bien ese reportaje es porque terminó inspirando a mi mamá a realizar una colecta en el barrio. Con ese fin, me llevó consigo por todo Miramar. La idea era recolectar una cantidad significativa para llevarla al programa del Gordo de la Semana donde realizarían ese domingo un telemaratón para los damnificados de Ciudad de México. Con tal de que los vecinos se animaran, mi mamá solía decirles que yo estaba traumatizado luego de haber visto por televisión el derrumbe de la ciudad en que había crecido. Esto, sumado a las horribles fotos que aparecían en los periódicos, resultaba suficiente para que los vecinos colaboraran. El domingo siguiente fuimos con el dinero recolectado al Canal Nueve. Mi mamá había metido todo el dinero en un sobre amarillo y me lo había entregado. De acuerdo a ella, yo era la persona idónea para entregarlo. Mientras mis padres esperaban entre el público, a mí

me condujeron a un camerino donde me maquillaron. Tan pronto terminaron me puse al final de una fila, detrás de una señora que no paraba de preguntar por Freddy Beras Goico, el presentador del Gordo de la Semana, a todo el que le pasara cerca. La fila se extendía hasta el set de televisión. Sostuve con fuerza el sobre amarillo para darme valor. Cuando la señora atravesó la puerta pude ver las luces y parte del set, a los camarógrafos manipulando sus cámaras y al público en el fondo. Unos pasos más allá estaba Freddy Beras Goico recibiendo las donaciones. Un técnico le hizo señas a la señora para que avanzara. Ella abrazó a Freddy Beras Goico y le entregó unos pesos envueltos que éste luego metió en una especie de tómbola. Cuando la señora se marchó, el técnico me dijo que caminara. Alcancé a ver a mis padres en medio del público. Freddy Beras Goico era tan gordo que cubría gran parte del set. Por esa época debía pesar una tonelada. Primero me estrechó la mano y luego murmuró que dijera mi nombre y apellido con fuerza. Esto me causó tal confusión que en vez decir que el dinero era una colecta que habíamos hecho en el barrio Miramar para los damnificados del terremoto, como había practicado con mis padres, pronuncié mi nombre y apellido. Años después de esto, comprendo que lo hice porque no quería contradecir a Freddy Beras Goico. Nadie lo contradecía en su programa. Acto seguido, le entregue el sobre y avancé hasta donde estaban mis padres, quienes se habían llevado las manos a la cabeza como si estuviese a punto de desencadenarse un terremoto. Y así fue. Esa misma noche se apersonaron en la casa cinco doñas que estaban que botaban chispas. Su hijo es un descarado, decían, es increíble que haya mencionado el nombre suyo y no el del barrio. Fue que se confundió, alegaba mi mamá, pero las doñas lo que buscaban era un conflicto. Es sólo un niño, respondió mi papá malhumorado. Pero no uno

mexicano, replicó con malicia una de las doñas. Mi mamá alegó que en ningún momento dijo que yo era mexicano y que lo que sí comentó era que yo había crecido en México. Explicó que había la posibilidad de que naciera en México, pero que ella y mi papá, por orgullo patriótico, decidieron que naciera en la República Dominicana. Estaba en lo cierto. Mi mamá viajó a Santo Domingo cuando estaba embarazada de cinco meses para dar a luz acá. A los dos meses de mi nacimiento viajamos de vuelta a México, donde estuve hasta poco después de cumplir los cinco años. Como las doñas no respetaban las razones de mi mamá, ésta terminó perdiendo el control y sacando a las doñas a insultos y empellones de la casa. En adelante, no se volvió a hablar de México. Pasaron años y hasta décadas. Hace un tiempo mi papá me preguntó qué recordaba de Ciudad de México. Al darse cuenta que no tenía ningún recuerdo, propuso que viajáramos allá en busca de mi infancia mexicana. La idea era que mis padres me llevaran a los sitios que recorrimos en los ochenta, a ver si lograba hacer alguna conexión con ese pasado extraviado. Lamentablemente, hasta la fecha no hemos llevado a cabo la excursión. Sin embargo, hace unos meses participé en un encuentro en Monterrey. Para el viaje de vuelta me tocó hacer escala en Ciudad de México. El avión alcanzó el valle temprano en la mañana. Bajo un cielo sin nubes, surgió de pronto la gigantesca ciudad en la ventanilla. Por supuesto, la recorrí casi toda con la mirada, como si existiera la posibilidad de que recordara algún rincón de mi infancia mexicana. Estaba tan hechizado que fue como si despertara de un sueño cuando la azafata me tocó el hombro y me pidió que me abrochara el cinturón de seguridad para el aterrizaje. L Báez (República Dominicana, 1978). Su más reciente libro es Postales


