El Puro Cuento 8

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La noche tiene mil ojos, el d铆a uno s贸lo. Francis William Bourdillon


México,

Índice

df ,

verano, 2010

Eusebio Ruvalcaba

2 Índice 4 La noche 4 7 11 14 17

Odiaba estorbar Un viaje en el metro La Baretta tenía un mensaje que darle Un minuto Hotel de paso

20 El cuento soy yo Dodecálogo literario Eusebio Ruvalcaba

22 Sin embargo, pregunto «Escribir: como picar piedra, y cuesta arriba» Entrevista a Eusebio Ruvalcaba

26 Cuento, luego existo 26

Al final de la noche

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Noches que devoran como tigres

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Mezcal

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Vodka save the queen

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El danzón perdido de Melo

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De las inconveniencias de sanar

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Inaugural

Susana Iglesias Susana Iglesias Susana Iglesias Susana Iglesias

Oscar Omar Kuri Vidal Esther Shabot

Adán Echeverría

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El experimento del maestro Li

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Los tulipanes no crecen en esta tierra

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Pequeña novela del abad

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Postales argentinas

Carlos Talancón

César Rito Salinas Daniel Escoto

Luis Felipe Lomelí

65 Cuentearte

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Nuestra Señora del Tívoli

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Mutatis mutandis

Vicente Gandía

Salvador Márquez Gileta Flor Aguilera G.

96 Cinescritura Una mirada de infinitas noches Estrella Asse

104 Pájaros en el alambre El castillo de Barbazul Rebeca Mata Sandoval

108 El cuento gráfico Naufragio

Ana María Shúa

110 Colaboradores 112 El ocho DIRECTOR

Carlos López CONSEJO DE REDACCIÓN Daniela Camacho, Carlos Adampol Galindo, Javier Muñoz Nájera

Editorial Praxis, Vértiz 185-000, col. Doctores, del. Cuauhtémoc, c.p. 06720, México, df Ventas: 57 61 94 13 Colaboraciones: elpurocuento@editorialpraxis.com

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eÑO

DIS

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La noche

Eusebio Ruvalcaba

Odiaba estorbar Eusebio Ruvalcaba

E

Para Carlos López

l hombre empinó el último sorbo de la anforita. Ahí no había más trago. Se sentó en la banqueta a descansar un rato antes de remprender la caminata. ¿Hacia dónde? Qué importaba. Era lo de menos. Nadie lo esperaba en ninguna parte. Hacía mucho había tenido un hogar, una esposa y una hija que habrían dado la vida por él. Pero eso había volado como las volutas de cigarro que le gustaba admirar hasta la saciedad. Su vida misma se había disipado exactamente de la misma manera. Intentó refrescar en su memoria aquellos años mozos. Era bien parecido, o cuando menos todos se lo habían hecho ver así. Tenía éxito entre los hombres y entre las mujeres. No aspiraba a nada en el mundo más que a ver fortalecida su vanidad, y eso se le daba a raudales en la adulación que recibía constantemente. Pero algo se empezó a quebrar. Se había casado enamorado de Elena, una de sus conquistas, y pronto había sobrevenido una hija que lo hizo armar castillos en el aire. Pero algo funcionaba mal. ¿Su trabajo? No, o tal vez no. Era un empleado equis del sector salud. Sentía sobre sí el peso de la maquinaria estatal que lo aplastaba paulatinamente y que apenas le daba tiempo de incorporarse y respirar. No era médico, pero su trabajo administrativo le permitía sentir en carne propia la acre marcha del tanque de guerra oficial.


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la banqueta y le había echado las luces encima. Se encontraba a escaso medio metro. Supo que la voz provenía de quien se hallaba sentado en el lugar del copiloto. Se percató una vez más de que en efecto estaba estorbando la entrada de un automóvil, y a él lo último que le gustaba era estorbar. Ésa había sido su filosofía a lo largo de sus cincuenta y ocho años. Cualquier cosa antes que estorbar. Cuando en la noche llegaba su hija adolescente a casa, él se hacía a un lado y corría a encerrarse a la recámara. Cuando su esposa trazaba el gasto del mes, él prefería salir a la calle y caminar antes que meter las manos en algo que ni le importaba. Porque estaba

Ilustración: Laura Quintanilla

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Quiso ir más allá en ese esfuerzo mnemotécnico, pero el sueño empezó a vencerlo. La noche era inclemente. Si sólo tuviera un trago más, cobraría ánimos, se pondría de pie y seguiría su destino. «¡Quítate, animal!», le gritaron de pronto. Hasta ese momento se dio cuenta de que estaba sentado en la entrada de coches de una casa más grande de lo que nadie se hubiera podido imaginar. Se miró sus ropas —andrajos podridos y tumefactos— y consideró que en la vida podría entrar a una casa así como invitado de honor. Ni siquiera como criado, concluyó. «¡Quítate, animal, pendejo!», volvió a escuchar. Pero ahora el auto se había trepado a


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seguro de que su sola intervención habría sido consideraba una intrusión, un estorbo. Recibió la patada en la espalda. Uno de aquellos dos individuos —¿serían únicamente dos, no vendrían más en la parte de atrás?— se había bajado y le había dado una patada con todas sus fuerzas. Y a la patada sobrevino una carcajada. «¡Muévete, pendejo, antes que te mate!», lo sacudió la amenaza. Pero una patada no era gran cosa. Tenía años en estado de ebriedad y lo habían atropellado tantas veces que ya ni se acordaba. Claro que los atropellamientos no pasaban de ser golpes reblandecidos. Apenas lo rozaban los autos. Tan levemente, que enseguida se incorporaba y proseguía su camino, no sin antes brindar por su buena suerte. Así que, bien visto, esa patada no era otra cosa que un automóvil rozándole la espalda. Bien podría aguantar otras embestidas. Oyó abrirse la otra puerta y la voz del conductor que exigía darle la siguiente patada. «No me quites ese gusto, cabrón», alcanzó a escuchar. Y le llegó el tufo a alcohol. No había diferencia entre el aliento de un teporocho y el de un hombrecito refinado y cursi. La pestilencia era

la misma. Aunque con un poco de esfuerzo podría distinguir si predominaba el ron, el whisky o el brandy en el aliento que salía de aquellas bocas. Tantos años le habían prodigado cierta sabiduría olfativa. Agradeció a Dios que lo había dotado de un sentido tan fino. Sintió la otra patada en el costado derecho. Este hombre tenía más fuerza que el otro. Entonces empezó la llovizna de golpes. Él se cubrió la cara con las manos y se dejó caer. Hecho un ovillo las patadas lo dañarían menos. Pensó en su esposa y en su hija. Estas patadas eran dulces caricias comparadas con aquéllas, se dijo. «Eres un inútil y pobre diablo», «Contigo estamos sometidas a un infierno en vida», «No sirves para nada, ni como hombre, ni como empleado ni como nada», «Tú no me quieres, papá». Se relamió los labios. Quizás lograría captar el simple aroma del whisky. Y con eso darse un levantón. Con eso se conformaba. Había dejado de sentir las patadas. El dolor se había dormido. Si le ofrecieran un trago se iría de ahí cuanto antes. Porque él odiaba estorbar. Nadie tenía derecho a estorbar. Le dio la razón a sus golpeadores.


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Eusebio Ruvalcaba

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Un viaje en el metro

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l metro se detiene cada cinco minutos. Toda la gente se mira entre sí. Como si la solución dependiera de alguno de esos usuarios desesperados. Lo que todo mundo quiere es llegar a su casa. Nada más que llegar a su casa y descansar. Se adivina en sus rostros el cansancio, el hartazgo. Nadie tiene una mirada de compasión para otra persona. En el fondo lo que piensan es que se joda, a mí qué carajos me importa, que se muera, que lo secuestren y lo decapiten. Excepto una mujer, nadie está concentrado en nada.

Ilustración: José Luis Corral


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La mujer escribe profusamente. Al parecer es una carta. Escribe y escribe sin parar. De sus ojos escurren lágrimas que van a dar al papel. Pero alguien no le quita la mirada: su hijo, un niño como de cinco años que la contempla embebido. Sabe que su mamá sufre, pero no puede hacer nada, ni siquiera se mueve cuando ve que una lágrima caerá directamente en su mano —que mantiene extendida en el regazo de su progenitora. Nadie se percata, salvo una anciana. Sentada enfrente de la escritora de cartas, trata de captar la atención del niño para distraerlo. Quizás logre que el pequeño piense en otra cosa y que se desligue del sufrimiento de su madre, aunque sea por un minuto. La anciana hace muecas, gestos con las manos, sonidos guturales —que está segura el niño escucha—, pero sus esfuerzos van a dar al vacío. Por un instante, el niño quiere entender de qué se trata. Pero la mano febril de su madre vuelve a atraer su atención. El metro avanza unos cuantos metros y se detiene.

Ya es de noche, pero el metro tiene espacios aún desocupados. Porque esa línea que corre de El Rosario a Barranca del Muerto no es de las más saturadas. —¡Hay que quejarse! —grita alg uien por ahí, pero su propuesta no tiene la menor repercusión. Como si no hubiera dicho nada. La gente lo mira con indiferencia. Pobre imbécil, piensa alguno. Que se vaya al diablo, que lo secuestren y lo decapiten. La mujer prosigue su escritura. Escribe una hoja, la colma de palabras escritas con tinta azul marino, la arranca del block y la guarda en un fólder. No se cansa de hacerlo. Y el niño de mirarla. Pero no abre la boca. Se adivina que le urge preguntar algo. Alguna duda habrá de tener. Quizás le preocupe qué escribe o a quién, porque tal vez ni siquiera sepa que es una carta. Tal vez ni siquiera sepa en qué consiste una carta. ¿Y a quién le puede importar? No a los que viajan en el mismo convoy. Excepto a la anciana. Ella se pregunta hasta el alma misma qué diablos estará escribiendo esa mujer que no puede aguardar para estar a solas y no


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La gente mira sin detener sus ojos en lo que ve. Es cosa de todos los días en el sistema de transporte colectivo. Sobre todo en tiempo de aguas. Por alguna razón que nadie entiende, el convoy avanza a paso de tortuga. Como si justamente a esa hora se invitara a la gente al suicidio para disminuir la cantidad de usuarios. Los que están de pie, que de ninguna manera son pocos, no saben qué posición tomar para paliar la incomodidad. Se recargan de

Ilustración: José Luis Corral

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lastimar así el corazón de su hijo. ¿Qué puede ser tan urgente que no pueda hacerlo cuando llegue a su hogar? ¿Qué…! La respuesta viene sola, como iluminada por un relámpago. Es una carta dirigida a su amante que no podría escribir en su casa por obvias razones. Todos sienten un golpe en el estómago. El metro se ha puesto en marcha. Un tramo corto, insignificante, para detenerse otra vez.


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un modo, de otro, buscan un rincón —inútilmente, porque la mayoría ya ha ocupado los escasos sitios que pueden servir como punto de apoyo. El niño tiende a quedarse dormido —pronto serán las diez de la noche—, pero una fuerza se lo impide. Mira una vez más a su madre, y enseguida se vuelve a la anciana. Aquellas caras han terminado por hacerlo pensar. ¿Estará loca?, no importa, ¡qué chistosa es! Por fin el metro avanza a toda velocidad. Se adivina un gesto de alivio en todos los usuarios. Sin que nadie lo haya dicho por el altavoz, todos entienden que el problema se ha resuelto y que ya pronto estará cada quien en su casa. Haciendo lo que tenga que hacer. Las caras rezuman felicidad. Pero la expresión no ha cambiado en el semblante de aquella madre. Imposible saber cuántas hojas ha escrito. Sus ojos gotean sin cesar. El metro viaja velozmente y para ella no ha habido ningún cambio. De algún modo, su sensibilidad choca contra la de los usuarios. Sale sobrando en ese vagón. En la cara de todos se deja ver

la alegría —amarga o no, no importa—. Menos en la de ella y en la de su hijo. Que el metro avance o no es cosa estúpida. Entonces la anciana se pone de pie y se dirige a la mujer. —Ya, mujer egoísta, deje usted de pensar en sus problemas personales y mejor vea el sufrimiento de esta criatura. ¿No le da a usted dolor? Todos alrededor guardan un inusitado silencio. Muy pocos se explican la reacción de aquella vieja. —¿De qué me habla? —pregunta la mujer, presa de una emoción nerviosa, como si la hubieran descubierto robándose una pieza de pan. —De su hijo, madre infame, ¿no se da cuenta que lo hace sufrir? El metro se detiene bruscamente. Ha llegado a la estac i ón . Q u e justam ente e s Barranca del Muerto. La madre mira a su hijo y aún con lágrimas en los ojos, lo cubre de besos. El niño la abraza y gime como un perro que quiere afecto y nada más. La anciana se da media vuelta y abandona el convoy. Aún le resta mucho para llegar a su casa.


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recisamente cuando el niño iba a servirse agua, su mamá le arrebató la jarra y se llenó el vaso. Se lo bebió casi de un sorbo y cayó fulminada. Echando espumarajos por la boca. El niño salió corriendo de ahí. Alguien en la vecindad podría ayudarlo. No era común que un niño de seis años viera desplomarse a su madre y que cayera al suelo como una tabla. Todavía la quiso reanimar con un grito imperioso, pero su progenitora no abrió más los ojos.

Ilustración: José Luis Corral

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La Baretta tenía un mensaje que darle


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Fue de puerta en puerta tocando para que alguien le abriera. Tocaba y gritaba. Gritaba y tocaba. Su padre no estaba. Solía llegar del trabajo hacia las 10 de la noche. Obrero escasamente capacitado, tenía que ajustarse a los horarios que le imponían en la fábrica. Por fin le había abierto doña Teofilita, la señora del cinco. El niño se precipitó en sus brazos sin parar de llorar. Balbucía las palabras mamá, suelo, vaso de agua… Doña Teofilita salió de la mano de él y llegó hasta la cocina. Allí estaba la madre, una señora veinteañera, más o menos linda, más o menos bien aceptada en la vecindad. Cuando vio el vaso, de inmediato comprendió que había tomado veneno. No se necesitaba mucha ciencia para inferirlo. Aunque también podría haber muerto de un infarto, pero, ¿tan joven? No, envenenamiento seguro. Por los espumarajos. Cuando el marido llegó, ya habían hablado a la policía. Doña Teofilita lo estaba esperando en la entrada principal. Cálmese, le dijo a tirabuzones, su esposa fue envenenada. Está muerta. Ya falleció. Pablito está conmigo. El pobrecito la vio morir. Ya usted le dirá qué fue lo que pasó. La palabra envenenamiento es muy dura. Y me dijo algo terrible: que si él se hubiera tomado el agua, su

mamá no estaría muerta. Pobrecito. Hágame favor. Dios mío. Es mucho para un corazón infantil. El hombre se dirigió a la casa y contempló a su esposa aún tirada en el piso. ¿Es usted el esposo?, le preguntó un oficial. Necesito hablar con usted. Lo siguió y respondió todas las preguntas. Pero en su cabeza lo único que le preocupaba era el destino de su hijo. ¿Qué haría sin su madre? ¿Cómo enfrentaría la vida? La muerte de su mujer no le afectaba de igual modo. Creía intuir quién lo había hecho, eso ahorita era lo de menos. ¿Pero su hijito? Las lágrimas sobrevinieron. El oficial le alcanzó un clínex. Mañana necesito hablar con usted, lo acompañaré a su trabajo y de ahí iremos al Ministerio Público. Vio cómo los paramédicos envolvían el cuerpo de su mujer y lo sacaban de ahí. Se quedó solo en la casa, que apenas contaba con dos piezas y el baño. Sacó un Bacardí para servirse un trago, pero en el último momento prefirió beber a pico de botella. Y no fue un trago sino un torrente. El ron hizo trizas su garganta. Y cuando aquella cantidad de líquido cayó a su estómago sintió que le había caído un incendio. Pero a la vez percibió un alivio inusitado.


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su esposa primero, y con su hijo después. Ahora sentía que iba levitando con su niño en los brazos. De que estaba a punto de ascender al cielo. De que las estrellas parecían decirle ven. De pronto descubrió que todos los vecinos atisbaban por las ventanas o de plano desde el marco de las puertas. Levitaba, pero aun así sentía que llevaba el peso de una tonelada en sus brazos. Cruzó el umbral de su casa, se dirigió a la única recámara y acostó a su hijo. Qué frágil era. ¿Cuánto pesaría, veinte kilos, veintiuno?; él nunca había sido bueno para calcular, siempre se equivocaba. Se dirigió a la cocina. Se sentó en una de las sillas de aquel antecomedor. Bebió otro buen tanto de la botella y detuvo su mirada en la pistola. No tenía puesto el seguro. Revisó acuciosamente que sólo tuviera una bala. Se la puso en la sien. La Baretta tenía un mensaje que darle. Miró a su hijo. Sufriría mucho cuando despertara y lo mirara. Pero sobreviviría. Él no tenía valor para enfrentar la vida con el peso de su hijo encima. La culpa había sido suya, no de su hijo. Algo que su hijo habría de entender tarde o temprano. Que no abrigara ningún sentimiento de culpa. Era el resultado de la vida que él, su padre, había llevado. Sólo de eso. Disparó.

