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Gloria Inés Peláez Q.

Roa séptima con catorce


Gloria Inés Peláez Q. Antropóloga. Participó en el Taller de Escritores de la Universidad Central. En la actualidad se desempeña como docente universitaria. Ha escrito para diferentes medios de comunicación, como radio, televisión y medios escritos. Obtuvo la Beca Nacional de Creación de Novela otorgada por el Ministerio de Cultura en 1996. Ha sido finalista del II Concurso de Cuento Breve de El Malpensante 2006 y en el I Concurso de Cuento Corto El Tiempo 2001. Ocupó el primer lugar en el Concurso Nacional de Cuento Ciudad de Barrancabermeja 1999 y en los II Juegos Florales del Gran Caldas 1996. También ha sido ganadora y finalista en varios concursos nacionales y distritales de cuento, entre otros: Testimonio, de Pasto; Carlos Castro Saavedra, de Medellín; Concurso Distrital de Cuento, de Bogotá, y Cuento Breve, de Ibagué.


ROA SÉPTIMA CON CATORCE Premio Nacional de Antropología 2001



ROA SÉPTIMA CON CATORCE Gloria Inés Peláez Q.


© Gloria Inés Peláez Q. © Alcaldía Mayor de Bogotá © Secretaría Distrital de Cultura, Recreación y Deporte-Observatorio de Culturas Diseño de cubierta y armada electrónica: Ángel David Reyes Durán Coordinación editorial: Mª Bárbara Gómez Rincón Impresión: D’Vinni S.A. Impreso y hecho en Colombia

Primera edición: octubre de 2007

ISBN: 978-958-8321-16-5 Todos los derechos reservados. Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada en sistema recuperable o transmitida, en ninguna forma o por ningún medio magnético, electrónico, mecánico, fotocopia, grabación u otros, sin el previo permiso escrito de los editores.


Contenido

Fedra en La Candelaria.................................................. 9

La calle de San Bruno.................................................... 17

El barrio por excelencia................................................. 27

Tretas y rulos en el Santafé............................................. 33

Roa séptima con catorce................................................ 39

Paseo entre Jiménez y diecinueve ................................. 49



FEDRA EN LA CANDELARIA

Hoy todavía esperamos a Rosalina. Más allá de ultramar, quizá nuestra heroína perdida en el escenario del mundo continúe superando, por locura o talento, las artes escénicas del señor Lemoin. Quién iba a pensar que Lemoin, un famoso actor que llegó un día a Santafé, sorprendiéndonos por la finura de sus modales y la afectación teatral de sus gestos, sería rebasado mil veces en las virtudes del teatro por la insípida mujer que fue nuestra criada. Antes de que el señor Lemoin entrara a nuestra casa, creíamos que Rosalina era muda. Bastó que ella lo escuchara y viera el cuerpo del actor obedecer a la entonación de sus frases, como un fiel instrumento a la partitura de la voz, para descubrir el mundo de la actuación y de las palabras. Pero no sólo ella lo percibió: Lemoin ejerció en quienes lo escuchamos una rara fascinación. Sus tonos eran sorprendentes y revelaban su estado de ánimo; en ocasiones tenían un timbre tan cálido que hasta en los momentos de disgusto parecía estar hablando de amor, confusión que el actor acentuaba, tal vez sin saberlo, por su permanente diálogo en francés, idioma del que Rosalina aprendió algunas palabras con inusitado fervor.

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Llegó a la ciudad con la Compañía de Fournier, trayendo el encanto de los bailes franceses y la pompa de las cortes europeas a una larga temporada en el teatro Maldonado. Cuando la compañía quiso poner en escena una obra de autor colombiano, Las travesuras de Juana, descontento, Lemoin rompió con ella decidido a traducir y montar, más bien, una tragedia del ingenio francés en nuestros teatros. La compañía marchó a Popayán y él se quedó en Santafé con el sueño de poner en escena a Racine. Sólo recibió una utilería que le fue entregada en pago por la inversión que hizo para viajar a estas tierras. Tras un modesto arreglo tomó un cuarto en nuestra casa y, sin mucho preámbulo, la convirtió en dormitorio y bodega. Tenía tan pocas cosas que sus objetos personales apenas ocuparon un lugar bajo la cama, pero abarrotó la habitación con la utilería y el vestuario que, pensó, le servirían para su montaje. Incluso la cama, más que un sitio de descanso, cumplió otras funciones dentro de las actividades teatrales de Lemoin. Ubicada sobre una tarima en el centro de la habitación, era palco donde el actor pasaba revista a sus pertenencias y disponía de ellas en un escenario imaginario donde le daba vida a Fedra, la heroína de Racine. A los pies de la cama, recostados contra la pared, se encontraban los bastidores, y junto a ellos, colgando de percheros, trajes de terciopelo y capas orladas con hilos dorados. Contiguos al testero de la cama, dos baúles, uno sobre otro, repletos de baratijas, coronas y guantes; una mesa con adornos rococó y tres abanicos encima. A un costado, una ventana falsa de hojalata y un lío de cortinas de tafetán, y, en 10

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medio de ellos, una chaise-longue en la que Lemoin prohibía sentarse. Al otro lado, un telón de boca pintado con el paisaje de un jardín y un castillo en el fondo, daba la impresión de ser verdadero cuando se movía, a veces, inflado por el viento que se colaba por los postigos de la ventana que daba a la calle. Entre el telón y la cama estaba su mesa de trabajo, en la que reposaba siempre una lujosa edición con el libreto de Fedra. Con la excusa de no encontrar actrices en nuestro medio y con una nostalgia como la de Dolores Alegre, actriz de la compañía de Fournier, Lemoin decidió encarnar a Fedra en un difícil papel que, aseguraba, lo inmortalizaría en el Nuevo Continente. Inclinado sobre la mesa, el actor se ocupaba en el libreto unos minutos febrilmente, antes de marcharse apresurado a las fiestas que más de una dama ofrecía para exhibirlo ante sus amistades. Con el pretexto de conseguir actores, se ponía la casaca y se marchaba por largas horas dejando el cuarto desierto. Era el tiempo de Rosalina. Atraída por el embrujo de los telones y las baratijas se pasaba limpiando el cuarto. La admiración de la criada aumentaba al deslizar su mano por las capas, levantar con orgullo los abanicos, sacudir las cortinas, quitar el polvo y mantener impecable el vestuario. En ocasiones a Lemoin le gustaba contarle la aventura que significó traer esas prendas desde tierras tan lejanas, pobladas aún de reyes y princesas. Le narraba su travesía por el río Magdalena en barco de vapor, le describía la fatigosa marcha a lomo de mula desde Honda hasta Santafé, animados tan sólo por el empeño de exhibir el vestuario en el teatro Maldonado. Por último, le recalcaba la maravilla que Roa séptima con catorce

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era tener objetos tan valiosos ante sus ojos, las finas prendas que fueran legado de reyes y princesas a la Compañía, todo para pender ahora de los percheros del cuarto. Los dedos de Rosalina se agitaban y en un acto de adoración apenas rozaban el terciopelo. Terminaba el actor con una improvisación de los parlamentos que preparaba, entonando en su melódico idioma algunas frases mezcladas con otras que sí entendía la criada, dándose un aire trágico en medio del cuarto e incendiando de admiración las mejillas de la mujer enajenada. Pero Lemoin no terminó su traducción de Fedra ni conformó un grupo para montarla en el Maldonado. Una mañana, haciendo gala de sus artificios de actor, sacó de entre sus papeles unos dibujos y los colocó en el atril de la mesa. Pertenecían a un famoso psiquiatra francés de apellido Esquirol, quien retrató en ellos a algunas de sus pacientes. Tres rostros de mujeres que el médico definió por sus rasgos como la histérica, la melancólica y la colérica, los cuales detallaban, en la exageración de los gestos, el espanto de la locura. Como si los viera por primera vez, Lemoin se dedicó a observarlos durante largo rato. Luego, combinó su observación con la lectura en voz alta de la traducción que preparaba, dándoles a sus parlamentos distintas emociones y tonos de voz. Por fin guardó los dibujos y dejó uno sobre la mesa. —Es la histérica la que caracteriza mi personaje —dijo. Llamó a la criada, que merodeaba cerca de la puerta, mirando de soslayo la actividad del actor, y le ordenó buscar un espejo. Rosalina, sin atender la orden se acercó a la mesa y preguntó: 12

