El Puro Cuento 9

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w w w. e l p u r o c u e n t o. c o m núm. 9

50 pesos

Cuentos de

ANDRÉS

NEUMAN Entrevista

R OG E L I O G U E D E A G ABRIELA P ÉREZ R OWENA B ALI LEONEL RODRÍGUEZ SANTAMARÍA

Pájaros en el alambre

RUSLÁN Y LUDMILA Cinescritura Cortázar y Antonioni: Cuente

arte

un juego de perspectivas

Carlos Adampol Galindo



Leer como si dentro de un minuto nos fueran a apagar la luz AndrĂŠs Neuman


México,

Índice

df ,

primavera, 2011

Número

2 Índice 4 Cuentos de Andrés Neuman La felicidad Una raya en la arena

4 5

Un cigarrillo Bésame, Platón Dignidad de las moscas El destornillador El fusilado Amor con thriller Sor Juana, yo y unos cuantos más

12 18 19 23 26 29 32

37 El cuento soy yo Dodecálogo literario Andrés Neuman

38 Sin embargo, pregunto «La suma de las pequeñas resistencias es lo máximo a lo que podemos aspirar» José Luis Perdomo Orellana entrevista a Andrés Neuman

52 Cuento, luego existo 52

Confesionarios

58

La hormiga y la cigarra

63

El aliento

Rogelio Guedea

Juan Antonio Rosado Rowena Bali

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67

Lo he visto todo

72

Falta de tacto

Gabriela Pérez

Leonel Rodríguez Santamaría

arte

81 Cuente

Carlos Adampol Galindo

99 Cinescritura Cortázar y Antonioni: un juego de perspectivas Estrella Asse

106 Pájaros en el alambre Ruslán y Ludmila

Rebeca Mata Sandoval

110 Colaboradores 111 el cuento gráfico Paula Bonet

112 El nueve La cuarta La mujer que compraba botones para la camisa rosada Rogelio Guedea

DIRECTOR

Carlos López CONSEJO DE REDACCIÓN Daniela Camacho, Carlos Adampol Galindo, Javier Muñoz Nájera

Editorial Praxis, Vértiz 185-000, col. Doctores, del. Cuauhtémoc, c.p. 06720, México, df Ventas: 57 61 94 13 Colaboraciones: elpurocuento@editorialpraxis.com

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eÑO

DIS

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el puro cuento

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Cuentos de

Andrés Neuman

La felicidad

M

e llamo Marcos. Siempre he querido ser Cristóbal. No me refiero a llamarme Cristóbal. Cristóbal es mi amigo; iba a decir el mejor, pero diré que el único.

Gabriela es mi mujer. Ella me quiere mucho y se acuesta con Cristóbal. Él es inteligente, seguro de sí mismo y un ágil bailarín. También monta a caballo. Domina la gramática latina. Cocina para las mujeres. Luego se las almuerza. Yo diría que Gabriela es su plato predilecto. Algún desprevenido podrá pensar que mi mujer me traiciona: nada más lejos. Siempre he querido ser Cristóbal, pero no vivo cruzado de brazos. Ensayo no ser Marcos. Tomo clases de baile y repaso mis manuales de estudiante. Sé bien que mi mujer me adora. Y es tanta su adoración, tanta, que la pobre se acuesta con él, con el hombre que yo quisiera ser. Entre los fornidos pectorales de Cristóbal, mi Gabriela me aguarda ansiosa con los brazos abiertos. A mí me colma de gozo semejante paciencia. Ojalá mi esmero esté a la altura de sus esperanzas y algún día, pronto, nos llegue el momento. Ese momento de amor inquebrantable que ella tanto ha preparado, engañando a Cristóbal, acostumbrándose a su cuerpo, a su carácter y sus gustos, para estar lo más cómoda y feliz posible cuando yo sea como él y lo dejemos solo.

* De Alumbramiento, Páginas de Espuma, España, 2006


R

uth hacía montañas con un pie. Cavaba con el dedo gordo en la arena tibia, formaba montoncitos, los ordenaba, los alisaba cuidadosamente con la planta del pie, los contemplaba un rato. Luego los destruía. Y volvía a empezar. Tenía los empeines rojizos, le ardían como piedras solares.

Laia Arqueros

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Una raya en la arena

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Llevaba las uñas pintadas de la noche anterior. Jorge estaba desenterrando la sombrilla, o intentándolo. Hay que comprar otra, murmuró mientras forcejeaba. Ruth fingió no haberlo escuchado, aunque no pudo evitar sentirse irritada. Era una banalidad como cualquier otra, claro. Jorge chasqueó la lengua y apartó la mano de la sombrilla bruscamente: se había pillado un dedo con una de las pinzas. Una banalidad, pensaba Ruth, pero la cuestión es que él no había dicho «tenemos que comprar otra sombrilla», sino «hay que comprar». De un tirón, Jorge consiguió plegar la copa de la sombrilla y se quedó estudiándola con los brazos en jarra, como si esperase la última reacción de una criatura vencida. Casualidad o no, mira por dónde, él ha dicho «hay» y no «tenemos», pensó Ruth. Jorge sostenía en ristre la sombrilla. La punta estaba carcomida por lenguas de óxido y manchada de arena húmeda. Él se fijó en los montoncitos de Ruth. Luego buscó sus pies con heridas de las sandalias, ascendió por las piernas hasta el vientre, se detuvo en los pliegues que se acumulaban alrededor del ombligo, su mirada continuó

por el torso, pasó entre los pechos como a través de un puente, saltó a la mata salada del cabello, y finalmente resbaló hasta los ojos de Ruth. Jorge se dio cuenta de que, reclinada en su silla de lona, haciéndose visera con una mano, ella también lo observaba desde hacía un rato. Él sintió una ligera vergüenza sin saber muy bien de qué, y sonrió arrugando la nariz. A Ruth le pareció que él había exagerado ese gesto, porque en realidad estaba de perfil al sol morado. Jorge levantó la sombrilla como un trofeo inoportuno. Qué, ¿me ayudas?, preguntó en un tono que a él mismo le sonó irónico, menos benevolente de lo que había pretendido. Arrugó de nuevo la nariz, volvió un instante la vista al mar, y entonces escuchó la sorprendente respuesta de Ruth: —No te muevas. Ruth empuñaba una raqueta de madera. El canto de la raqueta descansaba encima de sus muslos. —¿Quieres la pelota? —preguntó Jorge. —Quiero que no te muevas —dijo ella. Ruth levantó la raqueta, se irguió y extendió un brazo para trazar lentamente una raya en la arena. Era una línea no muy recta, más o menos de un metro de


si hubiera algo escrito sobre ella. Dio un paso hacia Ruth. Vio cómo ella se contraía y se aferraba a los brazos de la silla. —Esto es una broma, ¿no? —Esto es de lo más serio. —Vamos a ver, cariño —dijo él, frenando ante la raya—. Qué te pasa. Qué haces. La gente se está yendo, ¿no lo ves? Es tarde. Hay que irse. Por qué no eres razonable. —¿No soy razonable porque no me voy a l m ismo tiempo que los demás? —No eres razonable porque no sé qué te pasa. —¡Ah! ¡Qué interesante! —Ruth... —suspiró Jorge, haciendo ademán de ir a tocarla—. ¿Quieres que nos quedemos un rato más? —Lo único que quiero —dijo ella— es que te quedes de ese lado. —¿De qué lado, carajo? —De ese lado de la raya. Ruth reconoció en la sonrisa escéptica de Jorge una contracción de ira. Era sólo un temblor fugaz en la mejilla, un asomo indignado que él sabía controlar fingiendo condescendencia; pero allí estaba. Ahí lo tenía. De pronto parecía que ahora o nunca.

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longitud, que separaba a Ruth de su marido. Al terminar de dibujarla, ella soltó la raqueta, se acomodó otra vez en la silla de lona y se cruzó de piernas. —Muy bonita —dijo Jorge, entre la curiosidad y el fastidio. —¿Te gusta? —contestó Ruth—. Entonces no la cruces. En la playa empezaba a levantarse un aire húmedo, o Jorge lo notó en ese momento. Le daba pereza soltar la sombrilla y el resto de los bártulos que llevaba colgados del hombro. Pero sobre todo le daba infinita pereza empezar a jugar a quién sabía qué. Estaba cansado. Había dormido poco. Sentía la piel sudada, arenosa. Tenía urgencia por darse una ducha y salir a cenar algo. —No te entiendo —dijo Jorge. —Me lo imagino —dijo Ruth. —Oye, ¿vamos o no? —Haz lo que quieras. Pero no cruces la raya. —¿Cómo que no la cruce? —¡Veo que ya lo entiendes! Jorge dejó caer las cosas; le extrañó que hicieran tanto ruido al aterrizar en la arena. Ruth se sobresaltó un poco, pero no se movió de su silla de lona. Jorge contempló la línea de izquierda a derecha, como

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—Jorge. Esta raya es mía, ¿entiendes? —Esto es absurdo —dijo él. —Seguramente. Por eso mismo. —Vamos, dame las cosas. Demos un paseo. —Quieto. Atrás. —¡Olvida esa raya y vamos! —Es mía. —Es una chiquillada, Ruth. Estoy cansado... —¿Cansado de qué? Vamos, dilo: ¿de qué? Jorge cruzó los brazos y se arqueó hacia atrás, como si hubiera recibido un empujón del viento. Vio venir el doble sentido y prefirió ser directo. —No me parece justo. Estás tomando mis palabras al pie de la letra. O no, peor: las interpretas de manera figurada cuando te hacen daño, y las tomas literalmente cuando te conviene. — ¿Sí? ¿Tú crees, Jorge? —Ahora, por ejemplo, te he dicho que estaba cansado y te haces la víctima. Actúas como si yo hubiera dicho «estoy cansado de ti», y... —¿Y no era eso lo que en el fondo necesitabas decir? Piénsalo. Pero si hasta sería bueno. Anda, dilo. Yo también tengo cosas que decirte. ¿Qué es lo que te cansa tanto?

—Así no puedo, Ruth. —¿Así, cómo? ¿Hablando? ¿Siendo sinceros? —No puedo hablar así —contestó Jorge, volviendo a recoger lentamente las cosas. —Recibido —dijo ella, desviando la vista hacia las olas. Jorge soltó las cosas de pronto y quiso agarrar la silla de Ruth. Ella reaccionó levantando un brazo en señal de defensa. Él comprobó que estaba realmente seria y se detuvo en seco, justo frente a la línea. Estaba ahí. Ya la rozaba con la punta de los pies. Pensaba en dar otro paso. En pisar fuerte la arena. En restregar los pies y terminar de una vez con aquello. Jorge se sintió estúpido por su propia precaución. Tenía los hombros tensos, levantados. Pero no se movió. —¿Quieres dejarlo ya ? —dijo. Se arrepintió enseguida de haber formulado la pregunta de ese modo. —¿Dejar el qué? —preguntó Ruth, con una sonrisa dolientemente complacida. —¡Me refiero a este interrogatorio! Al interrogatorio y a esa raya ridícula. —Si tanto te incomoda nuestra charla, podemos dejarla aquí. Y si te quieres marchar


Tuvo el impulso de atacarlo y a la vez de protegerlo. —Vas por ahí avasallando —dijo ella—, pero vives temiendo que te juzguen. Me parece un poco triste. —No me digas. Qué profunda. ¿Y tú qué? —¿Yo? ¿Que en qué me contradigo? ¿En qué noto que me equivoco siempre? En muchas cosas. Muchísimas. Qué te crees. Por empezar, soy una estúpida. Y una miedosa. Y una resignada. Y finjo que podría vivir como no puedo. Pensándolo bien, no sé qué es más grave: no darse cuenta de algunas cosas, o darse cuenta y no hacer nada. Por eso mismo, ¿entiendes?, he trazado esta raya. Sí. Es infantil. Es fea y pequeñita. Y es lo más importante que he hecho en todo el verano. Jorge se quedó con la vista perdida más allá de Ruth, como siguiendo la estela de sus palabras, sacudiendo la cabeza con un gesto en el que luchaban el disgusto y la incredulidad. Luego el rostro se le congeló en una expresión irónica. Comenzó a reírse. Su risa sonaba a tos. —¿Qué, no dices nada? ¿Se te ha ido la fuerza? —dijo Ruth. —Eres una caprichosa.

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a casa, adelante, que disfrutes de la cena. Pero lo de la raya, eso ni hablar. No es ridícula y no la cruces. No pases por ahí. Te lo advierto. —Estás imposible, ¿lo sabes? —Lamentablemente, sí —contestó Ruth. Jorge percibió, desconcertado, la franqueza de su respuesta. Se agachó a recoger de nuevo las cosas murmurando palabras inaudibles. Removía enérgicamente el contenido de la cesta de playa. Ordenaba una y otra vez los botes de bronceador, apilaba con furia las revistas, volvía a plegar las toallas. Por un momento, a Ruth le pareció que los ojos de Jorge se aguaban. Pero lo vio recobrar paulatinamente la compostura hasta preguntarle, mirándola con fijeza: —¿Me estás poniendo a prueba, Ruth? Ruth notó cómo la ingenuidad casi brutal de aquella pregunta le devolvía un eco de nobleza: como si Jorge pudiera equivocarse, pero no mentirle; como si en él fuera posible cualquier deslealtad, excepto la malicia. Lo vio agachado a sus pies, desorientado, con los hombros a punto de despellejarse, con menos cabello que hacía unos años, familiar y desconocido.

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—¿Te parece un capricho lo que te estoy diciendo? —No sé —dijo él, incorporándose—. A lo mejor no exactamente caprichosa. Pero orgullosa, sí. —No es sólo una cuestión de orgullo, Jorge, sino de principios. —¿Pues sabes qué te digo? Que tú defenderás muchos principios, serás todo lo analítica que quieras, te creerás muy atrevida, pero lo que en realidad estás haciendo es esconderte detrás de una raya. ¡Esconderte! Así que hazme el favor de borrarla, de recoger tus cosas y discutirlo tranquilamente en la cena. Voy a pasar. Lo siento. Todas las cosas tienen un límite. Mi paciencia también. Ruth se levantó como un resorte liberado, volcando la silla de lona. Jorge se detuvo antes de haber dado un paso. —¡Ya lo creo que todo tiene un límite! —gritó ella—. Y claro que te gustaría que me escondiese. Pero esta vez no te hagas ilusiones. Tú no quieres una cena: tú quieres una tregua. Y no la vas a tener, me oyes, no la vas a tener hasta que aceptes de una vez que esta raya se borra cuando yo diga, no cuando tú te impacientes.

—Me sorprende que te pongas tan autoritaria. Después te quejas de mí. Me estás prohibiendo acercarme. Yo no hago lo mismo contigo. —Jorge. Mi vida. Escucha —dijo Ruth bajando la voz, acomodándose el flequillo, recomponiendo la silla y sentándose de nuevo—. Quiero que me prestes atención, ¿de acuerdo? No es que haya una línea. Es que hay dos, ¿me entiendes?, siempre hay dos. Y yo veo la tuya. O intento verla, al menos. Sé que está ahí, en alguna parte. Te propongo una cosa. Si te parece injusto que esta raya se borre cuando yo diga, traza tú otra, entonces. Es fácil. Ahí tienes tu raqueta. ¡Haz una raya! Jorge soltó una carcajada. —Te estoy hablando en serio, Jorge. Explícame tus reglas. Muéstrame tu territorio. Dime: de esta raya no pases. Verás cómo jamás intentaré borrarla. —¡Qué lista! Claro que no la borrarías, porque yo nunca haría una raya como esa. Ni se me ocurriría. —Pero si la trazaras, ¿hasta dónde llegaría? Necesito saberlo. —No llegaría a ningún lado. No me gustan las supersticiones. Prefiero comportarme con


—Es la respuesta más terrible que podías haberme dado —dijo Ruth. Jorge la contemplaba con apenado asombro. Pensaba en acercarse a consolarla y sospechaba que no debía. Le picaba la espalda. Le dolían los músculos. El mar se había tragado la pelota del sol. Ruth se tapó la cara. Jorge bajó la vista. Miró la raya una vez más: le pareció que medía más de un metro. * De Alumbramiento, Páginas de Espuma, España, 2006

El cuento es un

dardo. La novela, un radar. Andrés Neuman

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naturalidad. Quiero poder pasar por donde tenga ganas. Pelearme cuando de verdad suceda algo. —Lo único que quiero es que mires un poco más allá de tu territorio. Que respetes ciertas cosas —dijo ella. —Lo único que quiero es que me quieras —dijo él. Ruth pestañeó varias veces. Se frotó los ojos con ambas manos, como intentando limpiarse todo el viento húmedo que la había golpeado aquella tarde.

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Un cigarrillo

V

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ázquez carraspeó, se subió la manga derecha y clavó sus nudillos en la frente de Rojo. La cabeza de Rojo se marchó de allí un momento, pareció tocar el respaldo de la silla y regresó, temblorosa, con una sacudida elástica.

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—Tranquilo —advirtió Artigas. —Es un hijo de la gran puta —replicó Vázquez. Artigas fijó la mirada en los ojos desorbitados de Vázquez. —Sí, pero tranquilo —dijo. Vázquez resopló enérgicamente y se miró los nudillos, que empezaban a arderle. Había olvidado quitarse su anillo de bodas. Vázquez acababa de separarse: había tenido que darle un escarmiento a su mujer y dejarla, por puta. Hizo ademán de golpear otra vez a Rojo, pero Artigas intervino con un suave alzamiento de manos. Vázquez observó los labios entreabiertos, chorreantes de Rojo. Murmuró junto a su oído: —Hijo de la gran puta. Te voy a sacar todos los dientes uno a uno, basura. Pese a lo que Artigas empezaba a sospechar, Rojo había escuchado este último comentario y todos los anteriores. Había ido comprobando, a medida que los golpes le desfiguraban el rostro, cómo se le aguzaban los oídos. Mientras el tabique nasal, la garganta, la lengua, los pómulos se revolvían en una masa inconsistente, en la conciencia de Rojo reverberaban con toda nitidez los insultos desgañitados de Vázquez, sus carraspeos, el sonido del fluir de la sangre, el latir de las arterias, el zumbido eléctrico de las lámparas que apuntaban hacia él, las letanías intercaladas de Artigas, sus propios gemidos ahogados, el despertador perpetuo de su casa, que había sonado a las siete en punto de la mañana como cada día y que no le había advertido del


mismo. Sabía que ellos hablaban, que hablaban sobre alguien que debía hablar y no había hablado, y que ellos debían golpear y saber, o saber y golpear, o algo así. ¿De qué estaban hablando? Gritaban demasiado y él apenas veía por un ojo. Procuró abrirlo más, sintió un dolor de costura arrancada en el párpado y después la herida de la luz real, la de las lámparas y no la del

Bárbara Butragueño

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peligro. Por detrás de la nube cegadora de las lámparas, oyó la voz de Vázquez diciendo: —Esta basura ya no oye nada, Artigas. Rojo entendió que Artigas respondía afirmativamente y se mostraba de acuerdo en abreviar, aunque ya no recordó qué era lo que había que abreviar, y tampoco fue capaz de relacionar aquello que decían consigo

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recuerdo de las lámparas. Vio la espalda descomunal de Vázquez y, por encima de su hombro, como asomando por encima de una tapia, el rostro de Artigas impecablemente afeitado, moviendo las cejas y los labios. Ahora el sonido se había ido de las cosas. La habitación era un televisor mudo. Rojo volvió a cerrar el párpado y se topó con la cara de Beatriz, que le daba palabras de consuelo, curativas. Por un momento las costillas dejaron de dolerle y tuvo ganas de sonreír. De pronto, Vázquez se volvió hacia él. Tenía la corbata y la camisa salpicadas de lunares. ¿Con qué se habría lastimado Vázquez? ¿Por qué gritaba tanto? —Parece que nos gusta ser valientes, ¿eh, Rojito? El sonido había regresado. —Parece que disfrutas, hijo de la gran puta. Rojo sintió que una granada le estallaba cerca de la boca, en algún lugar blando. Paladeó el espesor agridulce de la sangre y escupió una poca. Otra granada le estalló en el pecho: la tráquea se le volvió un sacacorchos que ascendía. Las lámparas se diluyeron y Rojo estaba en un columpio altísimo, distraído, la cara vuelta al cielo, como

a punto de dormirse. El cielo estaba encapotado y su madre lo llamaba a voces. Después, su madre tuvo, por un momento, el desnudo de Beatriz, sus pechos generosos. Luego, alguien encendió dos lámparas y el techo se recompuso. Artigas le hablaba muy lentamente: —Mira, Rojo, vamos a tener que matarte. Vá z q u e z s a l í a d e l a habitación. —Créeme que lo siento —añadió Artigas—. Este oficio es así, tú lo sabes mejor que nadie. Rojo sintió una repentina llamarada de lucidez. Abrió bien su ojo bueno, levantó la cabeza cuanto pudo y reconoció la nariz afilada de Artigas, sus ojos celestes lisos, su afeitado impecable. —¿Dónde está Vázquez? —balbuceó Rojo. Artigas sonrió. Le puso una mano sobre el hombro. —¿Te duele mucho? —preguntó; Rojo negó con la cabeza y Artigas volvió a sonreír—. Eres un caso, Rojo, eres un caso. No se te escapa una, ¿eh? Vázquez ha ido a mear. Por eso te soy franco, Rojo: me da lástima verte así. Hubiera preferido atropellarte con el coche cuando salías de tu casa, pero el idiota aquel se empeñó en que podríamos


delator. Lo habían atado a una silla de la sala, le habían roto las muñecas sobre la misma mesa donde dos días antes había hecho el amor con Beatriz, le habían vendado y desvendado los ojos varias veces, le habían pateado las rodillas y las tibias, le habían quemado los lóbulos con un encendedor y le habían preguntado mil veces lo mismo. Mil veces Rojo había callado, y no por valentía: simplemente sabía que daba igual que confesara. Conocía muy bien los métodos de su antiguo compañero, así que había preferido darse el gusto de estropearles el negocio. Él también era un profesional. Muchísimo mejor que Vázquez, por descontado. Quizá no mucho mejor que Artigas, pero sí más resolutivo. A Artigas le gustaba tomarse su tiempo para todo. Rojo oyó la puerta a sus espaldas. Tuvo de nuevo a Vázquez enfrente. Vázquez lo miraba con una mueca burlona. —¡Carajo, Artigas, parece que el paciente mejora! ¿Qué le has hecho? —Darme por el culo —contestó Rojo. Artigas festejó la ocurrencia con una carcajada. Vázquez

