El Rollo edición 20

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EDICIÓN 20

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NOVIEMBRE 2017

/ ISSN 2027 - 3096


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Abrimos El Rollo número 20 con un tema de lujo: Crónicas. Sabemos que para escribir una crónica hace falta valentía; es difícil lograr trenzar una historia que tenga altas dosis de observación, de escucha, de sensibilidad, descubrir lo que hay oculto, tener perspicacia y al final, lograr que sea lo suficientemente agradable para el lector. Por esta y muchas otras razones la crónica se convierte en un elemento indispensable para contar la historia del ser humano en su ambiente, o del ambiente que alberga al ser humano; cómo vive, cómo siente, cómo son sus formas de relacionarse con el entorno, con los suyos; cómo sobreponerse a las adversidades o de hacer lo extraordinario, y todo esto en el marco gigante llamado tiempo. En esta edición nuestros colaboradores traen una diversidad de escritos que dan cuenta de la riqueza de historias que caracterizan nuestra cultura y nuestras formas de vivir; se resaltan personajes y lugares que a veces pasan de ordinarios y que son la materia prima para construir relatos llenos de colorido. Para la Parroquia Universitaria de Pentecostés y la Fundación Providencia 2000 es motivo de alegría que El Rollo llegue a su edición 20. Extendemos un agradecimiento a todas las personas que han hecho posible este logro, los de ayer y los de ahora. Junto con el impreso, el blog, el Rollazo y el portal web seguiremos dando lo mejor para que nuestros lectores sigan disfrutando de nuestros contenidos. Las crónicas están listas para ser leídas, así que póngase cómodo e inicie el recorrido por estas páginas que tratan de mostrar una parte muy pequeña del mundo en que vivimos y de los humanos que ocupan un lugar y un rol en el espacio y el tiempo.

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TIEMPOS DE GUERRA Luisa Ortiz

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TRAS 20 AÑOS DE CONFLICTO ARMADO (...) Julián Vivas

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SAL PARA SANAR Yveen Morales

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ZONA VEREDAL DE TRANSICIÓN Reportaje gráfico Gregorio Díaz

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TREGUA CON LA VIDA Natalia Barriga Gómez

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ED20 Director Pedro Zuloaga Edición Johan Andrés Rodríguez Lugo Diagramación y diseño Jose Rodríguez Torres Community Manager Alejandra Cardona Moreno

UNO SE MUERE Y LA TIERRA LO PIDE 15 A GRITOS Laura Cortés

Fotogra�a Chris�an David Acuña

EL PUEBLO QUE ME HIZO ENAMORAR DE COLOMBIA Agostibo Abate Pbro

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Portada San�ago Pérez

SATYR DE LA MONTAÑA Luis Restrepo

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Agos�no Abate Director Ejecu�vo Fundación Providencia 2000 Edición número 20 Noviembre 2017 ISSN 2027 - 3096 Para más información, colaboraciones y comentarios www.revistaelrollo.com revistaelrollo@gmail.com

expresión cultural de la

Impreso en Litogra�a Luz Armenia, Colombia

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FUNDACIÓN

PROVIDENCIA 2000

*Las opiniones emitidas en los textos aquí publicados son responsabilidad única y exclusiva de los autores.

www.revistaelrollo.com


T I E M P O S

DE GUERRA Corría como si fuese él mismo quien se persiguiera. Las ramas se le atravesaban, él escupía y resoplaba. Fueron las dos horas más rápidas de su vida, y si no hubiera encontrado una avenida, las piernas le hubieran dado para otras dos horas más. Mientras una de las guerras más significativas del mundo se terminaba, Colombia empezaba una de las más fuertes masacres que la dividió en dos. Fueron años de lucha de colores y razo-

nes. Cachiporros, Chulavitas. Liberales, Conservadores. Juegos de anatomía y culinaria: cortes de corbata en el esófago, convertir el cuerpo en un florero –los brazos y piernas eran las flores-, cortes finos para el tamal, poner por fuera lo que estaba por dentro. Miles de colombianos se enorgullecían al colocar sus nombres como autores del asesinato en los cuerpos desmembrados del enemigo. Personas que se armaban en los pueblos y en el campo. Grupos

cuyo único propósito era defender su alineamiento político, costara las vidas que costara. Las imágenes de la serie pictórica Testimonios de la barbarie de Fernando Botero, muestran esta época con sus usuales brochazos corpulentos, pero esta vez ensangrentados. En especial una sin título, en la que se ve el cuerpo de un hombre con sus extremidades tocándolo, pero sin ser ya parte de él.

*** Manuel Alfonso Hernández nació en 1928 en una familia absolutamente conservadora. Un moreno alto, de sombrero blanco, excepto

en la mesa y en la iglesia. Tuvo el infortunio de crecer en la guerra de colores pues siempre defendía el suyo, pero nunca quiso enfren-

tar al otro. Creció en un pueblo de escritores, un pueblo envuelto en la maleza y la montaña. Uno de los pueblos más azotados por

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la Violencia bipartidista en Colombia. Pero para su mujer ese no era Manuel. Su esposo había nacido en Manizales, Caldas. Su cédula lo decía, él lo decía, y ella lo creía. Nunca en Líbano. Manuel permanecía sentado manejando su camión. Ella esperaba lo suficiente para recibir un abrazo al llegar, él llegaba, pero ella seguía esperando. Tenían cinco hijos. A ellas Nohemy les enseñó a cocinar y a barrer, a ellos él les enseñó a manejar los carros, las mujeres y los negocios.

fue muy enfermita. Pero Manuel nunca le gritaba”. Diana agarraba sus peluches, Gloria sus cuadernos y Stella sus cosméticos y tacones, los muchachos solo se levantaban y se iban para el camión pues Nohemy se las arreglaba para armarle la maleta a ellos. Se acababa el tiempo y cada quien con lo que tenía se subía al camión. Viajes de cuatro o cinco horas hasta que amaneciera y Manuel encontrara un lugar donde pudiera trabajar y darles de comer.

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“Papá siempre fue muy duro. Un día castigó a Manuel y a Jhon poniéndoles vestido de niña y los hizo caminar por toda la calle, tenían por ahí siete y once, yo creo que ahora todos somos correctos por las cosas que él nos enseñó, pero de pronto también por eso se puede justificar el genio de mis hermanos.” Contaba Gloria, la hija de en medio, la que no trabajó.