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—¿Quién es la mujer del papel? Lemoin, admirado de escuchar la voz aflautada de la mujer que apenas podía contener su emoción, le contestó: —Ella es Fedra. Inmóvil, la mujer contempló la imagen durante un rato, desatendiendo al hombre que, repuesto de su sorpresa y urgido por el espejo, se incorporó y fue a buscar debajo de la cama. Rosalina preguntó en un esforzado chillido: —¿Y por qué sufre tanto? Lemoin, sin notar la impresión que le causó el rostro atormentado del dibujo, le respondió mientras limpiaba la superficie del espejo y lo colocaba frente a él: —Fedra se enamoró de un amor imposible, y ese amor la perdió para siempre. Como si respondiera a una señal y se prendieran las luces del escenario, el actor giró sobre sus talones, buscó un espacio en la habitación, levantó los brazos y, afectando la voz de la criada, inició una de sus improvisaciones: —¿Qué pretende obtener tu violento furor? Si rompiese el silencio, temblarías de horror. Cuando sepas mi crimen, mi suerte miserable, no menos moriré, moriré más culpable… —Animado por un gesto de Rosalina, que sobrecogida se recostó sobre los telones, continuó con los ojos entrecerrados—: Ciel! Que lui vais-je dire? Et par où commencer? Durante unos segundos el actor guardó silencio para pensar en la continuidad del libreto. Aún turbada, la criada miró nuevamente el dibujo y, sin llevar los ojos al actor, volvió a preguntar: Roa séptima con catorce

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—¿Quién era él? —Un príncipe que enloqueció de amor a la desdichada Fedra. Es por él que sufre la heroína y por eso dice… —Lemoin aspiró con ímpetu el aire, retomó su pose teatral y conservando el tono anterior exclamó—: ¡Le vi, enrojecí y palidecí al verle. Mi alma cedió a su amor, sin poder contenerle. Mis ojos ya no vieron más, ya no pude hablar. Sentí todo mi cuerpo arder y llamear…! Cambiando súbitamente de semblante, el actor bajó los brazos y tras una larga espiración miró a Rosalina. La mujer lo contempló en silencio. Unos minutos después, como si regresara de un largo viaje, olvidando su representación, Lemoin pidió la casaca, dio la espalda y se marchó de la casa apresurado, alegando que llegaría tarde a visitar una dama con la que tertuliaba en las horas nocturnas. La criada lo siguió hasta la puerta, encorvada, la cabeza sumida entre sus hombros, sin decir palabra. Durante varios días trabajó el actor frente al espejo tratando de imitar el semblante del dibujo que, según él, le daría carácter a su interpretación; ensayando tonos, recitando dramáticos parlamentos mientras gesticulaba. Pero cada día era más remota la posibilidad de llevar a escena su obra cumbre, como la llamó. Lemoin no dio muestras de querer conseguir otros actores. Con el pretexto de no tratar con aficionados, descuidó su trabajo y dedicó buena parte de su tiempo a los convites. Al volver ya entrada la noche, encontraba a Rosalina esperando para abrirle la puerta, y en su cuarto la débil luz de una lámpara votiva alumbrando el dibujo. El aspecto de Rosalina fue cambiando. El insomnio y el llanto acompañaron el ardor que consumía su cuerpo en las 14

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noches y no le permitía reposo. En el día era atacada por suspiros cuando se quedaba quieta, alternando con un frenesí que descargaba contra la estera; removía muebles y enseres haciendo una enérgica limpieza, hasta que nuevamente los suspiros la paralizaban y contemplaba la casa deshecha. Se perdía por horas en el cuarto del actor, hablando en voz baja mientras acariciaba las capas de un príncipe llamado Hipólito que no amaba a Fedra porque le había dado su corazón a otra princesa. Frente al espejo deshacía las trenzas que un día fueron su orgullo, ahora enmarañadas y sin brillo, semejantes al cabello revuelto de la mujer del dibujo. No valieron los regaños cuando salía del cuarto con esa extraña apariencia de vieja, consumiendo los labios en una mueca rígida, ni los reclamos de los de la casa por la indiferencia hacia sus deberes. Unas palabras apenas si escapaban entre sus dientes y sus ojos miraban con un extraño brillo. Un día Lemoin se marchó con la Compañía de Fournier, que regresó de Popayán. Rosalina continuó su costumbre de encerrarse en el cuarto. Decía escuchar aún el eco de los parlamentos que tantas veces improvisó el actor, y que ella repetía como algo natural con asombrosa memoria al saberse a solas en la habitación. Con la puerta cerrada se la oía desvariar con una ciudad del Peloponeso llamada Trecena, maldiciendo a Aricia, la rival de Fedra, y jurando amor a su pasión secreta: —¿No estoy, Venus impía, suficientemente humillada? Tu crueldad no pudo jamás ser más completa. Triunfaste, hincaste todos tus dardos en la meta. Hipólito te huye: siempre te provocó, nunca ante tu altar la rodilla dobló. ¡Diosa, Roa séptima con catorce

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véngate: nuestras causas son semejantes! Qu’il aime, qu’il aime, qu’il aime a moi…! A tal punto llegó su desvarío que, movida por una voz que le ordenaba marchar al teatro, empacó un leve fardo y sin atender razones se dispuso a dejar la casa. Antes de cruzar la puerta giró sobre sus talones, abrió los brazos y con un acento raro dijo estas palabras, aprendidas del libreto que jamás puso en escena Lemoin: —Mi triste corazón nunca recogió el fruto. Hasta el último suspiro, de dolor perseguida, entrego entre tormentos una penosa vida. Con la mirada perdida se alejó para siempre de la casa. Durante un año atendió el alumbrado del teatro Maldonado bajando las arañas de prismas de hojalata, encendiendo las velas con detenida minucia, luego, orgullosa, halando la cuerda hasta dejar la lámpara alta. Se encargó del aseo y el cuidado de las butacas y se pagó con la caridad que recibió a la entrada del teatro, en una bandeja de plata. Así vivió un tiempo hasta que el teatro cambió el alumbrado de sebo por el de aceite, y Rosalina desapareció. Algunos viajeros que venían de Honda contaron haber visto a una mujer en el puerto vistiendo túnica y sandalias. Decía llamarse Fedra y esperaba el vapor para embarcarse luego a Europa. Quería cruzar el mar para encontrar a Hipólito y declararle su amor. Si alguna vez vuelve Rosalina, aquella que fue nuestra criada, tendrá un cuarto en nuestra casa y un espejo para ensayar sus muecas.