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sonsacarte algo si teníamos paciencia. Todos tienen un límite y es cuestión de encontrarlo, me decía Vázquez, en algún momento va a tener que cantar. Y yo le contestaba: tú no conoces a Rojo, Vázquez, no lo conoces. Ya ves que no me equivocaba. Durante el discurso de Artigas, Rojo había ido recuperando la noción del tiempo y, sobre todo, la conciencia de qué estaban diciéndole y por qué. Absurdamente, recordó que era domingo dieciséis y que al día siguiente el perro de su infancia, un San Bernardo enorme, habría cumplido treinta y siete años. De inmediato su mente regresó a aquella habitación: Vázquez y Artigas iban a matarlo. Su antiguo socio y el nuevo socio de su antiguo socio iban a matarlo porque no había hablado. De haber hablado lo habrían matado lo mismo, pero más satisfechos. Que se jodieran de curiosidad, entonces. Artigas, mientras su matón meaba, le pedía disculpas y era un hijo de la grandísima puta y un profesional excelente. Era comprensible que quisieran vengarse, pensó Rojo, pero no era lógico que además pretendiesen humillarlo convirtiéndolo en

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tenía cara de no haber entendido del todo y de que lo hubieran llamado maricón. —¡Te voy a cortar los huevos, basura! —le gritó a Rojo. —Vázquez —pronunció, cortante, Artigas—. Suficiente, Vázquez. Gracias. Vázquez clavó su mirada en Artigas y éste se la mantuvo hasta que Vázquez la bajó. Entonces se encogió de hombros y, remetiéndose la corbata manchada en el pantalón, le dijo: —Al final es tu amigo, no el mío. Y empezó a marcharse. Antes de llegar a la puerta que comunicaba el salón con el pasillo, agregó: —Yo, por lo menos, no mato a mis amigos. Imperturbable, Artigas lo corrigió: —Tú nunca has tenido amigos, Vázquez. Rojo oyó un portazo a sus espaldas. Cuando volvió a mirar a Artigas, notó que ya no le sonreía. Ahora Artigas callaba y lo miraba a los ojos. A Rojo se le escapó un hilo de sangre entre los labios cuando admitió: —Me duele, Artigas. Me duele todo. Pero no era exactamente una queja. Artigas comprendió.

—Me lo imagino —dijo Artigas—. No te preocupes. Bastante has aguantado. —Bastante más de lo que tú hubieras aguantado —dijo Rojo. Artigas, pensativo, respondió: —Seguramente. Después hundió una mano en la chaqueta y Rojo se concentró en el resplandor de las lámparas, en contraer las mandíbulas y esperar la descarga. Pero el movimiento del brazo de Artigas le resultó extraño y, sintiendo que el cuello se le astillaba, se atrevió a girar la cabeza: Artigas le ofrecía un cigarrillo. —Gracias —dijo Rojo entreabriendo los labios pulposos. Artigas le encendió el cigarrillo y encendió otro para él. En medio de un silencio aliviador, Rojo realizó con lentitud la simple operación de aspirar el humo. Además del dolor en las costillas, por encima de él, Rojo sintió como si el agua de un manantial hubiera vuelto a los cauces resecos de su pecho, como si algo le hubiese ablandado los surcos que llegaban a los pulmones y ahora todo fuese aire, por fin aire. La segunda calada le devolvió el aliento y la respiración casi normal.


esperar unos segundos. Entonces inspiró hasta el fondo, sin urgencia, expulsó todo el aire y dio una última, larga calada al cigarrillo, distinguiendo el sabor de los hilos tostados y del papel quemado. Después separó los labios y dejó que el filtro cayera sobre sus pantalones. En la zona posterior de la lengua se le había formado una agradable y familiar pátina de amargor. Dirigió su ojo bueno hacia Artigas, que ya no fumaba. —¿Quieres otro? —preguntó Artigas. —No, gracias —contestó él—. Con uno basta. Rojo vio que Artigas sonreía. No percibió ningún rastro de rencor en su voz cuando lo oyó murmurar: —Eres un caso, Rojo, eres un caso. Después, Artigas se llevó la mano a la chaqueta e hizo su trabajo. De El último minuto, Páginas de Espuma, España, 2007

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Hacia la mitad del cigarrillo, un adormecedor bienestar se había instalado en sus músculos. Imaginó que él y Beatriz fumaban juntos tendidos en la cama, que acababan de hacer el amor y se tomaban un respiro antes de volver a hacerlo. Con las manos atadas por detrás, Rojo chupaba el cigarrillo devolviendo el humo por un costado de la boca y, a medias, por la nariz obstruida. La nube azul opaco se dejaba nimbar por las lámparas. A punto de terminar su cigarrillo, Artigas lo observaba con atención. —Está delicioso, Artigas. ¿Son los mismos de siempre? —Los mismos de siempre, Rojo —dijo Artigas. —Qué raro —dijo él—, parece otro tabaco. Calculó que le quedaban dos caladas profundas y quizás una tercera más corta. Prefirió apurar enseguida las dos primeras y

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«

«Bésame, Platón

A

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sí es la cosa. A mi mujer le hablan de Platón y se pone aristotélica. No sé cómo, no sé por qué. En cuanto escucha una palabra sobre la reminiscencia, el mundo inteligible o la teoría de las formas, ella se ruboriza, se le nublan los ojos, deja escapar un gemido, y se pone a imaginar espaldas anchas y nalgas musculosas. Yo intento, como es lógico, detenerla. Pero

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es inútil. Una furia empirista la posee por completo, y lo único que le interesa es el paso de la potencia al acto. Pensar nunca es indecente, me consuelo. Aunque admito que me desconcierta tanto empeño en la física, cuando lo que verdaderamente importa es la metafísica. Cada noche es lo mismo. En serio. Nunca falla. Yo digo, por ejemplo: «caverna». O «sol». O «riendas». Y ella, enseguida, loca. Desparramada en la cama. Quitándose la ropa. Gritando sin decoro: ¡Bésame, Platón! Yo, a mi edad, soy poco impresionable. Cosas peores he visto. Además, no lo niego, el comportamiento de mi mujer tiene sus ventajas. Digamos que antes, y perdonen el juego de palabras, nos costaba acostarnos. Desde que descubrí lo de Platón, mano de santo. Lo que pasa es que el deseo, el caballo de su deseo, se le desboca a todas horas, en todas partes, tenga uno ganas o no. Sospecho que mi mujer confunde el apetito con el banquete. En fin. Mis amigos se ríen, celebran nuestro problema, incluso nos felicitan. Yo, qué quieren que les diga, dudo. En el fondo estas perversiones me turban. Siempre he sido un poco kantiano, y pienso que hay cosas que no deberían hacerse.


«

U

n zumbido en el baño (el baño donde sigo sentado esperando noticias de mi vientre, un zumbido intermitente como de motorcito averiado) de pronto me distrae, me alerta. Me vuelvo (no me vuelvo: estoy, insisto, sentado en el retrete, lo cual me inmoviliza fatalmente, digamos que giro apenas el tronco y sobre todo el cuello) para localizar su origen.

En un rincón del baño, sobre una baldosa para nada central, muy cerca de la protección benévola del bidé, frente a la sombra abrigadora del cesto de la ropa (ropa sucia, claro está, y por lo tanto atractiva para el caso), alejada de mí, casi escondida, con total discreción o quizá con pudor, agoniza una mosca. Una mosca. No sé si percibiendo que la miro, notando que algo o alguien acaba de moverse (aunque poco pueda moverme en el retrete, o mejor dicho sobre él), la mosca igual que estaba, es decir, boca arriba (¿tienen boca estos insectos?, ¿puede llamársela así?, ¿humanizar a los bichos es realmente una forma de comprenderlos?, ¿e imaginar a las personas como si fueran bichos?) y con las patitas rígidas, cruzadas, manteniendo en lo posible su incómoda postura original, se retira, no me pregunten cómo, rebotando sobre sí misma, sobre su propia espalda, hacia otro rincón que ya no puedo ver. Eso hace la mosca. Me asombra, o me espanta, o me conmueve, o las tres cosas, su reacción. ¿Sería exacto calificarla de instintiva? Cualquier observador de esta minúscula escena (al menos cualquier observador humano) habría sentido, o creído sentir, cierta voluntad íntima en

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«Dignidad de las moscas

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seguir siendo visión), la reacción de esa mosca ha sido un contundente manifiesto contra la frivolización mediática de la muerte, contra nuestra costumbre de convertir en espectáculo el dolor de los otros. Alguien podrá pensar que eso es llegar

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el apartamiento de la mosca. Cierta necesidad de no ser espiada en un momento así. Cierta reivindicación del elemental, admirable derecho de morir a solas. Desde ese punto de vista (o desde este punto que deja de ser vista, que renuncia a

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Betty Blue


estático, el removerse ahí. En el instante de nuestra muerte, ¿nos observa alguien así, como yo estoy observando? Y si así es, ¿quién? ¿Un médico? ¿Algún pariente? ¿Dios? No sé si, en ese trance, todos tendremos la misma dignidad de la mosca, esta (digamos) sobriedad autosuficiente con que parece dispuesta a dejar de existir. Más que identificarme con la mosca (tentación tan fácil como errada: la identificación es un recurso que, a su modo, refuerza inútilmente nuestra vanidad, aunque fundamentarlo nos llevaría casi tan lejos como ha llegado esta mosca), me sorprende la sospecha de cuánto podría aprender de ella. Más me sorprende la sospecha siguiente: seguro que la mosca, si fuera capaz de emular comportamientos, tendría mucho menos que aprender de mí. No hay ninguna modestia (la modestia es perniciosa) en esta suposición. Más bien una serena convicción científica. Empiezo a plantearme entonces una última duda que me angustia. Este abstenerme ante la prolongada (prolongada, supongo, a escala suya) agonía de la mosca, mi nula participación en el proceso, ¿es señal de respeto o quizá de indiferencia?

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demasiado lejos. Pero más lejos ha llegado la mosca. ¿Dónde está? Extiendo el tórax. Estiro el cuello. Mis ojitos giran. Mi nariz tiembla. Con dificultad, realizando un extraño esfuerzo físico, manteniendo una postura que probablemente nadie (me atrevo a suponerlo con más bochorno que orgullo) había ensayado antes sentado en un retrete, consigo divisarla detrás del pedestal del lavabo. La fugitiva mosca (¿intenta huir de mí o de su propia circunstancia?, ¿de esta breve vida o de la muerte que la llama?) sigue zumbando a ráfagas, a pequeños estertores. Me asalta la idea de que esos zumbidos formen parte de algún tipo de discurso, un modesto código morse, el telegrama de despedida de la mosca. En tal caso, yo habría estado cagando mientras, a mi lado, otro ser vivo se despedía del mundo. Ignoro si, tratándose de una mosca, esto constituirá necesariamente una ofensa. Incluso me pregunto si la mosca lo habrá registrado, entre la bruma de su desvanecimiento, como un oportuno, suculento homenaje. Contemplo una vez más las vibraciones finales, el aletear

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¿Debiera limitarme a hacerle compañía o ayudarla de algún modo? Y en un plano ya práctico, ¿la dejaré ahí?, ¿la aplastaré? Tiro de la cadena.

estilo es una autobiografía. El

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Andrés Neuman

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«

C

ompartir las visiones puede ser peligroso. Hace unos días supe que el padre del portero había muerto. Recibí la noticia con cierta indiferencia, y después con cierta culpa por culpa de mi indiferencia. A veces pienso en la desaparición del prójimo como en un ensayo de la desaparición de mis seres queridos, o incluso de la mía. Es triste admitirlo, pero tarde o temprano la solidaridad me conduce a la autocompasión. En fin. Paciencia.

Nunca conocí bien al padre del portero, aunque me lo cruzaba muchas mañanas al entrar o salir del edificio. Se trataba de un hombre madrugador, pulcro y con un rostro extraordinariamente bello. Recuerdo sus arrugas como dibujadas a lápiz, sus ojos celestes, el orden de sus canas tirantes alrededor de la frente. Siempre me pareció que vestía con seguridad. ¿Qué demonios es, me pregunto ahora, vestir con seguridad? No lo sé, aunque cada vez que nos cruzábamos tenía la misma impresión de que su ropa era la más oportuna para su esbeltez cansada, de que los colores que elegía tendían a favorecerlo. Creo que olía a lana, a lana limpia. ¿Era además amable el padre del portero? Quizá no tanto. Más bien era educado. Educado e infalible. Cultivaba esa cortesía antigua, admirablemente mecánica, que hoy sólo podríamos mantener haciendo un gran esfuerzo de concentración. Me gustaba saludarlo y recibir sus buenos días, su inclinación de cabeza, su leve despedida. Sabía pronunciar las fórmulas comunes como si fueran una gentil improvisación. Fuera de estos encuentros en los ascensores o en las puertas, jamás intercambié una frase con él. No podría decir quién se enteró primero, pero al cabo de unas horas el edificio entero estuvo al tanto: la muerte se propaga con más velocidad que cualquier otra noticia. El portero vive con su

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«El destornillador

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familia en la última planta, en una especie de ático que alguna vez fue parte de la azotea. Allí se aprietan sus hijos, su esposa y su suegra, quien cualquiera diría que roza los cien años. Más de una vez me he preguntado qué sucedería con la anciana si el ascensor se averiase, cómo haría ella entonces para subir hasta la casa. Pero hasta ahora, y es extraño, nuestro ascensor no se ha averiado. Aunque uno tiende a fijarse en sus vecinos, creo que es mucho más importante conocer bien a los porteros. Basta con mirar atentamente a los ojos de un portero para poder conjeturar, con ciertas garantías, cómo será la vida de todo un edificio. El portero del mío, por ejemplo, tiene una mirada risueña. Y mis vecinos, en efecto, tienden a la comedia. «Ha muerto el padre del portero», me comunicó la señora del noveno, mientras dejaba que su perrito pequinés le lamiera los tacones. «Ha muerto el padre del portero», me confirmó susurrante el vecino de enfrente mientras cerraba la puerta desde dentro, como si no quisiera hacerse cargo de sus palabras. «¿A que no sabe del velatorio de quién vengo?», me abordó la del séptimo,

sosteniendo varias bolsas de una tienda. A la mañana siguiente pensé en buscar al portero para darle el pésame, pero sentí pudor. Y después, en fin, me fui olvidando. No había pasado una semana cuando tuve la visión. Yo estaba en la planta baja. El corazón me dio un brinco de pelota de tenis. Él, sencillamente, salía del ascensor. Sus ojos celestes me buscaron como queriendo aplacar mi sorpresa. Esperó a que yo recuperase la calma y entrase en el ascensor para cerrarme la puerta con suavidad. No pronunció una sola palabra. Sonreía. Incluso me pareció que sus arrugas eran menos numerosas o no tan pronunciadas, como si regresar de la muerte lo hubiera rejuvenecido. Mientras subía a mi casa intentando asimilar aquel encuentro, me descubrí una rara paz de espíritu. No podía alejar de mí la visión de aquella sonrisa de agua. Me mantuve el resto del día en estado de flotación. ¿Sería yo el primero en haber averiguado que el padre del portero estaba en pie? ¿Ciertos viejos corteses morían sólo en parte? ¿Podían los fantasmas adquirir un aspecto carnal para presentarse ante su antiguo prójimo? Por


venía creyendo desde hacía años, sino un vecino del penúltimo piso casi desconocido para mí. Cuando por fin quité el pie, el ascensor siguió subiendo hasta el ático y se detuvo con un eco que me sonó a burla. Un poco por lealtad y otro poco por impertinencia, al día siguiente sentí la necesidad de confesarle aquella anécdota al portero. Lo encontré revisando uno de los interruptores de la luz. Lo saludé y, tras una breve charla para entrar en confianza, me aventuré sin más rodeos. «¿Sabe una cosa?», dije, «le parecerá raro, pero el otro día, durante unos segundos, puede decirse que vi a su padre». Tras una pausa de misterio, me disponía a explicarle mi curioso malentendido cuando el portero me interrumpió. Acercando su cara a la mía, con una sonrisa iluminada por la emoción, contestó: «No me extraña, señor, a mí también me pasa. Hace un rato, por ejemplo, acabo de encontrármelo en el ascensor». Después hizo una inclinación de cabeza, me dio la espalda y comenzó a girar el destornillador.

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supuesto, no estaba dispuesto a comentar mi visión con ningún vecino ni exponerme a parecer un demente. Mis dudas no tardaron en ser despejadas. La siguiente ocasión que lo tuve enfrente, en un arresto de valentía impropio de mi carácter, me decidí a seguirlo. Olía a lana limpia y esta vez habló. Me preguntó a qué piso iba. Yo respondí que iba al último: quería verlo moverse, buscar las llaves, entrar en la que había sido su casa terrenal. Él no pareció extrañarse y pulsó dos botones. Estuvo todo el trayecto discretamente ausente, sin deponer del todo su sonrisa tímida. Pasamos de largo mi piso. Seguimos ascendiendo. De pronto el motor se detuvo, pero no en el ático. Le dirigí una mirada interrogativa. Él abrió la puerta, se volvió hacia mí, hizo una delicada inclinación con la cabeza y salió del ascensor. Yo sostuve con un pie la puerta y espié cómo el viejo entraba en uno de los apartamentos. Permanecí allí, incrédulo, sin resignarme a aceptar el equívoco. Con frecuencia lo evidente nos parece inverosímil. Aquel hombre elegante no era el padre del portero, tal como yo

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El fusilado

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uando Moyano, con las manos atadas y la nariz fría, escuchó el grito de «preparen», recordó de repente que su abuelo español le había contado que en su país solían decir «carguen». Y mientras recordaba a su difunto abuelo, sintió que era irreal que las peores pesadillas de uno mismo se cumpliesen. Eso pensó Moyano: que siempre se mencionaba

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estúpidamente (cobardemente, rectificó Moyano) la extrañeza de realizar los propios deseos y se pasaba por alto la perplejidad siniestra que nos causa, o debería causarnos, la consumación de nuestros temores. No lo pensó quizás en forma sintáctica, palabra por palabra, pero sí recibió el fulgor ácido de esa conclusión: lo iban a fusilar, iban a hacerlo, y nada le parecía más inverosímil, pese a que en sus circunstancias hubiera podido parecer lo más natural del mundo. ¿Era acaso natural escuchar «apunten»? No, a cualquier persona, al menos a cualquier persona decente, una orden así jamás le llegaría a sonar lógica, por mucho que el pelotón entero estuviese formado con los fusiles perpendiculares al tronco, como la rama atroz de un árbol, y por mucho que durante su cautiverio el general lo hubiese amenazado varias veces con que le pasaría lo que le estaba pasando. Moyano se avergonzó de la poca sinceridad de este razonamiento, y de la hipocresía de apelar a la decencia: ¿a quién a punto de morir le preocupaba semejante cosa?, ¿a quién le interesaba la decencia frente a un fusil recto?, ¿no era en realidad la supervivencia el único valor humano, o quizá menos que humano, que le importaba ahora?, ¿estaba tratando de disculparse?, ¿de morir gloriosamente?, ¿de distinguirse de sus verdugos como una forma de salvación en la que él nunca había creído? No pensaba todo esto Moyano, pero sí lo intuía, lo entendía, asentía mentalmente


vengativa, pensó en abrirlos, no lo hizo, se quedó quieto, pensó en gritar algo, en insultar a alguien, buscó unas palabras oportunas, no le salieron, qué muerte más torpe, pensó, y de inmediato: ¿nos habrán engañado?, ¿no morirá así todo el mundo, como puede? Lo siguiente, lo último que escuchó,

Laura Quintanilla

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como ante un dictado ajeno. El general aulló «¡fuego!», él cerró los ojos, los apretó más fuerte que nunca antes en su vida, buscó esconderse de todo, de sí mismo, por detrás de los párpados, de pronto pensó que era innoble morir así, con los ojos cerrados, que su última mirada merecía ser por lo menos

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fueron los gatillazos, su estruendo, mucho menos molesto, incluso más armónico, de lo que siempre había imaginado. Eso debió ser lo último, pero escuchó algo más. Para su sorpresa, para su confusión, también escuchó otras cosas. Con los ojos todavía cerrados, pegados al pánico, escuchó al general pronunciando en voz muy alta «¡maricón, llorá, maricón!», al pelotón retorciéndose de risa,

olió, temblando, el aire delicioso de la mañana, oyó el canto inquieto de los pájaros, saboreó la saliva seca entre sus labios. «¡Llorá, maricón, llorá!», le seguía gritando el general cuando Moyano abrió los ojos, mientras el pelotón se dispersaba dándole la espalda y comentando la broma, dejándolo ahí tirado, arrodillado entre el barro, jadeando, todo muerto.

el puro cuento

Ventaja del exilio

para el escritor: una parte de su memoria queda acotada con tanta precisión, que le es posible narrarla como si fuera póstuma.