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Esto no era más que el resultado de la vida que había llevado. Mujer tras mujer, amor tras amor, alguna se había excedido y lo había querido nada más para sí, de su propiedad privada. Había una que lo amenazaba constantemente con matarlo si no era nada más para ella. No con matar a su mujer, sino a él. Tal vez había sido ella, y tal vez no, pero como si lo fuera. Se puso de pie y sacó la olla tamalera. No había querido colgarla porque a él le servía como escondite ideal para su Baretta. Reflexionó sobre lo que estaba a punto de hacer. De nada le servía matar a la mujer que con toda seguridad había envenenado a su esposa (¿cómo había entrado a la vecindad?, ¿nadie la había visto? Todo eso a él no le interesaba un rábano, la policía se encargaría de averiguarlo; el punto era que si mataba a aquella mujer eso no le devolvería la vida a su esposa). Se puso la pistola al cinto y se dirigió a la casa de doña Teofilita. Cargó a su hijo y se lo llevó de regreso con él, pasando por alto los ofrecimientos de la señora de que se lo dejara esa noche, de que ella se encargaría. El camino a su casa se le hizo infinito. Diez metros era un tramo sembrado de minas que podían hacer explosión en cualquier momento. Esos diez metros los había recorrido centenares de veces con


Un minuto Eusebio Ruvalcaba

—¡

Para León Ricardo

Párate ahí, cabrón, o te rompo tu puta madre! ¡Caite con la lana, hijo de tu pinche madre! Saca la cartera y dámela despacito, sin voltearte. No quiero que me veas, hijo de la chingada… Porque eres hombre muerto.

Ilustración: José Luis Corral

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a los cuatro vientos que era suficiente, que se largaban de ahí. Que más valía estar en cualquier vecindad pulguienta antes que seguir soportando a ese imbécil miserable, a quien terminaría matando. Su madre le pidió que esperaran otro poco, que con lo que se ahorraban de la renta estaba haciendo un guardadito que muy pronto les permitiría largarse de ahí. Que además si se iban eso le causaría problemas con su familia, que los suyos le retirarían el habla. Dirigió la punta a la base del cráneo. Porque si lo veía, si confirmaba que en efecto era su sobrino Ismael, tendría un arma no sólo en contra de él sino de toda su familia. Y no precisamente un picahielo. Ya se imaginaba los chantajes. Y su padre ya estaba harto. Tan harto, que él había decidido ayudarlo. No importaba la forma, pero él tendría que llevar dinero a casa. Contribuir al gasto familiar. No sabía hacer nada útil, eso era cierto. Lo habían expulsado de la preparatoria por ser el peor alumno de su generación. Y le había echado ganas. A su modo, pero estudiaba como loco, y ni así. Los números no se le daban, ni las fórmulas, su

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—¿Ismael? ¿Eres Ismael? ¡Soy tu tío Enrique…! Ya te identifiqué la voz, cabrón. Tranquilo… Me voy a dar la vuelta despacito… Y fue volviéndose poco a poco. Ismael afianzó el picahielo y lo levantó por encima de la espalda del hombre. Sí era su tío, pero su tío político, no su tío verdadero, carnal, de carne y hueso. Casado con la hermana de su madre —con su tía Aurorita—, su padre lo odiaba porque toda su vida había sido una lengua viperina. Cuñado de su madre, no perdía la oportunidad de arrinconarla para hablar con ella. Su padre ya se había percatado y le había dejado entrever su cuchillo de carnicero. Pero el tío Enrique no era fácil de convencer. Con el pretexto de que la casa que habitaban era suya —y de que no le pagaban renta—, siempre encontraba oportunidad de acercarse. De pronto llegaba, se instalaba en la sala, prendía el modular y escuchaba su estación favorita a un volumen despiadado. O se iba directamente al refrigerador y sacaba una cerveza. El colmo fue cuando subió hasta la recámara matrimonial, abrió el clóset y se puso la mejor chamarra. Por supuesto que cuando su padre se enteró, gritó


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cabeza parecía hueca. Ninguna fecha se le quedaba. Tal vez porque siempre había comido demasiado frugalmente, o quizás porque la coca que de pronto le invitaban sus amigos inundaba su pensamiento y le impedía concentrarse. Por lo que fuera, pero era menos que un alumno inservible. Así se comparaba, con un utensilio inservible. Aproximó la punta un par de centímetros más. El tío Enrique estaba a punto de darse la vuelta por completo. No había matado a nadie. En un par de meses que llevaba en esto —voy a la casa de Salvador a hacer mi tarea, decía en casa, o cualquier otra cosa que se le ocurriera—, la suerte había estado con él. Le había costado trabajo decidirse, pero lo había logrado, y ahora el negocio empezaba a dar sus frutos. Quién más, quién menos, todos le habían soltado billete. Sin alejarse más que un par de colonias. Y cómo no. La noche volvía cobardes a los bravos y estúpidos a los inteligentes. Escogía a sus víctimas por puro instinto. Simplemente esperaba que la silueta apareciera al filo de la esquina, la seguía y la amenazaba. Sin darles la cara, jamás. Nadie quería enfrentarlo. Bastaba con ponerles la punta

en la carne viva. Exactamente en la nuca. Ni siquiera necesitaba cómplices. Para qué. En primer lugar, tendría que compartir las ganancias, y, en segundo, un cómplice siempre podría delatarlo. Todo mundo hacía muecas horribles cuando el tío Enrique entraba en la casa —por supuesto que tenía llave—. Pero ninguna sobrepasaba la de Paco, su hermanito. Temblaba y salía corriendo, aun a costa de desobedecer a su madre, que casi de la oreja lo llevaba hasta su tío Enrique y lo obligaba a que le diera un beso. Jamás se explicó por qué su hermano le tendría ese pánico al tío Enrique. Lo único que le quedaba claro era que le tenía que vivir agradecido a su tío Enrique. Palabras que su madre le repetía hasta el cansancio. ¿Quién va a prestarnos su casa así nomás porque sí? ¿Quién va a socorrernos? ¿Verdad que las dádivas no se dan tan fácil ni son cosa de todos los días? Gracias al tío Enrique nuestra vida es menos dura de lo que podría ser. Agradezcan. Hundió el picahielo hasta el tope. Una y otra vez. El hombre se desplomó. Una buena noticia que jamás le daría a su padre.


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Hotel de paso Eusebio Ruvalcaba

E

n cualquier momento cruzarán la puerta y los veré. ¿Cuánto tiempo llevan ahí? Maldita sea. ¿Cuánto tiempo llevo aquí? ¿Dos horas? ¿Tres? Da igual. Jamás creí esperar tanto a nadie. Menos a mi mujer. Menos verla salir del hotel en compañía de otro hombre. ¿Por qué no los detuve yo mismo antes de que cruzaran el umbral y se perdieran en ese inmenso pasillo? ¿Tuve miedo? ¿Soy un vil cobarde?

Ilustración: José Luis Corral


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Lleva su vestido blanco con negro. El vestido que le regalé cuando cumplimos diez años de casados, para que lo estrenara en aquella cena inolvidable. Y sé qué ropa lleva abajo del vestido. El combinado negro que yo también le regalé y que le hice jurar que no se lo pondría jamás ante nadie más. Como si hubiera sabido lo que venía. Por qué le arranqué esa promesa, si lo que quería en el fondo era justamente lo contrario. Que cogiera con otro cabrón, que la partieran en dos. Que sangrara toda la putería que trae cargando. ¿Qué haré cuando aparezca? La amo tanto, como estúpido, como idiota. ¿Correré a golpearla? ¿Le enterraré mi navaja al imbécil mientras se queda pasmado? ¿O simplemente los seguiré, los veré despedirse y jalar cada quien para su lado? Tendré que matar a uno de los dos. La sorpresa está de mi lado. Vengar la ofensa. ¿Esto es una ofensa? ¿Que una mujer engañe a su marido es una ofensa? Es más que eso: un acto criminal, un delito, una vil jugarreta del destino. Una maldad de Dios. Tanto tiempo juntos. Tantas experiencias compartidas. Diez años se dice fácil, pero es una vida. En diez años se levantan

diez edificios de diez pisos. Un niño crece hasta odiar a sus padres. Un médico hace su carrera hasta matar pacientes. En diez años se integra un matrimonio, o se vive una vida cuajada de mentiras, dobleces y bajezas. Como la que Ana me ha hecho llevar. El frío me está calando hasta los huesos. La gente me mira en forma curiosa, pero sé que inspiro temor. Por algo se cruzan, muchos se cruzan antes de llegar hasta mi lado. Es imposible permanecer oculto. De alguna manera te descubren. Parece que no, pero la gente mira sin mirar y aun así se entera de todo. Así me hubiera gustado enterarme de la infamia de Ana, sin querer, pero fue al revés. Una puta casualidad. Como ella. Maldita puta. La voy a matar. Y cuando los niños crezcan van a estar de acuerdo en que la haya matado. Porque si lo mato a él me va a engañar con otro. Ese imbécil no es el de la culpa, es ella. Por sus puterías. Siempre lo supe, desde que la conocí. Y nuestras fantasías siempre iban encaminadas hacia allá, a imaginarla en la cama con otro. Pero eso eran, fantasías. ¿De veras les pondré sostener la mirada a mis hijos? No importa si el día de mañana lo entienden, pero ahora, ¿comprenderán que asesiné a su


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estúpido, imbécil, idiota marido. Y luego terminan matrimoniadas con el hombre que salen del brazo, para que a su vez lo engañen a la vuelta de unos cuantos años, qué digo años, de unos cuantos meses. ¿Y si la dejo vivir?, ¿le confesará al padre Erasto su pecado? ¿Qué hago aquí como demente esperándola? La vi entrar, ¡claro que la vi! Y sé que ahorita ya está peinándose y pintándose los labios para salir. Tal vez él le pida una última mamadita antes de salir. Y tal vez ella se la dé, hija de su puta madre. ¿Me quedaré aquí mismo? ¿Hasta aquí llegaré? ¿Por qué mi padre nunca me dijo qué hacer en un momento así en que todo se puede ir al infierno? Allí es donde debería estar, en el infierno, allí le darían a mi mujer el recibimiento que se merece. Si actúo con inteligencia la tendré en mis manos de aquí hasta la muerte misma. La podré chantajear a mi antojo, hacer lo que yo quiera, obligarla a cometer las peores inmundicias conmigo, so pena de… de qué… ¿de denunciarla?, ¿de golpearla?, ¿de mandarla a chingar a su madre? ¡Es ella! ¡Es ella! Ahorita sí es ella. Dios mío, dame fuerzas…

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madre por dignidad, por venganza?, ¿por venganza y dignidad? Y a ellos qué les importa eso. ¿Qué significado puede tener para dos niños de 7 y 9 años la dignidad y la venganza? Carajo, que alguien me lo explique. Alguien como el padre Erasto. ¿Qué tiene ese hombre que te hace sentir bien cuando todo dentro de ti es pecado y peste? ¿Cómo puede alguien tener palabras de consuelo para un pecador? Porque yo he pecado, y mucho. He pisoteado los mandamientos como si fueran jerga de burdel. En los mandamientos me limpio la mierda. Me he limpiado el culo con los preceptos del Señor. Tal vez por eso estoy pagando. He blasfemado, he sido adúltero, he faltado a todas las normas de la iglesia, me he reído del Señor en su cara. Y el padre Erasto siempre me ha perdonado y me ha dado paz y tranquilidad para poder dormir bien esa noche. ¿Me perdonará cuando le confiese que maté a mi mujer, que lo hice por un impulso fuera de control? ¡Ahí viene! No, no es ella. Es una mujer que con toda seguridad también engaña a su marido. Porque de cien mujeres que entran a este hotel, 99 engañan a su pobre,


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el cuento soy yo

Dodecálogo literario Eusebio Ruvalcaba

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Se es original, cuando se es, por el ímpetu narrativo (o ímpetu creativo), siempre ajeno al narrador, no por convicción.

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El escritor que siente que finalmente ha escrito una línea que sobrevivirá se engaña. No estaría en su mano reconocerlo. Exactamente como el amor; quienes se sienten amados se engañan. Y Dios, que es magnánimo, les concederá vida para confirmarlo.

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¿Qué significa concentración en literatura? Significa un mínimo de acción, de desplazamiento innecesario; y significa un máximo de intensidad, que es avanzar hacia dentro, hacia lo más profundo.

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La literatura te pone en contacto con lo peor de ti mismo; la religión, con lo mejor. Escribe.

La carne cruda semeja la pasta narrativa con la que el escritor trabaja. Antes de comerse, habrá de sazonarse y cocerse; tal como lo hace el escritor con las palabras que las deja al punto. Conforme se cuece, aquella carne desprende el olor que inevitablemente despierta el apetito; de algún modo, se está a punto de comerse algo que fue un ser vivo; exactamente igual, conforme el escritor avanza, su trabajo desprende el olor de lo prohibido, que inevitablemente invita a leerlo. Porque el escritor se devora a sí mismo cuando escribe.

Debe haber una jerarquía entre los acontecimientos que se narran en un cuento; de tal modo que el principal desparrame su pulso sobre los secundarios. Mejor entre menos acontecimientos existan. Cuando


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7

El escritor debe sentir en carne propia el rechazo editorial. Debe ponerse a prueba a través de negativas constantes. Cuando los escritores se quejan de que no hay quien los publique o de que las editoriales les cierran las puertas, deberían dar gracias de rodillas de que esto acontezca. Porque saldrán robustecidos de la experiencia. Cuando son verdaderos. Pues escribir, el acto de escribir, nace en contra de algo, contra lo mejor que cada uno de quien escribe tiene dentro, que es quedarse callado.

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El escritor debe carecer de propósitos, de cometidos, de ambiciones. No debe proponerse nada. Ni conmover, entusiasmar o producir belleza. No debe ser presa de ningún deseo, porque escribirá para satisfacer ese deseo. Ni siquiera escribir por escribir. Es el único modo de eludir las complacencias.

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Los escritores que se toman en serio ven su nombre escrito en la historia de la literatura. A partir de ahí la literatura los estará educando. Ya no son como son. Sino como la leyenda que quieren ser.

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El escritor se siente enormemente complacido cuando deja volar su imaginación. Nada más peligroso para un narrador. Cuando su imaginación vuela, escribe los ejemplos más conmovedores de la estulticia.

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En literatura, el triunfo es mero espejismo. De ahí que el mejor lector es aquel que desdeña a la literatura. Entre la literatura y la vida hay semejanzas felices. Se da un paso, y otro, y otro más, y así sucesivamente hasta darle la vuelta al mundo y regresar al punto de partida. Del mismo modo, se escribe una palabra, y otra, y otra más, y así sucesivamente hasta terminar un libro, que es quedarse exactamente en cero, es decir, en el mismo punto en el que ese libro se originó. Porque el escritor ignora lo que ha hecho, desconoce el secreto de lo que ha hecho. De ahí que en la vida, y en la escritura, lo importante, lo verdaderamente importante, sea el viaje.

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los acontecimientos son extraordinarios apabullan al escritor. Entonces se quiere poner a la altura de lo que narra. Y siempre la vida le quedará grande. Como una gabardina cinco tallas más grandes.


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Sin embargo, pregunto

«Escribir: como picar piedra, y cuesta arriba» —Entrevista a Eusebio Ruvalcaba—

Thais Herrera/Carlos López

E

nsayos, novelas, cuentos y artículos periodísticos dan cuenta de lo heterogénea que es la escritura de Eusebio Ruvalcaba, un literato que escribe desde sus entrañas, porque asegura que se siente primero hombre y luego escritor.

—Sus cuentos van por caminos de angustia, dolor, son situaciones reales fuertes, crueles, mucha falta de compasión. ¿Por qué piensa que su escritura toma ese camino? —Yo creo que en un momento dado, el escritor es un receptáculo de lo que acontece a nuestro alrededor, un depositario de la vida que lo rodea. Uno observa, mira la realidad y lo que la realidad le da. Yo siento que la realidad me dice escríbeme, y lo que veo es dolor, sufrimiento y desconsuelo. De ahí que esas son las temáticas sobre las que escribo. Por supuesto que en la vida hay un ingrediente de alegría, pero no es lo que me lleva a escribir, al menos en la mayoría de mis textos, no es lo que me motiva a escribir. —Al momento de escribir cuentos, ¿piensa en un supuesto lector?


