fanZine 3 _ febrero 2013

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¿Conocéis estos refranes?: “No hay dos sin tres” y “El hombre es el único animal que tropieza dos veces en la misma piedra”. Seguro que no. Como todos los lectores de esta revista, ni qué decir sus autores, vuestro cociente intelectual debe estar rozando el cero absoluto, que aunque no es alcanzable, siempre es bueno estar cerca. Esa es nuestra sagrada cruzada, acercaros más y más a ese cero absoluto. Ya que no tenemos lo que hay que tener para poner una caricatura de Mahoma, al menos nos distinguiremos por luchar para alcanzar nobles metas. Pues el caso es que yo tampoco conocía esos refranes, ni siquiera los entiendo, pero los he visto por ahí, y me he dicho “vamos a rellenar el hueco que tenemos para este número”. Quizás alguno le busque “los tres pies al gato”, alguna explicación coherente. No presumáis, no la hay. No os engañéis, aquí coherencia... poca o ninguna. Lo de los refranes es curioso. Si hay un refrán que afirme algo, esa cosa se toma como una verdad absoluta en nombre de la sabiduría popular, aunque luego haya dos refranes que se nieguen absolutamente. Ya no sé qué más decir, ¡joder!. Tiraré por refranes... Como “segundas partes nunca fueron buenas” hemos estado preparando el tercer número de la revista para que sea aun peor que el segundo, repitiendo los mismos errores, tropezando en las mismas piedras. Hemos escrito “despacio porque teníamos prisa” pero “no por mucho ralentizar ha salido el número más temprano” y como “no está hecha la revista para la lectura del asno”, pues la hemos sacado así, tal y como ha quedado, con la esperanza de que sea de vuestro absoluto desagrado. Si con su lectura conseguimos que no durmáis bien o que os salga una almorrana, nuestro esfuerzo habrá merecido la pena. Contáis con todo nuestro desprecio.

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CAPÍTULO 1. LAS VARIACIONES GOLDBERG. Era de noche, noche cerrada como se decía por aquí, y la luna se reflejaba en el tranquilo océano, ni siquiera el barco en el que viajábamos perturbaba su calma. El barco se llamaba Laika. Siempre me han gustado los barcos con nombres significativos, me dan seguridad y tranquilidad y aquel barco, a pesar de las huellas de la edad en alguna que otra pared desconchada o en algún molesto ruido del motor, seguía tan fiable como el primer día. Miraba al mar, recuerdo que lo miraba sentado en un sillón forrado en terciopelo. Solo apartaba la vista de la tranquila noche para encender o apagar uno de mis cigarrillos. En un viejo tocadiscos sonaban Las variaciones Goldberg de Bach, y eso, unido a la tranquilidad de la sala común del barco donde solo quedábamos un par de hombres leyendo o simplemente pensando, daba como resultado una noche perfecta.

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Serían casi las tres y cuarto de la madrugada. Apagaba mi último cigarro y me dirigía al camarote a descansar después de un largo día cuando, de pronto, un fuerte golpe me lanzó contra el lado opuesto de la sala. Me golpeé la cabeza pero, aun así, me pude reponer. Salí a la cubierta esperando un iceberg, un fatal y helado desenlace, pero no fue así. Cuando salí, lo que vi no lo podría haber imaginado ni en mis peores pesadillas, ni siquiera se lo podría haber deseado a mi peor enemigo; allí, frente a mí, como una bestia sedienta de sangre y destrucción, yacía un enorme monstruo de unos veinticinco metros de altura con la piel rugosa y una cabeza de lagarto que zarandeaba el barco de un lado al otro sin control. Vi pasajeros caer por la borda, a otros morir aplastados por muebles que iban de aquí para allá; aterrorizado, regresé corriendo a la sala común buscando refugio y allí, donde antes no había nadie, ahora se apelotonaban decenas de personas, desde niños a ancianos de rodillas en el suelo, rezando para salvar la vida. No lo podía creer, Helen me dijo que cogiera un avión pero no le hice caso. Como siempre, le dije que prefería el barco, para deleitarme con el viaje y disfrutar de las vistas. ¡Maldita decisión absurda!. Busqué un lugar cómodo donde esperar la muerte. Volví a sentarme en el sillón de terciopelo, cerré los ojos y esperé la llegada de la muerte mientras en el viejo tocadiscos seguían sonando las variaciones Goldberg. Cuando abrí los ojos era de día. Estaba tirado panza arriba en una playa de lo que parecía ser una isla. Me incorporé para sentarme sobre la arena blanca. No sin dificultad, observé a lo lejos, en el horizonte, el monstruo .Se alejaba con los restos del barco entre sus garras. Mi cabeza palpitaba de dolor. Me levanté la camisa esperando encontrarme lleno de moratones pero, quitando un par de cortes poco profundos, estaba sano y salvo; la ropa estaba empapada y el que otrora fuera un paquete de Lucky Strike, con su lema “it’s toasted” impreso, no era más que una inútil pasta de papel.

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Tras cerciorarme tristemente de que no quedaban más supervivientes en la isla, me tumbé de nuevo en la arena y puse a secar la ropa al sol, mientras el sueño y el cansancio se apoderaban de mí.

CAPÍTULO 2. IGOR EN LA NIEBLA. Desperté de noche. Tiene gracia siempre me consideré un animal nocturno, pero no de esta manera. El pensamiento que cruzaba por mi mente, no hacía más que sacarme una media sonrisa. Tenía hambre, mucha hambre. Me puse de pie, no sin dificultad, y me dispuse a buscar comida, tarea que se presentaba ardua, dada la densa niebla que reinaba aquella noche. De haber tenido frente a mí al monstruo gigante no lo habría visto. Palpé el aire buscando algo, me daba igual que fuera comida, me conformaba con encontrar algún signo de vida. De repente, como si Dios enviara a un ángel irlandés, a lo lejos en la niebla, escuché algo. Era una canción; no distinguía la letra pero parecía uno de esos cánticos populares que los irlandeses cantan cuando van mamados. La voz sonaba cada vez más cerca. Pasaron unos minutos hasta que pude distinguir la silueta de un carromato, un carro tan viejo como el tiempo, conducido por un hombre desfigurado, un jorobado maloliente y, si mi intuición no me fallaba, irlandés. Cuando el hombre estuvo lo suficientemente cerca como para verme, soltó una carcajada, me miró fijamente y dijo con voz chillona: - ¿Es usted el náufrago? No sabía muy bien si el jorobado hablaba en serio o no, ¿quién pensaba que era? ¿La jodida Mary Poppins? Me tragué estas preguntas y respondí con un tímido “sí”, a lo que el irlandés maloliente respondió: - Muy bien. Pues suba al carro, nos esperan para cenar.

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Ahora sí que me había perdido. Miré al hombre desconfiando de sus intenciones y dudando de si llegaba tarde para cenar o para ser la cena, pero tenía hambre, así que subí al carro. Pasaron cerca de cuarenta y cinco interminables minutos en los que el jorobado, que según me dijo se llamaba Igor, no dejaba de cantar, una tras otra, decenas de canciones irlandesas sobre que algún tío con un apellido similar a O’ Noséqué había fornicado con una mujer de caderas anchas en el pajar. Todas versaban sobre el mismo tema. Tras el eterno trayecto y el ameno recital, llegamos a la mansión. Igor paró el carro justo en la entrada para que me deleitara con el paisaje o, al menos, con el paisaje que la niebla me dejaba ver. Frente a mí había una mansión gigantesca, con más de una cincuentena de ventanales y dos torres, una a cada lado de la casa, rodeando el majestuoso hogar y protegiendo el palaciego y muy bien conservado jardín. Había una antigua valla de metal coronada a la entrada por dos terroríficas gárgolas, que asustaban tanto, que alejaban cualquier intento de allanamiento. Cuando Igor creyó que ya me había regalado bastante la vista con la majestuosidad de la mansión, lanzó un grito al viejo caballo que tiraba del carro y seguimos el trayecto de la entrada principal.

CAPÍTULO 3. LA MANSION MALIGNA. Cuando bajé del carro, Igor continuó su camino hasta el establo, se adentró en la bruma y, tras quejarse por la tozudez del caballo, desapareció. Allí estaba yo, solo frente a la enorme puerta y, tras unos segundos en los que, debo admitirle querido lector, estuve a punto de salir corriendo, me armé de valor y llamé a la puerta dando un golpe con el puño. Nadie respondió. Cuando me disponía a golpear de nuevo la puerta, se abrió y allí estaba, como sacado de un telefilm de la BBC, el mayordomo más inglés de toda Inglaterra. Por una vez en toda esta aventura bizarra, me sentí como en casa; cuando el buen mayordomo con su flema habitual, digna de todo buen in8


glés, me invitó a pasar y a seguirle al salón Lovecraft donde se estaba celebrando el cocktail previo a la cena, solo pude mirar, con admiración y cierta envidia, las armaduras que antaño pertenecieron a grandes militares y que el dueño de la casa seguramente habría adquirido en alguna subasta; también disfruté de los grandes lienzos y de las armas antiguas, recuerdos de guerras que hablaban de sangrientas batallas en cada filo y en cada empuñadura. Tras un eterno paseo siguiendo al mayordomo, llegamos al salón y, si antes me sentía impactado con todo lo que había visto durante el trayecto, ahora simplemente sentí el escalofrío más grande de toda mi vida, una mezcla de pánico y curiosidad que me recorrió la espalda, y que sería el sueño húmedo de Roger Corman o de cualquier guionista de la Hammer; delante de mí, tomando un aperitivo y manteniendo una agradable charla estaban Víctor Frankenstein y su criatura putrefacta, fabricada a base de partes extraídas de manera ilícita de cuerpos muertos; allí estaban, el hombre y el monstruo, saboreando una copa del mejor Moët-Chandon, el hombre, no la criatura, aunque esta afirmación sería fácilmente rebatida por Mary Shelley que declararía que, al menos en este caso la diferencia entre el hombre y el monstruo es casi nimia. También estaba por allí, disfrutando un canapé de foie, la famosa y admirada Momia soportando la interminable anécdota del señor Naschy, más conocido como el hombre lobo, mientras intentaba no comerse las vendas con cada bocado; el mismísimo Paul Naschy, con el torso descubierto mostrando su belludo pecho, relatando por enésima vez la historia de Walpurgis y Valdemar que tantas veces había contado y que cada vez adornaba con nuevos y escabrosos detalles teñidos de rojo sangre. De vez en cuando, la mirada se le escapaba hacia el sofá del rincón, donde se encontraban las tres damas de la fiesta y, en especial, el interés amoroso de la noche, la novia de Frankenstein que, mientras guiñaba un ojo a su amado, miraba con lujuria a Naschy, desnudándolo con la mirada y queriendo sentir sobre ella ese torso fuerte y peludo. Junto a ella, estirada como de costumbre, estaba la señora Danvers, también conocida como el ama de llaves de Rebeca, con la misma copa

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de champagne de cuando llegó. Solo le dio un sorbo, no quería enturbiar su mente maquiavélica. Para terminar de formar el trío, estaba Norman Bates vestido con su disfraz favorito, el de la anciana y fallecida señora Bates. En su cabeza una despeinada peluca gris claro y en su estirado cuerpo , un vestido negro hasta un poco más abajo de las rodillas y unas botas militares. Su cara pícara e ingenua a partes iguales, me miró de arriba abajo y me guiñó un ojo sonriendo. Yo me hice el loco y giré la cabeza. Entonces, sentí un golpe en la espalda que me sacó del asombro por unos segundos. Una voz amigable me decía: - Mi muy querido invitado, bienvenido ¿le trató bien Igor? Me di la vuelta y me quedé blanco como la cal al ver allí frente a mí a... - Disculpe, que maleducado soy, ni siquiera me he presentado. Mi nombre es Drácula, soy conde, heredero y descendiente de los Drakul de Transylvania de toda la vida. El Conde me extendió la mano y yo se la estreché con miedo. Posó su mano en mi hombro y me acompañó a seguir conociendo al resto de invitados. Me encontré de cara con la niña de “The ring” con medio cuerpo fuera de un antiguo televisor y la otra mitad dentro, mientras discutía con Michael Myers sobre cuál de los dos era más terrorífico. La conversación se empezaba a calentar, ya que Myers había sacado su cuchillo. A su lado, pegados a un viejo transistor, estaban los muertos vivientes escuchando la retransmisión de un partido de baseball. El Conde me indicó que había dos tipos de zombis y cada uno iba con un equipo; por un lado estaban los Romero’s , clásicos, lentos y de apetito voraz, y por otro lado estaban los Boyle’s, demasiado preocupados por mantener la figura, rápidos y de apetito más selecto, que gritaban con cada strike y con cada carrera. Para terminar, junto a un gran ventanal, bebiendo un brandy y observando al resto de invitados con curiosidad, tanta como yo mismo, estaba Vincent Price, el gran actor, el verdadero representante del terror más absoluto en toda la sala. Solo, miraba atento cada acto y cada gesto, al estilo Price. Cuando Drácula me hubo presentado al resto de invitados, se

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disculpó y se fue a la cocina; así que allí me encontraba yo, junto a una mesa perfectamente engalanada con excelentes aperitivos variados y el mejor champagne. Procedí a servirme una copa, y entonces una voz afable y simpática me advirtió: - De esa botella no, ese es el champagne malo para los zombis. Coja del de su derecha, el de la etiqueta negra. Hice caso a la voz desconocida y sonreí. Empezaba a acostumbrarme a lo raro. Me serví una copa y brindé a la salud de la voz, la cual me respondió agradecida: - Gracias señor, se preguntará de donde proviene mi voz. Pues se lo diré encantado. Tomé un canapé y me dispuse a escuchar. - Soy la pared de la que cuelgan cuadros y armas, soy el techo del que cuelgan las innumerables lámparas de araña, soy también el suelo que pisa y, por último, soy el calor del hogar que lo acoge. Soy la mansión maligna, muy señor mío. La voz esperaba impaciente mi sorpresa ante semejante presentación pero, como he comentado antes, visto lo visto estaba curado de espanto, así que sonreí al aire y volví a brindar por una agradable velada con la pared más cercana. Pasó cerca de media hora. Ya me había zampado más de una docena de canapés y media botella de la etiqueta negra, cuando el mayordomo inglés entró en el salón, tocó una campanilla y dijo con un elegante y cortés tono de voz...

CAPÍTULO 4. LA CENA ESTÁ SERVIDA. El olor del delicioso manjar que nos esperaba en el comedor, nos llevó a todos hechizados hasta la mesa. El comedor estaba iluminado por una gigantesca y enrevesada lámpara de araña que acaparaba, a primera vista, la atención de los invitados, aunque quedaba completamente minimizada ante el grandioso banquete sobre la mesa: una bandeja para cada comensal de pavo asado con guarnición de cebolletas y patatas gratinadas, sorbete de limón, cocktail de cangrejos recién pescados

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en la orilla del mar donde horas antes aparecí yo mismo. Todo ello acompañado por el mejor vino y la mejor cerveza artesanal. Cuando el último comensal quedó acomodado, el Conde nos agradeció la presencia y nos invitó a disfrutar del manjar. Yo no comía, engullía. Mi plato pronto quedó vacío y, tanto la señora Bates, que había corrido para sentarse a mi lado, como el señor Naschy, no dudaron un segundo en ofrecerme muslo y pechuga de sus platos, gesto que agradecí. Luego, con más cara que vergüenza, sustraje a la niña de The ring una patata gratinada, acto del que no me siento muy orgulloso, pero como se suele decir: cuando el hambre entra por la puerta, la educación salta por la ventana. Mientras cenaba, pude escuchar a la señora Danvers criticar a la fresca novia de Frankenstein mientras miraba de reojo a Naschy, quien le devolvía la mirada de manera amenazadora. También presté atención a la Momia, que narró, ante la curiosa mirada del Conde Drácula, como por enésima vez asustó a un grupo de estúpidos exploradores . El Conde no paraba de reír con las ocurrencias del vendado faraón. Finalizó la cena. Había comido demasiado y, por lo nublado de mi vista, también había bebido demasiado. Estaba borracho y me orinaba encima, así que me disculpé ante todos y fui dando tumbos al baño. Pasé junto al Conde, al que saludé con un golpecito en el hombro. Este no me hizo mucho caso, ya que hablaba de una manera bastante sospechosa con el mayordomo, al cual solo le escuché un informativo y amenazante: “no es de fiar” que me dejó seriamente extrañado. El aseo de abajo estaba cerrado por obras. z ¡Qué oportuno! No fue fácil, en mi estado de embriaguez, subir los treinta y nueve escalones que me separaban del baño de la planta superior. A la carrera, llegué al lavabo, empujé la puerta hasta juntarla con el quicio, y cuando iba a girar el pestillo, se cerró sin que llegará a tocarlo.. No estaba solo.

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Oscuridad en este melancólico día triste retorno a la trivialidad. Llueven hojas arrugadas de periódicos antiguos donde noticias tristes lloran a sus muertos que ya nadie recuerda. Cada noche muere alguien en el aroma rancio de una habitación mal ventilada. Cada bruma atormentada renace en los seres de la noche y se alimentan del sudor de los enfermos en los hospitales. Ríen como hienas agradecidas de comida retozando juguetonas y excitadas pobres lamentos de las muchachas tristes que han perdido a sus padres en la guerra. El mundo ya no es mundo reina la oscuridad eterna. 13


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Gélida niebla es mi dueña, oculta en mi corazón, tornándome el alma en sombra, transformando mi interior.

Oscura y fría me abrazas, me susurras al oído, cuanto te amo, me dices, ven conmigo, amado mío.

Mi ánimo es sufrimiento, bloqueo mi mente, y siento, que mi única salida, está en esta habitación.

El jergón funde sus hierros, desnudos contra mi carne, ya somos parte de un todo, hasta que puedas llevarme.

Paredes sucias y oscuras, desconchadas y con huellas, proyectadas por mi alma, que ahora está impregnada en ellas.

Ocho días sin moverme, y en tres minutos se acaba, la vida que terminó, cuando ese filo sangraba.

Negras son... como mi mente, sucias... como mi alma inerte, Estoy solo y pienso en ti, perdido por no tenerte, añorando no estar muerto, y poder volver a verte.

Perdóname, pues, mi amada, sé que estás ansiosa y fría, oscura en tu maldición, repitiendo tu llamada. Compartimos este infierno, que en vida nunca supimos, compartiremos el hielo, que transmutará mi anhelo, en esperanza truncada, de volver a ver el cielo.

Siete meses ya enjaulado, dos años pasé a tu lado, hasta sentirme empachado, de ese amor envenenado.

Suave es el roce en mis venas, y de la hoja el calor, la suavidad de tus manos, me acarician con ardor, desgarrando así mi carne, con sangre pago mi pena, pronto estaremos unidos, en la noche más eterna.

La hoja segó tu cuello, y a mi corazón, cegado, arrancándome de un mundo, que ahora intuyo desolado. Enterrado vivo estoy, en mi cosmos nauseabundo, sin luz, sin aire, y sin ti. Contigo a cada segundo.

Niebla... Ahora acogedora, noche sin alma, me espera, acercándome al final, siento mi vida marchar... ...a borbotones, mi amor, con cada gota de sangre, hasta el último estertor.

Niebla... solamente niebla. Sólo angustia. Sólo... solo... tu voz resuena en mi mente, cuánto me amabas, decías... tu voz... zozobrado trueno, que me angustia en estos días.

Desde la muerte estaremos, unidos por el dolor.

Tu muerta imagen me viene, en su volátil sudario, arropándome de noche, llevándome a tu calvario.