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Andrés Neuman


É

stos son malos tiempos para el romanticismo. Margarita es elegante, tan personal, tan guapa. Me quiere. Aunque también trabaja demasiado, tiene insomnio, parece siempre un poco preocupada. No me quiere. Eso sí, como Margarita es madrugadora, le gusta preparar el desayuno para los dos. Me quiere. Detesta que yo me haga el remolón y me

cueste una hora levantarme de la cama. No me quiere. Cuando nos duchamos juntos, como por arte de magia, nos ponemos a hacer el amor en equilibrio. Me quiere. Después ella se queda como absorta, como lejos, y se viste rapidísimo. No me quiere. Pero a veces me pide que le seque el pelo, cierra los ojos, ronronea. Me quiere. Hace llamadas extrañas con el móvil, se va a hablar a otra habitación,

José Luis Corral

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Amor con thriller

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el puro cuento

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nunca sé quiénes la llaman. No me quiere. Me ha regalado un anillo de plata para mi cumpleaños, y eso no es ninguna tontería. Me quiere. Debo reconocer que apenas conozco a su familia y a sus amigos. No me quiere. Margarita tiene un buen sueldo y le gusta ir a cenar, comprarme camisas, irnos juntos de vacaciones. Me quiere. Lo que más me molesta es que, cuando estamos juntos, ella mire constantemente su reloj deportivo. No me quiere. No te preocupes, cosita mía, adiós, te llamo lo antes que pueda, te lo prometo, príncipe. Me quiere. Ahora, no sé por qué, mira por la ventana fijamente y me pregunta por los vecinos del portal de enfrente. No me quiere. Me acerco a Margarita y, al besarla, ella sonríe con ternura. Me quiere. De pronto se separa de mí sobresaltada. No me quiere. Su precioso vestido blanco le deja al descubierto casi medio pecho. Me quiere. Ahora no, me ordena. No me quiere. También lleva el modesto colgante que le regalé el mes pasado. Me quiere. Shh, exclama, espera, no te muevas. No me quiere. Me toma del brazo con fuerza. Me quiere. ¿Se puede saber por qué

eres tan caprichosa?, le reprocho. No me quiere. Shh, repite ella ignorándome, muy quieta, agazapada, moviendo los ojos en todas direcciones. ¿No me quiere? Margarita…, suspiro. ¿O me quiere? ¡Abajo!, chilla ella. No me quiere. Rodamos juntos por el suelo del salón hasta quedarnos hechos un ovillo debajo de la mesa. Me quiere. Algo impacta brutalmente contra el cristal de la ventana de mi casa y lo hace añicos. No me quiere. ¿Estás bien, vida mía?, me susurra Margarita al oído. Me quiere. ¿Y tú?, le contesto con un hilo de voz, pero no obtengo respuesta. No me quiere. Ella se incorpora delicadamente y gatea, juguetona, por el pasillo. Me quiere. ¿Adónde vas?, ¿qué haces?, le pregunto ansioso, y desaparece. No me quiere. Un minuto después, Margarita regresa gateando con su bolso a cuestas y se acurruca junto a mí, debajo de la mesa: ¡ah, picarona! Me quiere. Abre el bolso, intento mirar qué busca, ella aparta el bolso. No me quiere. Mi vida, me dice Margarita, ten mucho cuidado con los cristales del suelo. Me quiere. Saca un revólver del bolso, un revólver con el cañón muy grueso. No me quiere. Me acaricia la


mesa y me dice: ya ha pasado, cariño, ya ha pasado. Me quiere. Pero añade: ahora tengo que irme. No me quiere. Me besa la comisura de los labios: huele a pólvora y perfume. Me quiere. Se marcha de mi casa en silencio, apretando ese bolso que uno nunca sabe qué puede contener. No me quiere. Antes de abrir la puerta y salir tan rápida que parece hecha de viento, se vuelve hacia mí un instante para guiñarme un ojo verde. Me quiere. Ella jamás me asegura cuándo me llamará, adónde se va de viaje ni qué día nos veremos otra vez. Definitivamente, pienso yo, Margarita no me quiere.

Sinceridad: elegir el personaje adecuado Andrés Neuman

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mejilla. Me quiere. Desde mi refugio debajo de la mesa, la veo irse de nuevo y avanzar agachada hacia la ventana, tratando de evitar los cristales caídos. No me quiere. La tela de su precioso vestido se tensa como una piel pálida y fina, como su propia piel. Me quiere. ¡Eh, tú, quieto!, me advierte cuando intento asomarme. No me quiere. Se pone en pie de un salto, con esa agilidad atlética que tanto admiro. Me quiere. Saca un brazo por el hueco de la ventana rota y dispara varias veces seguidas. No me quiere. Al escuchar mi respiración entrecortada, se aparta de la ventana, me ayuda a salir de la

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Sor Juana, yo y unos cuantos más

C

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uando conocí a Juana, aunque ya no era sor, me volví loco. O no, me explico mal: se volvía loca ella, y por lo tanto yo. Sor Juana abandonó el convento cuando tenía treinta y nueve años. La noche en que la conocí, me dijo que todo había sido culpa de la menopausia. ¿Qué dices?,

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objeté yo con pedantería, ¡la menopausia empieza a los cincuenta! Juana me miró como esos curas que están a punto de castigarte y deciden absolverte. Se me quedó mirando con una sonrisa superior, invitadora, con esos ojos negros como sus dos pezones, y contestó tranquilamente: ¡Tú qué vas a saber de la menopausia de las monjas! Quince minutos después, Juana pagó las copas. Veintidós minutos después, milagro, encontramos un taxi libre en mitad de la Gran Vía. Cuarenta y tres minutos más tarde, ella daba alaridos encima de mí, inmovilizándome las muñecas. Acostarme con Juana, y no me entiendan mal, fue como recuperar la fe. Gracias a ella encontré la luz, la senda, el gozo divino, más o menos por las mismas causas por las que ella los había extraviado para siempre. Me temo que me explico mal. Lógico: hablar de Juana me trastorna la lengua. Lo que intento decir es que Juana, siempre según su relato, perdió la virginidad con un fraile rubio una semana antes de colgar los hábitos. Para ser precisos, digamos que perdió la virginidad con seis o siete frailes, no todos ellos rubios, a los treinta y nueve años de edad. Fue, en sus propias palabras, probar apenas uno y ya quererlos todos. Todos, todos, todos. La repetición no es mía, sino de la propia Juana. Así lo contaba ella, con los ojos entrecerrados y las piernas abiertas, después de cada orgasmo. Esta


comprendió enseguida), se dejó crecer el cabello, se buscó un trabajo de ayudante en una veterinaria y dedicó todo su tiempo libre (todo, todo, todo) a fornicar con hombres de cualquier edad, raza y condición. El

Betty Blue

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imagen me recuerda de inmediato el sexo de Juana: angosto, acogedor, velludo. Intentaré no desviarme demasiado. En cuanto Juana comprendió que nunca más sería digna a los ojos del Señor (cosa que

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el puro cuento

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único requisito, según contaba Juana, era que no se enamorasen de ella. Y que se lo prometieran desde el primer día. Yo ya he estado casada, les decía (nos decía), con el más grande Él de todo el universo. Viví absolutamente comprometida con mi Señor desde los dieciocho hasta los treinta y nueve. Y como es imposible aspirar a entregas más altas, yo ahora quiero sexo, sexo, sexo. Aunque sé que por eso me voy a condenar. Cualquiera que no se haya acostado con Juana (y reconozcamos que esa posibilidad empieza a ser remota en Madrid y alrededores), podría burlarse de esa frase suya: «sé que por eso me voy a condenar». Y pensaría quizá que se trataba de una excusa beata, por no decir barata. De un mero subterfugio para redimir sus comportamientos pecaminosos. Pero bastaba una sola noche con ella, por no decir un breve coito, para comprender hasta qué punto la afirmación de Juana era severa y transparente. La vida sexual de Juana era mucho más que eso. Que vida, me refiero. Y, de no haber sido tan arrasadora y entusiasta, incluso estaría tentado de decir que se trataba de lo contrario:

de una muerte sexual. Con sus correspondientes, y absolutamente inevitables, resurrecciones carnales. Puedo imaginar los equívocos que esta declaración despertará en las mentes más perversas. Éxtasis espasmódicos. Succiones misteriosas. Burdas acrobacias. Inverosímiles duraciones. Por Dios, por Dios, por Dios. Nada más lejos: lo de Juana era distinto. Más llano. Sin técnicas orientales. Sin posturas incómodas. Lo de Juana era algo que nuestra civilización casi ha perdido: pura lascivia. Con sus tentaciones irrefrenables, sus sinceros remordimientos y sus reincidencias fatales. Lo increíble era que estos ciclos, que a la gente vulgar pueden llevarle días, meses, años, Juana los resumía vertiginosamente en sólo unos minutos: los mismos que durase el sexo. Intentado una aproximación científica, digamos que las mujeres experimentan las fases de excitación, meseta, orgasmo y resolución. Juana en cambio padecía rubor, enajenación, arrepentimiento y recaída. Sin cesar. Con la naturalidad de una tormenta de verano. Desde la primera noche que pasé con Juana en su casa, rebotando en el sofá de la salita


Mi tragedia era esta: ¿cómo fornicar después de Juana? ¿Valía la pena salir de las voluptuosas llamas del averno para recostarse en las mediocres blanduras de un colchón cualquiera? Con Juana cada embate era un acontecimiento. Un placer deplorable. Un acto de maldad trascendente. Con las demás mujeres, el sexo sólo era sexo. Mecánica anatómica. Deseo satisfecho. Desde que conocí a Juana todas mis amantes ocasionales, y muy especialmente las progresistas, me parecían tibias, previsibles, de una normalidad desesperante. Lo que hacíamos juntos no era terrible, ni atroz, ni imperdonable. Ninguno de los dos perdía sus principios al hacer lo que hacíamos. Con el tiempo fui pasando de la apatía a la fobia, y llegué a detestar los gestos vacíos que intercambiaba con mis amantes. Las pequeñas contracciones. Los grititos moderados. Los tímidos gemidos. Ya no podía estar con nadie que no fuese ella. La última noche que vi a Juana, iba vestida como de costumbre: falda ancha y zapatos viejos. Sin maquillar. Un poco despeinada. Y con la carne erizada, temblorosa, como en espera de un terremoto. Cuando se

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de estar, asistí boquiabierto a la liturgia que se repetiría siempre. Ella me desnudaba con brutalidad, me mordía con ansia, me rechazaba brevemente, se arrancaba las bragas y me atraía dentro de ella. Entonces daba comienzo la parte más asombrosa, la que terminaba de capturar mis sentidos y que, de alguna forma, terminó por condenarme: Juana hablaba. Hablaba, aullaba, rezaba, suplicaba, lloraba, reía, cantaba, daba gracias. Para hacerla ingresar en aquel trance no hacían falta hazañas físicas de ninguna clase. Sólo había que dejarse llevar. Aceptarla. La recompensa era, sin excepción, apabullante. Entre los cientos de obscenidades bíblicas que Juana solía proferir durante el acto, me fascinaban sobre todo las más simples: «me fuerzas a pecar, maldito», «por tu cuerpo ya no tengo perdón», «me llevas al infierno». Algún escéptico podrá objetar que eran meras exclamaciones de doctrina. Pero a mí, siendo honesto, esas cosas me conquistaban. Soy un hombre corriente. No suelo despertar grandes pasiones. Y nunca jamás, entiéndanme, había llevado a nadie hasta el infierno.

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arrancó las bragas y contemplé de nuevo su sexo oscuro, no pude evitar besarla y susurrarle al oído: Estoy enamorado. Juana cerró las piernas de inmediato, se ovilló en el sofá, alzó el mentón y dijo: Entonces vete. Lo dijo tan seria que ni siquiera tuve fuerzas para insistir. Además, era yo quien había incumplido su promesa. Me vestí avergonzado. Mientras cruzaba la salita, oí que Juana me chistaba. Me volví con la esperanza de que hubiera cambiado de opinión. La vi acercarse desnuda. Caminaba rápido. Se notaba que tenía los pies fríos. Me miró fijo a los ojos con una mezcla de rencor y compasión. No se puede ir al infierno por amor, me dijo. Después se apagó la luz.

Aún hoy, después de tanto tiempo, cada vez que pienso en Juana, se me doblan las rodillas y se me seca la boca. Mi vida, por supuesto, ha seguido adelante. No me va mal del todo. He vuelto a acostarme con otras mujeres. Yo no me enamoro, ellas no enloquecen. Nos vemos de vez en cuando. Fingimos encontrarnos para cenar o ir al cine. Bromeamos con cortesía. Nos aburrimos gratamente. A veces me miro al espejo, acerco mi boca a mi boca y me pregunto qué habrá sido de mis infiernos. La respuesta es sencilla: nada. Nunca he tenido un infierno propio, como Juana. Mi único pecado en esta vida fue perderla.

Los libros intrascendentes se leen sin interrupción. Los el puro cuento

libros inquietantes, sin

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tregua. Ésa es la diferencia

entre ligereza e intensidad. Andrés Neuman


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Dodecálogo literario Andrés Neuman I. Contar un cuento es saber guardar un secreto. II. Aunque hablen en pretérito, los cuentos suceden siempre ahora. No hay tiempo para más y ni falta que hace. III. El excesivo desarrollo de la acción es la anemia del cuento, o su muerte por asfixia. IV. En las primeras líneas un cuento se juega la vida; en las últimas líneas, la resurrección. En cuanto al título, paradójicamente, si es demasiado brillante se olvida pronto. V. Los personajes no se presentan: actúan. VI. La atmósfera puede ser lo más memorable del argumento. La mirada, el personaje principal. VII. El lirismo contenido produce magia. El lirismo sin freno, trucos. VIII. La voz del narrador tiene tanta importancia que no siempre conviene que se escuche. IX. Corregir: reducir. X. El talento es el ritmo. Los problemas más sutiles empiezan en la puntuación. XI. En el cuento, un minuto puede ser eterno y la eternidad caber en un minuto. XII. Narrar es seducir: jamás satisfagas del todo la curiosidad del lector.

el puro cuento

el cuento soy yo


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Sin embargo, pregunto

«La suma de las pequeñas resistencias es lo máximo a lo que podemos aspirar» —Entrevista a Andrés Neuman—

JL Perdomo Orellana

Q

uienes saben de esas cosas, dicen que tu apellido se pronuncia «Noiman». ¿Cómo debe pronunciarse? Al gusto del consumidor. Me llaman de todas formas. En mi familia, para no complicarnos, lo pronunciamos como se escribe, lo castellanizamos. Entre tantos viajes, las líneas de Quevedo que reproducís en la página 365 de El viajero del siglo te quedan como anillo al dedo: «Ayer se fue/ mañana no ha llegado…». «Hoy se está yendo sin parar un punto…». ¿No estás ya cansado? Sería de muy mal gusto emitir una queja. O sea que… hay un espécimen de escritor que detesto especialmente y es el que no para de dar entrevistas para explicar lo mucho que lo aburren las entrevistas. Ahí uno se pregunta por qué no permanece inédito o se niega a hacer promoción. Yo no quisiera caer en esa doble moral que es muy repulsiva y que es como una forma muy sofisticada de


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tu deber elemental de escritor que debe estar escribiendo en su casa. Eso es lo que más se me hace duro conforme pasan los meses, porque tengo una novela en la cabeza hace un año y pico, y entre la corrección de ésta y la promoción del libro —un privilegio absoluto para mí—, todavía no he encontrado el momento de sentarme a escribir, que es lo que de verdad me hace feliz. Por lo demás, estoy absolutamente encantado.

sin embargo, pregunto

marketing que es utilizarlo para decir que lo desprecias. Así que no hablaría de cansancio en el sentido de hartazgo sino que más en el sentido físico: cansancio literal. Sobre todo, en realidad creo que hay un solo verdadero padecimiento en estos meses de gira que ni siquiera es el físico sino uno que vas a comprender fácilmente y es que te impide escribir. La paradoja de las promociones es que uno se dedica a hablar meses de lo que escribe y eso hace que no escribas… con lo cual te conviertes en un impostor, pero no porque estés haciendo publicidad y eso contamine la pureza del escritor y esas estupideces moralistas en las que nadie cree, inclu idos los detractores del marketing, sino por una cosa más elemental: sientes el malestar de ejercer públicamente de escritor cuando estás faltando a


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De vos y de otros Roberto Bolaño dejó dicho por escrito: «Cuando me encuentro a estos jóvenes escritores, me dan ganas de ponerme a llorar. Ignoro el futuro que les espera. No sé si un conductor borracho los atropellará una noche o si de improviso dejarán de escribir. Si nada de esto ocurre, la literatura del siglo xxi les pertenecerá a Neuman y a unos pocos de sus hermanos de sangre». ¿A vos qué te sucede cuando te rencontrás con Bolaño citado por un lector de ambos en esta orilla del quinto infierno? Siento que me atropella un camión… Es una mezcla de emociones literarias y extraliterarias. Por un lado, para mí ese artículo fue una verdadera sorpresa porque, al contrario de lo que alguna gente sospecha, yo conocí a Bolaño gracias a ese artículo, no lo conocía cuando salió. Me atreví a buscarlo cuando alguien me lo envió, lo llamé por teléfono. Una llamada de pueblito a pueblito. Exactamente. Estábamos en dos lugares que no son grandes centros de poder editorial; él vivía en Gerona, yo vivía en Granada, donde hay muchas cosas hermosas, una universidad,

turismo, pero no precisamente editores ni medios de comunicación importantes. Lo llamé por teléfono. Todavía recuerdo su reacción, que fue muy propia de él: la literatura en Bolaño es normalizar lo extraño, ¿no?, una sensación de desviación permanente que acababa convirtiéndose en rutinaria en Bolaño; la rutina es que algo no termina de ir bien y está de malestar en el fondo. Él me dijo: «Neuman, qué tal, cómo estás». No me preguntó ni qué hacía llamándolo ni cómo había conseguido su teléfono. Es como si hubiera estado esperando la llamada. Esa tarde hablamos dos horas y media seguidas y desde entonces nos hicimos amigos, más epistolares y telefónicos… Además, Bolaño ya tenía un libro titulado Llamadas telefónicas, así es que entraba dentro de su lógica. Era muy, muy conversador por teléfono, era adicto al teléfono. Pero nos vimos solamente una vez, ocasión que guardo como si fuese una joya cuando repaso cada minuto de ese encuentro. A Bolaño lo conocí por primera vez por Llamadas telefónicas, que me parece una buena manera de empezar a leerlo. Yo siempre digo que las obras maestras de él, sus grandes


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todo tampoco tiene nada que ver con él. Me cuesta identificar en la leyenda romántica que se ha hecho de Bolaño esa persona contradictoria y compleja con la que yo hablaba por teléfono. Entonces, bueno, esas tres vías (mi pequeña relación personal con él, mi gran impacto literario como lector cuando lo conocí y la leyenda maldita que orbita en torno a su figura desde que ha muerto), cuando esas tres vías coinciden, se siente una especie de descarga eléctrica. Todavía no concibo pensar en Bolaño con neutralidad, con objetividad. Significa mucho para mí y creo a la vez que se han hecho retratos muy (como siempre ocurre con cualquier mito), muy cerrados y muy simplistas de la figura de Bolaño y ya no hablo solamente del escritor que fue Bolaño sino del hombre que fue. Cuando tenías ocho años de edad, el creador húngaro Stephen Vizinczey tenía 52 años y la revista Writers’ Monthly le pidió «algo lleno de consejos sensatos y prácticos para quienes son en muchos casos novatos en la ocupación de escribir». Voy a leerte algunos para que le digás a los lectores de

sin embargo, pregunto

construcciones monumentales (2666, Los detectives salvajes) no son la mejor puerta para entrar a Bolaño, porque esos libros son más una síntesis, más una suma que una introducción a su obra. Yo creo que es bueno empezar por ciertos libros que no son menores en absoluto, pero sí que son secundarios dentro de su bibliografía. Recuerdo que por azar, por suerte, empecé por Llamadas telefónicas, por La literatura nazi en América y por Estrella distante, que es una gran novela, y recuerdo el impacto de haberlo leído y las ganas que tuve —que es un efecto que causa Bolaño de una forma muy notable— de leer todo lo demás. O sea, Bolaño no tiene lectores, tiene adictos, y eso es un efecto muy interesante que pocos autores logran. Por alguna razón uno se ve en la necesidad de agotar la obra de Bolaño, que es inagotable, y ese efecto que yo pensé que me había pasado sólo a mí, después hablando con amigos me di cuenta de que no era nada original, porque le pasaba a medio mundo. Esa fue una cosa. Después, la tercera línea —que ya me es más ajena—, que es la mitificación que ha habido desde su muerte, que no tiene nada que ver conmigo, pero sobre


