Juan Pablo Goñi Capurro - El cadáver disfrazado

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El cadรกver disfrazado


El cadáver disfrazado Juan Pablo Goñi Capurro Primera edición Esta obra obtuvo mención en la 2a Concovatoria de Narrativa Emergencias. El jurado estuvo conformado por Sylvia Aguilar Zéleny, Pepe Rojo y Jesús Montalvo. (CC) Juan Pablo Goñi Capurro (CC) Kodama Cartonera, 2017 Montreal, Québec Blog: kodamacartonera.tumblr.com Facebook: /kodama.cartonera Twitter: @KodamaCartonera Edición: Aurelio Meza Portada digital: Ariel Leviel Portada cartonera: Logo Kodama: Careli Rojo, a partir de un personaje de Mononoke Hime (Dir. Hayao Miyazaki, Studio Ghibli, 1997). Los kodama son espíritus del bosque en la mitología japonesa. Su nombre puede significar “eco”, “espíritu de árbol”, “bola pequeña” o “pequeño espíritu”. En la película de Miyazaki, los kodama sólo se manifiestan cuando el bosque es puro y, al ser contaminado por el hombre, mueren y caen de los árboles como hojas fantasmas. Esta obra está bajo una licencia Creative Commons Attribution - NonCommercial - ShareAlike 4.0 International. Algunos derechos reservados. Hecho en Montreal / Fabriqué à Montréal


El cadáver disfrazado Juan Pablo Goñi Capurro

Colección Emergencias



Encontraron el cadáver sobre una silla, las manos atadas a la espalda, la boca amordazada. Un único disparo en el pecho. El hombre muerto estaba sentado, cabeza gacha, piernas abiertas y pies casi juntos. La postura podía indicar tanto la actitud en que se hallaba cuando le dispararon o la posición final motivada por el disparo. Era un sujeto en sus cuarenta, bien parecido, manos cuidadas. Su vestimenta resultaba extraña: un saco de solapas anchas, largo, una camisa con volados, un pantalón ceñido, zapatos puntudos y polainas negras. ¿Quién utilizaba esa vestimenta en pleno siglo XXI? Una persona con el dinero suficiente para encargar semejante traje para una fiesta de disfraces. El inspector Ríos permanecía en un segundo plano, mientras los peritos buscaban rastros. El comisario Trueba se le acercó junto con otro policía. –¿Y bien? Nada, ¿qué decir? –¿La póliza estaba a favor de la mujer? –Sí, la esposa de Rigante era la beneficiaria del seguro de vida. Principal sospechosa (y única conveniente para los patrones de Ríos, Seguros La Seguridad SA), ausente de la ciudad. El comisario se alejó. Ríos pensó que poco más tenía que hacer allí; le habían permitido tomar sus propias fotos del lugar, una sala amplia, con piso de lajas y sillas nobles, con terciopelo oscuro. Tenía lo que podía llevarse, no había testigos y Emilia, la mujer de la limpieza que halló el cadáver, poco aportó con su estado nervioso. La compañía debería probar un crimen por encargo si pretendía excusarse y no abonar la indemnización. Ríos encendió un Marlboro en la vereda. ¿Debería interrogar a los vecinos? La casa de Rigante era una sobrevi5


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viente de otros tiempos. Ocupaba un solar amplio, rodeada de paredones por tres costados. Frente a la avenida, solo un cerco bajo, pero varios pinos ocultaban la edificación. Aunque no tenía precisión sobre la hora de la muerte, le parecía muy claro que se había producido durante la noche. La empleada declaró que “estaba duro” cuando llegó. ¿Para qué tocó el cadáver?, ¿pensó que dormía, con una herida sangrante en el pecho, atado y amordazado? Los vecinos serían una pérdida de tiempo, marchó a tomar un café. Se sentó apartado de los escasos clientes. Aun así, los oyó con claridad. El crimen ya era conocido, las especulaciones comenzaban. Por el momento no agregaron detalles morbosos, repetían que el hombre había muerto de un balazo. Ríos sabía que, al darse a conocer la vestimenta del cadáver, correrían otro tipo de comentarios; el detalle sería más relevante para el morbo ciudadano que el crimen en sí. ¿Estaría la clave en ese detalle o sería una puesta en escena para crear más líneas de investigación, obstaculizándola? Como fuera, no podían eludirla. Como tampoco las ataduras que dirigían las sospechas hacia un apriete o un robo que acabó mal. Ríos bebió el café, ¿por qué no sabía como los de Buenos Aires? Pasó los datos a la oficina por teléfono. El encargado refunfuñó, cada siniestro que cubrían reducía sus números de eficiencia, demorando su ascenso en la jerarquía. Problema suyo. Su mandato era ayudar a la policía a resolver el crimen; lo había solicitado por escrito, para evitar que su jefe le jugara una mala pasada. El otro no podía escribir que su cometido era el de inculpar a la esposa. Por lo tanto, con la resolución del crimen su misión quedaba cumplida, aunque no obtuviera un bono extra. El problema era que ya se acumulaban demasiados homicidios en la ciudad que no habían sido resueltos, situación ilógica en una población mediana como la de Olavarría. ¿Cómo proseguir? Los asesinatos escapaban a la lógica de su tarea habitual, buscar testigos para culpar al asegurado de otra compañía por un accidente automovilístico o hallar daños previos que pretendían justificarse con un nuevo cho6


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que. Cada tanto indagaba sobre la rotura de electrodomésticos y alguna vez detectó un falso robo. Poco bagaje para enfrentarse a una investigación criminal. No podía excusarse, de continuar el ritmo de asesinatos en la ciudad, las pólizas aumentarían y su labor en la materia sería más requerida. ¿Quién era Rigante? Por allí debía comenzar. Quién era el auténtico Rigante. Ese traje en una noche en que su mujer estaba afuera, era un indicio posible de una vida oculta. * En su casa encendió la laptop y chequeó internet mientras descargaba las fotos. La noticia del portal digital le agregó más datos de Rigante: 47 años, casado con Beatriz Herrera, dos hijos en Buenos Aires que ella visitaba en la noche trágica. Los datos figuraban en la póliza pero Ríos no se había molestado en ir por una copia a la oficina de La Seguridad. Agregaba el comentario que Rigante era estanciero, ganadero, y militaba en la UCR. No decía por dónde se hallaban sus campos. Ríos sabía de uno en la zona de Recalde, a unos ochenta kilómetros de la ciudad. ¿Para qué contrataba un seguro de vida un hombre que tenía tanto capital? Los seguros de vida los tomaban profesionales de altos ingresos y poco ahorro. La mujer, sospechosa ideal, ¿para qué necesitaba el dinero de la póliza? Era una cifra escalofriante pero no compraría siquiera cien hectáreas de campo con ella. O existían complicaciones financieras que desconocía o debía buscar el móvil del crimen en un motivo ajeno al dinero. Al dinero legal; podía estar involucrado en negocios ilegales aunque no hubiera oído de ello en una ciudad tan propicia a generar rumores. Si no era el dinero la motivación que quedaba era una sola: sexo. Tampoco era Rigante un proveedor de rumores de alcoba. ¿Revancha, venganza? Ríos terminó su análisis enojado, tendría que ponerse a trabajar, dudaba que la policía diera con los culpables del asesinato. Lo pensó en plural, ¿una intuición? Como primera medida postergó la investigación para el día siguiente, cuando enterraran a Rigante y pudiera acceder a sus deudos. La policía contaría con el informe preli7


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minar, se podría formar una idea de cómo habían sucedido las cosas. Con suerte tendrían huellas, indicios de la cantidad de personas que estuvieron en la sala esa noche. ¿Demasiado pedir? Se contentaría con conocer si el hombre había tenido sexo y con la distancia desde la cual le habían disparado. Disponiendo del resto del día, era buen momento para cumplir con las visitas postergadas. El primer turno fue para el ferretero. Fin de mes, poco movimiento. Lupines, doce años en el comercio, se lo tomaba con naturalidad. Era un buen momento para visitarlo. Le gustaba agasajar a las visitas, dedicaba un buen tiempo a preparar sus mates especiales, con café y algunas hierbas extrañas, cuyo nombre ocultaba. Ceremonia que repitió esta vez más apurado, ansioso por conocer más datos del crimen. Ríos no dio más detalles de los que aparecían en internet, tampoco dijo que trabajaba en el caso. Media hora más tarde se despidió, tomó el auto y marchó al taller de Rubicalba. El colorado limpiaba el taller cuando apareció Ríos. Dos minutos más tarde, organizaban un asado para esa misma noche. Se pusieron al día con sus rutinas, hablaron de fútbol y poco más. Rubicalba estaba más interesado en preparar el asado que en el crimen, para contento del investigador. Había dudado al aceptar la idea previendo nuevas rondas de preguntas, pero para la noche los rumores se habrían incrementado y quizá hallara un dato interesante en el heterogéneo grupo de comensales que se congregaría en el taller. Los dos organizadores, el abogado Kivosi, el chacarero Ezquirro (alias Vasco) y Lumpini, el de la Zapatería Patito. El asado le hizo dejar para otra ocasión las otras visitas planeadas. Fue de compras, se dio una ducha, se vistió cómodo y llegó con los vinos para acompañar al asador. Llamó al comisario y al encargado de la compañía para cubrirse; no existían datos nuevos. Explicó que estaba haciendo averiguaciones “laterales”. Se le ocurrió sin pensar en lo que significa la expresión; funcionó muy bien con ambos (aunque Plietti, el encargado, lo tuvo un buen rato preguntándole sobre la viuda). Una vez en el taller, el 8