sábado 12 de enero de 2013 b07

LABERINTO

500 MÓNICA GONZÁLEZ

Otra familia Juan Pablo Villalobos

E

l perro llegó en la primavera con doble garantía de felicidad. Primero porque era un regalo de cumpleaños de mi abuela E y segundo porque el emisario que nos lo trajo de Guadalajara a Lagos de Moreno fue mi tío R. Era 1983 y yo tenía nueve años, aunque el cachorrito era para U, que cumplía cinco. U era miope, disléxico, tenía un amigo imaginario y, además de su vida cotidiana con nosotros, aseguraba que vivía una existencia paralela con la que él llamaba su otra familia. La otra familia de mi hermanito vivía en un rancho con borregos verdes y vacas anaranjadas. U se merecía urgentemente un perro. ◆◆◆ A esas alturas de nuestra vida, la mía y la de mis cuatro hermanos, mi abuela E era la persona a la que más queríamos en el Universo. No más que a nuestros papás, claro, pero a los padres se les quiere diferente, en automático, casi sin darse cuenta. En cambio nosotros estábamos enamorados apasionadamente de mi abuela E de manera consciente. Mi tío R era norteño, de Tecate. Hablaba a gritos, contaba miles de chistes, tenía un arsenal de anécdotas hilarantes que adornaba con montones de groserías. Festejábamos su paso por el mojigato Lagos de Moreno como si fuera una lluvia de meteoritos. Si el perro era un regalo de mi abuela E que llegaba hasta nosotros de las manos de mi tío R, ¿qué podía salir mal? ◆◆◆ Mi hermano A, el mayor de todos, decidió bautizarlo con el pomposo nombre germánico de Káiser. Era un Weimaraner, una raza originaria de Alemania, por lo que la elección parecía tener sentido. Ungimos emperador al más enloquecido de los perros que jamás han pisado el planeta Tierra. ◆◆◆ La primera noche lo encerramos a dormir en el cuarto de lavado. El Káiser chilló toda la madrugada. Supusimos que era normal, que se le pasaría pronto. Nos quedamos ocho años esperando a que se le pasara. Acompañaba sus aullidos con el que acabó convirtiéndose en uno de los ruidos característicos de la casa: sus frenéticos rasguños sobre la puerta. ◆◆◆ ¿Podemos aplicar a los perros las categorías de la moralidad humana? Quiero decir, ¿podemos hablar de que un perro sea malo? ◆◆◆ La primera desgracia del Káiser fue la sarna. Luego contrajo una interminable lista de enfermedades a las que sobrevivió impertérrito, entre ellas el escorbuto y dos veces el parvovirus. El Káiser parecía inmortal. Sin embargo, con la sarna nunca pudo, nunca pudimos. Aplicamos todos los remedios científicos y también los que nos sugirió el vulgo: hasta hubo una época en que lo bañábamos con jabón Zote. Si me pongo a recordar al Káiser, una de las imágenes que vendrán a mi memoria es verlo panza arriba rascándose desesperadamente el pellejo. ◆◆◆ Lista de las travesuras más famosas del Káiser (no incluye aventuras callejeras): comerse el pollo del mole del cumpleaños de mi papá (reincidente), traumatizar a las otras mascotas de la familia (gatos encanijados, pericos paranoicos, peces insomnes), asediar sexualmente a mis primas, comerse un sillón de la sala, montar a los visitantes ilustres, volar del segundo al primer piso para intentar entrar por una ventana abierta. ◆◆◆ El Káiser, como todos los seres vivos, creía tener una misión en la vida. La suya era escaparse de casa. Usaba toda su inteligencia, que no era mucha, ideando planes para huir. Vivía pegado a las puertas desde las que pudiera escabullirse a la calle. Una sensación permanente de mi infancia: la tensión al abrir cada puerta, primero sólo un poquito para descubrir si el perro estaba esperando detrás. La estrategia estelar del Káiser era la fuerza bruta, metía la cabeza en el resquicio y empujaba, empujaba, empujaba y ¡pum!, se colaba.

◆◆◆ Lista de actividades callejeras del Káiser: robar al carnicero, asesinar a las gallinas del corral del vecino, comer los manjares de la señora Lulú —la leyenda dice que una vez se comió un plato de ejotes—, canibalismo —no pregunten, no quieren saber—, perseguir perras en celo, perseguir perras que no estaban en celo, restregarse con intenciones sexuales en las piernas de los paseantes, perseguir extraños, derrumbar ciegos, ladrar histéricamente a los automovilistas, ser atropellado. ◆◆◆ Con el paso de los años y de algunos psicólogos, U se olvidó de su otra familia. Más bien sustituyó esta fantasía por la tenencia de animales exóticos. El listado de bichos que mi hermano trajo a casa incluye: una iguana, salamandras, un halcón, conejos, un águila, víboras, un lince. En una ocasión trajo cuyos, ¿los conocen?, son esas ratas que aspiran a parecer conejos o esos conejos devaluados en ratas. Eran varios, no sé cuantos. Sucedió lo mismo de siempre: mi papá le dio veinticuatro horas para devolverlos. Creo que U ya se había conformado a que los animales le duraran un día. A pesar de todos los antecedentes, nadie tuvo la previsión de imaginar que veinticuatro horas eran demasiadas horas para la convivencia cercana entre los roedores y el Káiser. No voy a endulzarles la escena, lo siento, si hay por aquí lectores sensibles les ruego que no continúen con la lectura. ¿Ya nos quedamos sólo los de estómago fuerte? De acuerdo: mientras estábamos en la escuela, el Káiser despanzurró a todos los conejillos y mis papás no se dieron cuenta. Al entrar a casa nos encontramos el jardín regado de sangre, cubierto de tripas, de vísceras, de pedazos de los cadáveres: una cabecita por aquí, unas patas por acá, colas, lomos, más cabezas. (Al lado estaban los psicólogos frotándose las manos.) Para cerrar un ciclo perfecto, el regalo que llegó a casa para rescatar a mi hermano de sus delirios y alucinaciones acabó convirtiéndose en el verdugo de la más brutal de las realidades. Fue su trauma

definitivo. Nunca más volvió a traer un bicho a casa, nunca. Hasta ese momento, todos estábamos convencidos de que sería veterinario, biólogo, zoólogo o cirquero. El Káiser lo volvió músico. U se estrenó en la adolescencia cantando en una banda dark llamada La Espuma del Gusano. En algunas canciones, si ponías mucha atención, podías escuchar el eco de los chillidos de los cuyos, el terror ante el hocico asesino del Káiser. ◆◆◆ Ocho años duró la paciencia de nuestros vecinos, hasta que un día aciago el dueño de las gallinas lanzó a través de la reja un montón de carne marinada en vidrio triturado. El Káiser acudió en el acto. Falleció horas más tarde, entre dolores espantosos, una muerte horrorosa. Moría el perro, pero nacía la leyenda. ◆◆◆ Después del Káiser tuvimos otros perros, varios, todos intrascendentes: eran perros buenos, obedientes, insulsos. Me cuesta incluso recordar sus nombres. ◆◆◆ La memoria es así, todo lo edulcora. El peor perro de la historia se fue convirtiendo en la fuente de las mejores anécdotas familiares, aquellas que contábamos entre carcajadas, gozando las caras de estupefacción de los oyentes. Pero eso es lo de menos. La lección del tiempo fue descubrir que el regalo de mi abuela E nos salvó como familia y como individuos. Porque la verdadera misión del Káiser era desviar hacia su cuerpo sarnoso todas las iras y frustraciones, todos los odios y rencores, las tristezas y los miedos. ¡Káiser!, gritaba uno. ¡Maldito perro!, reclamaba otro. La catarsis familiar era un alarido histérico para reprender al perro. ¿Qué habría pasado si no lo hubiéramos tenido como excusa? Seguramente no habríamos sido tan felices. Seguramente seríamos otra familia. L Villalobos (México, 1973). Su libro más reciente es Si viviéramos en un lugar normal