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esta entrevista cuáles has observado y cuáles no... Bueno, los decálogos sirven básicamente para incumplirlos, pero vamos a intentarlo. «1. No beberás ni fumarás ni te drogarás». La pregunta es si estamos hablando antes, durante o después de la escritura. Si es antes, pésima idea. Ésa es una de las estúpidas leyendas malditas que tanto daño le hacen al oficio de la escritura que tiene mucho más que ver con la paciencia y con el rigor de lo que esta especie de simplificación cinematográfica nos quiere hacer pensar del oficio de escritor. Ningún escritor serio se emborracha antes de empezar una novela. Ni siquiera Hemingway o Bukowski o... Lowry Claro, ni siquiera los más dipsómanos de los escritores. Si uno repasa la vida de los escritores dipsómanos y de sus hábitos, de los datos que podemos averiguar, ves que los más alcohólicos eran los que más temprano se levantaban a escribir porque sabían perfectamente que conforme pasaban las horas su lucidez se iba degradando. Escribían en sus horas lúcidas, no en sus horas

ebrias. De modo que todo eso antes, no. Es un fracaso. Durante, creo que sir ve poco. Puede ser interesante justo en el clic, en la frontera, cuando estás empezando a alterar tu conciencia sin perder todavía el control de tus pensamientos y tus razonamientos. Pero, sobre todo, creo que es interesante después. ¿Fumar? He dejado de fumar y me alegro mucho. Mi madre murió de cáncer de pulmón y eso es lo que yo debía hacer (dejar de fumar y no suicidarme con ella; me costó pero lo hice). Me gustaba mucho fumar, pero ya no fumo. El alcohol me gusta mucho, pero como digo siempre, después de haber escrito, como recompensa. Y en cuanto a las drogas… nunca he sido muy drogadicto; por drogas duras nunca me interesé demasiado, aunque la mayoría de mis amigos son irremediablemente drogadictos. Siempre me he quedado en las drogas blandas y nunca he tenido especial curiosidad. Tengo la sensación de que hay una droga superior, que es la ficción, y con eso, a mí al menos, me alcanza. Pero me parece excelente que la gente se drogue y, claro, haga lo que le dé la gana, faltaría


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«2. No tendrás costumbres caras». Paréntesis sobre lo primero. Debo decir que las obras maestras de Bolaño, ya que hablábamos de Bolaño, personaje que ha pasado a la historia como un hombre que bebió mucho y que se drogó y que durmió mal… No sé si los fans románticos de Bolaño se han dado cuenta de que sus grandes libros fueron escritos en sus últimos años de vida y que en esa época él era absolutamente abstemio y tenía terminantemente prohibido beber por prescripción de su hepatólogo, es decir que el Bolaño de Estrella distante, Los detectives salvajes, 2666, Llamadas telefónicas, Putas asesinas, etcétera, es el Bolaño que no bebía una gota de alcohol. Digo, para disolver malentendidos, el Bolaño del camping que en cuanto terminaba de trabajar bebía e iba después al camping sin dormir era el que no había escrito ninguna de sus obras maestras. Cerramos paréntesis.

«No tendrás costumbres caras». Y por lo menos conviene tenerlas después de ganar billete, no antes. Yo no soy muy gastador, sólo tengo un par de vicios, algunos de ellos me avergüenzan y por lo tanto no puedo confesarlos. «7. No dejarás pasar un solo día sin releer algo grande». Como hipérbole funciona, es decir, no sé si todos los días, pero creo que abrir una obra maestra, empaparse un poquito y cerrarla es tan importante como leerla entera, es decir, estar en contacto con palabras bien ordenadas y con sentidos afilados creo que es una especie de doping en el que puede incurrir el escritor sin efectos secundarios. El hecho de releer a un maestro cuando uno está buscando un tono, es un modo muy legítimo de hacer trampa, tratar de empaparse de un tono superior al de uno, pero que lo puede ayudar. «4 y 5. No serás vanidoso. No serás modesto». Es que la modestia es una de las mayores vanidades que hay. El 99% de los modestos se empeña en demostrarlo vanidosamente.

sin embargo, pregunto

más. Nunca lo he relacionado con el acto de la escritura, con la ficción, sino más bien con un modo de vida que no es el mío.


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Muy pocos son los modestos que no quieren exhibir su modestia. La modalidad del vanidoso modesto, del modesto vanidoso, es la más detestable de todas. Ser tan vanidoso que por vanidad no quieres que te llamen vanidoso. Entonces construyes un personaje modesto. El ser humano es por definición vanidoso y los artistas todavía más. Lo que pasa es que no me considero capaz de adscribirme a la vanidad, sería una vanidad pretenderlo. Lo que sí creo es que hay dos tipos de vanidad y que una es inofensiva y la otra no tanto. Está la vanidad que se emplea en un sentido más psicoanalítico, el trabajo con el ego, o sea, la ficción trabaja con el ego todo el tiempo, entonces evidentemente tienes que ser un egocéntrico en sentido literal. Pero hay una vanidad que es la que molesta al prójimo, la que lo está incordiando todo el tiempo; esa vanidad que persigue a los demás es más fea. Está buena la vanidad que se recicla en escritura, en libros, en trabajo; esa vanidad es hermosa. «8. No adorarás LondresNueva York-París». Me temo que es imposible cumplir esa premisa. Lo que

sí se puede es despreciar a una de esas tres por turnos. En este momento, París es mucho más aburrido que Londres, por ejemplo. Y Nueva York creo que desde el 11-S no es un lugar más interesante que Berlín, así que podríamos sustituir Nueva York por Berlín y mandar a la nevera a París hasta que recupere la grandeza perdida. Debo decir, sin embargo, que yo vivo en una ciudad de provincias. Yo creo que es una tentación peligrosa vivir ahí, pero eso no quiere decir que yo no adore esos lugares, lo que no estoy dispuesto es a vivir en ellos, por eso los adoro. Pero vivir en un centro de poder editorial no es que te contamine moralmente, es que te distrae, así de sencillo; me considero muy pragmático en la mayoría de cuestiones supuestamente morales; estar en un centro de poder no es bueno ni malo, simplemente te quita tiempo para escribir; por lo tanto, no me interesa. «9 y 10. Escribirás para complacerte a ti mismo. Serás difícil de complacer». Me parece extraordinariamente precisa esa premisa. Es la definición de para quién se escribe. La pregunta ¿escribes


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Como lector tuyo y de Stieg Larsson, queda la impresión de que Sophie y Lisbeth Salander se hubieran llevado muy bien en un combativo nivel feminista... No tengo ni idea, porque no he leído a Stieg Larsson. He oído hablar de él, no tengo nada en su contra, pero me temo que todavía no tengo nada tampoco en su favor; estoy en un compás de espera; quizá lo lea y quizás me guste, no sé. Pero sí tuve la impresión cuando abrí el libro —lo digo con todo respeto— y lo hojeé, que era una prosa absolutamente mecánica y funcional. Desde ese punto de vista no me interesó, pero es probable que cuando lo empiece a leer me atrape por la historia y por la intriga y que lo lea con mucho placer. Además, me parece que el placer y el entretenimiento es uno de los objetivos de la

literatura. La gran pregunta es si es el único. En mi opinión no, porque también nos entretiene hacer crucigramas y no nos cambia la vida un crucigrama. La literatura no puede ser aburrida, nada puede ser aburrido, tampoco puede ser aburrido el sexo, la paternidad, ni nada de lo que nos importa. La vida no puede ser aburrida. El entretenimiento no es algo que podamos menospreciar diciendo no, la buena literatura es aburrida y si es aburrida no la voy a leer. Ahora, aparte de entretenida, ¿tiene algo más? Y si no tiene algo más, de verdad que prefiero pasarme el día haciéndome una paja; mucho más fácil, además. No tengo nada contra la literatura de entretenimiento, pero me parece incompleta —que no despreciable—; conozco grandes libros que son entretenidos y profundísimos. Ésos son los que a mí me interesan y creo que muchos libros de Bolaño (no quizás Los detectives… o 2666, pero sí Nocturno de Chile o Estrella distante) son unos libros muy potentes, no son en absoluto aburridos, tienen bastante sentido del humor, que ésta es otra cosa. ¿Cómo armonizar el sentido del humor con la seriedad? Bolaño lo hacía

sin embargo, pregunto

para ti o para los demás?, es una pregunta estúpida e imposible de contestar, porque tú eres los demás y los demás podrían verse identificados en lo que tú estás escribiendo. La pregunta no es si escribes para ti o para los demás. Evidentemente escribes para ti, que eres los demás. La pregunta es qué umbral de exigencia tienes tú.


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muy bien y esa costumbre viene un poco de Borges; la diferencia es que Borges carecía de cuerpo; en ese sentido, se puede decir que Bolaño le añadió vísceras a la estrategia de Borges, que pasaba por ser inmensamente divertido e irónico mientras hablaba de literatura; por decirlo así, teorizaba. Lo que pasa es que Borges era una especie de ameba asexuada y Bolaño escribía con su hígado maltrecho y ésa es una gran diferencia. Perdona, me hablaste de Lisbeth y como no la he leído te solté todo esto; no es que me arrepienta sino que no te contesté la pregunta. ¿Qué pasa con el feminismo de Sophie? No sé cómo es el de Lisbeth, pero me parece que un grado de combatividad siempre tiene que haber en el feminismo, es decir, hay hombres y mujeres que dicen «yo feminista no soy», como si tuvieran que pedir «feminismo queremos», que es diferente. Está el feminismo andrófobo, el feminismo de odio al hombre. Ninguna mujer inteligente debería plantearse odiar a los hombres, no pasa por ahí: pasa por reivindicar los propios derechos y discutir las desigualdades y como ambas cosas siguen sucediendo es inevitable cierto

grado de combatividad. Bolaño era combativamente poético, las mujeres pueden ser combativamente feministas. A mí siempre me interesó el feminismo como sistema de pensamiento y además creo que si extendemos el pensamiento feminista hacia una zona que a mí me interesa mucho, que es el pensamiento de género… ahí te das cuenta que si dices feminismo parece que sólo aludes a las féminas, entonces los hombres nos quedamos afuera de ese proceso; pero el pensamiento de género afecta a hombres y mujeres; todos tenemos género y el feminismo no es más que un mecanismo de reconstrucción, una forma de desmentir los clichés del género femenino. Los hombres también podemos hacer lo mismo con nuestro género. Sigo creyendo que los hombres pueden utilizar las herramientas ideológicas del pensamiento de género para tratar de desmontar las mentiras que nos hemos contado a nosotros como hombres y lo que se supone que tiene que hacer y sentir un hombre. En la transformación del género femenino puede haber liberaciones positivas también para el hombre.


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padre e incomprendida por su marido, por ejemplo. Al menos como esfuerzo narrativo, sería necesario hacer esto; claro, tú piensas qué porcentajes (te lo pregunto a ti también) de películas, de libros y de relatos contados por mujeres hemos tenido ocasión de digerir en nuestra vida. Si decimos un 50% quizás sea mucho. O sea, ¿cuántas películas dirigidas por mujeres vemos? ¿Y cuántas novelas narradas por mujeres leemos? A duras penas podemos citar a Flanery O’Connor, Virginia Woolf, Clarice Lispector, pero hasta el más bienintencionado de los hombres no pasaría de un porcentaje ínfimo. Las mujeres, en eso, que tantas desventajas sociales tiene, llevan una gran ventaja narrativa, pues son educadas en la lógica masculina; ellas saben cómo pensamos nosotros; una escritora mientras construye su discurso de mujer se aprendió de memoria el discurso masculino. Nosotros, paradójicamente, tenemos esa desventaja, no hemos podido leer la otra versión. En Granada, Bárbara Ortiz Torres te saludó llena de entusiasmos desde un texto periodístico titulado «Vamos a ganar» en el

sin embargo, pregunto

Además, una cosa todavía más importante para los escritores es que el machismo nos hace escribir espantosamente mal, por una razón: es que no sabemos describir personajes femeninos. Un hombre machista es incapaz de escribir un buen personaje femenino, se le nota enseguida el machismo; tienes que ser un genio, por ejemplo un Coetzee, para ser un hombre tradicional y hacer buenos personajes femeninos; pero hay muy pocos Coetzee, que es tan inteligente, que hace el retrato machista y su análisis y contranálisis, pero por cada Coetzee —que a mí me encanta; es un escritor al que admiro muchísimo— que hay en el mundo, hay cien narradores machistas que no saben hacer un personaje femenino que no sea un tópico, que no sea una puta o una santa, que no esté más o menos idealizado. Los narradores tenemos el derecho de estudiar un poco el pensamiento de género, porque la obligación fundamental de un escritor es hacer buenos personajes y para hacerlos tienes que tratar de meterte en su mentalidad; desde un machismo estrecho difícilmente te puedas meter en la mente de una jovencita que se siente acosada por su


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que reafirma su convicción de que contigo y con tu obra «nosotras vamos a ganar», a la vez que ve en tu prosa una «elevada definición… pixelada con una agudeza que da vértigo y mucha envidia». El contraeco a lo que Bárbara dice acaba de salir de la boca de la inefable Victoria Beckham, para quien en España esto no es así, pues sólo en Estados Unidos es donde ella sí está a la par de su futbolista marido... Me pareció desopilante la declaración de Victoria Beckham, porque no hay mujer más estúpida, más frívola para confirmar punto por punto los tópicos de la mujer tradicional, es decir, ella es un monumento al machismo: se opera, vive de su supuesto físico que para colmo no es gran cosa, tenía un grupo de música en el que enseñar el culo era más importante que cantar, vive de mujer de futbolista famoso y se permite reivindicaciones feministas cuando su vida es un verdadero monumento al machismo. Me pareció asombrosa su observación, que si fuera de Susan Sontag me la podría creer, pero en boca de Victoria Beckham me deja perplejo; esa gran paladina del pensamiento de género que es Victoria Beckham con

sus zapatos de tacón de 18 centímetros y su cara de profunda idiota. De todas maneras creo que las palabras de esta mujer que es idiota sí abren una cuestión más interesante que es hasta qué punto cambió España. Ella dice que en Estados Unidos hay igualdad de oportunidades, pero estamos aún esperando que ahí gobierne una presidenta. Bueno, ella es de Inglaterra, donde hubo una sola presidenta, que era la Thatcher, una tremenda machista también. Yo pondría como ejemplo, en igualdad de género, mucho antes, a Suecia, a Holanda, que a Estados Unidos, pero yo comprendo que cuando vives en una mansión de Los Ángeles tampoco tienes mucha perspectiva. Pero la pregunta es cómo se moderniza España, donde las leyes van más rápido que la sociedad y eso es vanguardista y peligroso. Las leyes más sólidas son aquellas que son una consecuencia de una transformación social, pero hay épocas históricas donde a veces las leyes tienen que desencadenar cambios sociales y eso es un poco contra natura. España ha pasado en 35 años de ser un país profundamente atrasado, conservador y retrógrado a liderar


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muchas en Guatemala; en Argentina, desde luego, tampoco. Vos que vivís en Granada, ¿has escuchado esa añeja canción de Agustín Lara o ya les queda muy lejos? Hoy es el día de las coincidencias, vas a pensar que estoy siendo complaciente: en una comida de hace dos horas hablamos del tema «Granada», de Agustín Lara. Sí, en Granada se sigue escuchando muchísimo esa canción. Y en los festivales de música hay un concierto anual que da la Orquesta de la Ciudad de Granada —donde tocó mi madre, hasta que enfermó—, para el público al aire libre, al que asistían miles y miles de personas. Todos esos conciertos terminaban invariablemente con «Granada», de Agustín Lara. Cuando le decís al periodista Tapia, cuyo segundo apellido es precisamente Granada, que «la prensa es hipócrita, oportunista, provinciana, pero todo el mundo la lee», da la impresión de que estás describiendo la prensa del retraso mental y moral centroamericano, con la diferencia de que en esta orilla del quinto

sin embargo, pregunto

ciertos derechos: el matrimonio homosexual, la ley de paridad, la ley de violencia de género. El país, claro, no ha cambiado tan rápido como esas leyes. España está en un momento interesante y tan delicado, que hay muchas contradicciones. O sea, el sistema jurídico español es cada vez más avanzado respecto a las políticas de género, pero por otra parte la gente que hace veinte años era machista sigue siendo machista, no vio la luz de pronto. Hará falta un par de generaciones que vivan bajo las nuevas leyes para que el paisaje sociológico se transforme un poco más. Yo estoy bastante de acuerdo con la línea que siguió Zapatero en la primera legislatura; la segunda no ha existido, porque su único objetivo es tratar de salir vivos de la crisis económica, entonces no hay nada más que le importe a nadie, pero en la primera legislatura se hicieron algunas leyes interesantes. Queda mucho camino por recorrer, no vamos a vender España. Si uno ve, por ejemplo, cuántas catedráticas hay en la universidad española — esa institución medieval— se da cuenta de que muy pocas; me imagino que tampoco hay


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infierno casi nadie lee. ¿O te referías a la prensa española? Yo ahí estaba describiendo a la prensa que sale en la novela. Tú has astutamente descontextualizado, perversamente además, porque yo no estaba diciendo eso de la prensa en general. Estoy describiendo cómo es la prensa en la novela: es un diario infame, tendencioso, oportunista, totalmente conchabado con el poder, siguiendo siempre la línea editorial que conviene para beneficiarse económicamente en cada momento político y, siendo así de miserable, todo el mundo estaba pendiente de ella. Fuera de la novela, una buena parte de la prensa es así, pero no sólo la prensa: las respectivas profesiones de los lectores de prensa son iguales de miserables; el ser humano es profundamente miserable, incluyéndonos a ti y a mí, o sea que esa hipocresía de los medios de comunicación no hace sino corresponder a la hipocresía del lector. Ya lo decía Baudelaire, la prensa es tan hipócrita como necesitamos que sea. ¿Algún mensaje para los lectores de la revista El Puro Cuento, habida cuenta de que esfuerzos

heroicos e independientes como los suyos se dan cada vez menos? Que sigan resistiendo, porque vale la pena. Hay una editorial muy hermosa en España que se llama Páginas de Espuma —seguro que has oído hablar de ella— que se dedica exclusivamente al cuento. Cuando empezó, todo el mundo dijo que era un disparate y que se iba a hundir. Ahora va a cumplir diez años, ha crecido, tiene un catálogo estupendo, casi todos los escritores de editoriales grandes han terminado yéndose con sus cuentos a sus páginas e hicimos una tetralogía de antologías del cuento contemporáneo en lengua española en cuatro volúmenes: uno para España, otro para Centroamérica, otro para Suramérica, otro para la Norteamérica hispanohablante. El título de esa tetralogía es Pequeñas resistencias. Una pequeña resistencia no sirve de nada, pero la suma de las pequeñas resistencias es lo máximo a lo que podemos aspirar. El cuento tiene mucho que aprender en su autodefensa de la poesía. La poesía que, como todo el mundo sabe no vende, siendo que no sale en la t.v., que no es protagonista mediática, es indestructible como


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Andrés Neuman

atrevería a decir hasta que no es justo pedirles a ellos que defiendan eso: ellos están para otra cosa. Lo que necesita el cuento son iniciativas que salgan de los cuentistas para los cuentistas, como hace la poesía. Cada revista, editorial, ciclo en un café, que se dedique monográficamente al cuento, es como en los videojuegos: una vida más para el cuento. Así que yo considero fundamental su existencia; quiero decir con esto que para mí estas revistas no son la periferia del cuento. Son el cuento. Así que muchos ánimos, absolutamente.