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—No, yo escribo para mí. Al escribir nunca he pensado en un supuesto lector, porque no me imagino a nadie leyéndome. Me conformo con que mis cuentos se publiquen o editen. Pensar que hay alguien que los pueda leer, para mí resulta meramente utópico. —En sus historias no hay grandes preámbulos, enseguida se llega al punto central. El lector sabe que en pocas líneas se develará el misterio. ¿Por qué de ese modo tan directo? —Creo que el cuento exige una precisión dramática y que entre más pronto el lector esté involucrado en el conflicto, el cuento se hace más fuerte y cobra más valor. Se trata de captar la atención del lector y que no se distraiga. —¿No tiene que ver entonces con formato prestablecido? —No, yo cuando escribo un relato no estoy contemplando los requisitos que tiene un cuento. Eso estaría fuera de mi alcance y me haría perder mucho tiempo. Cuando yo escribo algo es porque me urge contarlo, compartirlo, no pienso en nada más. —Sus historias se desarrollan en un contexto urbano. ¿No le interesa lo rural? —Para mí la ubicación del cuento es fundamental para la historia, y cuando digo eso estoy hablando del entorno en el cual transcurre el conflicto. Si yo

Eusebio Ruvalcaba


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trabajara cuentos rurales tendría que manejar lenguaje rural y yo no conozco ese modo de hablar. Mis cuentos son urbanos porque es el medio en el cual yo me muevo y me he movido toda la vida. Definitivamente necesito conocer el entorno para desplegar las alas y desarrollar una historia. No es que a mí me guste más la ciudad que el campo, tiene que ver con el hecho de sentirme más cómodo con el lenguaje citadino. Ni siquiera se me ocurre trabajar un cuento que acontezca en un espacio rural o una población pequeña. No tengo los elementos y tampoco me lo planteo como un desafío. Para mí el cuento tiene que caer solito y encontrar sus propias palabras. —¿Entonces usted no es de los escritores que van a buscar, a investigar, a leer para escribir un cuento? —Jamás investigo, nunca en mi vida he salido a buscar las herramientas para poder escribir. Muchos escritores lo hacen y me parece muy legítimo, pero no es mi modo de hacer las cosas. —Hay una focalización en los sentimientos de los personajes, no hay una exhaustiva descripción física. —Soy de la idea que se ahonda en un personaje a través de sus emociones, de sus pasiones, de sus conflictos y que eso lo hace universal. Por eso no me ocupo de la descripción de sus rasgos físicos. Para mí es mucho más revelador el alma del personaje y máxime cuando está en contraposición con algo que representa para él un desafío. Me gusta agarrar a los personajes a través de las emociones, un personaje puede tener una cara u otra, para mí eso es totalmente irrelevante. Si pienso en el físico, siento que en vez de acercarme al personaje, me alejo. —¿Cuánto de autobiografía hay en sus escritos? —Mi vida, mis sensaciones, emociones, creencias, miedos, gozos, es la plataforma desde la que parto para escribir, desde allí mi imaginación despliega las alas y vuela. —En este contexto de crisis en el que se encuentran la mayoría de las editoriales, ¿se puede vivir de escribir libros? —En relación a eso, siempre digo que se vive de la palabra escrita, de coordinar talleres, dar charlas, ser columnista en algún medio,


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escribir prólogos de libros. No se vive de las regalías, pero sí de la palabra. —¿Cuál es su relación con las editoriales?, ¿cómo ve el mercado editorial mexicano? —Suelo llevar una relación de paz y entendimiento con las editoriales. Creo que el mercado editorial mexicano tiene encima la bota española. La mayoría de las editoriales mexicanas padecen un complejo de culpa ridículo. —¿Cree en la originalidad creativa? —La originalidad nunca me ha preocupado. Bastante esfuerzo significa escribir para que encima se preocupe uno por la originalidad. En todo caso, la originalidad viene solita. Pero no es un tema que le deba quitar el sueño a un escritor. —¿Cuáles son sus escritores favoritos, cuáles los que más lo han marcado? —José Revueltas entre los mexicanos. Salinger, James Baldwin, Richard Wright, entre los estadunidenses. Y estoy seguro que estoy haciendo omisiones graves. —¿Qué piensa de los escritores que escriben con un propósito, que se toman en serio su papel de intelectuales? —Por regla general su trabajo literario decepciona. No pienso nada de ellos, pero sus libros se me caen de las manos. —¿Sirve de algo llegar a un fin en la literatura? —Creo que el único fin de la literatura es conmover. Y no sé si sirva de algo. Ni siquiera está en manos del escritor hacerlo. —¿Para qué sirve la literatura? —Para reprobar a los chavos en la escuela. Para que los editores crápulas se hagan millonarios. Para enamorar a una mujer. —¿Se arrepiente de algo que no haya escrito? —Sí, de las cartas que jamás le escribí a mi madre. —¿En qué forma literaria se siente más a gusto escribiendo? ­­­La verdad, en ninguna. Lo que escriba me cuesta trabajo. Como picar piedra, y cuesta arriba.


El Puro Cuento, El Puro Cuento, El Puro Cuento, El Puro Cuento

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Al final de la noche Susana Iglesias

A

Para Carlos López, que conoce la noche

l verte sentado derrotado en la barra, pensé en todos esos perros que duermen por la noche cerca del parque Belisario Domínguez, pensé en un perro callejero que persigue el amor que no tiene, ni tendrá; por eso me fui. Nuestro amor alguna noche fue un perro hermoso, más que un dios, salvaje. Voy caminando por

el callejón del cincuenta y siete. Te recuerdo que he muerto asesinada miles de veces en medio de un bar, ahogada en lágrimas y sola, caminando sin rumbo en la noche, marcando tu teléfono que no contesta. Voy saltando las bolsas de basura, he pateado una enorme para abrirme paso en la banqueta, no me gusta caminar en medio de la calle, es la autopista de carreras favorita de las ratas; el ruido de la bolsa crece, ha sonado como si cayera un muro roído por el tiempo... un perro-cadáver ha salido detrás de la bolsa aterrado; soy peor que la mierda, porque en mi intento por hacerme camino lo asusté. Se levanta con gran dificultad, sus patas parecen pequeñas ramas a punto de fracturarse, intenta caminar, después de varios intentos lo consigue; recuerdo las galletas que me dio el señor Valente, pero este perro no necesita galletas, así que me arriesgo, lo sigo, lo rebaso, tengo suerte, me sigue. Camino muy lentamente, es increíblemente flaco, no está tan resentido como para no seguirme, su lentitud mortal me recuerda que esta noche el cansancio de mis manos trata


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al que jamás he entrado de día, siempre de madrugada. Dentro, baila una mujer con una caguama en la cabeza, otros le aplauden, pienso en lo jodida que puede ser la alegría para muchos. También hay una mujer que está llorando en una mesa, sostiene su trago casi de manera heroica, nuestras miradas se enlazan por un momento, pero no quiero verla, pues las lágrimas jamás deben derramarse frente a los extraños. No quiero ver a los tipos que están al fondo, son judiciales. Avanzo,

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de abrazarme para no morirme. Escucho los débiles pasos de ese perro... creo que no te conté de aquella vez que me disparé buscándome el corazón, ahora sabes la razón de esta cicatriz. No te conté de aquellas veces en las que morí debido a múltiples disparos en la espalda, ¿para qué?, no me gusta causar lástima, me da tanto asco como la misericordia. Cuando te quedabas mudo por tantos días, pensé que el amor se medía en lo que no se dice, en los silencios, pero una mañana cuando desperté sola en el hotel Marina, cerca de la calle de Libertad, supe que la desesperación era una manera de negar la verdad, que asumirla nos obliga a aceptar un dolor terriblemente insoportable. Es por eso que el perro sigue caminando, sin rumbo por la noche, ahora soy yo quien lo sigue, de tanto pensar me he quedado atrás. Atravieso el callejón, escucho música que proviene de un sitio

Foto: Carlos López


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una voz que no parece humana me invita a pasar, le explico que no vengo sola, lleva lentes, chamarra azul pálido: «también el perro puede pasar»; regreso los escasos pasos que avancé: —¿Tienes carne? —¿Carne? —Para mi amigo. —Tengo algunas salchichas. —por favor... —Claro. —Una cosa más... ¿sabes?, no tengo dinero. —Nadie te está pidiendo dinero, la mujer en la mesa te está invitando. La miro, ella alza su vaso, me doy cuenta que ese rostro lo he visto en algún lugar, el perro se me ha perdido de vista, salgo a buscarlo mientras el hombre de los lentes deposita una caguama y un vaso en la mesa. Está echado afuera a un lado de la puerta, lo acaricio, regreso a la mesa, bebo a sorbos lentos, me traen las salchichas, me levanto y se las dejó al lado; con la voracidad que sólo puede tener un perro vivo las devora; pido más, en total son cinco platos que significan vivir. La cerveza se ha terminado, no sé por qué te dejé en la barra, me duele... ¿sabes?, preferí la desesperación a la verdad, preferí la desesperación a la farsa, preferí

gritar, hacerme jirones por dentro, dejarte ahí para que aprendieras a sobrevivir. Es tarde, mis ojos se niegan a seguir un momento más así, se rebelan, lloran furiosos como la noche. El perro ha entrado al lugar, se echa bajo la mesa, no me importan los judiciales de la mesa del fondo, sé que estaría dispuesto a dar su vida. ¿Cómo lo sé? Pregúntame a mí; la noche que me encontraste en la calle vagando en República de Cuba y me llevaste a mi casa supe que te defendería de todo mal... pero esta noche algo se ha roto, algo duele tanto que es imposible saber de dónde exactamente proviene el dolor, la realidad es algo tan horrible que opté por la desesperación. Nunca te lo dije, pero son los sueños los que me han librado de la realidad, la realidad es algo tan insoportable como la esperanza mezclada en un trago, más vale no tomarla, es veneno. La música se va apagando poco a poco, la mujer que me ha invitado paga la cuenta, me pide que la acompañe, caminamos por el callejón hasta Amargura, me dice que vive ahí, en el edificio frente a la fuente, el perro camina alerta delante de nosotras. Ella mete la llave, entramos, subimos las escaleras en ruinas, nos


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clavan en el piso. Los autos pasan muy cerca de nosotros, no se detienen... algunos mariachis curiosos nos ven desde los portales. Ningún auto se detiene, siento rabia. Grito con todas mis fuerzas, no sé qué grito, no entiendo lo que grito, no tiene traducción, es la rabia y el dolor que salen expulsados desde algo dentro de mí que pensé muerto. Era color amarillo, un maldito auto amarillo, las placas, las recuerdo; ahora sé lo que busco, corro con todas mis fuerzas por el túnel, los autos pasan muy cerca, tocan el claxon, frenan, sigo corriendo, tú estás en la barra, voy a encontrar el auto amarillo, voy a matar a ese malnacido, le quitaré las llaves, después regresaré por ti. No puedo más, pero sigo, existiré pese a todo, en una noche no muy lejana a esta, no tengo miedo de nada, ni de los autos, ni de la rabia que se apodera de mí. Detendré el auto, recibiré otra vez tu mirada como si fueran las miradas que nunca me has dado, las últimas al final de la noche, una que ya no espera por ninguno de los dos. Sigo corriendo, no me detendré, un perro vivo, el mejor, el más fuerte, está tirado en el Eje Central, a nadie le importa, sólo a mí.

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cruzamos con una pareja de vagos que se ríen a carcajadas mientras llevan en las manos un pájaro muerto. Entramos, me siento, ella saca una botella de anís a la mitad, el perro permanece inmóvil en la puerta, lo deja pasar. Bebemos hasta terminar la botella; recuerdo que no tengo dinero, la plaza es un hervidero, salimos de ahí, un perro vivo y un mujer muerta por sus recuerdos... busco algún rostro familiar, por fin encuentro uno, le pido un paro, veinte pesos, un mezcalito de panal. Camino a la tienda veo a Ofelia, lleva una falda verde esmeralda corta, un saco morado, su cabello es blanco de tan rubio, me saluda, la abrazo, le pido que me acompañe a la tienda, dice que sí... su rostro se descompone, volteo, son más de cinco tipos que claramente vienen por ella, de paso por mí, corremos, atravesamos Eje Central, se escucha un golpe seco, un auto frena colapsando el inmenso silencio, cierro los ojos y veo a Ofelia tendida en el piso, me lo dice el auto que a toda velocidad se aleja, logro ver las primeras letras de la placa, sólo eso, volteo, está temblando, parada en medio de la noche; con los ojos inundados en lágrimas, me mira, después sus ojos se


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Noches que devoran como tigres Susana Iglesias

«

¿Mañana?... no lo sé». Eso le dije al cliente mientras pedía su séptimo ron. Las barras de bar son los sitios más solitarios, quizás por eso me gusta estar tras ellas, de uno o del otro lado, sirviendo o bebiendo un trago. No hay nada que me guste

más que sentarme en la barra y beber un buen trago sin pensar en nada, ni siquiera masturbarme. No pienso en nada mientras camino a casa fumando cigarros imaginarios, la realidad es que ya no fumo, la ausencia de mi cajetilla es notoria, la ausencia del amor también; después de todo, siempre fui una tipa solitaria, un poco triste, pero muy viva, tanto que si me vieras el corazón podrías asustarte, echarte a correr, como tantos. Muchas noches, mientras escucho música tumbada en la oscuridad, pienso en todos los hombres que enloquecieron junto conmigo, en esas noches desesperadas, en sitios amables, en sitios terribles, en el frío cruento en que puede convertirse la noche cuando ya no queda nada. Después que te acostumbraste a una buena compañía y ésta se va, queda algo parecido a la derrota. Tumbada en la penumbra, huelo la noche; veo su inmensa boca abrirse paso en las calles, percibo su olor extraño, algo putrefacto y engañoso, es el momento del día en que no uso lentes oscuros, que no odio al sol, que no me siento extraña ni ajena. A veces pienso en todos ellos y en ninguno en especial, me parecen el mismo, pero con diferentes pantalones, camisas, zapatos; a veces todos me parecen tan diferentes que desearía que todos esos fueran sólo uno o ninguno. Me descubro acariciando esos recuerdos contigo, deseando que nunca se vayan, pensando en tus palabras; nunca podré comprenderlas; vas huyendo de todo, a veces veo en tu mirada un pasado que te hizo polvo, pero que no deseas soltar, te veo tambaleándote sin


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Tu rostro no me trae ningún recuerdo, tampoco tus ojos, me siento mareada, tomó el vaso de ginebra y lo empujo hasta el fondo de mi garganta tratando de descubrir algo; las palabras son realidades sobrenaturales, es en ellas donde tú y yo perdemos todo significado... logro hundirme una vez más en la calma, logro despejarme de este aire enrarecido que me llena de tristeza por tus ausencias, te imagino riéndote de mí, al final de la noche, con un vaso en la mano, fumando... fumando siempre, hablando con tu cigarro, deseando que rías conmigo. Estamos solos.

Foto: Humberto Chávez

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saber adónde ir, te veo furioso golpeando paredes, rompiendo tus nudillos, fracturando más los huesos que te quedan sanos, acariciando perros con sarna con las manos destrozadas; llorando sentando en un parque, no me es posible entender nada, pues todo gira vertiginosamente cada vez que estamos juntos y ese vértigo también nos separa. En estos momentos pienso en ti, quisiera llorar derrotada de amor, como aquella noche y tener una dirección en donde buscarte, pero no sé desde dónde me escribes, tampoco sé muy bien dónde estoy, porque hace día s que me he p erdido.


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Mezcal

Susana Iglesias

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e olvidé para no morirme de nostalgia, sepulté tus ojos lejos de mí para no atormentarme; nunca pude sostenerte mientras te tambaleabas camino a casa; pensar que dijiste «te veo a mi lado sosteniéndome mientras me tambaleo, puedo escuchar tu risa»; se quedaron solos para siempre los rincones de esta ciudad donde tantas veces me refugié bajo la lluvia; «quiero ver llover junto a ti», pero eso era futuro… todos, hasta el más imbécil, sabe que el futuro es algo que no existe.

Estas evocaciones son el tiempo que ya se escapó de las manos, son las posibilidades que aniquiló mi corazón para siempre. No hablaré de los muertos, porque la memoria es un juego siniestro; por un segundo quisiera poder borrarte para siempre de golpe; quizás por eso voy borrando todos los rastros que puedan conducirme de nuevo a tu recuerdo.


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Susana Iglesias

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Vodka save the queen

Ilustraci贸n: Jos茅 Luis Corral

l rey de los atormentados es un impostor; la reina soy yo.