08 b sábado 12 de enero de 2013

MILENIO

500 MÓNICA GONZÁLEZ

Surinda Gerardo Lammers

T

enía yo si acaso un año y meses, aún no había nacido mi hermano, y a principios de los años setenta, vivíamos en un dúplex en la colonia Anzures. Mi padre trabajaba en Procter and Gamble, una fábrica de detergentes y pastas de dientes que quedaba en la Industrial Vallejo, a donde se iba todas las madrugadas en su VW sedán color crema, llevándose una lonchera metálica con su comida del día. Mi madre, tapatía, se dedicaba a la crianza de su primer hijo (o sea yo) y a deambular por los grandes almacenes de Polanco. Recuerdo paseos sobre largos pasillos alfombrados, mientras mi mamá se probaba vestidos, lo mismo que los aparadores de las dulcerías, el logotipo de Tin Larín —un juego de triángulos— y las visitas al pediatra en un elegante consultorio donde habitaba una serpiente de terciopelo con anillos de colores, una simpática coralillo. Bertha, que así se llama mi madre, recuerda que un día me le perdí de vista en un Liverpool. Cuando corrió a decirles a las empleadas que no me encontraba por ninguna parte, ordenaron cerrar las puertas de la tienda. Me encontraron, calladito, escondido en el centro de uno de esos racks circulares que exhiben abrigos y otras prendas. Han pasado algunos años desde entonces y esta mañana, de visita en su casa, le pido a Bertha que me cuente una de esas historias de su vida en la capital. Ella sonríe, sentada en un sillón de su casa, en bata, y me dice que me hablará de Surinda. Faltan sólo unos días para que termine el 2012. La calle está silenciosa. Mi padre está dándose una ducha. La historia de Surinda comienza, pues, con Bertha, hojeando el periódico una mañana de otoño, cuando ya mi padre se había ido al trabajo. Se topó entonces con una fotografía de una joven de piel morena, elegante, exótica. El texto que acompañaba a la imagen decía: “Rhina se despide de México. Su padre, embajador de la India, termina su periodo y ambos regresan a Nueva Delhi. Agradecidos por el trato que han recibido en nuestro país, ofrecerán en estos días una cena de despedida”. A Bertha siempre le había llamado la atención la India, los vestidos de la India sobre todo. Así que, como no tenía mejor cosa qué hacer, descolgó el teléfono y marcó el número de la embajada. “Les dije que yo quería conocer a los señores embajadores, que me había parecido muy interesante el reportaje que sacaron en el periódico. Me dijeron: Ah, pues venga y me dieron la dirección. Y que agarro un rebozo, lo pongo en una caja, y le digo a Rosa: Rosa, ponle un suéter al niño, que vamos a salir. Un taxi nos llevó hasta Las Lomas. “Era una casa con cancel grande. Tenían dos o tres gatos siameses paseándose por el jardín. Nos abrió el jardinero. Pasamos a una salita donde había carpetas de elefantes bordadas. Apareció entonces Rhina y me preguntó: ¿Cuál es su nombre? Yo me llamo Bertha, este es mi hijo y le traigo un rebozo de regalo. Ah, dijo, muy bonito. Rhina hablaba muy buen español. Voy a llamarle a mi tía, dijo, que también vive con nosotros. A dondequiera que vamos, vamos todos. También

está mi papá, se lo voy a presentar. Y salió un señor vestido de blanco y con turbante. Era el embajador de la India.” —¿Usaba barba? —pregunto. —No, barba no. “Entonces el embajador me dijo: El niño puede jugar en el jardín. Y yo, después del susto que me llevé en el almacén, le dije a Rosa: Rosa, no dejes solo al niño, vete detrás de él. Platicamos muy poquito. Les dije que me daba mucho gusto conocerlos, aunque yo no tengo qué ver con embajadas. De todas formas le vamos a entregar una invitación para usted y para su esposo, para que nos acompañen en la cena de despedida, dijo Rhina. Por la tarde, pasadas las cinco, cuando regresó tu papá del trabajo y yo le dije que había estado en la embajada de la India, me preguntó: ¿Y qué fuiste a hacer tú allá? Le respondí que nos habían invitado a una cena con diplomáticos. “La cena fue una noche a las siete. Llegamos tu papá y yo, y nos topamos con un gentío. Todos de pie. No había mesas ni sillas para sentarse. Me acuerdo que ahí nos encontramos a… ¿cómo se llama este pintor, Gerardo?", le dice a mi padre, que sale de su cuarto y se sienta en otro sillón con el control de la televisión en la mano. Luego de unos segundos responde: —Siqueiros. “Ése. Muy elegante. ¿Y ustedes a qué país representan?, nos preguntó. Nosotros, a ninguno. Ah, muy bien, nos dijo. Y seguíamos caminando, mientras los meseros nos ofrecían bebidas y bocadillos hindúes. Sirvieron una empanaditas que se llaman samosas". —¿Cómo te fuiste vestido a esa cena, papá? —digo, levantando un poco la voz. —Con un traje oscuro y calzones limpios. “Y entonces llegamos hasta un muro donde estaban dos mujeres hindúes sentadas en un banquito, con sus saris elegantísimos. Se veían cansadas. ¿Ustedes de dónde son?, nos preguntó una de ellas. Les dijimos que de México. ¿Y dónde viven? En Anzures, le dije. Yo también, contestó la mujer hindú. Ella era Surinda; su esposo era agregado en la embajada. Toma mi dirección, me dijo Surinda, para que me vayas a visitar. Todos los días a las cinco tomamos el té. “Así que un día fui a tomar el té, yo sola, con Surinda. Me fui caminando. Ella vivía en un segundo piso cerca del Liverpool de Ejército Nacional. Toqué y me abrió un muchacho hindú vestido de cocinero. Me dijo que pasara. Salió Surinda con un sari y le dijo al muchacho que trajera el té. “Platicamos de nuestras vidas. Me dijo que ella tenía sólo dos hijos porque si hubiera tenido tres le habrían cobrado un impuesto. Y luego le conté que yo era de Guadalajara. Ah, me dijo, hay una