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Rosa Negra Angye

Rosa negra… espinas envenenadas que se clavan sin piedad en el fondo de mi alma.

Frente a mi cuerpo desnudo y tus pétalos de hielo deseos perversos me invaden, rienda suelta a mis miedos.

Escapar de ti deseo con puñaladas me amas, llenando de sangre mi cuerpo estremecido y tendido en mi cama.

Más no quiero volver a amarte ni amarrarme a tu veneno, sin trono ni corona te hallas Rosa de hielo.

Tu rocío al amanecer me llama… suspiros, gritos y lamentos que me hacen ser tu esclava ante ti Rosa del viento.

No intentes conquistar la noche con promesas ya muertas, arrojadas en un laberinto sin salida Rosa Negra…

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..CONTINUA EN EL SIGUENTE NÚMERO!!


CERRARÉ LOS OJOS Carlos Rodón Poemas extraídos del libro “50 Desvaríos ocasionales” por cortesía de Ana Vivancos Wisquensin. (Gracias por tu generosidad)

Ilustración: Kike Alapont 24


Eva María lo tenía todo preparado para inaugurar su primer día de playa de aquél recién comenzado verano. Había pedido un adelanto de quince días en el trabajo y como las cosas tampoco marchaban bien en la empresa decidieron concedérselos sin poner demasiadas trabas. Sus amigas Ana y Mónica llegarían a La Pineda el viernes por la noche con lo cual disponía de tres días para ella sola. Para relajarse de las incertidumbres de la fábrica, olvidarse de los ERES, del mal ambiente que llevaba todo un año respirando y sustituirlo por el revitalizante aire de la costa. Necesitaba con extrema urgencia huir del insaciable y fagocita devenir urbano de una Zaragoza que se le antojaba cada vez más impersonal y asfixiante. Y allí estaba dispuesta a recargarse las baterías y hacer únicamente lo que le viniese en gana. A saborear cada minuto y a ponerse al día con toda la lectura acumulada en los últimos meses. De hecho ya tenía un libro preparado en la desgastada bolsa de NIVEA que cada verano la esperaba pacientemente en el fondo del armario del dormitorio. “50 Desvaríos ocasionales” era el libro elegido, un poemario escrito por una autora oscense, que ya había leído en la quietud de su piso zaragozano durante las noches invernales, recogida en una esquina del sofá de su salón bajo la amarillenta luz de la lámpara de pie con pantalla, heredada de su difunta madre. Le gustaba repasar sus páginas una y otra vez, por ese motivo decidió traérselo de vacaciones. Su intención era tenerlo como libro de referencia para momentos de soledad. Y siendo un martes de principio de junio no esperaba tener muchas interrupciones en la playa tarraconense, ya que tradicionalmente en La Pineda la gente solamente abarrotaba las salinas orillas en la última semana de julio y la primera de agosto. El resto del verano y entre semana apenas se contaban cien personas distribuidas a lo largo de los cinco kilómetros de caliente arena, eso tirando por lo alto y aquél año no tenía el por qué ser una excepción. El reloj de cuco colgado junto a la librería de pino acababa de anunciar las siete de la mañana, como siempre le pasaba tras un viaje, los nervios le habían ganado la parti25


da al sueño y ya llevaba despierta un par de horas. Tiempo que dedicó en adecentar un poco el apartamento, no sin antes prepararse un café bien cargado con unas magdalenas medio duras que reposaban desde la pasada Semana Santa en la caja metálica de galletas del estante sobre la nevera. Eva María nunca había comprendido por qué en aquella antigua caja de galletas las cosas tardaban tantísimo tiempo en echarse a perder. Recostada en una tumbona de la terraza, con la faena terminada, apuraba un cigarrillo mientras se dejaba acariciar por la brisa de la mañana dedicándose a observar su sitio preferido de la playa, mientras pensaba con una sonrisa en los labios que debería reclamar al ayuntamiento la propiedad de ese rincón. Era la zona más pedregosa y por tanto la menos concurrida. Su “reino privado” se situaba junto al espolón de enormes rocas que se adentraba unos cien metros en el mar, separando la zona de baño con la cercana área del puerto de la refinería. Un enorme monstruo que presidía el horizonte con su obscena silueta de tubos y luces sin alma. Depósitos, herrumbre y malos olores era su legado a un litoral en donde atracaban enormes petroleros para desangrar su contenido, a través de sucios conductos hasta las avaras panzas de los gigantescos globos metálicos que nunca parecían estar saciados del oleoso manjar. Los primeros y casi tímidos rayos de sol afloraban entre las nubes comenzando a acariciar las húmedas arenas de una playa invadida por inquietas gaviotas, que en grupos devoraban los restos desperdigados por la nocturna marea, ahora en retirada. Eva María comenzaba a creerse ella misma con aquellos primeros destellos de calor. Simplemente cerrando los ojos y respirando hondo, muy hondo el aroma del mar percibía ese nexo tan especial con la naturaleza que tanto tiempo había añorado. Se sentía parte de un todo. Un eslabón perfectamente engranado en la maquinaria de la vida, al tiempo que muy despacito se iba reclinando en su silla hasta lograr apoyar los pies sobre la barandilla de la terraza, consiguiendo un estrafalario equilibrio, empero, su postura 26


preferida. La quietud de la mañana y el revitalizante olor de la cercana masa salina no resultaban todavía suficiente estímulo como para apartar de la memoria el hecho de que su madre ya no pasaría ni un verano más en aquél apartamento. Necesitaba como fuere exiliar aquél sentimiento de vacío y pensó en el bikini a rayas que se compró en una de las tiendas del Gran Casa. Eso de estrenar siempre le había encantado. Decía que un bikini nuevo traía buena suerte y éste lo había conseguido por un precio bastante ajustado. Contenta por la adquisición ya que pensaba gastarse más dinero, se hizo también con un gorro fucsia de amplio vuelo y a juego un fular de gruesas e imprecisas líneas granates y moradas. Ese día hubiese sido sin lugar a dudas el mejor del mes de abril si no fuera porque llegando a casa, feliz por su compra, recibió una llamada que borró por completo la sonrisa de su semblante. Su madre acababa de ser mortalmente atropellada en un cruce entre Sagasta y Goya. Los recuerdos de aquellos terribles días sufridos dos meses atrás le asaltaron con vívida fuerza. Socavando sin que pudiese evitarlo a su ridículo intento de apartarlos. Hasta el punto de enflaquecer su ánimo, ensombreciendo la euforia vacacional recién estrenada. Dos lágrimas se escaparon del cerco de sus ojos, se las secó con rabia. No estaba dispuesta a dejarse llevar de nuevo por la tristeza, no allí, no ante su amada costa, no ahora que lo que necesitaba su joven aliento era la distracción que le ofrecían las trivialidades del entorno estival. Levantándose con genio se dirigió a la bolsa amarilla de NIVEA y cogió el ejemplar del poemario que tantas veces le había ayudado en aquellos días pasados. Los versos de aquél libro poseían el poder de reconfortar su espíritu, y lograban la magia de apaciguar sus emergentes estados de angustia como ningún otro había conseguido hacerlo. “Ni persona alguna” se dijo. Delicadamente separó las hojas sin mirar, siguiendo un ritual inventado por el azar para aquella publicación. Lo hizo el primer día que lo tuvo entre las manos y la maravilla encontrada le animó a seguir haciéndolo. Curiosamente 27


siempre y cada una de las veces encontraba un poema por su inicio. Ese detalle le había llegado a maravillar, ella y aquellos “50 desvaríos ocasionales” poseían un pacto tácito que ambas partes respetaban y consumaban, convirtiendo el ritual en un juego excitante y divertido. Ante sus ojos apareció el poema XLIV. Una sonrisa de complicidad se dibujó en su cara, era como que el libro supiese cuál era el texto que necesitara en cada momento. Una nube oscurece el perfil de tu esencia llega turbia con la noche tu sol escapa en la tormenta fría intensa tu sonrisa tiesa. Nube entristecida y sola negra como las fauces de un tigre ríe como las hienas. Cree que ha vencido al frío piensa que ya no regresas. No hay furia en esta noche sólo una infinita espera. Cerrando el libro quedó un buen rato pensativa, inmersa en su mundo interior, desligándose de la realidad por completo, sucumbiendo entre las brumas de su oscura nube. El cigarrillo que tenía entre los dedos se consumió por completo sin que ella se diese cuenta. La ceniza cayó al suelo originando una notable estridencia que le hizo volver de su trance. Le había parecido que el vaso de café se había hecho añicos, sin embargo ahí estaba sobre la mesa, tan tranquilo. Se apresuró a apagar la colilla que comenzaba a chamuscarle los dedos mientras se miraba la ceniza del suelo. “¿Cómo

es

posible

que

haya

hecho

tanto

ruido?”

Creyó que algo en la calle, cuatro pisos más abajo, había tenido que producir ese sonido atronador, su subconsciente habría relacionado el sonido exterior con la ceniza y el cigarrillo que la comenzaba a quemar, seguro. Se asomó, pero


la calle estaba en total calma. Sin entender nada se encendió otro pitillo y se fue para la cocina a ponerse más café. Estaba claro que aún estaba dormida. Al regresar a la terraza la ceniza no estaba en donde la había dejado, echó una mirada y la vio reptando como un gusano en dirección al murete separador que delimitaba la frontera entre la terraza y la de su vecino. No daba crédito a sus ojos, no podía hacerlo. Pero aquella reptante ceniza siguió su camino perdiéndose por el agujero de desagüe entre ambos balcones. Corrió hasta allí y agachándose hasta tocar con la mejilla en el suelo miró por el sumidero, al otro lado no vio nada más que la pata de una silla de plástico y una pequeña pelota roja. La visión que ofrecía el agujerito era claramente insuficiente así que arrimando la mesa contra el murete se izó sobre éste para tener una mejor perspectiva de la terraza contigua. Allí estaba la infame ceniza/gusano que continuaba su sinuoso reptar. Los vecinos de al lado, una pareja francesa con un niño de unos seis años estaban desayunando. La mujer observaba entre bocado y bocado a una tostada con mermelada a través de unos binoculares, posiblemente en dirección a los petroleros que se acercaban por el horizonte. El marido leía despreocupadamente un ejemplar de “L’indépendant” dándole pequeños sorbos a una taza sin apartar su atención del rotativo, mientras el niño enredaba con unos gajos de naranja que tenía dispuestos sobre la mesa a modo de navíos enfrentados en singular batalla. La ceniza comenzó a subir por la pata de la mesa y ante su estupor terminó por introducirse en el bote de mermelada de fresa. Eva María no supo qué hacer, quiso advertirles, gritar algo pero permaneció callada. ¿Cómo decirles lo que acababa de pasar sin que la tomaran por loca? Bajó de la mesa y entrando en la vivienda se dejó caer en el sofá, anonadada por aquél suceso, intentando buscar una respuesta a lo que sabía escapaba a cualquier lógica. Tardó unos quince minutos en reaccionar hasta que decidió irse a dar un relajante paseo y luego pasar la mañana tirada en la 29


playa hasta la hora de comer. El cíclico sonido del romper de las olas contra la orilla resultaba algo hipnótico para sus sentidos, mantenía los ojos cerrados y plantándole cara al sol del mediodía se dejaba azotar por su inclemente calor recibiendo toda la vida que los elementos le regalaban. Consiguiendo a duras penas sentirse bien consigo misma, relajada y en comunión con el entorno. Podía estarse así durante horas, de hecho esa mañana para ser el primer día llevaba demasiado tiempo expuesta al astro rey y la cabeza comenzaba a dolerle. Dándose la vuelta le dio la espalda al sol, pero no al mar. Se encasquetó el gorro fucsia de amplias alas, bebió un buen trago de agua de la botella que guardaba en la sombra de la bolsa y echó mano al libro, a su libro. A aquél cómplice compañero que tan bien entendía a su corazón, pensando en cuál sería el regalo en forma de poema que le depararía su amigo para aquella tranquila mañana. Abrió el libro con el cuidado de quién acaricia el rostro de un niño y ante ella apareció el poema XXII. Arrojo paladas de arena a los ojos de tus fieras. Sumerjo mi mundo en la bruma oculta de la espuma perfecta de este mar que te aferra. Echo de menos tu agua bañando mis humildes orillas agotada la fuente de tus besos un día es un abismo entre tus corrientes marinas. El mar seca y destruye mis playas acantilados desnudos que no dejan recostarme en tu aura. La arena entierra mis recuerdos son falsos momentos de felicidad en mi cuerpo. El mar me arranca violento de tu centro. Echo de menos tu cielo hundido en los rincones perdidos del tormento el fuego eterno de unos besos asola mi firmamento. “La arena entierra mis recuerdos” repitió para sí.

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Ojala fuera verdad, ojala aquella perturbadora imagen de la mañana abandonase su mente, pero por más que intentara desviar la atención o distraer la cabeza la inquietante escena de la ceniza/gusano atormentaba su ánimo. Incluso llegó a preguntarse si al consumirla mezclada con la mermelada aquellos franceses iban a sufrir algún daño. Se dijo que aquello eran bobadas, que esas cosas no pasaban en el año 2013, para luego desdecirse pensando en que tampoco era algo habitual que la ceniza cobrase “vida” para irse de paseo a su antojo. Confundida se quedó mirando la línea difusa de un horizonte en donde se hacía imposible discernir cuando el cielo empezaba y cuando acababa el mar. Se sintió sola y perdida ante aquella inmensidad de agua marina. “Echo de menos tu cielo” Necesitaba a su madre junto a ella, el calor de sus sabios consejos, la arrugada y firme mano de aquella mujer que, siempre con una caricia, le había guiado por la senda de la razón, de la verdad, de la cordura. Quería darse un baño, el último antes de abandonar la playa por hoy, pero sentía una inseguridad creciente dentro de su alma, llevaba un rato muerta de calor y no se atrevía a ese último baño, como si postergando el momento también retrasara la hora de volver al apartamento. No dejaba de repetirse que se estaba comportando como una tonta, que no pasaba nada, Que todo aquello tenía que ser una alucinación, una broma de mal gusto jugada por una mente atormentada y muy cansada tras el fallecimiento de su madre, por la asfixiante situación laboral y por la reciente ruptura con su pareja. O quizá fue por el cambio de aguas o aquellas magdalenas revenidas de la caja metálica de encima de la nevera. Estaba de vacaciones y el cielo sabía que bien merecidas, no estaba dispuesta a dejarse llevar ni un minuto más por aquellas paranoias estúpidas. Así que se levantó y corrió al agua, la sintió helada en los pies pero le dio lo mismo, necesitaba limpiar toda aquella basura de su mente y 31


se arrojó de cabeza sumergiéndose medio metro y saliendo a la superficie con una sonrisa en la mirada. Nadó unos metros gozando del líquido entorno alejándose al interior, pero no mucho. La bandera ese día estaba izada y su color rojo indicaba que el mar traía fuertes corrientes bajo sus aguas. Por un instante le pareció notar como una fría corriente submarina quería llevársela al fondo, pero ella estaba en plena forma y dando unas brazadas se apartó de su maléfico curso. Chapoteó alegre de su victoria cuando a unos sesenta metros de su posición le pareció ver algo agarrándose en la boya cónica que delimitaba la zona de baño con la de paso de embarcaciones de recreo a motor. Quedó quieta para fijar la mirada. Era un perro, parecía la cabeza de un perro que pujaba por mantenerse a flote, uno de esos de caza con grandes orejas marrones. Le dio un vuelco al corazón. Echó una mirada a la playa que permanecía desierta salvo por un grupo de ancianos que estaban demasiado alejados, en la torreta del vigía no había nadie, no se lo pensó más y dirigió su nado hacia el apurado animal. “Pobrecito, debe estar muy asustado” pensó mientras aceleraba la cadencia de sus brazadas. Le debían faltar como diez metros para alcanzar la boya cuando el animal posiblemente exhausto desapareció bajo las aguas, Eva María quedó por unos segundos flotando sin saber cómo reaccionar mientras los ojos se le llenaban de lágrimas. Se sumergió y comenzó a bucear en la dirección por donde había desaparecido el perro mientras en su mente se repetía una y otra vez. “Vamos, tú puedes Eva, tú puedes Eva” Lo primero que alcanzó a ver en la semioscuridad fue la cordada del anclaje de la boya. “Bien” se dijo “Te encontré” Sintió cómo le empezaban a fallar los pulmones y tuvo que 32


subir a coger aire, lo hizo y volvió a bajar en pos del can con la exigua esperanza de hallarlo con vida. A cada brazada la oscuridad que la rodeaba era mayor, los ojos le escocían, los pulmones se le quejaban, los músculos se agarrotaban por el frío que traían aquellas corrientes submarinas. Pero ella sabía que no podía volver a subir a por aire, no si quería sacar de allí al perrito. Dos metros más abajo vio la sombra del animal que caía suavemente hacía las profundidades, apresuró el buceo a sabiendas de que se la estaba jugando. Al límite de su aguante alcanzó el bulto, pero aquello no era un perro. No daba crédito y tampoco disponía del tiempo necesario para pensar. Aquello era un saco anudado de áspera tela. Creyó que igual el perro estaba dentro, ya que apenas pudo ver más que la cabeza junto a la boya, “¿pero cómo?” “si estaba cerrado”, no podía irse sin comprobarlo. Lo abrió con el penúltimo resquicio de aire que albergaba en sus pulmones y lo que halló dentro hizo que lo soltara, hizo que su rostro se descompusiese de horror, hizo que sus pulmones expulsaran el último halo de aire que guardaban, hizo que la oscuridad invadiese su mente. Diez gatos sin cabeza comenzaron a flotar hacia la superficie liberados de la prisión del saco pasando por delante de sus narices, de unas narices que ya no expulsaban graciosas burbujitas de aire, braceó mientras notaba como el agua invadía el interior de su cuerpo mientras la invisible fuerza de una fría corriente submarina la empujaba a la oscura profundidad. Miró para comprobar con pavor que no era una corriente lo que la arrastraba al abismo, era una sombra viscosa y helada que la miraba con ojos de fuego. Le pareció la sombra de la muerte. “Cerraré los ojos” se dijo. “ Los cerraré. Contaré hasta diez y el demonio desaparecerá” El silencio y la oscuridad eran totales, sentía una suave brisa acariciando su piel desnuda, la paz era total, la sentía desde su interior, todo estaba en orden. Escuchó


el tintineo de un tenedor batiendo huevos en un plato y un familiar olor a torreznos llegó hasta ella. “Mamá” se dijo. Eva María abrió los ojos, su bikini de rayas había desaparecido, se encontró completamente desnuda tumbada sobre el sofá del salón del apartamento, era de noche y la única luz que iluminaba la estancia era la de la cocina. Unos sincopados pasitos llamaron su atención. Al girar la cabeza vio como una gallina con cabeza de perro se acercaba hasta ella. La gallina con cabeza de perro comenzó a lamerle la mano con cariño. “Dos” dijo ella con alegría y rodeando la cabecita con ambos brazos le dio un sonoro besote en toda la frente. Era el perrito que tuvo de niña. El perro/gallina la miró con nostalgia mientras decía. “Te he echado mucho de menos” Eva María palmeó su cabeza “Yo a ti también pequeño” Se levantó y se dirigió a la cocina seguida muy de cerca por Dos que meneaba su cola de gallina como un loco. Abrió la puerta de cristal opaco y allí estaba ella, los ojos se le llenaron de lágrimas de pura emoción, no podía dar ni un paso de lo sobrecogida que estaba. “Mamá...” comenzó a decir entre lloros. “Mamá...te quiero tanto” La madre le miró con un reproche en el gesto, dejó la fuente donde batía los huevos sobre la encimera, apartó la sartén del fuego, secó sus firmes y arrugadas manos en el delantal. “Hija mía” dijo dirigiéndose hacia ella. La rodeó muy fuerte con sus viejos brazos, ambas se abrazaron y comenzaron a llorar mientras Dos, el perro/gallina, daba


vueltas alrededor de las dos mujeres ladrando de felicidad. “Eva María hija mía. ¿Cómo has tardado tanto?” dijo la madre tras besar su frente. “Lo siento madre...yo...” “Anda ve a ponerte algo encima no vayas a coger frío criatura” La muchacha se dirigió al dormitorio y mientras se ponía una bata de ir por casa reparó en que en su lado de la cama descansaba su libro preferido. “50 Desvaríos ocasionales”. Sonrió complacida, ahora sí estaba todo en su sitio. Se sentó en el canto de la cama, abrió el libro al azar, con la misma delicadeza con la que un pianista acaricia las teclas mientras interpreta un nocturno de Chopin, el libro le regaló el poema XXX. De nuevo su cómplice amigo había encontrado los versos precisos para apaciguar su consternado corazón. Ayúdame, cielo consígueme una estrella consígueme su brillo para iluminarme el camino y llegar hasta su vera. Consígueme, cielo la estela de un cometa para agarrarme a su cola y volar cerca de ella. Ayúdame, cielo dame tu lluvia dame tu viento dame tu luna para poder arrimarme y besarle el cuello. Si tú, cielo fueras bueno me darías todo eso, y no tus rayos y tus truenos. Sólo me diste, cielo tus tormentas y tus fuegos. 35


LA CRIATURA DEL MES...