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El danzón perdido de Melo Oscar Omar Kuri Vidal

M

i nombre es Marcos, pero me da vergüenza llamarme de este modo. Un guerrillero sin esperanzas, un apóstol de la religión católica y la cosa que nombra a la protección de los cuadros me dan identidad. Qué revés produce el significado de los signos lingüísticos. Camino solo y me detengo a revisar sin sapiencia un puesto de periódicos sobre la gran avenida de esta ciudad que según, arguyen los mochos, fue edificada por ángeles. No entiendo por qué se les ha pagado simbólicamen-

te así a los ciudadanos de aquella época virreinal, mediante frases aduladoras, bajo la verborrea inventada por políticos seminaristas. No le doy la suficiente importancia al asunto. Cruzo calles aledañas y casi sin darme cuenta llego a catedral. Me busco en una sonrisa irónica. Muerdo una guayaba que viaja conmigo desde hace días. Su olor retoza en mi boca. Me recuerda el día de muertos, ya que apesta a dolor, es pálida y blancuzca como muertos que se encuentran frescos. Asesinato espantoso sin aclarar es la frase que resuena en mis sienes cansadas y que impregna prácticamente a toda la prensa roja. Aquel encabezado ha logrado un efecto fotográfico, reflexiono en tanto prosigo, sin perder el ritmo visual de mis pasos. Me siento en una banca cerca del atrio. No traigo ni un peso para enterarme o desinformarme mejor. Pero traigo en la mochila un «objeto intelectual», concepción estúpida que grito en voz baja, interna, con cierto aliento de moribundo. Me lo regaló mi abuela, es su libro favorito. Se llama Obediencia nocturna, de Juan Vicente Melo. En Veracruz donde viví una larga infancia, luego de que mi árbol creciera hasta los veinte años y me dedicara a recorrer el país, se me quedó tatuada


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escondía. Esto lo realizaba en casa de mi tío Esteban en la hacienda que había heredado de mi abuelo paterno, quien había sido terrateniente y profuso reaccionario de luchas cívicas y sociales. De igual manera que Vicente Melo, estudié medicina, pero no soy tan culto; mi verdadera amante es la música, en particular la que se propaga por el universo popular, además del folclore retro de naciones latinas. Sin embargo, las putas a secas y la vida nocturna en general son parte de mi pelaje. La cáscara impenetrable de mis deseos. Estoy cansado. Esas pequeñas invocaciones al pasado han

Ilustración: Jacqueline Perey

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la costumbre de cargar con alguna obra literaria. Allá conocí al escritor que había sido encantado por la narrativa erudita de paisajes míticos y por la crítica musical. Jamás fui un sedentario. Al contrario, gozo mucho del nomadismo. Aborrezco a los esnobs. Nunca empleo el destino de mis recorridos con cualquier tipo de literatura sino que siempre tengo que explorar el respeto hacia algún clásico hispanoamericano. Por las noches, antes de partir al sueño, quizás hace muy poco, me gustaba hurgar en montones de periódico y entonces hojear revistas para adultos, las cuales yo mismo


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dejado de ser importantes en mi vida. Ahora no puedo dejar la brusquedad, la ira, los deseos extraños. Llevo cinco años de vivir en la capital de las iglesias y los conventos; no leo. Pienso que la literatura se murió el día en que la televisión se adueñó de la memoria colectiva. La publicidad ha tenido cierta culpa, pero al menos esa labor de engaño es divertida. Tengo grandes amigos que se dedican a trabajar en marcas de gran fama, que incluso han patrocinado encuentros de escritores jóvenes por lo regular. Aparte, viéndolo bien, el alcohol me transforma, como les suele suceder a los personajes de Melo. Soy un cíclope ebrio, pero, no lo niego, es algo que me fascina. De hecho, los cíclopes son una especie de tótem mítico que abunda en mis quimeras. Ellos pueden observar cosas que otros no tiene la oportunidad, a veces por complacencia a la desidia, las menos, en mi caso, por falta de dinero. No fumo porque es un vicio que hipnotiza y porque trato de comportarme como una persona que busca estar con los ojos pegados a todo lo que se dice. Aunque escuchar comprensivamente es una profesión que reditúa. Jamás nos reduce el panorama de abstracción. Los

bolsillos tampoco. La música es otro modo de ayudar a la conciencia para salir de sus letargos. Por eso estoy en otra parte, habiendo abandonado a mi abuela y trayéndome unos treinta libros que francamente robé de su casa, donde por mucho tiempo aprendí los hábitos y los correctivos. Robar libros es una acción samaritana. Habrá uno de extinguir cualquier esencia moral que implique el arrepentimiento ante tal empresa cultural. Si Charles Manson hubiera argumentado su filosofía bajo este tipo de ideas, quizá no habría acabado su pedestre vida tras las rejas. De niño, mi abuela me contaba cada vez que pasábamos por aquella rotonda cerca de la estación de autobuses, en la Angelópolis, cuando acudíamos de turistas, sobre una mujer de chongo prendido y vestido de luces, según ella, el más bonito del periodo colonial. El relato me parecía inteligente, descriptivo, y hasta ameno, pero en el fondo lo que me contara no me interesaba. Mi verdad tendría que ser otra. Robar por mero juego, golpear por interés. Pegarle a los demás, en realidad a gente que a veces ni conocía, puede ser afortunado. Jamás imaginé que la llamaran China Poblana y que los dos


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hindú de unos doce o catorce años. Edad que tienen algunas féminas, las cuales circundan al Nereidas, tal vez para pagar sus estudios en escuelas de bajos vuelos. Será por lustros el gran tugurio del rojo nebuloso. El alcohol de las canciones de José Alfredo Jiménez y José José. Donde el ritmo de arrabal se vuelve ópera de rateros y ruleteros disfrazados de seres aburridos. Ya hasta nos conocen policías y teporochos, porque mínimo tres ocasiones a la quincena hacemos acto de presencia. No niego el miedo que me atrapa al entrar a un bar tan pintoresco, pero me distraigo tanto con las gordas, quienes me platican cada vez que pueden sobre sus romances furtivos y poetas de burdel. Yo casi siempre escojo el lugar, la mesa de plástico con el dominó marcado de PepsiCola, donde no necesitamos pedir botella. De auténticos reyes no nos bajan. La rocola pretende funcionar al compás de tacones y risas. Las camisas desabrochadas de los dandis, dispuestos a enamorar a sus doncellas, la mayoría con estrías y celulitis, imprimen el toque guerrero, la ciencia del desparpajo y el mal gusto. En tanto, Manuel, sin falta, estaciona su taxi, paralelo al puesto de tacos, lugar sagrado de las reinas,

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estuviéramos algún día tan cerca del centro nocturno Nereidas, el cabaret por excelencia de mis amigos taxistas, los únicos en los que sí confío. Antes de llevarme a mi casa, cuando el vicio lo amerita, toda vez que provenga de alguna fiesta o reunión, Manuel Ramos a bordo de un tsurito me invita a gozar de la compañía de féminas que naufragan a partir de las tres de la madrugada. Raras veces observo el mal humor que se origina de quien ahí decide hacer parada. No hay grandes pleitos, pero tampoco es un maternal de borrachos. Al Nereidas siempre asisten docenas de señores pasados de los cuarenta años y jóvenes emocionados para ver a sus novias o damas de compañía. Manuel, el negrazo, acostumbra a echarse el trago rápido de tequila y de paso se acaba de entonar la borrachera con otros caballitos. Ante tal situación, pienso cómo aquella escultura encarcelada con una fuente —que representa un mito tradicional de la cultura mexicana— puede convivir con el momento de la aurora, y a unos cuantos pasos, con putitas apasionadas de judiciales y piratas noctámbulos. La legendaria mujer histórica que el virrey marqués de Gelves trajo a la Puebla antigua era una niña


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como a él le gusta decirles; ellas le entran parejo al banquete completo. Sexo y corazón satisfechos para no defraudar a la clientela. Recuerdo una vez a dos mariachis queriendo entrar apresuradamente al Nereidas. Viniendo casi ciegos por el alcohol que habían ingerido en otra parte, repitiendo alguna melodía de Javier Solís, se estamparon contra el pavimento, cosa que a las muchachas más dignas del lugar les sirvió para sufragar los gastos de la vecindad y la parranda del otro día. No es recomendable en este aposento de la hermosa perdición llevar mucho dinero y comportarse como burócrata, músico o pariente de la hospitalidad. Las chicas provenientes de las colonias más pobres de la periferia, cercanas a la central camionera, se doctoran en el baile de la cumbia y la salsa, puesto que muchas llevan buen rato en el negocio de la ficha y la cuba barata. La Corola, la más fea y vieja del lugar, poblana, originaria de la sierra norte, a la que le faltan dos dientes y trae consigo un crucifijo que le cuelga como sus grandes senos, es ama y señora de cualquier ser que la visite. A mí, llega para charlar de sus hijos que no trabajan y de Asunción, su hija que plancha ajeno en una casa de la colonia El

Mirador. No hay ocasión donde no diga que algo se robará su primogénita. La palabra robar se ocupa indistintamente, menester que me molesta un poco. Hace unos días fue distinto, afirmo mientras chasqueo al mismo tiempo que muerdo otra guayaba y alzo la mirada para sentir asco por las palomas que rodean el centro de la ciudad. En la última ocasión que vi a Manuel, se pasó volteando sin rumbo claro como si algo debiera; la paranoia lo seguía. Parecía un niño que no se encuentra consciente de la muerte. Me divierte dilucidar groserías de la imaginación mundana. Manuel es un taxista común y corriente que forra los asientos de su carro con playeras del Guadalajara, este equipo que desde que era un niño se me ha figurado para perdedores, mezquinos y gente de lo peor, para chivatones. No es gratis que en las celdas de este país, la mayoría de los asesinos, jueguen sus pronósticos, apostándole a los rayados de Guánatos. Manuel no deja pasar el momento para estar al tanto de sus amigos, con la diferencia de que al más mínimo timbrazo puedo marcarle a su radio sin que me cobre un centavo. Sólo corre la adrenalina por mis venas aventuradas cuando se


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suyos, claro que lo supe hasta que su cuerpo, arrojado en una bolsa para basura y atado de manos, salió posteriormente en reportes de talla amarillista, en las empresas de los dueños del escándalo barato. No volveré a recordar las frases de mi abuela. Finalmente, me dispongo a comentar la noticia con otros amigos taxistas. Serenos, ríen con la discreción que habría tenido de igual modo la Corola para realizar el encargo. Me lamento por lo sucedido, meneando la cabeza con un soplo parecido que envuelve al vestido colorido de la China Poblana. Una mujer que mucho ha servido a las penas de no saber bailar con la cadencia que necesita el danzón y guardar los más oscuros secretos. El olor a guayaba se confunde con el polvo de otros libros que sigo cargando en la mochila. Camino más rápido de lo normal, mientras escucho a Silvestre Revueltas en el walkman que robé a un amigo antes de venir a Puebla. Pienso que es una estupenda recomendación musical que mi abuela le ha obsequiado a mis oídos. Luego, seguramente mañana por la tarde, volveré al Nereidas, solo, al fin que ya me conocen. Además, pienso que leer a Juan Vicente Melo puede ser divertido, pero oscuro.

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escuchan los ruidos que genera una pistola a la que se le traba el gatillo, sonido muy parecido al de las palomas cuando arrastran el vuelo. Militares de civiles de pronto acechan el Nereidas para presumir su baja estofa y su control sobre los otros enfuscados, los judiciales. Nada del otro mundo. No obstante, me sigo tasajeando la conciencia. Manuel nunca dejó de voltear, como si esperara a alguien. Creo que por eso no ha podido pasar por mí al Callejón de los Sapos y estoy valorando irme en otro taxi a la casa de huéspedes donde vivo. A la mañana siguiente, aquellos ruidos peregrinos y familiares retumbaron en mis oídos como cuando se dice que están hablando de uno. Entonces me di cuenta del poder de persuasión de una puta para servir a las mafias de las rutas y los padrotes, induje sin comprar el periódico. Para eso tengo mis informantes. La Corola resulta que ha sido amiga de matones y mapaches de la política por muchos años. Yo apenas estoy aprendiendo y nunca he traicionado a mis amigos. El negrazo le hacía a la grilla dentro del ambiente del transporte público y en el Nereidas se congratulaban de los logros de estos movimientos. No de los


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De las inconveniencias de sanar Esther Shabot

P

or mucho tiempo no fui consciente de la relación, pero es un hecho que desde que dejé de soñar, quedé como atontada. Bueno, más que atontamiento, era una especie de apatía monumental, de flojera continua que me impedía hacer cualquier cosa que no fuera absolutamente necesaria. Si bien se-

guía cumpliendo con mi trabajo administrativo en la escuela, lo hacía a desgano, simplemente para cubrir el expediente y no traicionar los principios inculcados por mis padres para quienes un ser humano respetable era sólo aquél que tiene un empleo definido, con un sueldo y una responsabilidad ante alguien o algo. Por lo demás, no me sentía ni triste ni feliz, por lo que supongo estaba bien adaptada a ese estilo de vida en el que me hallaba por lo general a salvo de altibajos. Si acaso, mis preocupaciones giraban en torno a las artimañas necesarias para volver a casa lo antes posible, calentar en el microondas alguna comida congelada, y sentarme frente a la televisión a mirar por horas programas de concursos superficiales. No se me ocurría ya hablar con mis amistades de antes (las conversaciones que en un tiempo eran fuente de diversión, estímulo o pasatiempo significaban ahora para mí un esfuerzo desmedido) y tampoco tenía la iniciativa para salir al cine o leer algo más que los pies de foto de la sección deportiva o de sociales del periódico que llegaba puntualmente al zaguán de mi casa alrededor de las seis de la mañana. En definitiva, no estaba yo sumida en esos famosos cuadros depresivos a los que se define ahora como el «mal del siglo», porque ni siquiera manifestaba el menor dejo de melancolía, angustia, o ganas de morirme de plano. Era sólo como si estuviera desnutrida


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el color de ojos que nos tocó en suerte, buena o mala, recibir. Además, podía yo dormir larguísimas horas en casi la misma posición y como un verdadero tronco. Era como si me quedara muerta durante esos extendidos lapsos porque todo era negrura intensa, silencio y más silencio, cero sueños, ausencia total de cualquier brizna de conciencia o inconsciencia, la nada absoluta, en pocas palabras. Ésa era la tónica de mis noches y de parte de mis días durante las prolongadas siestas que solía tomar con el control remoto de la televisión en mi mano y la ventana muda de frente a mi sillón favorito, cubierta tan

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sin estarlo realmente, como si la energía vital me hubiera abandonado a causa de algún misterio insondable que por otra parte, no tenía yo el menor interés en descifrar. En cierta forma había dejado de desear, y como vivía sola y nadie dependía de mí de manera directa e irrenunciable, me podía dar el lujo de pensar —cuando excepcionalmente y por instantes salía de mi sopor— que esa forma de vida era legítima, y que si el destino me había instalado en ella por azar o por cualquier otro motivo, había que aceptarlo como se deben aceptar, a fin de cuentas, los rasgos faciales, los padres o

Ilustración: Francisco Mejía


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solo por una delgada cortina que dejaba filtrar las sombras móviles de mis vecinos pasando o de los árboles meciéndose al compás del viento. Los problemas empezaron con el primer piquete que sentí una tarde en el centro del ojo izquierdo. Venía desde adentro, me aguijoneó por un segundo y desapareció. No le di importancia porque a fin de cuentas había sido como la repentina comezón que a veces puede uno sentir en la punta de la nariz o la palma de la mano. Pero en la noche volvió a aparecer, exactamente en el mismo lugar y con una duración e intensidad un poco más pronunciadas. El caso es que en el curso de los días siguientes los piquetes continuaron, se volvieron más frecuentes y se extendieron para aparecer a veces en la zona del lagrimal o en el extremo opuesto del mismo ojo. Era como un chisguete fino y agudo que presionaba para despegar el ojo de su lugar o para hacerlo explotar como un globo picado por agujas. Al cabo de una semana la situación era ya crítica porque mi ojo era una esfera adolorida, presa de latigazos constantes venidos desde el interior que me impedían hacer con naturalidad lo poco

que acostumbraba. Tuve que empezar a faltar al trabajo y mis noches dejaron de ser tranquilas. Pronto caí presa de un miedo desconocido porque imaginaba que una enfermedad grave se estaba incubando y se asomaba apenas a través de mi ojo convertido ahora en el contenedor de un padecimiento extraño y de inciertas consecuencias. Como desde hace mucho no había tenido necesidad de consultar a un médico, ni siquiera sabía a quién recurrir. Tuve entonces que llamar a Erika, en un tiempo amiga entrañable de la que me fui alejando cuando mi pasividad cambió radicalmente mis hábitos, para que me recomendara a alguien. Su voz al otro lado del teléfono fue fría —no cabía esperar algo distinto después de las muchas veces que la planté—, pero por fortuna accedió con parquedad a darme el número telefónico de su oculista sin preguntarme siquiera qué me pasaba. Lo extraño fue que el doctor Tasevich no encontró ninguna anomalía o padecimiento en mis ojos después de la auscultación. Si acaso tenía —me dijo— media dioptría de astigmatismo en ambos ojos, pero eso no justificaba mis achaques que más que


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hasta entonces sólo habíamos cruzado saludos escuetos no obstante tener ya varios años de vecindad. Éramos tres las personas que esperábamos pasar a ver a don Martín y yo fui la segunda en ser llamada. El famoso Martín no era muy viejo, unos cincuenta y tantos años quizá, moreno, de barba rala y vestido con jeans, zapatos tenis y una camisa a cuadros roja y azul. No puedo decir que me inspirara confianza, tampoco lo contrario. Me sentó en una silla medio desvencijada y comenzó el interrogatorio al que respondí haciendo el historial de las dolencias de mi ojo y poniendo énfasis en que, por lo demás, era yo una persona sana físicamente hablando, sin enfermedades crónicas ni antecedentes de males graves dignos de ser tomados en cuenta. Cuando terminé mi reporte, Martín se acercó con una pequeña linterna a auscultar mis ojos para después sacar de un cajón una esferita de metal gris adherida a un mango de madera. Colocó la esfera en mi sien izquierda y la rodó durante un rato sobre ella, intercalando los rodamientos con palpaciones de sus dedos que sentí tibios y un poco ásperos. Luego realizó la misma operación en la otra

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achaques eran ya avalanchas casi continuas de aguijonazos. Me recetó una gotas por no dejar y me recomendó tomar unas vacaciones, alejarme del estrés citadino y tratar de pensar «positivo». Salí del consultorio dando un portazo, indignada por las tres horas y los 600 pesos gastados para escuchar los eternos lugares comunes de quienes al no tener respuesta recurren a las consabidas frases de «han de ser sus nervios», «intente relajarse» y estupideces por el estilo. Decidí entonces aguantar. Quizá la cosa pasaría sola, se iría tan repentinamente como llegó. Pero nada, nueve días después estaba yo en un cuartucho de tres por tres con las paredes descarapeladas donde colgaba un calendario del año pasado y, un poco más a la derecha, un cromo de una marina cuyas esquinas estaban mordisqueadas por efecto de las tachuelas que seguramente habían sido clavadas sobre el mismo papel varias veces. Era la antesala del consultorio, si así se le puede llamar, de un curandero que me recomendó mi vecino de piso cuando una mañana me vio salir llorando de mi casa y por humanidad o tal vez por simple curiosidad, estuvo dispuesto a escuchar mis cuitas a pesar de que


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sien y, cuando terminó, introdujo la esfera en un frasco que contenía, hasta más o menos la mitad, un líquido transparente, tal vez alguna sustancia química, pensé yo. Casi inmediatamente el líquido se enturbió hasta tomar un color pardo, como si de la esfera se hubiera desprendido arena o tierra. Martín movió la cabeza y frunció los labios en un gesto que parecía significar el descubrimiento de algo; no puedo negar que en esos momentos me puse un poco nerviosa, no sé si por temer una mala noticia o por saberme a punto de conocer el diagnóstico acertado que al fin me liberaría de la esclavitud de los extraños dolores en el ojo. —Señora —me dijo con un tono amable— tengo una pregunta importante que hacerle: ¿qué tanto sueña usted y con qué frecuencia? Porque creo que su mal puede tener que ver con ello. Me quedé desconcertada porque nunca hubiera imaginado un comentario así. —¿Habla usted en serio? —le pregunté—. Efectivamente, hace mucho que no sueño nada, pero, ¿qué tiene que ver eso con mis malestares? Francamente no puedo pensar que tenga relación alguna.