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aroma de la carne asándose lo reconcilió con el mundo. Se habló del crimen. Y de Rigante. El abogado Kivosi no rescató un solo rumor de los juzgados, una de las principales fuentes de chismes de la ciudad –detrás del Hospital, indiscutible número uno en el rubro. La gente de campo decía que era un hombre de palabra, no se conocía que hubiera estafado o aventajado a otro; el vasco era de fiar en ese frente. Como el taller y la zapatería no habían recibido muchas visitas, sus propietarios no pudieron aportar mucho. Ríos quedó insatisfecho, repitiéndose una y otra vez el mismo interrogante; ¿para qué un hombre con ese capital y esa conducta intachable contrataba una póliza de seguros? Abstraído, una carcajada general lo volvió a la conversación. El tema había cambiado largo rato atrás y luego había vuelto a cambiar, con esos giros imprevistos que tienen las conversaciones entre gente que se aprecia. El abogado Kivosi hablaba de la fiesta en casa de Mandelsson. La fiesta, en una quinta grande en las afueras de la ciudad, había convocado a gente de alto perfil. Kivosi se había infiltrado como asesor de una de las sociedades del dueño de casa, propietario de concesionaria de autos, fábrica textil, constructora proveedora de la municipalidad y otras empresas más. Kivosi describía los disfraces que llevaban los invitados, deteniéndose con particular gusto en las vestimentas arriesgadas de las esposas de profesionales, concejales y empresarios de renombre. –Aprovechan para mostrarse sexys –dijo. Enumeró bailarinas del vientre, diablas en cola less, conejitos de Play Boy, mucamitas y muchas ligas. El corro aplaudió las descripciones como chicos de catorce años ante una porno. Ríos rió aunque el tema no le importara. Opinión que mudó instantes después cuando oyó el comentario del vasco. –Lujos de ricos, sólo ellos pueden hacer una fiesta un jueves hasta la madrugada. Resuelto el misterio de la vestimenta de Rigante, ¿con quién tenía pensado acudir a la fiesta? ¿Se ampararía en el disfraz para salir con una amante en ausencia de su esposa?

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La noche continuó hasta que el vino dijo basta. Ríos volvió a casa con un dato para ofrecer, a cambio de las novedades que obtuviera la policía. Por la mañana se comunicó con Trueba. El comisario aportó poco. En la casa no habían hallado huellas ajenas a los miembros de la familia. Sí determinaron que le dispararon desde un metro de distancia. El forense agregó más tarde que el occiso no mostraba indicios de actividad sexual y que las marcas en su cuerpo indicaban que estaba vivo cuando lo ataron a la silla. El entierro sería a la tarde. Dejó para entonces el interrogatorio de la viuda. ¿Dónde podría ubicar a Mandelsson? Llamó, más no lo halló en la constructora ni en la fábrica ni en la concesionaria; en esta última lo atendió su esposa, la encargada de las invitaciones para la fiesta. –Rigante estaba invitado, por supuesto, y había confirmado su asistencia –afirmó la mujer sin espacio para dudas. Agregó que les extrañó que no apareciera pero claro, a la mañana siguiente hallaron el porqué. Al parecer, ese porqué no había sido suficiente para la señora Mandelsson, que se expresaba como si permaneciera enojada con Rigante por haber sido asesinado horas o minutos antes de su fiesta. El último dato que aportó: Rigante había avisado que iría acompañado por su secretaria. La señora Mandelsson le impidió cortar; primero le preguntó todos los detalles del caso –molesta, no habían publicado en los medios que el occiso estaba vestido para presentarse en su fiesta– y luego quiso saber si Rigante estaba mal con su mujer, “no es cosa apropiada aparecerse en una fiesta con la secretaria”. Ríos explicó que no se había entrevistado aún con la viuda. Por fin pudo cortar, cuarenta minutos después de iniciada la conversación. Era urgente hallar a la secretaria de Rigante. Se comunicó con Trueba. El comisario 11


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ignoraba la existencia de una secretaria. La viuda se hallaba haciendo los trámites para el funeral, inaccesible. Entre sus notas tenía la dirección y el teléfono de Emilia, la mujer de la limpieza. A ella recurrió. Emilia no conocía ninguna secretaria. Se tornaba más interesante la cuestión. Tenía que hallar a la mujer misteriosa. Después de almorzar, por cierto. Puso una chuleta en la plancha y cortó unos tomates. Se ordenó mientras cocinaba. Resultaba un alivio que la escena del crimen no fuera una puesta para desviar la investigación. Hubiera indicado una gran planificación, grandes recursos y premeditación clara; lo que equivalía, en los hechos, a un crimen irresuelto. Ríos había eliminado a la viuda de su lista primaria de sospechosos porque no era importante el beneficio del seguro de vida; una decisión apresurada, con la muerte de Rigante su esposa se había hecho de sus millones. Continuó con los dos móviles que había dejado en pie, el sexo y la venganza. Anotó los interrogantes que debía despejar: ¿quién era la supuesta secretaria? ¿Por qué Rigante había tomado la póliza? La mujer estaba vinculada con el crimen, debía estar con ella a la hora de su muerte. ¿La póliza? Hora de la siesta. Los platos, a la pileta. * Tras un baño, concurrió al entierro en la bóveda familiar. Horrible momento. La esposa, vestido negro y anteojos oscuros, trataba de que el viento no mostrara sus piernas; los hijos, de traje, lloraban. Cerca de trescientas personas los rodeaban en su tránsito lento por los pasillos, generando un embotellamiento cuando hubo que volver. Ríos se acercó a Trueba. El comisario había interrogado a la mujer sin obtener datos importantes; estaba en la Capital esa noche, cenando con sus hijos. Se enteró de la muerte por el llamado policial y viajó de inmediato con ellos. Ríos aguardó frente al auto de la cochería. La mujer se fastidió al verlo. Se acomodó los lentes y el viento aprovechó para mostrar sus piernas impactantes. No lo corrigió. Se enfrentó a Ríos. –¿Otro policía? 12


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–Algo así –respondió el inspector de seguros. –Suba, prefiero terminar ahora. Ríos, intimidado, obedeció como un empleado más de la dama; la mujer envió sus hijos a otro coche y se sentó a su lado. Se quitó los lentes; era bella, cuarenta años que parecían treinta. ¿Buscar sexo con otra mujer estando casado con esa dama de película? Sonaba absurdo. “El alma es desconocida”, se repitió Ríos. Beatriz se limpió los ojos con un pañuelo. El auto se puso en marcha con lentitud, el trayecto a la casa de la mujer no llevaría más de diez minutos. –Perdón, es que… Me siento culpable. Es horrible que lo hayan matado cuando estábamos peleados. El comisario no había mencionado ese dato. Ríos aguardó. La mujer dejó cerrado el tema. El inspector quería volver a la pelea; le pareció bien dar un rodeo. –¿Tenía una secretaria su marido? Le pregunto porque avisó a la señora Mandelsson que iría a su fiesta con su secretaria. La mujer tomó aire como reuniendo fuerzas para hablar. Exagerado para Ríos, pero quién era para conocer el estado de la mente de esa mujer. Le dio tiempo para responder. –No hay ninguna secretaria, por eso mismo nos peleamos, por esa apuesta estúpida y cruel, no me gusta que se burlen de la gente aunque parezca que ellos no se dan cuenta de la burla. Con los detalles que aportó de inmediato, Beatriz eliminó la pista de la secretaria. Rigante había resultado fanático del fútbol, hincha de River, tan fanático como el ingeniero Talamonti, compañero del Rotary, vecino, fan de Boca. Como el dinero no los motivaba, escogieron apostar en el clásico a cambio de una prenda: quien perdía, concurriría al baile de Mandelsson del brazo de Faustina. Beatriz se indignó al contarlo, Ríos imaginó que la discusión con su marido había sido muy fuerte. Faustina era una chica con síndrome de Down, una chica que ya tenía cuarenta años, hija de una antigua empleada doméstica que había trabajado en casa de ambos po13