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DIÁRIO DE MARTA ALCOCER Zaragoza a 09 de Febrero de 2014. Domingo. 07:09 am.

Llegué a Ramiro I de Aragón. Donde vive mi tía Marga. Junto a su portal está la papelería de Pepe y entré a por unas chuches, mientras iba eligiendo de entre los tarros me llamó la atención el titular en letras enormes del Heraldo de Aragón. MASACRE EN ZARAGOZA: [tres trabajadores de FOCSA mueren descuartizados al ser atacados por un grupo de individuos mientras realizaban sus labores nocturnas de recogida de basuras] Salía una foto del camión de la basura lleno de salpicaduras de sangre. Me asusté y se me revolvió el estómago. Pero no quise comentarle nada a Pepe, no tenía ganas de pensar en aquello y me lo saqué de la cabeza. Al salir con la bolsa de chuches en la mano sentí mucha pena por ellos, pero acababa 37


de decidir que nada me iba a fastidiar mi primera mañana de trece añera. Pasé de tocar el timbre de casa de mi tía, eran las ocho y veinte. Y a esa hora siempre estaba en la terraza haciendo sus ejercicios. Aunque hubiera cinco grados bajo cero, o estuviese el mundo yéndose al carajo. Como siempre decía. La vi haciendo pesas con un maillot de manga larga negro bien ajustado a su cuerpo, sólo de verla me sobrevino un escalofrío. “Está como una cabra” pensé riéndome yo sola. La saludé con la mano, ella me devolvió el saludo acompañado de una enorme sonrisa. Seguí caminando y la escuché decir algo a voz en grito, pero pasé de ella por completo. Continué andando aun más rápido. Mi tía es de temer cuando está en plena sesión deportiva, y no tenía ganas de ponerme a hacer gimnasia. ¡En el día de mi cumple! ¡¡Ni loca!! “Una vez nos llevó a mamá, a Clara y a mí hasta el parque José Antonio Labordeta haciendo footing. Y casi nos mata de la paliza. Luego allí para hacer tiempo hasta la hora de comer, jugamos al ajedrez, y nos ganó todas las partidas. Durante la comida mamá se enfadó con tía Marga porque no paraba de soltar tacos delante de nosotras. Así que nos volvimos en autobús. [A mi me parece que fue una excusa para no volver andando. O aun peor, otra vez haciendo footing]. De lo que más me acuerdo, es de la semana que estuve con agujetas”. Al llegar a la zona de vías muertas de la estación, detrás del Augusta, me acerqué al agujero que descubrimos el verano pasado, en una verja metálica de las que delimitan el recinto por el lado que da a la zona de carga y descarga del centro comercial. Estaba medio oculto tras unos matorrales, ahora secos y más fáciles de atravesar. Me di prisa en entrar. Clara me había metido en la cabeza que no era conveniente que nadie nos viese colarnos en el cercado. Me deslicé por el pequeño orificio y debí levantar mucho el culo, porque me quedé enganchada por el cinturón, en unos hierros que sobresalían en el vallado. Al intentar [y conseguir] soltarme, me arañé en el dorso de la mano derecha. Me dolió muchísimo y aunque no lo recuerdo ahora, debí soltar alguna de esas palabras que si me las oye mamá, se me cae el pelo. 38


Una vez dentro noté que se hizo como un vacío en el aire, y sentí una fuerte presión en el pecho. El silencio era general, tanto que no se escuchaban ni los pájaros que a esas horas solían estar alborotando de un lado a otro. Me até un pañuelo que llevaba por ahí, a modo de apaño para el corte. No era muy profundo, apenas sangraba. Me pareció muy raro, pensé que si no sangraba, pues mejor. Lo achaqué a la carrera de antes y al frio que hacía. Me limpié las lagrimillas que se me habían escapado por el dolor, comencé a caminar con paso decidido al interior del recinto. Solamente me interesaba pasármelo bien. La zona de los vagones fantasma estaba pasando el edificio principal de talleres. Y otro viejo edificio rectangular de tres plantas. Con marquesinas a ambos lados. De aspecto abandonado, con ladrillos rojos y un aire sombrío y triste. Que debió ser una estación intermedia años atrás. El oxidado reloj estaba parado a la una y tres minutos. Las seis ventanas y las dos puertas inferiores estaban tapiadas y llenas de graffitis artísticos medio borrados por firmas horteras y feas. Parecían cuadros colgados, abandonados, en una galería desahuciada. Curiosamente en las paredes no había ni una pintada. Las ocho ventanas de arriba eran alargadas y en línea. “Siempre me parecieron como la dentadura de un abuelo, estaban; una rota y otra entera, dos rotas y otra buena”. Papá se pone muy pesado con lo de que no nos acerquemos a jugar por las vías, que por allí iban hombres malos y podía ser peligroso. Esa sensación de riesgo era lo que más nos molaba a Clara, a Eva y a mí, y la verdad es que nunca habíamos encontrado a nadie. Ni por el edificio, ni en los vagones. [Bueno a algún trabajador, pero siempre nos escabullíamos] Nos gustaba sentarnos en los viejos asientos e imaginar que viajábamos a lugares lejanos y maravillosos. Me fastidiaba que ni Clara ni Eva vinieran esa mañana y la verdad es que yo había salido muy pronto pero me daba igual, estaba impaciente y necesitaba aventuras. El hermano de Eva [también aficionado a los trenes] nos dijo que esta semana habían traído trenes “nuevos”. Tres regionales de los conocidos como “Tamagochi” 39


modelos TRD. Serie 594. Fabricados por CAF, en el año 1997. Con 124 plazas repartidas en dos vagones por tren, aunque se podían empalmar más. Se fabricaron para RENFE 23 unidades y tres de ellas estaban allí mismo, al alcance de mi mano. Me moría de ganas por investigarlos. Me había puesto el pantalón de nieve rojo que era el que me daba igual ensuciar, y el plumas verde con el maldito Bob Esponja estampado en toda la espalda que me regaló tía Marga las navidades pasadas. Feísimo, pero abriga de verdad. Me había encasquetado la capucha del plumas y parecía un TeleTubby en versión flaca. Me veía ridícula pero iba calentita, y yo siempre digo que lo práctico es lo mejor, aunque te destroce la vista. Eso sí, mi camiseta de “Johnny Deep en Eduardo Manostijeras” no podía faltar, debajo claro, del polar gris del Decathlon. Llevaba un buen rato buscando los “Tamagochis” que según Tomás estaban al final de la vía dieciocho. Pero por allí no vi ninguno, aunque claro la meteorología no me ayudaba mucho. Estaba ya cansada de dar vueltas y la cara me dolía de frío. Me rondaba por la cabeza irme para casa cuando los vi apareciendo por entre la niebla. Eran grises y blancos, de reluciente chapa, con las ventanas ribeteadas en rojo, que con el paso de los años presentaban un apagado color ocre. Sin pintadas ni firmas y con todos los cristales enteros. Contrastaban muchísimo con las ruinas oxidadas de los otros vagones que yacían alrededor. El apagado color gris del cielo, del suelo y hasta la extraña niebla enmarcaban a esas moles metálicas, que mudas se dejaban morir arropadas en la mortaja del invierno Zaragozano. Me puse a correr hacia ellos. Loca de ganas de meterme en uno para estar más calentita y poder investigar todo ese territorio inexplorado. Al llegar junto al primero intenté abrir la puerta del primer vagón pero estaba cerrada. Le di con fuerza pero nada, no se abría. Pensé que ese se lo dejaría a Tomás que con sus diecisiete años y su gordura seguro que podría abrirlo. [Eso sí le quedaban fuerzas después de todas las pajas que se ha40


cía. Porqué según me contaba Eva, estaba todo el día dándole al manubrio. Me reí al recordar lo mucho que nos metíamos con él a sus espaldas] y volví a echar de menos no estar con ella y con Clara, las tres mosqueteras siempre en busca de aventuras y tesoros. “Cómo quiero a esas chicas” En el segundo vagón gris y blanco del primer tren, me volvió a pasar lo mismo, me estaba empezando a enfadar, no entendía por qué la compañía ferroviaria cerraba los vagones. Si total ahí se quedarían hasta que se cayesen de viejos y de herrumbrados por el sol, el cierzo, la lluvia y la humedad del invierno. Eso si antes no eran destrozados por las bandas de raperos que pintarrajeaban todo y se hacían los dueños hasta que se cansaban, y entonces nosotras apenas podíamos encontrar tesoros que mereciesen la pena. Miré en el segundo tren y estaba igual, cerrado a cal y canto, así que decidí probar en el tercero y si no se abría me iría a ver a Eva, ya pasaban de las nueve y media. Tomás ya se habría levantado y encerrado en su cuarto con el portátil para una nueva sesión de machaqueo. Probé en la primera puerta del último tren, y cómo no, cerrada. Así que con mis ánimos de exploradora por los suelos me fui a la del final pensando en la horrorosa mañana que estaba resultando y que venirme sola a la vieja estación de carga, había sido una decisión pésima. La primera decisión tomada con los trece años, había resultado la primera cagada de los trece años. Me caía la moquita y me estaba congelando de verdad, la humedad del suelo embarrado me empapaba las botas por dentro, y pensé en que me tenía que haber puesto las nuevas. “Pero estas son más cómodas”. Según me acercaba a la puerta del final del vagón me fijaba en las gotas de condensación que resbalaban por los cristales de las ventanas, y me parecieron las lágrimas de amargura de un ser abandonado a su suerte en aquél cementerio de monstruos de hierro. El barro y la suciedad se amontonaban por debajo del descartado aparato, desde su panza se escurrían 41


churretones de agua sucia que caían al suelo tintineando tétrica y desacompasadamente, formando una melodía fantasmal y apagada. Devolví la atención a las ventanillas, sobre todo, a los marcos metálicos, en como brillaban las cuatro láminas atornilladas que remataban cada cristalera. Me sentí prendida por la fría belleza de esas cajas metálicas. Ideadas para transportar vidas, en un infinito transitar por todo el país. Personas anónimas que viajaban sus sueños, pasiones, odios, anhelos, esperanzas y desazones de un lugar a otro. Ese pensamiento me conmovió profundamente, y me volví a plantear en serio la promesa de comenzar de una vez por todas, la colección de miniaturas ferroviarias. Y para eso tendría que reordenar toda la habitación; seleccionar, clasificar, etiquetar, limpiar y bajar al trastero todo lo que al final termine por desechar. Estaba pensando en lo aburrido y agotador que iba a resultar todo aquél lio, cuando percibí movimiento tras la cuarta ventana. Era la que más limpia parecía y aun así estaba tan sucia que no pude apreciar que era lo que se había revuelto al otro lado. Se me hizo rarísimo que hubiese alguien adentro. La posibilidad de que precisamente la última puerta que quedaba por comprobar, fuese la que se podía abrir, me hizo sentir un poco estúpida. Me quedé quieta justo enfrente. Observando, intentando entrever algo por el mugriento cristal. Me sobresalté al apreciar otro movimiento, tan breve como el anterior. Esta vez me pareció una persona, pero tampoco estaba muy segura. ¿Qué otra cosa podría ser? ¿Un enorme perro vagabundo? ¿Un monstruo del infierno devorador de niñas curiosas? ¿Un asustadizo fantasma?... O simplemente un mendigo; sucio, calvo, tripón y con los dientes todos negros. Ésta opción era la más lógica, aunque claro, no podía estar confiada, no podía acercarme a la puerta, abrirla y entrar, no sin antes asegurarme de qué era lo que se removía ahí adentro. Así que no me moví de donde estaba, solamente me remonté en una piedra para no estar quieta sobre el barro. La figura tras el cristal pareció acercarse a la ventana, se movía muy despacio. Borrosa y todo no me cupo duda de que era la forma de una persona y parecía observarme a la vez que se movía, 42


leve y acompasadamente. Escuché un seco y prolongado gemido, ¿quejido? y la sombra desapareció de la ventana. Entonces comencé a inquietarme de verdad. Estaba claro que había un individuo ahí metido y que se comportaba de forma extraña. El instinto me decía que me fuese lo más rápido posible, pero la curiosidad me anclaba sobre la enorme piedra en la que estaba subida. -¡Oiga! ¡Señor! - Le grité. Pero el hombre no contestaba, se asomó de nuevo, para quedarse estudiándome fijamente, comenzó a moverse al mismo ritmo acompasado de antes, como si no cesara de cambiar el peso y el equilibrio de una pierna a la otra. Pegó más la cara al cristal y pude ver unos ojos opacos que me observaban con mirada pervertida. Malvados. Sin alma. Repentinamente comenzó a llover de nuevo, como para limpiar el miedo que comenzaba a sentir. Cerré los ojos y levanté la cabeza para sentir las grandes gotas, precipitándose a peso muerto sobre mi cara, que estaba tan congelada que casi las noté cálidas y suaves. Me relajaron muchísimo y fortalecieron mi ánimo. Decidí hacer tres cosas. La primera, fue dejar la mente en blanco, para apreciar lo más intensamente posible aquél regalo del cielo. La segunda, fue abrir los ojos, con la intención de admirar el desplome de las gotas, resbalando desde las nubes para caer sobre mí. La tercera y última decisión que tomé en ese momento, fue la de sacar la lengua para atrapar toda la lluvia que pudiera en la boca, y así conseguir refrescarme y paliar algo la sed que sentía. Cuando tenía a medio curar la sed, comenzó a caer con violencia, como una cascada, que golpeaba sin cesar sobre mi piel. Me relajé tanto que me olvidé por completo del mundo, de mi cumple, de mi familia, de mis amigas y hasta del individuo que estaba dentro del vagón. Sumergiéndome en Martalándia durante unos segundos, abstrayéndome por completo. Hasta que un sonoro golpe metálico me devolvió al mundo real. De improviso se abrió la puerta del vagón. Me caí de culo del susto a la vez que veía a un hombre vestido con un 43


sucio pero planchado traje oscuro, camisa blanca y pajarita, parecía un camarero. Salió corriendo en dirección opuesta a mí. Trotaba como un chiflado, como una marioneta movida desde los hilos del titiritero. Levantando mucho los pies, haciendo extraños movimientos con los brazos y soltando extraños sonidos guturales. Me quedé de piedra mirando con cara de boba la carrera de la desgarbada figura. Se dirigía hacia un túnel que estaba a unos setenta metros, cuando a mitad de camino un denso girón de niebla surgió de entre el suelo, justo frente a él. El hombre detuvo la carrera y siguió caminando lentamente, ahora arrastraba los pies con desgana, los espesos girones que emergieron tras el primero comenzaron a arremolinarse por sus piernas como si fuesen un gato zalamero. Antes de que diera seis pasos lo envolvieron y desapareció entre las brumas. Caí en la cuenta de que cómo narices había niebla si estaba lloviendo con ganas. El frío que me venía desde el culo me impulsaba a abandonar esa posición, pero el sentido común o si se quiere el instinto de quién se sabe una presa fácil, me dejaron ahí sentada por un buen rato. Temía que aquél pintoresco tipo apareciese de nuevo a través de la niebla. Me intentaba convencer de que no era un mal hombre, de que no llevaba malas pintas ni nada, además, ¿a un mamarracho así, qué narices le podría interesar de una niña como yo? Se me pasaron por la cabeza varias opciones a mi pregunta, cada una de las cuales más turbadora e inquietante que la anterior. Me horroricé al darme cuenta de que me estaba imaginando unas escenas tan crueles y retorcidas, que pertrechadas sobre mí misma, dejaban claro que me había visto demasiadas pelis de terror. Aquello parecía ser más una respuesta a mi especulación mental, que un ataque repentino de locura. Intenté desechar con todas las fuerzas aquellas imágenes que asaltaban mi cerebro, mi alma y mi ánimo. Luché y luché contra aquella monstruosa violación de mi mente, hasta que poco a poco se fueron debilitando, conseguí que se fuesen del todo, o se fueron por sí mismas, no lo sé.

