Momentos

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Momentos

Lisette Durรกn Gadea



Momentos tristes, amargos, felices, intensos, efímeros…

En todos ellos vosotros habéis formado parte de mí, por lo que este libro es más vuestro que mío.

Gracias por seguir adelante.



ÍNDICE Más tiempo del debido Por favor, quédate La mirada más dulce Cada cual tiene su sitio El ventanal de Dios Cuestión de altura La bici roja La Gran Máquina Emociones Aprender a conectar Cara o cruz Pinceladas de amor Los problemas de cada cual La voluntaria El alfarero El estudiante de psicología Clonación Error humano El perdón de los cautivos Las cenizas de la abuela Minette Comprensible Reflejo social Día de playa Menos es más El comprador de almas Ejemplos a seguir Intento desesperado Frutos tardíos Cuestión de óptica Absolute elsewhere (“ A bso l u t a me n te

e n o tr a p a r te ”)

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ientras oía de fondo el suave tictac de un reloj cercano, se planteaba si habría llegado por fin el día en que decidir abrirse paso al mundo. A ese que tanto respeto le ofrecía por estar tan plagado de incertidumbres. Había conseguido una posición cómoda desde la que poder reflexionar sobre sus propios pensamientos y anhelos. Cuántas sensaciones agradables que no deseaba perder por la necesidad de descubrir y experimentar. Protegido, libre de todo malestar, de todo dolor, de toda angustia, permanecía dejando pasar la vida sin atreverse a iniciar otra nueva, emocionante y desconocida. El temor a perder lo tenido, a conocer el dolor, a sufrir por lo propio y lo ajeno, detenía sus movimientos y sus deseos. Qué razón habría para dejar atrás la seguridad de lo estable y adentrarse en un mar lleno de complejidades en el que una vez navegante, ya no se puede dejar de remar. Un inmenso océano en el que descubrir bellos parajes mientras se sufre el azote de los infortunios propios de cualquier travesía. Un largo vagar en el que ir vislumbrando un horizonte siempre lejano e inalcanzable, mientras en el lado opuesto queda todo aquello que, aparentemente, hizo iniciar el singular viaje. Había cambiado a lo largo de los años. Ya no era aquel chiquillo que había disfrutado oyendo las risas y se había interesado por algunas conversaciones, que había querido saber más y probarlo todo de primera mano. El paso del tiempo le había vuelto permeable, cada vez más, le había hecho desear acallar los llantos, acudir en ayuda de un

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grito desesperado, solventar el problema de alguien necesitado, tender una mano amiga e incluso dar algún puñetazo. Porque si algo notaba es que ya nada le afectaba de igual modo. Parecía como si todo estuviese impregnado de una gran carga emocional, tan profunda, tan corrosiva y tan vibrante que el sólo hecho de pensar que no fuera capaz de asumirla volvía a paralizarle. Un velo oscuro le indicaba nuevamente que la noche había llegado y con ella, la calma. La tranquilidad de saber que el tiempo transcurriría a un ritmo más apropiado para una mente que necesitaba de la serenidad para discurrir, para imaginar, para soñar. Un instante en el que volverían a sincronizarse los relojes que la luz del día altera, dando lugar a una atmósfera menos asfixiante y nociva. Pero nada se mantiene, todo se desvanece, e intentar que no ocurra es como esperar que el agua permanezca entre las manos que la sostienen. Así que la claridad vuelve a ponerlo todo en su sitio, lo bueno, lo malo y lo regular, sin más pretensión que la de demostrar que cualquier posible ensoñación fue solo eso, un engaño de la mente, un juego de niños, un antojo de la razón. Las mismas preguntas volvían a chocar contra las finas y delicadas paredes que le mantenían a salvo. La indecisión le hacía sentirse frágil; el temor, inútil y la angustia se apoderaba de cada fibra de su ser, pues sabía que ese no era el orden natural de las cosas. Algo le decía que en algún momento tendría que sacar el valor necesario para rendirse a lo evidente, para comprender la vida y hacerse un camino en ella, pero ahora ya le parecía tarde. Cada día en el que se había replanteado esas mismas elucubraciones había pasado a ser un día menos de oportunidades para gozar de un tiempo de plenitud. Se le habían

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acortado las posibilidades para llevar a cabo cuanto había recreado en su mente y por tanto, volvía a sentirse incapaz de dejarse llevar. Y transcurrían los años y con ellos, se blanqueaba un cabello que nunca había sido mesado, se arrugaba una piel que la luz del sol nunca había podido acariciar. Sellábanse unos labios que jamás habían sido escuchados ni tiernamente besados y apagábase un corazón que había vivido tan intensamente en su interior que se había vuelto incapaz de soportar lo que el mundo le deparaba tras el cálido vientre que le había protegido desde su más tierna infancia.

Ilustración 1: Dibujo original de Leonardo Da Vinci. Estudio de feto.

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-Por favor, quédate.

Acompáñame un rato más, no te vayas. Quédate una hora o todo el día; quédate una noche o toda la vida, pero quédate. Edwin Vergara

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o había pronunciado, había conseguido dejar escapar tan necesitadas palabras; ceder su fina y delicada mano para encontrarse con aquellas que le daban sosiego y le reconfortaban. Por fin podía asumir que ocurriera lo que tanto le había costado, aceptar que se había quebrado con la fragilidad de una rama cansada de ser tanto tiempo blandida. El agotamiento dejaba paso a la agradable sensación de permanecer en un abrazo cálido e inmutable, que le era proporcionado con tanto amor como consuelo. Los ojos cerrados, la respiración pausada, la deseada calma. Como si de una fotografía infinita se tratara, sólo podía pretender que nada alterara aquél maravilloso momento de conexión. Sentir fundirse una pieza con otra y conformar una única e indivisible. Por qué habría necesitado tanto tiempo para dejar que emanaran las saladas aguas de aquella mirada siempre inquieta y profunda. Por qué no habría dejado caer antes su débil cuerpo para ser recogido y atendido por un alma amiga. Por qué no habría sabido apoyarse en el hombro adecuado en el momento preciso. Ahora se daba cuenta de que ciertas palabras no pueden quedar retenidas ni por el corazón ni por la razón. Deben ser expresadas para que adquieran la capacidad de transformar, para que tengan un motivo de existencia, para que su verdadero valor se torne real. Lo había hecho y se sentía feliz, tremendamente feliz, gracias a algo tan aparentemente sencillo como una súplica lanzada al aire. -Por favor, quédate.

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us dulces ojos verdes, pequeños y sensibles dejaban entrever un mundo interior rico y profundo propio de seres de una naturaleza elevada. Su piel suave denotaba la delicadeza de su alma y sus fuertes miembros la serenidad de quien es capaz de soportar los devenires de la vida. Como esos hermosos árboles centenarios que parecen sabios por el hecho de haber permanecido tanto tiempo erguidos sabiendo adecuarse a los cambios de su alrededor, así era la mujer que sentada en una blanca silla de mimbre acariciaba el hocico húmedo que se le acercaba con cierta impaciencia y que instantes después acabaría posándose sobre sus pies en perfecta comunión. Miraba a lo lejos haciendo balance, sopesando cada decisión tomada, valorando cada experiencia vivida y buscando y encontrando respuestas a tantas y tantas preguntas como se iba formulando. Dedicada a su familia por entero y habiendo entregado sus mejores años al cuidado de lo que para ella había sido más importante, suspiraba ante la posibilidad de no haber alcanzado exactamente aquello por cuanto había luchado. Ahora, ya crecidas y cada cual haciendo su camino, cada una estaba a merced de sus proyectos y con su propio libre albedrío. Pero, cómo saber si realmente cuanto les había dado había servido para allanarles un recorrido ya de por sí difícil. La duda de saber si lo que entregas, por muy preciado que sea, es lo que se necesita y no un hermoso regalo inservible e inútil. El característico sonido de la puerta de entrada la hizo volver sobre los pasos de sus divagaciones. Habían venido a verla y ahora, una de ellas apoyaba la cabeza en su regazo. Mientras acariciaba su cabello con

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ternura, la mayor besaba su frente y la más pequeña revoloteaba por la estancia como una mariposa recién dejada en libertad. Un hombre canoso hacía acto de presencia apoyado en la repisa de una chimenea siempre presente en sus vidas. Sentía que todo estaba en orden; que ciertamente no había sabido dar con la clave de todo, pero que había acertado con las notas esenciales de una melodía que con el tiempo había tomado forma en cada uno de ellos. Y así era. Allí, en medio de la habitación, se hallaba la madre más bella, la más hermosa creación. La fuente de amor infinito, la paz, el continuo perdón. Porque madre es una palabra grande en la boca de un hijo y pequeña en la mente de quien la creó. No hay vocablo que exprese con justicia la deuda que el ser al que dio vida tiene para con ella, ni emoción equiparable a la de su rostro al dársela. Pero ella ni se da cuenta. Porque sabe que ese es su deber, su propósito y su sentir. Al llegar la noche, mira en su derredor. Todo está en su sitio. Todo sigue tranquilo. Deja que sus rubios mechones Ilustración 2: Mother & Child. se liberen, alza la vista en un guiño a su Lovetta Reyes-Cairo protector y reclina su cuerpo con la satisfacción del trabajo bien hecho, con la esperanza, la ilusión y la felicidad de quien lo da todo a cambio de nada.

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na fresca gota de rocío resbalando por su mejilla la hizo incorporarse de un brinco. Fregó sus ojos con cierta indolencia y levantó su cabeza al cielo. ¡Qué deliciosa mañana se le antojaba! En su mente brotaban cantidad de ideas sobre qué hacer, sobre cómo pasar un hermoso día de tan caluroso verano. Quizás ir al lago, pasear entre la hierba, echarse bajo la sombra de alguno de sus nogales favoritos… A lo lejos, un ruido intermitente la sacó de sus pensamientos y la hizo volverse hacia el lugar de dónde creía que provenía. La curiosidad la posicionó en lo alto de la colina, desde donde podía observar, no sin gran asombro, el motivo que la había llevado hasta allí. Una pequeña y oscura testa se balanceaba hacia atrás y hacia delante intentando arrastrar una pesada carga por un camino que parecía haber sido pensado exclusivamente para aquel fin. Dejando una estela de esfuerzo y ahínco proseguía la figura en su empeño, debatiéndose entre la maleza. ¿Qué podía llevarle a dedicar sus energías a una labor tan aparentemente ardua e inútil? La necesidad de una respuesta hizo que se acercara al lugar de los hechos con la intención de salir de unas dudas que no tenían por qué perturbar la apacible y tranquila mañana que se había propuesto tener. Así lo hizo y allí se detuvo. La difusa imagen tomó forma y con ella, voz y elocuencia.

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-¿Qué se supone que haces ahí parada? ¿Es que no tienes nada más que hacer que mirar cómo otros trabajan? La rudeza de sus palabras la dejó por momentos desconcertada. Sin embargo, recobró el interés tan pronto su interlocutora volvió sobre su quehaceres. -Hace un día hermoso, ¿qué puede ser lo que te corre tanta prisa, lo que te hace estar tan amargada y de tan mal humor? -¿Acaso me has visto quejarme? No todos podemos estar dejando correr el tiempo a la espera de lo que haya de acontecer. -Quizás si pararas un momento verías que acarreas más de lo que puedes y que el esfuerzo que realizas apenas sirve para mover unos centímetros cuanto llevas a cuestas. -En primer lugar, mi sino ha sido siempre éste y no tengo más remedio que plegarme a él. No siempre podemos elegir nuestro destino ni las circunstancias que lo rodean. A veces, sólo te queda hacerte parte del engranaje y soportar lo que por inercia te viene dado. -¡Qué desolador suena todo eso! ¡Cómo vivir con tan terrible visión! Si yo creyera que cuanto hago lo hago sin decidirlo yo, no saldría de mi tristeza y lloraría desconsolada en un rincón, sin saber a qué atenerme y sin sentir que la vida me pertenece. -Es posible, pero algunos hemos aprendido a base de bien que otro remedio no queda; que si te preparas puede que no evites el temporal, pero que si no lo haces éste arrasará de lleno con cuanto posees. -¡Válgame el cielo! Jamás lo habría visto así. Yo creo que de nada sirve preocuparse por lo inevitable, puesto que inevitable es, y que

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vale más vivir despreocupado que perdiendo salud con cada paso. Es mejor cerrar los ojos y que lo que venga, venga. Dejarse llevar por la corriente y no ser tan consciente, realista y consecuente. No vale la pena tanta angustia, por un lecho caliente. Más valdría pasar frío y perecer a la intemperie si con eso uno está libre de ataduras y grilletes. Yo sólo deseo morir en paz con un rostro sin surcos ni pesares, con el consuelo de no haber hecho daño a nadie con mis lamentos y reproches y con el corazón henchido de vivencias apasionantes; bajo la mirada de alguien a quien haber endulzado la vida con mis ilusiones y con el arropo de quien sabe cuidar de un alma como la mía, llena de esperanzas y falta de preocupaciones.

Pasó el tiempo y con él llegaron las nieves a la cada vez más desolada colina. El pálido manto cubría ahora con denuedo lo que antes había sido tan bello, tan lleno de fulgor y de deseo. Recogió su cuerpo y lo colocó sobre el montón de ramitas que con tanto esfuerzo había acumulado hasta el invierno. La miró con desconsuelo, colocó flores sobre su pecho y con un suspiro dio por cumplido aquél que había sido su cometido. Ilustración 3: The Ants and the Grasshopper. From “The Fables of Aesop” illustrated by Edward J. Detmold, 1909

Porque en la vida ha de haber de todo, cigarras ilusionantes capaces de embellecer el mundo con sus inocentes alegrías y hormigas cumplidoras que resistan cuando éstas, sucumben ante la evidencia.

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Mira profundamente dentro de la naturaleza, y [MOMENTOS]

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entonces comprenderás todo mejor. Albert Einstein

ra un hombre sencillo de esos que no llaman la atención por nada en especial. De facciones relajadas, algo marcadas por la mediana edad y con un semblante apacible, aunque introspectivo. Se había levantado esa mañana de domingo como tantas otras veces, sin pensarlo demasiado. Simplemente dejando que el mismo día le fuera empujando a hacer lo que tenía que hacer. Peinó unos cabellos que escapaban cada vez más de su frente y lavó su pensativa mirada sin caer en cuenta de ello. Con uno de los pantalones acostumbrados y la camisa que tantas veces había planchado su señora, se dispuso a atar fielmente los cordones de los zapatos que a tantas caminatas le habían acompañado. Abrió la puerta y contempló desde el lindar que todo quedaba como a ella le habría gustado, limpio, ordenado y sereno. Comenzó a subir la amplia calle que comunicaba su hogar con la ermita a la que acostumbraba a acudir religiosamente. Notaba una brisa cálida y suave sobre su espalda y el cielo azul le parecía hermosamente empapelado. Algunas parejas, algún anciano, gente desconocida, pero muchas veces vista, empezaban a sumarse a su recorrido mientras él las contemplaba absorto. El camino era corto y la hora apropiada. Ni demasiado temprano como para sentirse agobiado, ni demasiado tarde como para resultar una obligación en el orden del día. Entró en el silencio compartido por personas que ya se hallaban en él, cruzó los dedos sobre su pecho y acto seguido, se colocó en el lugar habitual que tanta paz le proporcionaba.

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Sentado sobre aquel banco de madera uniforme, austero e incluso frío, lanzó un suspiro acallado. Sonaban los cánticos tristes y pesados, propios de gentes que entienden su religión como algo que hay que llevar por dentro de una forma lacerante y apesadumbrada, interrumpidos sólo por los silencios correspondientes y las palabras solemnes del párroco que le había visto crecer y permanecer allí sentado tantas y tantas veces. Lo cierto es que la homilía a la cual no prestaba casi atención era el fondo perfecto para entrar en una especie de trance, en el que parecía flotar y en el que se sentía tan pleno y cómodo. Se erguía y se sentaba acorde al resto de forma totalmente autómata, como una biela que simplemente sabe qué hacer o que simplemente se deja llevar. Eso le permitía mirar a través del gran ventanal de su derecha; el que continuaba proporcionándole la dulce caricia de los rayos de sol y el que le ofrecía la vista hermosa de un lejano mar plateado y brillante. Esa imagen le producía un placer infinito y le hacía sentirse parte de un cosmos envolvente y asombroso. La misa había acabado y ya sólo quedaba hacerse eco de algunos de los anuncios que el emocionado sacerdote deseaba comunicar; como la colocación de una portentosa vidriera con la imagen de la Virgen en sustitución del viejo ventanal. Pensó para sus adentros. -Qué raro que un hombre de Dios no se dé cuenta de que es más hermoso contemplar la bella obra del creador, que cualesquiera de las realizadas por su divina creación.

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iempre me he preguntado cómo aquella muchacha podía tener tanto brío contenido en un cuerpo tan pequeño. Menudo pero robusto. De tez morena y cabello tizón tan salvaje como ella misma en sus maneras y en su hablar. Con movimientos siempre acelerados e impacientes y con voz penetrante y ruda, se abría paso intentado sobrellevar las propias dificultades y carencias con que había sido traída al mundo. Era como un torrente imparable al que el propio malestar interno daba cada vez más fuerza y hechura. La vida la había tratado mal, pero ella seguía saliendo adelante, quizás por impotencia, quizás por pura rabia, quizás por displicencia. Tenía una bonita sonrisa, cuando sonreía. El blanco de sus dientes contrastaba en un claroscuro perfecto y dos hoyuelos se le marcaban de forma graciosa y harmónica. Siempre me he preguntado cómo había sido capaz de sobreponerse a tantos malos tragos. Cómo había conseguido equilibrar la balanza, e incluso, volcarla en su favor. Había aceptado su realidad, con no pocos esfuerzos, y había alcanzado gracias a ellos objetivos tan deseables como plausibles. Tenía un hogar, pareja, caprichos y alicientes, sueños, proyectos… Había entendido, sin pretenderlo, que lo que le habían restado injustamente tenía que poder compensarlo a base de voluntad y de un espíritu fuerte. Siempre me he preguntado como aquella muchacha había conseguido llegar más alto desde su silla mecanizada, que yo permaneciendo de pie, observándola.

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anuel, o Manuelito, como le gusta que le llame su maestra, corre calle abajo a gran velocidad desafiando cuanto obstáculo se cruza en su camino, para terror de bordillos, farolas y de algún que otro transeúnte cuyos gritos y amenazas no importan una vez quedan atrás. Como el mismísimo diablo, subido en su ligera bicicleta, más rojiza por la oxidación que por la propia pintura, atraviesa calles y sube aceras en lo que parece un circuito diseñado exclusivamente para él y su corcel. Mechones de cabellos descontrolados, sin rumbo, y necesitados de un corte que todavía no se ha presentado le dan un aspecto todavía más peculiar a una cabezota que parece no estar nunca en el eje vertical de su cuerpo. Su pequeña nariz queda acomplejada frente a una enorme boca, tan deslenguada como él mismo. La blanca piel de su rostro sólo queda alterada por sus pecosas mejillas y por la rojez que en ocasiones de apuro le sobreviene. Su cuerpo larguirucho y desgarbado y sus pies más arrastrados que levantados se desplazan en un ritmo asimétrico más propio de los amantes del jazz que de un crío de su edad. Le agrada darse aires de resolución, de seguridad y hasta de cierta chulería en un intento por compensar necesidades que no le importa reconocer pero que no desea traslucir. Se levanta para ir al colegio y se arregla como bien puede, ya que por desgracia, como tantos otros niños, no tiene la suerte de tener un referente capaz de ser tan buena madre como amante. Y así, más temprano que ninguno, para no llegar nunca tarde y para dejar pronto una casa ya vacía mucho antes de que él salga, se queda parado frente a la verja de la escuela esperando el momento en el que

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verse obligado a seguir unas normas para todos impuestas. Con su chubasquero, al frío, cayéndole la lluvia sin respiro, así aguanta hasta el momento en el que un silbido anuncia la entrada de los alumnos en sus respectivas y acondicionadas celdas. Dos largas y tediosas horas hasta el recreo que hay que aguantar estoico para poder salir como un salvaje a chutar el balón o a meterse en algún lío. Vuelta a las aulas y de nuevo a casa. Una comida fría, o recalentada si lo prefiere, es lo que le espera cada día de su nada estructurada vida. Una vida con la que sueña cualquier niño que no ha de pasar realmente por ello. Porque de nada sirve la casita de Hansel y Gretel cuando tienes ya el estómago lleno, ni la libertad de hacer lo que quieres cuando lo que ansías es que alguien te demuestre lo que puedes y no hacer. Desea que le pongan límites para que cobre sentido querer traspasarlos, pero estos parecen no querer llegar nunca. Al caer la tarde, una silueta tendida a lo largo de un desarreglado sofá le indica que debe hacer silencio para permitir el descanso tras un largo y duro día de trabajo. Un silencio exigido como pago a una desatención sin malicia pero maliciosa. Mal hechos los deberes, acabada la merienda y saciado con la cena, Manuelito se apoya en la cuna y besa a su hermanita, ésta sí de la pareja. Se acuesta, se acurruca y sueña con su bici roja, la que le hace creer que cuanto más pedalee más rápido cambiarán las cosas. Ilustración 4: Boy and His Bike. Charlotte Mertz .

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ngeniero de profesión, Gerhard siempre había tenido aptitudes para el complejo mundo de las matemáticas y de la física. Desde muy pequeño le gustaba destrozar los bonitos juguetes que le regalaban, separarlos por piezas y quedarse un tiempo mirándolas y observándolas en el espacio. Analizaba sus tamaños, sus formas, sus diseños. Las colocaba en el suelo, las ordenaba, las apilaba, las encajaba e incluso las lanzaba intentando observar las trayectorias y sus efectos. Efectos que no solían ser positivos cuando aterrizaban en el cuerpo de algún niño menos dado a la investigación y cuyos llantos alertaban a una siempre histérica madre que conseguía que le quitaran sus preciosos tesoros y le dejaran sobre una sosa alfombra a reflexionar sobre sus aparentemente pueriles acciones. Pasó el colegio sin demasiados apuros y con unas notas poco llamativas. Al fin y al cabo, las materias suelen estar concebidas para fabricar mentes poco diversificadas y con un peso mayor en las lenguas y las humanidades que en aquello en lo que él hubiera realmente destacado. En la universidad se enfrascó por completo en sus propias creaciones, en sus propios diseños. Pasaba las horas realizando informes y pruebas, anotando sus observaciones y presentando sus resultados a profesores a los que admiraba, respetaba e incluso adoraba. Profesores que le alentaban a seguir con un trabajo que ellos mismos, desde sus mentes privilegiadas, aplaudían y envidiaban. Ya con su título bajo el brazo, quedaba dar el salto al mundo laboral. Estaba deseoso de encontrar un lugar en el que poder sacar lo mejor de sí mismo, de los materiales con los que trabajara, de los artilugios que pudiera fabricar y de las nuevas ideas que se apelotonaban en su cabeza pujando por salir y cobrar vida.

