El Puro Cuento 6

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ya habían olvidado su infancia; blusa blanca, húmeda, casi al borde de la transfiguración en pechos y pezones libres, rosados, inflamados. Al gordo Chavarrí se le exacerbó aún más la rabia. Las cicatrices que le dividían el cuello en grandes pedazos parecían que se le iban a reventar. A sus esbirros se les inflamó no precisamente lo mismo cuando Belita, al sentarse, cruzó sus piernas para encandilarlos aún más. Marcial estaba contento. El mundo era maravilloso y no una mierda como todos creían. El sexo resultaba formidable, más cuando se hacía con la persona prohibida, pero indicada. Volteaba con insistencia hacia la puerta, esperaba que la ciudad le trajera el cuerpo codiciado. La sota de espadas jamás llegó; primero lo hizo el as de oros. Pinches viejas, cuando de verdad se les necesita nunca aparecen o nos mandan a la chingada sin avisarnos, gritó el gordo Chavarrí, aventando su revólver, recién lustrado para la ocasión, como si fuera una carta más. Belita entendió el juego, pero no el motivo ni la suerte que se decidía en ese momento. El albur terminó y las sillas se desocuparon. El gordo Chavarrí le dio a Belita un beso paternal

en la mejilla, después le palmeó las nalgas —también de manera paternal—, esa materia carnosa capaz de cambiar vidas. Haz lo que tengas que hacer, le dijo. En cuanto desapareció Belita, el gordo Chavarrí hizo una llamada. La sonrisa de Marcial se hizo grande, grande. Belita caminaba por el bar hacia él como una niña saliendo del colegio. Bien pudo haber sido, en lugar de Belita, el viejo Osmond quien entrara por esa puerta, turbio ángel de la muerte. Pero los naipes son caprichosos. El abrazo fue sentido, el beso pasional, con esa ambición de los amantes recién estrenados. Tengo identificado el hotel, Belita, con todo y canal de películas porno entre mujeres y perros que tanto te gustan. La sonrisa de Belita también fue grande, grande. ¿No le llamarás a mi Chavarrí antes para despistarlo?, preguntó con su vocecita de niña mimada. Ya hablé con él; no te preocupes. Marcial sintió en su interior un pesar espontáneo. La habitación del hotel era una zona minada por la ropa de ambos. La pantaleta de algodón de Belita se derramaba por la pantalla de la televisión. Los pantalones de Marcial parecían los restos de un cadáver


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