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tentados. Ríos compartió el enojo de la viuda. Cuando Beatriz entró a su casa, Ríos se despidió agradecido. Dos segundos después la estaba insultando; la mujer era tan insensible como su esposo muerto, lo había dejado a pie, a más de quince cuadras del cementerio. Comenzaba a caminar cuando vio que un auto se detenía en la vereda opuesta, frente a un gran chalet de dos plantas. Del coche descendió una pareja. El hombre era el ingeniero Talamonti. Ríos cruzó la avenida, presuroso. Lo llamó cuando estaba por ingresar a la casa. Se presentó. Talamonti no expresó fastidio por la interrupción. Lo invitó a pasar. El inspector saludó a la esposa del ingeniero, una mujer más asentada que su vecina, la reciente viuda. Una mujer que sí representaba su cercanía con los cincuenta. Talamonti ofreció bebidas, Ríos aceptó un whisky al ver la categoría de las botellas expuestas en una mesa muy delicada. El ingeniero se mostraba apenado, el otro le creyó. Ríos mencionó la apuesta; Talamonti se sobresaltó, le pidió que callara. Cerró la puerta de la sala en la que estaban, una dependencia pequeña. Ríos prometió reserva a cambio de conocer la verdad. Talamonti, con vergüenza, reconoció el hecho. Esa noche, en la fiesta, al ver que Rigante no aparecía con Faustina, lo llamó al móvil; le dejó un mensaje. Ríos le pidió el contenido exacto del llamado. Talamonti se sirvió un segundo whisky antes de responder. –Dan vergüenza las estupideces que uno le dice a un amigo, sin imaginar que serán su último mensaje. Le dije algo así: ¿no atendés porque te divertís con Faustina? Cagón, cumplí la apuesta, gallina. Ríos sintió asco en la boca a pesar de los años del whisky, por suerte no tenía amigos ricos. –¿No era raro que no fuera? –Por supuesto, por eso mismo lo llamé. El gallina cumplía siempre, ¡imaginate las apuestas que le habré ganado en treinta años! Me preocupé un poco pero después pensé que Faustina había tenido uno de esos ataques que le daban a veces y que la había tenido que llevar al hospital. 14


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Por las dudas no fuiste al hospital a ver cómo estaba tu gran amigo; mejor seguir interrogando. Talamonti se enteró del crimen al mediodía; al menos no mentía como otros que decían haberse levantado temprano tras la fiesta. Rigante no tenía amantes, se hubiera enterado. Tampoco estaba en negocios turbios como tráfico de drogas o abigeato. Evadía impuestos como todos; eso no es un delito para la gente pudiente sino más bien una obligación, el Estado es su enemigo natural. Ríos dejó la casa con dos whiskys encima y una sensación de repugnancia. No pagaban los impuestos y exigían que la policía resolviera todos los delitos que los tenían como víctimas. Ríos hizo a paso vivo el camino rodeando Estudiantes, hablando enojado consigo mismo. Tenía la dirección de Faustina, próxima parada en su recorrido. Eso no aligeraba su desprecio. ¿Cómo una mujer tan sensible como Beatriz estaba casada con un energúmeno de la misma talla que Talamonti? Un soplo de viento, veinte centímetros de muslos y Ríos se había enamorado. Faustina vivía en una casa en las afueras, detrás de los barrios estatales. Una casa humilde, sin fallas a la vista. Ríos buscó un timbre. No lo había; golpeó las manos. La puerta se abrió diez centímetros. Fue estudiado por una mujer de rostro arrugado y cuerpo encorvado. Antes de identificarse, oyó los gritos desde el fondo. –¡Es el tío Héctor, es el tío Héctor! Sonaron como gritos alegres de una voz de niña. Ríos se identificó como pudo. La mujer le franqueó el paso al notar su emoción. Ingresó en una sala de dos metros por otros dos de fondo, un televisor en una pared y dos sillones pequeños. La mujer lo invitó a sentarse, vestía un batón azul y llevaba el pelo recogido con un pañuelo. La otra voz se hizo cuerpo, una chica con los rasgos inconfundibles apareció en la sala vestida como una princesa, con una corona dorada y todo. –¿No estoy hermosa, tío Héctor? Miró de nuevo. –No sos el tío Héctor, ¿cuándo viene el tío Héctor? 15


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–Más tarde, Faustina, más tarde. La mujer mayor la tomó del brazo y la condujo al interior. Ríos aprovechó para dejar correr sus lágrimas. Para cuando retornó la señora, se había limpiado. –Está así desde anteanoche. Ríos pensó que si Rigante no estuviera muerto, lo mataría él mismo. –Pobrecita, ella no entiende la muerte. Pobre Héctor, tan bueno que era, ¿quién otro le iba a dar una alegría así a la nena, llevarla a un baile de disfraces en el mejor lugar de la ciudad? ¿La mujer se compadecía del hijo de puta que pretendía usar a su hija como objeto de burla? Cosa extraña esto de patrones y empleados, Ríos jamás se apenaría por el encargado de Seguros La Seguridad S.A., en cambio esta mujer ¡se alegraba porque se rieran de su niña! Controló su indignación y le preguntó por la noche del crimen. Dos noches atrás, tan lejana en el lenguaje. La mujer contó que Faustina recibió el traje a la tarde y se lo colocó de inmediato, para no quitárselo. La chica estaba excitada y ansiosa, Rigante pasaría a las nueve de la noche. No pasó. Como ya no podía controlar a Faustina, la mujer llamó a la casa. La atendió la secretaria. Le dijo que excusara a Rigante, estaba indispuesto y no podía concurrir al baile, la llevaría en otra oportunidad. En lugar de pensar en la nueva secretaria falsa, Ríos se preocupó por saber cómo había logrado la anciana calmar la ansiedad de Faustina y lograrla dormir. Se lo preguntó. La mujer contestó con resignación. –Tengo unas pastillas que me dio el médico para los ataques. Las toma y en dos minutos cae dormida. Recobrado, ya en su papel de investigador, el hombre pidió más datos sobre la secretaria. Era la primera vez que la escuchaba, aunque ella no llamaba jamás a Rigante. Prefería no molestarlo, era un hombre tan ocupado que no entendía cómo se hacía de tiempo para dedicarlo a su hija. Ríos se abstuvo de comentar y le pidió una descripción. La anciana fue muy precisa. –Era una mujer joven, menos de treinta años, flaca, 16


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alta, linda y para nada simpática aunque pretendió disimularlo cuando habló conmigo. –¿Cómo pudo saber todo eso con una llamada telefónica? –Créame, no me equivoco. Treinta años recibiendo las llamadas en la casa de Rigante, después en la de Talamonti. Los patrones no atendían los llamados en casa, era yo la encargada de averiguar qué se traían entre manos los que hablaban, de decirles cómo eran y todo eso. Tengo trucos todavía de los que usaba aquellos años. No me equivoco, era una mujer como ya le dije. Ríos partió, con el deseo de formar un escuadrón de la muerte que eliminara a los Rigante y a los Talamonti de este mundo. El viejo Pérez, dueño de Seguros La Seguridad, al que le debía sus ingresos de los últimos diez años, pertenecía al mismo grupo social. Ríos no lo incluyó en sus deseos. Trató de quitarse las imágenes recibidas en la casa de Faustina. Sábado. Había avanzado tanto que se merecía una buena borrachera. ¿Por qué no una mujer alta, joven y poco simpática? Su billetera le impidió intentarlo, debía conformarse con comprar cerveza en los chinos y ver una película por internet. ¿Y si buscaba en Facebook fotos de la fiesta? Su posibilidad era el abogado Kivosi; él estuvo, tuvo que salir en alguna foto. De la etiqueta de Kivosi llegaría a varios perfiles con fotos del acontecimiento. Todo participante estaría deseoso de que sus amigos y conocidos –e incluso enemigos, que uno también los acepta en las redes sociales– se enteraran. Esas mujeres en trajes sensuales desesperarían por subir sus fotos para envidia de las amigas y ¿por qué no? Algunas en busca de posibles amantes. Para la segunda cerveza encontró la primera de las fotos, donde Kivosi, con atuendo de policía, amagaba insertar su bastón en la cola de una diabla que al hilo dental le había sumado corrimiento de bretel y un pezón al aire. Ríos escupió. Miró mejor y reconoció a la mujer; era una médica del hospital, compensaba la falta de gracia de su rostro con ese cuerpo sabroso. ¿Era necesaria una pose tan vulgar? Dejó de 17


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juzgar y fue al álbum de una tal Moira Estuardo. No la conocía. El contenido de las fotos era abierto. Observó más de cien, solamente en ese perfil. La foto del abogado Kivosi no era la única vulgar. Las primeras veinte eran grupales, por el fondo –mesas con copas vacías– dedujo que fueron tomadas al llegar los invitados. Siguieron fotos sonrientes en las mesas y las últimas cincuenta eran vergonzosas. Reconoció a varias de las mujeres semidesnudas, en poses ridículas, como si hubieran practicado un juego donde el más vulgar se llevaba el premio. Los hombres no le iban en zaga, pero los hombres siempre son vulgares y ridículos cuando están juntos. Había variedad de mujeres bellas y altas; pocas no alcanzaban los treinta años. De ese álbum extrajo cuatro nombres para continuar hurgando en sus perfiles. Ninguna respondía a la imagen de la mujer descripta por la mamá de Faustina, pero por la edad y el tipo bien podrían ser del mismo círculo. Pasó por álbumes varios, más de doce, con contenidos similares. Mujeres que solo se relacionaban con la gente plana para dar órdenes y exigir, vestidas como putas de cabaret de alta tarifa o como mucamas eróticas, exhibiéndose y comportándose de manera que avergonzaría a cualquier protagonista de una obra del Marqués de Sade. Se concentró en las imágenes del desenfreno. No por fisgón; al inicio de la fiesta su objetivo se hallaba en la casa de Rigante, matando o asistiendo al asesino. Cuando estaba a punto de terminar su reserva de cerveza la encontró. No tuvo dudas. Francisca Smith. Fue directo a su perfil. Halló poco, el sexo (innecesario) y su residencia en Olavarría; el resto sólo era permitido a sus amigos de red. Pocos, solo cuarenta y cinco. Ríos, que apenas utilizaba el Facebook, tenía trescientos quince de esos amigos. La foto de perfil era la exacta descripción de la anciana; una joven alta, esbelta, mucho más bonita de lo que imaginara, con un rictus en los labios que insinuaba una actitud despectiva. La vio en solo nueve de las fotos de la fiesta; no había caído en poses burdas ni se había desnudado. No supo definir el disfraz; botas de gamuza gris con tacos agujas, me18


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dias oscuras hasta la mitad de sus muslos, ligas blancas, breve tramo de piel al descubierto y bombachones de color marrón, como inflados. Sobre la cintura un top, también marrón, que no ceñía sus pechos sino que los ocultaba, con la espalda descubierta. En las fotos aparecía en primer plano, como si se preocupara en demostrar que había estado, proveyéndose una coartada. Tal vez fuera sugestión, admitió Ríos. Sus posturas indicaban que no había bebido lo mismo que sus compañeras. Ríos sí lo había hecho, dio por terminada su investigación del día y se fue a la cama. En su sueño, Francisca Smith y Beatriz Herrera de Rigante, desnudas en el barro, luchaban por quedarse a su lado. No supo cuál fue la vencedora.