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LA CALLE DE SAN BRUNO

La calle de San Bruno no era una calle cualquiera, o al menos dejó de serlo después de que mataron a Ferro. Angosta y empinada, alineada por casas blancas que se volvían grises de tan sucias y viejas, en frágiles montoncitos ordenados frente a los cerros, vivíamos muchos artesanos cada, vez más pobres, entre ellos mi padre. Viendo esas fachadas estrechas nadie creería que se prolongaban hacia el fondo en habitaciones, dos patios y aún quedaba espacio para un solar terroso. Afuera un portón angosto y ventanas con rejas adosadas a la pared. Entre las piedras de la calleja crecía el musgo. Y en las noches sin luna era tan oscura que los techos se tocaban abrigados por una misma manta negra. Fue en una de esas noches, cuatro días después de menguante, cuando escuché los gritos. “Las brujas”, pensé y me cubrí inmediatamente la cabeza. Entre las frazadas me llegaron los lamentos: “¡Auxilio, doctor Russi, me matan…!”. Luego el silencio, nada. A la mañana siguiente, por el revuelo en la calle supe que hubo un muerto y corrí con los otros chicos a mirar la sangre. Mi padre contó durante el almuerzo, malhumorado y sin ganas de hablar, que el acuchillado era el cerrajero Ferro y que pertenecía a la banda del Molino. Pero yo no podía 17


creerlo. Aquellos hombres no eran como cualquiera, y esto se lo había oído decir a mi mismo padre: los poderes de la banda no eran de este mundo. Todos comentaban sus golpes audaces contra los grandes usureros de Santafé; daban el zarpazo y se perdían en la noche. Eran invisibles, por eso no lo creí, por más que vi sangre en las piedras. Nadie quiso hablar más del asunto. Como todas las tardes, mi padre —ya para entonces trabajaba poco en la sastrería— tomó su sombrero, miró a mi madre y se alejó renegando de los malditos paños ingleses que lo estaban arruinando. La puerta del taller permaneció cerrada. Ese día tenía prisa por bajar a la calle de Florián. Los suspiros de mamá lo siguieron hasta la esquina. Volvió hacia mí y dijo: —Hoy llegará más tarde. Confiemos que no beba mucho. —y se entró pensativa. Mi inquietud crecía y no veía el momento de escaparme a la calle a preguntar, a mirar nuevamente las piedras. Ella fue por su rosario y yo me deslicé hacia afuera. Era ya entrada la noche cuando volvió, más sombrío y cansado que antes. Le pregunté por los rumores del vecindario y nunca lo vi tan agitado. Movió las manos cortando el aire, se paseó por la habitación como enjaulado y dijo: —Dicen que fue Russi quien lo mató —pasó los dedos por su cabeza, incrédulo—. Anoche lo detuvieron viniendo de la tertulia de los Ruel y no se defendió. Parecía que lo estaba esperando. Miré la sombra que perseguía a mi padre, y la silueta que se desbordada en la pared me dio espanto. Yo apenas entendía su confusión en medio de sus frases cortas y sus 18

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gestos. A Russi lo conoció en las reuniones de la Sociedad Democrática, de donde fue expulsado por instigar a la camarilla que traicionaba los intereses de los artesanos. Recuerdo que en la sastrería no se hablaba más que de eso y de cuando a Russi le dio por insultar en la plaza al presidente, porque habían luchado por él y para nada: los artesanos empobrecían. Russi lo sabía por ser abogado de los pobres —la huella de mi padre en el muro agitando los brazos evocó a Russi saludando mientras subía la cuesta en una seña que parecía un aleteo—. Si el cerrajero Ferro perteneció a la banda del Molino —aseguró en voz baja—, es posible que Russi lo asesinara para que no lo delatara como cómplice de los robos. Pero resultaba extraño que los de la banda, ya presos y confesos, no hubieran incluido al muerto en la confesión. Mi padre hablaba para sí mismo sin notar nuestra presencia. Afuera soplaba el viento. Quise acercarme a la ventana, pero me dio miedo. Por las rendijas de la puerta se colaba el frío y me sobresalté al pensar que tendría que atravesar solo el patio para llegar a mi pieza. Mi madre cabeceaba y ante su insistencia me fui a acostar. Dormí sacudiéndome en un sueño liviano. Una procesión de frailes portando un cajón mortuorio rondó por mi cama. Eran los de la banda camuflados con los hábitos de fray María, el prior del convento de San Agustín, la noche que robaron los documentos hipotecarios, los doblones y joyas de la Virgen, y se perdieron por el Molino del Cubo, cargando el botín en reemplazo de un muerto. Con los párpados cerrados y sin poder gritar los vi en un desfile interminable, ansioso de encontrar la mirada de Russi escondida Roa séptima con catorce

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tras las capuchas oscuras. Cuando desperté, los ojos de Russi seguían allí, negros, pequeños y brillantes como los de un halcón, acechándome. Los días pasaron y la figura de Russi habitó en nuestra casa, en la calle, en toda Santafé. Mi padre llegaba con periódicos, aparecían pasquines en los muros: “La Sociedad Popular acusa”, “La Sociedad Democrática responde”, “La policía es cómplice de los robos”. La gente contaba cosas y cada cual sabía más que su vecino. Alguien juró haber visto a Russi en su puerta antes de la muerte de Ferro, otro dijo haberlo encontrado donde la Ramona antes del asesinato, y como aquella noche de la calle de San Bruno —cuando escuché los gritos—, la sombra de Russi, gigantesca, era la sombra de todos los cuerpos. Mi padre llegaba agitado, oliendo a chicha, y poco nos comentaba ya sobre lo que se rumoraba en la calle de los Plateros, o en la tienda de la Ramona. Se quitaba la ruana y se tiraba en la cama a pensar. Yo me quedaba inmóvil, esperando. Una noche lo sentimos llegar golpeando las piedras, trastabillando. Corrí a quitar la tranca y entró sin verme. Se desplomó sobre una silla. Su voz, que era fuerte, salió como si llorara: —¡El Congreso decretó la pena de muerte! No sé cuánto tiempo pasó. Mi padre se lavó los pies, fumó varios tabacos y habló sin cesar, como no lo había hecho antes, explicando que la pena era para aplicársela al desdichado Russi. Sin haberlo juzgado, el jurado ya lo tenía decidido. Razón tenía Russi con lo del presidente. Mi madre miraba a los lados y le hacía gestos para que bajara la voz, 20

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temerosa de que lo escucharan los vecinos. El cansancio me rindió y me desperté sobresaltado cuando me agitaron del brazo. En el patio le pregunté: —¿Madre, cómo es eso de las brujas escuchonas? Se detuvo sorprendida, santiguándose con un gesto rápido. Miró de soslayo al tejado y dijo en un susurro: —Brujas que se convierten en pájaros para ver y oír sin ser molestadas —y puso una cara de espanto que bastó para erizarme. Esa noche, Russi tomó el aspecto de ave pensativa en la cornisa de su casa para volar al convento de San Agustín, vigilar los pasos de la adinerada viuda de la calle Santa Clara, ojear el escondite de las llaves del avaro Juan Alsina, y así como lechuza, planear los golpes de la banda. El día del juicio llegó y todos los paisanos se volcaron a la plaza. El Congreso dispuso una de sus salas y desde temprano se vio repleta. No encontré a mi padre entre los corrillos y me deslicé como pude hasta el fondo. La masa era tan compacta que sólo pude ver desde lejos a los acusados. Sentados en sus banquillos, nerviosos, volteaban la cabeza. Uno, rígido, imperturbable, sobresalía entre aquéllos. Era Russi. Lo reconocí por el ceño adusto de sus ojos que remataban su nariz de gancho. —Él va a hacer su propia defensa —dijo alguien en voz baja. Miré de nuevo a Russi que, sin agacharse, leía algo —nunca bajó la cabeza—, y en sus párpados vi el aleteo del halcón cuando la voz del fiscal se impuso para acusarlo, taladrando los rostros crispados de los banqueros, los coRoa séptima con catorce