Nadie preguntaba nada. Si algo se ordenaba se hacía. ¿Café? -Listo y caliente. ¿Arepas? –En el fogón, pero ya van a estar. Las conversaciones entre ellos se daban por inercia y se acababan por el cansancio. Las emociones sólo se alteraban cuando Manuel veía con anormalidad el espacio: cuando la gente caminaba más rápido o los policías se multiplicaban.

Seguían viajando y huyendo hasta que un día se asentaron en Chinchiná, Caldas. “Ahí estábamos las dos Nohemy y yo, en el sofá donde él solía sentarse a las cinco de la tarde a escuchar las noticias. Yo siempre sabía qué hacer, si él me decía algo yo lo hacía y ya. Pero ese día no sabía si llorar, o gritar o pelear”. Hablaba del 6 de abril del 95. Cuando uno de los amigos de Manuel se acercó al café la Trinidad para avisarle que lo estaban persiguiendo: “¡Ayyy Manuel! por ahí anda don Augusto con machete en mano buscándolo pa’ matarlo, dice que usted se anda acostando con la mujer y que lo va a acabar”. Y se fue. A Manuel le sudaron las manos, el aire se le estaba perdiendo y un fuerte dolor en el pecho acabaron por acostarlo en un hospital por dos meses, diagnóstico: pre-infarto y debilidad cardiaca de por vida. Luego se dieron cuenta que había sido una broma.

Nohemy se pasmaba cuando le causaba un poco de alegría. Cuando se reía de uno de sus chistes, ella enmudecía. Pero los dos sabían que no se amaban. El

Allí las cosas cambiaron y solo había cuidados en la casa. Todavía no podían decirle lo mucho que lo querían, pero intentaban demostrarlo. Ya eran adultos y

“Nunca se puso una camisa arrugada ni sucia, ellos podían trabajar con carros, pero nunca iban a parecer unos mecánicos. Si yo amanecía un poco enferma Gloria se levantaba hacía el desayuno y planchaba la ropa, porque Stella, que es la mayor, trabajó desde los quince años”. Relató Nohemy mientras recordaba a sus hijos y su esposo. En marzo de 1972 estaban en Palestina, Caldas. Llevaban cinco meses viviendo allí y creían que ahí se iban a quedar. Muchas veces lo dudaron porque como siempre Manuel se sulfuraba cada que veía un policía o a alguien que lo mirara mucho y luego de muchas miradas, se iban. Pero seguían en el pueblo y eso les resultaba muy satisfactorio. “Levántense todos, ahí están los bolsos, arreglen sus maletas y nos vamos” y luego murmullos, quejidos y el roce de la ropa en las maletas. Eran las tres de la mañana y tenían una hora para obedecer. ´Dianita´ como le dice su mamá era la más lenta “ella vino a caminar a los siete años,

gusto por ambos se había perdido cuando los secretos habían sido revelados.


debían entender las actitudes de su padre, por lo menos ya conocían su pasado y eso les hacía más fácil entenderlo y quererlo a pesar de su trato en la niñez y adolescencia. “Un día estábamos jugando en la calle, yo me acuerdo que llovió, entonces llegamos más tarde, emparamados y vueltos nada. Cuando llegamos mi papá agarró la verbena y el fuete para todos menos para Diana.” Gloria se asusta cuando piensa que está hablando mal de su papá y pide

perdón mirando para arriba. Dice que su padre muchas veces fue muy duro pero que ahora entiende porqué, y si no hubiera sido así probablemente serían una familia sin principios “como las de ahora”. Según Psicólogos quien sufre un estrés traumático puede aislarse, rechazar, sentir ansiedad o nerviosismo e incluso deprimirse, lo usual es que recuerde momentos y se desquite con su familia. ´Manuelito` como lo llama su viuda sufría de todas

estas cosas y apenas ahora se da cuenta que era algo mental. El episodio que marcó la vida de su esposo lo vino a conocer 15 años después de ocurrido, cuando el Frente Nacional alivianó la guerra bipartidista y propició las guerras sociales en Colombia. Cuando ya no era tan importante el color del partido si no el abandono del estado. Se dio cuenta que Manuelito venía de un pueblo azul rodeado de rojos, y se había escapado de uno de los momentos más crueles que le pueden ocurrir a un ser humano.

*** Cuando llegó a la avenida recordó lo que dejó atrás y pensó en seguir corriendo. Vio una camioneta y de inmediato se subió. Un inicio de los viajes furtivos que se venían en su futuro. Le preguntaron de dónde venía y por qué estaba tan cansado, él no habló. Antes de correr estaba escondido entre la maleza de un bosque muy oscuro. Había una choza de guadua y adentro siete personas: cinco eran liberales, y dos sus amordazados y conservadores

hermanos. Los alcanzaron a atrapar a los tres pero Manuel se voló y vio a dónde se dirigían. En medio de su desespero se escudriñó entre las zanjas de madera, y allí, reducido en la oscuridad, vio cómo cinco hombres empezaron la tortura. Entre carcajadas, luces titilantes y sangre volando con cada machetazo, estos hombres honraban su color y su creencia. Cortes superficiales, luego profundos, luego en el cuello dejándolos muertos, y por último las extremidades para

decorar los cuerpos en lugares que no correspondían. No pudo más. Manuel corría y seguía corriendo, vomitaba y lloraba. Nunca había corrido tanto, hasta llegar a la avenida con la que empezaría su nueva vida, una vida sumergida en el episodio más mordaz de todos sus años.