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Se desplazó a la capital, una urbe de enormes dimensiones y en constante ebullición plagada de sombras que caminaban ordenadas y que daban la sensación de estar siempre en el momento requerido haciendo lo que tenían que hacer. Un transeúnte le indicó qué dirección tomar para llegar a su destino. Se sentía inquieto y quizás por ello no dejaba de mirar su preciso reloj y de estirarse las mangas de la chaqueta. Se dio cuenta de que caminaba más rápido de lo que acostumbraba y con sorpresa, observó que se había mimetizado con el ritmo frenético que parecía acompañarlo todo. Por fin llegó al centro neurálgico de tan convulsa metrópoli donde se hallaba lo más selecto de la ingeniería, visible en cada pieza de mobiliario urbano, en cada medio de transporte y en cada aparato. Colosal, en el medio de la Gran Plaza se alzaba La Máquina, un impresionante complejo diseñado y construido tan técnicamente perfecto como todo cuanto se fabricaba en sus punteras instalaciones. Se sintió tan pequeño, como impresionado y radiante. Le pareció que estaba en el lugar correcto. Allí donde podría sentirse útil, satisfecho y realizado, poniendo su genial mente al servicio de sus conciudadanos. Tras pasar unos exhaustivos sistemas de seguridad le acompañaron a una habitación junto a algunos hombres y mujeres tan maravillados y asombrados como él. Les dieron sus correspondientes uniformes blancos con el logotipo de la empresa en unos tonos anacarados que cambiaban de color en función de la luminosidad de la sala. Tras la presentación del Equipo Directivo, con los grupos de trabajo conformados y las indicaciones dadas sobre su labor a desempeñar, cada cual se dirigió al cubículo que le habían asignado.

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En el suyo había unos cincuenta trabajadores de entre los cuales le llamó la atención uno en particular. Tenía unas gafas grandes que aumentaban el tamaño de sus ojos almendrados y unos labios finos y apretados que daban muestra del nivel de concentración al que todo su cuerpo estaba siendo sometido. Mirarla tan exhaustivamente, como a una de sus piezas de juguete, hizo que ella levantara la mirada y acto seguido le sonriera. Dejó lo que estaba haciendo y se dirigió hacia él, no sin antes acondicionar su espacio de trabajo de forma tan meticulosa y organizada como el pelo trenzado que le enmarcaba el lado derecho de la cara. Se presentaron, alabaron mutuamente sus currículos y se estrecharon la mano como quien realiza un ensamblaje. A partir de ese día, Gerhard se levantaba, iba al trabajo y realizaba las funciones que se le requerían tan perfectamente como se esperaba de él. Pero algo ocurrió uno de esos días en los que todo parecía estar como siempre, sin estarlo. Uno de los trabajadores se había puesto enfermo y le tocaba a él sustituirlo. Tenía que inspeccionar la máquina, controlar las presiones, apuntar los niveles de fluidos, calibrar los ejes y ajustar las piezas, entre tantas otras directrices, según el protocolo que le habían proporcionado. Fue siguiendo los pasos hasta que encontró algo raro. Algo que extrañamente podía ser perfeccionado y tan obvio que hasta un niño podría haberse dado cuenta. Un ajuste que de ser realizado, podía significar una mejora de consecuencias altamente beneficiosas.

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Sin más dilación corrió hacia su supervisor y le entregó el informe con sus conclusiones y alertas. El hombre bajito, regordete y con coronilla, lo miró sin apenas prestarle atención. Gerhard no entendía cómo alguien podía tener en sus manos un documento como ese y ni tan siquiera pestañear. El supervisor rasgó la hoja, le devolvió la delgada carpeta y le instó a completar el informe siguiendo las pautas que le habían dado. Gerhard no podía creerlo. ¿Acaso era posible? Con la seguridad de que no había dado con el eslabón adecuado, volvió a redactar su informe y se lo enseñó a cada uno de los compañeros que había en planta para contrastar sus opiniones. Pero todos le hacían el mismo poco caso y le demostraban el mismo poco interés. Desesperado, creyó que lo mejor era compartir sus datos con Rachel, a quien esperó a la salida para ir juntos a comer. Pero mientras él le demostraba su desesperación ella simplemente se entretenía troceando los alimentos en polígonos casi regulares colocando tenedor y cuchillo a modo de disección. Cuando por fin se dio por vencido ella suspiró, realizó con su servilleta cuatro dobleces perfectas y le dijo que hiciera caso de lo que le habían dicho. Recogió su bandeja, ajustó su trenza y se retiró con tanta tranquilidad y confianza como preparaba sus espumosas mezclas. Su mundo se vino abajo. ¿Cómo podía ser que aquellos hombres tan brillantes, que aquella mujer fascinante, no hicieran nada ante semejante evidencia?

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Le costaba conciliar el sueño. No podía dejar de pensar en que un ajuste tan pequeño pudiera significar una mejora tan grande y que aún así, nadie quisiera tomar cartas en el asunto. A la mañana siguiente colocó una copia de su informe en uno de los sobres con el membrete de la empresa y le pidió a una de las oficinistas que lo gestionara como documento de máxima urgencia. Le dijo que era de vital importancia que llegara a manos de la Dirección en el menor tiempo posible y con la máxima seguridad de entrega. Algo más aliviado y con la sensación de haber cumplido como pieza esencial de la maquinaria, marchó a su apartamento esperando con impaciencia que todo quedara resuelto. Eran ya las dos de la tarde. Rachel estaba frente a su bandeja iniciando una nueva operación a corazón abierto, separando con precisión suiza los hidratos de los lípidos y colocándolos a un lado y otro del plato. Algo de lo que le había dicho su compañero sí retumbaba en su cabeza. Se acordaba de cuando también ella había querido plantear soluciones, arreglar errores y estableces mejoras. De la rabia e impotencia que había sentido al no ser escuchada, ni siquiera atendida. Se acordaba del desprecio a su trabajo, a su mente y a los principios que la habían llevado a desear ese trabajo. Alguien se había sentado frente a ella y la observaba como quien entra por primera vez en la escuela. Rachel ni siquiera levantó la cabeza. Su mente había vuelto a despejarse y ya sólo pensaba en el preparado que tenía que elaborar con sus preciosos y precisos aparatos. ¿Gerhard? Era raro que no hubiera venido. -Estará enfermo. Se tranquilizó.

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Ilustración 5: Sociedad enlatada. Lorenzo Quinn.


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ecostada sobre la madera grisácea de un antiguo escritorio, se hallaba aquella muchacha de finos miembros que languidecían hacia sus extremos, rematados por unas manos suaves y gráciles y unos pies que se asomaban tras el vestido de gasa que la cubría. Desde lo más profundo de su alma surgió la necesidad de despertar, de volver a él, de acariciarle con sus incorpóreos dedos, de sentirle junto a su cuello, de hacerle nuevamente suyo y de pertenecerle por entero. En la penumbra ahora sólo se distinguían su blanco cuerpo y el del violín que acunaba entre su mentón y un hombro desnudo. El sonido del arco al rozar sus cuerdas impregnó la habitación de emociones. Se movían como una pareja de amantes bailarines tan extasiados por su amor como por el propio baile. Sus muslos se dejaban entrever cada vez que se balanceaban y sus labios se apretaban con cada giro que daban. Cada nota emanaba una energía especial capaz de transformar cuanto había entre esas cuatro paredes. Desde el lamento al desgarro, desde la dulzura al danzarín jugueteo entre sus cuerdas y sus dedos. Y así se compartían el uno al otro hasta que exhaustos y satisfechos se daban permiso para abandonarse, de mutuo acuerdo, hasta un próximo y deseado reencuentro. Y es que, a veces, las emociones más bellas son aquellas que nunca escapan de la habitación que las encierra.

Music recommendation: Granuaile's Dance by Mairead Nesbitt

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ra un niño mofletudo, de ojos pequeños, redondos y oscuros; de nariz respingona y cabello color zanahoria herencia de algún pariente celta.

Cuando se sentaba, tres anchos pliegues en su jersey de rayas delataban que no era niño de privaciones. Solía repasar sus labios con ayuda de una trabajada y disciplinada lengua que barría circularmente cualquier resto de chocolate, mantequilla, mermelada o salsa, cualesquiera que ésta fuera. Calzado siempre con sus sucias y apreciadas zapatillas, corría de un lado a otro lanzando objetos, persiguiendo lagartijas y vociferando como un despavorido para terror de los niños de su edad, que ya lo consideraban el Al Capone del barrio. Era bruto a no poder más. Cualquiera de sus movimientos implicaba algún destrozo, voluntario o fortuito, pero siempre aparatoso. Como tantas otras veces, después de escuchar largo rato los gritos de una progenitora cansada ya de reprenderle y de excusarse ante los vecinos, saltó la verja del patio trasero dispuesto a atrapar a algún sapo despistado o a construirse una balsa con todas las ramas que consiguiera colgándose de ellas como un mono salvaje y destructivo. No estaba molesto ni enfadado, ni rabioso ni apenado. Cuanto le decían era una cantinela para sus oídos y dado que no se esforzaba en hacer lo que hacía, sino que estaba en su propia naturaleza, se podía pasar el día haciendo infantiles fechorías sin el más mínimo remordimiento. Un ruido a varios pasos de él, fue la salvación para la mariposa que desde hacía un buen rato atolondraba con uno palito puntiagudo, de esos que solía guardar en sus tenebrosos bolsillos.

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Con la perspicacia del cazador que intuye una presa mayor, giró rápidamente como una peonza y clavó su mirada intentado calibrar a qué debía atenerse. Volvió a escuchar el crujido de las hojas que yacían secas en el suelo y entonces divisó lo que parecían dos orejas algo peludas que se movían por separado como si buscaran una frecuencia de radio. Se quedó congelado. Su padre le había dicho muchas veces que irían a cazar ciervos, pero nunca llegaba el momento; así que él simplemente soñaba con ellos y con el día en que poder abalanzarse sobre uno y tumbarlo al suelo. El inocente cervatillo estaba tan lejos de los iguales que le habrían advertido de tan desafortunado encuentro; como nuestro amigo de aquellos que hubieran podido frenar las locuras que empezaban a formarse en su cerebro. Tan pronto el chico agarró una piedra, el animalillo pareció desvanecerse ante sus propios ojos. A partir de ahí se inició una auténtica cacería digna de los mejores depredadores. Se arrastraba por el fango, se escondía tras los troncos más gruesos y hasta contenía la respiración cada vez que se encontraba más cerca de su objetivo. Lleno de barro hasta el cuello que su madre había planchado con tanto esmero, con el pelo ensortijado y cansado de tan esforzada e inocua persecución, se dejó caer sobre un tocón casi dispuesto a tal efecto. No podía creerse haber fracasado. Estaba agotado, frustrado y hambriento, tan ensimismado con su derrota que no se había percatado de que el motivo de sus males se hallaba a unos prudentes pasos frente a él, observándolo con tanto interés como cautela. Sólo tras unos minutos se dio cuenta de su presencia, pero ya no le quedaban restos para continuar, a pesar de que quería.

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Con las puños menos apretados que de costumbre, apoyados sobre unas rodillas arañadas y llenas de moretones, intentaba recobrar el aliento. Con cada incontrolada inhalación el delicado animal se iba acercando, como si un hilo invisible fuera tirando de él. Llegó hasta sus pies oteando cada hebra de la húmeda hierba que les conectaba superficialmente. Una sensación extraña recorrió el cuerpo del chiquillo. Algo que nunca antes había experimentado. Comprendía que por primera vez dejaba que se le acercaran sin más anhelo que el de sentirse acompañado y que el mismo cansancio le había dotado de una fragilidad de la cual, hasta ahora, nadie se había percatado. Entendía que había equivocado la estrategia, el proceso y la meta. No se trataba de perseguir y molestar aquella pobre criatura para hacerla suya sino, precisamente, de dejarla tan libre que sintiera la necesidad, la curiosidad, de llegar hasta él. Con su temprana edad había percibido mucho más de lo que muchos adultos consiguen aprehender en toda su vida; que a veces es más efectivo sentarse al lado de alguien a compartir un momento, que atosigarle con nuestros propios deseos. Que es más agradable para el que Ilustración 6:Return to inocence se acerca sentirse en pleno by Alexandr Milov. derecho de tomar sus propias decisiones, que verse perseguido por las de quienes le acucian. Que mejor que lanzar consejos e imponer voluntades es permanecer junto a quien nos importa dejando que se exprese, a su manera y libremente.

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oeta vocacional, equilibrista de profesión, Gerardo desempolvaba sus manos y colocaba, cuidadosamente doblado sobre una repisa, el traje que generación tras generación había sido entregado en estricta línea sucesoria. Con la complexión propia de un hombre con sus habilidades y un fuerte y prominente mentón, era una de las atracciones más requeridas tanto por los niños como por las jovencitas que veían en él la culminación de todas sus aspiraciones. Le apasionaba lo que hacía. Desde allí arriba, el mundo quedaba literalmente a sus pies. Podía sentirse grande, admirado y deseado. Controlaba su elemento y eso hacía del espectáculo una auténtica de mostración de magia y embeleso. Pero en tierra firme, nada era igual. Toda su seguridad se venía abajo y era incapaz de desarrollarse con normalidad, como cualquiera de los espectadores que poco antes le habían considerado un ser no de este mundo. Precisamente esas inseguridades eran las que hacían que no se despegase de la moneda de plata que deslizaba entre sus dedos de forma frenética. Cada vez que tenía que tomar una decisión la lanzaba al aire esperando encontrar la respuesta a sus plegarias o la indicación adecuada para decantarse por una manera de proceder u otra. Rose, la contorsionista, lo miraba de soslayo sin creerse que todavía no le hubiera pedido salir. Le gustaba, pero necesitaba que fuese él el que diese el primer paso, así que se conformaba con menearse por delante de sus cristalinos ojos para desesperación del fornido y aturdido Gerardo.

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Era día de cobro y por tanto, un buen día para todos los trabajadores del circo. Para todos menos para nuestro protagonista, que se debatía en su camerino como tantas otras veces, incapaz de decidir si dar el paso que pretendía o no. Quería pedir un aumento. Creía que se lo merecía y que el tiempo que llevaba, lo justificaba. Le parecía que era la mejor manera de ampliar sus escasos ahorros y poder así, algún día, garantizarle un porvenir a la mujer de esbelto y elástico cuerpo que aparecía en todos y cada uno de sus sueños. Lanzó la moneda tan alto como pudo, quizás pensando que a más recorrido mejor resultado. Parecía claro, sí, tenía que hacerlo. Armado de un valor que no tenía fue a recoger su sobre. Barnie le esperaba con su acostumbrado puro dejando que comida y cenizas se entremezclaran como si estuviera espolvoreando con azúcar glas un delicioso postre. Gerardo le dijo lo que tenía entre manos titubeando y casi con un silbido por voz. El capataz lo miraba divertido pensando que aquel infeliz no le importaba más que cualquiera de los ridículos artilugios que se amontonaban sobre su mesa. Con una sonrisa torcida, le espetó que no eran buenos momentos para el circo y que, plantearle aquella egoísta petición, en la situación en la que se encontraban, le hacía pensar si realmente era digno del puesto que tenía. Sombra y hombre salieron del recinto más descompuestos de lo que habían entrado. Ciertamente, había sido una mala elección. Al ver la luz encendida en la tienda de Nimo el Mimo, creyó que podría hablar con su amigo de la infancia y contarle lo ocurrido, hablarle de sus proyectos y quizás iniciar juntos unos nuevos, como siempre habían querido.

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Volteó la brillante moneda, la posó sobre su mano como una paloma mensajera y tras mirarla con cierta desilusión, prosiguió su camino. Era final de temporada y el circo se marchaba a alegrar con sus espectáculos nuevas calles y plazas, con el éxito acostumbrado. Todos recogían apresuradamente, como quien cree que le esperan con impaciencia en otro lado. Rose recolocaba sus rizos y los adornaba con pequeños broches con forma de mariposa, arreglaba los flecos de su vestido y preparaba su maleta con esmero. Se iniciaba para ella un nuevo mundo lleno de oportunidades. Había recibido una carta de un familiar lejano y con ella la invitación a formar parte de una pequeña pero solvente compañía de teatro en la que además de sus actuaciones podría cantar y bailar como tan bien sabía. Se despidió de todos entre abrazos y llantos. Radiante y feliz como hacía tiempo que no se sentía se acercó a Gerardo, lo besó tiernamente en la mejillas y tras explicarle el inminente futuro al que se dirigía le alentó a dejar tras de sí cualquier cadena o atadura; como ella en ese momento hacía. Ya estaba todo en los correspondientes carromatos cuando Gerardo lanzó nuevamente su moneda, desesperado, ante la posibilidad de ir tras ella. La condenada moneda volvió a caer, ahora sobre el desértico arenal, quedando sostenida sobre su delgado perfil. De una patada Gerardo la lanzó tan lejos como hubiera querido lanzar la cruz que tantos años le había maldecido. Ilustración 7: Lorenzo Quinn’s Sculpture.

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e gustaba mirarla. Penetrar en ella a través de sus ojos y de su alma. Notar cómo la quería con cada una de las palabras con que la agasajaba y que como caricias se deslizaban por su espalda. Sentir cómo la deseaba desde lo más profundo de su ser. Despertar con su nombre prendido a los labios y con su aroma impregnado en la piel. Pensar en ella durante el día y tenerla presente al anochecer. Seguir sus pasos, acompañarla, besarla y tenerla. Abrazarla, sentirla, atraparla. Gozar de cada minuto con ella, de cada hora pasada, de cada instante por llegar y de cada experiencia por vivir. Escucharla, conocerla, admirarla. Entregarse a ella, ser su bálsamo, su sustento, su alcoba y su techo. Llenar su copa, servirle de apoyo, tenerla en sus brazos, estrecharla contra su pecho. Seguir sus pensamientos, perseguir sus deseos, ofrecerle sus versos. Cantar para ella, bailar para ambos, caer extasiados. Ser su compañero, su amigo y su fiel escudero. Su caballero, su cayado, su abrigo, su dueño. Rendirse ante sus virtudes, calmar sus desvelos. Encender su llama y apagar sus miedos. Dormir a su lado, guardar sus secretos, curar sus heridas, ahuyentar sus recelos. Pasión, ardor, deseo. Amistad, cariño, consuelo. El amor es algo complejo que bien vale el esfuerzo de ser plasmado sobre el amado lienzo. "Puedes olvidar a aquél con el que has reído, pero no a aquél con el que has llorado" Khalil Gibran

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amelia odiaba su pelo. Lo estiraba con rabia, lo recogía con odio y lo miraba con todo el desprecio de que se veía capaz. De haberse atrevido, lo hubiera visto arder gustosa. Sólo la imagen de verse como una antorcha, la disuadía de tan drástica y descabellada idea. No quería salir ni pensar en otra cosa que en una solución para su infinita desdicha. Lo había probado todo, pero nada podía con aquel esperpento que se había apoderado de su cabeza. Pasaba de las blasfemias, al llanto y al desconsuelo. Gimoteaba ante el espejo y hundía sus aflicciones entre cojines, almohadones y lamentos. Vivía odiando al mundo y así misma. Cuántas veces había deseado despertar y que los problemas, su problema, hubieran desaparecido. Pero no había manera. Cada día, cada mañana, ahí estaban imponiendo su voluntad. Del derecho o del revés, aquello no tenía arreglo. Así que un día, se armó de valor y abrió la puerta en cabellos como quien se obliga a sacar su propia basura y complejos. La luz cegó sus ojos por momentos. Siguió caminando y acelerando el paso intentando, quizás, dejarlos atrás. Quería que el viento los arrastrara con fuerza y que pareciera que no le pertenecían ni a ella ni a su melena. De pronto, una mujer con un sombrero en la mano, la detuvo. Sintió como una aguja la traspasaba por entero y se hundía en su corazón y en los esfuerzos que había puesto en superar sus más temidos miedos. Corrió y volvió a su encierro, detestando a la mujer y a su sombrero. La pobre vagabunda, con frío, hambre y sin techo, sintió pena de la muchacha y de sus compartidas desgracias.

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ra la mejor manera de acabar por fin la carrera y completar los créditos que le faltaban, así que se apuntó como voluntaria a uno de los tantos proyectos que ofrecía la Universidad.

Era su primer día y estaba algo nerviosa. Entró en la habitación. La luz iluminaba por completo la estancia y desde la ventana se podía ver el jardín cuidadosamente ribeteado de rosas de todos los colores. Sobre la cómoda se erguían unas viejas fotografías y un jarrón de porcelana azul. Las paredes estaban empapeladas en un tono ocre que contrastaba deliciosamente con el marrón chocolate de las cortinas y de los muebles. Saludó cortésmente a la que sería su compañera de charlas durante los siguientes cuatro meses. Suzanne tenía ochenta y tres años; tantos como su arrugado cuerpo y sus desgastados ojos y algo de mal carácter propio de la edad. También la acuciaban algunos achaques inevitables que había sabido sobrellevar; como la sordera que no le impedía, sin embargo, escuchar la radio y disfrutar de sus sintonías preferidas. Ni a ella ni a los compañeros de habitaciones contiguas que a veces se quejaban de lo alto del volumen. Llevaba un camisón de rayas verticales que según ella le favorecían. El pelo, todavía con algunos bucles casi infantiles, tenía un color plomizo muy parecido a un día que amenaza con tormenta. La invitó a sentarse cerca de ella, en el orejero que había al costado de su cama.