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merciantes, los artesanos, aquellos que estábamos allí para asistir a esa cruel representación, como la llamó mi padre. La voz del fiscal retumbó por varias horas y todos permanecimos petrificados. Las piernas se me dormían y sólo de vez en cuando, en ráfagas, oía lo que decía: “…en sus maneras de repugnante afectación se ve la máscara del crimen…”, y continuaba hablando de un Russi que nadie conocía. Cuando Russi se puso de pie para defenderse, un ruido seco siguió al silencio del fiscal. Las gentes se removieron, botaron el aire para contener luego el aliento, y Russi nos dio de lleno con su mirada. Su capa giró en el aire con el movimiento y pensé que se elevaba. Su voz empezó baja para terminar en un trueno y agitó los brazos, estremecido. Nadie volvió a recordar el entumecimiento de las horas pasadas. Entrada ya la noche nos disolvimos en la plaza. Un silencio cortado por pasos rasgando las piedras acompañó a la muchedumbre. Nadie quería hablar, y como fantasmas nos perdimos en las callejuelas. Por un momento me encontré solo. Un nudo de angustia me apretó la garganta y corrí. Alcancé a los hombres subiendo la cuesta. El dolor en el cuello me dobló la cabeza. Busqué la casa y descubrí la figura de Russi en su puerta. Alto, delgado, embozado en su capa negra, me hacía señas con su sombrero. El graznido de un ave me erizó el cabello. “Si, es eso —me dije—, Russi no podrá morir”. Cuando mi padre dijo, temblando de rabia, “Russi fue condenado a muerte”, y mi madre se cubrió la cara para llorar, yo no creí, ni acompañé su urgencia para rezar. No hablé. El nudo continuaba en mi garganta. No, no morirá, por 22

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eso no quiso pedir clemencia al presidente, como los otros de la banda. Me quedé sentado, mirándolos sin lágrimas. Mi madre, quieta, apretaba las manos; sus ojos suplicantes seguían a mi padre, que desesperado daba vueltas irritado con sus propios pasos. Yo sabía que en las otras casas los hombres daban vueltas y las mujeres temblaban. Los veía por los techos de sus patios, como las “escuchonas”. Volé a la Plaza Mayor para ver poner los postes del patíbulo. En uno de ellos diría: “José Raimundo Russi, natural del Santo Eccehomo, sufre la pena de muerte por el delito de asesinato”… Pero él no la sufrirá. Y me posé en la ventana de la capilla de la Expiación, donde estará por treinta y seis horas encerrado purgando sus penas ante el Altísimo, en una sala estrecha con un crucifijo en el medio, y le diré “No llores”. Él me mirará y yo sabré que él sabe que no va a morir. Por eso mi padre no tiene que decir esas cosas, el capítulo de la Recopilación Granadina acerca de cómo se mata un reo. Ni que me lo dijera a mí, que ya no podía hablar ni gritar. Se me abultaba el cuello y pronto me nacerían alas para estar allí, cuando la procesión del Monte Pío fuera por los presos en la mañana a ponerles las mortajas. Escaparía con la capa de Russi persiguiéndole por los corredores de la cárcel, hasta la calle, entre las velas de los moribundos y los monjes de la hermandad, y no oiré el tambor que marca el paso al sepulcro, porque aquél no lo marcará, veré la gente corriendo en la calle detrás de ellos, batiendo las palmas para despedirse, y a Russi subir al cielo los puños atados, veré su mirada de halcón preso, su voz de trueno perdiéndose en los cerros: “Juro que muero inocente”, y no voy a llorar ni a rezar, aunRoa séptima con catorce

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que mi madre me lo pida, ni a llegar oliendo a chicha por los malditos paños ingleses, porque Russi no va a morir. Y no les dije nada. Mi madre llevándome por el patio, “Duerma bien, hasta mañana”, yo pensando en mi cuello que ya no es cuello sino buche, y gorgojeé. No se escuchó. Mi cama. La ventana. Amaneció limpia la mañana. La boca, seca, se negaba a tragar el aire. Oí mi nombre y salí. Padre y madre con vestidos domingueros, pero no íbamos a misa. Quise correr y los pies, pesados, me clavaron. Con gestos rechacé la taza que me ofrecían. Me salvó una señal: campanas de la catedral llamando; hora de la muerte de los condenados. Mi padre fue por su sombrero y ella por la camándula. No vieron mis arcadas; de mi vientre querían salir las lágrimas. En grupos bajamos la calle con los vecinos. Caminamos, yo agachado. Quise volver la cabeza para ver la mancha de sangre, pero no pude —¿alguna vez estuvo?—. Detrás de mí el roce de una capa me seguía. Por la calle de los Plateros otros artesanos salían. Veía sus pies mascando el suelo. Una marcha dolorosa hasta la Plaza Mayor. El sol no hería mis ojos, pero el calor me punzaba los poros. Un soplo fresco, el viento que jugaba entre los pliegues de una capa, me estremeció y dejé de sentir las piernas. Andaba por los aires. Era una inmensa cabeza que no tenía cuello, rodando, mirando el suelo. Escuché el compás fúnebre de los tambores. Creo que corrimos, atropellándonos, y de repente nos detuvimos. Un silencio espantoso me dolió en todo el cuerpo. Toqué a mi padre y alcé los brazos. Él se inclinó hacia mí y murmuró entre dientes: 24

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—A quien hable, grite o trate de impidir la ejecución, se le impondrán seis años de trabajos forzados. Calló, se irguió suavemente, pero vi sus puños crispados. El tumulto me asfixiaba. En vano abrí la boca; un ronquido del pecho se robó el vaho caliente de la gente amontonada. Quise mirar por encima de las cabezas cuando el tamborileo se detuvo. Empecé a girar, a volar como las escuchonas. Russi, vestido con un sayal blanco, nos miraba desde el cadalso. Extendió los brazos. “Pueblo…”, alcanzó a gritar; el ruido del tambor le cortó la palabra. Lo ataron. Permaneció erguido. Él sabe —padre me lo dijo— que no morirá. Ahora está en los tejados de San Bruno con el cuerpo de ave pensativa. Lo seguí, abrazando el aire, libre de las punzadas de la garganta. Una explosión golpeó mis alas. La descarga de la fusilería me arrojó al suelo. En la caída grité por fin mi grito: —¡Padre, Russi remontó el vuelo! La sangre tiñó las piedras. En su mancha ardiente me sumergí sin miedo. Desde que mataron a Russi, la calle de San Bruno dejó de ser una calle cualquiera. Justo cuatro días después de menguante, una sombra aletea junto a los portones: busca al asesino del cerrajero Ferro para hacer justicia. Los artesanos esperan.

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EL BARRIO POR EXCELENCIA

Era uno de los carros del señor Presidente el que pasó despacito por la calle. Fue Juan, el chico de la tienda, quien lo reconoció más tarde como el Studebaker verde que, viniendo de Palacio todos los sábados, daba algunas vueltas y se detenía finalmente, abajo, en la calle veintitrés, junto al parque, en la casa de mujeres que tenía doña Engracia. Lo recordó por el incidente del fotógrafo que quiso retener en su cámara los rostros de sus distinguidos ocupantes cuando salían de la casa, presurosos hacia el carro, protegidos por los guardaespaldas. No fue fácil olvidar la disputa. Algunos aseguran que, a pesar de la amenaza de los hombres, se les pudo tomar fotos. El chico contó que en ese mismo Studebaker venía la mujer dando órdenes al conductor, quien doblaba lento las esquinas en un zigzag y parecía que algo buscaba. Cuando pasaron junto a la tienda, ella levantó la mano y señaló. Y el conductor se desvió por las callejuelas de aquel antiguo sector del barrio, donde las edificaciones muestran la arrogancia de un tiempo perdido con el recuerdo de sus constructores, casas hoy ya viejas, pero con el extraño encanto de los áticos y los pesados portones. Pocos árboles quedan aún —si es que alguien lo recuerda— de lo que debió ser una arboleda que enmarcaba la 27