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En ningún momento aparté los ojos de la niebla, al principio por miedo a que regresara el tipo y luego, la verdad, es que me quedé pillada mirándola, como hipnotizada, casi sin parpadear. No sé el tiempo que estuve así, pero debió de ser bastante. Aproveché ese instante de tranquilidad para recuperar el resuello y la determinación, tras el sobresalto y las inconfesables visiones, me había quedado hecha polvo. El corazón y la respiración fueron retomando su ritmo habitual y ya no me sentía tan indefensa, la niebla se iba alejando y con ella mi angustia. Tomé una gran bocanada de aire que solté lentamente por la nariz, así cinco veces, como me había enseñado Clara. Y la verdad es que funcionó y conseguí relajarme, eso sí. No le quité ojo a la condenada niebla hasta que se evaporó sin dejar rastro alguno de su existencia, ni de la del extraño tipo. Me levanté torpemente, sacudiéndome la ropa. Estaba algo entumecida de cintura para abajo, sin hablar del trasero, que se me había quedado totalmente insensible por el frío, lo que casi agradecí, por la enorme mojada que llevaba en todo el culo. Me sorprendí pensando en que aquellos pantalones pedían a gritos un cubo de basura. Necesitaba con urgencia entrar en calor, le eché una mirada a la puerta abierta, que era como una invitación a la comodidad y al calorcito del interior, pero me daba repelús meterme en el vagón. ¿Y si quedase alguien más ahí dentro? ¿Pudiera ser que el mamarracho no estuviese solo? Podría ser, aunque debido al desarrollo de los acontecimientos, resultaba bastante evidente que dé haber estado alguien más en el interior, habría dado señales de vida a estas alturas, algún ruido o alguna sombra tras las ventanas. “¡Qué demonios!” me dije. “O me meto ahí ahora mismo, o me da un patatús del frío y me quedo aquí tiesa” Así que sin demasiada convicción me dirigí hacia la puerta, pensando que era una tonta de remate y me reí yo sola de lo ridícula que había sido la culada. Aquél hombre, “un mendigo seguramente” salió por patas al verme y posiblemente, creer que mis padres iban conmigo. Iría buscando un sitio más seco que el túnel donde 45


resguardarse. Me detuve ante la escalerilla cubierta de barro y curiosamente no vi ni una huella de sus zapatos. Pensé en que había dado un buen salto antes de echar a correr de aquella ridícula manera. Eché otra mirada alrededor, y pude ver varias manchas sobre el suelo. Que se iban difuminando bajo la lluvia. Eran como si aquel hombre llevara una bolsa agujereada y llena de grasa, aceite o algo así. Recordé lo que tía Marga me dijo una vez… “tú eres una aventurera, y en eso has salido a mí, no cabe duda”. Acababa de salir de la ducha y se estaba echando crema por todo el cuerpo, tenía unos músculos increíbles para su peso y complexión. “Eres una chica intrépida, arrojada, apasionada e inquieta intelectualmente. Y también muy observadora y analítica”. Se recogió la larga melena negra en un moño y esbozó una sonrisa picarona. “Cómo yo”. Se acercó a mí, y cómo era su costumbre se agachó un poco para estar a mi altura y mirarme a los ojos. Al hacerlo casi me da con las tetas en la cara. “Pero quiero que tengas muy presente que si vas en busca de aventuras, corres el riesgo de encontrar más de las que deseas. Jovencita. Eres demasiado curiosa y la curiosidad es una mala compañera de aventuras. Si no la acompañas de una fuerte carga de responsabilidad”. Me apretó la nariz entre dos dedos, a sabiendas de lo que odio que me hagan eso. Aparté la cara con un mohín. Se incorporó de nuevo y casi me da otra vez. “Te estás convirtiendo en una mujer, pero aún eres una cría, bastante irresponsable y lanzada. Creo que ya sabes a lo que me refiero. Marta”. Me dijo en tono muy serio y solemne, mientras se rascaba una teta. No pude más que echarme a reír. La tía Marga se empezó a partir de la risa conmigo mientras a duras penas me decía… “No sé cómo te las arreglas, cacho perra, para descojonarte viva cada vez que te hablo en serio. Pedazo de cabrona”.

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Como cada mes volvemos con nuestra sección cinéfila, un apartado que en esta ocasión escarba profundamente en el sentimiento del miedo a través del film Citadel de Ciaran Foy. Un film que será diseccionado con maestra precisión por nuestros colaboradores más preparados en estas lides: el maestro Juan Martí (http://www.elterrortieneforma.es) y su padawan Juan Vicente Briega (http://microcrticas-by-juanvi85.blogspot. com.es) Chicos, ya sabéis en qué consiste la sección, pero repetiré las reglas. En cuanto termine de contar hasta tres, os tiraréis al barro y allí pelearéis por la película... ¡a no! ¡qué me he colado!

CITADEL Año: 2012 Director: Ciaran Foy Productor: Brian Coffey, Katie Holly, Alan Maher, Gillian Berrie, Wendy Griffin, David MacKenzie, Kieron J. Walsh Guión: Ciaran Foy Fotografía: Tim Fleming Dirección Artística: Andy Thompson Maquillaje: Elle Baird, Stuart Conran, Paul Hyett, Linda Mooney Efectos Visuales: Sultan Devaney, Jacqueline Galvin, Emmet Griffin, Barry Lawless, Feidhlimidh Woods, Anthony O’Flynn País: Irlanda, UK Duración: 84m. / Color

Ficha Artística Aneurin Barnard, James Cosmo, Wunmi Mosaku, Jake Wilson, Amy Shiels Edición en DVD (Importación) Audio: Inglés (Dolby) Subtítulos: NO Pantalla: Widescreen 1.77:1 Calificación: Not Rated Extras: NO Studio: New Video Group Valoración de la edición: 6 Comentario: También disponible en Blu Ray. Venta en España: http://www.elterrortieneforma.es 47


CITADEL Jesús Martí http://www.elterrortieneforma.es

La proyección en el pasado Festival de Sitges de ‘Citadel’, primer largometraje del director/guionista Ciaran Foy, dejó en la gran mayoría de aficionados un buen sabor de boca. No es de extrañar, pues el film presume de varios elementos que no son muy habituales en el cine de género actual. Pero vayamos por partes, primero una breve sinopsis para entrar en materia: Joanne es una mujer embarazada que sufre un brutal ataque por parte de unos extraños niños enfundados en sudaderas con capucha (o algo parecido) que les ensombrecen los rasgos. Tommy, marido de la chica, ve impotente (está encerrado en el ascensor) el ataque, cuando consigue salir lleva a la chica al hospital. Los doctores que la atienden consiguen salvar al bebe, pero Joanne queda en coma y fallece unas semanas después. Tommy queda muy afectado y trastornado por los acontecimientos, desarrollando una serie de fobias y miedos devastadoras para su día a día. Además siente que está continuamente amenazado por los niños. Agobiado por los hechos comienza a investigar, ayudado por un cura, y pronto se encontrará de bruces con una comunidad aterradora. Citadel es un film poderoso, que no perfecto, donde el miedo y sus abrumadoras consecuencias, tanto físicas como psíquicas, se erigen en el auténtico leit motiv del metraje. El miedo paraliza y obsesiona, y si como se nos presenta en la película proviene de una fuente tan real como un ataque, aparentemente sin sentido pero de consecuencias devastadoras, se convierte en algo aterrador y tangible, algo que te envuelve y te asfixia reduciéndote a la mínima expresión. Sin lugar a dudas éste es el gran acierto de la película, su director maneja diferentes recursos y elementos para ofrecernos una pesadilla de tintes urbanos, que explota precisamente eso, la inseguridad urbana que tantas personas han sufrido en sus propias carnes; abrigado por un buen guión y un gran protagonista principal que sabe transmitir una gran variedad de sensaciones y registros, Ciaran Foy crea una at-

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mósfera perturbadora e inquietante, donde poco a poco se van introduciendo pequeños elementos de carácter sobrenatural que expanden la historia inicial y la conducen directamente a una pesadilla de tintes sobrecogedores por lo que insinúa. Pero estos elementos sobrenaturales, el origen de los niños y por extensión de la comunidad que han creado, son pequeños apuntes dentro del verdadero argumento que no es otro que el aislamiento y la incapacidad de escapar del asfixiante y opresivo entorno. Otro acierto del realizador es apostar claramente por la creación de tensión / angustia sin enseñar, casi en ningún momento, lo que causa esas sensaciones, las apariciones de los niños son en penumbra, o fuera de plano, o meras sombras que se deslizan alrededor del protagonista, creando situaciones amenazantes y extremadamente creíbles. Anteriormente, ya he mencionado que el film no es perfecto, es verdad, al ser una ‘ópera prima’ el director no consigue ensamblar todas las piezas de manera afortunada, su constante búsqueda del sugerir antes que el mostrar ralentiza el ritmo del film, que adolece de una voraz expresividad que condimente un poco las largas secuencias de acoso. Paralelamente la concienzuda estructura creada para el protagonista principal se diluye en los personajes secundarios, llegando por momentos a resultar estereotipada y confusa, tanto en sus motivaciones como en la manera de resolver la parte final del film, que resulta demasiado facilona y previsible si tenemos en cuenta lo visto hasta ese momento. No obstante, Citadel es una buena película que propone de manera interesante un distanciamiento necesario con otros film de género, un camino que recupera en parte ese estilo tan británico (sobre todo en los sesenta y setenta) de enmascarar lo sobrenatural con grandes dosis de realidad, en un ejercicio que deviene en un juego entre el creador y el espectador que siempre resulta estimulante en su resultado final. Recomendada para todos aquellos que busquen algo más que tripas y sangre en el cine de terror, pues aquí se apuesta más por un desarrollo lento donde la atmósfera y la tensión priman por encima de cualquier otra consideración.

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CITADEL Juan Vicente Briega González (http://microcrticas-by-juanvi85.blogspot.com.es) En esta ocasión he de decir que estoy completamente de acuerdo con Jesús Martí, hasta tal punto que he estado muy cerca de coger su crítica y copiarla aquí, pues además de estar muy bien redactada, llega hasta un nivel de detalle espectacular, estableciendo relaciones con otras obras. Un análisis profundo y único que os invita a disfrutar de este magnífico film. - Ehhhh, oiga. ¿Quién es usted? ¿Qué hace en el ordenador de Juan Vicente? - Yo... ummmmhhhh... nada, no hago nada. - ¡Cómo que no hace! Le he visto tecleando en el ordenador. ¿Qué estaba haciendo? - ¿Y quién es usted para decirme a mí nada? - Soy coordinador de la revista. Tengo todo el derecho de decirle lo que me plazca cuando me plazca mientras que esté usted aquí. ¿Quién es usted? - Me llamo Mariano Ra... - ¡Da igual! ¿Dónde está Juan Vicente? ¿Qué ha hecho con él? - No sé quién es ese tipo... - Hace dos minutos estaba ahí sentado, escribiendo su crítica de cine, y ahora está usted. La única forma de salir de este cuarto es pasar por delante de mi mesa, y él no ha salido. ¿Qué ha hecho con él? Respóndame o me veré obligado a llamar a la policía. - Ehhhh tranquilo. Yo no he hecho nada. No sé de qué diablos me está hablando. - Ahhhhhhh... tiene sangre en las manos. ¿Qué ha hecho con Juan Vicente? - ¿Esto? Me he cortado. Le aseguro que no he hecho nada. - ¡Quieto ahí! No se mueve. Tendrá que rendir cuentas a la policia. - ¡No sea pesado! Me iré por donde he venido. No trate de impedírmelo si no quiere sufrir ningún daño. En cuanto a ese tal... Juan Vicente o cómo demonios se llame, veremos si le vuelve a ver por aquí. Quizás sí, quizás no. Lance usted una moneda al aire. Si sale cara quizás le vuelva a ver, si sale cruz, jamás volverá a verlo. Ya sabe que la suerte es muy caprichosa, tanto como el destino. Adios. - Espere. No se mueva... - Ya lo ha oido. Lance una moneda, déjeme en paz y déjese en paz.

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Eso hice. Tiré una moneda y salió cara. Súbitamente, Juan Vicente surgió de la oscuridad más profunda. Como si nada hubiera ocurrido, leyó lo que el extraño individuo había escrito, lo borró todo y comenzó a escribir su crónica. Después se marchó sin decir palabra hasta el día siguiente.

Cuando este mes Jesús Martí me propuso hacer la crítica de Citadel, del debutante Ciaran Foy, me sorprendió porque a penas había oído hablar de ella salvo en la web del Festival de Sitges, y me resultaba un poco extraña. Y ahora que la he visto me he encontrado con un film ejemplar, una película, que con sus cositas (lo que tienen las óperas primas, querer meterlo todo) ha realizado una película entretenida, cercana y de terror urbano muy bien realizado. Cuando uno se decide a hacer un film de este tipo, con los miedos y las fobias como principal protagonista, con traumas del pasado y con criaturas extrañas, corre el riesgo de quedarse en nada y que uno de esos puntos haga que el resto desluzca, pero en este caso todo el conjunto la hace grande. El protagonista, un chico atormentado por la muerte de su esposa a manos de unos “adolescentes” encapuchados y su camino a superar los miedos que le han provocado esos actos, son el principal argumento del film que se apodera del espectador con lentitud y una tensión que va en un crescendo en el que el personaje, acompañado de unos secundarios un tanto estereotipados, realiza un viaje tanto interior como exterior hacia la luz. Nunca mejor expresado con ese plano final al salir del edificio entre los encapuchados, que nos enseña que la valentía puede hacernos superar todos los miedos. Un mensaje muy bonito y muy expresado, un tanto infantil para mi gusto pero bien llevado en ese tono de film setentero británico de barrios marginales y personajes desorientados que tan bien funcionan con argumentos, a ratos tan tensos y terroríficos, como este. Estamos frente a un film de género que huele a sesión golfa de videoclub, una película tensa que, sin mostrar prácticamente nada, y de un modo muy sutil, se mete dentro de ti y te hace sentir como el protagonista.

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«... son cuatro, cuatro y dos son seis, seis y dos son ocho, y ocho dieciséis. Dos y dos son cuatro, cuatro y dos son seis, seis y dos son ocho, y ocho dieciséis. Dos y dos son cuatro, cuatro y dos son seis, seis y dos son ocho, y ocho dieciséis. Dos y dos son cuatro, cuatro y dos son seis, seis y dos son ocho, y ocho dieciséis. Dos y dos son cuatro, cuatro y dos son seis, seis y dos son ocho, y ocho...» - ¡ahhhhhhhh! No lo soportó más. Por favor, ¡cállate! ¡Cállate! Déjame en paz de una vez por todas. Siempre he hecho lo que me has pedido. ¡Lárgate! No quiero escucharte más... «...son cuatro, cuatro y dos son seis, seis y dos son ocho, y ocho dieciséis. Dos y dos son cuatro, cuatro y...» - Si no te largas me suicidaré. No conseguirás nada más de mí, ni tendré que soportarte nunca más. Quizás eso sea lo mejor, que me suicide. ¿Qué harás entonces, hijo de puta? ¡Qué harás! «No tienes lo que hay que tener para suicidarte. Por eso te elegí, porque eres un cobarde, siempre lo has sido y siempre lo serás. Sabes perfectamente que acabarás plegándote a mis deseos. No te tortures más. Ríndete y dejaré de cantar esa cancioncilla que tanto te gustaba cuando eras pequeño y tanto pareces detestar ahora» 52


- Esta vez no. Esta vez es diferen... «¡Venga ya! Siempre estás con las mismas tonterías. ¡Esta vez no! ¡Esta vez no! ¿A quién quieres engañar? Solo a ti mismo. Eres tan predecible como estúpido. Haz lo que tienes que hacer y la cancioncilla dejará de sonar... hasta que te vuelva a necesitar, claro. Podrás dormir, podrás fornicar con golfas, casi podrás hacer tu vida normal, la vida que tenías antes de que iniciáramos esta relación tan hermosa que tenemos. Bien sabes que es la única salida. Yo puedo estar cantándote al oído un día y otro día y otro día, y todas sus noches» - ¡Nooooooo! ¡Vete a tomar por culo! ¡Esta vez no! «Está bien. Tú lo has querido. Continuemos con el juego. Dos y dos son cuatro, cuatro y dos son seis, seis y dos son ocho, y ocho dieciséis. Dos y dos son cuatro, cuatro y dos son seis, seis y dos son ocho, y ocho dieciséis. Dos y dos son cuatro, cuatro y dos son seis, seis y dos son ocho, y ocho dieciséis. Dos y dos son cuatro, cuatro y dos son seis, seis y dos son ocho, y...» - ¡Para! ¡Para! ¡Para! Dios mío, ¡ayúdame! «...cuatro, cuatro y dos son seis, seis y dos son ocho, y ocho dieciséis. Dos y dos son cuatro, cuatro y dos...» - ¡Está bien! ¡Tú ganas! Ganas otra vez. «¡Así me gusta! Esta vez me has metido el miedo en el cuerpo. Pensé que me ibas a dejar en la estacada, que habías sacado fuerzas de flaqueza y estabas dispuesto a hacer algo, digamos... definitivo. ¡Qué no! ¡Qué es broma! Desde el principio sabía que ibas a ceder a mis pretensiones. ¡Siempre lo haces! Es lo mejor que puedes hacer. Solo tienes agallas cuando trabajas para mí. Deberías agradecérmelo. Y, por favor, no implores nunca más la ayuda de Dios. Él no te va a ayudar. Más bien deberías culparle por ponerte sobre la faz de la tierra con todas esas debilidades que te dominan. Eres un pecador empedernido. Si realmente te está escuchando, es evidente que te ignora. Se ríe de ti, igual que yo me rio ahora, igual que me rio desde que te conocí. ¿Qué le voy a hacer? ¡Yo soy así! Mucho más honesto, ¿no crees?» - ¿Qué quieres esta vez?

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«Nada nuevo. ¡No sé para qué me preguntas! Ya sabes lo que me gusta. Siempre quiero lo mismo. Así que, sal ahí fuera y tráemelo» Estaba muy cansado. Había conducido durante horas. Nunca actuaba en su ciudad, ni siquiera cerca de ella para no ser reconocido ni asociado con el “asunto”. Era capaz de cruzar varios estados. Así, evitaba que se generara el típico clima de inseguridad entre sus conciudadanos, que tarde o temprano degeneraba en rumores, sospechas e infundadas acusaciones, y terminaba en caza de brujas contra los menos populares, siempre inocentes. Era un tipo raro, solitario por imposición social y por vivir en una casa de campo aislada. Tenía todas las papeletas para ser objeto de sus sospechas al menor descuido. También estaba el tema de los gustos del tirano. El muy cabrón no pedía cualquier cosa. Desde que aparecía con su jodida cancioncilla hasta que desaparecía satisfecho, podían pasar varios días. Al principio era mucho peor. La búsqueda podía prolongarse durante semanas, hasta que descubrió que la poca discreción de la gente podía facilitarle las cosas. En las redes sociales encontraba fotos, comentarios, direcciones... todo lo que necesitaba. No era un profesional, o eso quería creer, pero la policía y los medios de comunicación no opinaban lo mismo. Ellos hablaban de un asesino psicótico en serie con gustos especiales. «¡No son mis gustos! ¡Odio hacer esto! ¿Por qué no lo entendéis?» Alertados por los titulares, la población de riesgo se mostraba más cauta, y la policía se centraba en ellos, lo que hacía que todo fuera más complicado. No obstante, golpe a golpe conseguía mejorar su técnica, en definitiva, correr menos riesgos. No estaba, en absoluto, orgulloso de ello, prefería seguir siendo un paria que un perro en manos de un dueño cruel, pero no tenía elección. Todavía tenía pesadillas con su primera vez. Bueno, tenía pesadillas con todas ellas, pero la primera fue la más dolorosa. Nunca había hecho daño a nadie hasta ese día. Escuchaba con lágrimas en los ojos los gritos, sentía como propios los golpes que propinaba. Entendía todo el dolor y el miedo que provocaba, pues él sentía todo eso muy a menudo. Esta vez, y basándose en los datos obtenidos de internet, el golpe no debía causarle mayores problemas. Actuar y

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salir corriendo, procurando no dejar ninguna huella que pudiera delatarle. Si la dirección era correcta, la casa era la que tenía frente a sus narices. Solitaria en medio de un campo de maíz agostado, se erguía una modesta vivienda de una única planta. En la terraza, unos centímetros por encima del nivel del suelo, había dos mecedoras y una pequeña mesa. Todo quedaba parcialmente iluminado por un pequeño farol cuya luz apenas llegaba más allá de los límites de la terraza. El interior de la vivienda estaba iluminado, lo que le permitió vislumbrar una figura femenina que se movía por lo que debía ser el salón. Tenía que acercarse más, tenía que conocer todos los detalles antes de actuar. Silencioso como una sombra, caminó por un lateral, paso a paso, lentamente, aprovechando la oscuridad reinante, concentrado en todo lo que ocurría en la casa. Inesperadamente, un perro negro bastante grande salió a la carrera ladrando, provocándole un subidón de adrenalina. «¡Perkins! ¡Cómo he podido ser tan estúpido!» Lo sabía todo del perro. Aparecía en muchas de las fotos publicadas en la red. Casi salía más que su propia dueña, pero no había pensado en él, y ahora se interponía entre víctima y verdugo. El perro corría ladrando sin parar. Cuando la cadena a la que estaba anclado quedó completamente tensa, el perro paró en seco lanzando un quejido lastimero. Un instante después siguió ladrando en dirección a él. La doble puerta de la casa se abrió de par en par. En el umbral apareció una chica de pelo largo rubio portando una escopeta. - ¿Quién anda ahí? Perkins, ¿qué pasa? Perkins seguía ladrando histéricamente. La chica avanzó lentamente, aproximándose paso a paso mientras miraba al frente y balanceaba el cañón de izquierda a derecha. Cuando llegó hasta el perro, se agachó y comenzó a acariciarle. Seguía mirando al frente, a la oscuridad impenetrable donde se escondía su verdugo. - ¿Qué pasa? ¿Qué has visto? ¿Quién anda ahí? ¡Candice! ¡Candice! Cierra las puertas de casa y no salgas bajo ningún concepto. - ¿Qué ocurre? ¡No me asustes! – dijo Candice asomándose por la puerta. - ¡Haz lo que te digo! ¡Métete dentro! Y si escuchas cual-