muchacha de apellido D, que anda de novia de uno de los grandes comerciantes de Nueva Delhi, ¿usted la conoce? No, le respondí, pero conozco el apellido. Sí sé cuál es su familia, pero no llevo amistad con ella. Total, que seguimos platicando y al final me dijo: Bertha, yo te hablo para que tu esposo y tú vengan a cenar. “Fuimos a los pocos días. Nos ofrecieron un pastel recubierto con una capa de oro de 24 kilates. ¿Se come?, le preguntamos a Surinda. Claro, nos dijo. Antes, cuando la gente se sentía débil comía un poco de oro". —¿Y lo probaste? —Pues sí. Nada más me lo pasé. No supe hallarle el sabor. “Pronto voy de viaje a Nueva Delhi, ¿qué quieres que te traiga, Bertha?, me preguntó Surinda. Unas sandalias y una pulsera de plata, te voy a dar dinero, le dije. Y se fue. Me trajo dos pares de sandalias y una pulsera con florecitas. ¿Y qué crees?, me dijo Surinda. Que me tocó estar en la despedida de soltera de tu amiga D. No es mi amiga, le dije. La despedida se la hizo… ¿cómo se llama esta mujer, Gerardo?" Mi padre piensa en la respuesta. —Indira Gandhi. “Pues resultó que la mamá del novio le entregó a la novia una caja con sus mejores alhajas, y a la novia le pusieron un sari que pesaba 20 kilos. “Algún tiempo después volví a encontrarme con Surinda. ¿Qué crees?, me dijo. Desapareció tu amiga. No es mi amiga, le recordé. Parece que ya no quiso estar en la India y se regresó a Guadalajara. ¿Qué habrá pasado?, le pregunté a Surinda. Pues mira, él es joven y riquísimo, le va súper bien económicamente, me dijo. Pero no le gustó vivir encerrada en un palacio. Además, él es de una religión en la que no se come carne. Y yo creo que a ella eso no le gustó. “Pasó el tiempo y un día Surinda me dijo que ella y su esposo se regresaban a Nueva Delhi. Estamos haciendo una casa con nueve habitaciones para cuando tengamos visitas, y los queremos invitar a ustedes. En la India las casas sólo tienen un baño, pero nosotros queremos que la nuestra tenga nueve. Me dijo que quería saber de un sitio en México donde comprar oro. Y yo les recomendé a Chucho P. Él les estuvo vendiendo oro durante algún tiempo. Por cierto que la última vez que me encontré a Chucho, hace ya varios años, le pregunté por Surinda. Nunca más he vuelto a saber de ella, me dijo”. Bertha dice que en alguna parte guarda una foto, la única que se tomó con Surinda. Mi padre hace como que escucha. L Lammers (México, 1970). Su libro más reciente es Historias del más allá en el México de hoy


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LABERINTO

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Aguinaldo en silla de ruedas J. M. Servín

M

i padre había perdido una pierna a causa de la diabetes y ahora tenía que usar una silla de ruedas. Era diciembre de 1986. Yo tenía 24 años y Lucio 62, y pese a su semblante un poco cansado, a ratos ausente, aún gozaba de vitalidad y ganas de vivir como para desatender por completo las indicaciones del médico y, en la medida de sus posibilidades, seguir llevando su vida como a él le gustaba. Crudo, siempre tomaba por la mañana un Peñafiel de mandarina y todos los días té de boldo para limpiar el hígado. Tenía una mirada curiosa, lista a sorprender una trampa o una mentira. Más que expresar algo, su rostro parecía absorber la paciencia de los demás para burlarse de ella. Su piel blanca, la frente amplia coronada por unos rizos grises y castaños, le daban un porte de criollo que le ayudó a sostener la mirada a los españoles judíos con los que hizo malos negocios. Yo trabajaba como mensajero en Banco Somex, en Reforma, donde ahora se encuentran las oficinas de la PGR. Aunque formaba parte del escalafón más bajo de los empleados de la institución, mis prestaciones no estaban nada mal, en Navidad incluían un arcón navideño y un aguinaldo que me volvía generoso a conveniencia. Como la mayoría de la gente que me rodeaba, tenía la actitud de quien, incluso sin proponérselo, se hace cómplice del desvergonzado triunfalismo de un gobierno que en aquellos años parecía que jamás dejaría el poder. El caso es que había decidido gastarme una parte de mi aguinaldo llevando a beber a mi padre a los lugares que él frecuentaba cuando las cosas le iban bien, hacia ya mucho tiempo atrás. Durante cuarenta años, mi padre tuvo su taller de joyería en la calle de Palma y luego en el 57 de 16 de Septiembre, en el centro de la Ciudad de México. En 1980 cerró su taller, el oficio de joyero se había venido abajo por la entrada de las grandes empresas que habían ido reclutando en sus fábricas a artesanos y aprendices para que trabajaran a destajo, se encareció la mano de obra, la joyería en serie inundó el mercado y bajó los precios. Ya no había quien pagara por una pieza o una compostura hechas a mano. Mi padre malbarató el mobiliario y su herramienta, vendiéndolos a los patrones judíos que lo sacaron del negocio, y sólo le quedaban recuerdos biliosos que lo llenaban de culpas. Tomamos un minitaxi de nuestro domicilio en Infonavit Iztacalco y, con todo y silla de ruedas, nos enfilamos a la cantina La Giralda, en Motolinia casi esquina con 16 de Septiembre. Lucio se había puesto sus mejores ropas. Guayabera, pantalón de vestir, sombrerito de fieltro tipo flap top, chamarra de cuero de solapas anchas y botines. Yo sabía que en el bolsillo del pantalón

escondía una de sus navajitas de muelle que lo hacía sentir protegido. Dados los niveles de violencia a los que estábamos acostumbrados no sólo en nuestro barrio, sino por toda la ciudad, no dejaban de darme risa las prevenciones de mi padre. Bandas de asaltantes y pendencieros portaban armas de fuego y cuchillos largos y yo no tenía ninguna intención de jugarle al valiente dado el caso. El dinero que yo llevaba enrollado y oculto en el calcetín era probablemente menos de lo que costaba la silla de ruedas y la navaja con mango de nácar. Una pareja de ladrones huyendo con el botín y una silla de ruedas, mi padre tirado en el suelo pataleando con su única pierna y yo gritando por ayuda mientras trato de levantarlo. En calzada de Tlalpan, a la altura de San Antonio Abad, se apreciaban las huellas del terremoto de 1985: edificios aplastados, campamentos de damnificados. En el Centro más recordatorios de la clase de gobernantes que tolerábamos: edificios abandonados, baldíos, cascajo, basura, indigentes, ambulantaje y más campamentos. Las calles apestaban a una desgracia mustia que había quedado como testimonio de los miles de muertos, la destrucción y la incapacidad del gobierno para hacer frente a una emergencia. Nació un paradigma de participación ciudadana en la Ciudad de México. Yo había sido brigadista en los rescates durante varias semanas y sí, hubo mucha solidaridad espontánea de la población, yo fui parte de ello, pero también presencié rapiña, agandalle de cientos de civiles, jóvenes clasemedieros sobre todo, que habían tomado el terremoto como una oportunidad de diversión extrema y de salir de su arrinconamiento social; funcionarios públicos, policías y soldados que aprovecharon la tragedia para sacar tajada. El taxi nos dejó en Madero y nos dirigimos de inmediato a la cantina preferida de mi padre. Era una atmósfera de comerciantes españoles adinerados, sastres y joyeros, coyotes del Monte de Piedad y leguleyos. Una fauna variopinta con un olfato de sabueso para la trácala. Yo había crecido tomando como algo normal que esa gente, además de médicos generales y dentistas, siempre tuvieran un tufillo alcohólico.