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El domingo se inició con el previsible dolor de cabeza y las náuseas. Francisca Smith. Terminó el café y el aseo con una decisión: preguntaría a Beatriz si la conocía. Quería ver de nuevo a la viuda y necesitaba una excusa; en el dominio del inconsciente la lucha habría quedado sin definición, pero con sus facultades a pleno no tenía dudas: Beatriz Herrera era insuperable. No la llamó, no quería arriesgarse a una respuesta telefónica. Era cerca de mediodía cuando tocó el portero. Quien respondió no le sonó como Beatriz porque no lo era. La señora estaba, sí, se hallaba desayunando y no era bueno molestarla. Emilia, la empleada, dedujo. Se presentó, siempre sin contacto visual. –Habla el inspector Ríos, de La Seguridad S.A. Ya que la señora no puede atenderme sería bueno que aproveche el viaje para interrogarla a usted. La señora debió cambiar de idea. El portero sonó y Ríos abrió la puerta del cerco. Pudo saltarla, pero era probable que la casa tuviera alarmas y no quería meterse en un enredo con la policía, tanto que venían colaborando. De hecho, se había propuesto no dejar pasar una semana antes de darles los datos recabados. Emilia, una mujer morena, baja, le dio paso sin mucho espíritu de fiesta. –La señora está ahí –dijo señalando la sala amplia con ventanales al jardín. De inmediato se fue en otro sentido. Beatriz se hallaba sentada con un libro en su regazo, de frente al ventanal. Ríos avanzó casi en puntas de pie, temiendo romper la imagen, arruinar la foto. De entrecasa era tan bella como de viuda; ninguna arruga, redondeces donde debe haberlas. Tosió para alejar pensamientos extraños y modificaciones en su propio físico. Beatriz se sobresaltó. Se puso de pie casi de un salto. Emilia no le había informado de su llegada. Como no 21


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sabía cómo introducir la cuestión, Ríos fue al grano y preguntó si conocía a Francisca Smith. –Claro que sí, es mi masajista. La mujer respondió sin cuestionar la pregunta, como suelen hacer los interrogados en las películas. Ríos contó su visita a casa de Faustina y la descripción dada por la vieja empleada. –¿Qué hacía Francisca en casa? Ella no atiende a Héctor. No corrigió en voz alta el tiempo verbal, sus ojos lo hicieron; desvió la vista buscando refugio en un cuadro. Ríos, sin saber cómo continuar, la imitó. Conocía ese marco, era de los que fabricaba Ermindo, un vecino jubilado que se entretenía trabajando la madera. ¡Qué extraño, una imitación en esa casa tan lujosa! Beatriz, controlada, se volvió y dio con la expresión de extrañeza de Ríos. Siguió su mirada, vio el cuadro y volvió a mirar al inspector, sin comprender. Esta vez Ríos notó la curiosidad de la mujer; le contó del marco. –Me entretuve con los marcos, son los que fabrica mi vecino, un jubilado que ahora se dedica a la madera. –No puede ser, estos son todos originales, comprados en una galería de Capital. Excepto los dos de la habitación, que los trajo de París. La mujer marchó con decisión hacia el cuadro y examinó el marco. Acercó su nariz, aún se olía a barniz, aroma diferente a la cera que Emilia les pasaba para mantenerlos brillantes. Se atrevió a tocar la tela. Maldijo. Fue hacia los otros tres cuadros de la sala; Ríos la siguió, los marcos eran de Ermindo, podría jurarlo ante un tribunal. Cuando Beatriz desapareció con rumbo al cuarto, estuvo tentado de seguirla pero dudó de su propio control. En cambio, se dirigió a las dependencias por las que se había escabullido Emilia. La halló enseguida, en la cocina, con un trozo de carne adobado sobre una fuente para horno. –Yo no sé nada –se atajó la mujer–. Cuando lo encontré estaba muerto, lo juro. 22


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Emilia extrajo una medalla de su pecho. Comenzó a besarla y a jurar. –Nadie sospecha de usted, quiero saber de los cuadros. –¿Los cuadros? Emilia, perpleja unos segundos, reaccionó luego atemorizada. –¿Están sucios los cuadros? No, esta hija de puta me va a despedir si están sucios, anda buscando cualquier motivo para echarme. ¿Hija de puta? ¿Cómo alguien podía llamar así a esa mujer casi etérea? Dejó los interrogantes para más tarde, primero debió contener a la mujer que a toda costa quería ir a limpiar los cuadros. –Tranquila Emilia, sólo quiero saber cuándo los limpió por última vez. –El jueves, los limpio todos los jueves, orden de patrón. Claras las lealtades de Emilia. La calmó, asegurándole que nadie haría nada contra ella, y la dejó allí. No podía preguntarle la causa de los insultos a Beatriz estando ella cerca; se propuso hacerlo más adelante. La mujer limpiaba los cuadros los jueves, ergo la noche del jueves era el mejor momento para hacer el cambio. El asesino era tan habitué que conocía los ritmos del servicio doméstico. Retornó a la sala, el rostro de Beatriz le confirmó que el resto de los cuadros había sido cambiado. Alerta, ¿los cuadros estarían asegurados en La Seguridad S.A.? Rogó que no, el viejo no podría sostenerlo si, además de no evitar el pago del seguro, había descubierto un nuevo siniestro por el que responder. –Una pequeña duda, ¿los cuadros estaban asegurados? Beatriz contestó con calma. –Los cuadros no estaban asegurados: No queríamos que la gente supiese que teníamos algo de tanto valor en casa. Mucha confidencialidad y todo ese verso pero después los vendedores hablan. O los encargados como Plietti, agregó en su mente Ríos. Buena decisión. Buena para él, ahora estaría arrepentida 23


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la mujer de haberlo hecho así. –¿Valían mucho esos cuadros? –Depende, los valores fluctúan. Héctor me dijo, la última vez que hablamos del tema, hará dos o tres meses, que calculaba su valor en dos millones de dólares. –Epa, ¿dos millones de dólares por cuatro cuadros? –Ocho, son ocho en total. Los cuatro que ve, los parisinos de la habitación nuestra, que son dos, otro en el pasillo del piso de alto y uno más en el escritorio. No se equivocaba en el tiempo verbal del dinero y sí en el de la vida de su esposo, ¿significaría algo eso?, ¿el amor era tan fuerte en ella? Podía ser lo contrario. Ríos no evaluó esa posibilidad. Fue hacia el cuadro más cercano. La mujer se puso detrás. –Las copias son muy similares, muy buenas falsificaciones. Si no se toca la tela es difícil darse cuenta, quizá no para Héctor que era más conocedor que yo. De no haber estado Ríos, o de no conocer la obra de Ermindo, podría haber durado mucho tiempo el engaño. El móvil se volvía claro, Rigante había sido atrapado en ocasión de un robo. Y el culpable era alguien del círculo íntimo. –¿Francisca Smith pudo hacer esto? Beatriz llevó un dedo a sus labios. Era más atractivo mirarla a ella que al cuadro. –Francisca pudo ser cómplice pero Francisca jamás vino a casa, yo iba a su gabinete, no podía conocer la existencia de los cuadros. Emilia bien pudo haber pasado los datos a alguien; no creo que nuestros mejores amigos nos hagan esto. Los sentimientos de Emilia eran correspondidos por Beatriz, otro conflicto. En el medio una gran contradicción; si el asesino sólo quería los cuadros y, a la vez, si conocía los movimientos del servicio y la ausencia de Beatriz, ¿cómo no estaba enterado de la participación de Rigante en la fiesta de Mandelsson? ¿Qué le costaba aguardar media hora y trabajar sin trabas? Ríos se despidió de Beatriz con el teléfono y la dirección del gabinete de Francisca Smith, siguiente pista. Descartó pasar por el gabinete un domingo. La chica era joven, 24