soberbia magnitud de los caserones, reducidos a compartir ahora el espacio con el pavimento y la basura. Un lejano aire de aquellos tiempos se respira a pesar de la transformación de las viviendas en garajes, talleres, tiendas y moteles. Sin embargo, de vez en cuando un techo rojo exhibe feliz la resistencia de la mansarda con su pequeña ventana, un ojo vigilante desde la altura. Ni los chicos que jugaban pelota en la calzada se dieron cuenta de nada, ni los vecinos notaron —es cierto, no todos la conocían— que la Lola estaba buscando casa cuando se detuvieron frente a la panadería. Justo en la casona de las ventanas. A todos nos gustaba la casa por su fachada elegante y sus dimensiones generosas, que en una mala racha y para pagar sus deudas los dueños debieron venderla. Los compradores la dividieron en apartamentos, tantos como puertas pudieron hacerle y, aún así, la casona continuó siendo grande. Allí se bajaron todos. La mujer caminó algunos pasos y miró de lleno la portada. Algunos de los jovenzuelos la recuerdan —imitándola con tanta gracia— diciendo que le gustaba la entrada, que los arbolitos muy chuscos, esto y lo otro, y la iglesia y todo tan cerquita, y movían las caderas y se morían de la risa. Cuando llamaron, fue el niño quien abrió la puerta. Que dónde están sus padres —mirada indefinida de Luchito—. “Llámeme a su mamá”. Y como si tal cosa la señora fue entrando y el señor se quitó el sombrero sin avanzar. La Lola comenzó a mirarlo todo, se fue metiendo por la cocina, cerraba los ojitos para cavilar en sus muebles, qué traería, qué dejaría, el color de las cortinas… Daba pasos, retrocedía, 28

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pensaba en los detalles con la voz ronca que le salía cuando pensaba en voz alta: —Mmm…, mejor se llevan sus enseres, pero los jarrones me parecen divinos. Si es el caso, yo los compro. Hasta que el funcionario dijo: —Señorita, oiga… Y ella volteó la cabeza para encontrarse con los ojos de­ sorbitados de la señora Pérez. La aterrada mujer observaba el gesto provocador de la sonrisa de Lola: los dientes desnudos enmarcados por los hoyuelos de los pómulos le parecían obscenos, todo en ella era irritante y atrevido. Incómoda por la fijeza con que era mirada, Lola agitó los cabellos, dio unos pasos y se acercó a un florero para aspirar el aroma de las rosas. Luego, tratando de ser amistosa, dizque le dijo: —No se preocupe, se les encontrará un sitio donde vivir. Y comenzó a subir las escaleras hasta el segundo piso. La señora Pérez se ahogaba, y en un esfuerzo gritó: —¿Pero cómo nos va hacer salir de nuestra propia casa? Desde la baranda, Lola le respondió: —No se preocupe, se les buscará otra. El señor Zambrano se encargará de eso. Y el hombre dijo que sí, y parece que después él se quedó hablando mucho rato, pero que la señora Pérez ni lo oía porque no acababa de creer lo que les estaba pasando. Lola, la mujer con quien se divertía el Presidente los sábados donde la Engracia, unas cuadras más allá, se encontraba en su casa, que ya no era su casa, mirando sus camas, paseándose por las alcobas, antojándose de sus cosas. —¿Y si no? —le dijo. Roa séptima con catorce

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—¿Cómo? —preguntó él a su vez, cuando ella lo interrumpió—. Me imagino que no lo dirá usted en serio, mire… Y empezó con el cuento de las becas, las consideraciones y que hasta un mejor puesto para su esposo. Y cuando ella le dijo: —Soy viuda, señor. Él le cortó la palabra: —¡Pero tiene hijos! Se quedaron callados oyendo arriba el taconeo de Lola. Abrió la ventana, soltó el retrete y después apareció por la escalera. Abajo el señor Zambrano la esperaba molesto. La señora Pérez era un pequeño animalito recostado en la pared. Sin duda ella no lo notó, porque había encontrado lo que quería, y dijo con esa voz ronca: —Señora, compro los jarrones. Le aseguro que soy generosa. Sin obtener respuesta, adelantó la mano para abrir la puerta del único cuarto al que no había pasado revista. El niño saltó al frente y con su cuerpo impidió el avance de Lola. —No va a entrar, es el cuarto de fotografía de papá. Sin expresar disgusto, Lola se acercó a la mesa donde había un florero llenito de azucenas y se quedó mirándolas. Luego dijo pensativa: —Me fascina la casa por las flores. Tal vez es eso lo que me gusta, aunque están un poco marchitas… Y las fue a coger cuando el niño gritó: —¡No las toque! Es lo único que me queda de papá. 30

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Lola retiró su mano asombrada. —¿Qué dice? —Y miró al señor Zambrano, que parecía tan confundido ahora. La señora se adelantó y abrazó al niño. Con un hilo de voz le contestó: —Son flores del velorio de mi esposo, el fotógrafo que torturaron por buscarle las fotos. Anteayer lo enterramos. Lola, despavorida, se cogió del brazo de su acompañante y el tintineo de sus pulseras la persiguió hasta la puerta, hacia donde corrió diciendo: —¡Ni más faltaba que vaya a incomodar a un muerto!

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TRETAS Y RULOS EN EL SANTAFÉ

El padre de los Beltrán se jactaba de ser un hombre inquisitivo. Pero no era el único: todos en la familia tenían una inclinación enfermiza por saber las cosas de los demás. Su curiosidad sin límite vivía estimulada por la certeza de no conocer, ni siquiera vagamente, a la gente que les rodeaba. Así, su curiosidad permanecía siempre insatisfecha. La mayor de los hermanos Beltrán se llamaba Lupe. Tenía la costumbre de anunciarse con el ruido de sus pulseras. La envolvía un perfume penetrante, fragancia de lirio. Un tono de voz muy bajo le permitía una conversación incansable. En el barrio Santafé, en el cuarto piso de un viejo edificio sin ascensor, vivían los padres y sus tres hijos con la somnolienta compañía de dos gatos. Muchos iban a su apartamento fingiendo desconocerse, a pesar de ser vecinos. Al subir y bajar los tramos de las escaleras volvían la cabeza, mirándose de reojo al cruzarse. La madre abría la puerta y señalaba las bancas incómodas y crujientes, unas rústicas butacas donde esperaban el turno los clientes. Adentro, las puertas permanecían cerradas. La vieja guiaba hasta la puerta donde Lupe despachaba, en una habitación al fondo del pasillo, y se volvía chancleteando hasta perderse en la cocina. Desde

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el interior, sin que los clientes se dieran cuenta, la mujer también los espiaba. En el cuarto de consulta, un olor incierto a yerbas y a parafina enrarecía el ambiente; en los rincones brillaban espermas encendidas sobre cajones; en una mesa, apeñuscados, se exhibían cuadros de santos desconocidos, entre ellos el de la “Mano Poderosa”; no faltaban las fotos perforadas con alfileres en las paredes y, en una repisa, frascos con aguas de colores. En la mesa de centro reposaba el juego de cartas. Oficiando sobre la mesa, con los codos apoyados en el mueble, sosteniéndose la cabeza, con un gesto interrogante Lupe recibía a sus consultantes. Ostentaba vistosas pañoletas de colores y palmeras adornadas con leyendas en inglés que recogían su cabello y le permitían lucir unas candongas inmensas que se movían con el ritmo de sus gestos. Por las cartas, Lupe se enteraba de las desventuras de los amantes secretos, las infidelidades, la correspondencia que habría de llegar y el dinero. Sus manos dibujaban la silueta de las mujeres que compartían el hombre amado, y era aquí donde Lupe dejaba de ser la cartomántica para convertirse en consejera. Siempre creía que había más secretos que aquellos confiados en consulta, y para saberlos prolongaba las sesiones hasta escudriñar los más íntimos deseos. Sólo la sinceridad del cliente garantiza el buen trabajo, advertía. Pero nunca quedaba satisfecha. Sentía que algo se le escapaba, que la vida era mucho más de lo que decían las palabras y las cartas, y su encierro por horas en el cuarto auscultando los secretos de sus clientes era apenas, más que un negocio, un precario remedio a su necesidad de saberlo todo. 34