Luisa Ortiz Estudiante de Comunicación Social - Periodismo Universidad del Quindío

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TRAS 20 AÑOS DE CONFLICTO ARMADO las víctimas de Urabá se reconcilian con su pasado

Bajo la sombra de las plantaciones de banano que resistieron al fuego del conflicto armado de dos décadas atrás en Urabá, Antioquia, se resguarda un pueblo que se está reconciliando con su pasado. 6


Avisan las voces que sobrevivieron a la violencia que, veinte años atrás, cuando la marea del Golfo de Urabá aún era turbia y mordaz, la “Tierra Prometida” de los indígenas Embera Katío fue víctima de una masacre que acabó con la vida de 66 personas en una serie de asesinatos en los municipios de Apartadó, Carepa, Turbo y Chigorodó, durante la que se presume fue una guerra de exterminio declarada entre las disidencias de la EPL, las FARC-EP y los paramilitares que habían comenzado a asentarse en el territorio. “Yo viví todos los conflictos. Era complejo porque el que tiene el arma es el que manda, uno como ciudadano está indefenso. A veces teníamos que aguantarnos cosas que no eran justas para poder sobrevivir”, relata León Ramírez mientras empaca la caja con bananos número 76 de su día. Se detiene a recordar unos segundos, deja entrever una tímida sonrisa y continúa: “Creo que es posible la reconciliación, trabajé en una finca donde había excombatientes del EPL, de las Farc y paramilitares retirados. Compartíamos juntos, nos respetábamos, no había problema alguno”. Llegar a Urabá es una travesía incluso para las aves. La segunda región con mayor producción de banano en el país se esconde entre las escuetas y selváticas montañas que separa al océano Atlántico del Pacífico al norte de Colombia. Allí, la brisa que apacigua el calor de treinta y ocho grados centígrados durante el mediodía, desaparece en la

noche con el mismo sigilo con el que presuntamente se esfumaron los enfrentamientos armados en la región y de los que tan solo quedan como huellas centenares de vidas perdidas y cascos de balas en las esquinas. Recorrer las calles de municipios como Turbo o Apartadó es encontrarse con casas de madera o cemento que se levantan sobre caminos áridos, angostos y usualmente no pavimentados; en ellas viven familias como la de Jorge Moreno Gómez, un afrodescendiente que tras vivir atrapado la mitad de su vida bajo la nube gris del conflicto, hoy asegura que:

“Después de tanta guerra los urabenses demostramos que sí podemos estar del mismo lado, que podemos construir un mejor país, que podemos vivir como hermanos”. El ‘sonido bestial’ de los enormes parlantes que vuelcan las ahora pacíficas noches de Urabá, en discotecas ambulantes, no oculta el hecho que hasta julio de este año dos líderes sociales a favor de la restitución de tierras a víctimas del conflicto armado, fueran asesinados en hechos que aún son inconclusos. “Hace 20 años fue muy difícil, pero hoy se ve que, sin importar

nuestro pasado, si éramos de las Farc, el ELN o los Paramilitares, podemos convivir hermanados”, afirma Jorge con la seguridad del que conoce su historia y hace todo lo posible por no repetirla. En el camino lo acompañan otros cinco trabajadores de la finca bananera en la que trabaja como capataz. Todos ellos, sin importar la edad, responden igual: “Vivimos en Paz”. Mercedes Mina, es de caminar rígido y lento. Quince años atrás, en medio de un combate entre Las Farc y el ELN, su pierna fue herida por una bala perdida. Para esta mujer de caderas anchas y arrugas en la frente, recorrer los caminos de su viejo barrio en el municipio de Turbo, es volcarse a un pasado con balaceras y miedo en las calles: “Las cosas aún no son perfectas. Ahora está creciendo el problema de las bandas criminales y el narcotráfico. Pero eso sí, la paz que sentimos ahora yo nunca esperé llegar a vivirla”. Hoy, después de vivir veinte años bajo la sombra del conflicto armado, Jorge, León y Mercedes se mueven por sus pueblos de una forma diferente, como si el miedo sobre sus hombros se hubiera escurrido en forma de cascada, como si los días en los que los grupos atormentaron sus hogares hubieran sido registrados en un diario en donde se lee en la última frase: “Perdonamos, nos reconciliamos, pero no olvidamos”. Julián Vivas Comunicador Social Periodista

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SAL PARA SANAR LA HERIDA. Cuando en 1995 se inauguró la nueva catedral de sal de Zipaquirá, 60 metros por debajo de la antigua, yo era una bebé. No me imaginé que ese sería el escenario dónde me iba a perdonar y a despedir de la persona más importante en mi vida, aunque la sabiduría popular diga que “no debemos poner sal en la herida”. En el 2007, cuándo la catedral ganó las votaciones para entrar dentro de las siete maravillas de Colombia y fue propuesta como una de las siete maravillas del mundo moderno, fantaseé junto a mi abuela con conocerla. Ella, una católica consagrada y yo una apasionada por viajar que soñaba con hacerle todos sus sueños realidad.

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Pero la vida tenía otros planes, el siete de marzo del 2015, tuve que enterrar a mi abuela y con ella la lista de sueños que habíamos trazado. Pasaron dos años y

muchos obstáculos. Una tarde decidí retomar la lista, estaba un poco ajada y mucho de lo que decía ya no tenía importancia, pero ahí estaba: Conocer la Catedral de Sal de Zipaquirá. Tomé mi maleta, pagué un tour que incluía una visita a la catedral y me fui. Era tiempo de cerrar ciclos.

EL VIAJE. Corría el mes de julio de 2017 y luego de muchas horas de camino iniciaba mi tour, primero me recibió Boyacá. Durante dos días recorrí sus calles coloniales llenas de historia patria, su viento helado, el cielo azul, ruanas, café y postres. La siguiente parada era el municipio cundinamarqués de Zipaquirá, fundado en 1600, cuna de historia colombiana, de literarios y eje comercial por su riqueza salina. Allí nacieron el expresidente Santiago Pérez Manosalva, el pintor Miguel Sopó, el periodista

y escritor Germán Castro Caycedo y muchas otras personalidades del país. Aunque Zipaquirá tiene diversos atractivos turísticos, como el Centro Cultural Casa del Nobel, lugar dónde se le rinde homenaje al paso de Gabriel García Márquez por la ciudad, cuando estudió en el Liceo Nacional de Varones y empezó a recibir influencias poéticas y narrativas, el itinerario de mi tour solo incluía visita a la Catedral de Sal, por ser patrimonio cultural, religioso y ambiental de Colombia. Al entrar a la mina las emociones me embargaron y un par de lágrimas me acompañaron ¡Estoy aquí abue!. Al inicio se siente un poco frío y el olor a minerales es penetrante, pero a medida que avanza el recorrido el ambiente es acogedor. El guía enfatiza en cada parada, que todo a nuestro alrededor está hecho de sal, increíble creerlo pero por algo


ostenta el título colombiano de joya arquitectónica de la modernidad.

el encuentro con el yo, dónde parece simple perdonar, decir adiós y sanar.