Nació hace 33 años en Buenos Aires, ciudad donde vivió su niñez. Fue profesor de literatura hispanoamericana en la Universidad de Granada. En la actualidad, es columnista en el suplemento cultural del diario español Abc y en la revista Ñ de Clarín, de Argentina. Formó parte de la lista Bogotá-39 del Hay Festival entre los más destacados nuevos autores nacidos en América Latina. La revista británica Granta lo seleccionó entre los 22 mejores narradores jóvenes en español. Obtuvo el Premio Alfaguara 2009 con la extraordinaria novela El viajero del siglo, traducida al inglés, italiano, francés, portugués, eslovaco, polaco, árabe, alemán. La Asociación Española de Críticos Literarios le otorgó el Premio de la Crítica en 2010. Es autor de los libros de cuentos El que espera (2000), El último minuto (2001 y 2007) y Alumbramiento (2006). Es coordinador de Pequeñas resistencias, antología en cinco tomos del cuento contemporáneo en lengua española (2002-2010). Se le puede seguir a través del blog Microrréplicas.

sin embargo, pregunto

las cucarachas. Yo siempre digo que cuando haya una hecatombe nuclear quedarán dos cosas: cucarachas y poetas. Esto es así porque aunque el territorio de la poesía es pequeño, está muy bien defendido por su gente. Hay revistas de poesía, críticos de poesía, cátedras de poesía, expertos en poesía, los poetas compran libros de poesía. ¿Que es un mundo pequeño? Sí, pero es completamente indestructible. El cuento, un poco a mayor escala, creo que puede aprender de eso: es decir, el cuento lo que no puede es seguir dependiendo de lo que hagan los grandes grupos editoriales. Es más, me


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Confesionarios

Rogelio Guedea

S

iempre pasaba que el padrecito Santiago nos traía al Juanjo y a mí de un cuerno. Padrecito tan lindo, decía mi mamá. Y yo: padrecito tan lindo, padrecito tan lindo. Hijo de su. Pero el colegio se llenaba de perfumes finos a eso de las siete de la mañana, hora de la ceremonia de los lunes, y hora en que después de la ceremonia el padrecito Santiago,

que, según cuenta la secretaria Lulú, estuvo a punto de casarse, pero siempre no por las razones que ya se saben, nos llevaba al confesionario para que le dijéramos las buenas y las malas. Y lo que sí no le soportábamos era que, aunque el Juanjo y yo nos escondiéramos detrás de la pila bautismal, el padrecito Santiago nos hiciera así con el dedo, de una forma muy maricona, por cierto, porque, según cuenta la secretaria Lulú, el padrecito Santiago nunca sintió inclinaciones por el sexo opuesto, es decir, preguntaba el Juanjo, ¿siempre fue puto, Lulú? Y así, con el dedo largo y lleno de callos, el padrecito Santiago, morenazo y apestoso a cigarro siempre, nos traía casi de las orejas y nos hacía hincarnos frente a él, cara a cara, nada de velos, nada de muros enmedio. Cara a cara. Y dime tus pecados, hijo, nos decía el padrecito Santiago. Ay, sí, dime tus pecados, hijo, lo remedaba el Juanjo en un tonito que deveras, pero sin que se diera cuenta el padrecito Santiago, eso sí, porque aguas si alcanzaba a escuchar una palabrita que no le sonara. Muchas veces le dije al Juanjo que qué era eso de que nos agarrara la mano,


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peludo. Y como ya sabíamos que le encantaba escuchar barbaridades, el Juanjo, aquel día, se la soltó buena, le dijo al padrecito Santiago que le había agarrado las nalgas a Lilí. ¿Cuál Lilí, hijo? Lilí, mi hermana. Ay, hijo. Pero eso no es todo, padre. Ah, ¿no es todo, hijo? No. También le agarré las chichis y las piernas y también le besé la boca y luego nos encueramos y nos metimos adentro de las colchas y ahí adentro nos abrazamos mucho, padre. ¿Y qué más, hijo? Ay. Me da vergüenza

cuento, luego existo

y luego sobaditas en el pelo, y después miraditas coquetonas, y qué es eso de déjame abrocharte la bragueta, hijo, que mira cómo la traes, se te va a salir el pizarrín, hijo. El Juanjo me decía que su mamá tenía razón, a lo mejor es mucha educación, excesiva, muchísima, y cuando hay mucha educación, según la mamá del Juanjo, llega a confundirse con jotería. Pero no, qué va. Confiesa, hijo, le dijo al Juanjo el padrecito Santiago, agarrándolo del brazo y acercándolo cada vez más a su pecho

Soid Pastrana


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decirle, padre Santiago. No, hijo, qué va. No, padre Santiago, me da vergüenza decirle. Ándale, hijo, dime. Y el padrecito Santiago así se estuvo, cada vez más impertinente y cada vez más cerquita del Juanjo, que ya para eso me había cerrado el ojo, y debo aclarar que yo ya estaba listo para decirle lo que habíamos acordado, sólo que por no sé qué cosas a mí se me olvidó la entrada y creo que ya fue demasiado tarde porque el padrecito Santiago, que, según cuenta la secretaria Lulú, de niño espiaba a su papá cuando se bañaba, le estaba casi casi sacando el pizarrín al Juanjo y se esforzaba con el cierre de la bragueta porque se había atorado y eso se veía debido a los gritos que empezó a pegar en el cielo el Juanjo, en el cielo y todos en contra de la puta madre que parió al padrecito Santiago. El caso es de que llegó el conserje de la escuela, y después el honorable director, y detrás del honorable director venía la secretaria Lulú y la ayudanta de la secretaria Lulú, Estelita, y una amiga de Estelita que tenía mucho que no venía y que ahora, con todo y pena, Rosarito, le decía, pero ya te tocó a ti también, ni modo, así

que ayúdanos a destrabar el dedo del padre Santiago. Y es que al padrecito Santiago, que, según cuenta Lulú, también espiaba al hijo mayor de la señora Clemente, la vecina de toda la vida y amiga intimísima de su mamá, se le había atorado el dedo en el cierre de la bragueta y por más esfuerzos y jalones, y gritos que daba el Juanjo, y hasta llantos ya, no podían destrabarlo. Hasta que por fin, entre el conserje, el director, Lulú, Estelita y la amiga de Estelita, y haciendo un esfuerzo sobrehumano, lograron sacarle el dedo al padrecito Santiago, todo morado ya y a punto de reventársele al pobre. Pero todo es por el exceso de educación, decía mi mamá. Exceso de educación, exceso de educación, hijo de su. El Juanjo, sonrojadísimo, no quiso decir que el padrecito Santiago le había pedido que le enseñara el pizarrín, ni tampoco dijo que debido a su rotunda negativa el padrecito Santiago, empeñado, impertinente, había decidido sacárselo con o sin su consentimiento, y si no (lo amenazó) me encargo de que no salgas el año, méndigo muchacho. El Juanjo se quedó callado, y cuando estábamos en el baño me


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nos lanzaba la pregunta más difícil que pudiera existir, algo así como ¿quién le vendió la burra a José, padre del niño Jesús? O algo así como: ¿en qué nalga tenía el lunar la virgen María, madre del niño Jesús? Y entonces, si no contestábamos, el padrecito Santiago, que, según Lulú, llegó a besarse en plena plaza pública con el hermano de la monjita esa de lo más ingenua, sacaba su varita y, una vez arrodillados, nos la dejaba caer en la cabeza y nos decía que nos daría de varazos hasta que se terminara la cuaresma. Yo lloraba y pedía perdón, porque yo era así, pero el Juanjo nomás se amogotaba y encaraba con la mirada al padrecito Santiago, le decía chingue a su madre, padre Santiago, chínguela una y mil veces, ah, y si me vuelve a dar de varazos, le decía, lo voy a patear y a escupir y una vez en el suelo lo voy a volver a patear y a putamadrear y lodo en la cara le voy a echar, a ver si no, padre Santiago, y además le voy a decir a Gera que venga y le corte la pija y luego vaya y se la dé a los ticuses para que se la coman en mole. Todo esto con la mirada, claro, porque de otra forma qué va, el padrecito Santiago era el consentido del director, y

cuento, luego existo

mostró las heridas que se le habían hecho a causa de tanta jaloneada. Pero eso sí, la honra del padrecito Santiago, que, según Lulú, vino aquí porque allá, en San Luis Potosí, había tenido unos amores intensos con el hermano de una monjita de lo más ingenua, quedó intacta y sin necesidad de aclarar erratas, ¿de aclarar qué, güey?, dijo el Suárez, errores, güey, dijo el Tete, futuro escritor. Ah. Eso hacía, pues, que el padrecito Santiago siguiera caminando con su varita por las canchas del colegio que, si no me metiera en problemas, diría que es el fray Pedro de Gante. Seguía regañando a los que recargaban los zapatos en las bardas blanquísimas, persiguiendo a los peleoneros, a quienes después de alcanzar les metía unos varazos en la espalda o les hacía el consabido diablito, que no era otra cosa más que levantarlos de las patillas hasta dos metros arriba del suelo. El padrecito Santiago seguía con su clase de seminario y, muchas veces, nosotros, es decir, el Juanjo y yo, fuimos víctimas de sus estocadas, o sea que cuando nos veía platicando o simplemente mirándole las piernas duras y bellas a Lorenita, el padrecito Santiago


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casi casi era él quien dirigía el colegio, o sea que el director casi no se paraba por aquí y por eso el padrecito Santiago, que, según Lulú, tenía amores con el cuñado de Rosy y creo que hasta con el director, aunque eso aún no estaba confirmado, daba órdenes con el dedo índice y si alguien por ahí no traía los zapatos boleados, o el pelo recortado o las uñas limpias y recortadísimas, el padrecito Santiago se ponía fúrico, fúrica, decía el Juanjo, fúrica, pues, y corría por todo el corredor gritando ¡Dios mío, Dios mío, con esta juventud! Expulsión segura venía después, y no van a entrar hasta que no vengan como gente decente. Expulsión segura venía después y todos hacíamos huelga agarrados de los barrotes del portón grande porque el padrecito Santiago, que, según Lulú, se acaba botellas enteras del vino de consagrar en una sentada y además le gusta bailar cumbias, mandaba traer a la policía para que nos bajaran de las bardas y nos llevaran, si es preciso, a la Dirección de Policía y ahí, si es preciso, comandante, métales una buena para ver si entienden, que estos muchachitos no entienden, no saben, qué van a

saber de Dios, y el comandante decía sí, padre Santiago, cómo no, padre Santiago, desde luego que sí, padre Santiago. Y el Juanjo y yo, por culpa del padrecito Santiago, estuvimos horas en la Dirección de Policía, horas esperando a que llegaran nuestros papás, horas aguantando al policía que se encargó de cuidarnos y que apestaba a borracho y no tenía ni la más mínima vergüenza y ni se veía que quisiera tenerla porque se sonaba unos pedos marca Sinfónica Nacional de México. Y por más que le explicamos a los policías que el padrecito Santiago no era el padrecito Santiago, sino un fulano que, según cuenta Lulú, se hace cositas encerrado en el clóset de su recámara rococó, y después se bebe dos botellas del vino de consagrar, y después se pone en el balcón de su recámara rococó y muy a lo imperial para verle las nalgas a los muchachos que entran a misa de ocho, digo, por más que les explicamos todo a los policías, los policías no quisieron soltarnos hasta que no vinieron nuestros papás, porque esas eran las instrucciones del padrecito Santiago. Por eso, al siguiente día yo y el Juanjo, el burro se cuenta


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de qué, güey?, volvió a preguntar el Suárez, de los jodidos, baboso, intervino Tete, futuro escritor. Ah. Esto es que no nos metimos por nada al salón y esto es que al siguiente día vinieron nuestros papás a recoger los documentos y después, todavía, el Juanjo y yo tuvimos que pedirle disculpas al padrecito Santiago, además de retractarnos de tanta difamación, y el padrecito Santiago, que, según cuenta Lulú, sí anda con el director, confirmadísimo ya, nos dio la bendición y hasta les dijo a nuestros papás que lamentaba mucho lo sucedido, porque estos jóvenes son inteligentes, pero eso sí, muy, pero muy, desobedientes. Y nuestros papás casi casi le besaron los pies al padrecito Santiago, y mejor no hubiera sido llegar a la casa porque de tanto cintarazo nos hicieron ver la imagen de la virgen María, madre del niño Jesús, y hasta nos hicieron poner en nuestro buró la fotografía del padrecito Santiago, que es un santo casi, decía mi mamá, y seguro que rezándole todas las noches lograrán purgar sus pecados, todos sus pecados, muchachitos estos hijos de Satán.

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al último, baboso, dijo el Quique, ah, sí, que diga, pues, el Juanjo y yo decidimos plantarnos en la puerta de la dirección con una pancarta muy sugerente en la que pusimos todos los asegunes del padrecito Santiago. Todos. Ahí nos plantamos desde las siete de la mañana hasta la una de la tarde, en huelga hecha y derecha y en protesta inamovible y con las pruebas suficientes como para excomulgar al padrecito Santiago o ya de menos meterle tres años en el tinaco del purgatorio, que es, según nos dijo Lulú, donde debería de estar. Al rato se nos unieron Ramón y Héctor, y más al rato se nos unieron Amezcua y Pineda y Macedo y hasta el mariconazo de Salazar, quien con tanto gritito que metía hizo que el director saliera de su despacho y ahí, frente a nosotros y apuntándonos con su dedo índice, nos dijo tú, tú y tú, o sea el Juanjo, el mariconazo de Salazar y yo, se meten ahoritita a clases o de lo contrario mando llamar a sus papás para de una vez decirles que vayan buscando otro colegio porque en éste estamos en contra de las ideas revolucionarias y, más aún, de la dictadura del proletariado, ¿de la dictadura


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La hormiga y la cigarra Juan Antonio Rosado

A

para Carlos López

ndrés y la señora Rosario Namla, tía de su difunto padre, intercambiaban a menudo opiniones sobre asuntos de trascendencia nacional, como la represión que ejercen las convenciones morales, la injusticia de las prácticas solitarias para con el prójimo o las prohibiciones de ciertas sustancias por

las que, en un momento dado, puede optar el llamado libre albedrío. En tiempos remotos, Andrés llegó a admirar a esta infatigable mujer con sumisión patológica sólo porque podía fumar, sin parar, ¡siete cajetillas de cigarros en un día! Además, era diestra en la fabricación artesanal de habanos. La trabajadora señora Namla, viuda de mr. Fingerson —exfumador pasivo obligado por el amor que le profesaba a su esquelética mujer—, era dueña de una pequeña fábrica de puros y cigarrillos que heredó al cumplir la mayoría de edad, cuando despachó a todos los empleados y contrató sólo servidumbre para la limpieza. Nunca se interesó en comercializar sus productos: apenas le alcanzaban para su propio consumo. Siempre afirmaba —y así lo escribió en un letrero que colgó a la entrada de uno de sus amplios departamentos— que EL TABACO ES MI VEGETAL FAVORITO (creo que la frase la tomó de Frank Zappa). También se cree que suyo es el «Primer mandamiento del tabacómano»: DEJAR DE FUMAR DA CÁNCER EN EL CEREBRO.


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hormiga antaño trabajadora, pero ahora atornillada al narguile hurtado a la oruga de Lewis Carroll. Yo que no fui, por supuesto, incluido en el testamento, pienso que mi amigo Andrés se equivocaba. ¿Quién no conoce el timbre postal con la efigie del colombiano Javier Pereira, muerto a los 167 años, quien sostenía: «No se preocupe: tómese un buen café, fúmese un buen cigarro»? No hubo nunca

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Sin embargo, ya antes del deceso de la anciana, Andrés empezó a notar en sus gestos una cierta insatisfacción. Siempre provocadora, siempre transgresora, siempre hecha de retos excéntricos e ilimitados, a sus noventa y nueve años (después de ochenta de haberle rendido culto al Santo Señor del Tabaco), redactó un extraño testamento dirigido a las cuatro personas que le quedaban (Andrés, una de ellas). Y si Andrés fue incluido en el documento, se debió a que él la conoció desde su primera infancia, y porque él se enteró de lo que era verse y sentirse envuelto en el humo vegetal gracias a la difusora más entusiasta del aludido Santo. Andrés —los ojos pensativos, la dentadura chimuela y amarilla— se llegó a preguntar, a sus cuarenta y tantos años, si la tía de su padre no se había convertido de repente, a causa de su inmensa fortuna, en una especie de Valium, de soporífero perenne, como una

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fines pragmáticos ni utilitarios por parte de la señora Namla. Más bien, creo que se transformó en un verdadero alimento del cerebro y de la imaginación; en particular, de la imaginación de Andrés. El hecho de que haya sido un alimento que conducía al Camino del Humo era algo distinto. Bastaba observar de lejos a la señora envuelta en su neblina natural para darse cuenta de que eso era como lamer una cucharada de luna derramada en las mejillas de la música: lo gris, lo etéreo, lo pálido, lo seco —sobre todo lo seco— se intensificaban hasta el paroxismo. Creo que no se me ha comprendido bien. La señora Namla (su nombre significa «hormiga» en árabe), luchadora por la Causa de los Fumadores, y Andrés, un ente más bien pasivo y perezoso (aunque muy interesado en la riqueza de su pariente lejana), fueron seres antagónicos. Durante toda su vida, sólo por llevar la contraria, mi amigo rechazó contundente la Causa de los Fumadores y ha preferido volverse un simple y vulgar fumador pasivo. Tal como ocurre con el sexo, el grupo de los activos desprecia al de los pasivos, pero los pasivos tratan de imponerse con otro tipo

de actividades más silenciosas y subrepticias. Entonces, ante esa actitud perniciosa de don Andrés (y quizá también de los otros tres amigos de la anciana), no fue nada extraño que la señora Hormiga fraguara una venganza... ¡Y esa venganza no podía estar sino en su testamento! En aquellos días, poco antes de la muerte de la señora Namla, no existían en nuestro país restricciones en la elaboración de testamentos. Éstos debían respetarse de forma cabal: no hacerlo significaba quebrantar la voluntad del fallecido, lo cual era un gravísimo delito que se pagaba con la apropiación de los bienes por parte del estado. Me imagino a la vieja, solemne y payasa al mismo tiempo, recitando el testamento con su voz grave y ronca, como de barítono venido a menos. En el pasaje principal puede leerse lo siguiente: «Ya que durante mi vida entera trabajé con tenacidad por la Causa de los Fumadores, tengo derecho a que se haga mi voluntad después de fallecer. Las cuatro personas que ya he mencionado al principio de este testamento, las cuales han estado muy cerca de mí a lo largo de mis muchos años de vida, y que en


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Después de la certificación oficial de mi fallecimiento, un porcentaje de la fortuna que he reunido (indicado más abajo) será ocupado para extraerme todas las vísceras (los pulmones y el esófago se hallarán en un lugar privilegiado). Dichos órganos serán deshidratados de un modo parecido a como se elaboran las frutas secas, junto con el resto de mi cuerpo. Luego se utilizará un procedimiento similar al que se emplea en la fabricación del tabaco para producir habanos. Mis vísceras secas serán convertidas en finas hojas y en polvo; mi cuerpo seco será fragmentado, cada parte aplanada y luego convertida en hojas y en polvo. El polvorín completo (un polvillo seco y fumable, que nada tendrá que ver con las cenizas de la torpe incineración) será dividido en dos: el polvito y hojas de mis pulmones y esófago, y el polvo y hojas de lo demás (incluyendo los huesos). De ambos conjuntos se harán decenas y decenas (tal vez cientos) de cigarrillos y habanos, que deberán ser fumados (aspirando el humo hasta los pulmones) en menos de tres días por los cuatro privilegiados que aparecen al inicio de este documento. De lo contrario, como ya

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numerosas ocasiones han vivido de mi bondad, sólo podrán obtener mi riqueza si hacen lo que indicaré más abajo. Aclaro que si uno de ellos se niega, será excluido de mi fortuna entera y ésta se dividirá en tres. Si dos lo hacen, se dividirá a la mitad. Si uno solo se atreve a seguir mis indicaciones, para él serán todos mis bienes. En caso de que ninguno de los cuatro acepte, mi fortuna pasará a manos del estado. Lo que yo deseo, en mis cinco sentidos y en el uso pleno de mis facultades mentales, es lo que sigue... Pero antes quiero comentar que mi sangre, mis pulmones, todas mis vísceras se encuentran invadidas por la siempre sonriente nicotina, el néctar auténtico, el perfume de la vida. Por ello, desde hace algunos años he pensado con seriedad que mi cuerpo debe de ser una delicia —más bien un manjar— para cualquier fumador. (Adjunto a este testamento hay tres certificados psiquiátricos de que yo no estoy loca y de que gozo de excelente salud mental.) Por lo tanto, en ánimos de no ser egoísta y de compartir mi cuerpo decrépito con aquellos que estuvieron más cerca, mi voluntad es la siguiente:


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lo he indicado, toda mi riqueza pasará al gobierno federal de nuestra libre y querida nación. Nota: en caso necesario, se podrán usar sustancias adecuadas y no tóxicas para que mi cuerpo haga buena combustión y pueda ser fumado sin dificultad a la hora de encender cada una de sus partes. Todo lo anterior es mi voluntad». Después aparecían, entre otros detalles, los costos del secado y la calendarización del procedimiento entero. Andrés me dio a leer la copia del testamento en medio de un gran dilema. —Fue un fracaso alegar la locura de la pinche vieja —me dijo con los ojos llorosos, frente a un par de tazas de café—. Los tres certificados psiquiátricos son muy recientes... Y Andrés —los ojos vidriosos, absorto en una especie de limbo (o de réplica de un limbo que ha dejado de existir)— se preguntaba preocupado, en voz alta: «¿Es justo que toda esa fortuna vaya a parar a manos de un gobierno que se la pasa robándonos? Sobre todo: ¿es justo, siendo nosotros tan pobres? A mí ya casi no me alcanza para pagar la renta y a mi mujer no le bastan dos hijos: ¡quiere otro! ¿Qué hago, Juan? ¿No

serían provechosos tres días de náusea con tal de gozar de una vida holgada y sin preocupaciones materiales? ¿Qué hago, dime, qué hago? ¿Me fumo a la tía de mi padre? ¡Carajo! Yo soy el que va a terminar desquiciado en medio de esta alucinación grotesca...». No sé en qué paró la cosa, pero después de ese encuentro patético en aquella triste cafetería, jamás volví a ver a mi amigo, por más intentos que hice. Mucho tiempo antes, yo me había apropiado de la frase de uno de los personajes de Terencio: «Humano soy y nada humano me es ajeno». Por eso insistí tanto en ver nuevamente a Andrés. ¡Pobre güey! Tampoco supe de los otros tres «privilegiados», pero por él me enteré de que ellos también detestaban el tabaco. Lo cierto —y esta parte puede funcionar como una moraleja para aquellos que aún odian la nicotina (y las fábulas)— es que a raíz de la verídica historia que acabo de relatar, empecé poco a poco a cobrarle cariño al cigarrillo... y ahora soy un fumador empedernido. Mi nueva identidad —¿nueva identidad?— abrazará, de ahora en adelante, la Causa de los Fumadores.