El cantinero y los meseros saludaron a mi padre con gusto y el viejo se sintió de nuevo en sus dominios, si bien algo receloso ante los comentarios que pudiera provocar su estado. Todos fueron a darle un abrazo, por Navidad, por los tiempos idos, por el dineral que dejó mi padre en lugares así. En el casete del estéreo sonaba José José. Todo era tragedia en él. Su película autobiográfica coincidió con el terremoto un año atrás y nadie fue a verla. Soy asíiiiii. El gran crooner dipsómano y cocainómano, ídolo de los oficinistas donde yo trabajaba. Bacardí blanco para estar a tono con sus canciones. Eran apenas las cinco de la tarde y ya había algunos parroquianos hasta las manitas de borrachos, abrazados unos de otros, babeando dormidos en una mesa, hablando a gritos. Pese a todo, éramos orgullosos hasta la terquedad y la mayoría creía que era cosa de suerte para darle un golpe de timón al destino. Como mi padre, consumidos y empobrecidos, con pocas cosas de qué ilusionarse a no ser con ganar la lotería. Mi padre terminó su segundo Don Pedro con agua mineral y nos fuimos. Nos faltaba saludar a Rosi “La Borrega”, propietaria de un taller de troquelado arriba de donde ahora es el bar Pasagüero, en la misma calle. Empinaba el codo durísimo la señora. Tuvimos suerte, ya se había ido a repartir abrazos a cambio de apretujones y copas y no nos acompañó el resto del recorrido. Por un momento en esa tarde calurosa, mi padre y yo habíamos dejado de sentirnos culpables por llevar años peleando por el derecho a vivir con agua caliente y fría, un excusado limpio, un techo y comida en la alacena. Pasamos de una cantina a otra en la misma calle, saludando en todas a los amigos de mi padre. “Oye Lucio, tu hijo no se parece en nada a ti.” Durante horas, mi padre tomó con mesura sus Don Pedro “campechanos”, repartió abrazos y recuerdos, un fuerte anecdotario de amargura, mordacidad y fracasos monetarios. Poco antes de la medianoche, un mesero de La Fuente nos pidió un taxi. Le preguntó a mi padre si yo iba bien para llevarlo a casa. —Te ves peor tú y no has tomado— fue su respuesta al lambiscón mesero que había recibido una generosa propina y ni así me dirigía la palabra. Llegamos a nuestro barrio lleno de colorido por las luces navideñas en las ventanas, pero también por las torretas de las patrullas que rondaban las calles principales. En un andador nos topamos con un grupo de desconocidos. Tragué saliva, alerta, pero no se atrevieron a talonearnos. En casa no nos esperaba nadie. Hacía tiempo que sólo vivíamos ahí tres personas. El fregadero estaba lleno de trastes sucios. Mi hermano menor se habría ido a una posada. L Servín (México, 1962). Su más reciente libro es Del duro oficio de vivir, beber y escribir desde el caos ESPECIAL


10 b sábado 12 de enero de 2013

MILENIO

500 Fernando Savater

Estampas de familia Víctor Núñez Jaime

F

VASC O

SZINE

TAR.B

LOSP OT.CO M

ernando Savater vive lo que cuenta. Su cara se llena de gestos. Mueve las manos. Ríe o suspira. Hurga entre sus recuerdos y mezcla la nostalgia con la alegría. Cuando menciona a su padre o a su madre o a sus abuelos, le resulta imposible ocultar la satisfacción de haber crecido entre una familia que le permitió “no trabajar” para dedicarse a leer y a escribir. En su casa sólo contaban como “parientes” los que convivían juntos. Jamás mencionaban a “los lejanos.” Hace unos años, al final de una conferencia que dio en Argentina, una señora se le acercó y le dijo que era su tía. Era la hermana menor de su padre que llevaba más de cincuenta años viviendo en la ciudad de La Plata. “Seguro que no se traba de una impostora, porque me enseñó una foto mía recién nacido con una nota de papá. Pero yo no sabía de su existencia. Tal vez porque preferíamos una familia más… manejable, de los más los próximos, para que nuestros lazos fuesen más fuertes”, aclara. Sin embargo, en esta casa de la octava planta de un edificio del barrio de Salamanca, el corazón burgués de Madrid, Fernando Savater no guarda muchos recuerdos de sus “más próximos.” La mayoría de sus fotos “y demás”, las tiene en su natal San Sebastián (País Vasco). En su memoria, en cambio, siempre guarda un montón de imágenes. Así que no le es difícil evocarlas. Esta mañana fría, pero soleada, está cómodo. Viste bata y sandalias. Ha puesto sobre una silla, amontonados, los periódicos que acaba de leer y de inmediato se sienta en otra dispuesto a conversar. Si hoy conocemos a este filósofo y escritor como “Savater” es porque un día su padre decidió unificar sus dos apellidos: Fernández y Savater. “Es que todo mundo le conocía por Savater y para que sus hijos pudiéramos seguir beneficiándonos de esa denominación, los juntó. Por eso yo soy Fernando Fernández-Savater Martín.” Su padre, que también se llamaba Fernando, era notario y un gran lector de poesía que declamaba a sus hijos “versos bien rimados y sonoros” de Rubén Darío. Un día llevó al futuro autor de Las preguntas de la vida a su despacho, que estaba junto a su casa, y le dio a elegir entre dos regalos: mil pesetas o una enciclopedia. “Opté por la enciclopedia y mi padre sonrió con satisfacción. Te cuento esto porque esa elección fue determinante en mi vida: confirmó que leer es mi gran pasión.” Entre sus padres había una gran diferencia de edad. “Cuando se casaron, él tenía casi sesenta y ella apenas había superado los treinta.” Resulta que su mamá había sido novia del hermano menor de su padre, a quien fusilaron durante la Guerra Civil. Entonces, su padre decidió “hacerse cargo” de todo los pendientes que había dejado su hermano, incluida su novia. “Al principio de modo meramente protector, hasta que años después se casó con ella.” Quizá por esa diferencia de edad él fue “más abuelo que padre” para Savater. “Era el bueno por excelencia de la casa. Se mantenía al margen de las disputas domesticas y consentía cualquier capricho de sus hijos. Mi madre representaba la autoridad familiar. Era ella la que nos contrariaba a los cuatro hermanos bulliciosos.”