Mientras avanza el recorrido, me doy cuenta que estoy dentro del Cerro de Zipa, a 2.652 m.s.n.m y más o menos a 14ºC. Fue necesario extraer 250 mil toneladas de roca de sal para construir los caminos que voy pisando, la mina continúa activa, lo más fascinante es que ha sido explotada desde 1801, empezaron los indígenas Muiscas y aún representa la mayor reserva de roca de sal de Colombia.

EL ADIOS.

La curiosidad me llevó a raspar un poco las paredes, el suelo y hasta las esculturas para comprobar, a través del sabor, esa verdad que parecía imposible. Debo confesar que tenía miedo de entrar, soy claustrofóbica e imaginarme dentro de una mina bajo tierra dónde no se utilizó acero o cemento para la construcción, durante dos horas, no era un plan tentador. Pero las ventanas internas son de grandes proporciones y el aire circula sin problema desde la entrada hasta los 180 metros bajo tierra, que es el punto más profundo al que se llega. Es una obra de arte, porque la naturaleza de la sal hace que se disuelve con facilidad al contacto de agua o calor. Paso por catorce estaciones que rinden homenaje al viacrucis, en cada una hay cruces hechas en sal con trazos únicos e irrepetibles porque fueron talladas por diversos escultores con martillos y palas. También visito un par de cúpulas que lo transportan a uno a las constelaciones, (porque se parecen a las imágenes que hemos visto desde niños en el colegio) todo para llegar a las 3 naves principales de la mina. En definitiva un lugar que propicia

Cuando llegué a la nave principal de la catedral, volvieron las lágrimas. Al fondo de la sala una cruz de 10 metros de alto, la más grande del mundo hecha en sal, era la que soñaba conocer mi abuela. Pude sentirla a mi lado, dándome las gracias por haber tenido el coraje para enfrentarme a un viaje sola, a una vida sin ella y a una hoja en blanco para llenarla de nuevos sueños por cumplir. Justo ahí, mientras todos buscaban el mejor ángulo para la foto o elevaban una oración, yo le dije adiós a mi abuela y me perdoné por todos esos días en los que no tuve el valor para pararme de la cama. Lo que sigue se sale de lo espiritual. Un callejón con artesanías, para llevarse un recordatorio del lugar, un lago artificial que representa otro de los procesos de la extracción de la sal llamado: espejo de agua, la iluminación alrededor permite el reflejo en el agua estática y crea un efecto óptico que da la impresión de estar sumergido en un vacío subterráneo. Un espectáculo de luces en el techo, 16 metros sobre mi cabeza, que despierta ese sentir patrio que nos hace erizar al escuchar una cumbia o ver una taza de café humeante, esta vez proyectados con luces led. Finalmente, una película en 3D donde a través de dibujos animados se cuenta la historia de la mina de sal, la vieja catedral, la nueva catedral, los métodos de extracción y todas las curiosidades que abarca esta joya arquitectónica y artística. El retorno a la realidad, es breve.

Tomo algunas fotografías y continúo insistiendo en probar una que otra pared o escultura para confirmar que están hechas de sal. Agradezco a la vida la oportunidad de estar en este lugar y a mi abuela por haber sembrado en mí la curiosidad y el don de maravillarme con Colombia. Antes de salir me detengo a analizar, la sal ha sido moneda de trueque, llegó a ser cambiada incluso por esmeraldas. Gracias a su comercio se crearon carreteras y ferrocarriles. Cada mes cerca de 50.000 visitantes propios y extranjeros recorren la Catedral de Sal de Zipaquirá. Es inevitable preguntarme ¿cuántas personas más se han despedido de sus seres amados, se han liberado de dolores del corazón o se han perdonado mientras recorren este lugar? A veces es necesario poner sal en la herida y salir para sanar. Yveen Morales Comunicadora Social Periodista

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Zona Veredal de Normalización y Transición "Simón Trinidad" San José de Oriente, Cesar Fotos por Gregorio Díaz

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TREGUA

CON LA VIDA Si Doña Isidora se viene pa´l pueblo seguro que un niño está por nacer.

Allá va al galope la abuela Felipa. La luna se aquieta para darle paso. ¡Dale, caballito, que el niño ya viene! Elba Beatriz

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Un día cualquiera, no recuerdo cuándo, pasaba por el parque y alguien me dijo “¡Emilita por usted estoy viva!” – yo me asusté- me dijo: “Emilita, ¿no se acuerda que usted me volvió a la vida?, le pregunté dónde vivía y

me dijo que en El cofre, ahí mismo recordé, recordé, y toda la familia, el esposo y los hijos se fueron detrás a agradecerme. “¡Emilita por usted estoy viva!”. Doña Emilia fue solicitada por un

hombre que decía que su esposa estaba en casa en proceso de parto, que posiblemente al llegar, ella ya estaría muerta. Doña Emilia no lo pensó dos veces, agarró su baúl de enfermería, guantes, alcohol, inyecciones y


salió por en medio de un cafetal en búsqueda de la finca donde se encontraba su paciente tal vez ya difunta. Al llegar la sorpresa no fue mucha, en la entrada hombres y mujeres llorando porque la madre había muerto, la mujer un poco tiesa y con la boca abierta se encontraba acostada en un mar de sangre.

escurrían gotas de sudor, gotas de esfuerzo y casi que de súplica por la vida que estaba intentando recuperar. Cuando la mujer volvió gritó, sí, la paciente gritó, más bien aulló de dolor, aulló confirmando que volvía. “¡Emilita por usted estoy viva!”.

Ese día cuando llegué, me dijeron que era una mani manchada , que por qué no habían llevado a un médico, ¿mani manchada? (me insultaba, no se imaginaban todo lo que yo sabía), no me importó y seguí. Luego pedí café para darle a la paciente y me dijeron que si acaso iba con hambre, igual yo todo eso se lo agradezco a Diosito y a la Santísima Virgen, (junta sus manos y entrelaza sus dedos) todo se lo entrego a ellos.

Hay situaciones en las que es casi una necesidad contrarrestar los efectos de un acto, de un momento o de una situación que generan intranquilidad o desasosiego en el ser, que llevan a asumir compromisos o compensaciones hacia alguien aunque ese alguien no esté, por eso una madre busca el abrazo después de un fuerte regaño, el amante llega con regalos y bien perfumado después de haberla embarrado, el hijo que fue ingrato, llena de flores el sepulcro del padre, pero doña Emilia va un poco más allá, ella compensa la pérdida de sus hijos y su esposo, con trabajo: recibiendo vidas y si es necesario salvándolas.