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Cristine no sabía cómo iniciar la conversación. Se suponía que tenía que hacerle compañía y estar por ella, pero no se le ocurría cómo empezar a hablar, ni de qué. Suzanne le allanó el camino. Le preguntó por qué estaba allí y cuánto tiempo se quedaría. La interrogó sobre su edad, sus gustos y sobre si se veía capaz de estar con una vieja tanto tiempo sin aburrirse ni hartarse. La joven se quedó sorprendida de lo directa que era y de lo bien que hablaba. Fue contestando a cada una de sus preguntas e intentando establecer un diálogo fluido y ameno. La verdad es que no lo había pasado mal. Pensó que podría hacerlo y que había sido una buena elección, que acabaría sus estudios a tiempo y que no tendría que elaborar complicados trabajos, exposiciones, ni presentar proyectos. Se había asegurado, por unas cuantas horas, la posibilidad de pasar un cuatrimestre mucho más relajada que los anteriores. Pasó el primer mes y en ese tiempo establecieron una muy buena relación. A Cristine le gustaba escuchar sus historias. Algunas divertidas, otras dramáticas, pero siempre interesantes. Era como leer un relato cada día y tener ganas de volver para saber lo que ocurriría en el siguiente. Pasó el segundo mes. Cristine se anticipaba a los finales de algunas anécdotas que la anciana le repetía y se reían como si las hubieran compartido en el mismo momento de sus vidas. Semanas después, Cristine le recordaba lo que ya le había contado para no tener que volver sobre los mismos circunloquios.

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Transcurrían las tardes y, cada vez más, lo que antes había sido casi un entretenimiento se tornaba ahora una obligación. No es que le desagradara ir, pero el hecho de escuchar las mismas historias una y mil veces, empezaba a cansarla. Suzanne era mayor, pero ¿por qué no podían hablar sobre temas nuevos? ¿Por qué volver siempre sobre las mismas situaciones, bonitas o dolorosas, y recrear nuevamente emociones tan lejanas, en vez de vivir nuevas experiencias y desarrollar su mente en el momento actual? Ahora sentía que visitaba a una mujer vieja sólo porque tenía que acabar la carrera. Finalizó el curso y con él sus visitas al hogar de ancianos. Se despidió amablemente con un ramo de azucenas y un bonito camisón que había envuelto con papel violeta, el color preferido de Suzanne. Contenta con su triunfo, Cristine se engalanó realzando todos sus encantos e intentando estar lo más guapa posible en una noche tan especial. Había quedado con casi todos los amigos de la Universidad para festejar su graduación y estaba pletórica. Tantos años y por fin había llegado aquel momento crucial. Risas, abrazos, juerga y baile. Lo estaba pasando de maravilla. El chico que le gustaba no dejaba de mirarla y muy probablemente le pediría salir. Todo era perfecto. Digno recorte para guardar en su diario. La gente empezó a despedirse, quedando ella y sus mejores amigas. Empezaron a hablar e indefectiblemente a recordar su niñez. A contarse las anécdotas vividas juntas, a repasar las travesuras, los enredos, los chicos y las fiestas. Todo empezó a quedar en un segundo

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plano, mientras empezaba a pensar sobre aquello mismo de lo que estaban hablando. Ella había estado en esas situaciones. Todas las chicas. Sin embargo se las contaban como si fueran nuevas. No a modo de recuerdo sino atrayéndolas al presente para volver una y otra vez a opinar sobre ellas. Se daba cuenta de que si cinco años después se encontraban, volverían a tocar los mismos temas y a hacer las mismas gracias. La sonrisa de Suzanne hablando de su marido le vino a la mente así como la mueca cuando hablaba de la guerra o las lágrimas cuando le describía a su hija.

No era senilidad lo que hacía que Suzanne le contara siempre aquellos retales de su vida. Todos y cada uno de nosotros recolectamos a lo largo de la nuestra, apenas un centenar de experiencias, de momentos, que nos marcaron y que supusieron un hito, una huella, como cada anillo de los que quedan grabados en el corazón del árbol. Y cuando nos hacemos mayores, lo único que nos queda es acogernos a esos recuerdos porque en realidad, son los únicos que tenemos. Si todos comprendiéramos eso, quizás tendríamos más paciencia con el niño, con el adulto y con el abuelo.

Ilustración 8: Original Drawing "Thanks for all" by Lisette Durán.

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e levantaba con la incontrolable emoción de volver al trabajo. Se ponía su mono azul y una camisa de cuadros con las mangas bien dobladas hasta los codos. Ajustaba sus botas y se calzaba las gafas. Desayunaba algo de pan con mermelada y un poco de zumo de naranja, fresco y recién exprimido. Recogía la sala y dejaba la cena preparada. Se iba al taller que tenía en la parte inferior de la casa, bajando cuidadosamente los empinados escalones, y colocaba sus herramientas como un pintor sus pinceles. Era alfarero y le apasionaba su arte. A sus años, todo cuanto había amado ya se había marchado, excepto su torno y su barro. Con la ventana abierta de par en par para que el aroma primaveral envolviera cada rincón, recogía cuidadosamente la cantidad justa de materia como si del inicio de una nueva forma de vida se tratara. La mojaba y la amasaba con ternura y firmeza, consiguiendo una pasta moldeable y perfecta. La suavizaba con sus dedos y la devolvía, ahora ya sí, al lugar que le pertocaba. La veía girar como a una bailarina mientras le daba la forma caprichosa que ella misma le rebelaba. Desde la base hasta lo más alto contorneaba su cuerpo y le daba la prestancia merecida. Podía pasarse horas y, de hecho, las pasaba. Una y otra vez el mismo procedimiento y con las mismas ganas. Cuando quedaba terminada, allí la dejaba. Su musa, su obra y su esclava. Se iba a dormir con la conciencia tranquila. Tenía la convicción de ser un hombre inmensamente feliz y afortunado por tener un propósito y una razón por la que hacer lo que hacía.

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Al día siguiente, y cada uno de los posteriores, el alfarero realizaba las mismas acciones, del mismo modo y con los mismos impulsos; mientras en el taller, igualmente y de forma increíble e inexplicable, volvía a yacer, recostada sobre el torno, tan sola, tan desesperada, como si no hubiera recibido ninguno de los amorosos mimos de la jornada anterior. Castigada, destrozada, desecha, esperando que el alfarero volviera a conquistarla como si jamás antes se hubieran visto. Como si nunca se hubieran conocido. El alfarero nunca desistía e incluso, lo comprendía. El tiempo sin estar juntos alargaba la distancia entre sus corazones y el no verse, los desgarraba hasta volverse otra vez, nada. Él volvía a recolocarla, a tenerla entre sus manos y a darle forma. La misma, diferente, pero siempre con el mismo cariño y el mismo sentido. Una bonita relación tan intensa como efímera. Uno de esos amores que necesitan de cada minuto para ser confirmados, que requieren de todas las atenciones y cuidados. Una de esas uniones perfectas que mientras se mantienen juntas y en contacto, se buscan y se comparten y cuyos lazos se estrechan cuanto más cerca están cada una de sus partes. Una conexión tan delicada, frágil y artesanal, como la pieza de barro que una vez al calor continuo de las llamas por fin se vuelve constante, segura y estable.

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aría vivía en el tercer piso de un edificio sin ascensor. Uno de esos, uno de tantos; sin más característica diferencial que las dos plantitas medio marchitas que se asomaban fútilmente por el balcón. Se levantaba a las seis de la mañana y se dirigía a la cocina entre bostezos y murmullos, recogiendo a su paso los vestigios de un padre de familia y de un hijo para los que el orden no era una prioridad. Se servía una taza de café con leche, extra largo, de esos que sientan mal sólo verlos y, con la cuchara amenazando su ojo derecho todavía a medio abrir y con su pulgar a medio ahogar, tragaba aquel brebaje como quien se toma un jarabe para curar sus males. Se vestía, se peinaba y marchaba rauda a la parada de autobús tan abrigada que sólo se veían un par de rizos y unos ojos como botones. Le dolían las caderas, la espalda, la cabeza y las piernas, pero no había otra. Tenía que seguir limpiando, fregona en mano. No era mucho lo que ganaba a pesar del dinero que sí tenían las empresas o personas que la contrataban. Lavaba con esmero ventanas, encimeras y suelos y enjuagaba la bayeta con el convencimiento de que no había visto todavía, la que consiguiera absorber todas las lágrimas que, de poder, derramaría incluso sin saber bien por qué. Llegaba a casa después de otra hora de autobús. A pesar del agotamiento, como buena hija del sur, se despachaba con las vecinas a voz en grito siempre al acecho de algún cotilleo, de alguna historia que se le hubiera podido pasar o de algún futuro acontecimiento del que creía que debía enterarse. Por la tarde, salía a la compra y llenaba el carro de lo mejor del mercado. Saciaba su malestar gastando en lo único que sabía que el marido no le reprocharía; aquello de lo que él mismo pudiera disfrutar.

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Después de preparar la opulenta y cara cena, esperaba a que sonaran las llaves del esposo girando en la cerradura, aún conocedora de que la pesada puerta no era el obstáculo que hacía ya tiempo que les separaba. Como amaestrada para ello, esperaba en el centro del comedor a que el marido concluyera el ritual de llegada, siguiéndolo con una mirada tan perdida como ella. Miguel guardaba en un cajón los montones de recibos y sobres sin abrir, enviados por bancos que le cobraban y penalizaban con cada retraso en los pagos, aumentando así, mensualmente, su deuda y su condena. Se quitaba el mono de trabajo y se ponía ropa de estar por casa, se aseaba y se sentaba a la mesa sabiendo que allí siempre habría buena comida de la que hacer alguna gratuita apreciación de mejora. María se colocaba a su diestra, para no interferir entre el hombre y el televisor. Le contaba su jornada con gran entusiasmo, con su inconfundible acelerada voz y su acento andaluz, mientras él le reía las exageraciones y la acallaba cuando empezaba a preguntarle y a hacer sus reiteradas investigaciones. El partido no era especialmente bueno, pero incluso habiéndolo sido, él no le hubiera prestado demasiada atención. Su cabeza estaba inmersa en las dificultades económicas que desde siempre habían sobrevenido a la familia. Era de ese tipo de personas que aún viendo el problema de lejos, no sólo no buscan la solución o se preparan para lo que pueda venir, sino que se echan las manos a la cabeza y cierran los ojos intentando sobrevivir al temporal. Sin embargo, quizás precisamente por ello, había conseguido llegar hasta donde estaban, trampeando como podía, pidiendo adelantos, solicitando créditos e incluso jugándoselo a las cartas.

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Aunque dormían el uno junto al otro, cada uno sufría en su lado de la cama como si sólo compartieran la costumbre y la sábana. Miguel no podía reprocharle nada, ni su ajada feminidad ni sus descuidados gastos, ya que eran la justificación que se daba para sus vicios y dedicación al trabajo. Ella le perdonaba, le disculpaba; se acurrucaba y se tomaba la pastilla que escondía sus lamentos y la hacía parecer feliz como al payaso que, aunque triste, no deja nunca de sonreír. Puerta con puerta vivía Rosana, una muchacha tan lista como poco agraciada, como suele pasar en estos casos. Había estudiado derecho, pero su vida parecía torcerse, cada vez más, a medida que crecía en edad. Desde muy joven había soñado con ayudar a los desvalidos gracias a un buen dominio de las leyes y de la palabra, pero desde que había empezado a ejercer sentía que no sólo no había tratado con casos de su interés sino que, cuando creía que algunos de ellos respondían a sus ideales de justicia, algo hacía que se desmoronaran y, o bien los perdía o no acababan siendo lo que creía, de modo que volver a sobreponerse tras la frustración era cada vez más difícil y cansado. Tenía tantos intereses y pasiones que a pesar de no estar especialmente dotada, disfrutaba de cualquier disciplina y arte. Sin embargo, esa misma facilidad para todo, sin excelencia para nada, hacían que se lamentara por no entregar al mundo nada suficientemente bueno, nada suficientemente digno, para los esfuerzos y empeño que ponía en todo cuanto hacía. Compartía piso con un chico alto y desgarbado con pinta de informático, sin serlo. Le gustaba Rosana desde hacía tiempo, pero ella ni siquiera parecía intuirlo a pesar de que él creía haberle dado claras muestras de ello. Se acaloraba por las noches sabiendo que era

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un sueño imposible. Ella siempre le había tratado como a un amigo y era difícil que eso cambiara si no podía ofrecerle algo más de lo que ya compartían en vivencias y espacio. Había intentado ahorrar, quería llevarla de viaje a alguno de los lugares que ella misma pintaba, quería comprarle bonitos regalos y darle la tranquilidad que parecía que le faltaba. Pero tenía que cuidar de su madre enferma y con los gastos de la residencia y los medicamentos, el piso y las facturas, poco podía hacer para plantearle un futuro juntos. La ansiedad hacía que sus dedos parecieran de guitarrista, sin serlo. En el quiosco, frente al portal, Julián acomodaba las revistas y los periódicos. Repasaba los titulares, se lamentaba por los desastres y maldecía a las palomas, que hacían de las revistas magazines en blanco y negro. En su cabeza retumbaban las palabras de sus dos hijas, a cada cual más neurótica, reprochándole que no había sido el padre que merecían. Había empezado a los seis años a trabajar en la pañería del pueblo y desde entonces había pasado por todo tipo de empleos sin dejar nunca de llevar dinero a casa. Había querido a su esposa todo lo que un hombre rudo como él podía demostrar y se había comportado de la mejor manera que había sabido, estando por sus hijas cuando podía y dándoles cuanto necesitaban. Ahora, esas mismas niñas le decían que no había sido suficientemente cariñoso y atento, que no las había llevado a los sitios que ellas habían deseado ni les había comprado los caprichos que con tanto ahínco le habían pedido. Sin entender bien la razón, habiéndose comportado igual que todos los hombres de la familia, generación tras generación, se hallaba frente a su pequeño negocio cavilando sobre sus posibles desatenciones, vacilando sobre las decisiones tomadas y calibrando la posibilidad de

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que estuvieran en lo cierto y realmente él fuera el culpable de las heridas de las que ellas se quejaban. Un sudor frío le recorrió el cuerpo leñoso y desgastado. Notó que el corazón se le aceleraba y que un ligero cosquilleo se apoderaba de sus piernas. Podía ser que tuvieran razón y eso, le posicionaba en un lugar en el que no deseaba estar. No se las daba de gran conocedor de la vida aunque se había curtido bien en ella y, sin embargo, veía tan lógico que cada cosa estuviera en su sitio simplemente porque debía estarlo, que cualquier variante debía ser por fuerza, un equívoco de la naturaleza. Le parecía que los padres deben querer a sus hijos y estos, a su vez, sentirse agradecidos, del mismo modo que la noche es noche y el día es día. Nuevamente su temperatura corporal cambió, lanzó un suspiro desde lo más hondo y se dejó caer sobre el pequeño taburete que a duras penas pudo aguantar el peso de aquel pobre hombre cuya incomprensión, dolor y temor al deber no cumplido parecían haber herido de muerte. Como un poste de luz, en medio de la plaza, Ricardo releía sus anotaciones. Con el portafolios en una mano y el bolígrafo en la otra, miraba y repasaba cómo realizar un cuestionario sin predisponer al individuo con palabras que pudieran sugestionarle. Le encantaba estar en la Universidad y aún más, estudiar psicología. Le parecía fascinante conocer la mente humana y adentrarse en sus complejidades. Después de unas dos horas y media, más o menos, dio por terminado el trabajo. Ninguna de las respuestas eran, a su entender, digna de mención. Todos a los que había entrevistado, se sorprendían,

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contestaban vaga e imprecisamente e incluso, se turbaban ante determinadas cuestiones. Hasta el momento había preguntado a unas veinte personas, en edad de trabajar, de ambos sexos y con diferentes profesiones y ocupaciones. Amas de casa, obreros, una abogada, un estudiante y hasta un quiosquero, entre otros. Marchó a casa para volcar la información en sus cuadernos y empezar a elaborar gráficas y tablas. Era algo laborioso, así que prefería hacerlo cada día después de ir a la plaza. Mientras él trasladaba las palabras en barras, puntos, líneas y porcentajes, cada uno de los entrevistados seguía pensando en las preguntas que les habían hecho y en las respuestas que no habían dado. Quizás la última era la más chocante, la que habían eludido de una forma u otra. La que habían enterrado bajo frases inconexas sin atreverse a revelar sus verdaderas impresiones, muy probablemente, por no oírse a sí mismos aceptando algo tan desquiciante. - ¿Qué es para Ud. la angustia? ¿Angustia? Angustia es la vida misma, habrían respondido. Ilustración 9: Image from-The Soul in Anguish: A Depth Psychological Approach to Suffering. By Lionel Corbett.

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on sus patitas peludas y estiradas, Dolly retoza en el campo bajo el sol de primavera. Se vuelca sobre su joven lomo y gira de izquierda a derecha como rebozándose, sobre las mismas hierbas húmedas que le tiñen el pelaje. Olfatea con su suave hocico los hormigueros y huecos de los árboles y se para muy derecha sobre cualquier montículo como si del mismísimo caballo de Napoleón se tratara. Se ha escapado otra vez para acercarse a la granja de al lado, donde una vieja radio hace sonar a todas horas sus canciones favoritas. Esas que canta una artista con el pelo tan mullido como el suyo y que le ha dado un nombre digno con el que llamarse, no como el número que pretenden grabar en su frágil cuerpito. Sabe que a su involuntario pero obligado regreso le esperan reproches y azotes, pero también, que merece la pena correr el riesgo. Juguetea feliz mientras puede, brinca, llena sus pulmones con el aire puro del prado e intenta recordar esas emociones para cuando la metan junto a las otras, en el establo, entre vallas y candados. El resto no la entiende. No saben por qué huye del hogar caliente y protegido, ni de la comida asegurada, y no creen que fuera haya nada por lo que vivir siempre tan hostigada. A medida que se hace mayor, más le pesan sus ya no tan delgadas patas y más le cuesta salir sin ser ajusticiada. En uno de los saltos se ha herido con un alambre y ahora el dolor no le permite disfrutar de la vida como antes. Cada vez soporta menos al amo, que le pega y amenaza. Maldice entre dientes a las sumisas que murmuran a sus espaldas y siente que no ha

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nacido para ser escarmentada por desear lo que las otras ni tan siquiera son capaces de imaginar y apreciar con sus cabezas de esclavas. Al día siguiente, vuelta a las andadas. Bajo la tormenta y sin encontrar otro cobijo, se agazapa junto a un cuerpo caliente del establo vecino. Se siente febril, pero prefiere no moverse e intenta no hacer ruido, porque no quiere que la encuentren. Por la mañana, el traqueteo de una camioneta la despierta. La hacen bajar enferma pero con fuerzas como para un último e inútil intento por abandonar su cruel destino. Stick, el odioso boyero australiano, le mordisquea los talones sin dejarla marchar y lanza sus despiadados ladridos aturdiéndola hasta hacerla rendirse y dejarse llevar. Las otras miran el espectáculo creyendo que está loca y se asustan porque saben lo que un mal tan contagioso puede depararles; así que cuando ella llega, las demás se apartan y la dejan sola. Triste, deshecha y con sus heridas curadas excepto las del alma, reposa sabiendo que, sin remedio, debe aceptar lo que le toca. Por la mañana, el hijo mayor de los Stein sale a comprar suministros al mercado, no sin antes ubicar bien al rebaño. La puerta queda abierta, Dolly la mira y da media vuelta. La vida la ha derrotado, las fuerzas se le han acabado y no encuentra sentido a luchar por algo en lo que con tanta pasión había creído, porque como todos dicen, ya ha madurado. Delante del cancerbero, marcha la número ciento noventa y cuatro derechita hacia el redil.

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e hallaba inmerso en sus pensamientos cuando alguien al otro lado de la puerta de titanio reforzado pareció quedar enganchado al interfono como una mosca en la miel.

-¿Sí…? -Dijo el Director de Asuntos para la Tranquilidad Ciudadana. -Lamento molestarle, Sr. Erthnel, pero se trata de un asunto de máxima urgencia. Un botón pulsado con vehemencia posibilitó que el enclenque individuo se adentrara en la sala. Sus ojos quietos y opacos no permitían saber el alcance ni la gravedad de los hechos, pero sin duda debía de ser algo importante si requería de su atención. -¿Y bien? ¿De qué se trata? -Lamento comunicarle, Señor Director, que no me está permitido ponerle al corriente todavía. Los acontecimientos son de una enorme trascendencia y obligan a las más estrictas medidas de seguridad y hermetismo. El Supremo Poder requiere su presencia en la reunión que está a punto de celebrarse. No se me permite darle más detalles hasta entonces, pero le ruego que se apresure. Erthnel dudó unos segundos. Como si le hubiera leído la mente, o quizás precisamente por ello, el individuo de traje metalizado añadió: -No se preocupe. Me he tomado la libertad de cancelar sus reuniones para hoy y de recoger sus enseres personales. Tiene su equipaje ya listo en la econave, así que deberíamos marcharnos ya. Erthnel se sentó en el asiento trasero con la preocupación de quien presiente que va a serle encomendado el destino del mundo.