—Pues fíjese que sí, aunque usted no lo crea, me respondió con firmeza. Lo que usted padece es una grave obstrucción del material onírico, que está hecho una verdadera madeja que obstruye el espacio ubicado entre los parietales y los respectivos globos oculares. Por alguna extraña razón, que quizá tenga que ver con una disposición de su inconsciente a reprimir miedos, deseos, angustias, que sé yo, su organismo ha retenido por un tiempo demasiado largo energías que normalmente debían salir a través del mecanismo del sueño. Por lo visto, llegó un momento en que todo eso empezó a ser demasiado pesado para permanecer estancado en tan estrecho espacio y los síntomas no se dejaron esperar. ¿Cómo le explicaré? Es como si se hubiera constipado, no de los intestinos, sino de la cabeza, específicamente de la zona de donde emanan los sueños y, por lo tanto, los síntomas. No sabía qué contestar, sólo se me ocurrió preguntarle: —¿Entonces, qué puedo hacer? ¿Existe algo así como una purga para desalojar los sueños? Martín sonrió. —Por supuesto que hay algo que hacer, pero no se trata


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necesario darle un tranquilizante de antemano para que pueda soportar esta etapa crítica de limpia y desintoxicación. Pero no se preocupe, todo estará bajo control, aunque debo advertirle que con la reaparición de los sueños se revivirán también muchas emociones, sentimientos y deseos que se mantenían sofocados. Me quedé desconcertada y hasta un poco asustada. Había ido ahí por dolencias físicas concretas y resultaba que tenía que someterme a un tratamiento que parecía diseñado para curar adicciones. La verdad me sentí un poco apenada, como si fuera culpable de algún comportamiento pecaminoso que hubiera generado esa «adicción». Además, en ciertos momentos también dudaba de que el diagnóstico de Martín no fuera más que charlatanería. Guardé silencio unos segundos y él también. Se notaba que Martín no tomaría la palabra porque esperaba mi reacción. Entonces dije: —Bueno, si usted cree que así son las cosas, lo intentaré. —Bien, me dijo, escribiendo unas palabras en una hoja en blanco sin ningún membrete —éste es el compuesto que deberá tomar puntualmente

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precisamente de una purga tradicional. Es más bien una especie de enema limpiador consistente en, no me lo va a creer, música de Mozart. La receta es bien simple aunque a lo mejor tendrá que invertir un poco de dinero si no tiene los instrumentos necesarios: un walkman y casetes de música de Mozart, preferentemente para piano u orquesta de cámara. La idea es que diariamente escuche esa música durante tres horas mínimo, pero de manera continua, porque esta comprobado, con base en mi experiencia y la de varios de mis colegas, que existe algo en esa estructura musical específica capaz de desenredar los nudos y obstrucciones oníricas. De repente va a sentir pequeños burbujeos en las sienes y detrás de los ojos, pero no se preocupe; al contrario. Eso significa que los sueños están empezando a moverse y a fluir. —¿Y luego? —pregunté con ansiedad. —Luego viene, tengo que decírselo por honestidad, la etapa de la crisis, porque allá como por la octava o novena noche después de empezado el tratamiento, los sueños van a salir expulsados para aparecerse de golpe mientras duerme y van a ser tan intensos y, tantos, que será


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desde la víspera de la séptima noche a partir del inicio del tratamiento. Es un tranquilizante natural que puede conseguir en una tienda especializada en estas cosas que está en el mercado San Juan. Aquí mismo le anoto la dirección. Al recibir el papel le pregunté por sus honorarios, le pagué y le di las gracias. Era bastante menos que lo que había cobrado el doctor Tasevich y eso me dio gusto, aunque al mismo tiempo sentí un poco de inquietud, quizá por una deformación educativa mía que tiene que ver con frases aprendidas en la niñez, por ejemplo esa de que «lo barato cuesta caro». Algo me decía que Martín había acertado, pero a pesar de estar decidida a probar el tratamiento, no tuve la fuerza para ir ese mismo día a comprar el walkman y la música de Mozart que, por cierto, para mí era bastante indiferenciable del resto de la música clásica. Sin embargo, al día siguiente tomé la decisión de conseguir todo el equipo porque había pasado una noche infame a causa de los pinchazos en los ojos y la sensación de explosión inminente que sentía sobre todo en el izquierdo.

Llamé a mi trabajo y me reporté enferma; me dirigí primero al mercado para asegurarme que efectivamente ahí podía conseguir el tranquilizante famoso, y luego me enfilé hacia Mix Up para comprar el resto. Pregunté a la empleada en qué rubro podía yo encontrar lo que buscaba, y el cajero me mostró distintos modelos de walkmans. Cuando crucé el umbral de la tienda y salí al estacionamiento con mi paquete bajo el brazo derecho y mi mano izquierda tapando mi ojo adolorido, me paró en seco un intenso vuelco en el estómago. Era la primera vez en tres años que sentía algo así, una premonición tal vez de lo que me esperaba cuando saliera de la apatía y la grisura, gracias al proceso que desencadenaría el destape de los sueños. Y aunque una discreta promesa de felicidad se asomó por un brevísimo instante, lo que prevaleció más bien en esas primeras horas antes de empezar la cura fue un intenso sentimiento de nostalgia anticipada por el yo conocido, por ese ser emocionalmente impasible que desaparecería pronto para dejarle el lugar a una nueva y extraña persona que se instalaría de ahí en adelante dentro de mí.


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Adán Echeverría

T

uvo que hacerse la desentendida la noche que Germán llegó a casa con Robin. Preparar la cena, lavar los trastos, sacar los botes de basura, cualquier acción la reconciliaba con esos restos del matrimonio y ella no estaba en disposición de volver a pelear. Mantenía en la mente el último disgusto que su esposo le ocasionara.

Él había prometido llegar temprano a casa para que ella pudiera salir con su amiga Cristina, y esa noche se sentía hermosa para un encuentro femenino, tantas veces retardado. Contaba con una buena carga de plática, café, y que la noche hiciera efecto; las horas pasaban y Germán no aparecía. Días después, como signo de arrepentimiento, llegó con ese perro sabiendo que apenas nos alcanza. Para Silvia no quedaban respuestas en la espuma, al lavar los trastos de cada comida, sino

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Inaugural


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seguir el fingimiento para un hogar a punto de escurrir hacia el fregadero. Germán y su orgullo, más poderoso que los estúpidos jefes que no tenía por qué soportar. A pesar de las cuentas vencidas, renunció al empleo del gobierno para crecer de manera independiente. El poco dinero de la liquidación los invirtió en un negocio que en menos de un año había dejado al matrimonio más quebrado que antes. Para entonces Silvia había conseguido trabajo en el despacho de un compañero de Cristina. Ya Germán tenía atravesada a esa amiga entre ceja y ceja: la muy puta, siempre presumiendo. Él se quedaba en casa prendido al ordenador, trabajando siempre, «coño, crees que me hago pendejo». Silvia tuvo que ceder, era cierto que con un proyecto él podía alcanzar, en un mes, el sueldo que ella conseguía al año. Pero las oportunidades no caen del cielo: su carácter no ayuda, esa pinche manera de querer demostrar ser el gran chingón: La sociedad, muñeca, la maldita sociedad no deja que yo avance. Has dicho tantas veces que use el sistema… Para ti es fácil, preciosa, la putita de Cristina te ha resuelto la vida, sólo

tienes que arreglarte bien, mover el trasero y cuidar que las tetas no se te caigan. No me empujes. Pues no me mires de esa forma que yo soy quien tiene que enfrentar la realidad. La realidad no es andar quejándote mientras yo pago las cuentas, piensa Silvia mientras va separando la basura. ¡Y ese pinche perro!, dónde carajo piensa... cómo cree que lo podremos mantener. Los escarceos femeninos de Cristina tenían a Silvia al borde, ansiaba salir de lo cotidiano. Hacía tiempo que el orgasmo era una ilusión; los resoplidos de jabalí de su esposo y la falsedad de una sonrisa de parte de ella, sonrisa intacta y de alas abiertas: para no resaltar la humillación, cinco minutos y enjuagarse el semen con la regadera. Esa noche Germán llegó hasta las dos de la mañana y la despertó para que ella pagara el taxi. Adentro de la casa, Germán miró la computadora hecha pedazos, los papeles regados por el piso; la sonrisa de triunfo en el rostro de su esposa hizo que el hombre, reconociéndose perdido, se percatara de lo animal de su mirada sobre los ojos asustados de una Silvia cabizbaja, que tuvo que ceder a recogerlo todo, con el


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Seguir hasta encontrar ese poder que toda hembra tiene retenido entre los dientes: dime que soy tu puta, quiero sentirte muy adentro. A Germán le fascinaba esta nueva etapa de su mujer. Era mentira eso de que a las chicas la ternura las derrite; su esposa no lo quería tierno, y él se creía un semidiós cubriendo su cuota de bestia y ángel sobre la piel de Silvia. Los días pasaron y los calores que inundaban el hermoso y endurecido cuerpo de su esposa no cedían, se habían vuelto más intensos. Cuando Germán comenzó a pretextar cansancio, Silvia dio el siguiente paso: no quedó compañero de oficina que no estudiara su cuerpo. La misma Cristina era parte de sus más predilectos sabores. Fue por eso que Germán consiguió un proyecto que lo mantendría fuera de casa. Para Silvia fue el momento de invadir el templo. Cristina y ella se metían entre las sábanas del matrimonio, y todo este remolino de aromas les fabricaba un espanto en cada pared, en cada crujir de dientes; tanto, que hicieron crecer cada vez más los aullidos de Robin, que corría a saltos en el patio de la casa. El olor que transpiraban

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labio roto, mientras el otro se iba al patio a dormir la borrachera. Ella no quiso hablar de divorcios ni separaciones; algo por fin se había caído. Por más que Cristina le brindó su apoyo para que se fuera de casa, ella se negó; quería que el tiempo dejara las cicatrices curarse. Se mantuvo en silencio y pensativa hasta ese día en que Germán llegó con Robin. El enorme animal era como otro ser humano. Se tenía que compartir el alimento con él, dividirlo en partes iguales, recoger sus porquerías. Y para colmo, además de los resoplidos de su esposo, debía asimilar el aullido del perro gimiendo por las noches. Para Germán pasaron los momentos trillados del arrepentimiento: pude matarte, flaquita... para qué discutes con borrachos. Estuvo mal que me provocaras. Si quieres invita a Cristina a salir, vayan al cine, dile que venga a cenar. Silvia callaba. Debía encontrar algo que en verdad la hiciera sentirse dueña de sí. Se puso más hermosa para su esposo; le iba a entregar todo hasta que él dijera basta, y luego se burlaría. No intentaba recobrar algún tipo de reminiscencia romántica, sólo el puritito deseo que le animaba la carne.


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le incitaba los deseos, porque el olor a hembra se escapaba de las sábanas, cruzaba los vidrios, los ventanales, hasta enredarse en la lustrosa piel del animal. Así, bajo el intempestivo instinto de todo predador que no quiere permanecer domesticado, menos cuando el impulso de la transgresión le arranca la tranquilidad, Robin brincó, una tarde, sobre la hembra humana que se paseaba desnuda por el patio, haciéndola caer boca arriba, y poniendo las patas sobre el pecho de Silvia, la penetro con su pene rosado de perro deseoso. Fue la sensación junto con la fuerza del animal, y el poder de la visión de tenerlo encima, de lo repulsivo que le pareció, que Silvia alcanzó el orgasmo, esa muerte pequeña, y luego vomitó. Los aullidos de Robin le hacían rememorar el momento de manera confusa. Recordó que sus gritos de susto cambiaron a gritos de placer; ya el perro ladraba y gruñía con furia protegiendo su presa, ya Silvia se contoneaba con un terrible orgasmo, fruto de la más ingeniosa y nunca reconocida libertad de sentirse hembra dominante. Se imaginaba jadear sobre las rocas de un acantilado, mientras el

oleaje marino bramaba salpicando su rostro. Tuvo que levantarse de la cama para sentarse bajo el agua de la regadera restregándose el jabón, con calma, entre las piernas. El arrebato de los sueños no le dejó lugar para andarse con miramientos. Cada que Germán terminaba sus cinco minutos de gloria y ella cuajaba dentro del abdomen la risa contenida, se metía al baño seguida del perro. Cerraba la puerta para ducharse, se amarraba un pañuelo en la boca para sofocar los gemidos, y se dejaba lamer y penetrar por el animal. Había encontrado la forma de hacer de Robin el amante necesario, y con toda la tradición, la cultura y la transgresión que eso representa se dedicó a cuidar de la adorable mascota. Fue embebiéndose en este placer ajeno, en esta conducta impropia, tan reconocible a través de los tiempos, eterna, desde el inicio del lenguaje, desde las épocas remotas a que Silvia viajaba en cada sueño, con cada espasmo, en cada sentir el aliento denso de su Robin, la corta y lustrosa pelambre de la bestia, esa necesidad de sentirse protegida.


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Carlos Talancón

E

l maestro Li es un monje dispuesto a demostrar al mundo que es posible suprimir el deseo. Ha dedicado su vida a pregonar que éste, junto con el placer, son los motores de nuestras acciones y, por lo tanto, de nuestros sufrimientos. El experimento que a continuación se llevará a cabo tiene como único objetivo dar testimonio de la fuerza mental del monje, que probará haber logrado controlar sus impulsos vitales.

Así, el maestro Li ha convocado a un sinnúmero de reporteros de todo el mundo —de los cuales yo formo parte— a un pequeño laboratorio de la universidad. En estos momentos el monje ya se ha presentado. Salió de una puerta trasera, nos saludó con una modesta inclinación y luego se tendió sobre una lengüeta metálica que lo succionó hacia el interior de un aparato tubular de gran tecnología y gran costo. Ahora el monje yace allí adentro, y según sabemos, han enfrascado su cabeza en un casco metálico del cual se desprenden miles de cablecitos que atraviesan por lo largo y ancho de la maquinaria, se deslizan como lombrices multicolores por entre nuestros pies hasta llegar a su destino: dos pantallas. En una de éstas, la del lado derecho, se transmitirán una serie de imágenes cuidadosamente elaboradas por expertos, que de manera simultánea se proyectarán en el cerebro del monje, de tal forma que estará forzado a verlas así constriña sus ojos o se imagine los montes tibetanos. La de la izquierda quién sabe para qué sirva. El experimento comienza. El cuarto sólo queda iluminado por la luz proveniente de las pantallas. Nosotros, los reporteros, al voltear unísonos para ver lo transmitido, nos quedamos atónitos: vemos

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El experimento del maestro Li


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al maestro Li sentado sobre colosales montañas de dinero; al maestro Li, desnudo, rodeado de tres bellas mujeres también desnudas; al maestro Li manejando orgulloso un Ferrari último modelo; al maestro Li con la boca embarrada de chocolate; y, por último, al maestro Li con todo lo anterior a su alrededor. Al ver tales imágenes comenzamos a cuchichear, pues nos sorprende encontrar al maestro en tales posiciones. Pero, queriendo evitar nuestro cotilleo, ha salido de detrás de la máquina un doctor, experto en neurología, pare decirnos: «Señores, es sólo un fotomontaje» (se escucha un suspiro general en la sala, que más bien es de decepción, y continúa): «han sido imágenes específicamente diseñadas por expertos para avivar el apetito humano» agrega, y tiene razón. Nos ha sido inevitable comenzar a salivar; algunos compañeros se han visto obligados a tomar sus pañuelos para limpiarse el sudor; y yo he tenido que colocar mis manos sobre el pantalón para ocultar la protuberancia que me ha tomado por sorpresa. Pero, al parecer, el maestro Li es inmune. Porque el doctor ya se ha dirigido a la segunda pantalla, donde aparecen una serie de

códigos que no entendemos, y nos aclara que aquello evidencia que el maestro Li ha logrado controlar su impulsos vitales: una pequeña raya que se mueve tímidamente significa que el pulso del maestro late a una velocidad por debajo de la media; y unos puntitos permanecen quietos señalando así que el cuerpo del monje no ha desprendido testosterona, ni dopamina, ni alguna de esas otras hormonas que ya están de fiesta entre nosotros. El experimento dura diez minutos; las imágenes se repiten una y otra vez hasta que son sustituidas por nuevas, de tal manera que no haya duda: no hay cosa alguna en el mundo que logre hacer sucumbir al maestro Li a las pasiones. Una vez que ha terminado, el monje sale arrastrado por la lengüeta al mundo exterior. De inmediato nos acercamos: «Maestro, ¿cómo ha podido hacerle?, ¿cuál es la clave para lograr suprimir el deseo?», le preguntamos, mientras lo rodeamos con micrófonos y cámaras, y entonces el maestro Li se yergue y procura tomar una actitud ecuánime, aunque le es inevitable esconder ese brillo en los ojos, ese brillo que se aviva a medida que le vamos haciendo las preguntas.