Lo primero que hizo doña Emilia fue pedir agua caliente para desinfectarse las manos pero no le fue dada, vio un tanque con agua se lavó las manos y buscó alcohol en su baúl, se frotó las manos con rapidez, acto seguido se persignó y miro hacia el cielo o más bien hacia el techo. Pulsó la paciente y nada, en la muñeca y nada, quedó con la boca abierta, pensaba. Sentía que Dios le hablaba, que Dios le decía “métale la mano, haga algo”, lo hizo, le presionó en medio de las costillas con una fuerza que no parecía salir de ese cuerpo delgado, barrió la placenta, con su brazo hacía una especie de escoba rígida que se deslizaba con esfuerzo sobre el vientre de la paciente, de arriba hacia abajo, nuevamente de arriba hacia abajo, mientras sobre su frente

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Un beso por cachete y una bendición es el ritual de sus saludos y despedidas, Doña Emilia, “Emilita” como le dicen sus allegados, nacida en Quimbaya en la vereda El mesón, es enfermera, sobandera, dedicó más de cincuenta años de su vida a recibir otras vidas: no es partera, es una asidua colaboradora de la vida. A sus dieciocho años estudió enfermería en la Clínica de Palmira, ya que ser monja demandaba unos gastos mayores, no obstante con el paso del tiempo entendió que un don especial le fue dado por Dios:

sobar, arreglar y voltear niños, son algunos de los obsequios que él le dio. A pesar de ello la muerte ha rondado constantemente por su casa y su vida dejando vestigios de enfermedades y tristezas. Su andar es lento y cuidadoso pues sus 86 años se lo piden así. Sus blusas y faldas al tobillo no varían del color negro hace muchos años, según cuentan sus conocidos, el luto por la muerte de su esposo no ha terminado y no parece terminar. Desde el año 2009 por razones de salud decidió tomarse un tiempo para descansar y recobrar su vitalidad, hasta al día de hoy no ha vuelto a asistir partos. Perdió la cuenta de cuántos nacimientos atendió, puntualmente solo recuerda que colaboró en nueve partos de mellizos. Probablemente doña Emilia en sus cincuenta años laborales pudo haber atendido dos bebés por año como mínimo, lo que significaría haber recibido cien bebés, por esto muchos de los niños de una generación nacidos en Quimbaya, Quindío fueron recibidos por ella. No solo es conocida en su municipio y en el departamento, también ha sido solicitada por personas de otras lugares como Caicedonia, Pereira entre otras ciudades, que acuden a ella por recomendación y certeza de su buen trabajo. Sus manos han sanado, sobado y salvado un sin número de vidas que hoy en día la recuerdan y la veneran como un barco naufragante al ver la luz de un faro. En diversas regiones de Colombia la partería ha sido una práctica tradicional que ha transgredi-

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do siglos y generaciones. En el año 2010, según el portal de información de La Silla Vacía, en el Pacífico el número de parteras aproximadas era de 1.600 y en el 2016 dejó de ser solo una práctica para hacer parte de la Lista representativa del patrimonio cultural inmaterial de la nación. Además de las costumbres y los saberes tradicionales, las razones de que la partería fuera tan común y hasta el día de hoy lo sea, son las escenarios en que viven muchas comunidades del país, cuestiones demográficas, de condición social, cultural y económicas. El Quindío y por ende Quimbaya no fue la excepción ante esos factores en los que se hacía necesario la ayuda de una partera que atravesara veredas, caminos de trocha y cafetales para asistir a una mujer que iba a dar a luz ya que las distancias eran más largas, el transporte más limitado y el acceso a la salud no era hacedero para la gente de escasos recursos. En la actualidad en diversos municipios del departamento la práctica sigue vigente en ocasiones por motivos como los del pasado y en otras, por valores agregados como la espiritualidad, la intimidad y la familiaridad que representa para algunas personas dar a luz en casa. ***

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Con respiración agitada y entrecortada doña Emilia hace todos sus esfuerzos por contar sus historias, de vez en cuando para y toma un respiro, sonríe y mira con cierta nostalgia ese pasado vivido que no volverá, y así continúa hablando con su voz suave y forzada por el daño que

tiene en sus cuerdas vocales debido a una úlcera que padeció. Quien le hable ya sabe que debe acercársele al oído y hablar en un tono muy alto para que ella pueda escuchar. Su corazón amoroso está abierto a todos, pero es propenso a sufrir de ataques cardíacos y pese a todo lo demás también padece anemia aunque el color de su piel no lo refleje. Juega a hacerle trampa a sus enfermedades y a la muerte. Confía plenamente en su intuición, en lo que le dicta su mente y su corazón. Alegre, noble y polifacética, pocas veces se ha negado a ayudar a alguien. Una vez ayudé en el parto de una vaquita (risa) ¡una vaca!, el dueño de la vaca me buscó porque la vaca nada que tenía, cogí mi baúl y salimos para la finca, comencé a acercarme a la vaca y ella corría y corría y yo veía como la lengua del ternero se movía de aquí para allá, me tocó decirle a la vaca que dejara de correr que si no, el bebé se iba a morir: “vaquita, vaquita, tranquila, no corra, yo le voy a ayudar a tener su bebé, no corra más” y la vaca me hizo caso, ¿ah? (risas). José Gregorio , un santo en el que yo creo mucho, fue el que me ayudó, el hizo todo, todo. Yo llegué de día y salí de la finca de noche, todo oscuro. Al otro día el dueño de la vaca me decía que yo había hablado como un hombre, era por José Gregorio, había hablado como un hombre porque él había hecho todo a través de mí, no fui yo. Pero yo no le dije nada al dueño de la vaca porque él no iba a entender. Es que lo que yo le estoy contando son mis secretos.