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habría disfrutado de la noche del sábado, podía esperar hasta la tarde para llamarla. Daba tiempo para comer una hamburguesa al paso y dormir siesta, las ideas se aclaraban tras el sueño. Considerando que sus decisiones habían sido muy inteligentes hasta el momento, adoptó ese plan y marchó hacia el centro. ¿No convendría llamar a Trueba por si la chica se escapaba tras el llamado telefónico? El comisario podría adelantarse y estropear su investigación, mejor confiar en su habilidad para manejar el interrogatorio. Bajó del coche en busca de su hamburguesa, ¿por qué no había preguntado a Beatriz la causa por la que Rigante había tomado la póliza? Necesitaba un antídoto para interrogar a esa mujer. La siesta se prolongó hasta la seis de la tarde, a esa hora ya no tan cálida. Ríos se vistió previendo la posibilidad de una cita con la masajista. Poseía arma y licencia pero la dejaba guardada; no hizo una excepción, ¿quién concurre armado a la cita con una mujer hermosa? Cita que no tenía por el momento. Sólo ideas para conducir el interrogatorio sin asustar a su sospechosa principal. La voz de la chica le sonó tan antipática como lo anticipara la mamá de Faustina. ¿Cómo obtenía clientela si trataba así a quienes la llamaban? El plan de Ríos no era tan tortuoso como para hacerse pasar por un cliente sino proponerle una entrevista para hablar de Beatriz, sospechosa del asesinato de Rigante. No pudo ser. La voz de la chica decía “Hola” y hacía una pausa; luego señalaba que era un contestador. Ríos no podía utilizar su capacidad de convencimiento en el vacío sin saber cuándo el mensaje llegaría al receptor. Sin otra opción para proseguir su investigación, escogió pasar por el gabinete para estudiar el panorama, el lunes iría a visitarla. Antes que se pusiera en marcha, recibió un llamado del abogado Kivosi, interesado en definir un viejo debate planteado entre ambos, la supremacía de la Heineken o de la Stella Artois. El debate proseguía inconcluso tras la tercera ronda de cata. Kivosi propuso continuar estudiando el tema en 25


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Aquarium, un cabaret que continuaba funcionando a pesar de la prohibición oficial, enmascarado como un pool bar. Ríos asumió que Beatriz le ocupaba el cerebro y no la expulsaría acostándose con una puta. Declinó la invitación, felicitándose cuando recordó que su billetera estaba en peligro de extinción; Kivosi pagó la cuenta en el bar antes de marcharse con rumbo a la ruta. Se encendían las luminarias de la calle. Antes de enfrentar su noche de fideos y película de Bollywood, recordó su proyecto anterior y condujo hacia el gabinete. Mariano Moreno, barrio de clase media, al noreste de la ciudad. Desde fuera parecía un local comercial, vidriado, con cortinas. Sobre el vidrio, en letras azules: “Francisca Smith – Kinesióloga – Mat. 1283/2009”. Ríos estacionó, descendió del coche y se apoyó en el capot para fumar un cigarrillo. Sin saberlo, se comportaba como un actor preparando su momento de escena; tenía la información del personaje, la voz, su imagen y ahora se ponía en contacto con el escenario. Trató de aprovechar ese momento para reflexionar sobre el caso; no se le ocurrió nada más que buscar una excusa para volver a ver a Beatriz. ¿Le preguntaría cómo había terminado con un tipo capaz de hacer esa apuesta vergonzante? Pisó la colilla contra las baldosas de la vereda. Entonces vio la luz. Era una luz muy pequeña, como la de una lámpara puntual de las que se usan en el cine o en los teatros para manejar los equipos técnicos. Si había luz, había alguien –no se le ocurrió que podía tratarse de un olvido–. Hizo sonar el timbre. Después golpeó el vidrio. ¿Debía llamar al comisario? Dudaba cuando tanteó el picaporte; la puerta se abrió. Pasó y la cerró, corrió las cortinas. La luz provenía de un sector ubicado detrás de un biombo. Tanteó, dio con un interruptor. Encendió las luces del techo. Vio dos pequeños bancos, acolchados, para la espera. Algunos pósters, un pequeño escritorio y una silla detrás. Sobre el biombo de machimbre, un título que resaltaba: Francisca Smith – Kinesióloga. Avanzó, cruzó el biombo y vio el cadáver antes que nada; la luz tenue de una lámpara movible de escritorio daba sobre el rostro pálido y rígido. Estaba extendida desnuda so26


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bre la camilla. La zona del cuello, morada. ¿Tenía razón Beatriz, habían utilizado a la chica como cómplice? Rigante sabía de ella, pudo franquearle la puerta y así evitaron las alarmas. A la hora del pago, había recibido una moneda distinta a la que esperaba. En el cuarto de masajes, además de una puerta que daba a un baño, había una mesa pequeña, una agenda y un teléfono, que Ríos utilizó para llamar esta vez sí a la policía. Tenía unos cinco minutos para fabricar una historia que justificara no haberlos llamado antes. Era incoherente que esa joven estuviera muerta. Tan bella que parecía una caricatura, el rigor mortis la favorecía, ¿las tetas serían naturales? No podía cubrir el cuerpo para no enturbiar la escena del crimen. Salir de ahí para evitar más pensamientos morbosos fue lo primero que se le ocurrió. Al quitar la vista del cuerpo volvió a ver la agenda. ¿Ocultaría pruebas? No llevaba guantes, tomó la lapicera que halló en el escritorio y con ella pasó las hojas. Al final, un listado de direcciones. Tomó su celular. Encendió la luz central, muy fuerte. Fotografió las direcciones y los turnos de la última semana. El viernes estaba en blanco y el jueves… había atendido a Beatriz, por la mañana. Las sirenas de la policía comenzaron a escucharse. Guardó el celular y halló la excusa; en el móvil de la kinesióloga encontrarían su llamada perdida, podía utilizar con la policía el mismo pretexto que había planeado para obtener una cita de Francisca Smith: conocer más de Beatriz Herrera, las mujeres confían mucho en sus auxiliares de belleza. Aguardó en la parte delantera, de pie para no dejar más huellas. El comisario Trueba ingresó, seguido por dos oficiales que no conocía. Otro patrullero se detuvo, un tercer auto estacionó más lejos. De cuatro fiscales, justo estaba de turno D’Ambroggio. Ríos no podía decir que la suerte lo acompañaba en su primer homicidio. Permaneció delante en tanto Trueba y su gente exploraban el otro cuarto; allí recibió a D’Ambroggio. Se apresuró a estrecharle la mano al notar que evaluaba expulsarlo de allí. D’Ambroggio saludó y pasó también al interior, desalojando 27


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a los dos agentes. Ríos salió a fumar. Le ocultaba información a la ley, estaba mintiendo incluso, ¿por qué?, ¿qué ganaba con resolver un caso que no lo beneficiaba? Tenía claro que Beatriz no era la asesina, única culpable que excluía la responsabilidad de La Seguridad S.A. permitiéndole obtener un bono suculento. No se había respondido cuando Trueba se le acercó, con D’Ambroggio unos pasos por detrás. Varias veces se había cruzado con el corpulento fiscal en sus accidentes de tránsito, no tenía una buena opinión de sus habilidades. –Ahora explíqueme que estaba haciendo acá. Ríos respondió con aplomo. –Fui a entrevistar a la viuda, en la conversación salió que tenía contracturas y así averigüé que la muerta era quien le hacía masajes. Recordé entonces que las mujeres suelen confiarse con quienes se ocupan de sus cosas personales, las peluqueras, las cosmetólogas. Le pedí los datos de ellas, para de esa manera conseguir más datos sobre la viuda. La mujeres se suelen abrir ante… Trueba lo interrumpió, evitándole las redundancias. –Muy buena idea, veo que considera a la mujer como culpable y con esto todo cuadra. Nunca había considerado a la esposa como culpable y no comprendía cómo podían cuadrar las cosas con este nuevo crimen. D’Ambroggio se acercó oliendo a caso resuelto sin esfuerzo propio. Trueba se complació en detallar su hipótesis. –La viuda establece una coartada y esta mujer asesina a Rigante, a cambio de dinero. La mujer es masajista, tiene brazos fuertes, puede imponerse a un hombre. Cuando la viuda supo que la visitaría, la asesinó para evitar que la delatara. Si hubiera venido más temprano o si nos hubiera llamado, como correspondía, esta joven estaría viva. D’Ambroggio expresó su desprecio por Ríos con una mueca y escupió hacia un costado, patético grandulón. El razonamiento era muy básico –sin incluir los cuadros desaparecidos, que la policía ignoraba. Ríos se dispuso a contrarrestarlo. Comenzó por dejarse bien parado él, como correspondía. 28


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–Primero que nada, no podía venir antes porque el gabinete no abre los domingos; lo pensaba hacer mañana. Pasé para confirmar la dirección y vi la luz encendida. Luego, la mujer pudo ser fuerte, pero Rigante no murió por la fuerza sino de un disparo. Y, si la mujer era fuerte, ¿cómo se explica que una persona más débil, como la viuda, pudiera estrangularla? Trueba buscó el auxilio de D’Ambroggio, quien no lo socorrió porque estaba muy ocupado con los mocos de su nariz. Ríos arrojó el cigarrillo al piso, quería escaparse y estudiar el contenido de la agenda que había rescatado. –Voy a seguir investigando, preguntaré a su peluquero. Trueba lo detuvo. –Usted no sigue investigando, no quiero más cadáveres; me manda los datos de las personas que atendían a la viuda y yo me encargo. Casi sonrió, ¿qué mejor excusa para una visita a Beatriz? Caminó hacia el coche; la voz de Trueba lo detuvo otra vez. –Ah, Ríos, encontramos la explicación del traje; investigando, hallamos que en la noche del crimen hubo una fiesta de disfraces muy importante, hacia allí se dirigía Rigante cuando lo asesinaron. Por cosas como esa le ocultaba información a la Policía, el domingo averiguaron lo que el resto de la ciudad conocía desde el viernes. La mención a la fiesta le hizo ver a Faustina, la eterna chica con su disfraz de princesa, su maquillaje recargado, sus ojos acuosos, esperando en vano, sin que su madre se atreva a decirle que la carroza se había vuelto calabaza otra vez. –La declaración se la tomo en la Comisaría, nos vemos en media hora –agregó D’Ambroggio, recordando su papel en la investigación.