Pero hubo un día en que su padre se enojó con él e, incluso, estuvo a punto de pegarle. “Yo había hecho llorar a mi hermana y seguía molestándola. Entonces papá me arrastró del brazo fuera de la habitación y me lanzó una patada que no logró alcanzarme.” Desde entonces se esforzó por no causarle disgustos, porque don Fernando tenía varios problemas de salud. “De joven había padecido una tuberculosis que le dejó afectado el corazón. Se fatigaba con facilidad y a veces, por las noches, le entraba lo que mi madre llamaba el ahogo. Además tenía frecuentes jaquecas y pánico a las corrientes de aire. Siempre tomaba muchas pastillas, antes y después de las comidas.” Había, no obstante, algo que lo ponía contento: “las rancheras mexicanas, en la voz de Jorge Negrete.” Si cuando era niño, Fernando Savater se sentía más a gusto con su padre, cuando creció comenzó a congeniar más con su mamá. “Es que su avanzada edad se hizo notar. En lo prohibitivo. Yo era un adolescente polémico y a él no le gustaba discutir. Sólo prohibía y prohibía.” En contraparte, su madre comenzó a ser más cariñosa. “A ella le debo mi alegría. Aunque… al principio no haya visto con buenos ojos que yo quisiera ser escritor. Ella decía: sí, eso también. Pero harás la carrera de Derecho, ¿verdad?” Las que le “fallaron un poco” fueron sus abuelas. La paterna era “señorialmente decimonónica.” En ideas y costumbres. En su ropero guardaba cosas de comer y “olía a rancio, como si fuese un almacén de ultramarinos averiados. Y hacía rituales para ahuyentar a los espíritus malignos. Y se asombraba de que me gustara comprar libros. '¡Con todos los que tienes ya!', me decía. También dormía mucho, y me aterraba

verla así.” Su abuela materna también era “rara.” Quizá por “la demencia senil progresiva que le sobrevino. Vagaba por los pasillos, con los brazos caídos y los ojos desenfocados, como un espectro. En fin, que mis abuelas me dejaron un poco descontento.” A su abuelo paterno no lo conoció. Murió antes de que el ensayista naciera. Pero su abuelo materno fue “un auténtico premio extraordinario.” Siempre estaba dispuesto a llevarlo a la playa o al circo o al cine o “a donde hiciera falta.” “Era un auténtico compañero y voluntarioso encubridor de travesuras.” Sólo lo veía unos días al año porque vivía en Madrid. “Pero esperaba con ansia el viaje de San Sebastián a Madrid para visitarlo. Murió a los pocos años de que toda la familia viniéramos a instalarnos aquí. El cáncer acabó con su estómago. El día antes de su muerte me dieron un lote de libros como premio por una redacción en el colegio y se los llevé al lecho donde yacía demacrado y casi irreconocible. Alcanzó a murmurar: muy bien, muy bien. Sigue así.” La “muy burguesa familia” Savater se esforzaba por seguir un principio: “cuanto puede hacerse en casa o en la calle, debe preferentemente hacerse en casa.” Así que, por ejemplo, los hijos nacían en casa. La costurera los visitaba dos veces por semana para arreglar pantalones y camisas. Y lo mismo hacía el peluquero. “Se llamaba Orencio… ¿de qué te ríes? Nunca he conocido otra persona con tal nombre, es verdad. Pero además de peluquero en un ángel narrador: a mí y a mis tres hermanos nos contaba cuentos de terror. Se instalaba en el baño y, como éramos muy inquietos, Orencio tenía que ingeniárselas para entretenernos. Y bajo su hechizo narrativo nos dejábamos cortar el pelo sin rechistar.” Pero había un sitio a donde sí salían. La felicidad llegaba cuando toda la familia iba a la playa de la Concha. “¡Teníamos el paraíso en San Sebastián! Además comíamos patatas fritas allí, sobre la arena y cerca del mar. Hacíamos flanes de arena mojada y murallas tras las que nos guarecíamos gritando y riendo para esperar la subida de la marea.” Hay una persona que no tenía “lazos sanguíneos” con la familia, pero era parte de ella. Se llamaba María y era “la muchacha.” María nunca se casó y se jubiló cuando la familia se fue a vivir a Madrid. “Era callada, a veces un poco brusca, pero infinitamente cariñosa con nosotros. Nos vestía, nos lavaba, nos llevaba al colegio. Todos la queríamos y todos la utilizábamos con el ingenuo y culpable egoísmo de los niños ricos.” Se mudaron a la capital de España cuando Savater tenía 12 años. “Mi padre quería asegurarnos estudios de nivel superior y en el País Vasco no había Universidad pública. Yo, el mayor de los hermanos, estaba todavía muy lejos de tener edad universitaria, pero según mi papá así podríamos ambientarnos en la ciudad.” Savater consolidaría en Madrid su formación intelectual, comenzaría a escribir “profesionalmente”, partirían sus padres “al otro barrio” y, también, él formaría una nueva familia. “¿Sabes qué es algo que me dejó bien acendrado mi familia? Que, pese a que vivíamos estupendamente, nunca he tenido la sensación de llevar a cabo un derroche superfluo. Eso nunca ha sido recomendable. Es como si fuera la regla número uno para soportar ahora estos tiempos de crisis, ¿no te parece?” L