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El aliento

Rowena Bali

E

stás empezando a desesperarme. Hace más de dos horas que estoy derramándome sobre ti sin recibir respuesta, nada pasa, nada. Sólo esta espera inmóvil fuera de mi turbulencia. Te arriesgas a que mis ojos de lupa terminen incendiándote. Quiero

ver alguna señal de que éste no es un acto solitario, algún rumor saliendo de ti, pero sólo veo absurdos y surgen de mí.

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Aquí en la antesala soy lo que quieres que sea: un paciente que espera tu voz mientras escribe. Al fin la recepcionista habla: —Es su turno, señor. Te cierro de golpe, más tarde nos veremos, te sacaré una respuesta. Entro al consultorio y verifico las señales de vida. El doctor es un tipo extremadamente cortés cuyos ojos solemnes parecen habituados a un camino invariable: de la casa al consultorio. Su nariz puntiaguda aspira con una precisión matemática y sus labios, tensos e impávidos, ceden una apertura de siete milímetros a un conjunto de palabras breve, pausado, perfectamente coherente. Su cuello, por el contrario, palpita con irregularidad y su piel pálida en el rostro se sonroja ligeramente ahí; esto se debe a que el nudito de su corbata está más apretado de lo recomendable. Sus dedos ejecutan movimientos injustificados, incluso cuando escucha en silencio mis confesiones. En una escala de vitalidad del uno al cien, él alcanzaría una posición por encima del treinta; esto, gracias a la notable puntuación que le aporta su nerviosismo dactilar. Empieza cuestionando mi egocentrismo, mis repeticiones constantes de la palabra yo. Me pregunta si hice el ejercicio que me

dejó la sesión pasada, le digo que no, que estuve ocupado, que no puedo perder el tiempo en contar cuántas veces digo la palabra yo, que no puedo hablar de otro que no sea yo, y que no conozco un tema de conversación más vasto que yo. Me cuestiona sobre la realidad de los otros: le digo que mi realidad se impacta frecuentemente contra sí misma y que, por cierto, mis yos han sufrido serios descalabros. Le digo que no soy un ególatra, que también amo otras cosas y que nunca me he amado más que a ellas. Entonces contrataca. —Hábleme de su vida amorosa. Es un tipo listo, me ha hecho esa petición muchas veces, sabe que oculto algo. Trato de escapar, emprendo mi huida hasta el diván, me concentro en su superficie gris y descubro cierto brillo vital ahí y entonces tallo y tallo y, antes de conseguir que la felpa me responda con sus múltiples saludos eréctiles, el doctor me pide cortésmente que deje de hacerlo y que proceda a hablar sobre mi vida amorosa. Para darle por su lado comienzo por repetirle la historia de mi padre, de mi madre, de mi hermano, de mi abuela, de la regadera. Antes de dejarme continuar, me embosca.


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equilibrado. El amor homosexual es, dentro de una habitación, un acto perfectamente justo. Más si salgo a la calle y en un acto de complacencia agorafóbica nuestras caderas, mórbidamente masculinas, se juntan y vemos a otros amantes; piezas que encajan en la ortodoxia y la epidermis, distintas a nosotros que siempre atentamos en coplas sobradas de espacio y de rebabas... El doctor irrumpe: —Pensé que el problema de su homosexualidad estaba resuelto. Mi mente sufre un tormento terrible en ese instante; tres preguntas me agujeran el seso. ¿Es un problema que, como todo hombre, quiera dibujar mi ira en el cuerpo de otro hombre? ¿Es necesario redimir a la mujer de ese milenario empacho de manzanas? ¿Es un asunto de vida o muerte amarla? Mis problemas empezaron el día en que empecé a enamorarme del jabón y terminé eliminándolo en el baño más caliente que me he dado en la vida, y se hicieron mayores cuando me enamoré del retrete y, después de emborracharme y vomitarle todo lo que podía darle mi corazón al suyo, me envió una cruel corriente que llevó mis entrañas al inframundo. Luego me enamoré de la cuadra de enfrente,

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—¿Estableció usted relaciones amorosas con algún miembro de su familia? —No. —¿No? Hábleme sobre su vida amorosa. Tengo entonces que confesar, débilmente, que el amor es una de mis más derrengadas obsesiones, que me he visto atormentado por la pérdida de libertad que conlleva en todos los sentidos; si amo a una mujer tengo que ser extremadamente delicado, renunciar a mi naturaleza de animal enfermo, esa es la actitud más apropiada. Introducir un miembro en la vagina de una mujer ha sido el acto más brutal que he cometido. Muchas veces, lleno de culpas, después de hacer eso con una mujer, solía imaginarla con otra, en su estado ideal, introduciendo sus dedos en una entrepierna más que reconocible, rememorando las noches en que, antes de mi absurda intromisión, se procuraba el placer más puro de su vida. Pero su tonta heterosexualidad la había llevado a desear mi burda compañía, a consentir que le rompiera la carne. Si amo a un hombre puedo ser todo lo brutal que desee, aunque nunca he deseado serlo demasiado, actuar sin remordimientos, hacer y dejar hacer en un acto


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de sus altas banquetas arboladas, fui su fiel novio indigente hasta que una fálica mole de dieciocho pisos y medio me suplantó y tuve que cruzar la calle y mirar su obsceno cortejo hasta que otros amores igualmente imposibles me distrajeron. Es terriblemente desgastante susurrarle palabras de amor a una cosa que jamás nos retribuirá, que permanecerá inmutable ante nuestro derretimiento y además, ¿qué tal si la cosa sí quiere corresponder? ¿Es posible imaginar la injusticia de un amor sitiado en la no existencia? No puedo seguir, no puedo, no sé hasta dónde han llegado mis palabras; a estas alturas seguramente el doctor me ha descubierto, sabe quién soy, pero, ¿quién soy? Una voz desde la recepción me lo recuerda: —Su tiempo terminó. Soy un paciente que sale del consultorio, que aprieta la mano del médico mientras dice hasta luego y piensa, piensa que todos están equivocados y se pregunta: ¿por qué el doctor con tanta contundencia afirma que es un síntoma esquizofrénico pasar por la calle y esperar que ésta se queje, que dé vuelta al frente, que dé una respuesta?, ¿por qué

el doctor dice que los muros, los envases de plástico o los cuadernos no pueden gritar, romper al unísono su silencio mitómano? Seguramente porque está equivocado; es incapaz, como todas las cosas, de darme una respuesta satisfactoria, una respuesta que no se desfonde con el peso de una manzana. Entonces, en esa euforia castrada por el altavoz, vuelvo a ti, a nuestro devastado tálamo de papel. Lo siento, he sido duro contigo, pero tienes que entender: sólo te quedan algunas páginas para vivir, estoy empezando a desesperarme; si me dijeras algo, yo conocería el significado de la vida, dejaría de pensar. Pero te callas, dejas que mi sudor se derrame sobre ti. Amigo, responde, ¡que respondas!, se te están acabando las entrañas, ¡grita!, ¡que grites! Haz algo, por el amor de Dios, aprovecha esta oportunidad. Entonces, en la jaculatoria gráfica de la última página irrumpe tu voz carrasposa, tal como la imaginé; voz de papel, esa voz me transforma en lo que tú y el doctor querían que fuera: un hombre feliz. Me detengo bruscamente para escucharte. —Señor, está usted rasguñándome la espalda con su pluma, por favor deje de escribir.


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Gabriela Pérez DO­­­­­­

M

uchas formas de obligar un corazón. Un latido es una. Tensa y pálida, cubierta de una manta, ella yace poseída, estática, pasiva.

Un objeto mueve gel sobre su vientre. Rápido izquierda derecha. Lento, en círculos pequeños, cada vez más pequeño, detente. El sonido brota incógnito, grave. La imagen, una sombra de siete semanas.

Betty Blue

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Lo he visto todo


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Ella, que aprieta mi mano, no doma la furia de sus labios. Los estira y los arquea como una cuerda del arma que se apresta: ¿escuchas? Es tu hijo… RE El ritmo es rígido, anida en cada eslabón arrastrándose en el suelo, en cada hoja afilada amarrada a un mango. No es posible fingir sorpresa ante el terror. Los gritos agudos de los metales anuncian la batalla. Él, sordo, es el único que no teme. Sus tambores son internos, latidos pausados a tiempo con cada gota de lluvia que empapa la cabellera derramada. Avanza paso a paso, con la mirada fija. No escucha el grito, pero los ve correr y siente en las plantas de los pies el eco de los pasos acelerados de los que marchan. También corre y también grita, ofrece al combate su pecho semidesnudo. Ella, punto en la tormenta, desentona caminando pausada y callada hacia él. La conoce, se llama Jessica. Recuerda cuando de niños se sentaban juntos sobre el pasto a contemplar el cielo y contar estrellas. Jessica acerca sus labios al oído del sordo y sopla, al tiempo que entierra su cuchillo en el

pecho que se torna púrpura. Él vibra, cierra los ojos y se concentra en el calor que escupen los labios de su herida. MI Los perros deberían ver en color y los locos soñar en blanco y negro. Está oscuro y voy de caza —comienza a relatarme—, los esclavos preparan las antorchas y los perros ladran empujando a los jabalíes hacia nosotros. Uno de ellos, el más bello, es el más feroz; el único rebelde que se aleja. Lo sigo hasta el ojo de agua mientras comienzo a imaginarme frente a la chimenea su piel gruesa, encima, iluminada por el fuego, la cabeza con colmillos de la hermosa bestia. Alisto el arma con la mano derecha, y acerco con la izquierda a mis labios la flauta. Sucede entonces. Él gira, me deja ver sobre su cuello dos manojos de plumas embebidos en sangre. ¡Ese rojo espeso bañando la piel parda me pasma! Algo está mal. Escucho el canto de los murciélagos, y el grito de los silbatos otrora mudo me avasalla. Me encorvo dolorido. Me ensancho. Me oscurezco. Descubro mi nueva voz cuando


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FA Si me preguntan cuál es el animal que más me gusta, diría sin lugar a dudas que el cerdo. De mi abuelo aprendí el gozo de amar a los animales, un arte que él mismo perfeccionó a lo largo de su vida. Al principio, ese amor todavía torpe lo llevó a cometer algunas atrocidades, como cuando quiso disecar al gato todavía moribundo para atrapar de sus ojos ese último chispazo de vida y tras un par de semanas terminamos con un amadísimo cadáver putrefacto en la sala. Sobre el comedor, en una pequeña prisión estaba una lechuza blanca. Todos la creíamos omnisciente; esto provocaba un comportamiento ejemplar en la mesa aun sin que la abuela hiciera uso de la vara. En el salón principal había en un extraño acomodo en espiral seis aves, cada una cómodamente instalada en el lujo de su jaula. Entonaban melodías por la mañana. Día a día, tras apagar

el fogón de la cocina, la abuela y las dos tías se sentaban justo en el centro del círculo de canoras. Mientras la abuela hacía las cuentas de todo lo que se debía y la tía Martha tejía sin parar el mantel que habría de colocarse en Navidad, la tía Julia observaba el acomodo preciso que en ese instante las aves guardaban. Cómo a mí las aves que cantan me han dado siempre miedo, pasaba el mayor tiempo posible fuera de casa. Su canto me recordaba la muerte del primer cerdo que mataron para mi fiesta. Yo debía tener ocho años entonces, el cerdo chillaba y yo temblaba, tanto, que para tranquilizarme tuvieron que darme pastillas de pasiflora. Mi abuelo diseñó ese mismo día un método para que en adelante la muerte de los cerdos fuera callada. Les había construido un establo, los paseaba por el patio y jugaba con ellos para dirigirlos a la sombra de la jacaranda. Ahí, los acariciaba y les hablaba de las cosas que le preocupaban. Para el abuelo eso equivalía a la confesión con cualquier párroco. Una vez absueltos los pecados, con un cuchillo recién afilado les cortaba la yugular, y ellos, pagando con silencio los secretos, poco a poco se apagaban.

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él se yergue, cuando él toma el arma, cuando él dispara. Los perros deberían ver en color y los locos soñar en blanco y negro.


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Hoy he pedido permiso para llevar a mi hermano bajo la jacaranda. Argumenté sobre lo saludable del viento, el olor a campo y a tierra mojada. En realidad le contaré que papá no está de viaje, sino muerto; que mamá no está muerta sino en la cárcel por matarlo a él; y que es mentira que nos amaran. Haré un simulacro, sin cuchillo, esperando que ésta, en la que mi hermano no nos despierte con gritos que sólo él no escucha, sea la primera de muchas madrugadas. SOL Otra conversación para intentar la reconstrucción de los hechos. Siempre los mismos tópicos repetidos una y otra vez para llegar al mismo punto en una discusión cada vez más alta: —¿Dónde estabas? Reconoce que de haber contestado el teléfono no habría sucedido. —Mientras tú te divertías, yo tenía que trabajar. Falta que también sea culpable por eso. —Sólo te pedía un poco de atención. —La idea de atención que tenemos es muy distinta. Si fueras razonable… —¿Dónde estabas? Los dos perdieron algo que amaban. Él, una amante; ella,

un hijo de quince semanas. Han hablado por más de una hora, los dos tienen hambre y ella sigue repitiendo: ¿dónde estabas? LA El sésamo debe su nombre al sonido. Al eco de las semillas maduras encerradas en pequeñas cápsulas. De entre las flores amarillas y rojizas tomo los minúsculos contenedores, los hago sonar, extraigo el ajonjolí, ovalado, de color paja. Me preparo con el eco para el himno sin lira: juljulan, sumsum, simsim. Las muelo cuidadosamente en el mortero. Añado una hoja robusta de copa de oro, un barbeiro amarillo, belladona. Este canto será su delirio: juljulan, sumsum, simsim. ¡Bruja, hija de la noche! —clamaba—. Un favor tuyo, un valiente esfuerzo imploro para que impidas que mi honra se quebrante. Tú que a hermanos fuertemente unidos puedes lanzar a las armas, que transformas con odios a familias; lanza sobre él tu encanto, marchítalo, que sean sus noches de desasosiego y sus días no tengan calma. Nunca es la furia silenciosa: juljulan, sumsum, simsim.


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SI Fui yo quien le pidió que me atara. He visto todo: los vidriosos ojos de las mujeres descalzas, los pies ásperos y las ropas empolvadas de sus hijas creciendo como el silencio hecho ovillo. Crece luz en mi entrepierna, me habita como al maíz el grano. Mañana tal vez calle, hoy tengo tiempo. Ven, viaja a mí entre la nieve, derrítela a tu paso, ataja el camino a mis rodillas, ábrelas luego en el delgado camino vertical. ¿Verdad que no es a lavanda a lo que huele este cementerio? Déjà vu. Has estado aquí antes, has caído en este abismo. También tú recuerdas esos ojos vidriosos, esas madres, esas ruinas. Te mueves bajo el frío, te empapa la lluvia penetrante, vacías de arena el cuenco y lo llenas de agua. Piensas: déjà vu.

Lo conoces, lo has vivido antes. Caminaste ya bajo los árboles rotos y sobre tus pasos sombríos. Ese pez, esa balsa, esa arena oscura, esa lluvia. Lo reconoces todo. Flotas entre las ramas, sueñas que eres un árbol, que te desprendes, que te despedazas. ¿Quién detendrá la lluvia? ¿Y si no para? He visto todo. Soplan los fuelles, todos ellos en número de siete, se crispan los cristales y el martillo golpea. He visto todo. Ese pez, esa balsa… Fui yo quien le pidió que me atara a la cama y cantara. DO Me estiro. Ronroneo. Me gusta dejar mi rastro negro sobre las sábanas blancas y los sillones de la sala. Despierto de un sueño profundo en donde he visto todo. He visto a dios tomar una parte, otra más del doble, una tercera sesquiáltera de la segunda y triple de la primera. La cuarta, doble de la segunda; una quinta, tres veces la tercera. La sexta, óctuple de la primera y veintisiete veces la inicial, una séptima. Así nació el mundo. Ya lo he dicho antes: lo he visto todo.

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En total, seis tomas, seis murmullos que lo acosan mientras medita en lo profundo. Luego, lo acompañará para siempre esa voz, esa mujer erguida que no existe ante los otros, pero que él tendrá siempre a su diestra. No la podrá ver, no le podrá gritar, pero nunca podrá dejarla de oír.


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Falta de tacto

Leonel Rodríguez Santamaría

E

sa tarde, el autobús de regreso tardó casi una hora en poder entrar de lleno a Ciudad del Llano. Al llegar a la terminal, el hombre palpó por fuera un bolsillo de su pantalón, comprobando sin necesitar comprobar; se acomodó la mochila y se fue dando zancadas adonde sabía que estaban esperando los taxis con los colores de las salamandras.

Laia Arqueros

Tres o cuatro días antes, por la mañana, había llegado a la estación del Llano. De acuerdo con su expresión somnolienta y cabellos despeinados, podía suponerse que estaba llegando de fuera. Fue a uno de los estantes y compró un boleto. Hasta entonces se relajó un poco. Pensó, se acordó. Cuando puso pie en el umbral de la estación y miró hacia las calles, estaba sintiendo que en el Llano había ocurrido una gran mortandad —alcanzó a imaginarlo vagamente con esas palabras, sin sonreírse, como una historia de los cristeros o de


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periodos de silencio, estas preguntan confunden. Encogió los hombros antes de responder: —De Tres Ríos. Quisiera no tener que hablar todavía. La voz le hace sentir los engranes de su garganta. Habla a la nuca de piel afresada, al cabello casi rojizo, aunque parece hablar para sí mismo cuando añade: —Ya conocía esta ciudad, pero vengo de Tres Ríos. * Media hora para que salga el camión. Ilusiones, ensoñaciones: —Hola, catarina del bosque, cómo estás. —¡Ey! ¡Qué bueno que hablas, te extraño muchísimo! (O también:) —Hola, buenos días, ¿me comunica con …? —¿Quién habla? —Soy …, ¿se encuentra …? —Hola, no te había reconocido, me despertaste. ¿Qué se te ofrece? Ideas, suposiciones. Veinte minutos. Estar aquí y no llamarla: imposible. La certeza fue haciéndose notar. Qué miedos extraños. Ya estaba sonriendo otra vez. Mientras marca el

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una infancia inventada— y la gente no parecía verlo o se había acostumbrado. Esto, porque del otro lado de la calle, rodeado de los humores de camiones y líquidos mezclados, había un prado escondido como una axila o el sexo de una mujer. Ahí crecía un grupo de árboles enramado de agujas, como los pinos; a la distancia, el follaje parecía espuma verde. Los troncos oscuros y boludos se alzaban pegándose unos a otros, asolados por el ruido. En el frío, con esa vista, el ánimo pesado e inseguro se confirmaba en el paisaje. Era fácil y cómodo. Pero al mismo tiempo, incluido en su sentir tornasolado, de pie junto a la fila de autos negros y amarillos, escuchando las bromas de choferes que comían un bocado y bebían la espuma de sus jugos de naranja, al olfatear la grasa que no secaba del todo sobre las fallas del pavimento, oliendo junto a esto las ráfagas de viento mañanero cargado de savia —alegre de sentir tristeza, triste por aspirar la lejanía: observando la Ciudad del Llano, arbolada y gris, obedeciendo a su instinto, supo que la llamaría—. —¿Y de dónde viene usted? La voz lo jaló hacia adentro del taxi. Después de largos


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número, observa el cielo que se abre sobre la barda al fondo de la terminal de autobuses. Una niña de hermoso cabello negro arreglado en una trenza lo mira mientras malabarea el auricular, una tarjeta de teléfono y un trozo de papel. —… ¿Bueno? —Hola, soy …, ¿cómo estás? —¡ Muchacho ! ¿ Dónde andas?... ¡Qué onda!, ¿qué cuentas? Su voz es como un niño. Un largo y furioso jirón de viento lo golpea en el pecho mientras escucha. —¿No te desperté? Estoy en la estación, voy a… —pero no terminó la frase porque ella dijo: —Mi avión llega hoy a las cuatro, hay que vernos, ¿no? Lo dijo muy rápido, como si llegara a sentarse a la única mesa libre en una fiesta. —Qué bueno que no marqué a tu casa—, se ríe con franqueza, descargándose—: ¿dónde estás? Ella dijo dónde estaba. —Me gustaría mucho verte, pero voy de camino a Peñas. Voy yo solo. —¿Peñas? Qué padre. ¿Y cuántos días vas a estar allá? —No sé, creo que tres o cuatro.