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quier ruido o ves algo raro, llama a la policía. La chica soltó la cadena del perro que salió disparado hacia el interior del maizal, siguiendo el olor del intruso. Al instante, la chica perdió de vista al animal. Avanzó cautelosa hasta llegar al borde del maizal. No quiso continuar. La solo idea de internarse en el sugerente campo de maíz durante la noche, hacía que todos los pelos se le pusieran de punta. Notó un cosquilleó por toda su piel. «Seguro que no es nada. Algún gato en busca de ratones. Le encanta perseguir gatos» Escuchaba sus ladridos, cada vez más lejanos, hasta que se tornaron en quejidos. Algo le había ocurrido; su perro querido estaba herido. La necesitaba. Tenía una escopeta en las manos, si hacia bien las cosas no tenía por qué ocurrirle nada malo. Dudaba. Trataba de ser fuerte, de romper la resistencia que hacía que se mantuviera fuera del maizal. Un quejido más profundo que los anteriores hizo que se decidiera. Entró con la escopeta por delante en la oscuridad. El maizal pareció engullirla. Veía poco o nada. El único sentido que le servía para algo era el oído, una vez sacrificado el sentido común. Apartaba las ramas con cuidado, pero era imposible no hacer ruido mientras avanzaba en la dirección de los quejidos, en línea recta. Estos fueron subiendo de volumen a medida que se acercaba al perro, que al percibir la cercanía de su ama, pedía con más insistencia. Casi tropezó con él. Estaba tirado en el suelo. Se agachó sin perder de vista el entorno, manteniendo la escopeta a punto para disparar ante el menor signo de amenaza. El pecho del perro subía y bajaba rítmica y débilmente. Al acariciarle, notó una sustancia húmeda y pegajosa que cubría buena parte del pecho del animal. Era sangre. Emanaba de una profunda herida, y esas heridas no las causan los gatos. Alguien había hecho daño a su perrito. Lo más seguro es que se hubiese dado a la fuga. No pensaba quedarse allí para comprobarlo mientras Perkins se desangraba, así que dejó la escopeta a un lado, introdujo las manos por debajo del animal, y lo izó pegándolo a su pecho. Todo había salido mal por culpa de ese maldito perro negro, y podía ponerse aún peor. Había escuchado perfectamente cómo la chica pedía a la tal Candice que se encerrara. Dijo algo más, referente a la policía; seguro que quería que la

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llamara. «Si al menos ese jodido perro no me hubiese mordido, ya estaría lejos de aquí» Con una puñalada consiguió que el perro liberase su presa, pero entonces escuchó ruidos. La chica había entrado en el maizal, por supuesto con su escopeta. Se agazapó en la oscuridad sin moverse ni un ápice. La chica, a la que tantas veces había visto en internet junto a su hermana gemela, llegó hasta el perro. Desde su posición podía distinguir perfectamente el tubo negro de la escopeta. Entonces, la chica se arrodilló soltando el arma y alzó al perro girándose en dirección a su casa. No lo podía creer. La muy estúpida ponía en peligro su propia vida por salvar a ese chucho medio muerto. Eso cambiaba las cosas, aun podía tener una oportunidad para llevar a término su plan, pero debía darse prisa. Dejó que avanzará unos cuantos metros más antes de moverse. El peso y volumen de Perkins hacían que no avanzara tan rápido como quisiera. Solo pensaba en llegar a casa para llamar al veterinario. «Aguanta perrito. Te pondrás bien. Te vas a poner bien. Yo cuidaré de ti» Enredada en mil pensamientos, dejó de prestar la atención debida a su entorno. No escuchó más ruidos de ramas que los que ella misma producía, no vio nada más allá de la carita de su perrito. Abalanzándose contra ella por la espalda, clavó el puñal lateralmente en el cuello, manteniéndolo allí firmemente. La sangre manó abundante manchando su vestido corto, donde se mezcló con la sangre de su perro. No se resistió. La puñalada era mortal. Simplemente le miró a los ojos con profunda pena, como preguntándole “¿por qué?”. Perro y ama cayeron al suelo, una sobre el otro, que lloraba por el dolor ajeno. - Aunque no lo creas, lo siento mucho chica. Estoy obligado a hacerlo. La primera parte ya estaba acabada. Ahora tenía que encargarse de la hermana. Luego las llevaría al coche. Corría a tanta velocidad como su muslo herido le permitía. Cuando

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llegó al borde del maizal, comenzó a escuchar las sirenas de un coche de la policía. Aún estaba lejos, no lo suficiente como para arriesgarse. «Te he estado esperando con impaciencia. ¿Estás herido? Espero que no sea para tanto. ¿Lo has traído?» - He hecho lo que he podido. Las cosas se pusieron difíciles. Había un perro... «¡Me estás diciendo que has fracasado! ¿No lo has traído?» - Te repito que he hecho lo que he podido. Llegó la policía, tuve que huir... «¡Qué diablos me importan esas escusas baratas! ¡Muéstrame lo que has conseguido! Y más te vale no defraudarme» Abandonó el salón dirigiéndose al garaje donde descansaba el viejo coche que había heredado de su difunto padre. Abrió el maletero y extrajo el cuerpo de la chica. Sus ropas eran un engrudo de polvo y sangre. La tomó en brazos y la llevó hasta el salón donde con extrema delicadeza la depositó sobre la alfombra. - ¡Una chica rubia! ¡Y muy mona por cierto! Muy bien. Ahora tráeme su par, antes de que me enfade más. Volvió al poco con el cuerpo de un perro negro, que depositó sobre la alfombra junto a los restos de su dueña. «¿Qué es esto? Dime que es una broma pesada» - Te he dicho que he hecho todo lo que he podido. «¡Eres pura escoria! ¡No vales nada! ¡Menos que nada! ¿Crees que trayéndome dos cosas cualesquiera formas uno de mis pares? ¡Estúpido inútil! Uno más uno son dos, pero deben ser iguales para poder unirlos. ¡No te enseñaron eso en el colegio! ¿Tú eras de los que sumaba peras con manzanas? Ni siquiera es humano, ¡joder! Bueno... vamos a tranquilizarnos. No conviene perder la compostura. Vamos a ver qué podemos hacer... De acuerdo, lo primero, quita de mi vista ese perro. Luego saca tus herramientas y prepara a la chica. Hazlo bien o me verás realmente cabreado. Esto no es nada en comparación con lo que puede llegar a ser»

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Ya lo tenía todo preparado para empezar. El cuerpo desnudo de la chica yacía en el suelo sobre un grueso plástico blanco impermeable. Una caja de labores a la derecha y un hacha de mano a la izquierda. Un fino cuchillo jamonero descansaba a su lado dentro de un cubo de fregona. - ¿Corto como siempre? ¿O tienes otra idea? «Te he dicho que como siempre» - Ya, pero esta vez solo tenemos un individuo. «Ya lo veo. Gracias a tu negligencia. Está todo pensado» Alzó el hacha con la mano derecha y elevándola por encima de la cabeza, la descargó con todas sus fuerzas. El filo penetró en la carne seccionando parcialmente el brazo izquierdo a la altura del hombro. Fueron necesarios otros dos golpes para separarlo completamente del tronco. Arrojó el brazo a un lado, y tomó el cuchillo. Poco a poco fue pelando todo el costado de la chica, desde el tobillo hasta el hombro, retirando la piel y la grasa, dejando al aire las fibras musculares y parte de las costillas. La primera vez que lo hizo, no pudo reprimir varias arcadas. Dio igual, tuvo que continuar entre las carcajadas del otro. Cada pedazo que arrancaba era depositado en el cubo, que acabaría siendo pasto de los cerdos. Eran capaces de comérselo todo. No dejaban ni rastro. En ese momento recordó la historia que una vez le contó su viejo compañero George, según la cual, la abuela de este había desaparecido súbitamente, y él sospechaba que los cerdos se la habían comido cuando resbaló en su corral. También los cerdos se encargaban de lo que quedaba de sus víctimas, pero eso era después, cuando el bastardo se cansaba de jugar. «Sé lo que estás pensando. No deberías usar esos términos para referirte a mí, si no quieres agotar mi paciencia. Aunque debo reconocer que sí, que soy algo más que un bastardo ¡ja! ¡ja! ¡ja!» Continuó con su trabajo sin inmutarse. Desde el principio sabía que era capaz de leer su mente. Después de comprobar todo aquello de lo que era capaz, ese detalle parecía tan insignificante... «Exacto. Estoy más allá de lo que consideras como poderoso. No sabes nada, pero pronto lo sabrás»

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En cuanto dio por finalizado el trabajo, la voz que resonaba en su cerebro tomó la palabra. «¡No está mal! Al menos hay una cosa que se te da bien. Ahora toca la segunda parte. Te aseguro que no te va a gustar, pero al menos conseguirás librarte de mí para siempre. Ya no me eres útil. En esta ocasión has cometido muchos errores , la policía debe estar sobre tu pista y no tardará en atraparte. Debo partir en busca de otro huésped. Ahora voy a poseerte. Lo voy a hacer tanto si te dejas como si te resistes. Si te dejas, será rápido e indoloro. Si te resistes, será lento y doloroso. ¿Qué prefieres? - Hijo de la gran puta – murmuró entre dientes «Tomaré ese insulto como tu respuesta» - ¡No! ¡Espera! No me resistiré. «No te lo mereces, pero como no depende de mí...» Cerró los ojos e intentó no pensar en nada, pero le era imposible. Tenía miedo a lo desconocido. Una cosa era tener ese ser a su alrededor, y otra bien distinta era tenerlo dentro. No sentía nada especial, nada doloroso. No sabía cuándo iba a estar poseído, hasta que lo estuvo. - ¡Hola! Ya estoy dentro. ¿A qué no te ha dolido? «Dios mío, está realmente dentro» Tenía consciencia pero no voluntad. Había perdido el control sobre su cuerpo. Podía percibir como antes, pero no podía controlar los músculos. Ahora, el ser hablaba por su boca. - Claro. Yo estoy al mando. Estamos compartiendo tu cerebro pero soy yo quien dice qué se hace y qué no se hace. Se puede decir que nunca hemos estado tan cerca como ahora. «Déjame. No me hagas daño. Siempre he hecho todo lo que me has pedido» - No seas ingrato. Acabo de llegar a tu hogar ¿y ya quieres echarme? Recuerda que no te has resistido. Me considero un invitado y me iré en cuanto haya terminado lo que tengo pensado. Ahora mismo te lo voy a contar, tienes derecho a

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saberlo, al fin y al cabo el cuerpo es tuyo. «Por favor, por favor, sal. No me hagas daño» - Deja de lloriquear y escúchame. Bien sabes que me gustan los números. Me gusta construir números pares a partir de impares. Frente a nosotros, hay un magnífico ejemplar femenino que voy a unir con un lamentable ejemplar masculino. «Nooooo, por favor, nooooooo...» - ¿No estarás pensando en que la una con el perro? Ya sabes... peras con peras, y manzanas con manzanas. «Te traeré a la hermana. Te traeré todas las gemelas que quieras, incluso más de dos, pero no me hagas daño...» - Ya es demasiado tarde. Como te he dicho ya no me eres útil. La policía te va a atrapar más pronto que tarde. Ahora vamos a aplicar esa maña tuya con el cuchillo jamonero a tu cuerpo. «Nooooo, por favor, nooooooo...» - ¡Chico! ¡Relájate! Tienes la adrenalina por las nubes. Todo esto te va a doler un poco, como te imaginas. A mí no, es lo bueno de poder controlar solo aquello que te interesa. «Nooooo, por favor...» Intentó negarse, retomar el control de sus miembros, pero fue imposible. Con sus propios ojos vio cómo su brazo izquierdo se estiraba para tensar la piel, mientras la izquierda llevaba el cuchillo jamonero hasta la axila derecha. «Nooooo, por favor, nooooooo, haré lo que me pidas, todo, cualquier cosa, sea lo que sea, por favor, noooooo...» Cuando el filo del cuchillo entró en contacto con su piel, un escalofrío le recorrió todo el cuerpo, y a continuación sintió un dolor insoportable. Chilló como nunca había chillado, pero no había nadie ni nada que le ofreciera consuelo. En condiciones normales, el dolor habría hecho que se desmayará, pero quién controlaba su cuerpo no iba a permitirlo. Notó como la sangre corría por el costado mientras el cuchillo avanzaba. No quería mirar pero él estaba mirando, no podía quitar la imagen de su cerebro, no podía pensar en nada más. «Nooooo, por favor...»

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- Disfruta del espectáculo. Pronto acabará esto. No voy a ser tan exhaustivo como tú eres. Debo darme prisa antes de que pierdas mucha sangre y te quedes sin fuerzas. «Paraaaaa, haré lo que me pidas, te serviré siempre» El dolor alcanzó pronto su umbral máximo. No podía sentir más dolor del que estaba sintiendo, y tampoco menos. Estaba estabilizado en el máximo dolor, un dolor sobrehumano. El cuchillo continuó avanzando por su costado hacia la cintura, y desde allí hasta el tobillo. Sus súplicas no sirvieron de nada. - Ya estás pelado, como tú dices. Ahora toca tejer una malla que os una. ¿Acaso no es bonito? Espero que mantengas un buen pulso para enhebrar la aguja. «Nooooo. Déjame en paz. Mátame. Acaba de una vez conmigo» Tras enhebrar la aguja de lana con hilo de bramante, se tumbó sobre el plástico al lado del cadáver, dispuesto a unir las partes empezando por abajo. Comenzó clavando la aguja en la parte inferior del tobillo de la chica. Empujó hasta que la punta asomó por arriba, la recogió y tiró del bramante hasta dejarlo tenso. Luego, desde arriba, clavó la aguja en el tobillo del anfitrión hasta que asomó la punta por debajo. Cada puntada hacía que el umbral de dolor se mantuviera, pero aportando una tonalidad realmente diferente de la anterior, en todo caso un dolor insoportable. - Bueno, ya casi hemos terminado. Me consta que ha sido doloroso. Tus ojos están derramando un mar de lágrimas. ¡Te vas a deshidratar! Y esta manera de hablar entrecortada, en medio de sollozos, realmente doloroso. Ahora solo me queda amputarte el brazo. Cuanto antes empiece, antes acabo, ¿te parece? Manos a la obra. «Noooo. El brazo no. Si me lo cortas moriré desangrado» - ¿De veras crees que va a merecer la pena vivir después de que acabe mi obra? ja ja «Hijo de puta. Mátame ya. Déjame en paz» Levantó la cabeza para localizar el hacha. Agarró el mango con la temblorosa mano izquierda, apartó la cabeza por precaución y, levantándola, descargó como pudo el primer golpe. El hacha describió un pequeño arco antes de impactar en el centro de la clavícula, partiéndola en dos pedazos. Al ins62


tante, un gran reguero de sangre comenzó a surgir de la herida abierta, uniéndose con toda la sangre ya derramada. El golpe había salido desviado del lugar que pretendía alcanzar.

- ¡Uy! ¡Vaya! Se me ha escapado. Esto parece una escopeta de feria. Al menos no te he dado en el entrecejo ¿eh?. El siguiente golpe impactó más o menos donde debía, provocando una fisura en la cabeza del húmero. Los tres siguientes pegaron cerca, y con uno más consiguió separar el brazo del tronco. - ¡Ei! Ya casi estamos. Debería coser el muñón con el de ella, pero va a ser complicado, y además noto que tu vitalidad llega a su fin. Te has librado. «Acaba de una vez conmigo» - Vamos a esperar a que espires. Luego será mi momento. Voy a ver si tienes la cajetilla en el bolsillo del pantalón y nos echamos un último cigarro, ¿te parece? Hubo suerte. La cajetilla estaba allí. Quedaban unos cuantos cigarrillos y el zippo estaba dentro. Se llevó uno a la boca, lo encendió y aspiró hondo, lo que le provocó un ataque de tos. No tuvo tiempo de apurar el cigarro antes de morir. Sin embargo, aún había algo vivo dentro. El huésped se expandió por los cuerpos a través de los enlaces entretejidos, tomando posesión de ambos. Cuando el proceso hubo finalizado, los músculos de las caras comenzaron a moverse grotescamente, las bocas se abrían y cerraban. Dentro, las lenguas se movían aquí y allá, mientras de lo profundo surgía una cancioncilla... - Dos y dos son cuatro, cuatro y dos son seis, seis y dos son ocho, y ocho dieciséis, y ocho veinticuatro, y ocho treinta y dos, a las ánimas benditas, no las tomo yo. Al finalizar, todo quedo en muda quietud. El huésped abandonó el hogar en busca de otro anfitrión.