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Clavó sus largos dedos en el asiento en un acto instintivo más propio de un animal que de un ser racional, habida cuenta de que la nave se deslizaba suavemente sin sensación alguna de sus maniobras para los pasajeros. Realmente se trataba de una de las grandes obras de la ingeniería moderna. Con cero emisiones nocivas para el medio y con una velocidad cinco veces la del sonido, lo establecido para vehículos de ciudad, ofrecía todo el confort y la seguridad deseables. Llegaron hasta lo que comúnmente era llamado como La Colmena, una esfera inmensa bañada en oro, suspendida a gran distancia del suelo gracias a tres aros concéntricos que giraban a su alrededor en perfecta sincronía y que la dotaban, además, de la energía suficiente como para que se desarrollaran en su interior todas las funciones necesarias para el mantenimiento, suministro y organización de la ciudad. Para Erthnel la visión no era nueva. Había estado allí en dos de los momentos más importantes de su vida, cuando juró el cargo de Director y en la redacción del Tratado de Paz Interespecies. La compuerta de la nave se abrió justo enfrente del pasillo por el que su acompañante se desplazaba a una velocidad inusitada. Le siguió hasta la sala de juntas, donde se hallaban los máximos representantes y altos cargos y que, casi al unísono, le saludaron cortésmente al entrar. El Comandante en Jefe fue el primero en hablar. -Buenos días de luz, Sr. Erthnel. -Buenos días de luz, señores. –Y se colocó en el único lugar vacío que quedaba. -Ahora que ya estamos todos, -continuó el Comandante, -les pondré al corriente de la situación. Tenemos un tiempo limitado para deliberar

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[Lisette Durán Gadea]

acerca del asunto que nos ocupa si no queremos que se convierta en una crisis todavía mayor, así que lo mejor será que les ponga en antecedente. Esta mañana llegó a mi despacho un informe de código arrebol del que les aseguro, me costó dar crédito. Tras leerlo solicité que se presentasen ante mí los dos testigos del incidente. Ambos aseguraron haberse puesto en contacto con las autoridades de inmediato y solicitaron, expresamente, que los datos, una vez descargados en la computadora sináptica, les fueran borrados para que no les causaran daños irreparables. He de confirmarles que se siguió el procedimiento estándar y que estos dos responsables ciudadanos están ya a salvo y de nuevo en armonía cósmica. He de advertirles que lo que ahora me dispongo a poner en su conocimiento también será eliminado de sus mentes para preservar su salud psicofísica una vez consigamos dar con la solución al paradigma que se nos plantea. Estaban nuestros conciudadanos –prosiguió- realizando sus tareas de costumbre, cuando el más joven de los miembros de su comunidad, -el comandante pareció quedarse todavía más pálido de lo que ya era, disculpen..., como decía, cuando uno de los suyos…-alguien le ofreció una infusión de ozono líquido, con su característico azul intenso-sí, bien, gracias Capitán Voldier…, cuando el individuo que ven ahora en sus pantallas hizo y dijo lo que van ustedes a contemplar gracias a la recreación que nos ha sido proporcionada. Se veía a dos enseñantes, uno más bajo de cabeza angosta y otro, de figura esbelta, serena y movimientos elegantes y calmos. Eran de los niveles tres y cinco respectivamente, lo que se sabía gracias al color de su piel, más translúcido a mayor conocimiento de las Grandes

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[MOMENTOS]

Verdades. Junto a ellos, un clásico estudiante de primer grado jugaba, distraído, con una de sus tabletas de átomos. De tenerlo, todos hubieran contenido el aliento debido a la angustiosa espera. En su caso, procuraban mantener la temperatura corporal entre los cien y los ciento treinta y cinco kovax y no extralimitar las reacciones químicas de sus cerebros. Incluso la pantalla parecía languidecer ante lo que estaban a punto de presenciar. Los maestros estaban de espaldas al aprendiz realizando toda una serie de cálculos astrofísicos con los que mejorar el entendimiento de éste, en el momento en el que, aprovechando la ocasión, les era sustraído de uno de los carcajes un delgado tubo de h2o en estado puro. El alumno, poco interesado en lo que sus mentores se esforzaban en enseñarle, parecía querer emular lo que había en su visualizador 5d. No era la versión más moderna, pero aún así respetaba casi fielmente las sensaciones perceptibles a través de los sentidos. Podía notar, al contacto con sus dedos, el frescor de la lluvia sobre la hierba, el suave aroma de los exóticos árboles en flor y el sonido de decenas de aves al levantar el vuelo. Abrió el frasco, miró a su alrededor y se levantó como impelido a ello. Los maestros se dieron la vuelta. A medida que la gota rozaba el aire en su descendente trayectoria se iban desencajando las caras de ambos, como si el fin estuviera a punto de llegar. En cuanto al estudiante, diríase que se regodeaba del efecto sobre sus custodios mentales a razón de la ligera torsión de sus labios y de la elevación de sus mejillas.

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La gota de agua no tuvo más remedio que caer sobre lo que interfería en su descenso, así que quedó posada sobre uno de los pétalos de la sprekelia formosissima del pupitre vecino. En menos de lo que una mariposa cerraría sus alas, la flor se deshizo ante la atónita mirada de los tres observadores. Uno de ellos quedó inconsciente en el suelo, incapaz de soportar la descarga de adrenalina a la que habían sido sometidas sus conexiones neuronales, el otro, balbució como pudo la primera pregunta que se le ocurrió: -¿Por… por… porqué has… has…has hecho eso? El estudiante, superada la sorpresa ante su propia acción y las consecuencias de ésta, alcanzó a responder: -¿A qué se refiere? ¿Acaso he hecho yo algo? Entre usted y yo, ¿quién puede pensar que no ha sido un simple accidente? El maestro no podía creerlo y la sala llena de altos cargos, tampoco. El joven había vulnerado seis de las leyes fundamentales de su civilización; apropiarse de algo ajeno, disfrutar de una acción negativa, acabar con la vida de una hermana de energía, mentir y, no sólo no hacerse responsable de sus actos sino, ser capaz de ahondar en el hecho sin ninguna muestra de arrepentimiento. El Comandante tuvo que dar otro sorbo para poder sobreponerse. -Ahora entienden la gravedad de los hechos y la necesidad de una solución. Huelga decir que el inconcebible comportamiento de este ciudadano, capaz de quebrantar las normas morales y éticas por las que se rige nuestra sociedad, obliga a medidas extremas.

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El Capitán Voldier añadió: -Tengan en cuenta, señores, que esto es sólo el principio. Nos ha costado siglos conseguir ser lo que somos, seres superiores incapaces de infligirse daño alguno o de causarlo a los demás. Sin voluntad de acabar con la línea vital del resto de especies con las que interaccionamos ni de ocasionarles el más mínimo perjuicio. Si no hacemos algo, el contacto con este sujeto por parte de nuestros conciudadanos podría significar una nueva contaminación de nuestra raza. El Ministro Ronsaft, algo más recompuesto, se animó a intervenir. -Parece evidente que tenemos que actuar de forma drástica. No podemos permitir una infección de estas características ni dejar que se propaguen semejantes actitudes. -Totalmente de acuerdo, Ministro. –Concluyó el Embajador Sibel –Sin embargo, el dilema ante el cual nos hallamos es incluso superior al horror de los acontecimientos. Precisamente, el hecho de encontrarnos en un nivel avanzado de nuestra propia evolución ha hecho que no dispongamos de herramientas ante casos como el expuesto. Tal y como apuntaba el Capitán, llevamos siglos de paz y de elevación espiritual, por lo que no contamos con ningún procedimiento ni mecanismo capaz de recomponer un fallo de este calibre en nuestro sistema. Era absolutamente impensable hasta hoy. El Comandante tomó de nuevo la palabra. -Creo que tanto los que han dado su opinión, como el resto de ustedes señores, estarán conmigo en que debemos buscar una fórmula capaz de preservar al individuo, con todos los derechos que le deben ser garantizados, y a su vez, mantener intactos los principios que nos

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[Lisette Durán Gadea]

salvaguardan. –El Comandante hizo una breve pausa. –Sr. Erthnel, usted está versado en historia planetaria, bioquímica inframolecular y leyes espaciales. Además, ha sido esencial para uno de nuestros tratados más influyentes y ha hecho expediciones de un gran valor para toda la Comunidad Científica. ¿Qué cree usted que deberíamos hacer? Erthnel se quedó pensativo unos instantes. Era consciente de la importancia del momento y de las repercusiones del mismo. -Sin lugar a dudas, el problema estriba en que una civilización como la nuestra, en la que únicamente se ejerce el bien, no está preparada para tomar medidas contra algo que escapa de su propio progreso natural. -¿A largo plazo, entonces, significa que debemos dar por hecho el retroceso de cuanto se ha conseguido hasta ahora? –Preguntó desconcertado el Emisario Kulbert. -Ni muchísimo menos. -Retomó Erthnel.-Lo que digo es que parece lógico pensar, que si el sujeto en cuestión se ha alejado de todo aquello que nos define, para que el orden se restituya, la solución debe alejarse en la misma proporción. Como usted mismo ha señalado, Comandante, he realizado innumerables viajes al extranjero y conozco bien el modus vivendi de sus habitantes. Asimismo, creo disponer de la capacidad médica y técnica suficiente como para llevar a cabo la propuesta que me dispongo a plantearles. Creo que la mejor manera de resolver todo este asunto es enviar a nuestro, ejem…, compatriota, a un lugar en el que pueda tener una segunda oportunidad. Dispongo en mis archivos del código genético base de los habitantes de ese planeta, por lo que no me será difícil

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[MOMENTOS]

readaptar el suyo al que será su nuevo medio. Según mis anotaciones se encuentran en un estadio todavía muy primitivo, aunque mi espíritu científico me dice que, a varios miles de años vista, podría ser prometedor. Como les digo, con un borrado selectivo de su cerebro y las adecuadas correcciones cronofísicas y bioquímicas de su cuerpo, estoy convencido de que podemos garantizar su integración en el grupo étnico al que me refiero. Él no será consciente de ninguna parte del proceso y, sin embargo, tendrá unas posibilidades que aquí no le podemos brindar. Tras su interlocución todos quedaron conformes y aliviados, dieron su aprobación y posibilitaron que todo se realizara según las directrices del Director.

Sin que al otro lado de la galaxia se recordara ya nada de él, un hombre permanecía de pie en la orilla del mar.

Quién sabe si tal intervención podría constituir un avance para la especie del nuevo mundo o si, simplemente, el nuevo mundo se había convertido en el vertedero que toda civilización necesita, por muy avanzada que ésta sea.

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A

sus cincuenta y cuatro año, Basil era un hombre satisfecho. De esa clase de personas que aceptan la vida tal y como viene y que por tanto, no tienen nada que reprocharle.

Su piel oscura recordaba a las tallas de ébano que se vendían en el mercado de aquel hermoso y tranquilo pueblo costero. Hermoso por sus parajes, sus playas y sus gentes. Tranquilo por ser de los pocos lugares no infestados de turistas, algo tan valioso como extraño en la zona y tan apreciado por los locales como si de oro bajo sus pies se tratase. La barba de varios días ocultaba dos profundos surcos a cada lado de la boca propios del hombre que le sonríe al mar cada mañana y que cada noche besa las olas al acostarse. En sus labios, se balanceaba la vieja pipa que nunca encendía, recuerdo de un padre ausente e idolatrado, a la espera del momento oportuno en que volver a cobrar vida. Sus manos, endurecidas y hábiles, daban muestra de los años entregados a la madre nutricia que le había proporcionado el sustento y, el recio cuerpo, lo que le había costado satisfacerla. Constantine, en honor a un viejo amor desvanecido en la Provenza, se deslizaba ahora con calculada suavidad, buscando el lugar idóneo en el que mecerse a merced de las aguas. Sólo entonces, Basil dejaba ir el ancla y abría su caja de pesca para seleccionar el anzuelo y el cebo adecuados. Le gustaba hacerlo a la vieja usanza, dedicándose a ello con paciencia y esmero. Una vez preparado, se sentaba sobre la cálida madera disfrutando de su crujir y de su inconfundible olor a betún. Con su gorra azul, la caña

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[MOMENTOS]

bien sujeta y la mirada al frente, se pasaba horas embelesado contemplando la espuma entrecortada y el ir y venir de las gaviotas. Un leve tirón tensó el hilo. El pescador agarró con más fuerza la caña y recolocó su posición para garantizar un mejor equilibrio de sus fuerzas. De pronto, una curvatura extrema del arco le indicó que se trataba de un pez de un tamaño mucho mayor al que se había predispuesto, con no poca sorpresa para su experiencia y su orgullo. El animal luchaba con tanta bravura por su vida que cada vez que Basil acercaba su sombra hasta el barco volvía a perderla. Ambos se esforzaban con igual ímpetu por cumplir sus deseos, por lo que lograrlo era una simple cuestión de suerte. Por fin consiguió dominarlo y subirlo de una lanzada a la proa. Agitado, brillante, permanecía ladeado contorsionándose con movimientos espasmódicos y enérgicos. Verlo le produjo cierta amargura. Recogió el bello ejemplar, le quitó el garfio incrustado y lo retornó al mar. Apartó la visera, puso rumbo al hogar y dejó que su mente le devolviera al lugar de donde había sido apartado su todavía joven corazón. Mientras recorría feliz la campiña, tras los pasos de una bohemia gala, aros de humo intermitentes reconciliaban al hombre con su pasado y le acompañaban de vuelta a casa.

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N

o sabían cómo habían empezado, pero ya estaban otra vez como siempre. Paolo odiaba que su mujer le gritara. Le daban ganas de dar un portazo y marcharse, de no ser porque dormir a la intemperie no era una opción y porque, en el fondo, quería ganar la discusión más que irse y parecer que ella le había vencido. Regina, por su parte, detestaba su incomprensión y falta de empatía y sabía que, ponerle nervioso y atolondrarlo, constituía una estrategia para perpetuar su dominio. Incluso el gato persa, regalo de boda, prefería hacerse a un lado cuando percibía que se iniciaba alguna de las disputas de costumbre. Se querían, pero el tiempo juntos había hecho apaciguar el enamoramiento y resaltar los defectos de cada uno respecto del otro. Paolo la había conocido haciendo repartos de mensajería en el bar que todavía ella mantenía y que administraba junto a su padre. Los ojos almendrados de Regina le habían cautivado y, su energía al moverse por el local y la seguridad con que llevaba el negocio, acabaron conquistándolo. Ella, por otro lado, se había dejado querer disfrutando de las miradas que él le echaba y había suspirado viendo por las noches su rostro cincelado y su posado de valeroso romano. Una vez religiosamente casados, amueblado el apartamento y desatadas las pasiones propias de la juventud, llegaron las facturas, las exigencias y los silencios. El sonido del teléfono irrumpió en el comedor. -¿Es que no lo vas a coger? -¿Por qué no lo coges tú? Seguro que es para ti.

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[MOMENTOS]

-Pero no lo sabes y tú estás más cerca. No me lo puedo creer… Eres igual que tu madre. -Como de costumbre, sacas las cosas de contexto. Te recuerdo que fue ella quien pagó la entrada de este piso. Deberías agradecérselo en vez de criticarla constantemente. El teléfono seguía sonando, impaciente, como un niño en su cuna a la espera de algún adulto. -¡Siempre tienes que hacerme sentir en deuda! ¿Es que acaso no es mi sueldo el que paga los recibos? -¿Insinúas que yo me gasto lo que gano? Sabes bien que lo que traigo es todo para la casa y para nosotros. ¡No es culpa mía que tengas el morro tan fino ni que el dinero se escurra tal y como llega! -¡Esto es el colmo! Fui yo quien te compró ese ridículo cuadro por tu cumpleaños. Habría dado más servicio invirtiéndolo en algo útil y no en un montón de manchas y rayas mal pintadas. -Cómo puedes ser tan egoísta. ¿Y lo que yo hago por ti? ¿Crees que me apetece salir por las noches, sólo para que te sientas todavía joven, en vez de descansar después de estar todo el día fuera? -Como si yo no trabajara. Si no quieres salir, no lo hagas. Total, después tengo que estar soportando tus caras y tu malhumor. Parece que hubieras envejecido cien años. Cualquiera al otro lado del aparato hubiera desistido y en este caso, no fue distinto.

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-¡Cómo te atreves! Bien que agradeciste que no me importara quedarme en casa cuando no estabas de ánimo para nada. -No saques ese tema. Sabes que no es justo. ¿Qué hay de todas las veces en las que yo te he apoyado? Tagliatelle lamía sus patas traseras y ronroneaba, como murmurando, recostado en el balcón. -¿Quieres que bese el suelo que pisas? No estarías dónde estás si no fuera por mí, y lo sabes. -¡Serás capaz! Si dejaras de mirarte el ombligo quizás verías más allá de ti y de tus reproches. Transeúntes ajenos a la tormenta que se avecinaba, paseaban tranquilamente por las calles empedradas. -De haberlo visto venir hubiera evitado muchos errores… -¿Ahora consideras lo nuestro un error? -Eso lo has dicho tú. ¡Si al menos reconocieras cuándo te equivocas! -Como si tú dieras tu brazo a torcer alguna vez. -Oh... por su puesto. Tú en cambio eres la sumisión personificada... -Sabes que no me gusta nada cuando hablas con ironía. -Lo que me extraña es que haya algo que te guste. -Pues claro que lo hay. El problema es que prefieres estar por tus cosas que compartir las mías.

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[MOMENTOS]

-¿Cómo cuando fuimos de acampada junto con tus insoportables sobrinos? -Creía que lo habías pasado bien. O al menos eso dijiste. -Pues ya ves. Mentí. Como tantas otras veces. -No creas que yo no lo hago… -Pues bien. Allá tú. -Bien. -Volveré tarde. No me esperes. -No iba a hacerlo. Me iré pronto a dormir. Una vigorosa corriente de aire hizo que la hoja de la ventana se cerrara de golpe, con tanta fuerza, que parecía haber sido ella la ultrajada. La sacudida provocó que una de las piezas de cerámica cayera estrepitosamente, ante la mirada del matrimonio. -¡Oh! Dios mío. ¡Las cenizas de la abuela! La pobre Nicoletta yacía desparramada en el suelo mientras ambos corrían a por un recogedor y una escoba. -Cuidado, no quiero que te cortes. -¡Qué vamos a hacer! ¡Tus padres se darán cuenta! -No te preocupes. Creo que puedo arreglarlo. -Eso espero. Ella siempre fue buena con nosotros. De las personas más amables que he conocido.

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-Tú le gustaste desde el principio. Decía que eras el mayor acierto de mi vida. Era una gran mujer… Tráeme el pegamento especial del primer cajón del escritorio. -Enseguida. Colocaron el rompecabezas sobre la mesa y mientras uno encolaba los perfiles el otro los iba colocando cuidadosamente. Era un trabajo laborioso pero que parecía dar sus frutos. Tardaron al menos una hora y media. Fuera estaba oscuro y empezaba a enfriarse la habitación. -Qué tarde se nos ha hecho. -Sí, pero al menos hemos acabado. Ha quedado bastante bien, ¿no crees? -Pues sí. Siempre has tenido habilidad para estas cosas. -No habría podido sin tu ayuda. Pongamos lo que hemos recogido. Parte de la abuela y restos sin identificar entremezclados, fueron depositados en el interior de la vasija. -¿Crees que lo notarán? -Esperemos que no. Ya sabes cómo son. Intentemos que sea poco visible y ya está. En un acto reflejo los dos fueron a coger la urna, por lo que sus manos chocaron sin pretenderlo. -Me gustan tus manos. Siempre me han gustado. -Y a mí que las acaricies.

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[MOMENTOS]

-Lamento lo de hoy. A veces me exaspero, pero sabes que te quiero más que a mi vida. -Lo sé, cariño. Yo también lo siento. Eres lo que más me importa en este mundo y por ti haría lo que fuera. Poco a poco, el espacio entre sus cuerpos se reducía y la sombra reflejada se tornaba más uniforme. Al abrazo se sucedían los besos y a las sillas, la moqueta. -Te quiero, Paolo. -Yo también te quiero Regie. Mientras la pareja yacía en el suelo prodigándose todo tipo de muestras de amor, su intento por subsanar el infortunio parecía resuelto. Sin embargo, aunque muchos pudieran pensar lo contrario, algo que se ha roto, roto está y por más que se intenten arreglar las fisuras, prueba inequívoca de ello, son las permanentes cicatrices que siempre quedan.

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C

aminaba en la noche, contoneando sus caderas y avanzando con pasos cortos y rápidos. Las solapas de la gabardina se levantaban con cada fría ráfaga y el sombrero a duras penas se mantenía en su sitio. Los zapatos comenzaban a degradar su color como consecuencia de la llovizna y por la misma, le era imposible encender el cigarrillo que estaba deseando colocar entre sus carnosos labios y con el que jugaba impacientemente, mientras lo mantenía a resguardo en su bolsillo izquierdo. Entre la niebla que empezaba a formarse, tan solo la silueta curvilínea de la mujer y el conocido sonido de sus tacones podían percibirse a una distancia prudencial como para no hacerla volverse y advertir la amenaza. En una calle como esa, tu vida corría más peligro incluso, que en el club en el que pasaba largas horas hasta bien entrada la madrugada. Su atractivo no estaba en ninguna de sus facciones, sino en la mirada de despecho hacia los hombres a los que engatusaba y a los que rompía el corazón con tanta maestría como desprecio. En la zona era conocida por su capacidad para seducir, especialmente a las nuevas víctimas del local que, a pesar de los rumores, se rendían a sus encantos al momento de conocerla. Era como si los hechizara con su falta de lealtad y su hierática apariencia. La frialdad con la que recibía los regalos de desgraciados que se jugaban a los dados todo lo que tenían y la indiferencia hacia sus pretendientes, hacían de ella una diosa imposible de contentar.