Ríe otra vez; lo que siente se agolpa y habla soltando poco a poco la intensidad. En la cara de ella, invisible, los ojos se abren llenos de brillo, él la desconcierta. —Oye, qué gusto escucharte. No reconocí tu voz al principio. —Ni yo, aunque sabía que eras tú. Llegan y salen los camiones, hay ruido, hay gente. La risa de él llena los espacios en que no hablan. La niña indígena de la trenza ha desaparecido. —Qué cabrón eres, llamas para decir que estás aquí, pero que ya te vas sin verme, y además no invitas. Te mereces una patada en la espinilla. —Vamos, te espero allá. Te invito. —¡Ja, ja, ja! No, no, era un decir. Sabes que no puedo, si no, iría encantada. —Oye, espinilla, además tú no estás aquí, y tampoco invitaste. —Qué rrghoso eres. —Dijo una palabra que él no entendió del todo. Estaba dicha con afecto y tenía una erre fuerte. Como «rebozo», pero era otra palabra. Siguió diciendo—: Oye, pero sí hay que vernos, muchacho. Háblame cuando


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que lo cubrieran y el viento hacía sonar agudamente las ramas de los pinares y oyameles. Desde las techumbres de algunas casas salían hebras verdosas de humo hacia el azul del cielo, rectas como cuerdas sin papalote. Al acercarse a Peñas, la alta meseta se abrió como agua regada y por un largo rato desapareció todo asomo de pueblo o ciudad; la vista podía perderse en esas soledades de luz ligera muy clara y viento. Tal vez eso mismo era lo que siente un caballo que corre solo. * La voz parece dáctil, tiene huellas, es delgada como un papel que ha sido arrugado y vuelto a alisar. —De donde viene usted es muy caliente, mucha cerveza, ¿no? —Sí, aunque ahora vengo de Peñas y allá es más frío. Las fachadas lejanas y casi inmóviles de los edificios hacen que parezca que avanzan a «paso de tortuga». —Ah. Y viene de trabajo. El pasajero se sacude. El rostro del chofer no se inmuta, su ojo sigue mirando al frente; chasquea la boca y jalonea la

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vengas de regreso y nos tomamos unas cervezas. —Sí, de regreso te hablo; yo también quiero verte. Nuevo silencio. —¡De qué te ríes! ¿Y por qué Peñas? —Porque no la conozco y quiero hacer un viaje por mi cuenta ahora que se acerca mi cumpleaños. —¡Ah, yo también quiero conocer! Oye, pero sí, háblame. —Sí. —Para platicar y que veas los cambios en la casa. —Sí, de verdad. Se oye el reacomodo de cobijas y el crujir de algo que podría ser un sillón. Él respira hondo. —Oye, ¿y te desperté? Cuando colgó el auricular, el sentimiento de «una gran mortandad» se había transformado por completo, abriéndose al interior. La niña de la trenza casi se rio cuando lo vio caminar y subir al camión. Parecía uno de esos payasos que fingen no ver dónde pisan, como sonámbulos. Al adentrarse en el camino hacia Peñas se fue sintiendo el cambio en el aire y en el paisaje. Sobre todo, durante una pausa en San Juan de los Lagos. Era fresco y húmedo de verdad aun cuando el sol brillaba sin nubes


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palanca que rezonga entre metales, pero las mandíbulas están relajadas. Sus manos, gruesas como guantes de piel colorada, sujetan el volante negro. Da la impresión de que no podría soltarlo de inmediato, si quisiera. El pasajero exhala una risa; la mano en la parte trasera de la cabeza, los cabellos lacios entre los dedos, la nuca tibia. Siempre se puede contar con la nuca tibia. —No, no vengo de trabajo. Creo que hay que dar vuelta aquí. Dan la vuelta hacia una calle estrecha, sin autos y sombreada bajo los brazos de los árboles. El taxi avanza lento y silencioso hasta que el rumor de la gran arteria deja de escucharse; después sólo se oye la grava que se tuerce bajo las llantas. En la calle de manchas ocres, que sólo en este momento se hace evidente que habían quedado fuera de la memoria, él sabe que ésa es la casa. Lleva la dirección en su bolsillo, anotada en un papel que no ha guardado en la cartera; tampoco es necesario comprobarla. Aquí es. Nada se mueve en el exterior de la casa, ni siquiera las ramas largas de los helechos. Ningún sonido en la calle que se tuerce caracoleando. Pero aquí es.

Toca el timbre y espera. Las cortinas de la ventana del piso de arriba parecen de piedra. Quizá no haya nadie y él se irá sin sentir que ha perdido algo, apenas al tanto de que había tenido un curioso temor de encontrarla. Se irá envuelto en esa cáscara que ahora mismo lo encierra en un huevo. Ya conoce el interior del huevo. Sale una muchacha delgada y mientras él le dice su asunto ve que se mueven las cortinas del piso de arriba; se mueven como tela. Más que mirar o preguntar, la muchacha hace una seña con la cabeza hacia el interior de la casa y luego dice: —No se encuentra. Lo mira y no lo mira, habla como si no quisiera hablar en absoluto. Antes de que él tenga oportunidad de fingir que ha creído lo que le dicen, escucha pasos rápidos sobre madera que vienen de la casa. Recuerda las escaleras y dice: —Ya se encontró. La puerta de la casa se abre completamente y alguien sale de la sombra. Del vano oscuro salen movimientos de piernas en mezclilla, pasos que salen y regresan; una mano gesticula y tentalea la pared; el sonido movedizo de una voz que habla a alguien


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con la efusión que sobra después del inicio del ocaso; la luz hace que parezca que no sucede nada. Al interior de la casa ella sigue a la espera, confirmando, tal vez olvidando lo que conoce y aprendiéndolo de manera distinta. Más allá de sus preguntas de bienvenida, espera un movimiento. Él repite, asegurando sus pasos, sintiendo que responde: —En cuanto te vi, olvidé que estaba de mal humor. Están en la cocina. —Joana. Se abrazan, no como al inicio, sino que se estrechan; la cocina queda silenciosa y ahora otra vez parece que no hay nadie en casa. (En el patio, que es una extensión del comedor y se abre detrás de él, hay hojas secas, enrolladas, que crujirían, sobre el polvo. Allí no queda nada, ya no están las plantas en la esquina; permanece la mesita de metal gris que tiene ahora algo de inamovible envuelta en su atmósfera oxidada. Adentro, en el comedor, siguen la mesa redonda y los equipales de cuero moldeable. Los objetos sobre los muebles son carbones apagados o trozos de madera de un castaño

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que está adentro o a ella misma —todo esto lo conoce, pero no es memoria, lo mira embebido—. No es sino hasta que salen los cabellos y los grandes ojos que él puede decir, pensándolo, «ahí está». Ella le sonríe, pero sobre todo avisa: —Déjame encontrar las llaves. Cuando regresa, la concentración translúcida de sus ojos lo mira comprobando o esperando o manipulando la plastilina del recuerdo que ahora se enfrenta a la presencia del hombre que la saluda. Lo ve café en su abrigo, luego mira la frente amplia y despejada que ya conoce y los ojos redondos, nada planos, con el brillo en lo blanco. Al abrir su sonrisa, los ojos se agachan a un costado, de manera que sólo la boca lo recibe, como una fruta. Cuando lo mira de nuevo, la sonrisa ya se ha moderado en alegría tranquila, amistosa. Se ve fresca. —¿Cómo está el señor que viaja solo? —Bien, bien. Ya se me quitó lo roñoso. Ella le da la espalda, pues caminan. Parece sonreír de nuevo. —¿Cómo te fue de viaje? Se había soltado la luz de la tarde. Las calles se entintaron


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impenetrable, la luminiscencia que recoge el gran muro blanco no alcanza a rodear y aclararlos. En pocos momentos, cuando el ojo pierde algo de luz, comienza a ser visible que hay menos fotografías, hay velas blancas y rojas, apagadas, objetos que recuerdan viajes, historia.) Él apila unos cojines a su costado y obtiene así un asiento más amplio. —Entonces tuviste buen viaje. Dime cómo es Peñas, qué hiciste. Yo también quiero ir. Sus labios son dos gajos abultados que al sonreír tensan toda su pulpa. —Es un lugar para ir con alguien. —Contó más cosas del viaje, pero casi no dijo nada de los momentos en que se sintió más solo (supo que los tenía presentes, como sombras de su sombra), donde sus sentimientos se ahondaban o contradecían. Para eso había viajado, para estar solo. Ella supo que él callaba cosas y también que las que dijo eran ciertas. —Cuando estaba arriba del cerro y el viento bufó contra la cresta de roca, me acordé de la vez que hablamos de aquel poema. Ella estaba tomando un trago de su botella y flexionó repetidamente el dedo índice de la mano

disponible. Entrecerró los ojos, moderando la intensidad de algo que entraba y salía. Él se pone de pie y le da los brazos; ella responde. Tal vez ése sea el lugar de ambos, como si se recostaran a la vera de una roca fresca y blanca en la ribera de un río. Al estrecharla, suelta un quejido porque siente sus pechos en su pecho, sus manos en el contorno redondo de sus huesos bajo la piel como madera limada por el río. En sus brazos, ella repasa lo que ha soñado recientemente. Todo se mueve atalvelocidad, se aleja todo. —Muy mal, muchacha, muy mal. Habla para arrullar. Las manos palpan de nuevo las aletillas de la espalda. Le habla al oído y toca con sus labios la carne que no es dura ni blanda, sólo flexible, de su mejilla. Con calma, como si comiera. Ella lo besa tan cerca de la oreja, que el sonido de sus labios abre en él una flor de ceguera. Las caderas se acomodan como dos brasas en un horno, hasta que una calidez apreciable en la raíz del sexo los deja quietos. Adentro del abrazo, como un recién despertado, sin saber qué cosa es qué cosa, él siente la


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en la puerta y dos niños entran corriendo. Niño y niña, de cinco y siete años. Entra también una mujer joven de apariencia madura. Los niños se acercan a los sillones, gritan y ríen; cuentan cómo, justo ahora, han encontrado un billete de doscientos pesos que habían perdido por la mañana, afuera de la casa. Lo notaron mientras estaban en el zoológico y de regreso no dejaron sin registrar cada huella de cada pisada que habían dado. Y ahí estaba, a mitad de la banqueta, en la misma cuadra de la casa, como si en cinco horas no hubiera pasado ni el viento. Los niños ven el billete y parecen recordar todo en tumulto. Brincan y se abrazan. —Es cierto —dice la mujer a Joana. Para ellos es hora de cenar. Joana se pone de pie fatigosamente y acompaña a la cocina a la mujer, que es su hermana. Pone la mesa y regresa al sillón. La hermana sigue en la cocina. Él saca un libro de su mochila de viaje y sin decir palabra señala un subrayado debajo de unas líneas de la primera página. Entrega el libro a Joana. Se pone de pie y camina; la cerveza borbotea dentro de él. —Hola.

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piel despejada de lo bajo de su espalda; palpa como si caminara por una pradera, percibe la posibilidad de ir lejos. Ella no se aleja, no dice nada, no se mueve si él no la mueve. El cambio de la piel, la oscuridad en los dedos. Tiene que ser ahora; la necesidad de decidir lo despierta, lo hace recordar. Suave, moderadamente, coloca la tela de la blusa sobre la espalda. Regresa al abrazo profundo con los ojos abiertos, lo que mira está ahora un poco menos cerca. Se apartan lo suficiente para poder ver sus caras. La de ella mira un punto en el suelo. Siguen unidos de las caderas; se toman de la espalda y del hombro como si bailaran, la otra mano en la mano. Ella sigue agachada; se recarga en él. Ella lo aguanta contra su muslo. Cuando él siente el calor de la mano suave, abierta, que se posa en la tonsura como el cuenco de un nido, y hace por llevarlo de esta manera a recargar la cabeza en el hombro, cuando él se siente desvalido por este gesto, entonces se han separado. No se miran a los ojos. Ha pasado tan poco tiempo que puede creerse que no ha pasado nada. El abrazo termina definitivamente cuando se oye ruido


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La hermana guisa unos huevos sencillos. Revuelve el contenido del sartén mientras lo mira fugazmente. —Hola —responde, cantando la palabra. Se parecen, pero su físico es de formas más alargadas. Él voltea hacia la sala. Joana lee el libro. —¿Y cuánto tiempo más van a estar por acá? La botella de cerveza cuelga de su mano. La mujer responde una cantidad de tiempo no muy larga. Guisar requiere de casi toda su atención. La postura de Joana, su rostro en concentración demasiado atenta al libro, le hace creer que se siente sola. La cerveza todavía se mueve en su sangre. —Bueno… Antes de que pueda irse, la mujer de la cocina lo mira a los ojos por primera vez; pregunta: —¿Y conoces a Luis Alberto? Él responde: «claro», y en su mano ya no siente la cerveza fría sino que recuerda el tacto con la espalda. Joana está viendo el libro abierto; su cara es lo más abierto que él ha visto en mucho tiempo. Los niños se acercan, mueven las cosas de la mesita, están al tanto del visitante. Él pregunta:

—Díganme cómo se dice luna en alemán. Ellos responden con gusto, como si responder fuera un premio: —Mond! Mond! —Muunnd… ¿así? Joana observa la cerveza entre las cosas de la mesa, o tal vez otra cosa. Sus ojos entrecerrados, largos, contienen las chispas de un fuego hogareño. —¿Te gustó el libro?, te lo voy a regalar. —La frase termina abruptamente, como si el impulso que lo ha hecho hablar hubiera querido decir otra cosa, aparentemente más larga o mucho más corta, más ardua de sostener con sonidos de palabras. —Sí, aunque hagas como que no. Ella no habla: va y se sienta sobre los cojines apilados en el otro sillón, junto a él; ahora él la mira hacia arriba; su cuello, sus pechos, están a la altura de su cara. En su mirada hay expectativa. Algo tiene que suceder, ya está visto, ya casi está sentido, lo estoy viendo, está del otro lado de esta cáscara. Le llueve a él desde sus ojos, lo pincha verdemente. Él cree que ella va a resbalar de los cojines y caerá sobre sus muslos. Soporta (pero en realidad teme) no saber si lo p. 97 ▷


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Carlos Adampol Galindo (México , df, 1976) estudió fotografía en la Universidad del Claustro de Sor Juana y mercadotecnia en la Universidad Tecnológica de México, profesión esta última que pronto abandonó para convertirse en porfiado trotamundos; hasta hoy, ha recorrido más de 50 países de los cinco continentes, de los cuales ha atrapado miles de imágenes sorprendentes y escrito crónicas. En ambas formas expresivas, las metáforas que consigue con su poética son las de un creador que busca la esencia del arte de manera honesta, profunda, apasionada.

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Cortina de luz Las Vegas, Nevada, 2010, de la serie Espacialidades


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arte Bodega dionisiaca NeuquĂŠn, Argentina, 2010, de la serie Espacialidades


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La forma del audio de la serie Rastros de luz

Camino รกmbar Las Vegas, Nevada, 2010, de la serie Rastros de luz


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Flores lucĂ­fugas Las Vegas, Nevada, 2010, de la serie Fibonacci


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Cielo rallado Colombia, 2007, de la serie Rastros de luz

Azul y oro Santa Teresa, PerĂş, 2008 de la serie Paisaje infra


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Agujas bermejas

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Fisiograma DalĂ­, 114 segundos de realidad comprimida, de la serie Rastros de luz

unam, MĂŠxico, 2009 de la serie Paisaje infra


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Edificio Ciudadela Montevideo, Uruguay, 2010, de la serie Espacialidades


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arte Fisiograma 271 segundos de realidad comprimida, de la serie Rastros de luz


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Mina abandonada Teziutlán, Puebla, México, 2009, de la serie Paisaje infra

Escalera de caracol Guanajuato, México, 2010, de la serie Fibonacci


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Danza negra 2009, de la serie Rastros de luz


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* El camino de regreso fue rápido y sencillo. Cuando estaban a la mesa llegó el sonido de un auto y entró el marido de Joana. Hubo saludos y miradas; en la conversación salió el tema de un compromiso, una fiesta. —Te podemos llevar a la central de camiones y así no tienes que llamar un taxi más tarde —dijo Luis Alberto. —Claro. Oye, pues muchas gracias. En ese momento regresó Joana, que había subido a cambiarse. Traía puesto un pantalón

a rayas que la hacía ver muy alta y muy bien. Escuchó los planes con una cara blanca. Afuera ya era de noche y corría viento. En el auto cabían dos personas adelante y una atrás. Luis Alberto manejaba muy rápido y no habló durante el trayecto; había hecho sonar un disco a un volumen muy alto, que por suerte era del gusto de los tres. Hey, man, Romeo is bleeding… ¡Haga la lucha! Joana no se movía, era como si le hubieran clavado una estaca o creyera que la conducían a un internado o como si estuviera en una situación incómoda. Estaba sola. Parecía concentrada en no olvidar los detalles de otra vida. Sin ver, miraba fijamente por la ventana. En una pausa de la música, gritó hacia atrás, muy fuerte: —Hay que escribirnos, no hay que dejar eso. El viento que se colaba era realmente frío, pero a ella parecía gustarle. A él, el chorro de aire le enfriaba duramente la cara y la cabeza toda: la nariz se le saturaba de la humedad nocturna de los árboles, del asfalto perfumado de gasolina, y de Joana. Éste último era un olor muy sutil, casi una mera presencia, pero hacía que los otros tuvieran

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hará o no, soporta (pero recuerda por qué abandonó su espalda, teme; el nosabersiella aprueba o aprobaría lo quema) que ella no se deslice, pero no quiere soportar más (lo quema estar enmedio, si ella lo tocara otra vez él no se apartaría de nuevo) y la abraza; apresuradamente; de cualquier manera. La posición no es cómoda para un abrazo. Cuando se separan, los niños se han sentado a la mesa y la hermana sirve la comida, pero los mira a ellos cuando dice: —¿No van a sentarse? Preparé huevito para ustedes cuatro.


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vida y fuera un gusto tenerlos ahí, asolándole la frente, las narices y las orejas. Iba sonriendo, con la mochila colocada sobre el pecho para cubrirse y los ojos apenas abiertos como una raja. El interior del auto era una sucesión de gordas franjas de luz amarillenta y de penumbras rosa oscuro. La nuca seguía tibia. Cuando llegaron a la estación, Luis Alberto anunció: —Servido. Ya sabes, cuando quieras, aquí está tu casa. Joana no bajó del auto para despedirse. Después del beso, dijo en voz bastante alta mientras él se acomodaba la mochila: —Hay que vernos más seguido, y a la otra llama antes de llegar. ¡Besos! Su voz parecía venir de fuera de ella. Él no dijo nada. El auto salió de ahí como si tuviera un botón rojo con la palabra «Desaparecer». Fue rápido; ya estaba visto; era sencillo: la noche fría de olor dulzón, los faros pálidos y

su reflejo en los charcos sebosos bajo los puestos de comida; ¿sí dijo eso?; la gente pasa cargada de maletas y mochilas; el bramido de la voz maquinal en las bocinas de la terminal: …sajeros con rumbo a; pero en realidad estaba acostumbrado a estos lugares, la cosa era no estar quieto mucho tiempo; lo dijo por él, de seguro; caminar resbalosamente sobre el piso que no es espejo ni mármol; todo eso era familiar, menos saber, sentir, que la visita (el encuentro, la comprobación) no había terminado cuando terminó y a partir de ahora podría recordarlo todo (aunque ya olvidara), comenzar a (no entender) buscar la explicación de una mirada y el silencio. Lo demás había estado ahí desde hacía mucho. Era el ruido. Cuando se durmió, en el autobús de regreso, estaba muy lejos y era muy tarde.


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Cortázar y Antonioni:

un juego de perspectivas Estrella Asse

Si pudiera contarlo con palabras, no me sería necesario cargar con una cámara. Lewis W. Hine

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n el prólogo de Biblioteca personal, Jorge Luis Borges expresa su deseo de compartir una serie de libros heterogéneos que a lo largo del tiempo formaron en su memoria una biblioteca íntima, una colección de preferencias. En esos «palacios de la memoria», en esas galerías que se componen de distintos lenguajes y literaturas, Borges eligió sesenta y cuatro autores que consideró esenciales en su experiencia como lector. Sin incurrir en ningún tipo de análisis crítico, su intención era transmitir el goce estético de la lectura, al margen de las habituales nociones teóricas e inducir a otros lectores a descubrir que el arte simplemente existe, como recuerda en las palabras de Angelus Silesius.