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Enar conducía desde las nueve de la noche. Salió de Vitoria y tenía que llegar a Madrid para dejar su carga en Mercamadrid antes de las 4 de la mañana. Ya eran las doce y media, y había intentado en tres sitios distintos para tomar algo, pero aunque las luces estaban encendidas, los restaurantes siempre estaban cerrados. Cuando por fin encontró algo, era la una. Se había retrasado una media hora pero tenía un hambre atroz y, o paraba, o las tripas se le saldrían por la boca. El área de descanso donde encontró el bar “El Torreznillo” estaba un poco alejada de la N1, pero era o eso o seguir otras dos horas con ese runrún en el estómago. Aparcó el camión cerca de la entrada para poder echarle un ojo desde la barra. Con la crisis, lo de robar partes de los bajos de los camiones era el pan nuestro de cada día. El lugar le había parecido raro desde fuera porque la única luz que despedía era la del letrero de neón, pero al acercarse le dio hasta miedo. No tenía ventanas y la puerta era sospechosamente negra. Solo había otros dos coches aparcados fuera. - Esto es un puti... seguro. Iba a darse la vuelta, pero sus tripas se rebelaron. Rugieron. Gimieron. Casi casi susurraron un “Tenemos hambre. Danos de comer o nos saldremos por tu trasero...” Cerró los ojos, respiró profundo un par de veces y se dijo: - Está bien, chicas. Vamos a ver qué conseguimos. La puerta era pesada, chirrió un poco pero se dejó abrir. Surgió una legión de olores a cerveza, humo y perrito caliente, que le agarró y arrastró hacia el interior. Nada más entrar había una barra a lo largo de la pared de la izquierda. Tenía un par de grifos de cerveza con las típicas gotitas de agua condensada, que dan la sensación de frescor, y algunas fuentes con pipas. Tras la barra había toda una colección de botellas de alcohol, desde marcas blancas baratas hasta grandes y exclusivas marcas. En la parte más cercana a la entrada, había una máquina para hacer perritos calientes. - Sí, chicas, de ahí sale el olorcillo... - dijo Enar a 64


sus tripas, que habían dado un requiebro a modo de alarma ante la comida. La barra estaba ribeteada con unas banquetitas rojas con flecos, ancladas al suelo que al acabar de recorrerla, daban un salto hacia el interior de la sala, donde acompañaban a otras mesitas altas dispersas por aquí y por allá. En la pared de la derecha había una puerta de baños y otra de privado entreabierta por la que se distinguía una escalera que subía. Había algún cuadro con fotos en blanco y negro que no conseguía distinguir desde donde se encontraba. Al fondo, Enar encontró lo que su intuición le había hecho buscar nada más entrar por la puerta: el escenario. - ¡Es un puti!, ya lo sabía yo. Bueno, hay perritos calientes para vosotras y espectáculo para mí. Se sentó en una banqueta a la mitad de la barra. No quería dar la impresión de entrar para ver nada pero, si salía “algo”, no quería perderse ningún bonito detalle. Se rio para sus adentros. - Anda que si al final me vuelvo a Madrid con dulce y todo... El camarero se acercó mientras secaba un vaso: - Hola amigo, ¿qué te trae por aquí? - Buenas. Tengo un hambre que da calambre. ¿Qué tienes de comer? - Los perritos calientes están recién hechos. Puedes acompañarlos con una ración de patatas, cebolla caramelizada y pepinillos. - Uhm, huele bien. Ponme un par de perritos completos y una caña. Las tripas de Enar dieron su aprobación pero la música del lugar no dejó que su expresión llegara a oírse. - Sí, chicas... para vosotras solitas. Pasaron diez minutos hasta que el camarero le puso el plato delante. Para entonces ya se había acabado la primera caña y había mediado la segunda. Sabía que no debía beber, pero tenía que reconocer que no recordaba haberse bebido la primera caña. El camarero se la había puesto y la había cogido con la mano, pero el siguiente recuerdo que tenía era el del vaso

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vacío. Así que, como no se había enterado, tuvo que pedir la segunda. Con esta trató de ser mucho más consciente. No podía beber mucho más. Le esperaban aún más de 200 kilómetros por delante y varias horas de trabajo una vez llegara a Madrid. El primer mordisco al perrito le supo a gloria. Sus tripas tronaron de felicidad. Parecían niñas abriendo los regalos de Navidad. Podía escucharlas reír y parlotear frases de placer. Estaba deleitándose con ese momento, cuando de pronto, la música cambió. Se volvió lenta y densa. El escenario se llenó de humo, los focos de luz blanca que había en la parte trasera se encendieron y las cortinas se abrieron. Recortada sobre las luces apareció la silueta oscura de una mujer que se contoneaba cadenciosamente, al ritmo suave de la música. Permaneció un rato al fondo del escenario, deleitándose con la mirada de Enar que luchaba escarbando en el humo para recoger cada detalle de esa imagen. Enar trató de dar otro bocado al perrito pero no atinó y parte del moflete se manchó con la salsa. Sus tripas se quejaron, pero esta vez ni siquiera las sintió él. La mujer iba zigzagueando por el escenario. Los focos de delante empezaron a iluminarla desde abajo, mostrando unas botas verdes de tacón de aguja que le cubrían hasta la rodilla. Poco a poco las luces recorrían el cuerpo de la mujer, ajustándose a él, como si de un guante se tratara. Con los muslos y los brazos al aire, el resto del cuerpo quedaba cubierto por un escueto traje verde terriblemente ajustado. Un pequeño triángulo era la base de dos tiras que subían para cubrir los pezones y desaparecer por detrás de la nuca de aquella diosa. Para ese entonces, y aunque Enar no lo sabía, ya tenía encima de la barra su cuarta cerveza. El perrito había quedado totalmente deshecho entre sus dedos. Las tripas languidecieron... Ya no sentía ni hambre, ni sed, ni responsabilidades. Estaba contemplando el ser más perfecto sobre la faz de la tierra. Seguro. - ... El ángel se doblaba, se estiraba, se tiraba al suelo, levantaba sus voluptuosos muslos, los abría lentamente como una flor al amanecer, los cerraba con un rápido movimiento para encogerse y quedarse acurrucada durante un segundo... La música se aceleró el tiempo justo para que la joven se quitara 66


su escueto traje con tres movimientos maestros. Enar podría haberse olvidado de respirar si hubiera podido. Deseaba que no acabara nunca la música. - No pares. No pares, preciosa – murmuró casi jadeando. La joven volvió a levantarse y zarandeando la cadera se plantó en la zona más cercana a él. Se giró dando la espalda al chico y, muy despacio, comenzó a doblarse hacia abajo con las piernas separadas. Su cara quedó enmarcada por la parte de atrás de dos estilizadas corvas y el mejor trasero que había visto jamás. En ese instante, ella abrió los ojos y le miró fijamente. Le faltaba el aire. Un sudor frío le recorría la frente y las manos le temblaban. Las luces fueron atenuándose, el humo empezó a inundarlo todo y tan lentamente como fue apareciendo, ella fue desapareciendo. - Bonita, ¿eh? – La voz del camarero le rescató de la muerte cerebral a la que se había entregado tan solo unos instantes atrás - Se llama Liss. El camarero esperó un rato a que Enar reaccionase. Entonces fue cuando este se dio cuenta del estropicio que tenía entre sus dedos. - ¡La leche! Puf… ¡ostias! - La chica viene de Las Tabernas, Almería, el Sur de Europa que dice ella. Una chica simpática donde las haya. - Sí, muy simpática - Tartamudeó Enar - Simpática, sin lugar a dudas. El camarero se sonrió y preguntó si le ponía otro perrito. Enar iba a contestarle que sí cuando sintió un ligero toque en la espalda. Un olor a hierba recién cortada pasó por encima del olor a perritos que le rodeaba desde que entró al “bar”. Se giró y el aire salió disparado de sus pulmones. Liss estaba delante de él. Con un batín color esmeralda, con pequeños dibujos de hojas y palitos. Enar no podía articular palabra. Ella entrecerró los ojos y le preguntó sencillamente: - ¿Me invitas a una - Claaaaarrrr… sí, mirada un segundo y odeeerrr. - Je, je, je, suele

copa? sí, claro – le costó arrancar. Bajó la se percató de que estaba empalmado - jopasar - Dijo Liss al seguir la mirada de 67


Enar - Venga, bebamos un rato y charlemos. La chica era realmente agradable. Además de estar buenísima, era una gran conversadora. Hablaron del trabajo de él, de lo dura que era la vida del transportista, del frío que hacía, de lo mal que iba la cosa con la crisis, incluso para los “bares” y, casualidades de la vida, resultó que Enar había pasado unos días en Las Tabernas cuando era pequeño, con sus padres y su hermano. El tiempo fue pasando y con él cayeron tres cañas más. En algún momento miró el reloj y vio que eran casi las dos y media de la mañana. Algo se activó en su consciencia. No podía permanecer más tiempo allí. - Jorl, tengo que irme preciosa. Esto es maravilloso pero, de verdad que tengo que irme. - ¿Y me vas a dejar solita, aquí? – dijo Liss alargando levemente las últimas vocales. - Ay, preciosa. Ojalá pudiera quedarme pero, si esa fruta no está en dos horas en Mercamadrid, se me va a caer el pelo. Ella se bajó de la banqueta en la que estaba sentada y se acercó a Enar, echándole los brazos por encima de los hombros. - De verdad que no puedes quedarte un ratito más... conmigo... - Uuummhhhh... - el batín se había abierto un poco y se podía vislumbrar parte de uno de esos jugosos pechos que había deseado más que su propia vida tan solo hace unos ¿minutos? ¿horas? ¿segundos? el reloj había dejado de marcar el tiempo para Enar. - Quédate. Pasemos la noche juntos. - Nnnnnooo puedo – Enar mantenía una lucha entre el deber y el querer. Tenía que irse. Si no se iba ya, le caería una bronca que posiblemente terminaría en despido. Necesitaba el dinero - De verdad que quiero quedarme, pero no puedo. Liss se acercó más y le besó enrollando sus brazos alrededor de su cuello. Las manos de él reptaron por el batín hasta esa cintura perfecta y se acurrucaron ahí cual gatitos sobre cojines. Cerró los ojos y, sin saber cómo, cuando los abrió de nuevo estaba en una habitación en la que el color verde predominaba. Estaban pegados, de pie, sin la camisa él y desnuda ella. Ella comenzó a desabrochar su cinturón y su pantalón, y él le tomó la cara entre las manos mientras le susurraba palabras que jamás había dicho a ninguna mujer. Acercándose a la cama, Liss le ofreció su cálido trasero. 68


Enar ya no recordaba ni el camión, ni la carga, ni los malditos kilómetros hasta Madrid, ni las horas de trabajo que le esperaban tras la descarga... ni el perrito caliente. Solo tenía sentidos para el tesoro que se abría ante él. Se acercó, se bajó un poco el calzoncillo y tomando su pene la penetró. Fue una experiencia sobrenatural. Solo pudo hacer unos pocos movimientos antes de sentir cómo se volcaba dentro de ella. Los ojos se le cerraron instintivamente. - Oh Dios, Dios, Diooooosssss Sintió un cálido aliento en su cara. Abrió los ojos y Liss había girado la cabeza 180 grados. Le estaba mirando. Se acercó a Enar y le dio un beso. Sintió que una lengua tubular llegaba hasta su garganta y un jarro de viscosa saliva se vació por su gaznate. Ella se separó y su boca esbozó un inicio de sonrisa que terminó siendo una grieta que le abarcaba, literalmente, de una oreja a la otra. Enar fue recobrando el sentido común poco a poco. Esto no era normal. ¿Sería el alcohol mezclado con el cóctel de hormonas que le emborrachaba en ese instante? ¿veía visiones? Agitó la cabeza de un lado a otro durante un rato y se percató de que seguía unido a Liss. Le entró verdadero pánico cuando comprobó que estaba atascado. ¡Atascado! No podía salir. Forcejeó de un lado a otro durante un rato. La boca de ella comenzó a abrirse. Era una imagen dantesca. Unos afilados dientes de casi un palmo empezaron a asomar en la más tétrica de las sonrisas. - Eh Liss, venga chica. Je... no me hagas esto guapa. Venga, vamos... tranquila... relájate y déjame salir. Los brazos se le quedaron rígidos, colgando a los lados del cuerpo. Le volvía a faltar el aire pero esta vez no sentía las mariposas en el estómago de hacía un rato, sino más bien un culo de oso sentado sobre su pecho. Estaba paralizado. Solo era capaz de mover los ojos de un lado a otro. - Ggggrrrrr a veces me llaman Mantis... Mantis Religiosa - una baba flemosa amarillenta cayó sobre el vientre de él, al escaparse de entre esas rejas dentales – y me encantan los chicos buenos como tú. Los párpados superiores se fundieron a los inferiores y los globos oculares empezaron a crecer y redondearse. Un tono verdoso empezó a cubrir la piel de ¿la chica? y el pelo se cayó como si de una peluca se tratara. De la hermosa cintura de Liss salieron dos asquerosas patas delgadas, propias de un insecto. 69


- Gggrrrr después de hacer el amor siempre me entra muchísima hambre- Un gesto divertido se dibujó en la poca humana cara de ella. Abrió la boca más de medio metro, desencajando la mandíbula y, mostrando lo que a él le pareció una cueva llena de estalactitas y estalagmitas chorreantes de asquerosa baba, se abalanzó sobre la cabeza de Enar. Para Liss fue un placer degustarle. Una delicatesen. Al acabar, se relamió, chupeteó sus finas patas, limpió dos antenitas que habían surgido en su cabeza y eructó. - Uhi... perdón. Unos días más tarde, la policía encontró el camión de Enar en otra área de descanso, a más de 100 kilómetros de El Torreznillo, con un cuerpo sin cabeza al volante.

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Tim estaba parado justo delante del jardín de la casa Mulparish. Hacía años que estaba deshabitada. En sus buenos tiempos estaba llena de vida, continuamente se celebraban actos y fiestas. Pero tras el crack de 1929, todo cambió. La familia Mulparish lo perdió todo y la casa paso a manos de un banco, al que le resultó imposible venderla o sacar provecho de ella. Los chicos de la pandilla le urgían a entrar. Para ingresar en la banda tenía que subir a la segunda planta y traer un objeto de uno de los dormitorios. Rom, que era el mayor del grupo a sus 16 años, le empujó hacia la verja. Tim tuvo que hacer un gran esfuerzo para mantenerse en pie y no caer al suelo. Estaba aterrorizado solo de pensar en entrar allí dentro, pero la perspectiva de seguir recibiendo palizas por parte de la pandilla no era nada agradable. Si conseguía superar las pruebas, todo cambiaría. Se armó de valor y empujó la verja que emitió un chirrido que le produjo el mayor de los escalofríos. Con paso lento, fue vadeando la maleza que antaño fue jardín bien cuidado. Tropezó con un macetero que estaba oculto a la vista. Los chicos se rieron de él. Tim se limitó a levantarse y seguir 71


avanzando. La puerta de la casa estaba abierta de par en par. Entró dentro y observó los muebles podridos y los viejos techos cubiertos de telarañas. El suelo era un mar de polvo que dejaba marcadas cada una de sus pisadas. Fuera empezaba a anochecer, por lo que decidió darse prisa y acabar con aquel mal trago.

Subió las escaleras que conducían a la primera planta. Escalón tras escalón, el corazón le latía cada vez con más fuerza. Agarró la barandilla de madera y esta pareció temblar bajo la presión de su mano. Cuando llegó al rellano de la primera planta, todo estaba muy oscuro. Al estar todas las puertas cerradas, no dejaban pasar la luz. Escuchó un ruido en la segunda planta. La sangre se le heló, se pasó la mano por la cara en un intento de secar el sudor que ya empezaba a brotar, a pesar del frío que hacía.

-¡Tranquilo Tim! Aquí no hay nadie, esos imbéciles cuentan historias para asustar a los más pequeños. Los ruidos son normales en una casa tan vieja. Agarró una vara de metal, que una vez fue un adorno de la escalera y la sostuvo en alto. Aquella casa era enorme y empezaba a ser consciente de que no saldría de allí con luz del día. Continuó avanzando escaleras arriba, los ruidos parecían cobrar vida, por un momento le pareció escuchar a los chicos de la pandilla. Seguramente habrían salido corriendo hartos de esperarle. Por fin llegó a la segunda planta. Una fuerte corriente de aire cerró varias puertas de golpe. Tim 72


se agarró a la escalera y esta cedió. A punto estuvo de caer por el hueco de la escalera. Se limpió el polvo de la ropa y se levantó. Estaba decidido, pero su decisión se hizo más débil cuando advirtió que por debajo de una de las puertas del final del pasillo izquierdo, se veía una rendija de luz. En un primer momento pensó que era el sol del atardecer, pero a medida que se iba acercando vio por una de las ventanas que fuera ya era de noche. Desde allí no podía ver a los chicos porque ese lado daba a la parte trasera de la casa. Alzó la vara, y caminó lentamente. El pasillo parecía alargarse, por más que creía andar el miedo le hacía parecer como si no se moviera del sitio. Cuando llegó a la puerta, no sabía qué hacer. Si la abría no tenía ni idea de qué podría encontrar. Finalmente, giró el pomo de la puerta y la empujó con la mano. Se escuchó un alarido, que le hizo caer al suelo. Perdió la vara que cayó rodando, alejándose por el pasillo. Una sombra comenzó a acercarse a la puerta. Tim iba a gritar. La luz quedó tapada por la figura de un hombre alto con sombrero y larga barba. -¿Qué haces aquí? - Preguntó. -He venido por un objeto para mis amigos. Tim no se daba cuenta de lo absurdo que resultaría aquello para un extraño. -Pues cógelo y márchate. Esta casa vieja no es sitio para un niño, podrías hacerte daño. Tim se levantó y entró en la habitación, que estaba iluminada por un candil. Agarró un peine y se lo guardó en el bolsillo. -¿Qué ha sido ese grito? - Preguntó Tim. El hombre se rio. -Estaba tocando la guitarra, y al levantarme se me escapó y me cayó en el pie derecho. Me hizo mucho daño. El anciano a la luz, no parecía nada amenazador. Tenía una sonrisa muy agradable y su ropa estaba limpia. -¿Usted? -¿Sí? -¿Vive aquí? -Entré en la casa esta mañana. Por más que busqué, no encontré ninguna pensión u hotel que tuviera habitaciones libres. -Mi mama alquila habitaciones y ahora mismo, no tiene 73


clientes. -¡Genial! Pues si no te importa, recojo mis cosas y me muestras el camino a tu casa - añadió el anciando después de rascarse la barba. -¡Vale! - Contestó Tim sentándose sobre un pequeño arcón. Unos diez minutos más tarde, el anciano y el niño abandonaban la casa. Antes de salir, el anciano apagó el candil y lo dejó en una estantería. -Ese objeto para tus amigos... ¿por qué tenías que cogerlo de aquí? -Mis amigos dicen que esta casa está embrujada. -¡Tonterías! No existen los monstruos, ni fantasmas, todo eso son cuentos. El anciano y el niño se alejaron de la casa, charlando y riendo. En el jardín trasero de la casa, un ser alto y desgarbado, tiraba los cadáveres de los niños de la pandilla por la ventana del sótano. Alzó la cabeza y olfateó el aire dejando ver sus enormes fauces y sus ojos rojos como la sangre. Su cuerpo estaba desgarrado y tenía aspecto de podrido. Agarró el cadáver de Rom, mordió su brazo derecho y masticó la carne. Un coche que pasaba cerca lo asustó. Se arrojó al suelo y reptó por la estrecha ventana hacia el interior del sótano.