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La noche resultó una pérdida de sueño. Cerca de las cinco de la mañana terminó su declaración ante el fiscal. Durmió unas horas, bebió un café doble para ponerse en sintonía con la mañana del lunes y fumó un par de cigarrillos. Cuando se consideró despierto, se colocó una pastilla de menta en la boca para matar el aliento a tabaco y enfiló a San Vicente. Llamó el encargado, pidiendo novedades. –Vamos, Ríos. No queremos pagar ese seguro, acá hay algo turbio sin dudas, haga su trabajo. ¿De pronto lo trataba de usted? Subió el tono, no lo correría un encargado de oficina por más universitario que fuera. –¿Presentaron ya el reclamo para cobrar la póliza? –No, todavía no lo presentaron. –¿Cuál es el apuro entonces? Aunque lo hubieran presentado, ¿tengo que recordarle que la compañía puede excusar el pago mientras existe una investigación policial abierta? Cortó sin oír la respuesta, que no le rompiera las pelotas. Beatriz lo atendió sin intermediarios. Estupenda, calzas negras, musculosa turquesa, vincha negra. A punto de correr, el esfuerzo físico liberaba su mente. Ríos le comunicó la mala noticia: Francisca Smith había sido asesinada, estrangulada casi con seguridad. Trató de hallar más detalles para prolongar la visita; desde el sillón en que se ubicaban veían el jardín delantero, los pinos y fragmentos de calle, a través de los huecos en el enramado. La viuda recibió la novedad con tristeza, sin mayores reacciones. Era una empleada, casi. Ríos preguntó por sus hijos temiendo que cayera la imagen de su Dulcinea; estaban de vuelta en la Capital con sus estudios, le había parecido lo mejor para que pasaran el mal momento. Beatriz tampoco encontró motivos por los que Francisca estuviera en casa con Rigante la noche del crimen, los había 31


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buscado desde que Ríos la notificara. No hubo celos ni enojo al decirlo. Recordó que debía pedirle los nombres de peluquero y cosmetóloga, para Trueba. Creó otra excusa: quizá habían matado a Francisca para implicarla, sería bueno advertir a otras personas que trabajaban para ella. –Perdón por la intromisión, pero es en su beneficio, ¿no podría darme el nombre de su peluquera, de su cosmetóloga? Sí, claro que podía, y también podía ofrecer su magnífico fin de espalda mientras iba en busca de lapicera y papel. ¿Esa delicia con Rigante? Inconcebible. Huyó de aquella casa con el cerebro perdido. Detuvo el auto, llamó a Trueba. Le pasó los nombres y teléfonos de la peluquera y la cosmetóloga. Una silueta de mujer en la vereda opuesta. Beatriz, trotando rumbo al club. La miró pasar y la siguió hasta que se perdió, cuadra y media después, al doblar una esquina. Muerta Smith, no tenía por dónde seguir. ¿Cómo no? La mujer lo estupidizaba. Dos opciones para ese mismo instante; volver a la casa Rigante y averiguar el porqué del encono entre Emilia y Beatriz, o interrogar a Ermindo: dando con el comprador de los marcos, daba con el asesino. Emilia hablaría mal de su Beatriz, Ermindo estaba pared por medio con su almuerzo y su siesta. Relajado, escogió un menú para encargar; negativo, debería conformarse con lo que tuviera en casa, los motomandados no recibían tarjetas. ¿Y si habían asesinado al viejo Ermindo? Como la Smith, era un cabo suelto. Aceleró. Imposible, lo hubiera oído desde su casa. ¿Cómo oír un estrangulamiento? Bajó corriendo del coche y la emprendió a los golpes con la puerta del viejo. Se agitó. Detuvo la actividad para recuperar el aire. Oyó la voz. Alivio. –Soy yo, Ermindo, perdón. El viejo lo hizo pasar por el costado. Trabajaba en el galpón del fondo, una edificación baja, llena de maderas, sierras y otros enseres. Ríos le explicó su temor; el hombre, con la cintura de sus pantalones a la altura del ombligo, rió.

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–Tengo ochenta y dos años, pibe, ya es hora, no te preocupes por mí. Faustina, Ermindo, ¿cuántas criaturas inocentes heridas por esta sociedad? El viejo propuso unos mates. Miró la hora. Modificó su invitación, tenía unos muslitos de pollo para poner sobre el disco, allí mismo, en el pequeño patio entre el fondo de la cocina y el galpón. Ríos se felicitó por haber comenzado por Ermindo. A la sombra, entre bocados y tragos de vino –Ermindo tenía siempre provisión de vino–, el viejo describió al hombre de los marcos. Le hubiera encantado que se pareciera al ingeniero Talamonti pero no hubo manera de hacerlo coincidir con un hombre morrudo, bajo, de treinta años. Como no facturaba, el viejo no pidió muchos datos. El otro dijo llamarse Marcos Paz, como el pueblo; Ermindo no sospechó. Vino una vez, regateó los precios. Después trajo las medidas. El martes, casi una semana atrás, se los había entregado. Los cargó en una Ford Eco Sport, negra. –No, pibe –un placer agregado al visitar a Ermindo, sentirse como un pibe–. No anoté la patente, ¿cómo podía imaginar que los usarían en un delito? La siesta se estiró hasta las seis de la tarde, horario que se estaba volviendo habitual. No hubo sueños ni pesadillas. Bajo la ducha pensó en el hombre descripto por Ermindo, ¿serviría Facebook? Si Francisca Smith era su cómplice, podría estar entre sus contactos. El criminal no era un ladrón chapucero ni un asaltante vulgar. Trabajaba rápido, el martes recibió los marcos y el jueves ya tenía las copias enmarcadas para el cambiazo. Dos preguntas le impedían la total concentración en el hombre morrudo; ¿por qué no habían aguardado que partiera Rigante y por qué éste había tomado la póliza? Primero, cerciorarse. La policía quizá tuviera confirmaciones de la autopsia de Smith y los estudios posteriores a Rigante, si los habían encargado. A la comisaría. D’Ambroggio en la puerta, comiendo un alfajor que dejaba migas en su traje. –Vamos a hacer una detención –dijo el fiscal.

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Ríos atravesó el umbral; se topó con el comisario, que llevaba en sus manos una serie de papeles. –Llegaron las pericias de los celulares, usted se comunicó ayer con Smith. No se dejó amedrentar por el tono del policía. –Por supuesto que la llamé. ¿Cómo iba a concertar una cita si no? Cuando me di con el buzón de voz, corté y decidí pasar por el gabinete cuando estuviera abierto. No quería molestarla un domingo. Trueba lo estudió con ganas de ponerle bien en claro que para la policía no existían domingos y que no era cosa de preocuparse por molestar a la gente, pero su euforia fue más poderosa que la molestia por el tono del inspector de seguros. –No importa, lo que vale es que periciamos el celular de Rigante y tenemos a la asesina, una tal Faustina. La ira del Señor se descarga sobre los más débiles. El comisario continuó dando detalles de su perspicacia. –El mensaje provino de un tal Talamonti, tenemos la dirección y vamos para que nos dé la dirección de la asesina. Ríos no podía permitir que le cayeran a la pobre vieja y a su hija. Habló alto. –No puede ser, Faustina no puede matar a nadie ni planear un asesinato. Trueba estaba en la vereda, apurando al fiscal, cuando escuchó al inspector. Si llegaban a Talamonti descubrirían lo que les había ocultado. Tenía que mentir, por Faustina, por su madre y por él mismo. Y mentir no se le daba mal a Ríos. –Faustina es una chica de cuarenta años con síndrome Down, incapaz absoluta de pergeñar un crimen. Rigante le había prometido llevarla a la fiesta, por eso Talamonti lo llamó, al ver que no llegaba. El comisario enfureció. –¿Cómo se guardó eso? ¿A qué está jugando Ríos? ¿Quiere que lo meta adentro por obstaculizar la acción de la Justicia? –¿A qué se cree que venía para acá? A contarle lo que había averiguado. 34