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Así, rasgos, matices y fragmentos que prevalecen en la evocación de cada uno de los autores que reseña se entretejen en contextos filosóficos, históricos o literarios, al igual que en el inventario anecdótico que da inicio al largo itinerario. En éste, el nombre de Julio Cortázar es punto de partida y esbozo de un encuentro que desde mediados del siglo pasado trazó un eje inseparable de la cuentística argentina. Son los años de un Cortázar joven que apenas se iniciaba como escritor y acudía a la redacción de la revista Los Anales de Buenos Aires con el manuscrito del cuento «Casa tomada» como su única carta de presentación. Honrado por haber sido entonces el receptor de esa primera publicación, Borges subraya algunas características que más adelante se convertirían en constantes de la narrativa cortazariana. La rutina en apariencia trivial que envuelve a los personajes, la topografía intercambiable entre París y Buenos Aires que juega a imitar el estilo de una crónica o la configuración de tramas que se bifurcan en complejos tejidos temporales, son tan sólo algunos de los aspectos que

determinaron un estilo propio que dio a Cortázar un lugar prominente entre los escritores latinoamericanos de su época. Tras la publicación de «Casa tomada», que después se anexó al volumen de Bestiario (1951), una vasta producción de cuentos daría título a distintas colecciones que en poco tiempo tuvieron impacto a nivel internacional y fueron materia prima de exitosas adaptaciones cinematográficas. Entre otras, figuran las versiones libres de «La autopista del sur» —Week End, 1967— del director francés Jean-Luc Godard y la interpretación italiana de Luigi Comencini —L’ ingorgo: una storia impossibile, 1978—. Por su parte, Claude Chabrol adaptó para la televisión francesa Monsieur Bébé (1974) inspirada en «Los buenos servicios» que, junto con «El perseguidor» y «Las babas del diablo», forman el conjunto de los cinco relatos de Las armas secretas (1959). De los últimos, Bird (1988), de Clint Eastwood, recuerda el núcleo argumental en torno a la vida del saxofonista Charlie Parker, evocación de Johnny Carter, personaje de «El perseguidor», en tanto que Michelangelo Antonioni esboza en Blow Up (1966) la trama de


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la razón. Mediante el humor y la ironía creó en su narrativa novedosos procedimientos que relativizaron el orden lineal del relato, planteando significados ambiguos, en ocasiones, dudas que parecen insondables. De igual modo, las innovaciones estéticas en los ámbitos literarios, pictóricos y otros se manifestaron en la escena de la cinematografía europea. El llamado cine de arte se definió como género a la par de las tendencias vanguardistas que tenían en común presentar temas abstractos por medio de imágenes metafóricas. A diferencia de los géneros tradicionales enfocados a la descripción literal de la acción, el cine de arte trajo

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«Las babas del diablo», si bien afín a la idea de un fotógrafo como observador externo que intenta reconstruir los hechos a partir de la toma que casualmente hace, las motivaciones que desencadenan las historias contienen matices distintos. En los comienzos de su largo exilio en Europa, Cortázar incursionó en campos artísticos en los que se buscó una franca renovación con respecto de los postulados convencionales. Coincidente con el movimiento surrealista, Cortázar abogó por la ruptura de supuestos lógicos en el afán por reinterpretar la realidad a través de caminos alternos, vías por las que se escapa el estricto escrutinio de


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a un primer plano la anexión de símbolos visuales a tramas que libremente podían descontextualizarse de una estructura narrativa fija y alternar entre aspectos reales o no sin más explicación para los espectadores. Aunado a la complejidad de los contenidos, los finales felices, típicos del cine de entretenimiento, cambiaron en favor de finales abiertos propensos a diversas interpretaciones e incluso indescifrables en algunos casos. Después de su famosa trilogía, La aventura, La noche y El eclipse (1960-1963), Antonioni continuó en la línea que definió su cine dentro de una nueva concepción a la que el director se refirió como «neorrealismo, pero sin bicicleta»; con ésta, aludía las características que lo diferenciaban de sus contemporáneos, en especial, de una de las figuras más emblemáticas del periodo neorrealista, Vittorio de Sica, y su célebre Ladrón de bicicletas (1947). David Cook explica que con ese término Antonioni marcó una distancia con el inicio de su carrera, con realizaciones que tuvieron por principio la recreación del ambiente sórdido de la posguerra en rodajes cuyos escenarios mostraban el efecto de la devastación bélica y su impacto

en las condiciones de vida. La desesperanza, la frustración y la pobreza fueron el talón de fondo en cortometrajes, como Gente del Po (1943) y de importantes producciones que retrataron la situación económica y moral de la Italia de esa época. Tiempo después, el objetivo de Antonioni de trasladar a la pantalla la realidad del entorno se transformó en un nuevo realismo que, lejos de ser una representación figurativa, se desdibuja en momentos inconexos, en acontecimientos aislados, que lo mismo prefiguran un nudo argumental de aparentes conflictos como de pronto se difuminan del eje central de la historia en significados que no tienen causa o consecuencia. No en vano, en la rueda de prensa posterior a la entrega de la Palma de Oro en el festival de Cannes, Antonioni afirmó: «Necesitaré al menos otro film para explicar Blow Up». En una entrevista con Pietro Ferrua, Antonioni declaró que el guion de la película se basó en el cuento de Cortázar, aunque no en el interés por referir la trama textual. La reformulación que el director propuso de la fuente original fue, sobre todo, conservar la idea de los


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motivos que se ocultan detrás de la ampliación de una fotografía. De ahí a que en continuos blow ups los puntos de semejanza entre los distintos modos de contar las historias o los componentes del discurso fílmico y literario puedan confrontarse en una relación de e qu iva lencias. Pero, ¿cómo acercarse a ellos sin menoscabo de ninguno de los dos medios de expresión?, ¿cómo conciliar sus diferencias si por caminos alternos se rozan mundos contiguos en los que toda realidad parece objetable? Desde la primera frase del narrador, Cortázar alude al relativismo, el qué contar se subordina al cómo contarlo —«Nunca se sabrá cómo hay contar esto, si en primera persona o en segunda, usando la tercera forma del plural o inventando continuamente formas que no servirán para

José Antonio Platas

nada»—. La elección plantea la duda. El punto de vista que el narrador, Roberto Michel, desea dar a su historia nos condiciona para conocer la realidad que percibe; la probabilidad es tan incierta, como el «uno de todos nosotros» que se despliega múltiples perspectivas, identidades compartidas que juegan a ser yo y otro y se diluyen en esa alternancia subjetiva. Mas su mirada se independiza del narrador, se posa escéptica en la Remington que acciona


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la escritura, que transforma en lenguaje la imagen estática que guarda una máquina de otra especie; la Contax 1.1.2. objetiva los sucesos, es mirilla y «agujero» que también narra, atraviesa y magnifica, como en una triple simulación, los minúsculos fragmentos ceñidos en el tiempo y el espacio de una fotografía. Las deliberaciones ontológicas del personaje —si vivir o morir es indistinto— se extienden al hondo cuestionamiento del sentido de existir, a la imposibilidad de concretar el inicio y el final de su historia entre interminables disquisiciones que lo mismo distraen su atención al vuelo de las aves, igual que son conciencia en busca por combatir, mediante la actividad de sacar fotografías, la nada. El solitario paseo dominical rompe con su rutina, el espacio cotidiano a orillas del Sena lo convierte en testigo de la posible extorsión que sufre un adolescente, pero el acoso no reduce la perplejidad de Michel a condenar el hecho: el clic de la cámara paraliza la escena, será material estático, pieza de arte susceptible a la interpretación que, en diferentes ángulos, amplía el instante capturado en reflejos de perspectivas cambiantes.

Antonioni transforma el móvil de la toma en un crimen donde la supuesta víctima es un hombre maduro, cuyo cuerpo, antes visible en la ampliación de la fotografía, desaparece de la escena que atrajo la atención del fotógrafo. Detrás del encuadre perfecto que hace Thomas del sensual abrazo de una pareja en el apacible parque londinense, se oculta un segundo plano que lo lleva a descubrir el hecho y al nudo de conjeturas que intenta deshacer una y otra vez mediante la reconstrucción de diminutas fracciones magnificadas en la realidad inanimada de las figuras. Expuesto a la intriga, los sucesos son tan sólo la revelación de un engaño entre lo que fue y pudo haber sido, semejante al frágil contorno de la imagen estática que desdibuja la realidad y da cabida a toda duda. La necesidad por descubrir la verdad lo lleva a deambular por sitios y calles que entrecruzan otros acontecimientos; el espacio urbano se desarticula en secuencias que corren paralelas a su intento por dilucidar el incidente en sucesiones de encuentros fallidos que lo sustraen del entorno para después acercarlo a un final aún más incierto.


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grupo de jóvenes de rostros pintados de blanco es la «punta» que revierte la sucesión final al inicio de la película. Como fantasmal presencia, la máscara que encubre su identidad es conciencia de una realidad oculta en el golpeteo del ir y venir de la pelota invisible que induce al protagonista a ser partícipe del juego de tenis imaginario. El ilusorio efecto de lo visible envuelve la escena en el silencio de una instantánea de ampliaciones infinitas, en la existencia tangible que se disuelve bajo el manto de un nuevo espejismo. Título: Blow-Up/Deseo de una mañana de verano Título original: Blow Up Año: 1966 País: Reino Unido, Estados Unidos, Italia Duración: 111 minutos Director: Michelangelo Antonioni Reparto:

Vanessa Redgrave Sarah Miles David Hemmings John Castle Jane Birkin Gillian Hills Peter Bowles Veruschka von Lehndorff Julian Chagrin Claude Chagrin

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Pero Antonioni no buscó hacer concesiones a sus espectadores: mantiene intacto el dilema siempre desafiante para los lectores de Cortázar. La representación libre de condicionamientos los une, por caminos alternos, en la propuesta de un desarrollo y un desenlace sin principio ni fin. El tiempo para Michel no es progresivo, fluye más allá del «domingo 7 del año en curso»; elige contar su historia destejiendo la cronología por «esa punta, la de atrás, la del comienzo» y plasmarla en espacios de papel. Palabras e imágenes se graban en artefactos mecánicos, la escritura presta su voz al mudo lente, convergen en el intercambio de un lenguaje que incita a la reinterpretación, se distienden hacia el cielo y son «nubes y palomas», génesis de una trama urdida por el fino hilo que flota en el aire: metáfora de un sueño que plasma el fugaz encuentro, realidad que se esfuma en evanescentes filamentos. En el recorte del visor, el ojo de Thomas es mirada que se ajusta a la temporalidad de las 24 horas de un amanecer a otro; en el despunte del día, la bruma se cierne sobre el desértico parque; la reaparición del extraño


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Ruslán y Ludmila Rebeca Mata Sandoval

G

linka y Pushkin comparten haber vivido en una época en que el arte popular no tenía derecho de ciudadanía; sin embargo, los dos abrieron un camino para que el pueblo tuviera un lugar dentro del arte. En aquel entonces, los grandes señores

tenían capillas formadas por siervos que interpretaban los cantos populares, pero estas presentaciones eran vistas como diversión de poca categoría. La nana de Glinka sembró en él el gusto por el canto folklórico, después por los coros de iglesia y los carillones. Más tarde, el compositor absorbió muchas influencias, en especial la italiana y la francesa, pero hubo un momento en que reconoció que debía regresar a Rusia y escribir música rusa. Estudió en Berlín la armonía occidental para después olvidarla y sustituirla por una fundada en los cantos folklóricos rusos. Se le considera padre de la música rusa y fue el ejemplo a seguir para un grupo de jóvenes formado por Cui, Borodin, Musorgski, Rimski Korsakov y Balakirev, responsables del nacionalismo ruso. Para crear esta escuela, Glinka recurre a la música popular y no obstante que sus melodías suenan irresistiblemente rusas, pertenecen a un folklore imaginario más que a uno real. Por otra parte, Pushkin es considerado como uno de los grandes poetas rusos del romanticismo, padre de la moderna literatura rusa y su talento fue reconocido desde joven. A su vez, introdujo en su poesía y sus obras de teatro el lenguaje vernáculo, creando un estilo que mezcla el romance, la sátira y el drama. En 1817 comenzó a escribir


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Tamara Zubkov, Lyudmila en el jardín encantado de Chernomor, ataúd, 1961

pájaros en el alambre

el poema Ruslán y Ludmila y ya establecido en San Petesburgo, lo publicó en medio de un gran escándalo por el tema y el estilo utilizado. Pushkin se basa, como Glinka, en el folklore que había escuchado durante su niñez. Por razones políticas es exiliado al sur de Rusia. Glinka escribió su ópera entre 1837 y 1842. Originalmente le pidió a Pushkin que escribiera el libreto, pero no fue posible, ya que el escritor murió en un duelo en 1837. En la realización de este libreto, que tiene cinco actos, intervinieron muchos autores; entre ellos, Shirkov, Kukolnik, Bakhturin, Markevich y Glinka. El poema de Pushkin, que a su vez está basado en un cuento folklórico, consta de seis cantos y un epílogo. El argumento de este cuento cumple con las características que Propp propone en su estudio sobre el cuento fantástico, lo que facilita su comprensión universal. Los personajes son: Ruslán (héroe buscador), Ludmila (víctima), Rey Svetozar, Chernomor (agresor), Farlaf (falso

Ivan Bilibin, Ruslan se encuentra con la cabeza parlante


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héroe), Finn (donante amigo), cabeza gigante (donante hostil). En el primer acto, el rey ofrece una cena donde se encuentran los tres pretendientes de Ludmila; ésta desaparece y el rey ofrece como recompensa la mitad de sus tierras y la mano de su hija a quien la encuentre. Tenemos una fechoría, la mediación, principio de acción y partida. En el segundo acto, el mago Finn advierte a Ruslán del peligro; Ruslán lucha con la cabeza gigante y la vence, obtiene una espada y la fórmula para vencer a Chernomor. En este acto vemos al donante, la reacción del héroe y el desplazamiento. En el

tercer acto, Ratmir y Ruslán son encantados por las doncellas del castillo de Naina, donde vive la antigua amada de Ratmir. Ratmir y su amada se unen, Ruslán es desencantado y se dirigen a buscar a Ludmila. Así vemos combate, victoria y reparación. En el cuarto acto, Ruslán lucha con Chernomor y lo vence al cortarle la barba con la espada mágica. Ludmila permanece dormida y así la lleva de regreso a casa. Aquí tenemos el rescate, victoria y retorno. Quinto acto: a mitad del camino es raptada Ludmila por Farlaf, con ayuda de Naina. Ruslán obtiene un anillo mágico de manos de Finn para despertar

Mijaíl Glinka, mientras escribía la ópera Ruslán y Ludmila, pintura de Ilya Repin, 1887


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sólo un arreglista del verdadero compositor, que es el pueblo. La ópera se estrenó en 1842 en el Teatro Imperial de San Petersburgo. Aunque en un principio no tuvo mucha aceptación por parte del público ruso, poco a poco fue ganando popularidad de forma que entre 1842 y 1846 se representó 56 veces. Algunas versiones sobre esta ópera son: • dvd Orquesta Kirov del Teatro Mariinski, director Valerie Gergiev, Philips 1995 • cd Coro y Orquesta del New Opera Theater, director Evgeni Kolobov, rcd, 1994 • cd ussr State Academic Bolshoi Theater Orchestra, conductor Yuri Simonov, Melodiya, 2008 • Existe una versión en dvd sobre el poema de Pushkin que realizó Alexander Ptushko, con guion de éste, anunciada como Ruslán and Ludmila (Not Opera) 2002, remasterización de la película que se hizo en 1972.

pájaros en el alambre

a Ludmila. Farlaf es incapaz de despertarla y Ruslán la despierta en presencia de Svetozar, quien cumple su promesa. Finalmente tenemos fechoría, mediación, principio de acción, donante y recepción de un objeto mágico, declaraciones mentirosas, reconocimiento del héroe, el héroe falso desenmascarado y la boda. A pesar de que la ópera de Glinka se basa en una historia fantástica y folklórica, introduce procedimientos armónicos y constructivos heterodoxos y muy modernistas, como la escala de tonos enteros que asocia al personaje del enano Chernomor, el color oriental que le da al coro de las doncellas al principio del acto tercero y la balada del mago Finn, que Glinka anotó después de escuchársela a un cochero finlandés, con lo que comprobó su teoría de que el compositor es


el puro cuento

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colaboradores Laia Arqueros (Almería, 1985) es licenciada en bellas artes por la Universidad de Granada; realizó estudios en la Academie Royale des Beaux-Arts de Bruselas. Ilustró Vacaciones, de Elena Medel, y El Libro de los gatos sensatos de la vieja zarigüeya, de T.S. Elliot, en la versión de Juan Bonilla. Estudia comunicación visual e ilustración creativa en la Escola Eina de la Universidad Autónoma de Barcelona. Rowena Bali (Morelos, 1977) realizó estudios de danza, arte dramático y pantomima en el Instituto Nacional de Bellas Artes. Impartió cursos de arte dramático y creación literaria en diversas instituciones y organizaciones culturales del estado de México. Entre sus libros destacan El ejército de Sodoma, Tina o el misterio y Hablando de Gerzon. Betty Blue (Pontevedra, 1989) estudia bellas artes en la Universidad de Pontevedra. Trabaja la fotografía, la pintura, la ilustración y el cómic. Es autora de diversos fanzines. Paula Bonet (Villarreal, Castellón, 1980), licenciada en 2002 por la Facultad de Bellas Artes del Politécnico de Valencia, ha participado en numerosas exposiciones en España, Italia, Estados Unidos y Chile. Bárbara Butragueño (Madrid, 1985) es licenciada en derecho y relaciones internacionales, poeta, pintora, ilustradora de libros y autora de los poemarios inéditos Naufragios diminutos, No sabes nada del viento e Incendiario. Gabriela Pérez (México, df, 1976) es narradora, profesora y divulgadora científica. Ha colaborado en las editoriales Taller Ditoria y auieo. Es también parte del equipo editorial de la revista Ciencias de la Facultad de Ciencias de la Universidad Nacional Autónoma de México. Leonel Rodríguez Santamaría (ciudad de México, 1978) es autor del poemario Dolor de nombre (2008, Premio de Poesía Clemencia Isaura); también ha sido músico; más recientemente, con la agrupación Los de Enmedio. En el número anterior, en el índice aparece como autor de la sección «Cuentearte» Aarón Cruz en lugar de Vicente Gandía y se atribuye la autoría del cuento «Mutatis mutandis» a Flor Aguilera García en vez de Gabriela Pérez. Pedimos disculpas a nuestros colaboradores y a nuestros lectores.


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Paula Bonet

el puro cuento

el cuento grรกfico


El nueve

El gato y el ratón Gibr án Jalil Gibr án

Cierta tarde un poeta conoció a un campesino. El poeta era esquivo y el campesino tímido, pero conversaron. —Déjame contarte una pequeña historia que escuché últimamente —dijo el campesino—. Un ratón fue apresado en una trampa. Y mientras comía feliz el queso que allí había, un gato se detuvo al lado de él. El ratón tembló un instante, pero sabía que en la trampa se hallaba seguro. —¿Estás comiendo tu último alimento, amigo? —dijo el gato. —Sí —contestó el ratón—, una vida tengo, por lo tanto una muerte. Mas, ¿qué hay de ti? Me han dicho que tienes nueve vidas. ¿Significa eso que morirás nueve veces? Entonces el campesino miró al poeta y dijo: —¿No es una historia extraña? El poeta no contestó, pero se fue diciendo dentro de sí: —En verdad tenemos nueve vidas, nueve vidas para estar seguros. Y moriremos nueve veces, y nueve veces moriremos. Quizá fuera mejor poseer sólo una vida, apresada en una trampa; la vida de un campesino con un trozo de queso como última comida. Pues acaso, ¿no pertenecemos a la estirpe de los leones del desierto y de la jungla? W



La mujer que compraba botones para la camisa rosada Cuenta la fábula (que no es de Esopo ni de Monterroso, sino de un escarabajo apellidado Kafka) que en aquel pueblo fantasma vivía una mujer con carita de garza que, un día, conoció a un hombre fornido con ojos de sapo, quien, a la menor provocación, le preguntó a la mujer con carita de garza que, de no tener inconveniente, le gustaría saber adónde se dirigía, porque a él, es decir no al escarabajo apellidado Kafka, inventor de esta fábula, sino al hombre fornido con ojos de sapo, le gustaría acompañarla. La mujer con carita de garza, que caminaba como una garza y era elegante como una garza y que por eso a veces la confundían con un cisne, le dijo al hombre fornido con ojos de sapo que iba a comprar botones para la camisa rosada, y que, si él quería, podía acompañarla. Sin más preámbulo, la mujer con carita de garza cogió del brazo al hombre fornido con ojos de sapo, que ese día llevaba un sombrero amarillo y un saco de lana, y, más o menos con estas palabras, cuenta la fábula, le dijo que se sentía este día la mujer más dichosa y más por su manto de amor necesitada, por lo que, en lugar de ir a la tienda a comprar botones para la camisa rosada, fueron a un motel que estaba muy cerca de la casa del escarabajo apellidado Kafka. Lo que hicieron después de cerrar la puerta de la habitación 33, cuando la mujer con carita de garza se quitaba las medias y el hombre fornido con ojos de sapo se deshacía la corbata, no lo cuenta la fábula. Rogelio Guedea


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