Apuntes sobre el origen de la fatiga

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Apuntes sobre el origen de la fatiga

Juan Ángel Cabaleiro

El Libro de las curiosidades… (el nombre completo es mucho más largo y penoso de escribir), del conquistador español Diego Cabral, manuscrito en Toledo, en 1623, y cuyo único ejemplar existente llevo consultando desde hace meses en la Biblioteca Nacional de Madrid, describe, a partir de la página 401, la llegada y estancia del grupo de expedicionarios a las órdenes de don Diego Cabral al Valle del Tucma, en la precordillera de los Andes, al noroeste de la actual Argentina. Transcribo de forma casi literal —con mejoras en la ortografía— los fragmentos que me parecen más pertinentes para mi investigación: “De en medio de semejante y bella naturaleza nos han recibido estos nativos que de tan curiosa forma se han dado a pasar los días. No conocen ellos industria alguna, que ni por tener, no tienen siquiera viviendas bien o mal construidas, tal que duermen sobre las matas del bosque, y comen y beben lo que Dios les provee de su merced sin esfuerzo alguno…” (pág. 401). “Rara vez se levantan de las matas a en busca de alimentos, y retornan de esta tarea hechos polvo, más que los hombres míos tras la marcha de un mes por las montañas…” (pág. 407). “Nos observan la mar de sorprendidos cuando uno de nosotros hace una cosa cualquiera, como cortar leña para el fuego, que ellos consideran tan grande esfuerzo que nos miran con ojos como si fuéramos dioses o seres extraordinarios…” (pág. 422). “En la conversación resultan la mar de graciosos, puesto es que dan a olvidar al poco rato cada cosa que ellos mismos se dicen, así que la repiten, y quien de ellos oye lo dicho parece que lo recibiera por primera vez, y así igual le responde…” (pág. 423). “En de sus creencias, la más principal es que los dioses han hecho ya el mundo y toda la existencia, y que mala e imposible cosa es pretender remedarla agregando otras a la creación. Que como los animales es el hombre en la naturaleza, y que toda industria y fabricación es pecaminosa, y que muy enfermos y desviados están los hombres de la tribu de los Calchaquíes, que es la única que conocen, por ser que estos trabajan y corren y se mueven como si estuviesen locos o demonixados. Igual nos ven a nosotros, con ojos apenados y nos llaman enfermos porque tenemos la manía de fatigarnos para nada, cosa de que ellos están a salvo por gracia y merced de los dioses… (pág. 446). A partir de la página 448, ocurre algo sorprendente: el autor (don Diego Cabral) incurre en inexplicables descuidos. Repite pasajes ya narrados, vuelve a copiar descripciones de los nativos y de sus costumbres. En la página 472, inicia el relato

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desde el principio, con lo cual esta página es casi idéntica a la primera del texto. La obra se suspende en la página 512, en la que, con letra grande y despareja, don Diego Cabral, entre desvaríos, anuncia o comprende que la tribu estaba afectada por una enfermedad, y que esa enfermedad es contagiosa. *** Salí de la Biblioteca Nacional pasado el mediodía. Afuera brillaba un sol sin fuerza, que no llegaba a calentar el aire helado y denso de febrero. Me dirigí a la plaza de Colón, donde había dejado aparcada la motocicleta. Mientras caminaba tuve la rara sensación de que en el mundo se estaba produciendo un cambio sutil e irreversible. Quizás por estar imbuido todavía en la extenuante lectura de la mañana, di una vuelta a la plaza y no encontré la moto. La imagen de Colón, con el brazo extendido señalando los árboles del Paseo del Prado, me sacó del desconcierto: tenía que cruzar la ancha avenida hasta el paseo central. La había dejado allí, según parece. Con zozobra, crucé aquel tramo de la calzada entre el asedio de los coches y la prisa de la multitud. Llegué hasta la inmensa isla central. Después de poner el pié sobre la acera, hice un alto y me senté en un banco a descansar. Aquel arbolado parecía un continente maravilloso en medio de un mar de asfalto y coches. Al rato localicé el vehículo: podía ver la mancha roja de la motocicleta junto a un árbol, del otro lado de un cantero con flores. Entre brumas recordé las descripciones del libro amarillento que había estado alguna vez en las manos enfermas de Cabral: el Valle del Tucma era un rincón florido, un pequeño paraíso de naturaleza, rodeado de las tribus multitudinarias y del asedio de los conquistadores. Con paciencia, fui construyendo en mi mente el ambicioso proyecto de levantarme y llegar hasta la moto, pero… ¿y después? La idea de subirme y conducir se me hacía descomunal, titánica. Mucho más razonable era acomodarme allí, junto a las flores, en las matas de césped mullido y preciosamente cortado. En el transcurso de la tarde tuve sed. Noté que, gracias a Dios, habían puesto un bebedero muy cerca.

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