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LABERINTO

500

¿Por qué mencionas a tu abuelo asesinado? M Magali Tercero

O

ARCHIVO MAGALI TERCER

is editores me piden una crónica sobre un tema familiar. Es diciembre y por alguna razón pienso en Hepzibah Phynteon, personaje central de La casa de los siete altillos, una novela de Nathaniel Hawthorne que me gusta mucho. Hepzibah, una vieja solterona, desconoce la alegría. Es de origen puritano y se siente culpable. ¿Reconocemos los seres humanos la culpa heredada? Pienso en mi familia materna. ¿Culpa? Podría llamar culpa a ese sentimiento profundo relacionado con un abuelo asesinado en el norte de la patria durante una emboscada. Podría referirme a tantas emociones añejas que llegaron hasta mí porque un día de 1941 el abuelo fue muerto en la sierra de Badiraguato. ¿Era realmente el ser oscuro que describieron sus enemigos terratenientes del sur de Sinaloa, aquellos organizadores de ejércitos de pistoleros durante el gobierno de Lázaro Cárdenas? No lo creo. Pero no porque la versión familiar apunte hacia la figura de un hombre que se despojaba de sus abrigos y los regalaba a los pobres en tiempos de frío, sino porque he leído desde muy niña viejos papeles relacionados con su persona. La versión familiar apunta a la imagen de un tipo guapo, muy alegre, que al margen de sus labores mineras y ganaderas realizaba algunas misiones especiales para el gobierno del estado. Ya no sé realmente quién fue ese abuelo. Sólo diré que cuando yo tenía once años, vi a mi madre llorar por una mentira que dije para evitar que volviera a contarme la historia de su padre asesinado. “La mamá de Chelita Padilla me dijo que mi abuelo fue un héroe”, dije cuando volví de comer con la amiguita del colegio. ¿Por qué mentí? Quizá porque todo fue volver a casa y escuchar una pregunta: —¿Qué te dijo la mamá de Chelita sobre el abuelo?—, preguntó por quinta vez mi madre. —Nada, mamá. No dijo nada. Luego me quedé petrificada. Me dolió el timbre profundo de aquella voz de mi madre. Ahí, de pie en la escalera que conducía al segundo piso de la casa familiar, decidí mentir. Me gusta mucho escribir, a manera de subtexto, un elogio constante de la duda. Así pues, diré que no mentí a propósito. Que de esa mentira surgió algo bueno: un libro periodístico escrito por mi madre para decir la verdad sobre su padre (como ella misma lo escribe). —No llores, mami. Tu papá era un héroe. Mi madre, entonces de 39 años, me mostró su brazo derecho. “¡Estás chinita, mamá!” Luego me sujetó por ambos brazos. Era yo un simpático palillo peinado a la Príncipe Valiente y comencé a tambalearme. La defensa del honor del abuelo asesinado fue el motor de Y tu voz se quedó en las cosas, un libro que luego cambiaría de título al ser publicado por Porrúa gracias a una hermana mía. Había en él un demonial de testimonios. Manuel Buendía, amigo de mi madre, elogió en una reseña escrita para El Día, no solo el volumen sino la entrevista con un ex gobernador sinaloense señalado muchas veces como protector de traficantes. Este fin de año he pensado mucho en Buendía gracias al libro de Miguel Ángel Granados Chapa. En 1975, Buendía escribió sobre mi abuelo desde la conciencia de que también sería asesinado por denunciar los tratos entre el poder y el contrabando. Dicen que un autor sólo tiene una obsesión. Pienso en Nathaniel Hawthorne. Él agregó la “w” a su apellido para evitarse la vergüenza de ser identificado con sus antepasados. Uno de ellos, John Hathorne, hijo de un puritano inglés, fue uno de los principales perseguidores de Salem hacia 1692, cuando fueron asesinadas tantas mujeres acusadas de brujería. ¿La culpa se hereda? Tal vez Hawthorne tenía razón aunque, pienso ahora, los sentimientos de los antepasados sólo pueden imaginarlos los escritores de la familia. Los demás parientes quedan marcados pero no pueden contar la historia. —¿Por qué incluiste la historia de tu abuelo?—, me preguntó en 2010 el sinaloense Francisco Cuamea, subdirector de El Noroeste de Mazatlán. La pregunta vuelve a mí. Cuamea formuló la pregunta mientras tomábamos el fresco en la cochera de su casita mazatleca. Su mujer

rticipó en la Revolución

pa Alfonso Leyzaola, quien

estaba durmiendo al niño. Los conocí en 2009, como entrevistados, por recomendación del periodista Alejandro Páez Varela. Fue justo cuando Norma estaba embarazada y ambos pensaban en el futuro de su hijo en una sociedad violenta. Dos años después presenté mi libro en Sinaloa. Frente a la casa de mis anfitriones había una barda. Se escuchaba música porque era viernes. ¿Así fue en la vida real o me lo inventé? Dije que necesité la figura del abuelo asesinado para contar cierta historia sinaloense relacionada con la vida cotidiana y el narcotráfico. Sólo recuerdo a Norma Sánchez asintiendo (comprendiendo).

Podría referirme a tantas emociones añejas que llegaron hasta mí porque un día de 1941 el abuelo fue muerto en la sierra de Badiraguato En este momento los vellos de mis brazos están un poco erizados. Veo con los ojos de la mente el brazo de mi madre y escucho su voz de nuevo: “Pero contéstame: ¿qué dijo la mamá de Chelita sobre tu abuelo?” La mamá de Chelita, si la memoria no me traiciona, sólo mencionó que conoció a la familia en Culiacán. Estábamos comiendo. Cómo iba a saber ella que mi madre había repetido mil veces la historia del abuelo asesinado. Cómo iba a saber que yo, tan niña aún, me sentía abrumada cuando se tocaba el tema del abuelo héroe asesinado por la espalda. ¿Por eso conté su historia en mi libro sobre la vida cotidiana y el narcotráfico en

en Sinaloa

Sinaloa? ¿Por eso pregunté a tantos cómo cambió su vida cotidiana al iniciarse la violencia? (Por mi culpa, por mi culpa…) Sólo sé que las emociones antiguas se transmiten por vía oral y secretan líquidos tan dulces como ácidos. A veces los integramos a nuestro ser. A veces tenemos que escupirlos. A veces nos matan. ¿Mi madre murió de orfandad? ¿Mi abuelo asesinado fue la razón de que ella tuviera un infarto fulminante tan joven? ¿Por eso narré su historia? Fueron seis cuartillas apenas, pero costaron. Escribí 30 páginas melosas en primera persona. Luego reescribí todo en tercera persona y resultaron seis paginitas pulcras. “¿Por qué metiste en tu libro a tu abuelo asesinado?” Creo que por fin tengo algo parecido a una respuesta. Quise dar testimonio desde el duelo familiar de una tercera generación. Una muerte violenta enferma a familiares y a descendientes. Los muertos de la llamada guerra contra el narcotráfico están enfermando al México del futuro. Las próximas generaciones van a sufrir las consecuencias. Tal como Hawthorne, miembro de la quinta generación de Hathornes sin “w”, siguió padeciendo la historia de sus parientes. De eso trata su novela, de las consecuencias de los actos humanos. Está en el prefacio: “La gran verdad de la mala conducta de una generación persiste a través de las generaciones sucesivas y, despojada de toda ventaja temporaria, se convierte en algo simplemente desastroso, imposible de reprimir”. L Tercero (México, 1957). Su libro más reciente es Cuando llegaron los bárbaros… vida cotidiana y narcotráfico


