Los culpables

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Los culpables Juan Ángel Cabaleiro

A las cuatro de la mañana todavía discutíamos los pasos a seguir. El taller de Reyna era un revoltijo de herramientas y de motores viejos. Un desorden, a pesar del poquísimo trabajo. Los tres sentados en latas de pintura, bajo la luz sucia de una bombilla. Del otro lado de la mampara, donde se separa el pequeño despacho del resto del taller, había un colchón viejo y allí teníamos al chaval. Seguro que escuchaba todo lo que decíamos, los planes que barajábamos para él. Podíamos sacarlo cuanto antes y soltarlo lejos, lo más lejos posible del barrio. Pero mi idea, desde un principio, fue meterlo otra vez en la furgoneta, llevarlo a un descampado y allí... (no nos atrevíamos a hablar directamente de “eso”, de si haríamos o no “eso”, o de quién haría “eso”). Reyna, el gitano y yo lo habíamos chupado a la salida de un club de tenis, a última hora de la tarde. Cuando lo metimos en la furgoneta y el chaval reconoció al gitano, un frío de muerte me subió por la espalda: no nos había pasado nunca. Hasta ese día todo había salido bien: era cosa de aguantar con el “paquete” unas horas, recoger el sobre con la pasta y después darle un paseo y dejarlo por ahí. Pero este niñato había reconocido al gitano. “¿Estás seguro, gitano?”, le pregunté una y otra vez cuando volvíamos de recoger la pasta. “Sí, sí, sí, me vio bien de frente, se me quedó mirando... ¡el cabrón me reconoció!” El gitano había hecho de jardinero en el chalé de los padres antes de trabajar en el taller. Del club fuimos primero al taller y desde ahí hicimos que llamara al padre, como siempre. De coger la pasta nos encargamos, como siempre, el gitano y yo. A eso de la medianoche hicimos la recogida sin problemas y volvimos al taller. Creo que estuvimos más de dos horas dándole vueltas al asunto. El gordo Reyna se fue poniendo pálido. “Si lo dejamos ir así nomás, perdemos, fijo, per-de-mos”, repetía el gitano, tamborileando nervioso sobre la lata de pintura. Después se puso de pie y entregó el dinero a Reyna, que ni se había acordado de pedírselo. “Si cae el gitano caemos los tres”, dijo,

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guardándose el sobre en el bolsillo. Poco después, al mismo Reyna se le ocurrió consultar al doctor. Bajo la luna, que se me figuró una lupa gigante, caminamos los tres desde el taller hasta el chabolo del doctor. Esquivábamos los charcos; los perros se turnaban para ladrar desde las casas. Donde termina el barrio cruza la acequia, y del otro lado está la casa del doctor. Cuando llegamos, vimos una luz encendida en la habitación del fondo. El gitano lo llamó de un grito. Para nuestra sorpresa, el doctor salió a recibirnos de buen humor, con esa sonrisita irónica que tiene. Lo seguimos por un pasillo largo y nos hizo sentar en unas sillas de plástico en el patio final. Por unos minutos nos dejó solos y en silencio. El doctor era una figura fina y seca que no dormía nunca: trasnochaba resolviendo los crucigramas de unas revistas viejas. Se decía que su mujer era una gorda que siempre estaba metida en la cama. Esa noche el doctor llevaba pijama y pantuflas rojos. Reapareció con una botella de ginebra y unos vasos. Sirvió: —Muy bien, ¿qué se les ofrece a los señores?—. Nos distribuyó una mirada. El vaso me temblaba en las manos. —Dotor, queríamos consultarle por un asuntillo —anunció el gitano con sumo respeto. El patio del doctor olía a madera quemada y a gallinas. La luna de agosto nos echaba las sombras sobre las baldosas simétricas, como piezas en un tablero. Los ladridos de los perros, que habían ido surgiendo a nuestro paso, todavía demoraban en apagarse. Afuera nos rodeaba un laberinto de calles de tierra y charcos. El gitano añadió: —… es que… usté sabe, dotor… —El caballero no me lo cuenta de una vez ¿querrá que lo adivine?

interrumpió, impaciente, la voz del doctor. —No es eso dotor. Lo que pasa es que tenemos un problema gordo de verdá, verá usté…