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César Rito Salinas

L

os tulipanes no crecen en esta tierra, señores. Cuando las flores a duras penas van creciendo, flor roja, flor en botón humedecida por el rocío de la mañana, llega el marrano güero y la trompea, la rompe, la hace trizas. Nada puede crecer, a plena calle o en el patio, sin que llegue el cuchote longano, el marrano güero, y la trompee. Animal dañero el marrano. Animal mañoso. No puede ver nada bello, tierno en nuestra calle, porque llega y lo destroza, lo rompe.

En otro tiempo la familia de las madres y hermanas, las tías del barrio anunciaban a todo mundo, en el mercado y en el parque, por las calles, con una palangana de barro llena de agua donde flotaban los pétalos encendidos de rojo del tulipán que la niña de la casa salió virgen. Las mujeres observaban los tulipanes rojos flotar en aquella palangana y una pregunta venía a sus labios: «¿Hija de quién?». Así nuestra gente se enteraba por vía rápida del próximo matrimonio, la próxima boda, y preparaba su traje y alhajas para asistir a la gran fiesta. Éstas eran nuestras costumbres y así se agrandaban las familias. Hasta que un día llegó el marrano a trompear los tulipanes del barrio. En un principio nadie se dio cuenta de la presencia del marrano enorme, el trompeador de flores. Había muchos bellos tulipanes rojos en nuestra calle que crecían libres a plena luz del día sin que nadie llegara a fastidiarlos, sin que nadie trompeara las flores. A principios del siglo pasado los tulipanes crecieron hasta que se caían de hermosos. Cuando empezó su maldad el marrano longano, las flores se extinguieron en nuestra tierra. Aquellos tulipanes rojos dejaron de existir. Hoy sólo podemos encontrarlos como plantas de ornato en algunas residencias de acceso exclusivo o como viles tulipanes de plástico.

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Los tulipanes no crecen en esta tierra


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El marrano güero se acostumbró a trompear tulipanes de la gente: en la noche o a plena luz del día. Cuando la gente lo mira y cuando nadie lo ve, descaradote. La gente extraña aquellos tulipanes rojos que hoy aparecen en las narraciones de nuestros viejos, sin que la gente de ahora pueda apreciar su belleza. Aparecen como los mamuts, los dinosaurios, los enormes reptiles: sólo en láminas ilustradas. El marrano güero acecha, ten cuidado. Por estos tiempos el verdadero vicio de ese animal es trompear la flor apenas va embotonando chiquita. Mete su trompa enorme por puertas y trancas, cercas y alambradas de púas. Es un vicioso. No puede ver nada bueno porque luego lo rompe, el muy marrano. A este animal ya se le golpeó, le echaron lumbre y le quemaron la trompa con agua hirviente; pero nada: acecha. Cuando veas pasar en tu camino al marrano longano, apártate; márchate lejos: su presencia en el barrio es la señal de la decadencia de la especie. Representa el vicio y la perdición. Marrano que trompea el tulipán rojo, pequeño, apenas botón. Que corta la costumbre aprendida por nuestras madres, tías, hermanas. Ilustración: Sandra Pani


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Daniel Escoto

P

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ara escribir un tratado que gira sobre la importancia capital de la escalera en la historia de la estética y el pensamiento, el abad ha preparado, desde la mañana, sus útiles de escritura con meticulosa pulcritud. Escribir requiere la misma sobriedad y claridad de mente del hermano jardinero que cuida los frutos y flores del huerto del monasterio, el afán del hermano panadero por alcanzar el punto de cocción idóneo de las hogazas y los pasteles, y la grave devoción del hermano desafortunado a quien toca, cuando alguien de la congregación entrega su alma, inhumar su cuerpo en el cementerio. Pero la monja encargada de preparar los alimentos del abad esta noche ha entremezclado, ocultas entre el ajonjolí y las siete especias de la cena, pastillas que producen un turbamiento general de los sentidos y alucinaciones de índole casi demoniaca. La comunidad se retira del refectorio a sus aposentos, a sus rezos y flagelaciones, y el abad, tambaleante por el efecto de las grageas, apenas puede sentarse con propiedad frente a su mesilla de trabajo, en su celda del ala en reconstrucción del monasterio. La baba que escurre de sus comisuras salpica la vestidura púrpura especial que se ha puesto para esta ocasión. El párpado de su ojo izquierdo tiembla, su pecho se agita, siente un resquemor en la garganta; y su mano tiembla al intentar asir la plumilla y los demás útiles, tan amorosamente preparados esa mañana para el ritual de la escritura erudita.

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Pequeña novela del abad


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2 La monja cocinera, que sobre el catre de su celda se agita inquieta pensando en los efectos del veneno sobre el abad, segura que el primer estadio de la intoxicación debe estar en pleno, solloza quedamente. En la obnubilación del acto tremendo cometido, acuden en ayuda de la joven reconfortantes imágenes de su vida previa a conocer al abad y a ingresar a la cofradía de los monjes y las monjas, en casa de su madre en el valle aledaño al monasterio. Una nodriza, quien asistiera el nacimiento de la monja cocinera y sus siete hermanos, mujer de innegable presencia y poder en el hogar, tenía una hermana, nodriza también y de mayor categoría. Era frecuente que esta matrona de casas reales visitara a su hermana provinciana en la localidad del valle y entretuviera a los jóvenes y niños de la casa con simpáticos relatos de las infancias de gentilhombres. En el esfuerzo de la reconstrucción de estas historias, la monja entra en duermevela hasta que al fin logra pegar ojo. Descansa así un poco la joven, esta vez sin ayuda de las pastillas herbolarias que su madre introdujera sigilosamente en su

bolsillo antes de que partiera de casa e ingresara en el monasterio. Con este recurso había logrado apaciguar los nervios de su hija, desde que un día de niña jugara en el bosque y se perdiera —su sendero de ajonjolí comido por los pájaros— y encontrara un misterioso cementerio inmerso en la niebla, experiencia mística que la convencería de, algún día, adoptar la vida monacal. Sueña nuestra monja cocinera con la vieja nodriza palaciega, esta mujerona parlanchina que amamantó a muchos paladines, entre ellos algunos jóvenes herederos asesinados antes de llegar a ceñir el púrpura. En este sueño, es de noche y la vieja observa calladamente cómo se alza y se hunde el pecho de uno de quienes ha criado, un joven que duerme envuelto en un cobertor, no lejos del crepitar del fuego en la chimenea de la estancia. Alguna vez sus enormes pechos, en ese entonces redondos y bien erguidos, ofrecieron la leche vital a los pálidos labios del mozalbete, quien mañana habrá de contraer matrimonio con una joven apenas núbil. En su sueño, el joven tiene una premonición: será coronado en Roma por el papa y detendrá el avance de los sarracenos.


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Han pasado ya siete minutos desde que el abad desfalleciera por completo sobre el escritorio, su cabeza ceñida de canas volcando el frasco de tinta que mancha sus cabellos y el papel en blanco con un gran círculo púrpura. No ha tenido tiempo de

luchar contra los embates del envenenamiento, recurriendo a las poderosas pastillas que guarda en su arcón, suministradas por un viejo amigo suyo médico de Milán, preparadas en las cortes europeas como remedio cuando cunden las traiciones políticas y los crímenes pasionales. Ya

Ilustración: María Eugenia Gutiérrez

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muchas veces, en años aun más turbulentos, estas capsulillas del tamaño de semillas de ajonjolí han salvado al abad, frecuente blanco de oscuras intrigas monacales, del cementerio. Pero ahora el efecto es irremediable y las visiones colman su mente, saturándola como una urdimbre de demonios. Puede ver nítidamente a un hombre, idéntico en su físico a un primo en segundo grado suyo con quien tomara sus primeras lecciones de teología en una plaza a orillas del Sena. He aquí que este caballero, de quien el abad sabe en su visión ha recién contraído nupcias con una acaudalada marquesa, se distingue por tener un ojo color verde aceituna y otro azul marino, y por su erudición con respecto a los diversos proyectos a lo largo de la historia de la tan anhelada reconstrucción del templo salomónico. Este flamante esposo, reconocido por su amistad con los trovadores más buscados y talentosos, su habilidad para los juegos de azar, su perspicacia e ingenio en la sobremesa cuando se discuten las intrigas de la corte, su sigilo cuando se refiere a las relaciones indiscretas de sus conocidos con campesinas

o pajecillos, está febrilmente enamorado de una mujer recluida, de quien poco se sabe y en demasía se conjetura. Sólo se conoce con certeza sobre su cuerpo siempre cubierto por la hez y la inmundicia, su habla incoherente y la bestialidad de sus exclamaciones durante la noche. El abad sabe nítidamente, a pesar de su corazón monacal casto y el espesor de su propia alucinación, del deseo de este flamante esposo por la loca, hermana mayor de la esposa marquesa, y antaño prometida de un príncipe elector. 4 No sólo verá el joven heredero en su sueño premonitorio las guirnaldas y los banderines de color ocre, púrpura y carmín, ondeantes en las avenidas y calzadas de las siete capitales orientales que recorrerá en su triunfo militar, sino también su mente dormida y delirante mostrará ante sí los pliegos, pergaminos y códices desperdigados en un gabinete donde se desarrolla la actividad del intelecto lejos del ojo avizor de intrigantes y curiosos, un espacio similar al estudio donde el abad trabajara antes de la noche fatal.


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les hacen ver las más arrebatadas visiones dionisiacas, los cándidos y esporádicos retozones de jovenzuelos y ovejas ahí descritos le han generado un público selecto y devoto dentro de la corte de Aquisgrán, ya de por sí exquisito, que goza y consume de éste, el género más antiguo de la novela. 5 El soñado marido de la marquesa, en quien, como se ha dicho, el abad delirante pudiera reconocer como un sosia de su primo en segundo grado, suspira y tiembla de deseo en su lecho envuelto en sábanas de blancor almidonado. A su lado duerme profundamente la marquesa, quien ingiere siete pastillas de color púrpura, receta de comadronas locales, para conciliar el sueño. El hombre, enfebrecido de su anhelo por la cuñada demente (cuyos gritos lejanos rasgan de cuando en cuando la paz de la noche), busca descargar su espíritu en la evocación de una vieja fantasía. La imagen de una utopía donde predomina el estudio de las matemáticas, del arte combinatoria y el estudio de los vientos, ciudades dentro

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Sentado en el suelo, cubierto únicamente por una toga, inmerso en esta confusión de hojas con comienzos de frases, caligramas misteriosos, dibujos a medio terminar con formas inextricables, un caballero erudito, con las palmas de las manos posadas sobre los hinojos, reflexiona sobre lo próximo a escribir. Nuestro joven heredero, aún intoxicado con el carácter profético de este sueño, deduce que este caballero erudito, será uno de aquellos que, con su sabiduría, le asistirá en la corte de Aquisgrán a la reconstrucción de la grandeza literaria de los catulos y los virgilios de la Roma de antaño. He aquí que Roxana es el nombre de pluma bajo el cual nuestro caballero escribe no un tratado de retórica, ni la crónica oficial de alguna conquista, ni un comentario de la lógica aristotélica, sino la más idílica de las novelas pastoriles. La minuciosidad descriptiva de los bosques y huertos que sirven de escenario, la graciosa ingenuidad de los diálogos, la belleza apolínea de que gozan, de la cuna al cementerio, sus héroes y heroínas, los panquecillos deliciosos cubiertos de miel y ajonjolí que comen y las pastillas que


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de gigantescas esferas de cristal, con acueductos donde corren el aguanieve y el moscatel, y torres larguísimas en cuyas alturas el gran ojo del demiurgo supervisa cuidadosamente las actividades de los ciudadanos. En este mundo ideal del miserable enamorado, no existe restricción alguna para el placer de la carne, que se vive de manera vigorosa e incontenible en las calles, el palacio de gobierno, las tabernas, los muelles, las academias y el cementerio. Las pocas leyes existentes sirven únicamente para detener la aniquilación de la sociedad, por extenuación o negligencia acaecidas durante o después de los ejercicios amatorios. Existe en esta utopía una suerte de recinto cerrado, una fortaleza o cárcel, si así pudiera llamársele, de acceso vedado a los ciudadanos comunes y corrientes, quienes tan sólo pueden atisbar lo que ocurre dentro a través de minúsculas ventanas no mucho más grandes que semillas de ajonjolí. En este espacio excluido de las leyes normales vive una comunidad de hombres y mujeres que cuidan hortalizas, tejen, fabrican velas, mantienen establos, hornean pasteles, y en la noche se retiran

a la privacidad de sus aposentos. Vidas donde el placer está compartimentado, servido en finas rodajas, administrado en dosis pequeñas: es en esta fortaleza prohibida donde existe la verdadera perversión de esta utopía del flamante esposo. Los ciudadanos del resto del imperio mantienen este lugar vigilado sin descanso alguno; hablan de él con repulsión y vergüenza, como de una fuente de maldiciones, y esperan alguna día reunir fuerzas para destruirlo hasta sus cimientos, sin posibilidad alguna de reconstrucción. 6 El caballero que escribe bajo el nombre Roxana, quien suele soñar los temas de sus próximas novelas de ninfas, tiene ahora la visión de la siguiente, la definitiva que habrá de resumir las demás. Una joven ninfa, perdida por un oscuro sendero en el bosque, sujeta a mil desesperanzas y tormentos en la soledad de su situación, será asistida finalmente por Diana Cazadora con disfraz de vieja matrona. La diosa oculta ofrecerá a la ninfa, como salvación a su predicamento, la posibilidad de comer una de


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distintas. Elegirá al musulmán como esposo, quien la confinará a un gineceo espléndido (con un gran jardín que el gran señor pone en reconstrucción estación con estación) donde la rodearán otras cinco deliciosas doncellas, cada una con un relato que contar. Más florida y virtuosa que ninguna será la historia de una doncella tártara, ahora íntima amiga de la ninfa. Ambas planearán escapar de la lujosa prisión, y la heroína de Roxana, quien, no olvidemos, posee el don de un ojo prodigioso, podrá dilucidar seis formas diferentes de escape a través del jardín del gineceo, ahora convertido por el musulmán en un fragante laberinto de plantas y árboles extraños. Elegirán las dos amigas un camino secreto de azahares. Sin embargo, ¡oh, desdicha!, no podrá la joven ninfa contenerse con su vista sobredotada y tropezará su mirada con un libro oculto en un estante de la biblioteca de Alejandría, dedicado a las siete más complejas tareas eróticas, que no resistirá en ejecutarla con su amada tártara. Arrobadas por el perfume de los azahares, ambas jóvenes se detendrán a mitad de la fuga para ponerlas en práctica, la más

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dos pastillas: una que aguzará su sentido de la vista en modo exacerbado, otra que multiplicará al infinito su oído. La heroína optará por la gragea de la vista y tendrá, de golpe frente a sí, tres salidas diferentes del bosque: una por una cueva que conduce al inframundo de la corte de Prosperina, donde ella misma escancia un vino púrpura e incita a su corte a los más negros y siniestros placeres; otra una vereda que lleva a la corte de Midas, áurea y resplandeciente, pero donde la joven ninfa, conocedora de su propia lúbrica naturaleza, sabe que no durará mucho sin quedar también convertida en objeto de ornato; la tercera y última vía, un árbol gigantesco desde el cual puede divisarse, aunque muy de lejos, el festín diario celebrado en el Olimpo. Elegirá la ninfa el segundo camino, prometiéndose abstener del tacto del rey. Para vivir en la comarca mídea, hará la triste función de plañidera en cada cementerio de las cuatro religiones presentes en aquel país. Recibirá entonces la propuesta de matrimonio de un cristiano, un judío, un islámico y un adorador de los antiguos dioses, cada uno prometiéndole goces y fortunas


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elaborada de ellas involucrando una lluvia de ajonjolí sobre los vientres. Dormidas sobre la hierba después del atlético ejercicio, no escucharán ni sentirán la presencia del rey Midas, a quien el musulmán ha invitado a regañadientes a su jardín laberinto. El monarca pasará por la vereda de azahares convirtiéndolo todo en oro, incluyendo, cómo pudiera resistir tocar, los tibios cuerpos de ambas huidizas esposas, entregadas en ese momento a un sueño compartido. 7 Una joven madre de familia, ciudadana recluida en la fortaleza de la depravación imaginada por el flamante marido en su sueño utópico, barre el pórtico de su hogar en una calurosa tarde de abril. Su esposo, ministro religioso de la comunidad, se encuentra atareado con unos menesteres del templo; regresará antes del anochecer para cenar con su mujer y tres hijos pequeños. La ciudadana, atontada por el sol vespertino, descansa unos momentos de pie, escoba en mano, cerrando los ojos. Hacen fila para pasar por su mente, como bien sabemos ocurre los minutos antes de caer dormidos,

imágenes inconexas, fragmentadas, episodios vividos durante el día, gérmenes de narraciones. Se ve a sí misma tomando pastillas, apurándolas con un vaso de agua; da de comer ajonjolí a las gallinas; pare siete hijos más; tiene una hórrida visión del cementerio de la fortaleza; dirige la reconstrucción del ayuntamiento de la fortaleza, destruido hace unos días por un fuego; cura con manzanilla una infección en el ojo izquierdo del menor de sus niños; su marido el ministro le compra un vestido color púrpura. La ciudadana se despabila y continúa barriendo. Debe tener la cena preparada antes de que el ministro regrese. Quizá el marido traiga, entre la comidilla del mundo exterior, más noticias sobre el envenenamiento de un importante abad en un país lejano y las razones por las que la monja cocinera del monasterio de la fortaleza haya incurrido en semejante crimen. La perspectiva de conocer más sobre este acontecimiento llena de regusto a la ciudadana. Esa breve emoción, y otras rodajas de placer que salpicarán el resto de su jornada, la harán dormir esa noche el sueño sin sueños, muy similar al de las estatuas.