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Por respeto o por temor a las habilidades de Lupe, los vecinos nunca mencionaron las preferencias de su hermano menor, Juan. No sabía la adivina que desde muy niño, al joven le gustaba pasearse por los salones de belleza, sin que su interés naciera de aprender las artes de ese oficio. Aburrido de espiar con la madre las consultas que le hacían o de permanecer encerrado en su cuarto, prefería mirar a las mujeres en las salas de belleza, en donde se acostumbraron a su curiosidad y con gran dosis de paciencia respondían a sus preguntas impertinentes acerca de la feminidad. Creía que algo se le ocultaba y la vocación de saber qué era lo llevaba a gastarse gran parte de su tiempo investigando. Le gustaba, además, el ambiente bullicioso y sofocante del salón, su aparente desorden, la actitud permisiva de las mujeres en sus sillas, confiándose sus secretos, ocultando sus años con las tinturas y los masajes. Las veía blandas y sinceras, entregadas a las manos de sus maquilladoras, mujeres obsequiosas que les tomaban la cara, las palmoteaban ungiéndolas con cremas y recorrían con sus dedos cada pliegue de la piel en rítmicos movimientos hasta las orejas. Suspiraba al verlas manosear las cabelleras. No le interesaban las clientes de Lupe; prefería estas otras, las que podía ver sentadas frente al espejo contemplando su imagen mientras las aderezaban; la visión le regalaba, tras ellas, a la peinadora amasando sus cabezas, recostándolas entre las piernas, sobre el duro vientre cubierto con un delantal de bolsillos repletos de pinzas. Juan deliraba por saber qué hacía a las mujeres tan deliciosas. Un día Juan quiso llegar como cliente y exigió ser atendido. Una empleada lo miró y él le indicó sus manos. Sin Roa séptima con catorce

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mediar palabra, la mujer se sentó a sus pies y le observó las uñas, le frotó con las yemas el perfil de los dedos. Deslumbrado por la sensación, el joven miró la cabeza que tenía tan cerca, pudo apreciar el nacimiento del cabello en la frente y aspiró el aroma dulce de su cuero cabelludo. A un lado de la mujer, en una mesa pequeña, estaban los instrumentos para el arreglo de las manos. Recordó la mesa de Lupe, la danza del naipe mostrando su lomo uniforme con figuritas chinas, dócil entre los dedos expertos de su hermana, quejándose a ratos con voz seca al caer sobre la madera. La manicurista se apoderó suavemente de sus uñas y comenzó a pasar la lima. Las falanges de la mujer se cruzaban con las suyas y los tonos de las pieles contrastaban vivamente. La caricia suave de las manos que le frotaban una crema, le llevó a la memoria las manos de Lupe en la baraja agitando el viento, expandiendo un olor a moho como un abanico. Sumido en el gozo de una revelación, sintiéndose cerca de sus pesquisas, Juan descubrió sus pies a la mujer para que ella se los arreglara. Inclinada frente a él, pudo examinar su nuca, se regodeó observando los huesecillos de la cerviz igual que cuentas de camándula. Deseoso de continuar el tratamiento de belleza, terminó exigiendo un masaje con cera depiladora. Mientras la mujer ascendía por sus piernas frotando la cera, sentía en la agitación de la mano, la mano de Lupe cortando la baraja: “Este montón de cartas son su pasado, su presente, su futuro, lo que le conviene, lo que a su casa viene”, palabras que acompañaban la lectura de la suerte. Sobre la mesa quedaban cuatro montoncitos de cartas esperando ser volcadas y reconocidas. Envuelto en toallitas 36

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húmedas, también él sería descubierto para dejar a la luz lo que se encontraba oculto. Mientras tanto, la mujer que lo depilaba le mostró el encanto de su cuello, el blanco nido de la tráquea sofocado por el movimiento. Nadie en la casa sospechaba de la debilidad de Juan por los salones que frecuentaba. Entre toda su familia, Juan prefería la complicidad de Javier, su hermano, estudiante de sociología en una universidad pública, quien, como el resto de la familia, tenía una particular vocación por la investigación. Javier averiguaba, pero no juzgaba. Lupe y el padre, en cambio, habían establecido una relación de mutuo apoyo, él le confiaba sus misiones como agente secreto de un organismo de seguridad, y ella le ayudaba interrogando a sus clientes sobre la vida del barrio, ocultándose a veces el padre tras una cortina. Juntos trabajaban en la búsqueda de una célula subversiva en el barrio, de la que se tenían noticias emprendería acciones en el centro de la ciudad. Lupe sucumbía de emoción ante el descubrimiento de un secreto. Mientras tanto Juan gastaba en tratamientos el dinero que le pagaba Javier por repartir folletos. Excitaba su imaginación entre los brazos de la maquilladora, al sentir el calor de su piel blanda y adiposa cayendo de la caverna de las axilas, oscilando por el palmoteo al aplicarle la mascarilla. Volvía los ojos a la visión que le regalaba el espejo y le permitía observar a las otras mujeres en las maniobras del embellecimiento. Lo trastornaban los carteles puestos en el vidrio de la ventana, las fotos de mujeres con llamativos rostros de cabello ondulado y exótico. Las imitaba, las dotaba de movimiento en su cuerpo, se contoneaba frente a ellas y Roa séptima con catorce

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se alejaba arreglándose el peinado para que alguien gritara: “Allá va Juana, la loca”. Coartada perfecta para alejar la sospecha de que entre su ropa llevaba material que entregaba a sus contactos y por el cual recibía dinero necesario para sus cosméticos. Lupe sintió que las cartas le eran esquivas. Más que nunca percibió la distancia entre la verdad de las cosas y lo que podían ver sus ojos. No entendió la repetida aparición de las espadas, indicando conflictos, unidas al hombre joven que marcaba la baraja. Sólo se reconoció ella en el caballo de oros, como la mujer que le daba la espalda al joven. Las manos ya ajadas, vestidas con anillos, juguetearon nerviosas sobre el mueble. Pensó que era un mal día para echar las cartas a la familia. Sus dedos dispersaron una imagen loca que cruzó por sus ojos, y abandonó la baraja sobre la mesa. A unas cuadras del apartamento, Juan, como un huracán de lirios, pavoneándose en un vestido estampado de seda, llevaba las armas para sus contactos.

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ROA SÉPTIMA CON CATORCE

Nada cambió Roa Sierra al descifrar el enigma de la profecía y se arrojó al ojo del huracán, sin importarle perder la vida, arrastrado por el frenesí de cometer el crimen marcado en sus manos. Algo entrevió Juan Unland cuando lo conoció en la legislación alemana. Roa, el mensajero insignificante, subiendo con los brazos extendidos sorprendió al alemán en el rellano de la escalera, tratando de despertarle un asomo de simpatía por la osadía que mostraba al interceptar de ese modo al funcionario. Un gesto de la cabeza de Unland lo obligó a devolverse. En el primer peldaño, y sin mirarlo, le indicó la manera de encontrar la débil luz que se esparcía desde la ventana, hacia donde Roa llevó los brazos para que Unland por fin le leyera las palmas de las manos. Así lo hizo. La conformación infantil de los dedos y el contorno le enseñó a Unland el odio del mensajero por el trabajo físico; constancia de ello eran las cicatrices dejadas por el mal uso del machete, trabajo que Roa odiaba. Al fijar su atención en las palmas, las líneas profundas con terminaciones huidizas y entretejidas le revelaron una exaltada imaginación, rasgo importante pero no decisivo para encomendarle grandes misiones. Sólo cuando encontró una cruz rematando la línea de su destino, el alemán comprobó asombrando que nunca 39