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El Laissez faire se llenaba siempre, para satisfacción del dueño; un hombre rudo poco dado a estrechar manos y con los brazos tan hinchados que los tatuajes quedaban desvirtuados. Sin duda, la única razón para tan exitoso aforo era poder ver a la mujer de vestido rojo y pelo ladeado que cantaba como nadie My funny Valentine, de forma tan sugerente que ni uno solo de los borrachos se atrevía a hacer ruido ni a moverse mientras la interpretaba. Sólo ella podía resultar tan enigmática y cautivadora. Lo más increíble es que, a pesar de las bravuconerías de la que algunos, botella en mano, alardeaban frente a sus compañeros, todos sabían que nadie había conseguido de ella nada más que un poco de conversación y una copa entre conocidos. Las habladurías decían que, algún tiempo atrás, fue a ella a la que alguien, probablemente alguno de los marines que pasaban por allí durante los descansos, le había robado el alma, la inocencia y el amor y que por ello, era imposible que nadie volviera a hacerse con la indómita e inalcanzable Minette, como la apodaban en el club. Nunca se dejaba acompañar, por más que las invitaciones fueran tan insistentes y copiosas como la lluvia que empezaba a caer sobre sus hombros. No abrió el paraguas. Quería notar las gélidas gotas sobre su piel. A cierta distancia le pareció ver a alguien tendido en el suelo. Aminoró la marcha. Algo le decía que no tenía por qué temer y que quizás podía necesitar su ayuda, así que se fue aproximando con sigilo. Cuando ya estaba suficientemente cerca como para distinguir los contornos, notó cómo se le helaba la sangre como consecuencia de la

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[Lisette Durán Gadea]

visión que tenía ante sus ojos. Se agachó presurosa y recogió el frágil cuerpo, cubierto con una especie de camisilla de trabajo que le llegaba hasta las rodillas. Tenía los pies descalzos y estaba entumecida por el frío. Sus ojos permanecían cerrados, la respiración era entrecortada y los labios azulados resaltaban todavía más la palidez de su rostro. La sostuvo con cuidado, como si agarrarla con fuerza pudiera deshacerla en sus brazos. Miró a su alrededor. No había nadie. No podía pedir auxilio y estaba todavía lejos de la ciudad, por lo que intentar sacarla de allí parecía inútil. Se quitó la gabardina y la cubrió con ella en un intento por que recuperara el calor perdido. Sentía su debilidad. Podía notar su sufrimiento. Tenía los pómulos marcados, las pestañas largas y unas cejas tan claras que apenas se distinguían. Había dejado de llover. Minette se sobrecogió preguntándose cómo podía haber llegado hasta allí y qué clase de vida debía de tener para parecer tan castigada y dejada del mundo. Acarició sus mejillas, intentado hacerlo con la misma ternura con que su único amor había deleitado hacía ya mucho tiempo las suyas. El hombre que le había hecho viajar en sueños por todo el mundo a través de los relatos de sus viajes y el mismo que le había prometido que volvería a por ella para hacerlos realidad. El ilusionante Capitán que nunca más apareció y que nunca más volvió a ver. Un par de lágrimas cayeron sobre la cabeza mojada que estrechaba contra su pecho. Sintió un fuerte mareo, pero se obligó a recobrar la serenidad y la fortaleza de las que procuraba hacer siempre gala. Sin pretenderlo, sin embargo, recordó su dura infancia, trabajando para un padre demasiado exigente que tan solo le había dejado deudas tras

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[MOMENTOS]

su muerte y anhelando la vuelta de la madre que los había abandonado siendo ellos muy pequeños. Philippe, su hermano menor, se había alistado en el ejército. Desde entonces, sólo habían podido verse dos veces antes de que una carta con las condolencias de algún superior se anticipara a la tercera. Volvió a mirarla. Besó su frente y comenzó a cantar muy bajito, casi en un susurro, con su suave y dulce voz. De pronto, notó que las blancas manitas se habían agarrado a los pliegues de su vestido. Poco a poco sus ojos se fueron abriendo mientras se incorporaba con dificultad. Se paró frente a ella, cogiéndose de las mangas de encaje rojo. -¿Cómo te llamas? Preguntó Minette afectuosamente. -Soledad –titubeó. La mujer la abrazó con fuerza.

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[Lisette Durán Gadea]

-¿

Qué cómo me siento?

Cansada, agobiada, molesta, enfadada, maltrecha, humillada, dolorida, asqueada, aburrida, triste, olvidada, vulnerable, aquejada, quebrantada, sola, vacía, culpable, angustiada, malograda, inútil, consternada, vacilante, enclaustrada, malhumorada, rota, extenuada, acomplejada, pequeña, ridícula, desconcertada, perdida, desilusionada, harta, desquiciada, incómoda, desgraciada, impaciente, furiosa, preocupada, colapsada, apática, inapetente, frágil, confundida, castigada, egoísta… Pero no dijo nada. Sólo intentó aguantar las palabras entre los dientes, tan apretados, que actuaban como una presa a punto de reventar. Ajustó la sábana a los lados de su cuerpo e intentó ser lo más amable posible, procurando no traslucir la rabia interior que la dominaba por completo. Torció levemente la boca y se esforzó por mantener la compostura. Se encogió de hombros, miró por la ventana y lloró por dentro desconsolada, sin derramar una sola lágrima. La enfermera cerró la puerta cuidadosamente sin preguntar nada más.

Ilustración 10: Ricardo Mirandas' drawing. Desesperation.

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l pequeño Boby había sido un adolescente rebelde poco dado a los estudios, pero con una capacidad innata para los negocios. En el instituto, había establecido una perfecta simbiosis con uno de sus compañeros, un chico menudo y de alto coeficiente que le ayudaba con las materias y que, sin pretenderlo, gracias a él y a sus matones, estaba siempre protegido, en un barrio en el que estarlo era toda una bendición. A los diecinueve años, Boby entró como camarero en el “Gran Reserva”, probablemente como pago a alguno de sus acostumbrados trapicheos. Al restaurante acudía gente adinerada y de buen vivir, al menos a sus ojos, que atiborraban las mesas con lo más selecto del menú y que, increíblemente, dejaban los platos tan limpios como el de las propinas. De mano larga, más por adrenalina que por necesidad, un día vio en unos pendientes de diamantes la oportunidad de mejorar su calidad de vida y, ni corto ni perezoso, al bolsillo que entraron. La aparentemente cándida florecilla que, inocente, los había dejado sobre la mesa, acariciaba sus lóbulos mientras esperaba que su acompañante finalizara la conversación telefónica con su señora. Mientras tanto, jugueteaba con unos de sus zapatos por debajo del mantel y bostezaba tan ampliamente que, de haber estado enfrente, se podría haber sabido qué estaba digiriendo en ese momento. Huelga decir que no pasaron ni veinte segundos para que el rubicundo amante se diera cuenta de la ausencia de tan preciado regalo, y menos que eso, en subirle la sangre a la cabeza e hinchársele varias venas en el lateral del cuello. Afortunadamente para ella, un par de sensuales gestos y de caricias furtivas consiguieron que el sanguíneo recuperara su color y que la fiera se apaciguara.

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[Lisette Durán Gadea]

El ahora prestigioso manager podría haber jugado sus cartas de la forma más lógica, pero no fue así el caso. Vender semejantes pedruscos le hubiera proporcionado dinero instantáneo, pero llevárselas a la dolida actriz despechada y mostrarle las fotografías del encuentro, le valieron su pase al mundo de las celebridades. Shannon no era bella, pero estaba considerada una gran intérprete dramática. Él le había sabido sacar provecho a su dolor como mujer, para hacerse íntimo e indispensable y para conseguir que le diera tan cercano puesto; para desgracia de su predecesor. En poco menos de dos años, ya gestionaba sus cuentas y la convencía, sin demasiados esfuerzos, sobre qué inversiones hacer y qué acciones comprar. Sus ganancias, las de ambos, crecieron vertiginosamente, y en la misma proporción, sus idas y venidas a los lugares más cool de la ciudad. Ello le permitía codearse con las altas esferas y conseguir así, informaciones valiosas de las que sacar provecho en el momento preciso. En una de esas reuniones hizo migas con uno de los altos magnates de la industria televisiva, que le ofreció un puesto en una de sus cadenas. En un semestre elevó la audiencia de la IncreDum en un setenta y cinco por ciento, pasando de los programas de cocina y hogar, con series infantiles y documentales ecológicos, a los magazines, la prensa amarilla y las crónicas más morbosas del panorama nacional. Al año, era la cadena más vista gracias a sus macro shows, realities y espacios publicitarios sin restricciones. Estaba considerado como uno de las mejores representaciones del sueño americano y a esas alturas, ya gozaba de una mansión, varios coches de alta gama y una aparición casi diaria en radios y entrevistas

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[MOMENTOS]

televisadas, por no hablar de las portadas de las revistas en las que su cara se había convertido en un habitual. Su juventud, porte y aire de mafioso, lo convertían en un imán para las bellísimas muñecas que se paseaban por sus empresas, por los clubs de tenis y de golf, por las playas y por cualquier otro recinto destinado a la caza mayor. Él se dejaba querer, aumentando así su fama de Don Juan y de Señor. Sabía perfectamente, porque también estaba en su naturaleza, que al pueblo hay que darle constantemente carnaza nueva, por lo que cada x tiempo sacaba nuevos artistas de la nada y los convertía en una tótem para sus seguidores. Después, subía a la palestra a grupos y bandas, atendiendo cuidadosamente a las cuotas necesarias para la combinación perfecta. En sus diversas creaciones no podían faltar unas dosis de afroamericanos, blancoamericanos, sudamericanos, orientales pro América…, y, cómo no, siempre en vistas de sus apoyos en las elecciones. Algo de punk trascendental, de rock controlado, de alternativos frikies, de tecnohippies y de todas las rarezas posibles mientras pudiera controlar el amplio espectro solicitado por el público, su público. Sin embargo, incluso para él, mantener aquel constante cambio era difícil. Había sido galardonado con multitud de premios y ya estaba en la lista de los hombres menores de cuarenta más ricos del país, pero necesitaba más. Un golpe de gracia con el que consagrarse como máximo estandarte del capitalismo a ultranza. Eran ya las diez. Estaba paseando por el muelle, sumido en sus pensamientos, cuando se quedó parado, apoyado en la barandilla. A su lado, un hombre delgado miraba a lo lejos, con aires de preocupación.

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[Lisette Durán Gadea]

-¿Cliford? -¿Boby? -¡Qué diablos! ¿Pero qué haces tú por aquí? ¿Qué es de tu vida, muchacho? -Pues… Nada destacable, supongo. -¡Vamos, cuéntame! ¡Hace años que no nos vemos! Cliford lo miró con desconfianza. -Acabé la carrera de Turismo y Relaciones Públicas. Luego hice un Máster y estuve viajando un tiempo. Conseguí un buen trabajo, pero han estado de regularizaciones y me han despedido. Maggie, ¿te acuerdas de ella? Acabó Medicina y pidió el traslado a Londres, así que nos separamos. Supongo que ambos queríamos mejorar en nuestras profesiones y, en fin, así es la vida. -¿Sabes? Siempre fuiste un tío inteligente, pero permíteme que te diga, nada listo. Para empezar, deberías haberte liado con su prima, que además de tremenda tenía un padre con un pie en la tumba. Sin duda, por aquel entonces, la herencia estaba al caer. ¿Turismo? Vamos hombre, lo tuyo era usar el cerebro. Ser creativo. Como cuando ganaste aquel concurso de cine para jóvenes talentos. -Quizás estés en lo cierto. No lo sé. ¿Pero ahora qué más da? Venía mirando estos barcos y pensando en que probablemente el dueño de ninguno de ellos tenga siquiera estudios. -¡Pues claro que no! De hecho te lo puedo confirmar de cinco de estas preciosidades. Si quieres te los enseño por dentro, no tienen pérdida.

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[MOMENTOS]

-¿Estos yates son tuyos? -Veo que sigues sin ser aficionado a la televisión. Menuda rata de biblioteca estás hecho. Oye. Sé que la última vez no acabamos muy bien… -¿Te refieres a cuando te llevaste mi coche una semana para estar con tu chica, a cuando le regalaste a la profesora de biología el gato de mi tía o a cuando le rompiste los dientes a Collins? -¡Oh, vamos! Te devolví el coche, hasta lo lavé. El gato… no estaba seguro de que fuera de nadie y… había que engatusarla de alguna manera… ¿Lo pillas? En cuanto al desgraciado de Collins, creí que se estaba metiendo contigo… -El pobre me estaba enseñando lo que había aprendido en la clase de artes marciales cuando lo tumbaste de un puñetazo. Tuvieron que hacerle una boca nueva... -Qué quieres que te diga, Cliford, la vida no está hecha para malentendidos. Si la ves venir… te adelantas. Así lo he hecho desde que me conoces y, francamente, no me ha ido mal. -Supongo que sí. -Mira, sabes qué, nunca he creído en las casualidades. Esas son para los idiotas. Las oportunidades hay que cogerlas como vienen dadas. Yo necesito una innovación y tú, un trabajo. Pues bien, preséntate mañana en esta dirección con una idea de esas tuyas y te haré valer más que tu peso en oro. -¿Una idea? ¿Sobre qué?

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[Lisette Durán Gadea]

-Como veo que no estás muy puesto en el tema… Dirijo uno de los negocios más rentables de todos los tiempos. El mundo del espectáculo. Pan y circo, ya sabes. La idea es empachar al hambriento. Créeme. Esa gente necesita lo que les doy. ¿Qué harían con sus vidas si no? Cuando llegan a sus casas, encienden el televisor y dejan de pensar en sus desgracias mientras meten las narices en las de los demás. Luego toman doble ración de morbo y crimen y de postre, anuncios para atiborrar hasta al más escéptico. -¿Y exactamente qué necesitas? Parece que lo tienes todo controlado. -Todo no, por ahora. Necesito una nueva idea. Un nuevo show. Algo que nos proporcione no sólo un subidón, sino una cadena de ganancias. -La verdad es que estoy desesperado. Déjame que lo piense y mañana te digo algo. Aunque lo veo complicado… Nunca he pasado de llegar ajustado a final de mes. Así que… -Tú eso déjamelo a mí. Y recuerda. ¡Seremos más grandes que el rey Midas! Ambos se retiraron a sus respectivos hogares. Boby a una de sus mansiones y Cliford a su apartamento. No dejaba de darle vueltas, pero le parecía imposible con tantos problemas en su cabeza encontrar el filón; como diría su posible futuro jefe. Tomó un poco de leche caliente. No tenía hambre, así que se fue pronto a la cama. No dejaba de forzar su mente en encontrar algo que pudiera satisfacer las expectativas de Boby y, a su vez, darle a él un respiro para salir de su situación actual.

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[MOMENTOS]

Medio en sueños empezó a pensar en un espectáculo que implicara a grandes masas de población, que perdurara en el tiempo y que diera importantes ganancias. Lo primero en lo que pensó fue en encontrar algo acorde a aquello que siempre le había preocupado. Hacer algo de provecho. Algo que pudiera ser bueno para todos. Pensó que el mundo estaba falto de gente capaz, que hiciera bien las cosas. Estaba harto de ver como los más ineptos llegaban a los mejores puestos y los inteligentes acababan trabajando para ellos. Notó un pinchazo en el estómago e intentó dormirse. No había escuchado el despertador. Estaba rendido. Sólo la luz que entraba por la ventana y que empezaba a calentarle las piernas en exceso, pudo arrancarlo de la compañía de Morfeo. Se sobresaltó. Llegaba tarde, pero sabía que lo tenía. Saltó de la cama de un brinco y en menos de veinte minutos ya estaba en la calle pedaleando en su bici. Llegó al alto edificio acristalado y consiguió que los guardias le permitieran pasar, a pesar de la facha. La recepcionista avisó al Sr. McQuillan y poco después ya estaba en su despacho. Estaba en su Chester, con un habano y mirando un reloj que bien hubiera podido pagarle el alquiler de varios años. -El hombre que esperaba ver… Vamos, sorpréndeme. -Pues… -Se paró frente a uno de los enormes ventanales. Se podía ver toda la ciudad. –Creo que sé cómo hacerlo. Se trata de un show que convocará a millones de personas. La idea es encontrar a la persona más capaz de nuestros tiempos. El hombre o la mujer más inteligentes.

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¿Comprendes? Hablo de encontrar al Sócrates o el Da Vinci del siglo XXI. Por supuesto, para movilizarles el premio debería de ser muy cuantioso. Me refiero a cien millones de dólares. Lo sé. Puede parecer una barbaridad. Pero si cae en las manos más adecuadas, eso significaría que lo utilizaría para hacer grandes cosas, por lo que en realidad, sería, de alguna manera, devuelto a la sociedad. Los iconos arrastran a la gente, por lo que la juventud se esforzaría más para emular a aquellos que participaran en el concurso. ¡Volverían a querer ser científicos, profesores y médicos, en vez de modelos y futbolistas! Además, podríamos exportar el programa a otros países, de modo que sería una reacción en cadena. Yo lo llamaría: ¡La América de los Grandes! ¿Qué me dices? Boby lo miraba perplejo. Ni siquiera había pestañeado en todo su alocución. Se levantó, le dio una palmada en la espalda y le dijo: -Cliford, eres magnífico. A partir de hoy, serás mi Asesor Creativo. Cobrarás más de lo que hayas soñado hasta ahora. Creo realmente que estábamos destinados a esto. Vete a tu casa. Por hoy ya has trabajado bastante. Ahora mismo empezaré a mover los hilos para que en un mes y medio esté todo listo. Este es el principio de una gran relación. Cliford marchó a su apartamento inflado como un globo, mientras Boby, whisky de cincuenta años en mano, comenzaba la ronda de llamadas telefónicas. Pasó el tiempo acordado y todo estaba a punto. Comenzaba la campaña publicitaria a bombo y platillo y toda la maquinaria para dar comienzo a uno de los más grandes shows de la historia de la televisión.

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[MOMENTOS]

Cliford, con su traje nuevo, acudió a su cita con el jefe para ver el proceso arrancar desde sus cimientos. Estaban en el despacho, frente al televisor que ocupaba poco menos de media pared y que quedaba coronado con una repisa en la que se habían colocado una estatua de Buda y dos bonsáis. La imagen le pareció curiosa. Eran las doce del mediodía. El momento perfecto para colapsar todos los canales de los que Boby era dueño y ofrecer al mundo su gran producto. Cliford estaba impaciente. Y por fin llegó. El anuncio duraba unos cinco minutos. Tiempo en el que se repetían una y otra vez las mismas palabras y la misma sintonía. Grandes eslóganes, fantástica elección de imágenes y por supuesto, el señuelo final, el premio de cien millones de dólares para el ganador. Boby se frotaba las manos. Cliford hubiera deseado frotarse los ojos, para intentar averiguar si lo que había visto recién era realidad o no. -¿Me estás tomando el pelo? -Vamos, Cliford. Tú mismo lo insinuaste, lo tuyo no son los negocios. Básicamente es tu idea, con unos toques de mi magia. -¿Tu magia? Maldita sea, Boby. Has cambiado lo esencial del programa. ¿”La estupidez de América”? Pero en qué se supone que estabas pensando. ¡Quién será tan… tan… idiota para presentarse! -Créeme, será un éxito rotundo. -Y… ¿qué demonios conseguirás con tu programa? Nunca debí aceptar.

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-Nunca digas nunca, amigo. Te recuerdo que tenemos un contrato. Vete si quieres. Tómate unas vacaciones, al fin y al cabo, por ahora no te necesitaré. Pero recuerda, perteneces a esta empresa. Cliford se quedó sin palabras. Cerró la puerta de un portazo y se puso a caminar en dirección a la plaza. A medida que iba haciendo el recorrido, empezó a ver cómo la gente se quedaba mirando las pantallas colocadas en las calles, en los escaparates y en los establecimientos. Empezaban a acumularse multitudes preguntándose a dónde tenían que dirigirse. Con verdadero asombro, desde lo alto del puente de acceso a la plaza, pudo ver el gran despliegue que la IncreDum había dispuesto para que todo el que quisiera se inscribiera en el concurso. Se empezaron a agolpar cientos y cientos de personas que se empujaban por conseguir los primeros números de participación. La policía tuvo que intervenir para que los asistentes no provocaran una avalancha humana. Los puestos de venta de camisetas, chapas, gorras y demás productos reponían las existencias cada vez que la marabunta humana los dejaba esquilmados en el paso hasta las ventanillas de inscripción. A través de la pegadiza sintonía del show, el sonido de un motor hizo que todos levantaran la mirada. En ese momento, una avioneta dejaba caer pegatinas, globos y cometas, desplegando un gran cartel con la cara de Boby impresa a todo color y con el jugoso premio en números dorados.

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[MOMENTOS]

Cliford pidió un taxi y marchó directo a su apartamento. El taxista no dejaba de preguntarle sobre el nuevo programa y sobre si iba a presentarse. Le pagó el doble por que se callara. Se encerró en el baño y se miró al espejo. ¿Qué clase de locura estaba invadiendo la ciudad? ¿Era realmente posible que estuviera ocurriendo aquello? Se prometió no salir en todo el fin de semana, ni encender la televisión. Había conseguido llegar a la mañana del domingo sin conectar aparato eléctrico alguno, pero sin ser capaz de quitarse la tonadilla que había tarareado mientras se duchaba, se vestía e incluso afeitaba, aún a riesgo de desgraciarse la perfilada barba. Era mediodía. Pensó que aquello era ilógico. Él no tenía por qué cambiar sus hábitos sólo porque la gente hubiera perdido el juicio ante la novedad. Encendió la radio. En su emisora preferida entrevistaban al Gran Boby. Cambió de canal. Unas chicas contaban sus peripecias para poder entrar en el concurso y cómo habían atravesado cuatro estados para poder presentarse juntas en la misma ciudad en la que habían crecido. La apagó. Probó a ver el telediario. Tras un par de noticias internacionales, varios analistas hablaban del efecto que había producido la mega convocatoria y cómo se estaba convirtiendo ya, en un fenómeno de masas. Pensó que una cerveza le vendría bien para relajarse, así que salió a la calle Buscó un bar en el que no hubiera televisión. Le costó encontrarlo, pero por fin pudo sentarse en una terraza al aire libre. Poco después de que le trajeran su bebida unos chicos se sentaron en la mesa contigua. No paraban de hablar del concurso y de preguntarse entre ellos cuál era el más estúpido de todos. Cliford estaba alucinado.

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De pronto, alguien gritó en la calle. Todos salieron en tromba del bar para ver qué sucedía. Un engominado estaba echando gasolina a su Lamborgini, desnudo sobre el capó. La presunta esposa gritaba desde la acera mientras lo filmaba con su cámara. Fue como un mensaje lanzado al aire, menos subliminal de lo que cabía esperar. Uno de los jóvenes que hacía unos minutos reía con sus compañeros, se giró y lanzó una silla contra la barra. Poco le faltó para que el dueño le sacara un ojo con el bate que tenía tras el mostrador. Cliford pagó la caña sin acabarla y se marchó, por lo que pudiera pasar. Pantallas enormes colocadas en los edificios retransmitían en directo las largas colas de personas acampadas, deseosas de entrar en los casting que se realizaban durante las 24h. Presentaban sus vidas, mostraban las pruebas de su estupidez e intentaban convencer de que merecían entrar en el concurso. Pasó un mes. En ese tiempo, las tiendas se habían abarrotado de mercancía publicitaria con el logotipo del espectáculo, el grupo empresarial de Boby entraba en bolsa y no había un solo ser vivo que no hablara del gran show. Vivo o no, parecías estar muerto si no participabas de ello, así que tanto daba. Cliford no pudo resistirse y acabó nuevamente en el despacho del Gran Boby. -Vaya, vaya. A quién tenemos aquí…Estás tan pálido que pareces enfermo. Anda, siéntate ahí, te voy a poner una copa de las que te rejuvenecen un par de años o te llevan a la tumba directo.