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Luis Felipe Lomelí

E

lla no sólo supo, sino que vio los cafés llenos, las tiendas, los cines: la gente que reía. Y se usaban preferentemente palabras como «Miami» o «Lennon» en lugar de «globalización» o «poder» —sin darse cuenta de que formaban parte de lo mismo—. Luego le dijeron en la compañía que no portara efectivo, que los asaltos crecían tanto como el miedo. Y así era. Lo de después ya se sabe: ese pasado de semanas se vería tan lejos como cuando los abuelos cuentan de la vida antes del automóvil.

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Postales argentinas


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Desde ahí pudo escuchar los gritos. Los bolud’e mierda, los concha’e tu madre. Los golpes contra las puertas y las personas. Los gritos. Desde ahí, sentada en medio porque los otros cuatro individuos tomaron primero las esquinas del elevador en paro a falta de suficiente energía eléctrica: habían cortado el suministro y la plantita de emergencia de su edificio de departamentos en La Recoleta no se daba a basto para mover el cubo. También escuchó, pero antes, los pasos corriendo del guardia en turno y su voz que decía que pasaran los cerrojos y atrancaran las chapas: aviso inútil. Y nítidos oyó, más tarde, los lloriqueos, los interrogatorios de la policía que había llegado desfasada debido a que los asaltantes igual pasaron tijera por los cables telefónicos y, a esas alturas de diciembre argentino, quién carajos tenía para celulares. Unas horas después, con las piernas entumidas, pudo salir del elevador para mirar su despensa ultrajada: los señores sólo habían robado alimentos y dejado intactos el dvd, la televisión, la laptop... Tres días después comenzaron los cacerolazos.

Cuando por fin les dieron permiso de largarse, junto con toda la inversión de la transnacional en que trabajaban, a Gonzalo le quedaba muy poca gasolina. Tampoco tenían efectivo y las tarjetas estaban bloqueadas, salvo las de cuña extranjera para su uso en internet. Ahí compraron los boletos, en el auto de Gonzalo entraron ella y todos los que cupieron, y de la oficina se fueron derecho al aeropuerto. Desde el avión miraron el coche en el estacionamiento, abandonado, perdido como toda la ropa y los recuerdos que no pudieron pasar a recoger a sus departamentos de La Recoleta, las fotografías que habían llevado desde México, los regalos, la ilusión de vivir en el primer mundo suramericano tornada en la certeza de que ése era el primer aviso de la barbarie.


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arte

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cuente

Vicente Gandía (Valencia, España, 1935-Cuernavaca, México, 2009)

evoca mundos, transmite sensaciones inéditas mediante las texturas y los trazos que genera con colores que surgen de su singular paleta, pero que vienen de muy lejos, de estados del alma, de la memoria, de la contemplación; sus composiciones tienen una armonía cercana a la música que se oye en el espacio sideral, en la noche eterna; al mismo tiempo, arrebata los sentidos con escenas cotidianas que su mirada demiúrgica vuelve únicas cuando revela el misterio del arte, que está en todo lo que nos rodea.


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Interior con mantel estampado, 1981 acrílico/tela 100 x 120 cm

• Luna y tulipán, 2004 acrílico/tela 100 x 120 cm

Reunión de personajes en una geografía, 1975 acrílico/tela 100 x 150 cm


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arte


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• Ventana con pedestal, 2001 acrílico/tela 250 x 150 cm


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arte Tríptico de lirio, 1986 acrílico/tela 100 x 240 cm


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Dos sillas, 1988 acrĂ­lico/tela 200 x 200 cm


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arte Y la nave va, 1966 acrílico/tela 100 x 120 cm

Camino a L'Escala, 1988 acrílico/tela 100 x 400 cm


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Bodeg贸n con florero y cinco peras amarillas, 1996 acr铆lico/lino 100 x 120 cm


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arte La visita, 2003 acr铆lico/cart贸n 40 x 50 cm


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Bodeg贸n con peras, 1999 acr铆lico/tela 100 x 120 cm


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arte Bodeg贸n en rosa, 1987 acr铆lico/tela 100 x 150 cm


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Peras y limones, 2002 acrĂ­lico/tela 80 x 120 cm

Ventana con pasto verde, 2002 acrĂ­lico/tela 120 x 120 cm


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arte Florero negro, 2001 acrĂ­lico/tela 120 x 120 cm


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Bodegón magenta, 2000 acrílico/tela 100 x 120 cm

Jardín con lirios, 2000 acrílico/tela 100 x 160 cm


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arte Pi単a y luna, 2002 150 x 200 cm


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• p. 79 (arriba) Jardín, 2000 acrílico/tela 150 x 200 cm

Luna desencantada, 1994 óleo/tela 140 x 131 cm


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Salvador Márquez Gileta

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ue en los tiempos en que andaba el run-run de los narcosatánicos, ¿se acuerda? Por ese tiempo empezaron a aparecer muertos por todos lados, niños de brazos con el pecho abierto, porque les habían sacado el corazón, unos novios arriba de un carro que los encontraron sin ojos y aquella pareja, ¿se acuerda?, seguro que leyó en los periódicos que los hallaron muertos en la carretera a Manzanillo junto a Periquillos, en el fondo de un pozo, todos moreteados, heridos y magullados que dizque porque los habían torturado. Ei, fue por esta época que aparecían muertos por todos lados. La gente andaba asustada y

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Nuestra Señora del Tívoli


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decían que dizque querían los corazones y los ojos para refacciones de niños gringos, que se los arrancaban a la gente y luego se los llevaban en cajitas de hielo seco. Sabrá cuál sería la verdad. Que tráilers con niños congelados a quienes les habían sacado todo lo de adentro y los rellenaban de marihuana como si fueran payasitos o monos rellenos de aserrín, pobrecitos de sus padres, decía la gente, y les tenían consideración. ¿Los policías? Bien, gracias; ahí estaban parados afuera del palacio de injusticia, muy hombrones ellos con la metralleta en la mano, allí sí se sienten muy chichos, porque nomás están parados, luciéndose, sintiéndose como cuicos de esos que salen en la televisión. Decían que Carlos, pero, ¿usted no conoce a Carlos, verdad? Le voy a decir quién es: Carlos es un cabrón, qué digo cabrón, cabronsísimo. Nadie sabe de dónde vino, nomás apareció ahí de pronto; que dizque era chilango, decían unos, que no, que de Guánatos, decían otros, en fin, nunca se supo de dónde llegó el desgraciado, a lo mejor se le escapó al mismísimo diablo del infierno, porque eso es lo que era, un malparido, malnacido

y, perdóneme usted, pero es que le tengo tanto coraje. Pos éste tal Carlos luego supieron que era el que se juntaba con el gringo que se hacía pasar por masajista y que dizque era el que mataba a los difuntos y el que contrataba a los que compraban los órganos. No, no de esos órganos que sirven para las iglesias, órganos como decir corazones, ojos, riñones, todo eso que con el Tratado de Libre Comercio se va a exportar a los yunaites. Pos ya le digo de este Carlos; sí, es el mismo que agarraron en la escuela Morelos, la primaria que está junto al teatro Hidalgo, vendiendo marihuana a los muchachitos, y es que él es muy guasón, si hasta humor tiene el hijo de su puta madre, decía que porque así los niños aprenden mejor, y ellos se creían del cabrón como si deveras. Pos este güey, ya le digo, vivía en el Tívoli. Por si usted no sabe dónde queda el Tívoli, le voy a explicar, porque a lo mejor no ha pasado del otro lado de las vías y, por si no lo sabe, del otro lado vive gente. Claro que usted no lo ve, porque tapan los vagones esos desperdigados en las vías, y por si tampoco lo sabe, hasta en esos vagones viejos vive


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quedado dormido sobre las vías del tren y que lo había despedazado; no fue así, estos desgraciados lo mataron, lo torturaron, quién sabe cuántas cosas le hicieron y luego, riéndose, lo acomodaron sobre las vías para que así la gente no supiera que habían sido ellos. Pos ya le digo que este Carlos, que hasta hipócrita era, porque nomás se venía diciembre y con él la temporada de la Virgen de Guadalupe, Nuestra Santa Madre, y él, que le intelige al dibujo, había pintado un telón donde aparece la santísima Virgen, madre de todos los mexicanos, la pintó así como la que está en la Basílica, la que se le apareció a Juan Diego, y también el hijo de la chingada puso a la Virgen morenita con los ojos entrecerrados, con sus manos juntitas y en sus pies un montón de rosas, tan bien dibujadas, que hasta parecen de verdad, porque las roció con diamantina, si hasta eso, es ocurrente el méndigo. Y allí las señoras retrataban a sus hijitos, vestidos de inditos a los pies de la Guadalupana, y allí les tomaba la medida el cabrón y veía cuál servía para cuál, que si éste tenía los ojos que le habían pedido, que si aquel se veía sanote y de buen corazón, que si éste

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gente apeñuscada que sabrá Dios dónde hacen sus necesidades. Pos por allá vivía este cabrón que le digo, porque allá estaba en su mero mole, y es que como la policía no entra por allá, porque allá los matan, aquello es un nido de rateros y marginados y él estaba feliz, porque le vendía marihuana a todo el mundo y sabía todo de robos y asesinatos, porque había una banda allí de muchachos, de esos rebeldes que se dedicaban a matar gente, usted no se acuerda, porque casi ni se mencionó, pero en esos tiempos aparecían muertos albañiles y mecánicos, los hallaban allá solitos entre las breñas; estos desgraciados los mataban por pura diversión, los espiaban, los esperaban hasta que salían bien turulatos y con el «vente, acá tengo una caguama» se los iban llevando y nunca más los volvía a ver vivos la gente; como eran hombres pobres nadie los reclamaba, nomás el periódico sacaba que «cadáver de un hombre de identidad desconocida fue encontrado cerca de la zona roja...», hasta allí; si después iba la familia a reclamar al numerito nunca se sabía, porque eso no dicen los periódicos. También, por esos tiempos se supo de un viejito que dizque se había


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chapeado seguro tenía buen hígado, fíjese nomás. Para qué le cuento si nomás de acordarme hasta se me revuelve el estómago. Pero, pues ya esto le gusta a uno, aunque sea para desquitar el coraje. Eran los tiempos en que mataron al Cochiloco, ¿se acuerda?, que quedaron muertos en una calle de Guadalajara el Cochiloco, su hija, el chofer y hasta un perro que iba pasando. Pobres, los dejaron como cedazos entre el reguero de sangre. Decían que el Cochiloco era bueno que porque les daba cosas a la gente, que iba a las escuelas de niños pobres con camiones cargados de ropa, juguetes y comida y que allí les repartía a todos ganancias del negocio que ahora es de políticos y sus compinches, al que se dedican gobernadores y presidentes ayudados por el heroico ejército. ¿Ah, verdad que sí sabe de cuál hablo? Pues ya le digo, el gobernador decía que él no conocía al Cochiloco este y luego ¡zas!, que van sacando en el periódico la foto en la que está hasta abrazando al cabrón, los dos riéndose de la gente, como diciendo «pobres pendejos, ni saben». Pos, ya le digo, el gobernador éste hasta narcosatánico era, porque me dijo el que estaba haciendo

huelga en el jardín, sí, ése, el de las mantas pintarrajeadas, que ni escribir sabe el pobre, pero que dizque le está pidiendo al gobierno que lo reinstalen, ¿usted cree que lo van reinstalar? Pos cuándo, digo yo. Si bien que le hicieron para correr tanta gente que sólo entraron corriendo los diputados a refundirse en el sótano del palacio legislativo para firmar la ley esa en la que corrían a tanta gente y eso porque ya estaban aventándoles la puerta y se querían meter y hasta golpearlos. ¿Que cómo se enteraron? Quién sabe, porque ya ve que en Colima todo se sabe. Habían dicho que sólo el gobernador y este diputado que era el que presidía la legislatura eran los únicos que sabían; pero, pues no eran los únicos, porque al día siguiente que ordenaron a los diputados que se presentaran y llegaron todos muy cambiaditos sin saber ni qué, ya estaba ahí el gentío y vieron que unos diputados corrían para un lado y para otro y los que alanzaron a meterse firmaron lo más aprisa que pudieron aquella ley que comenzaba diciendo: «En beneficio del pueblo de Colima, yo, el gobernador…». Usted ya se imaginará la que se armó. Ah, pero qué le estaba diciendo, ah,


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acuerda? Del barco aquel que dizque traía cajas con molinos de café. ¿Cuáles molinos? Venían las cajas retacadas de coca, no, no de refrescos, de esa otra que parece azúcar, usted ya sabe de cuál le hablo; pues ya le digo que traía diez mil cajas y en cada caja una bolsa de a kilo, y si el kilo está más o menos a cuatro mil... échele lápiz, usted que tiene tiempo y le intelige a las cuentas. ¡Ah! Pero le estaba platicando del tal Carlos. Pos él se fue, y luego usted ya sabe, cuando alguien se va por un tiempo a la gente como que se le olvida lo que hicieron y pos por fin un martes me lo hallé, ¿y a que no se imagina dónde? Pos sí, en el Rancho de Villa. Allí estaba el fulano, yo no sé si pidiendo perdón o dando gracias, traía un escapulario colgando y más abajo un montón de pencas de nopal que hasta la sangre le escurría y con tanta devoción ponía ojos de borrego ahorcado que algunas viejitas hasta se soltaron chille y chille. Yo como que sentí una cosa fea, aquí adentro, y pensé «deveras, este cabrón está hecho a la imagen y semejanza de Dios, o Dios a imagen y semejanza de éste cabrón, y si es así, ya nos cargó la chingada». Y es que en Colima

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sí, del otro gobernador, que dizque es narcosatánico, porque le tomaron fotos donde está en una casa de Guadalajara vestido como gran sacerdote el jijo de siete, y yo no sé si sea cierto o sólo esté hablando de coraje, porque lo corrieron, porque también me dijo que hasta joto es y que se iba a las Islas Revillagigedo para que no lo viera nadie y que allá se daba gusto. «Hay fotos, y se está besuqueando con los marineros, borracho y encuerado. Yo lo vi». Las vería o no, quién sabe, pero eso me dijo. ¡Ah!, pero le estaba contando de Carlos; pues sí, Dios los hace y ellos se juntan. Se halló con el Cochiloco y que dizque andaba entre los guaruras que traía bien armados con rifles y metralletas que les compran a los mismos soldados, porque ha de saber usted que ellos mismos se las venden, si no cómo es que pueden traer armas que sólo pertenecen al ejército, ¡ah!, ¿verdad? Se lo dejo de tarea. Pues ahí tiene que este cabrón entró a trabajar con el capo, que dizque cargando la droga porque en esos tiempos llegaban barcos copeteados de cocaína, luego, ya que se murió, nadie iba a recogerlos; por eso ahí en el Chimborazo se quedó tanto tiempo la droga, ¿se