había visto tan claro el sello de la tragedia. Sin pretender tocarlo, pero con interés, retiró sus ojos de las manos y lo miró. Nada había de especial en ese hombrecillo moreno, de baja estatura, delgado y de aspecto desaliñado, por quien el alemán sentía asco. Roa comprendió la mirada y odió su cara, su miseria, y cerró los ojos para confesar a Unland que cada final de año colocaba en una mesa un pedazo de pan negro y maní, y encendía dos velas nuevas para alumbrar su rostro en el espejo, con la esperanza de cambiar su imagen por la del general Santander. Así seguía las instrucciones del manual de esoterismo que le envió la Orden Rosacruz desde San José de California. Ante el silencio de Unland, que lo observaba con un extraño gesto, recogió sus manos llevándolas al pecho y dijo con voz humilde: —¡Sólo quiero que sea mi consejero astrológico! Tras pensar un poco en la marca descubierta en las manos de su mensajero, el funcionario aceptó, complacido, usar los libros incautados por la Gestapo a la masonería alemana y otros tantos manuales de esoterismo que había traído a Colombia después de la Segunda Guerra. Secamente lo tomó del brazo y lo empujó a un rincón amparado por la escalera, donde lo dejó para subir a su oficina, en el segundo piso. Buscó el horóscopo y bajó. Sentados uno al frente del otro en rústicas butacas y escondidos de la mirada curiosa de los visitantes, Unland frotó la pasta del libro y lo abrió. Sus dedos reptaron sobre las hojas amarillentas buscando entre los intrincados signos que Roa no alcanzaba a descifrar. Al cabo de un momento,

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el alemán, con voz áspera, le preguntó la fecha de su nacimiento. —Nací el veintidós de noviembre de mil novecientos veintiuno —dijo Roa, contento de contribuir en algo al interés de Unland. Unland sostuvo el libro ante sus ojos y le mostró una lámina que, según dijo, representaba el emblema de su signo. Roa vio un hombre arrodillado, apuntando con una flecha hacia el cielo en actitud de desafío, rodeado de extrañas letras y símbolos. El gesto del arquero y el aura que lo rodeaba le daba un aire de misterio a la figura. —Es sagitario, el “destronador de dioses” —silbó Unland, pensativo. En el mismo tono continuó el astrólogo explicándo las características del signo, pero las palabras se perdían en la penumbra porque Roa, ensimismado en la figura del hombre que tensionaba el arco, no lo escuchaba. Creía advertir en el arquero sus propios rasgos, como si fuese su cuerpo realizando el prodigio de batirse con sus enemigos, como lo habría de hacer algún día, en el momento de asestarle un golpe a su pobreza. Entendió que él era el “destronador de dioses” del que hablaba Unland. Un golpe seco cerró el libro y una nube de puntos huyó buscando los rayos de luz; un olor a alcanfor inundó el rincón de la escalera. El alemán se puso de pie, esquivó la mano que Roa le tendió y dio por terminada la sesión. —Por hoy ha sido suficiente, debo hacer algunas consultas. Lo veré de nuevo, Roa.

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Las pisadas sobre la escalera retumbaron en la cabeza del mensajero, cuando el alemán subió sin decir otra cosa a su oficina. Sólo el Flaco Bernal, quien en los momentos de lucidez, concedidos por un delirio persecutorio que lo llevaba al frenocomio, pudo entender la importancia de las consultas de Juan Roa con Unland. Creía que a su amigo el destino le tenía reservado un lugar en la historia arrastrando multitudes, y lo acompañaba a tenderetes y a cafés, a improvisadas reuniones de barrio donde Roa llamaba la atención por su odio a un dirigente político. Los delirios del Flaco lo animaban, lo hacían sentir grande cuando le mascullaba al oído su parecido con el general Santander, alabanza que pagó compartiendo con su amigo las predicciones de Unland, entre otras, su marca de arquero predestinado. Por consejo del Flaco, dejó el trabajo en la legislación alemana para emprender diversas empresas en las que pudiera encontrar su destino. Dejó de interesarse en la política y se dedicó a la búsqueda de tesoros. Esperó su suerte caminando por las calles, acechó las mesas de los cafés, las paradas del tranvía, las iglesias, a la zaga de algún paquete o dinero perdido. La esquiva fortuna no aparecía y comenzó a creer que Unland mentía. Una tarde se dirigió al café Gato Negro, ubicado frente al Palacio de la policía. Allí se reunían gentes de bajos fondos, se reclutaban hombres para trabajos sucios y, como en todos los cafés, hervía la política. Llevaba las manos en los bolsillos y buscaba entre los clientes a un primo suyo, un sastre que cosía los uniformes de la policía y que eventualmente lo invitaba a un tinto. Una mano sobre su hombro lo detuvo. 42

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—Sé a quien busca, no se preocupe, amigo —la voz desconocida, muy cerca de su nuca, le espetó un aliento de cerveza—. Venga, siéntese con nosotros, a lo mejor usted hoy sale rico del café. Roa lo miró aún sin comprender del todo, y ante la posibilidad de una invitación, se dejó llevar a la mesa. Allí dos hombres lo esperaban sonrientes, asintieron con la cabeza como si fueran grandes amigos, y luego, tras cruzar miradas, batieron las palmas para exigir más cerveza. Una más para su amigo. La espuma del vaso se desbordó y Roa se felicitó de encontrar a alguien en un momento en que creyó perder toda esperanza de ganar algún dinero. Bebió entusiasmado mientras escuchaba a los hombres hablar de algo que se traían entre manos y que querían compartir con él. A la segunda cerveza le propusieron el negocio, con la promesa del dinero que le salvaría de la pobreza. Eufórico y un tanto embriagado, recibió el pequeño adelanto que cerró el trato. Con él debía, además, comprar el arma. Roa pensó en el acierto de la huella de sus manos; un acto osado le tenía reservado un lugar en la historia. No podía emprender, sin embargo, un asunto tan delicado sin escuchar a Unland; por algo era su consejero astrológico. Como si Unland lo hubiera estado esperando, lo encontró sentado, amparado bajo la escalera, reservándole frente a él el mismo butaco. El alemán parecía conocer las inquietudes que bullían en las palpitantes sienes del hombrecillo, a quien no obstante se negó a mirar, e incluso a darle la mano en señal de saludo. Roa sintió que le sudaban las palmas. Apenas si balbuceó que quería conocer su futuro. El homRoa séptima con catorce

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bre abrió con gesto ceremonioso un libro forrado en cuero negro que descansaba en sus rodillas. Su título, Las profecías de Nostradamus, resaltaba en letras doradas. —Las profecías se repiten de tanto en tanto en la historia, como ciclos que nunca concluyen. Lo he visto en sus manos, Roa, es usted el elegido —dijo, mirándolo por primera vez a los ojos—. Estoy seguro. Lo confirma el libro. Escuche —bajó la mirada y leyó gravemente—: “El león joven vencerá al viejo en el campo bélico en un duelo singular…”. Le bastó a Roa escuchar la primera frase para que sus manos se helaran y comenzaran a temblar. Su confusión le impedía entender, o al menos retener en la memoria, la otra parte de la profecía. Escuchó las palabras de su consejero como si estuviera en un sueño del que sólo retenía el acento brusco y desagradable que no lograba entender. El miedo le atenazaba la garganta y no pudo preguntar qué significaban las frases que Unland parecía leer con algún deleite. Fue un descanso cuando un gesto de su consejero le mostró que la sesión había terminado. Se encontró de nuevo en el frío de la calle perdiéndose en los cafés, esta vez en busca del hombre que le vendería un arma. Celebró la compra del revólver con unas cervezas, y en esta oportunidad pagó la cuenta. Acarició la cacha nacarada, midió su peso oscilando la muñeca. Le gustaba. Sesenta y cinco pesos le costó el Smith & Wesson reniquelado. Pasó el revólver a la otra mano y contempló su perfil, admiró su dedo enlazado al gatillo, los músculos tensos afinando la dirección del cañón. De improviso la imagen del arquero pasó por sus ojos y una sensación de placer lo urgió a disparar el arma. La detonación y una 44