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[MOMENTOS]

-Escucha, sólo he venido porque necesito saberlo. Has de decirme en qué me equivoqué tanto. No puedo dormir, no puedo comer y sólo puedo pensar en por qué. Boby soltó una carcajada. -Pobre ingenuo. Lamento que esto te haya venido tan grande. Pero no te preocupes, la primera vez es normal. En cuanto te acostumbres a este mundo, te sentirás como pez en el agua. –Dio un profundo y sonoro sorbo. –Si lo que quieres es saber la razón por la que tu idea original no hubiera triunfado como lo ha hecho con mis modificaciones, te lo diré. Para empezar, tienes que entender que es más fácil ser estúpido que inteligente, por lo que en nuestro show abarcamos a un rango mayor, por no decir casi total, de personas. Además, los grandes cerebritos como tú, sois desconfiados por naturaleza y poco dados a los eventos sociales, por lo que ni siquiera por ese dinero hubiéramos podido reunir suficientes participantes como para mantenernos las temporadas que tenemos previstas. A eso añade, que a los tíos inteligentes no los entiende prácticamente nadie, por lo que tendríamos que poner doblaje o subtítulos en cada emisión. Eso, huelga decir, aumenta los costes de producción. Generalmente, los especímenes como tú, tienen ideales y se frustran con facilidad si las cosas no marchan como esperan, por lo que los procedimientos legales se complican y eternizan. ¡Los estúpidos, ni siquiera miran los contratos! Piensa que si en algún momento consiguiéramos decidir quién es realmente el más sabio de todos los concursantes, nadie intentaría mejorar su marca, puesto que acostumbráis a tener expectativas muy limitadas y a ser humildes con vuestros conocimientos. Eso no pasa con la estupidez. Siempre encontrarás a alguien más estúpido que el

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más estúpido de todos los que elijamos en cada show. La inteligencia es un bien individual, mientras que la estupidez, es extendida y común. Doy a la gente un motivo en el qué pensar, algo de qué hablar y un objetivo que alcanzar. Ellos mismos se colocan el número con el que mis asesores elaboran las gráficas de expansión y las tasas de éxito. A veces no puedo ni caminar, porque quieren que firme los productos que mi propia compañía les vende. Me colman de caros regalos allí donde voy y lloran y se regocijan si les presto unos segundos mi atención, lo cual es una estupidez en sí misma, ya que no me importan más que el suelo por el que piso. Simplemente tienen que estar ahí, para que yo pueda pasar por encima y para levantar éste, mi gran imperio. Y para que veas que soy un hombre de palabra, aquí tienes tu merecida y primera paga. Disfrútala y deja de darle vueltas. Míralo así, a veces es mejor pensar menos y vivir más. Cliford abrió el maletín y sin darse cuenta, recuperó el color. Primero pensó que no podía aceptarlo, pero después de todo lo que había escuchado, le pareció que al menos debía cobrar por sentirse como una piltrafa frente a tan surrealista panorama. Pasó los siguientes meses enclaustrado en su mansión de Malibú, pegado al televisor, a la espera del resultado final. Se habían presentado millones de personas y realmente, a cada cual más estúpido. Era la gran noche, el momento en el que se elegiría al ganador de “La estupidez de América”. Para entonces, el proyecto ya había sido vendido a unos cincuenta países con iguales provechosos resultados.

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[MOMENTOS]

Ante el venerado jurado, Michel, un joven de unos veinticinco años que había estudiado abogacía no podía contener las lágrimas de la emoción. En los últimos meses, había cortado con su prometida, había cambiado el despacho por la coordinación de su nueva “Asociación para la protección del Aedes albopictus”, y se había operado para parecerse a Valerie, una de las jueces, con la intención de ganar así, al menos su apoyo. Ella, lógicamente, se mostró complacida y pidió un pañuelo mientras todo el público se estremecía viéndola llorar. La gráfica de Michel empezó a despuntar sobre las demás. El segundo concursante era un viejo con el que se comunicaban a través de una videocámara, ya que hablaba desde el hospital. Había comprado todos los productos de la marca y los había utilizado, aplicado y consumido sin excepción, para perplejidad de la audiencia al completo. Sin duda había que ser muy estúpido para creer que todo aquello podía ser inocuo. Jowie era, sin duda, uno de los preferidos. Su gráfica estaba algo por encima de la de Michel, pero las líneas seguían abiertas, así que no había nada decidido. En tercer lugar y no por ello menos importante, Sally, una dulce jovencita pelirroja que nunca acertaba a qué pantalla mirar. Todo su pueblo la apoyaba. De hecho, en el instituto, no había ni una sola chica que no la considerara como tal, ya que, encima, era bastante mona. Podía pasarse más de veinte minutos sonriendo sin decir nada o con risitas cortas y crispantes. Quizás su éxito se había debido a que era sobrina de uno de los jefazos de MonotnasCorporation, una de las industrias más rentables en Asia y de la que, aunque desconocido todavía, Boby era uno de los mayores accionistas. Su gráfica la colocaba en el tercer puesto, pero a muy poca diferencia de sus dos oponentes.

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En un caso así, la normativa del concurso era clara. Se les haría una última pregunta para que la soberana audiencia decidiera a quién dar el suculento premio. Jimmy Dan, el atractivo presentador, se colocó frente a ellos. La música paró; se podía respirar la tensión en el ambiente. Las familias, los turistas, los transeúntes, todos estaban hipnotizados frente a las pantallas. Las autoridades, incluso, habían tenido que obligar a establecer servicios mínimos. -Bueno, chicos. Señorita… Allá va la pregunta. ¿Qué harían si ganaran los cien millones de dólares? Michel clavó las uñas en el acolchado taburete. Empezó a sudar. Estaba muy cerca y ahora todo dependía de una respuesta. Intentó respirar. -Bue… bue… bueno. Si yo ganara el premio, creo que lo primero que haría es pagar todas las deudas que he contraído después de hacer lo que he hecho. Volvería al despacho, me operaría de nuevo para recuperar mi aspecto e intentaría que Bequi me perdonara por abandonarla. Y con el resto… Creo que se lo daría a la madre de Bequi para que lo administrara. Sí, eso es lo que haría. Ella es una fantástica abogada, ¿saben?… Los teléfonos no dejaban de sonar, los mensajes se acumulaban y su puntuación subía como la espuma. -Y bien, Coronel Sanders, ¿en qué tiene pensado gastarlo usted? -¿Yo? Gastaré hasta el último centavo en ponerle una demanda a todos ustedes por sus malditos productos y sus ….

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[MOMENTOS]

Extrañamente la emisión parecía tener problemas. A pesar de todo, los apoyos al Coronel eran una auténtica avalancha. En los mensajes, en los foros, en las redes sociales, el clamor era absoluto. ¿Qué mayor prueba de estupidez, señalaban todos, que decir que se va a ir en contra de la empresa otorgante del premio? Sanders estaba en su cota más alta, a pesar de que seguían sin poderse retransmitir imágenes de él, en su cama de hospital. -Bueno, Sally. Mientras conseguimos recuperar la conexión… ¿qué harías tú con ese, millón de dólares? La expectación era máxima. Todo se resolvería en el momento en el que ella, como tercera concursante, dijera sus planes a toda la nación. Risitas. –Pues, sinceramente, Jimmy, no se me había ocurrido pensarlo. Yo vine a este programa… porque me pareció que encajaba con el perfil… -Sonrisa. -Pero ahora que me lo preguntas… -Sonrisa, risitas. -Creo que…, sí, creo que si tuviera todo ese dinero, haría otro concurso. ¡Como Boby! Pero este… -Risitas. –Este sería diferente. -¿A qué te refieres con diferente, Sally? Vamos, cuéntanos. Esa es tú cámara. No, no, esa de ahí, Sally. -Pues… -Larga sonrisa. –Para no repetir… Creo que haría un concurso en el que por esos cien millones de dólares, se buscara a la persona más… inteligente del país. ¿Por qué no? Eso sería diferente, no, Jimmy. Así la gente se esforzaría por demostrar su inteligencia igual que se ha hecho para ganar esta edición y nos encontraríamos con muchas personas intelectuales. ¿Qué debe de haber, no? Probablemente nadie en los últimos minutos había pestañeado al ritmo habitual. No entraba ni una sola llamada, ni un solo correo, ni un mísero mensaje. Ni siquiera Jimmy acertaba ahora a qué cámara mirar.

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De pronto, la gráfica de la pellirroja empezó a despuntar, elevándose vertiginosamente. La centralita no conseguía atender al gran número de entradas. Incluso habían saltado algunos fusibles. Se había bajado la temperatura de la sala de ordenadores para evitar el sobrecalentamiento. Los pulsadores del público asistente marcaban ahora un único botón. Gentes de todos los lugares se agolpaban en las diferentes sedes de la IncreDum, gritando su nombre.

Sonó el teléfono de la habitación. -¿Sí? –Cliford, algo adormecido todavía, intentaba despegarse de las sábanas. -¿Sí? ¿Quién es? Maldita sea. ¿En qué clase de cutre hotel le despiertan a uno a estas horas? -Disculpe, Sr. Hogan. Pensé que siendo las once de la mañana estaría usted despierto. -Mmm… ¿Las once? Bueno, y ¿qué demonios quiere? -Quería saber con qué vino desea acompañar la langosta a la salsa de caviar… Sr. -Ah. Pues. El más caro que tenga estará bien. -Como usted diga, Sr. Disculpe las molestias. Finos mechones de cabello pelirrojo se entremezclaban ahora entre los dedos de Cliford, mientras una estúpida risita retumbaba en sus oídos.

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[MOMENTOS]

S

e preguntaba si le habían hecho algún tipo de magia negra o si, quizás, había sido un hombre horrible en vidas anteriores y ahora estaba pagando por todas ellas. Sea como fuere, consideraba que estaba maldito. No podía ser que tanta desgracia junta le sobreviniera a una misma persona. Era consciente de que no debía ser el único al que le embargara esa sensación, pero no por ello le era menos dolorosa ni más comprensible. No tenía ganas de nada. No había razones para ello. Todo, de una u otra forma, acababa saliendo mal. Le parecía tan costoso, tan agotador, tan difícil seguir con vida, que en más de una ocasión se había imaginado ganándole la partida. Sin embargo, para mal de males, el sufrimiento se acentuaba al darse cuenta de que incluso tomándole la delantera, las consecuencias podían ser fatales. De él dependían otras personas, cómo abandonarlas, cómo hacerles entender... Cogió su sombrero y salió a la calle. Caminó tres cuadras hasta que clavó sus zapatillas sobre la arena y con rumbo fijo, avanzó hacia el horizonte intentando acercarlo, dejando tras de sí una estela parecida a la de las tortugas locales. No se fijó en el lugar, ni tomó referencia alguna. Simplemente se quitó la camisa, colocó las hawaianas a un lado, el sombrero encima y se adentró en el mar. Pero no obtuvo el efecto esperado. No notó el agradable frescor de sus aguas; ni el deseado vaivén de sus olas; ni el festejo de su espuma, de botellas descorchadas. Sí el cansancio, la sal en sus heridas, la agonía. Dejó de bracear, quedando suspendido entre una materia y otra. Cerró los ojos.

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[Lisette Durán Gadea]

No sabía cuánto había pasado, pero era evidente que ni el cielo ni su estrella, ni su piel, ni su corazón, estaban igual que como los había dejado. Le pareció que ya era hora de volver de su particular retiro, así que comenzó a nadar hacia la orilla. Qué increíble que aquello de lo que se había alejado con tanto esmero, fuera ahora hacia donde dirigía todos sus esfuerzos. A media travesía, notó un latigazo que le recorrió del talón a la rodilla y que fue recibido con un sonoro quejido. Intentó continuar, pero sus piernas ya no respondían. Acalambradas y frías, habían dicho basta. La vista se le nubló como si de pronto le hubieran cambiado de estación y de destino. Ahora notaba los empujones y se desesperaba sin poder hacer nada. Tragaba, tosía, lloraba, y todo se confundía. Nadie cercano, nadie a lo lejos. Toda una vida que empezaba a serle robada, cruel y vilmente. Luchaba por mantener la cabeza sobre la superficie, por no hundirse, por seguir a flote. Hasta que ya no pudo más. Cedió. Se armó de valor. Dejó de moverse, y se entregó. Cosas de la vida, los mismos empujones lo acompañaban ahora hasta la orilla. Amoratado, sediento, vejado y sin aliento, se encontró tendido y a salvo. Cuando pudo, se incorporó y sin recoger sus cosas, volvió al lugar del que nunca debió salir. Era el mismo hombre, pero envejecido mil años; tantos como le debían de quedar todavía por cumplir.

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[MOMENTOS]

H

abían hecho un corro cerca de ella y hablaban como suelen hacerlo aquellos que creen que el objeto de sus comentarios está carente de oído y de sensibilidad.

Cuchicheaban y se hacían miradas disimuladas, intentando inútilmente parecer sutiles y comedidos. La miraban y se cuestionaban el por qué de su ostracismo, de su hermetismo y falta de sociabilidad. Algunos opinaban que era por orgullo; otros, por timidez, y los menos, por falta de qué decir. Curiosamente, su desinterés hacia ellos la hacía particularmente interesante. Nada como querer pasar desapercibido, para atraer todas las miradas y nada como desear estar solo, para rodearse de lo peor. Las más audaces se le aproximaban y la aturdían con sus falsos halagos, gracias absurdas y consejos vacíos. A la avanzadilla se unían, poco después, el resto de observadores, curiosos y entrometidos. Intentaban averiguar en qué andaba tan ocupada, en qué tan entretenida. Les sorprendía, les molestaba, no saber las razones de su indiferencia. Los malpensados, le atribuían aires de grandeza; las puritanas, alguna indecencia. Sólo una atenta mirada, una cómplice escucha, podían averiguar qué hacía y en qué pensaba, pero como no era el caso, mientras ellos la atosigaban, ella seguía con sus labores sin mediar palabra. Acunaba con dulzura a su tesoro, al que había envuelto con calidez y ternura y al que, desde que había entrado en su vida, se había entregado por completo como una madre primeriza deseosa de dar lo mejor de sí misma.

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Entretanto, una sombra se había cernido sobre ellos, y de los que le habían ofrecido amistad, ayuda, compañía y consuelo, no quedaba ni rastro en tan preciso momento. El buceador había arrancado del lecho a la única y apacible silueta que había permanecido impasible, en ese punto del arrecife. Sosteniéndola con ambas manos y con tanto o más empeño que sus anteriores hostigadores, intentaba forzarla a abrirse en contra de sus deseos. Cuanto más se esforzaba él en quebrantar su voluntad, más se obligaba ella en mantenerse con firmeza, negándole toda posibilidad de adentrarse en un interior, bello por naturaleza. Ante tanta resistencia, era devuelta al hogar, y con la tranquilidad de sentirse libre y sin tener cerca ya, impertinente alguno; se daba por fin el gusto de enseñarse tal cual, sin preocuparse por nada ni por nadie y demostrando que, la preciosa perla que se guardaba bien merecía ser tan fielmente custodiada.

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[MOMENTOS]

S

abía que no estaba bien visto, pero tenía que intentarlo. Cruzó el pueblo entero con las ventanillas bajadas, respirando todos los gases tóxicos de la ciudad y maldiciendo a los conductores que se le cruzaban en el camino. Quería llegar a la hora correcta. Lo suficientemente temprano como para que le dedicaran el tiempo que necesitaba y lo justo como para no parecer desesperado, ya que si eso sucedía lo más probable es que le timaran. Bajó del Facault y dio tal portazo que pensó que se había quedado sin choche. Quería pasar desapercibido, así que miró a todos lados con disimulo y se desvió a pie por uno de los caminos. En la oscuridad de la noche, iluminado tan solo por las mortecinas luciérnagas de ciudad, fue intentando encontrar la tienda de antigüedades. Para acertar con ella, sabía que debía hacer las preguntas adecuadas a los pocos testigos de su recorrido, sin parecer un policía y evitando ser atracado o algo peor. Tenía que espabilarse si realmente quería dar con lo que buscaba, ya que era consciente de que nadie diría absolutamente nada. Una posición extraña del zapato, un dedo inusualmente colocado, una solapa torcida o un cigarrillo mal aposentado, eran las indicaciones a seguir para dar con el lugar exacto. Por fin llegó al callejón más oscuro que podía haber imaginado. Tragó con dificultad y golpeó dos veces la puerta. Se oyó un ruido al otro lado y poco después, ésta se abrió. Notaba que le observaban, como si un búho hubiera clavado de por vida los ojos en su nuca. -¿Su nombre? -Charles. No… soy de la… -¿A caso crees que hubieras llegado hasta aquí si lo fueras? -No no, por supuesto.

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-¿Sabes lo que buscas? Espero que no vengas sólo a mirar, porque eso te puede costar mucho más caro. Ya me entiendes. Charles volvió a tragar, ahora con mayor dificultad. -En realidad, quería que me asesorara. -Mmm… una respuesta acertada. Generalmente la gente es tan orgullosa que cree que lo sabe todo sobre el tema y, sinceramente, más les valiera no haber venido. Bien, entonces necesitaré algunos datos. -Pues verá…, llevo toda mi vida intentado sentir que estaba aquí por algo, buscándole alguna lógica a mi existencia y por supuesto, intentando ser feliz. Hace una semana me diagnosticaron una enfermedad terminal. En contra de lo que todos deseaban, internarme en un centro para acabar “bien” mis días, decidí venir aquí a probar algo distinto. No tengo nada que perder y tan solo deseo, saber qué se siente. -Comprendo. ¿Sabe Charles?, me gusta. Hacía tiempo que no escuchaba referencias a la felicidad. La mayoría de personas que vienen aquí simplemente quieren cambiar lo que tienen, sin pensar en las consecuencias de lo que se llevan y, probablemente por ello, más de uno no llega a pasar del tercer día. Hagamos una cosa, le enseño el catálogo entero y usted mismo decide. Pregúnteme cuanto desee al respecto. Hacía tiempo que no disfrutaba con una visita. Tome asiento junto al mostrador, pondré el cartel de cerrado. Charles se acomodó en el taburete mucho menos nervioso que cuando entró.

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[MOMENTOS]

-Bien. Vamos a ver por dónde empezamos. –El viejo había adquirido un tono amable y parecía dispuesto a tener un trato mucho más cercano. -Creo que lo mejor será comenzar por esta gama. Las almas perdidas. Están bien de precio si lo que quieres es algo rápido. Notarás un gran poder e insaciables ganas de seguir adelante, aunque sólo sea por tener dominados a los demás. Percibirás unas ganas inconmensurables de hacer cosas horribles, que te proporcionaran una satisfacción inmediata. Si la sabes llevar, incluso es posible que te vaya muy bien en los días venideros. Adecuadamente manejada, podrás tener dinero, mujeres, pseudoamigos y un gran éxito. Piensa que muchos de los que en el pasado tuvieron este tipo de almas, acabaron siendo grandes personajes de la historia y compartiendo las páginas más deseadas de los libros y las enciclopedias que hoy guardamos como reliquias en los museos de todo el mundo. -Ya veo. Lo que pasa es que no me considero una persona ambiciosa. No en ese sentido. Creo que busco algo más acorde con mi personalidad. ¿Qué hay de esas de ahí abajo que brillan tanto? -¡Ah, esas son mis favoritas! Buen ojo. Es mi maravillosa colección de almas buenas. Una vez en tu interior todo tu cuerpo será invadido por una especie de carga eléctrica que hará que todo te parezca mucho más claro y sencillo. Lo más probable es que salgas de inmediato de aquí buscando personas con las que compartir tu experiencia. Además, es muy probable que olvides los problemas que ahora te aquejan y que dediques tus últimos días a hacer el bien por los demás. -Sin duda, resulta tentador. ¿Tienen garantía? -Jajajaja. Supongo que es la pregunta que esperaba. No, son las únicas que no la tienen. No puedo asegurar en modo alguno lo que pase a partir de que la compres. Puede que las cosas te vayan bien y seas

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tremendamente feliz o que precisamente, las ganas de arreglar el mundo y las dificultades para llevarlo a cabo, acaben contigo antes que tu actual enfermedad. También he de decirte que a mayor calidad, mayor precio, pero que una vez adquirida la mejor de todas ellas, nada de lo que te ocurra tendrá para ti importancia, porque solo tendrás en tu corazón cabida para el dolor ajeno, no para el propio. Éstas se venden muy mal por la poca compatibilidad de las almas con los tejidos físicos actuales, la verdad. Como verás no les hago demasiada publicidad. Primero porque no han sido muchos a los que he estado orgulloso de entregarlas y segundo, porque me encanta tenerlas aquí. Me hacen sentir el protector de un gran tesoro. Son lo mejor que tengo en la tienda así que, como comprenderás, no me resulta fácil venderlas. Pero bueno, el cliente es el cliente. -¿Tiene algo menos exquisito? Tengo bastantes ahorros, pero no creo que pudiera comprar la más cara de las que me ha enseñado, que es la que me interesaría. ¿Tiene algo por ese estilo, pero más asequible? -Veamos. Qué tal éstas. Yo las llamo almas sensibles. -Cuénteme por favor. Estoy disfrutando enormemente de sus conocimientos. -Tienes clase, éstas podrían venirte bien. Son almas con una gran capacidad para captar los estímulos del entorno. Te permiten conectar con lo más intenso y hermoso del universo. El tendero sacó de su bolsillo una pieza metálica que sujetó con ambas manos y que llevó a sus labios con tanta delicadeza como si fuera a besarla.