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 El doctor escuchó en silencio las razones del gitano. Movía el vaso en círculos hasta formar breves remolinos con su contenido; luego observaba con atención cómo se desvanecían a su antojo. Al final reflexionó: —Así que el muchacho reconoció al caballero aquí presente—señalando al gitano con el vaso—. ¡Buena la habéis liao! Reyna, el gitano y yo esperábamos en vano el consejo final del doctor, que pasó a reseñar los hechos fríamente, mostrándonos uno a uno los dedos de la mano: —Se os ha ocurrido secuestrar a un pobre muchacho…; que os ha identificado…; queréis libraros de él…; venís aquí a comprometer esta casa, a mí y a mi señora... y queréis que os dé la solución. Se despachó a gusto contra nosotros con reprimendas hipócritas. El dinero del rescate, que Reyna llevaba en el bolsillo del pantalón, pasó a sus manos. El doctor se levantó y lo guardó con indiferencia en un cajoncito del comedor; “para algunas reparaciones que necesita la casa y para darles de comer a los animales”, se justificó. Al final, mientras nos acompañaba de vuelta por el pasillo interminable, nos explicó lo que iba a ocurrir. En la puerta, nos despidió dándonos unos empujoncitos con la mano, como haría un padre con unos niños traviesos. Nos fuimos. Durante el camino de regreso ninguno cuestionó el plan. “Que un secuestro acabe sin muertos solo ocurre en una circunstancia: que la duración y el dinero sean pocos”, pensé, “y que nadie reconozca a nadie”. Reyna bostezó y dijo algo del Citröen que vendrían a recoger al mediodía. El gitano se había quitado la camisa y tensaba y se miraba los músculos de los brazos. Llegando al taller, ya teníamos repartidos los roles. Sentí que me embargaba una sensación de tranquilidad y hasta de felicidad, como si estuviéramos yendo al cine. Reyna se nos adelantó. Empezaba a amanecer y la gente salía para sus trabajos. Poco a poco, la luna se iba diluyendo en el cielo. Los gallos cantaron, como era previsible. En pocos minutos comenzaría el ajetreo de los vecinos en la parada del autobús y en la puerta de la panadería. El gitano y yo nos quedamos apostados en la esquina. Vimos a Reyna abrir el candado del portón y entrar, dejando

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cuidadosamente abierta la escapatoria. Salía el sol, pero me pareció que estaba refrescando. El gitano volvió a ponerse la camisa, tranquilo: todo saldría bien, como nos había asegurado el doctor. Esperamos menos de una hora en la esquina: el tiempo justo para que Reyna lo desatara con la increíble excusa del desayuno y para que se metiera en el baño. Entonces ocurrió: vimos al chaval salir corriendo como una furia: atravesó la calle a los tumbos, como cegado por el amanecer, y se dirigió derecho a las casas de enfrente: —¡Ayuda, por favor! ¡Ayudaaa!— gritaba como un condenado. El primer vecino, asustado, le cerró la puerta en la cara y se oyó el cerrojo; entonces el chaval cruzó por el jardín hacia las casas del otro lado. En el camino intentó parar un coche, pero el hombre aceleró, desconfiado; después, volvió a meterse entre las casas, gritando. Corrimos hacia él. —¡Es un ladrón! ¡Un ladrón!— comenzó a gritar el gitano. —¡Un ladrón! ¡Que no escape!— grité yo. Poco a poco se fue contagiando el vecindario. “¡Allá va!, ¡allá va!”, repetían.”¡Un ladrón!”, se turnaban para gritar desde las casas. Cuando llegamos hasta él, un grupo de hombres lo había rodeado y al momento lo sujetaron. El chaval llegó a verme con la navaja en la mano, porque empezó a sacudirse como un loco. —¡Ladrón! ¡te vas a enterar!— gritó otro vecino. Todos lo imitaron y el grito atrajo a más y más gente: “¡Ladrón!, ¡ladrón!”, gritaba la masa enfurecida. El gitano me sujetó del brazo y me señaló a Reyna, que estaba en la puerta del taller, a unos cincuenta metros. Desde allí me hizo una seña para que me calmara. Cuando me volví otra vez hacia donde estaba el chaval, ya no pude distinguirlo: todo era un tumulto de gritos y de insultos. Es un barrio malo, de obreros y gente pobre harta de la inseguridad y de los delitos. Por el telediario supimos que el chaval se llamaba Sebastián Sokolinski o Solsenitski. Murió linchado esa mañana. Nadie pudo identificar a los culpables.

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