12 b sábado 12 de enero de 2013

MILENIO

500 ESPECIAL

Cartas a un hombre muerto Fernando Zamora

S

on las once de la mañana. Vivo en una cabaña en las Smoky Mountains. Hay osos y el espíritu de un Cherokee. Hay frente a mí un ventanal color ámbar que resplandece con la luz de la mañana. Adivino abajo la ciudad de Gatlinburg. Detrás de los árboles cargados de nieve sería imposible verla. No miro otra cosa que nubes. “Vives en las nubes”, decía mi padre. Ahora vivo más arriba, papá. Estaba terminando de escribir el texto sobre una película que no me gustó, cuando recibí un correo en el que José Luis me pide que escriba algo para celebrar el número 500 de Laberinto. Dice que es una oportunidad para recordar personas y momentos. Yo, como estoy nebuloso, pienso que quiero recordar a mi padre nada más. De mi padre heredé el francés, el piano y el cine. Como creo en los fantasmas, a menudo pienso que ha sido él quien me dicta lo que debo decir cuando no se me ocurre nada. Nací cuando mi padre tenía más de cincuenta. Más que su hijo fui su amigo, o mejor, su amiguete. Un niño de once que vive con un hombre de sesenta y tantos y que, todavía entero, encuentra tiempo para enredarse en turbulentas

historias de amor. Fui con él de ciudad en ciudad, escapando de mujeres e hijos rapaces que saludaban con esta fórmula: “¡Dinero, papá!” Como gastaba tanto, mis muchos hermanos están sorprendidos de saber que no dejó dinero en el banco. Piensan que yo lo tengo, pero él todo se lo gastó. En sus mujeres y en mí. Mi hermano mayor es un personaje macabro. Siempre culpó a mi padre de su mediocridad. Una tarde en París (donde mi padre era maestro de física) decidió vender, como Esaú, su primogenitura. Me volví el mayor. Soy el heredero de la locura, de las ganas de vivir y de los ojos grandes que se divierten con la forma en que se escandaliza el mundo. Mi padre le dio a mi hermano un cheque y él dijo que no volvería a molestarlo. No cumplió, volvió a molestarlo, pero mi padre y yo vivimos dos meses libres de lloriqueos. Nos fuimos a la Costa Azul a mirar a las muchachas rubias que allá se tienden con las tetas al aire. No soy ni el mayor ni el menor de todos mis hermanos y, sin embargo, tengo la certeza de que soy al que quiso más. Este hecho me ha ganado el odio de todos, excepto, claro, del de la hermana que también tuvo con mi madre. Ella sabe que todos pueden ejercer el derecho a tener preferidos. El amor que profesó mi papá por mí era sencillo. Era la extensión del amor caliente que sintió por mi madre. Con ella se casó tres veces. Se

Trivia Seguimos celebrando. A los 10 primeros lectores que respondan correctamente la siguiente trivia, les obsequiaremos un ejemplar de Una vacante imprevista, la nueva novela de J.K. Rowling, que aún no circula en librerías, cortesía de la editorial Océano. Las respuestas deberán enviarse a la siguiente dirección: suplementolaberinto@gmail.com. Los ganadores se darán a conocer en nuestra cuenta de Twitter.

divorció dos. El divorcio de mis padres tuvo momentos de comedia napolitana, y uno que otro de tragedia sueca que no voy a escribir aquí. Por ejemplo: la abogada que divorció a mi madre vivió con nosotros. Las cosas sucedieron así. Mi madre, interesada en que yo conociese mujeres de carácter fuerte para que no adoptara la idea que promueven las telenovelas, decidió que era conveniente llevarme a cenar con su abogada. Cuando llegamos a su casa había gritos. Para sorpresa de mi madre, no era la jurista quien gritaba sino el marido. Estaba borracho y abusaba verbalmente de la mujer a quien mi madre quería presentarme como ejemplo de bragada. En parte por rectificar las cosas conmigo y en parte porque así es ella, mi madre lanzó un grito, calló las alharacas del esposo abusador, llamó a la policía y dijo a su abogada: “¡Ofelia. Te vas a ir a vivir conmigo!” La abogada se puso verde: “¿Cómo me voy a ir a vivir contigo? Estás viviendo en casa del hombre del que yo te estoy divorciando.” Mi mamá comenzó a empacar las cosas de las niñas que se vinieron con la abogada. “Tú no lo conoces”, dijo, “es un caballero.” Así fue que la abogada que divorció a mi mamá, vivió con nosotros durante los doce años que duró un pleito que llegó hasta la Suprema Corte de Justicia. La abogada y mi papá se saludaban muy corteses en el

desayuno y yo, bueno, aprendí a vivir en una casa en la que todo parecía jugarse como en corte medieval. Conspiraba la sirvienta, conspiraban mis hermanos, conspiraba la abogada, conspiraba el chofer. Sólo yo conspiraba por el cariño de mi padre. Y lo logré. Por eso me llevó a París a vivir con él y la madrugada en que llegamos, tomamos chocolate en el café de la Paix. He conocido a todos mis medios hermanos. De los mayores quisiera escribir un cuento para niños. Ella sería una bruja que ha lanzado hechizos sobre mi cuna. Él un príncipe gordo que se encela del rey, que es mi padre. Quiere mi muerte. Lo único que han conseguido sus hechizos es que haya en mí una nostalgia tenaz. Yendo y viniendo por el mundo, mi padre siempre me tuvo con él. Cuando volvió a casarse con mi madre, mi hermana y yo fuimos sus testigos. Era la última de sus bodas y no sucedió nada en particular. Cuando el cáncer lo puso en cama, él y yo vimos muchas veces Sous les Toits de Paris y le leí El Principito. Un día llegaron, finalmente, las despedidas. Todos se fueron a dormir y me pidió que le tomara la mano. Así lo hice. Cuando desperté, él ya estaba muerto. L Zamora (Estados Unidos, 1979). Entre sus guiones filmados se encuentra Trece latidos de amor

1 ¿Cómo se llama el pueblo en que transcurre Una vacante imprevista? 2 ¿Cuándo se publicó la primera edición de Harry Potter? 3 ¿Dónde y cuándo nació J. K. Rowling?


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