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Supe que debía alimentarme de ella... de la puñetera sangre. Acepté aquel mal, acepté aquella locura. Joder... vaya que si lo hice. Me quedaban dos opciones; alimentarme vía intravenosa, metiendo en mi cuerpo el liquido burdeos en repetidos trasplantes, o, en cambio, salir fuera, al mundo exterior, a las calles. Echarme a los suburbios para chupar la sangre de mis semejantes... ¿que coño semejantes? ya no lo eran: YO NO LO ERA. No era humano, joder. No era uno de ellos. Era un puto vampiro, un ser de la noche... un monstruo. Un monstruo al que Audrey, sin desearlo, dejó tirado en aquel apartamento. El viejo la diñó. Aquel día no asistió a la cita. Por lo que pude descubrir poco después, el pobre viejo murió de un infarto. Le dio un jodido patatús en el camino de regreso al piso. Me quedé solo. Dios... solo en aquella ciudad. Solo con mi... ¿enfermedad? Los dos primeros días fueron relativamente molestos. Cansancio, jaquecas, fiebre y una incomoda sensación en el estomago... Pero al cabo de la tercera jornada sin alimentarme... Jesús; estaba al borde del delirio. Me miré en el espejo; era un muerto en vida. Había envejecido considerablemente. Estaba arrugado como una pasa, mustio como que un ficus sin regar. Era... era un puñetero zombi. Mi pelo, mi larga melena se había transformado en una mata blanca y cana. Mis ojos, hundidos en sus cuencas brillaban tenuemente en un color apagado, teñido en rojo oscuro. Se me notaban los huesos de las manos, de los brazos; de todo el cuerpo. Jesús; menos mal que me dio por limpiar aquel claustro poco después de acabar con los polis, me hubiese costado un triunfo borrar las huellas en aquel estado. -Ugen... ¿Qué vas a hacer? -me decía a mí mismo frente al espejo del baño-. ¿Vas a morir así? ¿vas a...? ¿rendirte? Por un rato pensé en salir corriendo de allí; marcharme bien lejos para dejar atrás aquella maldita pesadilla. No hubiese servido de nada. Le dí a la cabeza durante unos minutos que se me antojaron jodidamente eternos. Tracé el siniestro plan. Le eché un par de huevos. Entonces, tras una conversación absurda conmigo mismo, decidí hacerlo. Caminé hasta la diminuta cocina. Abrí uno de los cajones y... -Sí. El cuchillo era lo suficientemente grande. -Lo siento Padre... Lo siento Señor... 76


Luego dispuse el filo a la altura de la muñeca y rasgué de un tirón el tejido de mi piel. La herida se abrió en profundidad a lo largo del brazo, sesgando venas a su paso. -Padre nuestro que estás... Imité el corte en la otra muñeca. -...santificado sea... tu nom... brrrr..... Las heridas estaban abiertas, saludando como bocas enmohecidas teñidas en color azul y pardo. Unas bocas sanguinolentas suplicando por la vida. -...así en la tieerrrrraaa.... Sentí un mareo profundo, un acusado malestar que rozó lo infinito. Un dolor punzante allí dónde debería alojarse el corazón. Entonces, en pleno éxtasis de agonía, llevado por una fuerza superior, alcancé a divisar mis brazos curtidos; allí, en el lugar de los tajos, la sangre no figuraba. Las bocas abiertas en la piel no gritaban clemencia, al contrario, se reían de mí, insultando mi estupidez, la insensatez que no llevaba a nada. No lloraban, al revés, aullaban de alegría, gritando a los cuatro vientos que por mucho que me hiciera, jamás moriría de daño alguno. -Arrrrrrrggggg... Continuaban abiertas, rasgaban la piel, pero dentro, la sangre no corría, no fluía. Sentí el dolor, el escozor, la angustia. Pero ni de lejos, ni por asomo, rocé el cielo o el infierno que tras lamentable paso podría aguardar a un mortal recién fallecido. Entonces grité. Grité como nunca antes lo había hecho: -¡Diooooooooooooosssssss!!! Después acepté. Al cabo, dejé llevarme por la oscuridad de la noche. Soñé de nuevo. La pesadilla surgía ante mí como una película, una extraña sucesión de imágenes que me guiaban a través de los callejones más oscuros de aquella ciudad. Arrastraba mis pies, cojeaba incluso. Me sostenía en paredes y cubos de basura. Cogía aliento a marchas forzadas, como si mis pulmones no desearan el soplo de la vida o no les hiciera falta.

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Asfixiado o al borde de estarlo, mi ser continuaba allí, buscando, perdido pero guiado por el olfato, aquel que de repente había logrado llegar al cenit de la evolución. Era perfecto, sentía el respirar de una mísera rata que se escondía, la misma pelleja que me vigilaba bajo un vehículo aparcado decenas de yardas atrás. Olía la colonia barata de una puta, aquella que asomaba con pitillo en mano a través de una ventana de un cercano patio de luces, cotilleando como una sucia vecina situada en lo más alto de aquella torre de apartamentos. Paladeaba sabores de cocina, de gas, productos tóxicos y grasas quemadas en parrillas oxidadas. Paladeaba mucho más; sudor, hombres, mujeres, niños... personas durmiendo plácidamente. Paladeaba lo importante; el sabor dulce cobrizo de la sangre, la que corría a través de las venas de un pobre vagabundo que se afincaba a unos pasos de mí. -Sí... sí... Aquel hombre fue el siguiente. Le alcancé por la espalda, le sostuve por el cuello y... -Lo siento. Mordí, mordí, mordí... le trituré en más de veinte bocados. No aspiré su sangre, no; la tragué a rebosar por mis labios, ansioso, hambriento. Le despedacé con mis propias manos bebiendo de su piel y trozos de carne a modo de cuenco. Dios... Jesús... era como gelatina, como un dulce bocado de nube azucarada. Su ser era sabroso, caliente. Era... Joder... era mi puñetero entrante. Era mi comida, mi alimento. Aquel día, llevado por las malditas pesadillas, cené más de lo normal. Cuatro personas desaparecieron en oscuros callejones sin salida. Phoenix, Estados Unidos. Tres años después. La conocí en aquel bar. En el mismo que solía frecuentar antes de salir a cazar. Era tan... tan guapa. Joder, qué cuerpazo. Qué mujer. Entró como una exhalación pidiendo ayuda. Abrió la puerta del pequeño garito y corrió entre gritos hasta alcanzar la barra. Allí, Charlie preguntó apaciguando: -¡Hey! ¡muchacha! ¿qué diablos te ocurre...? tranquila, tranquila. Era Charles, el dueño del local. Un tipo honrado, un... amigo. Una especie de colega al cual veía todas las noches. 78


Él me proporcionaba el licor necesario para afrontar la barbarie y ser capaz de llevar a cabo mis... ¿cenas? -¡Ayuda! ¡ayuda por favor...! La chica estaba sin camisa, joder; en sujetador. Con aquellos pechos asomando por encima de la prenda. Iba sofocada, sudando. Vestida de cintura para abajo con un pantalón vaquero repleto de grasa y barro. -¡Respira mujer! ¿Qué ocurre...? -Charli le cogió de un brazo. -¡Fuera! ¡dos tipos...! ¡dos malnaci...! ¡ellos me han...! No dio tiempo a más. Los tres únicos que rondaban en el bar a aquellas horas, asomamos nuestra vista al exterior mirando a través de un amplio ventanal. Fuera, en el mugriento y oscuro parking, un vehículo de gran tamaño reanudaba la marcha. -¿Quién...? -me atreví a preguntar, dejando encima de la barra mi copa de whisky. -¡Ellos! -secundó la joven en un sollozo. -¿Ellos? -siguió Charlie, extendiendo las cejas al cielo-. ¿Norman? -Disculpa tío -añadí-; ¿conoces al conductor? -Sí. Es... suele hacer noche ahí. Viene con un sobrino, es su ayudante de carga. Lleva los troncos del aserradero hasta el condado vecino. Es un tipo muy vulgar... hay veces que cena aquí y... La muchacha lloró en un segundo grito, alertando y haciendo aspavientos con sus manos, mirando con cara de loca el camión de transporte que en aquellos mismos instantes salía del aparcamiento publico. -¡Tranquila mujer! -el camarero continuó a lo suyo-. ¿Se puede saber qué diablos...? -¡Me han violado! -terminó aclarando la chica-. ¡Esos dos cerdos del camión me han violado! Una espina, una tan grande como el propio vehículo que salía de ruta, se me clavó en el pecho aquella jodida noche. Santo Dios... era como si una fuerza descomunal e invisible tirara de mí hacía el exterior de la cafetería. Una tan poderosa que no pudiera resistirla. La fragilidad de la mujer. Su juventud. Su cuerpo. Aquella mirada dulce, empapada en lagrimas y sufrimiento. La inocencia que transmitía. Era pre79


ciosa. Era como aquella chica, la misma de la que me enamoré en el pasado, cuando era niño. Jesús... ¿era ella...? Era su doble. -Hijos de puta. Y aquellos malnacidos la habían violado porque sí. Sin más. Unos putos cerdos hijos de perra que por lo visto no tenían nada más que hacer aquella noche. Recogieron medio borrachos a la muchacha en un cruce a las afueras de la ciudad; ella salía de un motel finalizado su turno laboral. La hostia... Una preciosidad inocente. La metieron en la cabina y abusaron de ella. Ambos la forzaron. Jesús; aquel tipo dueño del camión era tan retrasado y paleto que pretendía enseñar al hijo de su hermana lo que debía hacer un hombre. Malnacido hijo de chacal. Le enseñó al joven a violar mujeres. ¿Quién era el monstruo y quién el humano...? -Charlie -solté-, no llames a la poli. No salgáis bajo ningún concepto. Ahora mismo vengo. Charles se quedó con la palabra en la boca, y la chica, a punto del desmayo, prefirió ausentarse de la realidad tomando asiento en el mismo suelo del local. Corrí como nunca. Salí a la carretera principal llevado por mi locura. En mitad de un cruce de caminos y vías asfaltadas alcancé a divisar el vehículo detenido ante un semáforo. Más allá, a unas yardas de distancia por delante del camión, una barrera bajada avisaba del paso a nivel. Tenía tiempo de sobra para llegar antes de que el conductor apretara el pedal de nuevo. El tren de mercancías de las 23:00 horas estaba a unas millas de allí y pronto se dejaría ver por aquel extremo de la ciudad. -Tú puedes, Ugen. Ya sabes de lo que estás hecho. Y vaya que podía. Apresuré el paso mucho más. Doblé mi potencial. Volé sobre el asfalto en una carrera agónica a punto del colapso. Pero pude. Pude llegar a tiempo. Alcancé a los dos tiparracos. Los cogí en aquel ataúd de pino con ruedas. -¡Hijos de perra! No dije más. Con eso bastó. El resto fue un saludo mudo. Un entendimiento propio. Un tú a tú, mano a mano, puño a puño. Bocado a bocado. Ellos imaginaron que un tipo los habría visto. Venganza... ¿el novio de la muchacha quizá? ¿un sheriff loco llevado por el orgullo de portar una reluciente estre80


lla? No. Eso no. Yo lo sabía. Sabía la verdad. La verdadera razón era JUSTICIA, pero acompañada de otra palabra: HAMBRE. Entonces pensé: Tres años asesinando a vagabundos. A perros de la calle. A gatos, ratas. Inocentes. Dios... debía haberlo pensado antes. Aquella sangre sabía mejor. Era más... ¿dulce y caliente? Mientras me abría paso por la garganta agonizante de aquellos dos malnacidos, mi mente daba vueltas en un pensamiento lucido, perfecto, elocuente. Joder; ¿por qué asesinar si podía librar mi propia batalla contra un mundo injusto, oprimido, insensato, cruel y vomitivo? La Virgen; se me encendió la luz en mi cabeza aquella noche dentro de la cabina del camión. Me llegó la inspiración mientras despedazaba carne empapada en sangre. Sí... un justiciero de la noche. Un héroe. Un... vampiro vestido de vaquero que debía alimentarse de sangre. Sí... sangre de capullos, asesinos, hijos de puta sin nombre. Violadores como aquellos dos maricas. Tío y sobrino; ¡Ja! Muertos. Dos joputas menos. Y yo, ansioso de hambre, al fin alimentado, saciado... Feliz. El mundo no se merecía a un monstruo. No... se merecía a un héroe como yo. Inmortal joder. Fuerte... ¡la leche! Rápido. Con el mundo a mis pies. Con un poder inimaginable. Sí... pasó el tiempo de la sangre envasada. Pasó el tiempo de oscuros callejones y locales de alterne. Pasaron perreras y cloacas. Llegó el tiempo de Ugen Slater. Llegó la aceptación del mal, y con ello... el héroe que todos esperaban. Así fue hasta que llegasteis vosotros, capullos polacos. Varsovia, Polonia. 2011. 02:45 de la madrugada. -Bien cabrón, esa historia es cojonuda... ¿pero qué fue de la mujer que te mordió? ¿dónde está la tía zorra que te transformó? -No volví a saber de ella... ¿qué palabra no entiendes capullo? ¿acaso te la he mencionado antes? Llevo casi una hora contándote mi vida... joder. -¿Te ríes de mí? ¿acaso crees que yo, el señor Kozlov se chupa el dedo? -La Virgen... atravesaba América porqué la buscaba. ¡Joder! ¡la buscaba para rendir cuentas! ¡no he dado con el paradero de esa mujer vampiro! ¡no la veo desde aquel día! ¡Dios...! ¡llegasteis vosotros y me metisteis en un puto avión! ¡no sé nada más! -Osea, pretendes que crea que andas por ahí buscando a esa... cosa, y que aún no has dado con ella. ¡Ja! ¡y un po81


lla, monstruo de mierda! ¡podéis oleros el culo unos a otros como chuchos en celo! -Joder mafioso maricón, hablo en serio capullo. -... -Jefe... ¿le pego un tiro de una vez? -Idiota, eso no le hace nada. -¿Llamo a los americanos para que follen a su novia y la tiren por la ventana? -Quieto fiera. Este paleto todavía puede ayudarnos. -No sé cómo, maldito gilipollas. Te he contado todo. Te he dicho cada aspecto de mi vida, cada puto detalle. A qué hora cago, cuándo me pajeo... ¿Qué más quieres? ¿es que no puedes asimilar que yo no puedo darte la puñetera eternidad? No soy un vampiro de serie joder, no nací así. Me mordieron, me transmitieron esa especie de rabia... solamente puede entregarte esta maldición un vampiro de verdad. Uno de pura raza. ¡Ya lo sabes, te lo conté antes! ¿Acaso no te informan correctamente tus chivatos? -Hijo de puta, paleto de mierda. ¡Mientes! -En serio, Dios... ¿qué más quieres que te diga? -... -Jefe; ¿me lo cargo ya? -¡Aguarda un poco, joder! -De verdad. La hostia. Mierda. No puedo convertirte. No puedo hacer que seas rico, sucio, bastardo y traficante de zorras durante toda la eternidad, maldita sea. Debes encontrar a un pura sangre. Y créeme; no he vuelto a ver a ninguno desde aquella madrugada en el rancho. ¡Y no conozco a ninguno de ellos excepto a la que me mordió! -... -Jefe... -... -¿Jefe? ¿qué hacemos? -¡Aaargg! ¡Mierda! ¡Mi gozo en un pozo querido Minka! No sólo me tiro cuatro asquerosos años buscando a este chupasangres desde que supe de él perdiendo gran parte de mi fortuna, sino que cuándo lo hago, me doy de bruces contra un muro de mierda descubriendo que todo es verdad. Sí, joder... el poder es real... pero no está al alcance de mis manos... ¡No está al alcance de mis puñeteras y poderosas manos! -Señor Kozlov; disculpe, ¿cree que dice la verdad? Podríamos... podríamos taladrarle los sesos hasta que... -Joder Minka, le has roto las piernas, le has desencajado los hombros del sitio, hemos metido sus manos descarnadas dentro de sosa cáustica y le he abierto un agujero del tamaño de un obús en su pecho. ¿No piensas que ya ha cantado suficiente? Es hora de acabar con esto... Moriré de cáncer en unos meses, no debo entretenerme más con este paleto. Por mi 82


patria... joder... me pudriré en la tumba mientras que mi mujer se folla a ese puto chaval encima de mi yate, despilfarrando mi capital por toda Europa. ¿Oyes? ¡Mi capital! ¡Mis millones! ¡Mis putas! ¡Mi droga! Por mi santa madre... todo mi imperio. -Señor... yo... -Llama a los americanos, tienes razón Minka. Tenemos ese as en la manga todavía. Que este capullo eterno escuche como matan a esa nenita de pelo largo. -Sí jefe. -... -¿No dices nada cerdo paleto? -... -¿Te ríes de mí? ¿acaso te ha comido la lengua el gato? -Señor Kozlov, creo que al maricón este le importa una mierda esa tía. -No sé... A ver paleto; voy a ordenar que maten a tu putita preferida... ¿vas a soportar esa mierda antes de que te prenda fuego? ¿serás capaz de soportarlo? -Haz lo que desees, capullo. Inténtalo. -Jefe, le da lo mismo. Iré a por el teléfono. -Eso. Acabemos de una vez con todo esto. No me hace falta esta perra americana chupasangre para dar con esa mujer pura raza. Ordena que maten a esa puta y luego rocía de gasolina el inmueble. Os espero en el coche, muchachos. Prender fuego a todo esto. ¡Nos vamos en diez minutos! -Bien señor. -Aguarda cerdo. -¿...? -Aguarda un poco. -Vaya... el monstruo acaba de recapacitar. ¿Qué deseas capullo? ¿Vas a decirme todo lo que sabes? -Creo... creo que se me olvidó algo. -Vaya, vaya, vaya... Di. -Se me pasó contarte una cosa. Es sobre... es sobre la joven que violaron en aquel parking de mala muerte. Estaba.. yo estaba solo. Me sentía abandonado en una vida de mierda. Entonces... me enamoré de ella al verla entrar en el bar de Charlie. -¿Pero qué cojones estás diciendo, maldito vampiro? -Comenzamos una relación. Me ayudó al igual que lo hizo Audrey años antes. Ella... ella consiguió retener al monstruo dentro de mí. Me proporcionó sangre envasada, sangre de hospital, trasplantes joder. Ella se volcó en mi ayuda. Se lo conté. Confié y confió. Supo la verdad sobre mí. Yo dediqué el tiempo a librar mi propia batalla con los indeseables del país, y ella... ella era mi cómplice. -¿Estás loco? ¿Qué quieres decir con esto paleto? 83


-No podía dejar que envejeciera a mi lado... no podía dejar que... muriera. La amaba. La quería más que a nada en el mundo. -¿Qué...? ¿De qué mariconadas estás hablando? -Entonces... je, je, je... entonces decidí convertirla. -... -... -... -¿Qué...? ¿convertirla? ¿Pero qué cojo...? -Jefe, este capullo ha estado jugando con nosotros. -¡Ya lo sé inútil! ¿acaso crees que no lo sabía? -Mirad capullos; la mordí. La convertí. Le entregué el poder. Se transformó. Era una chica preciosa... Dalena se llamaba y Dalena se llama hoy en día. Tiene veinte años. Quizá alguno más... pero lleva en esta vida más de sesenta años con la apariencia sexy de una joven muchacha de cabello negro. Joder idiotas; vuestros amigos de Estados Unidos retienen a un vampiro... je. Intentan retener a un ser que es capaz de matar de un puñetazo a un jodido elefante. -¡Minka, Konrad! ¡llamar a Nueva York! ¡Preguntar por la zorra! -¡Sí señor! … … … -Señor... -¿Qué diablos ocurre? -Es para usted, dicen... dicen que se ponga. Tome. -¿Qué...? ¿Sí? ¿Quién diablos...? -Buenas noches hijo de puta. -¿Quién co...? -¿Acaso no reconoce a una dama por teléfono maldito polaco? Soy Dalena, aquella a la que mandó secuestrar. Lamento informarle que sus pequeños y traviesos hombrecillos están a cientos de pies por debajo mía. Siento decirle que a esos cuatro maricas los tiré por la terraza del hotel. Claro... no sin antes sacarle los ojos a todos ellos, uno por uno, y cortar sus pollas en pedacitos para alimentarme de su sangre. Es una pena, había dos que eran tremendamente guapos... chillaban como unas nenazas cuando los solté. En fin, que se le va a hacer. ¡Ah! diga a mi marido que se dé prisa, por favor. Le aguardo en la cama muy caliente al otro lado del océano. -¿Prisa...? ¡Joder! ¡Maldita capulla! ¡Malditos capullos! -¡Jefe! ¿Qué ocurre? ¿era ella? ¿era la chica, verdad? -¡Maldito seas Ugen! -Lo siento cerdo, te mentí. Veras... se me pasó contar ese detalle. Os voy a dar un minuto; uno solo. Lo justo. Es lo que tardaré en quitarme estas jodidas cuerdas y la cinta que me aprisiona en la puñetera silla. Después, como sé que no os habrá dado tiempo a salir del edificio, iré a por vosotros 84


en un paso tranquilo, sosegado. Os cogeré. A ese capullo de la ventana le arrancaré de cuajo el puto cabezón que tiene. A ese marica, a tu chupapollas llamado Minka, le quitaré las piernas y los brazos y le colgaré del pito en la lámpara del soportal. Haré que de vueltas en las aspas del ventilador que posee el alumbrado. Joder... quedará de lujo como adorno. En cuanto a ti mamonazo... en cuanto a ti respecta; te cortaré ese pequeño gusano que tienes por minga y dejaré que te desangres. Después... je... después iré en busca de tu mujer y le llevaré metida en un cofre de regalo tu polla. Le diré: Oh, lo siento señora, pensé que le gustaría tenerla como recuerdo. Su marido... el pobre... murió en la perrera municipal. No sé como acabó allí pero... buffff... no quedó mucho de su cuerpo en el momento que le sacaron del recinto. Tendrían hambre los pobres animalitos... -Hijo... Hijo de puta. Maldito seas monstruo. -Bien señor Kozlov, la cuenta atrás ha comenzado; ¿vais a huir de una maldita vez o ceno esta noche a resguardo de la nieve? Fin.