Los secretos de una mujer de 86 años pueden ser muchos, sin contar con aquellos que en el olvido se van quedando y los que el cuerpo va guardando. En el cuerpo de Emilita, se evidencia no solo el paso de los años sino la entrega a su trabajo, la entrega a esa compensación de las muertes que han rondado su hogar y a la tregua que parece haber pactado, una tregua paradójica como la mayoría de las treguas, porque le ha permitido sostener en sus brazos el fruto de la vida, pero minutos después ya no está, no le pertenece; es como sostener arena en las manos, al final, ella se escurre por los espacios que hay entre los dedos y se va sin volver. -Doña Emilia ¿usted tuvo hijos a quien transmitirles todo lo que sabe? - (Sonríe de forma melancólica) Se murieron, el primero nació muerto, el segundo a los 11 años le dio una enfermedad y se murió, el tercero murió a los tres días de nacido, después de eso mi esposo dijo que ya no más. -¿Y quién atendió el parto? - (Sonríe) Pues yo, en la vida hay que ser verraca mamita. Con un beso en cada cachete y una bendición doble, se despidió. i Según el contexto, término coloquial que menosprecia la labor de la partería tradicional por razones de ausencia de estudios profesionales. ii Médico, cien�fico y filántropo de profunda vocación religiosa. Considerado como santo, no ha sido canonizado por la Iglesia católica.

Natalia Barriga Gómez Estudiante de Comunicación Social Universidad del Quindío


UNO SE MUERE

Y LA TIERRA LO PIDE A GRITOS Oí zumbar una mosca –cuando morí-. Emily Dickinson

El domingo 10 de septiembre, en horas de la mañana, se descubrió muerto el señor José Linares en el caserío de La Pola. Si no hubiera sido por el olor que se desprendía de su cuerpo y por las moscas verdes que se aglomeraban y chocaban con el vidrio de la ventana que daba a la calle, probablemente sus vecinos no se habrían enterado. El sábado en la noche María del Carmen Ortiz escuchó a unas

muchachas del caserío decir que olía a mortecina, «yo de verdad no sentí nada» y no le prestó mucha atención. Al otro día, el domingo, Sandra la profesora de la escuela de la Pola se acercó a la casa de María del Carmen a contarse chismes. «Huele como raro» le dijo a María que vivía enseguida de ‘El niño’ como le decían a José Linares. Las dos mujeres caminaron hasta la casa del difunto. «Vimos el mosquero en la ventana, entonces yo le dije:

¡uy! Sandra, ¡mira ese mosquero! y ella me dijo: ¡uy! es de esa mosca verde, eso es puro “murraco”, entonces yo le dije: qué es eso y ella me dijo: un muerto». La policía llegó a las once de la mañana cuando la mayoría de los vecinos del caserío ya estaban aglomerados y asumiendo conclusiones acerca de lo sucedido. Como el hombre amarraba la ventana con una cuerda, se le hizo fácil al agente cortarla con

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un cuchillo y entrar. Todo esto para confirmar aquello que ninguno quería creer: el señor José Linares estaba arropado en su cama, vistiendo únicamente su ropa interior, rodeado de moscas, descomponiéndose, siendo devorado por gusanos. A continuación, mientras unos vecinos se cubrían la nariz con una de sus manos y espantaban las moscas con la otra, llamaron agentes del CTI que al llegar acordonaron el lugar y procedieron a hacer el levantamiento del cuerpo. La autopsia efectuada el lunes en Pereira arrojó que el señor José Linares había fallecido de un infarto en la madrugada del viernes 8 de septiembre. Una muerte silenciosa y apropiada para un hombre solitario.

regaladas a trabajadores que desempeñaban labores en fincas aledañas, entre ellos la familia de don José Linares, los Ríos, los Herrera, incluso la familia de María del Carmen Ortiz. El padre de ‘El Niño’, Tiberio Linares, que trabajaba haciendo labores en las fincas falleció con el tiempo dejándole a su esposa Emma la responsabilidad de mantener a sus tres hijos, o, mejor dicho, dejándole a sus hijos la carga de cuidar a su madre. Las circunstancias de vivir en el campo orillaron a los

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‘El niño’ llegó a vivir a La Pola con sus padres y sus dos hermanos mayores en 1986, diez años después que María del Carmen Ortiz. Antes de que se construyera el caserío, el lugar estaba rodeado por fincas y había un terreno grande en forma de cancha donde se jugaban campeonatos de fútbol. Fue un año después del terremoto de Armenia cuando se empezaron a construir las 32 casas del caserío de La Pola, el cual, va desde Rancho Chico hasta el alto de la cruz por la carretera que lleva del municipio de Circasia hacia Montenegro. Estas casas fueron

dos hermanos de José a conseguir familia y alejarse de La Pola, por lo tanto, fue José quien cuidó de ella. La señora Emma no conoció más compañía que su hijo y se dice que ‘El niño’ no amó a ninguna otra mujer que a su madre. Al vivir en La Pola José Linares aprendió las labores que se producen en el campo: el cultivo de café, plátano, yuca y tomate; arar la tierra, desyerbar y cuidar animales, labores que conducen al mantenimiento de una finca. De esta forma podía llevarle cada

ocho días el mercado a su madre, visitar Circasia con ella cada quince, comprarle regalos en mayo y en su cumpleaños. ‘El niño’ solo trabajaba para ella. Un desafortunado lunes de mayo del año 2015 mientras José Linares trabajaba en una de las fincas aledañas, la muerte llegó a dejarlo huérfano. Su madre con un poco más de setenta y cinco años, se había levantado enferma y pedía que le avisaran a su hijo. Razón por la cual, cuando ‘el niño” llegó, llamaron la ambulancia que se dirigió a Circasia y luego fue remitida a Armenia, la señora Emma falleció en el camino. La causa: un infarto. Desde entonces ‘El niño’ se dedicó a realizar labores en las fincas y a sobrellevar su soledad con música vieja. «Él llegaba los sábados y escuchaba música, duraba un rato con esa grabadora prendida y luego la apagaba, cerraba la ventana y se acostaba» dice María del Carmen observando la casa vacía de José Linares como tratando de recordar una música que ya no suena. El hombre siempre fue muy solitario, jamás se escuchó que tuviera problemas con algún vecino, son contadas las veces que llegó a tener alguna conversación con alguien, solo daba el saludo, y si hablaba con su vecina María era para regalarle cosas: «él a veces me llamaba y me decía: venga María y me regalaba