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frase de la profecía retumbaron en su cabeza: “…en su casco de oro le saltará los ojos…”. Una parte de la predicción llegó a su memoria y aterrado se contuvo. No quiso llegar al final porque la sentencia le dio espanto. Volvió a apretar el gatillo. Salió a las diez de la mañana del café El Águila en medio de los hombres que lo contrataron. Entre chanzas, lo cogieron de los brazos y lo obligaron a subir al auto que los llevaría tan sólo tres cuadras. Bajaron para ingresar al café Gato Negro, cerca del sitio donde habría de disparar el arma. Se acomodaron en una mesa cerca a la puerta y desde allí Roa vio pasar al Flaco Bernal. Quiso correr detrás de él, gritarle y contarle sobre su misión, pero continuó clavado en el asiento, escuchando las breves frases que planeaban su fuga. Los hombres le aseguraban que después de su crimen lo protegerían disparándole a la gente, provocando la confusión que él aprovecharía para evadirse y viajar inmediatamente a los Llanos. El peso del arma en el bolsillo le inclinaba un poco el hombro. Intentó preguntar si se le notaba, pero se arrepintió. Todos en el café estaban armados. Estaba rodeado de agentes vestidos de civil, casi era uno de ellos con su traje carmelito de paño, tornasolado por el uso. La reunión terminó y lo dejaron solo en la mesa. Estarían en la calle esperando. Con una mueca simuló la tranquilidad que no sentía. Abrió los ojos, y aunque era casi mediodía sólo veía sombras. Esperó, se paró de un salto y se dirigió al edificio Agustín Nieto. Un miedo incontenible lo empujaba. Sin poder estar quieto, rehusó el ascensor y subió las escaleras Roa séptima con catorce

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hasta el cuarto piso. De un golpe abrió la puerta del despacho del hombre al que mataría y preguntó por él. Una mujer sorprendida lo miró, creyó encontrarse frente a un loco, y con una excusa lo despachó. Sintió alivio de no encontrar al Caudillo. Cuando cerró de nuevo la puerta, ella apuntó en su libreta el nombre que alcanzó a preguntarle. Eran las doce y cuarto del día. Se devolvió por la escalera. Ya en la calle le temblaron las piernas. Secó el sudor de la mano derecha con el forro del bolsillo y continuó apretando la cacha del “canario”. Se quedó quieto frente a una vitrina, a pocos metros de la puerta, y esperó. Volteó la cabeza para vigilar un momento y la devolvió. El vidrio reflejó su imagen y pudo ver la silueta de su sombrero, el mísero sombrero de fieltro que remataba su figura apocada, de la que creyó escapar cuando Unland vio en sus manos el destino y le reveló su final con la profecía: “El león joven vencerá al viejo en el campo bélico en un duelo singular, en su casco de oro le saltarán los ojos: dos clases, una morir, después muerte cruel”. Con la última frase de la profecía entendió la sentencia. Dio la vuelta para huir despavorido y se encontró de improviso con el hombre que esperaba. La mano salió de su bolsillo empuñando el arma, fiel a la imagen del arquero. En los ojos asombrados de su víctima reconoció al hombre que hubiera querido ser. Un segundo después los vio trastornados por el impacto. Corrió unos pasos y lo detuvieron. Lo encerraron en una droguería para protegerlo del linchamiento. No reconoció a los hombres del Gato Negro que forzaron la puerta y lo golpearon primero, para luego arrojarlo a la turba. Su cuerpo

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inanimado fue arrastrado hasta la plaza de Bolívar por una muchedumbre que no cesaba de aporrearlo. Sobre los techos, Unland alcanzó a divisar las columnas de humo. La ciudad ardía. Dejó la ventana, cerró el libro que tenía en su escritorio y lo guardó bajo llave. Quemó los documentos que aún conservaba. En las calles corrían hombres con machetes, palas y garrotes destruyendo cuanto había. Entre ellos el Flaco, que gritaba haber visto cumplirse la profecía.

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PASEO ENTRE JIMÉNEZ Y DIECINUEVE

Fue a ella a quien se le ocurrió lo del plato. Al principio me brindaba para que el Santo me mirara y mis huesos soldaran como los de cualquier cristiano. Siempre frente a la puerta. Allí la vieja me ha dejado. Me va extendiendo en el suelo como si tendiera una manta y oficia en mí igual que si arreglara una cama. Con un plástico me ciñe el tronco para protegerme de la lluvia, deja fuera brazos y piernas para despertar lástima. A un lado la muleta, al otro, el cuenco de las limosnas. Antes de marcharse se persigna en la iglesia y pide un milagro. Cuando se va, quedo mirando en el cielo las nubes grises de la mañana. Adivino entre las sombras de la puerta la imagen del Santo recibiendo a sus devotas. Sé la hora por el ritmo de los caminantes y por el tintín de las monedas cayendo al plato. Cuando pasan muy rápido es bien entrado el día. Ni siquiera se dan cuenta de que estoy colocado como un estorbo a su paso. A mediodía pasan junto y, ahí sí, despacio me detallan; empieza el tintineo del plato. Así, de moneda en moneda, espero una señal, trompetas, ver llegar a mí la mano del Milagroso. Pero sólo se detiene ante mí la vieja, y es para contar la plata. Veo aparecer primero su cabeza menuda, atisbando el dinero, luego noto el gris

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ratón de su abrigo. No dice nada, ni hace falta. Desocupa aprisa el plato, me deja un pan y se pierde. Todo el día paso así porque yo espero, a la entrada de la iglesia, cerca al Santo. Algo me dejan las devotas al salir de los rezos. Pasan junto a mí y me embriagan con el olor del incienso prendido a sus vestidos. Me aprieto contra el pavimento porque un deseo grande me hace arder el vientre; gimo porque me rocen sus tobillos. Trato de descubrir en el brillo de sus ojos la vergüenza de verme rígido, ofreciendo la cruz de mi cuerpo para ser clavadas aunque sea por sacrificio. Cómo sufro por esto, temeroso de que se entere el Santo. Puede ser peor que ver llenar el plato. Pero yo también estoy aquí por el milagro. De todo el tiempo de esta espera ya ni sé si tengo fuerzas. Las poquitas que tenía para salir caminando las agoté el día que se me apareció el Santo. Nadie vio a este inválido arqueando la cintura, el pecho hacia el cielo, elevándose, alzando la cabeza en dirección a la iglesia, porque en medio de la puerta la imagen del Milagroso me hacía señas. Crujió el plástico, me doblé. Sentí pena de mis extremidades raquíticas y las afirmé contra el suelo, me levanté. Atrás las muletas, la humedad. Era un hombre avanzando. Antes que yo llegó la vieja. Quizás fuera más santa, o en todo caso fue más rápida. Llegó primero y le pidió un milagro. Volvió mi cuerpo a extenderse en el pavimento, de cara a las nubes para que ella oficie en mí como tendiendo una cama, apostando a mi lado el plato. Yo persevero frente a la iglesia de San Francisco, cerca al Santo.

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Premios en Creación: Relatos y/o Cuentos sobre Memoria Urbana referida a Bogotá 2006 Roa séptima con catorce Gloria Inés Peláez Q.


El libro de cuentos Roa, séptima con catorce, contiene seis relatos en los que el lector encontrará espacios, personajes y acontecimientos históricos que permiten observar una Bogotá del pasado y reconocer la ciudad que hoy habitamos. Estos cuentos narran situaciones y describen personajes de los siglos XIX y XX, revelando su universo psicológico y social al transmitir las atmósferas de estas épocas. Personajes anodinos que desenvuelven el peso de su existencia en medio de la política, el amor y la magia. Son héroes trágicos o tristes que muestran la pasión por el teatro, la vida del barrio y la vida en la calle, y que, desde otras perspectivas, nos hablan de los acontecimientos que cambiaron la historia de Bogotá.


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