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Estaba cansada de aquel mirón. Todos los sábados asomaba su nariz de loro entre los arbustos de mi jardín. Hubo un tiempo en que hubiera sonreído y le habría deleitado con un topless, pero ese tiempo hacía años que había pasado a la historia. No sabía cómo decirle que me incomodaba su presencia. Me escondía en la oscuridad de mis gafas sol y entre las hojas de una revista de moda vieja. Para no verlo. Sentía su presencia y mis sensibles oídos escuchaban su agitada respiración mientras él ejercitaba su mano callosa y terminaba el trabajo que había venido a realizar entre los setos que cubrían la verja de mi casa. Hasta que aquella mañana me decidí a terminar con el problema. El vecino de al lado me lo dejó. Le conté que me crecían unas hierbas rebeldes entre los setos. Me enseñó a usarlo con sus propias manos. Sentí su aroma varonil acercarse peligrosamente a mi espacio vital pero me sentí tranquila. Mi vecino no era peligroso. El mosquito molesto era otro; el ser que todos los sábados asomaba su nariz entre los setos. Sábado. Por fin. Aguardé entre los arbustos a que el “indeseable” hiciera acto de presencia. Con puntualidad británica escuché sus pasos en la acera, percibí los sonidos suaves de las suelas de sus mocasines baratos. El susurro de las hojas del seto me habló. Ya estaba allí. Lo olí, lo sentí y lo vi entre las sombras. Era guapo. Varonil. El pelo corto, cepillado y engominado. Usaba loción para el afeitado y colonia cara. Por un momento sentí la debilidad penetrar en mí de nuevo. Mis instintos salvajes se despertaron. Y por un infinito segundo pensé en no hacerlo. Sentí el impulso de besarlo en lugar de atravesarle la cara con el cortasetos. Pero solo fue eso. Un segundo eterno que detuvo el tiempo. No gritó, no sintió. Dejé el cortasetos en el suelo y me tumbé en la hamaca. Al cabo de unos minutos las sirenas de la policía se oyeron estruendosas en la tranquilidad de aquella mañana de sábado. 86


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Aquella mañana de bruma resultaba difícil respirar. Aún el sol intentaba salir para alumbrar las calles y la nieve comenzaba a caer con suavidad aquel primer día de diciembre. No se veía nada en la habitación, pero sabía exactamente dónde apretar. Alargó el brazo y pulsó un pequeño botón, sonó un chasquido y una nube de vapor salió disparada del aparato. No recordaba haber pasado una noche tan mala en su vida, casi no había dormido y sentía que cada vez se ahogaba con más fuerza. —Papá… —llamó, pero nadie habría podido escuchar aquel hilillo de voz. Se destapó, y con aquel simple esfuerzo sintió como si hubiera levantado varios kilos de peso. Entonces supo que la cosa se estaba poniendo fea en su cuerpo. Abrió la puerta que daba al gigantesco pasillo de la mansión, las piernas le temblaban y los cuatro metros que separaban su habitación de la de sus padres le parecieron una maratón. —Papa… —volvió a susurrar tan fuerte como pudo al tiempo que abría la puerta y caía de rodillas— Papa… ayúdame… —¿Cariño? —el hombre cogió las gafas de la mesita de noche y encendió la lámpara enfocando con la vista hacia el lumbral de la puerta— ¡Cariño! El hombre de pelo canoso se tropezó con su propia zapatilla y cayó al suelo con tanta fuerza que despertó a su mujer. Levantándose con torpeza fue tan rápido como pudo hasta llegar a su hija, que seguía agarrada al pomo de la puerta como si la vida le fuera en ello. La examinó con rapidez y Shana pudo ver el preocupado rostro de su padre y las lágrimas en los ojos de su madre. ¿Se estaba muriendo? ¿Por qué? Nunca había comprendido por qué tenía que sufrir tantos dolores, por qué su corazón era tan débil como para tenerla atada a aquellas cuatro paredes. No sabía qué tacto tenía la nieve bajo sus pies desnudos, no recordaba la sensación del césped húmedo acariciando su piel ni el olor de la primavera, habían pasado tantos años que lo había olvidado. Se esforzó por seguir respirando mientras su padre la cogía en brazos y corría tan rápido como su cuerpo le permitía hacia el exterior. No se rendiría, deseaba tanto vivir y sentir el mundo que se juró vencer a su propio cuerpo.

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— ¡Acelera James! —gritó la mujer dentro del coche. James sentía como el sudor le resbalaba por las sienes, estaba tan cerca de perder a la hija que tanto amaba que le daría un ataque de histeria. Había dedicado su vida a investigar enfermedades y curas para todo el mundo. Entonces, ocurrió el milagro veinte años atrás, nació su pequeña, pero pronto descubrieron que su cuerpo no estaba sano como habría querido cualquier padre, su corazón no funcionaba como debía, era genético, pero no sabía qué era ni como curarlo. Desde aquel momento dedicó su vida y sus fuerzas a investigar hasta caer desmayado por el exceso de esfuerzo, ¿y para qué? Solo había conseguido un suero sintético que la ayudaba en momentos de crisis por un corto período de tiempo. Aparcó en medio de la puerta principal, pues no era el momento de perder el tiempo yendo hasta el aparcamiento trasero. La luz de la entrada estaba encendida, el guarda estaba apostado en el mostrador de la pequeña oficina mirando con atención la escena, y cuando reconoció al científico jefe y lo que hacía, salió corriendo en su encuentro. —¡Doctor James! —sin preguntar, estiró los brazos aprovechando la enorme fuerza física que le caracterizaba para cargar con la chica de pequeño tamaño. Usando su tarjeta llave accedió con rapidez al edificio entrando después a la zona restringida, donde un pequeño grupo de guardia trabajaba en horario nocturno. Causando revuelo, dejaron a Shana en una camilla y con manos temblorosas, James abrió la pequeña nevera buscando el último suero que había creado. Mientras su mujer sollozaba le clavó la aguja sin perder un segundo y se dejó caer sobre una silla cuando acabó, pálido como un muerto y sin hablar. —¿Se… se pondrá bien? —tartamudeó su esposa— Me prometiste que la curarías… —No lo sé… cielo santo, mi pequeña. —Doctor —una muchacha de ojos azules le miró seria, era su ayudante Anna—. Creo que no nos queda más remedio. Ha empeorado. —¿A qué se refiere, James? El hombre no quiso mirar a su mujer, no tenía fuerzas suficientes para decirle que su princesa tenía los días contados. Aquel suero era más efectivo, pero cada vez que sufría un ataque, su estado se volvía más grave y deterioraba más su cuerpo. Solo les quedaba una solución para ganar tiempo, y recurriría al gobierno en busca de un favor que le debían. 89


—Tengo que hace una llamada… —se levantó de la silla arrastrando las patas de esta, que chirriaron quejándose por la brusquedad del movimiento— Anna por favor, habla con mi esposa. Entró a su despacho, que solamente estaba separado del laboratorio por una fina puerta que no logró acallar el llanto de una madre apenas dos minutos después de cerrarla. No pudo evitar odiarse a sí mismo por no curar a su hija, pero amenazaría a quien fuera para conseguir que le hicieran el favor, se lo debían después de lo que le obligaron a crear años atrás. —Ponme con el general Graham —esperó una contestación negativa y continuó— Dile que soy James Hamon. Si se niega a hablar conmigo, avísale de que Reina Sur se hará famosa. Solamente unos segundos pasaron antes de que escuchara al otro lado del teléfono una voz agria que no escondió su mal humor ante la amenaza. En aquel momento, su mujer entró por la puerta seria y con los ojos enrojecidos, las manos le temblaban sin remedio. —Maldito idiota, ¿quieres que te maten? --escuchó al otro lado. —Es hora de que el país me devuelva el favor —su tono firme pareció calmar al hombre con el que hablaba. —¿Te has vuelto loco? No puedes hablar de Reina Sur. Es un secreto de estado. Joder James, somos amigos desde niños, no me pongas en un aprieto —Graham se sentó en su sillón y con un gesto pidió a su mujer que le sirviera un whisky. —Mi niña se muere Graham, tú eres su padrino, ayúdame. —Sabes que si estuviera en mis manos la salvaría sin dudarlo, pero si ni un científico de tu talla puede, ¿crees que yo seré capaz de algo? James se tomó unos segundos, tal vez varios minutos. Por su mente aparecieron varios recuerdos, el comentario de un colega, que inocentemente creyó que James conocía aquel proyecto le creó una pequeña esperanza. —Necesito a Venus —su tono tembló haciendo evidente la desesperación que sentía. —No sé de dónde has sacado ese nombre, pero conoces la respuesta. —Te juro Graham, que si mi pequeña muere el planeta entero sabrá como el país ganó la tercera guerra mundial —se hinchó de valor—. No te imaginas las pruebas que tengo. No quería 90


amenazarte, pero… —¿Sabes cuántos millones costará meter a tu hija en Venus? —No tantos como los que os ahorrasteis gracias a mi virus… —Vale, tienes razón. No voy a preguntarte como mierda has descubierto Venus. Pero no te aseguro nada, llamaré al presidente ahora mismo y se lo pediré como un favor personal. Escúchame —elevó el tono de voz antes de que James le diera las gracias—. Será mejor que cierres esa bocaza. Tú no sabes nada. —Sí. —Espera mi llamada. Colgó el teléfono sin decir nada más. No se sintió bien del todo con aquella situación, Graham era como un hermano para él, pero no podía dejar que Shana muriese, daría su vida por ella. El problema era que se había acabado el tiempo, y si entraba en Venus, aquello ya no sería un obstáculo. En el fondo no tenía grandes esperanzas. El proyecto Venus se había usado en muy pocas personas, y todos ellos eran eruditos, gente potencialmente valiosa para la humanidad. Su pequeña no tenía nada de especial, pero si tenía que amenazar al presidente en persona, Dios sabía que era capaz. Había estado varios días barajando aquello, era un proyecto experimental, muy efectivo en casos como el de su hija, una enfermedad incurable de momento. Daba tiempo, todo el tiempo del mundo para descubrir la cura. —¿Sí? —corrió hasta el teléfono. —El presidente ha dado el visto bueno. He tenido que recordarle lo que hiciste por el país, pero al final ha accedido a que Shana entre en el proyecto. He mandado un furgón a por vosotros, no podemos perder tiempo, solo hay una cámara libre por el momento. Escucha —continuó—, sé que va a ser difícil, pero Mei no podrá acompañarte. Es un complejo de alta seguridad, solo a ti se te permitirá estar dentro y seguir con tu investigación. —Gracias Graham… —en aquel momento se debatió por no dejar salir su llanto—. No te preocupes por Mei, lo entenderá. —Asegúrate de que no comente nada. No deberías haberle dicho nada a nadie sobre Venus, si se enteran de que civiles o… —carraspeó— tu equipo conoce estos detalles, estarán muertos en un abrir y cerrar de ojos, ya sabes como funciona todo esto. Se disculpó por todo antes de colgar. Graham le conocía 91


demasiado bien, sabía que no tenía secretos con su equipo, menos aún con Anna, que era su mano derecha. Dio un giro brusco y salió del despacho, no tardarían más que unos minutos en llegar y debía preparar todo. Habló con Mei, su esposa. Entre llantos y lágrimas le pidió a su marido que salvase a su hija costase lo que costase, y que no quería conocer más datos de lo que iba a ocurrir más allá de lo que ya sabía. Con la ayuda de Anna y el resto de su equipo, James preparó a Shana, que estaba plácidamente dormida gracias a un sedante. Mandó al guardia de seguridad a la puerta, a la espera del equipo de Venus para que les abriese las puertas hasta su laboratorio. Continuará...

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El gran hechicero EM habitaba en un recóndito lugar del Universo; evidentemente, recóndito respecto a la zona en que se movía nuestra amada Tierra. Pero un día, EM se encontraba harto de hacer el mal por las zonas del Universo que solía frecuentar y pensó en cambiar el lugar de sus fechorías a otra zona más lejana, donde nunca hubieran siquiera oido hablar de él. Sabia que tenía que tener cuidado de no acercarse ni lo más mínimo a la superhada AC, que era el único ser del Universo que podía hacerle daño, mucho daño; incluso podría llegar a destruirlo si lo pillaba y quisiera hacerlo... Consultando en su viejo libro de cosmología y viajes encontró un pequeño planeta llamado Tierra, situado en el borde de una poco importante galaxia lejana llamada Vía Láctea. Le hizo gracia ese tipo de nombres, Tierra, Láctea... ¿Tendrían algo que ver con el polvo del suelo y la leche de algunos animales que había conocido en alguno de sus viajes?... Con gran excitación, EM se trasladó a enorme velocidad al planeta elegido y, situándose a una altura adecuada para que los terrícolas le vieran y oyeran bien, dijo con voz de trueno (su tono de voz normal): - ¡TERRÍCOLAAAS, SOY EL MALIGNO HECHICERO EM. VOY A DESTRUIR TODO VUESTRO MUNDO, SI NO ME DAIS LO QUE OS PIDA93


AAA!..... Los terrícolas, bastante amedrentados, respondieron con un hilillo de voz: - ¿Qué quieres? Y él les dijo: - ¡SI NO ME DAIS UN GARBAAANZO, VUESTRO MUUUNDO NO DURARÁ NI UNA HOOORA MÁS! Los terrícolas, ante esta sorprendente petición quedaron francamente desorientados. En principio pensaron que el hechicero estaba más loco que un rebaño de carneros asesinos. Luego, recapacitaron y se mosquearon gravemente. Se dijeron: - Este tío viene con segundas, ¿un garbanzo?. ¿Para qué querrá un garbanzo? ¿No será que va a hacer algún experimento genético y luego nos va a intoxicar a todos? O, acaso, después de que le demos un garbanzo, querrá más y más y más y más, hasta llevarse todo lo que poseemos..... Así iban desgranándose los razonamientos, pero también los minutos. Alguno recordó que EM había hablado de una especie de plazo de una hora para obtener su garbanzo y no destruir el mundo y ¡habían pasado ya 50 minutos! Sólo quedaba una salida: la superhada AC. - ¿Alguien sabe dónde está AC? - ¿Alguien sabe cómo invocarla? ... Pero parece que nadie se había preocupado de organizar un plan de emergencia para esta situación. ¿Quíen iba a imaginar que el fin del mundo sería así? Habían pasado 59 minutos. ¡Qué largo era un minuto a veces y que corto parecían ahora estos restantes 60 segundos! 59, 58, 57, 56, 55, 54, 53, 52, 51, 50, 49, 48, 47,... 10, 9, 8, 7, 6, 5, 4, 3, 2, ¿? En el último segundo apareció la superhada AC. Aparentemente “alguien” la había invocado, alguien había hecho algo bien; aunque a destiempo. AC dijo: - ...

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Realmente, al superhada AC no le dio tiempo a decir nada en un segundo. Pero, al hechicero EM sí que le dio tiempo a hacer mucho mal en el siguiente segundo después de transcurrido el plazo fijado por él mismo: literalmente acabó con todo el mundo. Pero, ¿cómo lo hizo? Bueno, aunque el hechicero era todavía un gran hechicero de segunda categoría, había hecho un Máster de aniquilación de mundos, especialmente de aniquilación de humanos y similares. En este caso, EM aplicó el protocolo básico, pues tenía un poco de prisa (no estaba muy seguro de la supuesta lejanía del superhada AC). En suma, hizo que se produjeran los siguientes mortíferos hechos: - Madres que, sin poder reprimir el impulso, estrangulaban a sus bebés. - Hijos que tiraban a sus padres y abuelos por las ventanas. - Hermanos y hermanas que se mutilaban mutuamente sin saber por qué. - Gente corriente que disparaba, acuchillaba y apedreaba a gente corriente que se movía a su alrededor. - Perros y gatos que se lanzaban a las gargantas de sus amos. - Viajeros solitaros que se tiraban de sus barcos y se hundían en el mar o se lanzaban de lo alto de montañas, aviones y globos si saber por qué lo hacían. - Tribus aisladas que se autoinmolaban en el fuego sagrado de la tribu o tomaban los más letales venenos de sus brujos. - Soldados de todos los ejércitos que disparaban contra sus jefes y luege se mataban entre ellos. - Los carniceros clavaban sus cuchillos y los relojeros sus pequeños destornilladores en sus clientes. - Cirujanos que estaban operando en ese momento despanzurraban a sus pacientes. - Las enfermeras desconectaban a los enfermos asistidos. - Hasta los zombies se activaron y se comieron unos a otros. Sin entrar en detalles que no pueden describirse aquí, por lo crueles e insoportables que serían para algunos lectores sensibles y para afectados por problemas cardiacos y mentales, queda a la imaginación de cada cual lo que hicieron dentistas, zapateros, abogados, trapecistas, payasos, domadores, dictadores, afiladores de cuchillos, pilotos de aeronaves y otros muchos seres humanos que en aquel momento tuvieron un ilimitado poder letal para aniquilar a sus semejantes o destruirse a sí mismos. El resultado neto fue que no quedó 95


ni un ser humano vivo sobre la Tierra. El hechicero EM era concienzudo. Para algo se había gastado cinco galaxias en el cursillo del Máster de formación de nivel dos. Por eso, empleó un par de segundos más en provocar una inundacion general (olas de 13.500 metros) y un rápido cambio climático posterior que, en menos de otro segundo, dejó la superficie de la Tierra seca y deshabitada. Con todo esto se aseguró de que, si bien algunas especies resistentes habrían aguantado el envite, desde luego no habría quedado ni un solo humano. La superhada AC llegó tarde para salvar a los humanos. Sin embargo, pudo pillar y desintegrar atómicamente al hechicero EM. Por fín había caido en sus garras al sufrir un ligero retraso, de sólo un par de segundos, ensimismado con la destrucción de aquel mundo que no había querido darle un garbanzo. El hada pensó más tarde: - Desde luego, estos terrícolas se lo tenían bien merecido; total, por un garbanzo de nada podían haberse salvado de la aniquilación completa... Bueno, todo, todo, no dejó de existir; para eso el hechicero EM era de segunda clase y aún cometía algunos errores... Si se hubiera decidido a invertir quince o veinte galaxias más en hacer el curso de hechicero de primera no habría cometido dos errores: dejar unos cabos sueltos y perder unos segundos vitales para él...

A modo de epílogo, ninguno desconoce que nuestros abuelos nos hablan continuamente de una lejana y casi increible historia de los astronautas que estaban orbitando Marte en un proyecto Apolo-Soyuz de colonización de planetas cercanos que, cuando volvieron a la Tierra al cabo de muchos años, se la encontraron sin habitantes y tuvieron que repoblar al deshabitado planeta que se encontraron. Nunca falta en esa historia ese extraño detalle de intentar explicar sin éxito la manía -insana manía- que tenemos de querer llenar todos los campos, macetas, jardineras y tejados accesibles, de frondosas plantas de garbanzos (al menos se ha acabado con el hambre del mundo...). Bueno, como diría Conan, esa es otra historia.....

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