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[MOMENTOS]

De pronto toda la sala parecía vibrar. A Charles se le erizó el cabello y un inmenso deseo de poder hacer lo mismo que el viejo del mostrador, le invadió por completo. -¿Qué ha sido eso? -Amigo mío, eso es lo que podría usted comprar. La sensibilidad y la gracia de poder tocar un instrumento como éste y transmitir con él lo que acaba de sentir. Captaría las conexiones que a otros se les escapan y podría hacer con ellas verdaderas obras de arte. Literatura, música, pintura, escultura… todo cuanto usted puede imaginar estaría a su alcance. -¡Eso es maravilloso! Perdone que le pregunte, pero ¿cuál es la pega? -Pues en este caso dependería de ti y no tanto del alma. Si eres capaz de disfrutar de tan increíble don y de gozar de semejante plenitud, habrás conseguido lo que parece que buscas. Pero, ciertamente, cualquier compra conlleva un riesgo y en este caso, me temo que la incomprensión hizo que muchos vinieran hasta aquí, a mi tienda, a devolvérmelas. Yo, por ejemplo, disfruto de mi música en este antro alejado, sin necesidad de exponerla al mundo; simplemente, impregnándome de todo su esplendor. Pero los hay que son incapaces de lidiar con la posibilidad de conectar con el cosmos y a la vez, no encontrar a suficientes personas con las que desarrollar esa conexión. De hecho, una de las ventajas de su compra, es que viene con un vale vitalicio que te permite ir al Club Mozart, a dos esquinas de aquí, y compartir con otros el producto de tu sensibilidad. Pero eso depende de si estás dispuesto a saber lo que se siente al tenerla. Yo soy viejo y me he acostumbrado a ello, pero he conocido a muchos que no fueron

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capaces de soportar el hecho de que una fina percepción de la belleza, indefectiblemente, conlleva una fuerte apreciación de los sinsabores de la vida. -Entiendo. Luego a más felicidad, también más infelicidad. -Algo así, sí. -Creo que no estoy en mi mejor momento como para soportar semejantes extremos. ¿No tiene algo menos exigente con uno mismo? El hombre canoso se puso a repasar las etiquetas. -Veamos. Almas idiotas; felicidad inalterable e inconsciente con productividad cero. Almas generosas; sensaciones hermosas instantáneas, gran consumo de energía. Almas investigadoras, alta eficiencia, bajo coste, pero importante requerimiento de tiempo. Almas espirituales, sin stock actualmente. Almas gemelas, se venden en pack de dos. Almas intrépidas, constante adrenalina, dificultades para la conciliación familiar. Almas vulgaris, buena calidad-precio, sin efectos secundarios y con gran adaptación al medio… De estas son de las que más tenemos… No sé, ¿alguna le ha interesado en particular? -¿Qué me dice de esa? La del frasco pequeño. Los ojos del tendero brillaron. -Esa no está en venta. -Pero… Creía que aquí se podía comprar de todo. -No señor, no todo se puede adquirir con dinero, ni ahora, ni antes, ni en el final de los tiempos.

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[MOMENTOS]

Charles se sintió tremendamente confundido. No podía dejar de observar el tarro de cristal por el que finalmente se había decidido. Sabía que ahora, ya no podía salir de ahí sin él. -Escuche, le daré lo que quiera, haré lo que me pida, pero estoy convencido de que, por alguna razón, es lo que necesito. El tendero se ajustó las mangas y se frotó la frente con un viejo y desgastado pañuelo. -Ese frasco es muy especial para mí y como le digo, no está a la venta. No hay oro en el mundo con el que pudiera comprarse, ni razón por la que quisiera yo venderlo. -Pero… Charles se encogió de hombros y como si al final le hubieran robado lo que había venido a buscar, se dirigió a la puerta más muerto que vivo. En el momento en que se disponía a girar el pomo, un fuerte golpe dentro de él hizo que se desplomara inconsciente. Cuando abrió los ojos estaba junto a su viejo coche, del que sólo habían dejado el chasis y una rueda pinchada. La imagen le hizo tanta gracia que empezó a reír y no paró hasta llegar al puente que unía los suburbios con la ciudad. Miró el río. El reflejo le pareció tan curioso como la imagen desvirtuada que se producía cuando lanzaba las pequeñas piedras que impactaban contra la superficie formando círculos y turbulencias.

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[Lisette Durán Gadea]

Caminó hasta el parque. Se acostó sobre la hierba y alzó la mirada al cielo. Se puso una ramita entre los labios y la fue balanceando como si dirigiera una gran orquesta. Empezó a mirar las nubes; a lanzar un grito de alegría cada vez que encontraba una forma reconocible y a imaginar nuevos seres a partir de las que se lo ponían difícil. Se quitó el reloj y lo dejó sobre uno de los columpios. Se sentó en el otro y empezó a balancearse despacio A medida que ganaba en confianza lo hacía en altura, hasta que ya solo se oían sus carcajadas y el roce de sus botas. Varios espectadores, todos niños, lo miraban maravillados ante semejante audacia, pensando que pronto se rompería algo o vendría su madre para llevárselo. Pasó la tarde canturreando, dibujando en un cuaderno los garabatos más raros y mirando por la ventana cada vez que algo distraía su atención, mientras seguía pensando, sin poder dejar ni un minuto de hacerlo. Al caer la noche, salió a la calle. Besó a la vecina en la mejilla y corrió hasta la fuente más cercana. Se mojó la cara y dejó que el pelo le chorreara hasta empaparse por entero. Saludaba a todos los que habían salido a pasear sobre el cálido asfalto, mientras subía y bajaba de la acera bailando y silbando como una vieja locomotora. Sin saber cómo, llegó hasta una puerta que le resultaba extrañamente familiar. Movió la campanilla y al no encontrar respuesta, se adentró en el local. Un señor mayor parecía esperarle frente a la barra.

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[MOMENTOS]

-Me alegra que hayas vuelto. Sabía que lo harías. Como te dije, el alma que intuitivamente escogiste no estaba en venta, pero en cuanto volviste sobre tus pasos supe que tenerla enfrascada no era lo que se suponía para ella. Me caíste bien desde el principio y sabía que merecías mucho más de lo que tenías. Así que lo único que te pido, es que cuando veas que el momento se acerca, vuelvas aquí para que pueda devolverla al lugar del que la tomaste prestada. Charles se sentía tan sumamente agradecido con el regalo que comprendía que le había hecho, que abrazó al hombre con ternura y ambos lloraron. Por fin se sentía libre, curioso, despreocupado, inocente. Podía ver el mundo con otros ojos. Notaba el cuerpo ligero y el corazón renovado. No le importaba el tiempo que pudiera disfrutar de ello, sino hacerlo al máximo. No había dolor, ni amargura. No quedaba resentimiento ni cansancio, ni malestar, ni malos pensamientos. Sólo pureza, ilusiones, esperanza. Podía ver la vida en colores. Imaginar, crear, volar en sueños. Descubrir, admirar, divertirse, jugar. El placer de recuperar lo perdido, de volver a los inicios. No pudo evitar sonreír. Nada como volver a ser un chiquillo.

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Papá mira cómo salto! -Sí, cariño. -¡Pero papá mira ahora!

-Sí, mi vida. -¿Papá lo has visto? ¡He saltado más que antes! Eso está muy bien, pero déjame trabajar ¿quieres? Maddi, recoge sus juguetes en silencio y una vez todo en el baúl, se dirige a la cocina. -Mami, hoy me he atado bien los cordones. ¿A que ya soy mayor? -Maddi, eso sería fantástico si no fuera porque has vuelto a hacerte en la cama. ¿Por qué no me lo dijiste? He tenido que limpiar muy a fondo y airear bien la habitación. Si realmente quieres ser una niña mayor tienes que empezar a ser más responsable… Maddi retuerce los pies y aprieta las piernas, como si el simple hecho de recordar el mal trago de levantarse avergonzada y molesta, la obligara a ocultar su vergüenza tras el telón de su faldilla. -Parece mentira que Sofía, que es más pequeña que tú, no me haga nunca estas cosas. Tienes que poner más de tu parte, Maddi… La pequeña mira al suelo y odia a su hermana tanto que echa fuego. Supone que si eso son celos, le están bien merecidos; aunque le parece que sus padres tienen compartidas culpas al respecto. No le gusta que la comparen, no soporta que la amonesten y… ¡no le gusta que la comparen!

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[MOMENTOS]

Suerte que ayer era domingo y qué desgracia que hoy sea lunes. Afortunadamente, lleva los deberes hechos. Muy bien hechos, además. Pintó el payaso con tanto esmero que a punto estuvo de agujerear el papel, eso sí, había puesto tanto color que daba gusto verlo. Cree que a su profesora le encantará el empeño que ha puesto. Lástima, eso sí, de la miguita aplastada sobre la corbata y de las sutiles manchitas de aceite del sombrero. Casi es la hora del recreo. La maestra pide los trabajos y apunta en la pizarra, para que todos copien, los deberes del día. A Maddi no le gusta la letra de su señorita, porque le parece infantil y demasiado redonda. Ella prefiere hacerla larguirucha y estilizada, tanto que con tres líneas ya tiene que cambiar de página. Pero no le importa, más vale hacerla bonita, que tan gorda como la de su profesora. Antes de que manden recoger, Maddi coge la caja forrada con papeles que encontró en casa, de su mochila del hombre araña. Tanto la una como la otra están algo pegoteadas por el zumo aplastado que ha impregnado a ambas, con un intenso olor a manzana. Aún así, se la lleva a la señorita y se siente como los Reyes de Oriente, mientras camina con fuerza para llamar la atención de sus compañeros que se alborotan como grillos en un encierro. -Isabel, he traído esta caja porque he pensado que todos los niños podríamos poner dentro cosas de las que queramos hablar. Así cada día, se sacarán los papelitos y podremos saber qué le pasa a cada uno. Y también podemos poner cosas entre nosotros y también podemos poner dibujos, y también… -Maddi, la idea está muy bien. Pero es que no tenemos tiempo. Anda recoge rápido que nos vamos al patio. ¡Niños… todos afuera….!

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La cabecita rubia sale con la bolsa de galletas cogida entre los dientes, mientras se pelea con la chaqueta para dominarla y poder ponérsela. Juega con sus amiguitas y lo cierto es que mientras salta a la comba y demuestra con orgullo lo que ha aprendido, no se acuerda ni de la caja ni de nada de lo ocurrido. Fila y a clase, tan ordenadamente como unas hormigas con resaca y haciendo tanto ruido como un tropel mal avenido. La docente pide silencio y escribe en la pizarra: “Proyecto de clase” con letras curvilíneas y grandes. Entretanto, ya alguien se le ha adelantado para preguntar, sin levantar la mano: “¿eso qué é?”, mientras Maddi lo mira molesta y ofendida en lo más profundo de su momentáneo sentir. La maestra explica que van a hacer un proyecto que ocupará todo el trimestre y que tiene que ser del interés de todos. Que tendrán que hacer un trabajo juntos y que buscar mucha información sobre el tema que salga. Tras una lluvia de ideas, la profesora apunta en una larga lista las ocurrencias de todos ellos. Dice a los niños que hay algunas cosas que son muy difíciles, así que tacha un tercio sin mucho divagar y les explica, a su vez, que hay temas que pueden agruparse, reduciéndolos sin más, a menos de la mitad; pedagógicamente hablando. Les comenta que les será más fácil buscar información sobre unos que sobre otros, así que borra los que pudieran entrañar mayor dificultad y entre los cinco que quedan hace a los niños elegir a mano alzada. Sin ninguna duda, han ganado los delfines, así que ahora Maddi pinta con denuedo el cetáceo impreso que tenía eficientemente preparado su maestra y cuyas líneas simples y toscas le hacen entrever la poca creatividad de los adultos, su hipocresía, su falta de empatía, de esfuerzo, de reflexión...

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[MOMENTOS]

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o había manera de colocar la tachuela que, irreverente, acababa de precipitarse por tercera vez. Con esfuerzo, mientras con una mano aguantaba el hilo, con la otra, a medio agacharse y en una posición tan incómoda como ridícula, tanteaba el suelo en busca de la pequeña desleal. Notó un desagradable pinchazo y con él, dio por terminada su búsqueda. La clavó con cuidado dejando sin uso el dedo índice, que ahora estaba siendo intervenido para evitar que siguiera escapándose el carmín cálido de su interior. Visto desde el frente, se asemejaba a una araña acechando a su presa, atrapada en la lógica y resistente trama que él mismo había creado, en un intento desesperado por mantener todo en su lugar. En ningún momento se había apartado ni había cejado en su empeño. Como mucho, de vez en cuando, se permitía estirar alguno de sus miembros que, entumecido, agradecía la benevolencia momentánea de su dueño. Cogió otra chincheta y la sostuvo bien prieta, enroscando en su limitado cuello parte del hilo con el que sujetaba todo. Continuó realizando la misma operación una y otra vez, en ocasiones con ternura y en determinados momentos, con impaciencia. Miraba de soslayo, como intentando mejorar la perspectiva, y allí donde veía que podía dar un nuevo amarre, allí que añadía otro tramo de hilván, con su correspondiente lazada y su imprescindible sujeción. Pero para castigo de su corazón, cuando creía que todo estaba controlado, algún pesado recuerdo hacía amago de soltarse, por lo que con el pulso acelerado y un notorio temblor en las manos, volvía a tirar de la madeja y a intentar volverlo a sitio.

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En ocasiones, se preguntaba por qué le era tan difícil conseguir su propósito. No recordaba ya desde cuándo se encontraba inmerso en aquella labor, ni la razón exacta por la que continuaba desempeñándola. Con cuidado, como si sus movimientos pudieran alterar el espaciotiempo, volvió a mirar la amalgama de emociones, de pensamientos, de experiencias, de imágenes y de vivencias de su infancia, de logros de juventud, de objetivos, de pertenencias atesoradas a lo largo de su vida, de palabras de personas queridas, de miradas, de sonrisas, de lugares, de melodías y de ensoñaciones. Retrocedió unos pasos para seguir con sus grisáceos ojos el recorrido de la hebra, intentando encontrar un origen del que hasta ahora no se había preocupado. Muy a lo lejos parecía que algo o alguien mantenía el hilo en tensión. Con no pocas dudas y procurando convencerse de que dejaba todo como debía, comenzó el trayecto hacia aquellos puntos lejanos, sin apartarse de la línea que le hacía de guía. Tras un camino que se le hizo más largo de lo que cabía esperar, probablemente por la cantidad de veces que había mirado atrás, llegó donde debía. Notó un aire cálido y ligero que le instaba a sumarse a la escena como el pintor que se adentra en su propia obra. Con sorpresa, advirtió que el hilo que hasta el momento le había acompañado se dividía en varios cabos más finos y delicados. El primero de ellos estaba enroscado en la ramita saliente de un hermoso abedul, el cual vino a su memoria bruscamente, recordando el lugar exacto cuya semilla, siendo niño, había plantado en el jardín de su casa.

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Sin prestar mayor atención al resto de figurantes, se vio impelido a trepar por aquel tronco al que tantas veces había subido, con la esperanza de que fuera tan recio e inacabable, que le permitiera dejarse llevar por sus deseos y alcanzar por fin sus sueños. Pero fue agarrarse a un par de ramas, cuando uno de los presentes, un hombre de rostro serio y malhumorado, con zapatos relucientes y reloj brillante, se levantó airado dejando libre el cabo que sostenía. A su marcha, unas nubes negruzcas aparecían tan de la nada como el viento que comenzaba a levantarse. Algo tan oscuro le sobrecogió que sin darse cuenta se apoyó en el brote más débil. Éste, al romperse, dejó volar sin remedio el extremo del hilo que ahora se movía locamente, como el cordel de un chiquillo que irremediablemente va a perder su cometa. De un brinco volvió al suelo haciendo todo lo posible por recuperar los dos filamentos. El frío empezaba a cernirse sobre aquella surrealista instantánea, cuando el llanto de un bebé le hizo fijarse en quien sostenía el tercer cabo entre sus manos. Quiso mirarla a los ojos, pero el reproche y la tristeza implícitos en sus gestos y en sus maneras, le obligó a dejarle paso. Se marchaba ella, con el hijo de ambos apretado contra su pecho, y dejando olvidado lo que les había mantenido unidos durante tanto tiempo. No podía creerlo, pero aún así, hizo todo lo que estaba en su mano por recuperar aquellos tres extremos. Con suma dificultad, corriendo de un lado a otro, consiguió dar con dos de ellos. El tercero surcaba el aire libremente, a merced de su gracia. Se lanzó irremisiblemente sobre el insurrecto, dando de bruces contra el piso. Al levantar la cabeza, con no poca satisfacción y con el puño bien apretado, vio que frente a él se hallaba el pobre viejo que le había

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visto nacer. Se apoyó con cuidado en sus rodillas, se irguió, quiso decirle lo que quería, preguntarle por lo ocurrido, pedirle consejo y hallar en él consuelo. Pero al acercarse a sus mejillas notó el suspiro helado de quien se marcha para no volver, de quien ha aguantado hasta el último momento para ser de utilidad y servicio a quien ama, a quien ha amparado y cobijado en lo más profundo de su ser. La pesada mano cayó a uno de los lados dejando escapar, con la suavidad con la que daba la impresión que marchaba su alma, el último hilo que le importaba. El hombre de ojos grises miró nuevamente a lo lejos, liberando por fin a sus manos de las convicciones y del deber. En el silencio, una silueta sentada, una vaga espera, un final irremediable. Poco o mucho después, un ruido ensordecedor percutía cada átomo hasta llegar donde él.

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mpezaba el año y con él, un nuevo ciclo y una nueva vida para Jacinto. Había trabajado durante años en una de las empresas punteras de la ciudad dedicada a la creación y mejora de aplicaciones informáticas, codo con codo con un equipo de diez personas, en el departamento de I+D.

A pesar de que la relación con sus compañeros siempre había sido buena y el puesto le gustaba, ni su jefe ni las condiciones le habían dado otra opción que pedir el finiquito, vender su piso y trasladarse a las afueras, a la casa de sus padres. Probablemente de no ser por la inesperada herencia, no se habría decidido de forma tan abrupta a realizar un cambio así de radical, pero al llegarle la carta del abogado, lo vio todo claro y en una semana, ya estaba instalándose en su antiguo hogar. Era una casa pequeña, pero confortable. Las gruesas paredes hacían que la temperatura de las estancias se mantuviera regular a lo largo del año y la combinación de madera y forja la dotaban de un carácter entrañable. Comenzó a recordar sus carreras por el pasillo y sus idas y venidas al pozo, cuando su padre le pedía que le ayudara a regar las plantas que con tanto mimo su madre colocaba en las macetas de todos los alféizares de la casa. Los colchones de lana pedían un cambio, pero en general, estaba todo muy bien conservado. Las cortinas de lino creaban en las habitaciones una cálida y tamizada iluminación, que quedaba reforzada por el devorador fuego que engullía al día, tres o cuatro troncos sin perdón. Se sentó en un taburete frente a la chimenea y, con una rebanada de pan en una mano y buen embutido en la otra, dio por iniciada una cena de tantas, sin preocuparse de entregar informes ni de hacer cálculos, maquetas o invenciones.

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Se sentía contento con las nuevas perspectivas. Sin duda iba a serle difícil mantener todo aquello tan bien como lo habían hecho sus padres, pero valía la pena intentarlo. Sonrío al pensar cómo de joven había salido prácticamente huyendo de todo aquello, en aras de tener comodidades, aumentar sus posibilidades de hacer dinero y, en definitiva, de labrarse una vida. Ahora había vuelto, harto de la ciudad, del estrés, de las obligaciones y de las rutinas. Se preguntaba si por fin había conseguido lo que en tantas ocasiones le habían recomendado, dejar de lamentarse y cambiar lo que parecía inalterable, dar un vuelco a su mundo y darse la oportunidad de cambiar sus esquemas mentales, tan fuertemente anclados. Era el momento de empezar desde cero, de reaprender el duro oficio de agricultor, de ligarse a la tierra y a la naturaleza y de demostrarse a sí mismo, que podía hacerlo. Durante el mes, contactó con los proveedores habituales de la familia para hacerse con las semillas necesarias, renovó las herramientas que lo requerían, revisó las acequias y los canales y podó algunos de los árboles frutales que más lo necesitaban. Se sentía cansado, pero el trabajo del campo parecía reconfortarle. El dolor de su cuerpo no acostumbrado a las posiciones y movimientos a los que ahora se veía obligado, le recordaban lo limpio y estable de su anterior trabajo, pero también la diferencia entre el dolor físico y el mental, siendo el primero, mucho más llevadero. El frío le agarrotaba las manos a pesar de los gruesos guantes que había comprado y la ropa, siempre le resultaba insuficiente. Procuraba templar los ánimos y pensar que no tardaría mucho en acostumbrarse a

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las duras condiciones de una zona con tanta humedad y tan bajas temperaturas. Para saber qué hacer en cada temporada, contaba con la ayuda de Tobías, vecino de toda la vida de la familia. Tenía mujer y tres hijos mayores que nunca venían a visitarle, por lo que entre él y su señora, procuraban capear las dificultades económicas en las que se encontraban, como consecuencia de las malas épocas de productividad vividas en los últimos años. Procuraba molestarlo lo menos posible y echarle una mano de vez en cuando en las tareas que requerían de cierta fuerza física, ya que Tobías, aunque era hombre recio, comenzaba a estar ya mayor para determinados trabajos del campo. Toñina, gallega de origen y murciana de corazón, los veía trabajar desde la cocina mientras preparaba sus suculentos pucheros y sus postres típicos de la región. Jacinto, preparaba la parcela para las siembras y plantaciones que en breve debía comenzar a realizar. Con las piernas cansadas, se agachaba y levantaba con la ilusión de sentir que estaba en el camino correcto y que, por agotador que fuera, era mejor que seguir donde había estado durante cinco años bajo las órdenes de otro. Ahora él era su propio jefe y empleado a merced, tan solo, de lo que sus cultivos le depararan. Lo que le comenzaba a resultar más difícil era la soledad a la que se estaba habituando. La tranquilidad que tanto le había gustado al principio, no podía frenar la sensación de no tener a alguien cerca con quien echar unas risas o comentar alguna noticia. Se había obligado a dejar el ordenador en el desván y a resistirse ante la tentación de darle uso, así que procuraba seguir el contacto con el mundo exterior a través de la televisión y de la radio.