plátanos o limones». En relación con su salud José Linares estaba bien a pesar de las pastas que, según María del Carmen, tomaba para “unos ataques que le daban”. Considerando que el hombre caminaba desde el caserío de La Pola hasta Armenia, -se debe agregar que si se fuera en Willys solo se tardaría 15 minutos-, habría que decir también que nadie lo veía los sábados en la noche en la tienda de don Enoc -antes de que el viejo falleciera- tomando cerveza o jugando tejo como la mayoría de trabajadores. Todavía cabe señalar que no tenía vicios, no manifestaba dolencias, no tenía ni siquiera amigos como para buscarle enemistades. Su muerte tan silenciosa como certera llegó para librarle de la miserable soledad en la que se encontraba. *** Uno de sus hermanos fue a recoger el cuerpo de José Linares el miércoles en Pereira. Ese mismo día se realizó el entierro en el cementerio de Circasia al que asistieron diez de sus veci-

nos, el resto era familia. Al terminar su despedida, sus hermanos llegaron a La Pola, Sacaron sus cosas –que no eran muchas-, algunas de estas fueron quemadas, limpiaron la casa, la cerraron y se fueron. Uno de los primos le mencionó a María del Carmen que la familia de José Linares que había fallecido, murió de infarto. Para comprender mejor el asunto, teniendo en cuenta que su madre falleció de lo mismo y aunque no sabemos cómo murió su padre (supongamos que de igual forma) podríamos concluir que la muerte de ‘El niño’ fue consecuencia de una herencia genética y, por más que José se cuidara, los antecedentes familiares son un elemento de riesgo no modificable. Según un artículo de El Tiempo publicado el 28 de septiembre de 2016, la Sociedad Colombiana de Cardiología y Cirugía Cardiovascular dice que para el 2030 «el número de muertes causadas por enfermedades cardiovasculares en el mundo ascenderá a los 23 millones anuales» y según el Ministerio de Salud, en Colombia «el

infarto es uno de los principales asesinos de los colombianos». Ese domingo 10 de septiembre, día que encontraron el cuerpo de ‘El niño’, unos vecinos que vivían atrás de la casa de José Linares: Doralba y Ferney Valencia, resaltaron que el olor era muy fuerte: «nos tocó encerrarnos en la cocina y comer allá parados». El sábado desde las 4:00 de la tarde se empezó a sentir un olor como a mortecina, «yo hasta le dije a mi esposa que un hijuepucha gato vino a morirse en el techo». Mientras caminábamos por el platanal para mostrarnos la parte trasera de la casa de ‘El niño’, don Ferney iba diciendo: «después de 24 horas ya empieza uno a oler maluco, puede ser la mamá y no se lo aguanta a uno» y yo pienso que es cierto, uno se muere y la tierra lo pide a gritos.

Laura Cortés Estudiante de Comunicación Social Periodismo Universidad del Quindío

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EL PUEBLO QUE ME HIZO

ENAMORAR DE COLOMBIA Un Jeep Willys J6 extra largo subía sin dificultad la carretera empinada, incurvada y destapada que me llevaba por primera vez al pueblo más lindo del Quindío cuyos habitantes por su amabilidad, alegría y tesón me enamorarían para siempre de Colombia. Desde la primera noche aprendí que uno no se podía acostar sin haber dado algunas vueltas a la plaza principal conversando con los amigos, saludando a todos y eventualmente tomando un café o una cerveza. En esa plaza y en las calles que en ella confluyen aprendí mis primeras palabras y expresé mis primeras oraciones en español. La Universidad de la calle me enseñó el idioma de Cervantes. 18

Al salir de mi país, familia y

amigos me habían insistido que llamara enseguida cuando llegase a Colombia para saber cómo había sido el viaje, porque, decían, que de la única forma que podían darse cuenta acerca de mí, era por el noticiero si algún avión había caído o no en su ruta hacia Bogotá. A través de la gentil y eficiente telefonista de Telecom logré comunicarme. ¡Y se escuchaba súper! Luego me preguntó por el número telefónico de la casa donde vivía. Le dicté el 32. Insistía diciéndome que no entendía los otros números, a lo cual expliqué varias veces que ese era el número, ni más ni menos. Se acostumbraron a pedir el número 32 a la telefonista para que nos conectara. Hasta el punto que un día la misma empleada de la empresa telefónica me comentó: “Pues, entre

ustedes hablan muy bonito, pero yo hasta ahora, no he podido entender nada de lo que conversan”. Poco a poco ese nuevo pueblo se hizo mi pueblo y lejos de mi tierra, sin darme cuenta, inconscientemente, ese mismo pueblo me mimó por años, porque cada vez que presentaban una película en el Teatro Román la anunciaban con la canción “Volare” de Doménico Modugno y en muchas películas me presentaban a la famosa paisana mía, Sofía Loren además de recordarme, a cada rato, que Oreste Sindici había compuesto la música del Himno Nacional de Colombia. El dar clase de filosofía y francés en un colegio de la localidad me dio la posibilidad de conocer la


juventud maravillosa que vivía entre las montañas de la cordillera central andina. Y con ese colegio, en el paseo - aventura del último año de bachillerato, hice mi primera salida a la Costa Atlántica: Cartagena, Barranquilla, Santa Marta. En Rápido Quindío. Espléndidos muchachos que reencuentro a menudo ahora, adultos, con un físico distinto, más con la misma alegría y bondad de siempre. En el pueblo, los niños, y eran muchos, a temprana hora debían acostarse para poder madrugar a clase el día siguiente. Pero se resistían hacerlo sin haber jugado un partido de “banquitas” sobre el cemento de la plaza. Cada tardecita me invitaban a jugar con ellos. Hasta que llegué a pensar que esa plaza y esas bancas tal vez habían sido ideadas para jugar con un balón. Y siempre me invitaban. Un día descubrí el secreto de tanta cortesía. Me explicaron que si yo no jugaba con ellos los policías hubieran pinchado el balón. En los años sesenta y siguientes, el gobierno colombiano junto con otros países que incluían a Estados Unidos, se inventaron, para que la juventud no ingresara en las filas de las guerrillas y por lo tanto no abandonara el campo, un Pacto Cafetero para aumentar los precios del café y producir así bienestar en el agro. Ese pacto se acabó precisamente cuando se enteraron que el peligro de la toma del poder por parte de la insurgencia había pasado y que por lo tanto los campesinos podían volver a su antigua situación de pobreza. Cuando conocí el campo cordillerano del Quindío se vivía todavía la época de la bonanza cafetera y