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El comisario reprimió el deseo de pegarle y cruzó los brazos para oír la explicación. El fiscal, en Babia. Ríos supo que la batalla estaba ganada. –Cuando usted me informó de la fiesta del jueves, contacté a un conocido que había estado. Obtuve el nombre de Talamonti, quien me comentó que Rigante había invitado a Faustina, esta chica Down. Fui a su casa. La madre, una mujer mayor, había llamado a la casa del hacendado al ver que eran las diez y no llegaba. La atendió el contestador. Precisamente venía para traerles ese último dato, el único importante, porque indica que Rigante estaba muerto antes de las diez. Largo el párrafo. Como un actor, lo dijo sin quedarse sin aire y sin transpirar. D’Ambroggio protestó, pretendía realizar la detención. Trueba se tragó el insulto que merecía; él no sería tan idiota de detener a una incapaz como autora y planificadora de un asesinato tan complejo. Se dirigió al interior de la comisaría; Ríos lo siguió. Averiguó que la muerte de Rigante estaba establecida entre las ocho y las once. Smith murió estrangulada. Tampoco había tenido sexo antes de morir. Estimaban su muerte entre la tarde del sábado y la mañana del domingo. Ríos se despidió. Pasó por la oficina de La Seguridad S.A. Quizá adelantaran el depósito de sueldo. No estaba el encargado, no habría depósito. Cerca del cierre, quedaba Marta, la telefonista. La chica no era de las más despiertas; Ríos sospechaba que el viejo tenía algo con ella, los hombres con la edad se vuelven menos exigentes. Marta no estaba del todo mal. Parecía un policía, obsesionado con el sexo. Llegó Pastoral, un vendedor. Saco y camisa desprolijos. Preocupado, casi paranoico. Preguntó por Plietti; pareció aliviado ante su ausencia. Se sentó. Colocó un portafolio sobre sus rodillas, extrajo unas pólizas. Ríos se despidió, intrigado por la conducta de Pastoral aunque no lo suficiente para quedarse a ver qué ocurría. Tampoco era muy extraño que otro del plantel sufriera por la actuación de Plietti. * Llamado de Rubicalba, urgente, asado en el taller. Ríos bendijo su suerte, otra comida ahorrada; podía buscar a su sospe35


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choso entre las fotos de la Red más tarde. Marchó directo; ya en la vereda fue estimulado por el aroma. Dentro del galpón se sorprendió, no era cualquier asado, era un matambre relleno, a las brasas. De la emoción, abrazó al colorado Rubicalba. Había tres coches en el taller, uno de ellos un Audi. El matambre tuvo explicación: el colorado no aceptaba un coche sin pedir un adelanto, este incluyó cuatro botellas de un malbec muy bueno. En plena inspección del brebaje apareció Lupines; cargaba con Fernet, coca y cubitos. Sólo faltaba el abogado Kivosi. Lupines dejó un Fernet preparado y comenzó a hablar de Rigante; para el ferretero, estaba claro que lo mató la viuda y que había pagado para tapar todo. Ríos soportó la tentación de responder; cuanto menos dijera, menos se conocería su participación en el caso. El colorado apoyó la tesis de la viuda homicida. Se negaban a creer que quedara sin resolver la muerte de una persona de tanto dinero a menos que existiera más dinero para callar a la justicia. –Pensalo, si alguien puede matar a un ricachón como éste sin que la policía sepa quién fue, ¿qué queda para uno de nosotros? No, taparon todo con más plata, dalo por seguro –Lupines era tajante. Ríos se preguntó si ese pensamiento estaría expandido en la población y si no redundaría en presiones hacia D’Ambroggio para condenar a la viuda. No, estaba clara su inocencia. Los otros desconocían el robo de los cuadros. El abogado Kivosi apareció bastante alegre, cuando el matambre estaba a punto. El crimen dejó paso a una jugosa anécdota de cuernos protagonizada por el mismo abogado. Los detalles de Kivosi volvían poco creíble la historia, pero el abogado tenía una manera de contar que cautivaba, al punto que poco importaba si era cierto que decía. Como no podía resistir la tentación de exhibir su celular, terminó la anécdota mostrando fotos de la mujer en cuestión, una rubia muy apetecible, de unos treinta años. Kivosi continuó mostrando más fotos; en una de ellas apareció un hombre morrudo que respondía a la descripción de Ermindo. El abogado apagó el celular, esas fotos no venían a cuento. Ríos le pidió que se la 36


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mostrara de nuevo. Buscó la mejor inclinación para ver con claridad. Se llamaba Enrique Cierts, según Kivosi. La foto había sido tomada en una visita que el abogado hizo con su familia a una muestra de fotos. Este Cierts era fotógrafo; el abogado agregó que era muy requerido por la gente con dinero. –¿Por qué te interesa este tipo? –No, nada que ver, me confundí. Pensé que era uno que chocó con un cliente la semana pasada, pero ese era corredor de autos. Ya va a aparecer. Kivosi guardó el celular y continuó agregando detalles a su aventura. Repitiendo el nombre para memorizarlo, Ríos se concentró en el matambre relleno.

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Para la mañana siguiente –martes abúlico, ventoso y nublado–, había establecido posibles relaciones entre el nombre y el hecho. Era presumible que un fotógrafo supiera enmarcar con velocidad, que le fuera fácil obtener copias de cuadros. También era esperable que conociera de pinturas. La observación era parte importante en su trabajo, con una vez que hubiera estado en casa de Rigante, (muy probable si era el fotógrafo que todos querían en sus fiestas) le bastaría para conocer la ubicación de los cuadros. Cierts era el sospechoso perfecto. Antes de confrontarlo, quería desentrañar el porqué del asesinato innecesario. La única explicación era que lo había matado para desviar las sospechas hacia la viuda. Como buen inseguro, repasó qué le faltaba establecer. Primero, que hubiera estado en la casa. Segundo, ¿cómo había conocido los movimientos? Mediante Smith, su cómplice, quien lo había hecho pasar. Smith había atendido ese jueves a Beatriz, la viuda le confiaría que se viajaba a Capital. Tercero, hallar el vínculo con Smith. Recordó las fotos de la agenda. Conectó el celular a la computadora y halló en la C de la lista de contactos, el teléfono y la dirección del fotógrafo. ¿Qué mejor que pasar por lo de Beatriz para esclarecer la primera de sus dudas? Se duchó, se afeitó, se vistió con un pantalón y una chomba con cocodrilo. Agregó la campera de gabardina, por el viento. Llamar a la oficina por el depósito del sueldo lo expondría a Plietti y sus presiones, lo dejó para más tarde; era demasiado pronto para invitar a salir a una viuda tan reciente. Tras una última mirada al espejo, marchó hacia San Vicente. Emilia le informó por el portero eléctrico que la señora no se hallaba, había marchado al campo y pasaría allí la noche. Desanimado, le agradeció la información. Al despedirse recordó que además de encontrarse con una bella mujer tenía 39


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una investigación que resolver; Emilia bien podría eliminar sus dudas. De paso podría conocer su versión de la antipatía mutua que se dispensaba con Beatriz. Le pidió hablar. Emilia alegó que tenía tareas, Ríos mencionó a la policía y el portero sonó. Se sentaron en la sala; Emilia parecía disponer como dueña al faltar su patrona. ¿Por qué estaba nerviosa la mujer? No podía controlar sus manos. –Seguro que le habló mal de mí, seguro que me quiere culpar del asesinato del señor. Yo no hice nada, llamé a la kinesióloga como me pidió el señor y me fui a las ocho de la noche. –¿A la kinesióloga? ¿A Francisca Smith? –Sí, a la que atiende a la señora, no conozco otra; el señor tenía un dolor de espalda que no podía más y tenía una fiesta. –¿El señor se atendía habitualmente con Smith, se veían? –Por favor, el señor tenía una salud de acero; ese día había tenido un golpe en el campo, al bajarse del caballo. Y el señor no era como la otra, el sí era fiel. El encono hacia su patrona la hacía delirar, ¿tenía sentido continuar un interrogatorio tan viciado de parcialidad? La mujer continuó sin necesidad de nuevas preguntas y sin percibir cómo molestaban sus dichos al inspector de seguros. –Ella sabe que yo sé que lo engañaba, por eso me quiere echar. Había que terminar con esa cuestión, eludir la imaginación de la doméstica y confirmar una visita del fotógrafo a la casa. –Cierts… La mujer lo interrumpió, moviendo el dedo índice con determinación. –Ese, ese, el fotógrafo, ¿usted también lo sabe? –¿Qué dice? El fotógrafo tenía diez años menos que Beatriz. Aunque ella lucía diez años menor. Pero la doméstica la odiaba. 40


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Cierts había ingresado con Smith, figuraba en la lista de contactos de la kinesióloga. –Viene de largo, yo me di cuenta en la fiesta del egreso de Hernancito, a fin del año pasado, cuando lo metió acá para hacer fotos. – ¿Muchas fotos? –En la sala más de diez, en el dormitorio del señor, en el escritorio incluso, artísticas decía. Muy buena oportunidad, una foto en cada cuadro para individualizarlos bien y hacer las copias. A Emilia las fotos la tenían sin cuidado. –Yo vi bien como se miraban esos dos, a espaldas del pobre señor Hernán. Por eso me odia y me quiere echar, porque sabe que yo sé que es una puta que engañaba al señor. ¿Quebraría la imagen que se había formado Ríos de la viuda? –Pero Emilia, para decir eso tiene que tener pruebas, algo más que miradas, ¿los vio hacer algo? –No, pero no lo necesito. Esas miradas decían todo. Un invento de la vieja criada que buscaba un culpable para descargar su dolor por la muerte del señor. Había que volver al jueves fatídico. Ríos tenía en la mente el bosquejo de lo sucedido. Aprovechó para definirlo mejor. –¿A qué hora dijo que vendría la kinesióloga, se acuerda? Emilia pensó. –Me fui a las ocho, la llamé cuando salía, creo que dijo en media hora o en una hora. Tiempo suficiente para combinar con Cierts y aparecerse con los cuadros. Un pequeño detalle, ¿cómo pudieron prever que Rigante se golpearía? No era importante, estarían al acecho de cualquier incidencia. Aunque los marcos los llevó esa misma semana. ¡La puta que eran complicados los asesinatos! * Plietti lo llamó cuando circulaba sin tener en claro su destino. Detuvo el coche, el encargado quería novedades, ansioso por 41