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La mayor parte de las veces se quedaba frente a la pantalla con mirada contemplativa, sin prestar especial atención, entretenido con sus propios pensamientos. Tantas otras, dormitaba en el sofá con algún libro entre los dedos, a medio destino entre su regazo y el suelo. Los días comenzaban a alargarse y con ellos, también la verde hierba de los campos. Tocaba cortarla debidamente, además de escardar y mantener los cultivos, como preparación ante la llegada inminente de la primavera. Además de arreglar la parcela, se había ofrecido nuevamente a ayudar a Tobías, que a duras penas podía subir al tractor. Parecía tan abatido por el invierno como las contraventanas, puertas y demás mobiliario que con tanta dificultad habían aguantado los fuertes vientos y que ahora, se afanaban por arreglar y recolocar. La relación entre ambos comenzaba a estrecharse, de modo que cuando la Toñina lo permitía, caminaban hasta al pueblo a por un par de frías y reconfortantes cervezas. Llegó abril y con él, la necesidad de tener bien dispuestos los envases, cestos y recipientes en los que colocar la mercancía. Jacinto había habilitado una de las habitaciones más grandes de la casa a tal efecto, ya que prefería tenerlo todo a buen recaudo. La hierba crecía pavorosamente y le obligaba a dedicarse, gran parte del día, a quitarla. La apilaba en montos, que después vendía a muy económico precio a uno de los ganaderos locales. Le agradaba ir a verle y contemplar el dominio con que dejaba a las pobres ovejas sin sus algodonadas pieles. Por la tarde, aprovechaba para cavar y airear los terrenos y dejarlos bien preparados para los meses venideros que, en breve, comenzarían a retratarse con días más luminosos y cálidos.

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[MOMENTOS]

El buen tiempo obligaba a un mayor riego, por lo que era importante estar pendiente de que todos los sistemas de agua estuvieran funcionando óptimamente. Tobías aparecía de vez en cuando con sus tijeras de podar para quitar los chupones de los rosales y de los arbustos. Lo hacía con tantas ganas que parecía creer que realmente la intención de estos, era la de aprovecharse de la debilidad de los demás brotes. Una vez impuesta su justicia, se retiraba a casa como un hombre satisfecho tras haber restablecido el orden no natural de las cosas. Jacinto, entretanto, retiraba las partes marchitas de las flores, de las hojas y de los tallos que encontraba a su paso, mientras abonaba abundantemente las parcelas y las macetas que lo requerían. El buen tiempo era ya estable, dejando lugar a hermosos días veraniegos de cielos azules y acalorados atardeceres. Jacinto disfrutaba enormemente cuando podía descansar después de una larga y dura jornada. Se sentaba en su hamaca de haya en el porche abierto y blanco, con un whisky de malta y un libro de Chejov; saboreando deliciosamente a ambos y contemplando de vez en cuando los resultados de su trabajo, aparentemente, como un hombre acostumbrado a ello. Por las mañanas, con ayuda de la Toñina, aligeraba las ramas de los árboles frutales para que el exceso de carga no las rompiera. Lo recogido lo llevaban al pueblo, junto con las hortalizas que su buena vecina había dispuesto en cajas y que ocupaban al menos la mitad de la carreta. Era una especie de cooperación empresarial, sin serlo y sin pretenderlo. Era agradable pensar que este tipo de colaboraciones surgían de manera espontánea y natural, sin que nada preconcebido, nada premeditado, se impusiera a su buen hacer.

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[Lisette Durán Gadea]

La luz de un nuevo día le despertó de madrugada. Debían de ser las cinco y media, pero ya clareaba en el horizonte. No le hacía falta reloj, pero aún así lo miró. Como un viejo amigo, le recordó que era una fecha importante, así que optó por no ponerse ropa de trabajo, sino una camiseta banca de suave algodón y unos tejanos tan azules que se hubiera dicho que no los había usado nunca. Se refrescó y se peinó hacia el lado derecho dejando un surco casi perfecto, como si lo hubiera arado a conciencia. Recolocó algunos cabellos blancos herencia de su antiguo trabajo, se roció con su colonia favorita y cerró la puerta con un leve chirrido tras de sí. Se dirigió al pueblo tranquilamente, observando los adoquines, las casas, las flores de las terrazas y la serenidad de sus calles. Poco después, llegó a la cantina, abierta como siempre para todo aquel que quisiera tomar un buen café antes de empezar las labores del campo. Saludó al dueño y se sentó en una de las mesas que, solitaria, ofrecía la oportunidad de unas vistas al cerro inmejorables. Era su cumpleaños y quería pasarlo relajado, recordando, pensando y distrayéndose. Pagó el desayuno y el periódico y se dijo a sí mismo que era un buen momento para estirar las piernas. La plaza en la que antes había reinado una paz infinita, comenzaba a abrirse al trasiego de sus gentes, al ir y venir de las camionetas y al trinar de los pájaros. Unas chicas con apariencia inequívoca de extranjeras se acercaron a él para preguntarle por alojamiento. La más alta le miraba con especial atención, mientras su compañera intentaba a duras penas hacerse entender. Nunca había creído en los flechazos, pero sin duda aquello debía serlo. Después de indicarles el hostal más cercano, se armó de valor para sugerirles quedar por la noche y tomar unas copas.

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La luna brillaba. Estaba tan resplandeciente como la guapa portuguesa que coqueteaba con su pelo, haciendo pequeños bucles entre sus dedos. Estaban de vacaciones y se habían decantado por el turismo rural, a la espera de encontrar rincones apacibles y hogareños en los que descansar durante el verano. Tanto la más joven como la que le reía todas sus gracias hablaban bastante bien español, ya que, asiduamente, visitaban a la familia en la capital. Afortunadamente para él, la de grandes ojos marrones era una de ellas. Se acostó esa noche pensando que no podía haber mejor regalo que el que le habían dado aquél día. A la mañana siguiente se levantó más ligero, contento y animado que de costumbre. Sin embargo, tocaba centrarse en el trabajo y no perder de vista sus obligaciones. Tobías se dio cuenta de inmediato y a la Toñina no le hizo falta mucho más, Jacinto estaba enamorado. Ambos le animaron a invitarlas a su casa y él, aceptó de buen grado. Les dio tiempo a prepararlo todo antes de que Jacinto apareciera con las tres muchachas riendo como chiquillos. La gallega hizo gala de su buen cocinar y Tobías agilizó sutilmente los encuentros entre los dos jóvenes. A finales de mes, la pareja ya se veía todas las tardes y compartían mucho más que sueños y experiencias. Sin embargo, la marcha era inevitable, así que se despidieron con la promesa de volver a verse prendida en los labios. Una vez aceptada la obligada separación, no quedaba otra que desear que llegara cada noche y con ella, la ansiada llamada de Ângela. No había ni un solo día en que no escucharan sus voces y se dijeran con tiernas palabras, el amor que se profesaban.

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[Lisette Durán Gadea]

En el campo, los ciclos seguían dominando su vida y marcando los tiempos y las labores que realizar a diario. Con la recién entrada del otoño no quedaba otra que recoger la hojarasca y limpiar las flores de hojas y pétalos marchitos, con el fin de elaborar el compost necesario para abonar posteriormente los cultivos. En ocasiones, cuando agotado de sacar la maleza levantaba la vista al cielo, la bella imagen de su portuguesa le daba fuerzas renovadas para continuar trabajando. Acababa la jornada cansado y dolorido, pero siempre con el objetivo claro de salir adelante y conseguir que tanto esfuerzo valiera realmente la pena. Las abundantes lluvias dificultaban algunas tareas, pero también hacían que las partidas de cartas y las charlas vecinales adquirieran un carácter especial. Por la noche, acariciaba las suaves mejillas de cada una de las fotos que se esparcían sobre su cama, mientras tarareaba melodías aspirantes a fados, a las que estaba convencido que no hacía justicia. Los temporales se sucedían y con ellos los destrozos en los árboles, las plantas, las vallas y las casas. Gran parte del tiempo tanto él como Tobías lo pasaban arreglando lo que el viento, el granizo y la nieve se encargaban de maltratar. El calendario volvía a renovarse y con él, los anhelos de un verano cada vez más cercano en el que recuperar a Ângela y vivir por fin juntos. El tiempo pasó, como pasa lo bueno y lo malo, y con él llegaron el blanco vestido de la novia, las ganancias de Jacinto, los nietos de Tobías y de la Toñina, las malas cosechas, la niña de la casa, el recolector nuevo, la mejora de las instalaciones, la sufrida enfermedad

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[MOMENTOS]

del hostelero, las vacaciones en Oeiras, los estragos tras las sequías, los necesitados aguaceros, lo buenos años de recolecta y la hermanita de Ângelina. Jacinto repasaba su vida y acariciaba su perfilada barba. Para él, tras hacer las debidas cuentas, el saldo era sin lugar a dudas positivo. Se sentía feliz. Había llenado su vida y a pesar de los percances, era más lo que encontraba positivo, que cuanto malo le había ocurrido. Miraba a sus niñas jugar entre los frutales que tanto esfuerzo se habían llevado y disfrutaba viendo a su dulce esposa canturrear junto a los rosales. Miró el buzón, a pesar de que no solía hacerlo, y repasó los sobres acumulados que le aguardaban en su interior de hojalata. Uno de ellos captó su interés al momento, de modo que lo abrió pausadamente pero con recelo. La carta era de su antiguo trabajo. Hacían referencias a sus consabidas aportaciones a la empresa y le alababan por su nuevo recorrido, en el que había destacado por sus ganancias y exportación de productos de calidad, por sus innovaciones en el mundo de la agricultura y por la distinción de su marca. Le animaban a volver a la compañía, como asesor de ventas y de investigación y le instaban a ponerse en contacto enseguida. Jacinto metió la carta, guardó el sobre y salió al patio nuevamente con su familia. Los frutos habían llegado, pero en esta ocasión, demasiado tarde.

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[Lisette Durán Gadea]

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or fin había llegado el día. Estaba tan nerviosa y alterada que corría por toda la casa como si fuera el más feliz de su vida. Iba a conseguirlas, lo había deseado tanto... Había escuchado tantas historias y anécdotas que sentía que el corazón se le escapaba del pecho.

Se reunieron todos en el salón, la familia al completo. Abuelos padres, primos, sobrinos y, por supuesto, Betty, la segunda nieta más pequeña y la gran agasajada de la fiesta. Se colocó en el centro y se sentó sobre la mullida alfombra de pelo. Mamá sacó una caja larga y de color añil adornada con un gran lazo. Betty pensó que siempre recordaría aquel momento de verdadera ilusión y fantasía. Como pesaba un poco, la apoyó sobre su regazo y animó a la niña a que se acercara para abrirlo. Betty se levantó de un brinco y se abalanzo sobre su tesoro. Intentó guardar en su memoria cada segundo mientras deslizaba el satén y deshacía el nudo. Papá la ayudó a levantar la tapa y al fin, ahí estaban. Eran tan hermosas que su cara se iluminó como si realmente resplandecieran. No oía nada y no le salían las palabras. Con delicadeza, pasó su pequeña mano por ellas desde el inicio hasta el final, como un ciego intenta adivinar el contorno a través del tacto y guardarlo para sí. Miró a su padre con ansiedad y éste las levantó para poder colocárselas. Al desplegarlas todavía le parecieron más hermosas y tuvo que contener el aliento. Eran de un blanco tan puro y tan intenso que resultaban inmaculadas. Ni todas las ensoñaciones a las que había

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aspirado eran comparables con la imagen que tenía ahora de sus preciosas y deseadas alas. Giró sobre sí misma como una peonza para que se las colocaran. Primero sintió como un pellizco, un pellizco dulce y aclamado. Luego, notó el peso, pero uno ligero, como el que se produce cuando se vierte aceite en un vaso de agua. Cuando las tuvo bien sujetas le pareció que la habían coronado, que ya nada podría dejar de hacerle sentir aquella plenitud. El resto de los niños se acercó y ella sintió que le rendían pleitesía. Era su gran momento y como una reina dejó que los plebeyos admiraran la fastuosidad de su nuevo semblante. Acabada la ceremonia y ya solo su familia en casa se retiró con discreción a su habitación. Se puso delante del espejo y quedó fascinada con la imagen que reflejaba. Eran unas alas tan bonitas que sintió que había alcanzado el cielo. Cada pluma estaba en el sitio perfecto y a pesar de que parecían frágiles, sentía que con ellas podría hacerlo todo. Al día siguiente salió como una flecha después de desayunar y de adecentarse, de ahuecar las plumas y de perfumarlas y se dirigió al pequeño bosque que había en la parte trasera de la casa. Saltaba, cogía carrerilla, se subía a alguna roca y miraba desde lo alto. Todo lo podía. Cuando quedó exhausta se recostó sobre la hierba con cuidado de no mancharlas y se quedó adormecida como dentro de su propio nido. Era tan maravilloso sentirse capaz, protegida, ambiciosa, libre.

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Aquello la había dotado de lo máximo a lo que podía aspirar. Era como saber que el mundo se abría ante ella y que ahora todo marcharía bien. Con sus suaves alas lograría sus metas, encandilaría a todo el mundo, la respetarían y la valorarían, la amarían y viviría una vida plena y feliz. Pasó la mañana allí, sonriendo y sintiéndose la persona más afortunada del mundo. Un mundo que se le antojaba dulce e ilusionante. Oyó a lo lejos la llamada de su madre, se incorporó y acudió a ella tan contenta y resuelta como se había alejado. Pasaron algunos años. La habían dejado sola a cargo de todo para poder ir a hacer la compra y traer algunas cosas que necesitaban, así que Betty pensó que era un buen momento para hacer lo que más le gustaba, tocar el piano, pintar, dibujar y por supuesto, pasearse por la casa canturreando. Después de un rato, pensó en ordenar un poco para que cuando llegaran todo estuviera impoluto y echar así una mano. Fue poniendo cada cosa en su sitio con buen ritmo y eficientemente, pero cuando quiso colocar la chaqueta de su padre en el perchero algo cayó y sonó contra el suelo como un objeto metálico y con cuerpo. Se agachó, lo recogió y lo mantuvo en el aire para verlo a la luz. Era una llave de tamaño mediano, pero bastante pesada. No la reconocía y no sabía a qué lugar pertenecía. Dada su curiosidad, aquello despertó en ella multitud de elucubraciones. Estudió la forma y sus características y acabó deduciendo que podía ser de algún baúl o puerta antigua. Recorrió la casa entera e incluso probó en el granero, pero no tuvo suerte. Desde allí, se quedó mirando el ventanuco de la parte más alta de la casa y se acordó del desván.

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Nunca había subido porque le habían dicho que era peligroso, que había trastos viejos y que podía hacerse daño. Subió corriendo las escaleras y probó en la cerradura. La puerta se abrió y con el pie fue empujándola hasta dejar el paso suficiente para adentrarse en el cuarto. No había nada interesante. Realmente todo parecía antiguo y anodino. Fue levantando tapas, abriendo cajones, mirando cartas, pero no había nada de su interés. Era como un paisaje gris, insípido e insustancial. Se sentó en una vieja cama cuyos muelles chirriaron al aguantar su peso. Miró a un lado y a otro con cierta decepción. Junto a la cama había un ropero de roble francés envejecido, probablemente herencia de los abuelos. Lo abrió sin dificultad y se quedó atónita con lo que guardaba en su interior. Había ocho ganchos de latón de los que solo cinco estaban ocupados. De ellos colgaban lo que nunca hubiera podido imaginar. Algo en su interior se rompió. Cerró las puertas y acto seguido volvió a abrirlas en un intento porque la realidad cambiara. Nunca se lo había planteado y se sentía bastante ingenua por ello. Cómo no se lo había preguntado antes y por qué no había buscado la respuesta en sus mayores. En el primer y segundo colgador, había unas alas de aspecto raído y casi ocre. Incluso con zonas en las que las plumas parecían desprenderse. Lucían desgastadas y castigadas por algún tipo de situación que no alcanzaba a comprender.

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En el siguiente, unas alas algo polvorientas y extremadamente manidas habían sido dejadas con bastante despecho, como quien se libera de una carga o de unas creencias obsoletas. A su lado, unas alas bonitas y cuidadas daban la sensación de haber sido colocadas y limpiadas muchas veces. Como el dueño de una reliquia o de un sueño, que lo saca de vez en cuando para admirarlo, para dejarlo volar unos instantes y que luego vuelve a guardarlo para que no pierda nunca su verdadera esencia. En el quinto colgador, unas alas maltratadas y dejadas furibundamente le recordaron al redentor, sufriendo el castigo y aguantando el agravio. Se quedó mirando al siguiente, vacío e incompleto, y unas lágrimas comenzaron a humedecer sus mejillas. Estaba tan concentrada que no notó que tras de sí dos figuras se le acercaban. Una de ellas posó con cuidado la mano en su hombro y cogiéndola con cariño, la sentó sobre sus rodillas. -Mi vida, lamento que hayas llegado hasta aquí, si bien a todos nos llegó la hora en su momento. Eres probablemente la única de la familia que a medida que se hacía mayor nunca preguntó porqué las personas de más edad que ella no tenían sus alas. Nos sorprendía a la par que nos alegraba, pues eso alargaba tu inocencia y felicidad. A mí me complacía más de lo que a tu padre le asustaba, pues le dolía pensar en cómo te sentirías al saberlo. Betty miró a su padre, que realmente parecía triste y compungido.

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Él le acarició el cabello y con su profunda voz le explicó que todo niño merecía al menos durante la infancia creer que era invencible, que la vida era hermosa y que algún día alcanzaría todas sus metas, por altas que estas fueran. Pero llega un momento, en el que se ha de madurar y entender que la vida es como es y que hay que vivirla como hombre, con sus sufrimientos, sus alegrías y sus desgracias. Betty se sintió dolida por el engaño y preguntó por qué entonces haberle mentido durante tanto tiempo. De qué servía todo aquello, para qué alimentar tan insana creencia. Sintió una punzada y aunque no le agradó, por un momento odió a sus padres y a todos los que le habían puesto en la cabeza aquellas ideas de grandeza. Se dejó caer de la falda de su madre y mirando hacia la puerta señaló sus hombros. Mamá lo comprendió y con dos suaves pellizcos, la liberó de lo que hasta ahora la había hecho sentir invicta. Sus alas fueron colocadas al lado de las de su hermano y las puertas del viejo armario volvieron a cerrarse. Betty bajó las escaleras con una desolación inmensa. El mundo había cambiado, parecía otro totalmente distinto. El aire se le hacía denso. La luz no era la misma ni el sol calentaba igual. Su hogar parecía haberse encogido y sintió miedo. Cuando llegó al salón se encontró con su hermanita pequeña y la abrazó tan fuerte que casi la hizo gritar.

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Rubin notó que sus alas no estaban y le preguntó por ellas con extrañeza. Para entonces sus padres ya bajaban las escaleras y se quedaron escuchando. Betty la miró intensamente, le dijo que se le habían caído porque ya se había hecho mayor y que estaba deseando el momento, en que ella tuviera las suyas para poder disfrutarlas juntas. Rubin le dio un tierno beso, se alegró de que su hermana la quisiera tanto y por primera vez, empezó a pensar en lo que las deseaba, en lo feliz que sería y en todo lo bueno que le pasaría una vez fueran suyas.

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e conocieron en un café. Fue algo casi irremediable. Como si se percibieran de vidas pasadas o futuras.

Ella leía un libro y saboreaba algo cremoso y endulzado. Él la vio y se interesó, como el que de pronto se fija de entre miles de cuadros en aquél que le hace pararse, ladear la cabeza e intentar comprenderlo. Iniciaron así una serie de largas e intensas conversaciones que les harían adentrarse cada vez más en sus almas y en sus mentes, de una forma íntima y profunda. Desde entonces quedaban para charlar, para hablar de música, de cine, paseaban, compartían y soñaban. El tiempo transcurría con sus altibajos, sus grandes momentos y aquellos que duelen, pero transmutan. Esos que superados engrandecen la relación y la fortifican. Maduraban juntos, progresaban y se enamoraban. Comunicarse era importante en sus vidas, para poder comprenderse a la perfección. El lenguaje puede ser transformador y las ideas liberadoras. Lo que se decían, aquello de lo que hablaban les permitía conectar a un nivel mucho más hondo y honesto. Se sentaban en un banco y dejaban pasar las horas o quedaban para cenar en lugares discretos de luz tenue y agradable. Se miraban, se entendían y se gustaban. Con los años y a pesar de las dudas de ella, consiguió convencerla para alcanzar un nuevo nivel y permitirse pasar de las palabras a los hechos.

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Sin embargo, cuando él intentaba coger su mano, ella la apartaba rápidamente, por nervios y timidez, por temor a equivocarse. Porque cuando todo es perfecto, asusta lo que pueda pasar al ambicionar algo mayor. Era difícil salir de aquel sueño en el que habían crecido juntos. Cuanto más intentaba él acercarse, más se alejaba ella por el miedo a que sus frágiles anhelos se rompieran. Aquello comenzó a desgastarles. Él se esforzaba y ella se entristecía. Ella lo cuestionaba y él se apartaba. Se llamaban, pero no contestaban. Se buscaban, pero no coincidían. Empezaron a dejarse mensajes que leían tardíamente. Quedaban en sus lugares favoritos, pero sin encontrarse. Él le dejaba flores, que aparecían marchitadas. Ella le escribía cartas, que nunca eran contestadas. Por fin un día volvieron a verse. Un día de verano, una tarde tranquila. Corría una suave brisa, salada y apacible. Se saludaron, sonrieron y se acercaron el uno al otro. La miró; le contestó con la mirada. Alzó los brazos para atraerla; apretó los labios para dejarse besar. Abrieron sus corazones para por fin unirse sin complejos, sin reparos, sin recelos. Pero nada ocurrió. Abrazó el calor. Besó el aire. Estaban en el mismo tiempo, pero en distintas realidades.

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