los campesinos estaban orgullosos de su parcela, de sus cultivos y sobre todo de sus hijos tradicionalmente vinculados a las mismas faenas agrícolas de sus padres. Ahora cuando he vuelto a las mismas veredas y a las mismas fincas de la cordillera lo único que he encontrado fue el abandono total por parte del Estado y menos jóvenes, más viejos y mucha pobreza. Dos acontecimientos, entre otros, apasionadamente vividos, rompían la monotonía de un domingo pasado normalmente entre rancheras, cervezas o aguardiente. Uno civil: las elecciones. El otro religioso: la fiesta de san Isidro. Llegaban más policías, llegaba el ejército. El pueblo parecía militarizado. Ningún carro o moto podía salir del pueblo hasta terminadas las votaciones. Total aislamiento. La plaza principal completamente acordonada. Solo los votantes, es un eufemismo, podían entrar en la plaza. Recibían unas papeletas a veces ya marcadas por avivados politiqueros, se acercaban con seriedad a la urna, cumplían con su deber cívico de ciudadanos y salían de la plaza mostrando orgullosos su dedo índice teñido de tinta indeleble roja. Alrededor todo era fiesta, aun sin cerveza o aguardiente, prohibidos ese día por la ley seca cuya finalidad no entendía. Al comienzo me escandalicé un poco. En una gran tarima ubicada a la entrada del templo parroquial colocaron una estatua de san Isidro el patrono de los campesinos. Desde las ocho de la mañana hasta las cinco de la tarde pude observar un espectá-

culo insólito. De las cuatro esquinas de la plaza comenzaron a llegar centenares de campesinos, dueños de fincas, comerciantes, habitantes del pueblo, cada uno con su aporte: terneros, marranos, chivos, gallinas, gallinas de bejucos (así llamaban a las ahuyamas), piscos, ocas, sacos de café, de maíz, todo tipo de verdura, y cheques y billetes. El billete de más valor a la época era el de doscientos pesos. El animador veía al hacendado acercarse a la tarima, lo anunciaba por su propio nombre, este se acercaba con majestuosa solemnidad, entregaba el cheque y un colaborador lo pegaba con un alfiler a la ruana de la estatua de san Isidro y así, cheque tras cheque, billete tras billete, el manto del santo al finalizar la tarde se volvía repleto de valores como si se tratara de la bóveda de un banco. Puedo certificar que, por la noche, después que los miembros del consejo parroquial dieron a conocer el monto de las donaciones del día, que por cierto fueron muy buenas, aquella persona que al principio estaba un poco escandalizada exclamó: “Hola, señores, ¿porque no organizan algo similar todos los domingos?”. Todo esto y más era casi al ocaso de mi juventud, la cittá-slow, la ciudad que, por la amabilidad, la alegría y el tesón de sus habitantes me hizo enamorar para siempre de Colombia.

Agostino Abate Pbro Párroco y docente de la Universidad del Quindío

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Satyr de la montaña

Crónica de ficción del viaje de un Sátiro a la cima del Quindío, hace tiempos inmemoriables.

Por: Luis Restrepo Relatan los libros del hombre que la tierra es redonda. Aunque para algunas cuántas páginas liberales, plana es. Entrañarme hasta lo más profundo de una desconocida montaña, que apenas detallaba mi vista, fue compartir con la historia misma, hasta donde lo ihnóspito, la mayoria de ocasiones, cobra vida.

y de bellos ríos que quiebran las colinas. Hacia el sur, se desprende el principal de los ríos, que con sus afluentes baña a doce pueblos primerizos, que parecieran ser columnas Jónicas 3 que trascienden los continentes; al norte, existe una reunión de picos de gran altura, entre ellos se cuidan y se acechan, son hermanos y guerreros, porque en sus entrañas, el magma abunda y espera sigiloso. Las aves aquí, en multiplicidad de colores y plumajes, ensalzan sus cantos al cielo y le dan nombre a la tierra. He visto el Quindío, con ojos de quien persigue a las ninfas con sus blanchas prendas, porque sus perpetuas montañas son elíxir de vida.

Soy un Sátiro 1. Encomendado por Apolo a perderme entre los sonidos de la lira de Hermes, en búsqueda de sus bestias y animales perdidos por la oscuridad. Pero en el trascurrir de las huellas de tantos caminos, fallé mi destino y propósito, me alejé de los bordes del Panteón y encontré la cima nívea del Kakataima.2 La divina distancia de los dioses del Olimpo condujo mi ser a un lugar que, siendo desconocido para el hombre pagano y soberbio, estremece por su belleza, porque me encuentro en un espacio de tiempo en donde la biodiversidad de la naturaleza es doncella virgen y la humanidad no tiene cabida en ella.

Mi única noche frente a los pantanos del Quindío supo ser misteriosa y piadosa. Me encontró en intriga frente a lo desconocido, en donde una inmensidad de espeletias, mejor conocidas como frailejones, de hojas suculentas y gruesos troncos velludos, de flores amarillas y curativas, acompañaron con sus almas mi efímero paso por la montaña lejana. La cordillera a la que sucumbí, parece existir en un vibrar entre el Hades y el Olimpo, porque sus rocosas raíces, florecen en lo más profundo de la tierra existente, pero alcanzan cumbre ante el volar de las aves.

El lugar es inexplicable, porque incluso las palabras, ni una fábula, las puede obsequiar. Un cañón que en lo lejano está rodeado de extensas selvas, de largas formaciones cordilleranas

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Hago parte del Ichneutae , los dioses me han prometido recompensa de libertad y oro, pero encontré liberación en la montaña y abrigo dorado en mi pelaje. Soy un sátiro, encomendado por los divinos a ser servil hasta lo infinito, pero aún preso a la libertad que encontré en las níveas ubicadas en lo alto de las selvas del Quindío. La nostalgia de abandonar el lugar que fue hogar por una noche, reencarnó apasionado en la imaginación, y en la percepción que implicó ser uno solo con el Kakataima. 5

Es tiempo de volver a mi bosque primario, porque Tanatos acecha mis pasos. Es época de no olvidar la magia de un efímero viaje. Soy un prófugo del destino, atado a los deberes, que persiste en la música y el baile, porque mi canto a la ninfas me convierte en eternidad. 1. Ser mitológico que habita los bosques. 2. Denominación ancestral para referir al actual territorio quindiano. 3. Tipo de columna utilizada en construcciones de la antigua Grecia. 4. Drama satírico fragmentario del siglo V a.C. escrito por Sófocles. 5. Dios mitológico de la muerte.


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