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culpar a la viuda. ¡Lo que hubiera dado por conocer la opinión de Emilia! Ríos pensó en mandarlo bien lejos pero recordó el depósito; le dijo que estaba tras una pista muy firme y luego le preguntó si ese día se harían los pagos. –Hay tiempo hasta el diez para pagar los sueldos, Ríos, preocúpese por hacer su trabajo que yo el mío lo sé hacer. Los depósitos los hacía el cinco. Plietti se vengaba de sus propios dichos. Cortó muy molesto, debería vivir una semana a crédito. Maldijo a Plietti, a Seguros La Seguridad S.A. y a cuanto apellido ilustre le vino a la mente. ¿Cómo lograría que Cierts confesara? Los policías no habían hallado huellas, no podía colocarlo en la escena del crimen. El testimonio de Emilia reforzaba el de la madre de Faustina; era importante para poner a Smith en esa sala, pero no para ubicarlo a él. ¿Habría sido tan cuidadoso en el gabinete? Llamó a Trueba. Nada, sólo Beatriz Herrera lo había llamado para conocer si sabían más del crimen. D’Ambroggio estaba enfadado, quería la resolución cuanto antes –jugaba al golf con varios terratenientes amigos de Rigante, incluido el presidente de la Sociedad Rural–. La peluquera y la cosmetóloga fueron interrogadas sin entregar aportes significantes. El comisario sonaba desconcertado; no sabía por dónde buscar al cómplice de Smith, la entregadora. Ríos no estaba preparado para mencionar a Cierts sin descubrir lo que había ocultado. Calló. Tanto, que casi cortó la comunicación sin averiguar lo que se había propuesto. No, no había huellas en el gabinete; en realidad había tantas que no valía la pena identificar a todas, Smith tenía una clientela nutrida e importante. Las marcas del cuello no habían dejado impresiones dactilares ni rastros de ADN. Ríos dejó al preocupado comisario. Intuyó que no sólo D’Ambroggio estaba presionado. ¿Debía mostrarse duro con Cierts? Lo correcto hubiera sido informar al comisario, pedir una orden de allanamiento y acudir con la policía al estudio. ¿Estarían los cuadros todavía? Se iluminó; había asesinado a Rigante para que no se supiera del robo. De no haber descubierto él mismo los marcos, hubieran pasado meses sin que notaran el cambio, si lo nota42


El cadáver disfrazado

ban. Decidió improvisar, no podía seguir vacilando y dando tiempo al asesino para fugarse. El estudio quedaba sobre la avenida Pringles, camino a la salida de la ciudad. Una casa con el garaje adaptado, frente vidriado con cortinas y puerta al costado, una marquesina que destacaba su nombre sobre un fondo de colores luminosos. Poco estudio para tanto precio. Frente al garaje, una Eco Sport negra. Buscó el timbre; notó que la hoja de la puerta no alcanzaba el tope. ¿Daría con otro cadáver? Avanzó con cautela, volvió la hoja a su lugar. Aquí también un tabique de machimbre dividía en dos el estar. Pudo ver luces pendiendo del techo, una tela blanca que se descolgaba. Las luces del interior mostraban dos sombras moviéndose, un hombre y una mujer. El hombre tenía un celular en su oído, hablaba tan bajo que no pudo oírlo. La mujer aguardaba con los brazos en jarra. Ríos se agachó junto al extremo del tabique. Quedó estupefacto al ver a la mujer; ¿Beatriz había llegado a su misma conclusión y se había atrevido a venir sola a enfrentar al asesino? Mujer insuperable, tan bella con su jean ajustado y la blusa con breteles negra, hasta la carterita era sexy. ¿Por qué no había salido él con un arma si sabía que se enfrentaría a un criminal? ¿Cómo podría defender a Beatriz? Sólo atinó a poner su propio celular en modo filmación, podía ocultarse mejor y dejaría grabada la escena para apoyar los testimonios de la viuda –si es que salían vivos, cuestión que no se planteó–. El hombre bajó el celular y se volvió a Beatriz. –Te juro que pensaba decírtelo. –Hijo de puta, nunca me quisiste, ni siquiera fui un polvo. Me usaste para robarte los cuadros. –Te juro que no Beatriz, lo hice para que pensaran en un robo y quedaras libre de sospechas. –Pelotudo de mierda, te dejé todo servido, las llaves, mi marido solo, tenías que esperar a que se disfrazara y así, inmóvil, darle un tiro. ¿Para qué lo ataste? –Calmate Betty, tampoco fue tan perfecto. Las que pasé escondido cuando llegó la masajista, ¿qué tenía que hacer ahí? 43


Juan Pablo Goñi Capurro

La mujer era dura, no le permitió variar el eje de la discusión. –Y la dejaste ir, sin saber si te había visto. –Pero después te hice caso y la maté, ¿o no? Beatriz decidió acabar con el diálogo. –Basta de mentiras Enrique, esto es el final, me traicionaste, me usaste, ¿cuándo pensabas decirme lo de los cuadros? ¿Cuándo estuvieras bien lejos con la plata? Casi me muero cuando vi lo que habías hecho. Demudado, Ríos vio que Cierts adelantó los brazos hacia la viuda; ella extrajo un revólver de la cartera y disparó uno, dos, tres balazos. Ensordecido, retrocedió hasta la puerta y salió. Corrió a su vehículo y llamó a Trueba. Beatriz abandonó el estudio acomodándose el pelo, caminando con seguridad. Cruzó la avenida, se dirigió hacia un coche estacionado en la vereda de enfrente, junto a una casa de comidas rápidas. Desde allí observó el panorama, luego se introdujo en el comercio. ¿Nadie había oído los disparos? Se oyeron las sirenas policiales. Beatriz regresó a la calle con unas bandejas envueltas y subió a su coche. No era necesario seguirla, Ríos tenía en su poder todo lo que necesitaba. El resto era cuestión de Trueba y de D’Ambroggio. ¿Por qué la mujer había hecho que Rigante sacara esa puta póliza si pensaba asesinarlo? No imaginó que la respuesta a ese último interrogante había estado siempre muy cerca.

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El miércoles la oficina de Seguros La Seguridad S.A. era una fiesta. Hasta el viejo Pérez se hizo presente para informarle a Ríos que había obtenido el mayor bono de su carrera en la empresa. Marta sonreía por contagio y Plietti, más encargado de oficina que nunca, le informó que acababa de depositarle el sueldo. Ríos aceptó los cumplidos con cierta frialdad, buscando irse rápido, molesto por no compartir la felicidad general. Cuando Plietti llevó al viejo a un costado, aprovechó y se fue. En la vereda se dio con Pastoral, el vendedor que parecía al borde del suicidio en su último encuentro. Pastoral, que lucía de muy buen aspecto, lo abrazó hasta sofocarlo. –Me salvaste la vida, Ríos, me salvaste la vida. Lo volvió a abrazar; esta vez Ríos se lo quitó con cierta brusquedad. –Dejate de pavadas, Pastoral, ¿cómo te voy a salvar la vida?, ¿qué estás diciendo? Cuando logró controlar su emoción, el vendedor le contestó. –Yo vendí la póliza de Rigante, Plietti me despedía si había que pagarla. Viste como es, hizo una fiesta cuando la vendí y me quería matar cuando lo asesinaron. Había dado con quien podía quitarle su última incógnita. –¿Vos fuiste el que le vendió la póliza? –Claro, anduve casi una semana con el culo a dos manos. –Hay algo que no entiendo, ¿para qué quería una póliza Rigante con todo lo que tenía? Pastoral sonrió, contento de satisfacer la duda de su salvador. –No es que él quisiera una póliza. Mi viejo trabajaba en la estancia de Rigante, entonces él me compró la póliza como 45


Juan Pablo Goñi Capurro

un favor, si no se la vendía no llegaba al cupo mínimo. Pastoral volvió a abrazarlo y luego corrió a sumarse al festejo de la oficina. Ríos permaneció un instante en la vereda, observando el andar liviano y feliz del vendedor. El responsable de que fuera involucrado en la investigación de un homicidio. El culpable de su encuentro con Beatriz. No podía ser duro con el muchacho, también era partícipe del mayor bono que había recibido en su carrera. De alguna manera, financista del próximo asado en lo del colorado Rubicalba. ¿Tendría que invitarlo? ¡Basta de interrogantes! Subió al coche y enfiló para el taller.

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Este misterio fue resuelto en diciembre de 2016, en BogotĂĄ, Colombia. Luego fue impreso en marzo de 2017 en Montreal, QuĂŠbec. Los kodama fueron testigos presenciales.



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