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todo puede suceder, «Colima tierra de oportunidades», dicen las calcomanías que la gente le compra a Paco Ceballos, el viejito ese que se quedó en su tienda, detrás del mostrador, viendo pasar la historia, y así, sus cosas se fueron haciendo viejas también, del año del caldo, y vende sombreros viejos, zapatos que ya ni se usan… Pero, ¿qué le estaba platicando? ¡Ah!, sí, le estaba hablando de Colima, «bella tierra de palmeras donde los hombres son putos y las mujeres chancleras». Y yo tan inocente, lo oí por primera vez en la primaria Miguel Hidalgo, que es en la que estuve, porque por la tarde era la Victoriano Guzmán y era para puras niñas, turno despertino, decían ellas y me metían en un mar de confusiones, porque en todo caso el turno despertino debería de ser en la mañana que es cuando uno se despierta y se levanta para ir a la escuela, pero, en fin, ellas le llamaban turno despertino y ni quién las sacara de ahí; pos ahí tienen que regresé aquel mediodía corriendo para preguntarle a mi mamá, porque las mamás siempre lo saben todo, su destino es ser sabias y hacer de comer, y así la encontré, como todos los mediodías, haciendo la comida y,

sin más, se la solté: «mamá, ¿qué es chanclera?», y ella sin extrañarse, así como para no hacer la cosa más difícil (y como toda madre encierra un detective, si no cómo van a saber dónde se esconden los chiquillos cuando no los hallan), preguntó: «¿dónde aprendiste esa palabra, hijo?». En la escuela, le contesté; es un verso, mira: «Colima bella tierra de palmeras donde los hombres son putos y las mujeres chancleras». Sé fue corriendo para reírse dentro del baño, porque sabía que si me celebraba el chiste se lo iba a repetir a todo buen cristiano y vecino que quisiera oírme y por eso cuando se hubo apaciguado salió y me dijo, así como si no tuviera mucha importancia, como de mucho mundo: «son mujeres que les gustan las otras mujeres. Pero no repitas eso, porque son malas palabras». Así aprendí que hay palabras buenas y palabras malas, que las palabras buenas son para la gente buena y las palabras malas son todas para este cabrón del que les estoy contando. Ah, y qué les decía de Colima, pues sí, que el dichito tiene razón, porque, si no lo saben, Colima, y Colima quiere decir usted, yo, nosotros y ellos y ellas también, ya le digo,


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como si estuviera en éxtasis; si hasta parecía San Ignacio de Loyola y la gente se apartaba para dejarle paso; quién sabe qué rezaría, qué le estaba pidiendo al Señor de Rancho de Villa, que de todos modos creo que ni se lo iba a conceder, porque este cabrón puras cosas malas pide y aunque los alacranes le pidan alas, Dios no se las da. Si hasta parecía la pura verdad, así tan humildito, yo les contestaría: «no se atengan, porque este cabrón es de cuidado». Fue por estos tiempos que lo conocí. ¿Que cómo me fui a volver a encontrar con él?, pues por las suertes africanas, porque hay suertes negras y son las africanas y suertes blancas y son americanas. Yo ya lo conocía de vista. Para mi mala suerte, me lo tuve que encontrar porque regresó el inocente angelito, devoto del señor del Rancho de Villa, para enviciar jovencitas y, usted ya sabe, vivimos tiempos tan malos que muchas de estas muchachitas son fáciles de corromper. ¿Que cómo? Pues con dinero. Los pobres están tan deseosos de todo, ropa, diversiones, que nomás les suenan la morralla y solitos se bajan los chones. Pos sí, ya le digo, se dedicaba a enviciar muchachitas, pero esto yo

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Colima tiene el primer lugar en el consumo de cerveza, ¿que cómo se lo quitamos a Sinaloa y a los otros estados del norte?, muy fácil, tomando. Tenemos, también, el primer lugar en enfermedades venéreas, ¿que por qué?, ah, pos porque los colimensos somos muy promiscuos, ¿y qué quiere decir promiscuos?, eso que dice el famoso dichito. Tenemos también el primer lugar en madres solteras, en enfermos mentales y vamos por el de suicidios en jovencitos y jovencitas, y es natural, porque, ¿cómo se puede vivir en una ciudad así? También, tenemos muchos bisexuales; si tenemos el primer lugar o no, eso no se sabe y es que a la gente casi no le gusta hablar de eso y por si usted no lo sabe, un bisexual o una bisexual es aquel o aquella que lo mismo se mete con un hombre o una mujer con tal de salir del apuro. Ni amenazas de infiernos, ni de sida, ni de «te vas a volver joto» han servido para que la gente se asuste; todos, cuando los hallan, ponen su carota como diciendo «qué quieres, aquí me tocó nacer», y como si eso no fuera una razón suficiente, o a lo mejor lo es, se van detrás del que sigue. Pos ahí estaba el tal Carlos con los brazos abiertos en cruz y


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no lo sabía, lo supe después para mi mal, porque el hijo de la chingada te daba a un grupo de niñas de esas que andan en los centros familiares, porque, si usted no lo sabe, en Colima a todos los bules se les llama centro familiar, y es que ya borrachos todos somos como una familia; pos ya le digo estos botaneros están llenos de jovencitas que la pobreza ha echado a la calle a buscarle a la vida y en uno de estos centros familiares la hallé, ¿a quién?, pos a quién ha de ser, a ella, a la Thalía, el amor de mi vida. No se llamaba Thalía, se llamaba Josefina, pero se cambió el nombre porque «hacer la vida» es como entrarle al teatro, se necesita un nombre de artista; deveras que era bonita esta mujer. Cómo viene a encontrarse uno de viejo lo que no halló de joven; de joven nunca conocí a una mujer así de bonita, aunque le pedía a Dios, la deseaba; pero no, nunca apareció; apareció ahora ya de viejo, por una razón muy sencilla, porque de viejo uno tiene dinero, de joven no, y uno de nuevo es como muy romántico, y romántico quiere decir que uno quiere que se las den sin pagar; válgame, cómo se le ocurre a uno, si eso es lo único para vender que tenemos todos,

las nachas; ya mero que las vamos a dar gratis. Pero de joven uno es así, romántico, por no decirle de otro modo. Pos a Thalía la conocí una noche que andaba de parranda con unos compas. Allí estaba junto con las otras, todas niñas que parecía que acababan de salir del colegio, y es que como estos lugares son siempre de diputados y senadores, pos nadie les dice nada de que por qué tienen a estas pobres trabajando allí, si unos dicen que hasta cárcel tienen para los que no pueden pagar la cuenta. Pos sí, ahí estaba con aquellos que ni me acuerdo quiénes eran, pero pues han de ser los mismos con los que me junto a diario, no conozco otros, cuando se me arrima y me dice: ¿bailamos? Y que empiezan todos a darme carrilla: ¡papacito!, y ¿de cuál te untaste? Pos yo creo que los de a cien, de esos que les dicen venaditos, los billetes de juguete que hacen ahora. Pos total que bailamos y platicamos y quedamos en que nos íbamos y nos fuimos al Villa Vera, que está a la salida a Pihuamo. Yo tenía seis años cuando llegamos por esta misma carretera de allá de Pihuamo; veníamos todos en el camión de mi tío con las pocas cosas que teníamos, unas camas,


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uno, el que puse ya casado, por la Veinte de Noviembre, y luego los otros, y de ahí pal real, porque no es por presumirles, pero de ahí salió para comprar casa, camioneta, y ya ven que hasta parabólica tengo. ¡Ah!, pero les decía que ahí conocí a Thalía. Después del antro, fuimos al Villa Vera y qué gusto nos dimos, pobre de mí que ignoraba en lo que me estaba metiendo, ya sé que les dije que Thalía era bonita, pero me quedé corto, me gustaba mucho, era güera, porque se pintaba el pelo y usaba unos vestidos muy a la moda, siempre elegante, nunca se quitaba las zapatillas y hasta cuando estábamos solos en el hotel caminaba de puntitas, sus talones nunca pisaban el suelo, como si fuera de esas bailarinas de ballet. «Quisiera tener mucho dinero, pacas de billetes». ¿Para qué?, le contesté: «No sé, para nada, para echármelos encima, o quemarlos», y me hacía sentir mal, porque yo nunca iba a poder darle aquello, sólo lo que podía. Desde la ventana del hotel, desde las calles, o si usted se sube a la azotea, puede ver los volcanes, siempre juntos, ¿cómo pueden estar juntos si uno es de fuego y el otro de nieve?, tan contrarios, tan distintos... muy fácil, porque

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todas cayéndose, un ropero descuadrado, cobijas rotas, y yo traía un perro abrazado al oso, que fue lo único que nos heredó mi abuelo, la casa no, porque ya la habían embargado, los muebles ya todos se los habían llevado cuando empeñó la yunta; dice mi padre que se murió de tristeza, pero pos qué hacían los demás, seguirle, no hay de otra; mi abuela estaba sola y había que mantenerla; pero bendito sea Dios que no nos ha ido tan mal, decía mi padre. Veníamos todos muy contentos y entramos a la ciudad y me sentí como si entráramos al cine, a una película, y allí estaba el rey Colimán, para recibirnos con su minifalda, así como que va a bailar un zapateado, y yo pensando qué chicho, aquí los hombres usan naguas y hasta nos paramos para ver de cerquita al rey y por más que me arrimaba para ver si traía calzones, me daba vergüenza voltear para arriba, porque mi mamá me estaba viendo y como que adivinaba que yo quería verle las nalgas al rey; al fin pudo más mi curiosidad que mi mamá y levanté la vista y nada, no tenía ni paloma, ni pompis, como le dicen ahora; ahí nomás se ve un molote como pañal cagado. Ah, qué desilusión; el primero fue


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en Colima todo lo que es contrario tiene que estar junto: una prieta con un güero, un caliente con una que no siente nada, una pobre con un rico aunque estén en pleito, así como Thalía y yo, si no, dígame usted cómo es que puede estar un viejo feo como yo con la más hermosa de las jovencitas, nomás porque ella es pobre y yo tengo dinero. Por estos tiempos tocan mucho esa canción que dice «quiero salir a beber, un cigarrillo fumar…». No te apasiones, Pablo, me digo yo solo, ya no eres un muchacho para que no te des cuenta que ella está contigo nomás porque le pagas. Si no tuvieras dinero, ya mero que se iba a fijar en ti. ¿Que no te ves en el espejo? Viejo, panzón, pelón y con los hijos ya añejos. Pon los pies en la tierra. Pero ese otro que es más listo que yo, aunque soy yo mismo, nunca está cuando ella aparece, con sus vestidos claros, vaporosos, con sus uñas largas, su cara pintada: «dame para el salón de belleza», «ocupo unas zapatillas», dame para esto, dame para lo otro, siempre pide y pide, y yo que no puedo decirle que no a nada por puro miedo de que se me vaya a ir con otro, con alguno de esos narcos jóvenes que andan todos los días estrenando

camioneta nueva. Con ella estaba todas las noches en el Capricornio. Sí, el salón ese que está en la salida a Manzanillo, nomás para bailar y tomar; ahí fue donde veía que a veces se salía: «espérame aquí, no tardo», y yo pensaba que se iba al baño a pintarse o algo, y una vez la seguí. Fue entonces cuando vi que le entregaba el rollo de billetes que le acababa de dar yo, que dizque porque tenía que pagar los abonos del refrigerador y la televisión. Se los dio al güey en lo oscurito y él la besó y le dio una nalgada. Regresé lo más rápido que pude, ya me había dado cuenta de todo, así que éste cabrón la padroteaba, el gigoló, chulo, cinturita, hijo de siete chingadas. Qué coraje sentí, pero me aguanté. Cállate, Pablo, me volvió a decir el otro que no era yo, el que aún no está tan loco, ¿nos vamos hija? Y ella dijo que sí. Porque a lo que había ido ya lo había cumplido. Ya en el hotel, le dije con palabras muy cariñosas: «mira, hija, esta vida no te lleva a ningún lado, yo te puedo poner casa, darte dinero, ya ves, ¿cuándo te he fallado? Si puedes, te quedas ahí y me esperas, yo iré lo más pronto que pueda. Ya ves, nunca te he engañado, desde un


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que no conozco, pero me imagino igual de desalmado que él. Yo me le quedé viendo, así, feo, y él como que sintió la vibra, porque me gritó «¿soy o me parezco?», y yo le contesté: «la vista es muy natural». Se me dejó venir como cuete y yo me di el parón. Todavía está macizo el desgraciado, la mera verdad es que sí me entró miedillo, está más nuevo que yo y luego yo con mi compadre, que ya estaba ahí borracho, bebiendo y con la panza de fuera, de mucha ayuda iba a ser. Yo creo que se acordó de lo que me decía mi mamá de chiquillo, que hay que respetar a los mayores, porque no sé si se acuerden que en esos días habían cerrado el botanero Las Cazuelas, porque habían matado a uno ahí, ¿se acuerdan? Que era joven, de veintitantos años, y que le empezó a gritar cosas a un viejo, señor ya grande, chofer de los amarillos, para más razón. Total que este muchacho se paró ahí, delante de todos cacheteó al pobre viejo y luego, riéndose, se fue a sentar. El chofer se salió y al poco tiempo regresó nomás para vaciarle la pistola; ahí sentado lo dejó para pelarse y nunca lo volvieron a ver, porque no ha vuelto de allá donde se anda escondiendo. A lo mejor

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principio te dije que soy casado; pero eso qué, si tú quieres, no te va a faltar nada». Se quedó como pensando, mirando por la ventana; pero era como una prueba, porque yo dije entre mí: A ver quién puede más, si este cabrón o yo. «No, así estamos bien», me respondió; y yo ya no le insistí. «Quién te crees, una diosa tan hermosa que con el tiempo se marchitará…». ¡Ah!, cómo cantaba esa canción; todo el día, la oía y la oía, para ponerme más borracho. Thalía traía una amiga, la Wendolyn le decía, porque también ella misma se cambió el nombre, porque creo que se llama Rosa. Vivían juntas y es que en esa vida se necesita tener siempre a alguien para más seguridad. A la Wendolyn me la encontraba a veces en la calle, se vestía diferente de Thalía, medio punk, con botas de hombre y pelos parados, quién sabe que le platicaba Thalía, yo creo que cosas buenas, porque sentía como que me echaba los perros, siempre que la veía le pasaba algo de lana y ella me agarraba la mano, así como no queriendo. Pero yo decía no, si le contaba a Thalía, me iba a llevar la chingada. Fue por entonces que me encontré a este güey, en el botanero; ahí estaba sentado con otro cabrón


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éste se acordó y en eso llegó la ley, que por primera vez parece que sirvió para algo y le dijeron «siéntese, señor, o lo vamos a tener que sacar». Su amigo como que le dijo «vámonos», porque yo me quedé ahí todavía un buen rato maliciando que a lo mejor me estaban esperando afuera, pero no, cuando salimos ya todo estaba solo. «No te apures, ya aparecerá, se ha de haber ido de parranda, a la playa con sus amigos». «No creo», me dijo, como que maliciaba algo. Pasaron unos días y hasta se enfermó; entonces sí, yo me empecé a preocupar por la Wendolyn. «Me dijeron que anda en Tijuana y voy a ir a buscarla». «Déjala, pos, total, si se quiso ir, pues qué le vas a buscar». «No, tú sabes», me respondió, tan triste y decidida. Pos yo qué podía hacer, ustedes saben, soy casado y con obligaciones y no iba a dejar todo para irme detrás de ella. La quería, sí, era cierto, todavía la quiero y mucho, pero de ahí a decir que me iría con ella, pues... eso ya no. «Lo que quieras, hija, dinero no te va a faltar, llámame diario a las seis al negocio, para mandarte lo que te haga falta, tú no te preocupes por nada, ya sabes que te voy a esperar». La llevé al aeropuerto,

le di dinero para lo que se le ofreciera, la abracé y la besé y no me importó que ahí estuvieran unos vecinos que saben todo de mí; pero esto no lo sabían y yo hice como que ni los vi. Luego me hablaba a diario para que le mandara dinero al hotel donde se estaba quedando y pasó un mes y dos y nada, que no la hallaba, que le habían dicho que por aquí, que por allá. Yo dije: «ésta ya me está haciendo de chivo los tamales». En eso que agarran al tal Carlos y que lo refunden al bote, porque no sé si se acuerda de algo muy sonado que pasó en la Comercial, de que a una señora le habían robado una niña, chiquita, de brazos, ¿se acuerda? Dijeron que la traía en el carrito y que mientras se volteó para agarrar no sé qué, que se llevan a la niña y la señora vuelta loca que empieza a gritar: ¡Me robaron a mi niña! Que les dan el cerrón a las puertas y a revisar a toda la gente, los policías listos, sin dejan salir a nadie y en eso que le dice una empleada: ¿Sabe qué, señora? Que un tipo se metió al baño con una niña chiquita y no ha salido. Que se dejan ir los policías, despacito, con la pistola afuera, porque así los han enseñado que


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ella, una tal Wendolyn, está internada en el manicomio de Ixtlahuacan y que ella le dijo, que pos, Thalía, la pobrecita, la habían matado en Tijuana, ¿cómo ve?». Más tardó en decirme que yo en arrancarme con la camioneta. No, no puede ser, decía, se han de haber equivocado, mi Thalía no puede ser; pero sí era. Arriba del cerro, está el Hospital imss-Coplamar, dice en la entrada, de un solo piso, y ahí pregunté por ella, por la Wendolyn. Rosa, les dije. Me respondieron que si yo era pariente o por qué quería verla y que a esas horas ya no se admitían visitas. Entonces que pregunto por María Elena Saldívar, la enfermera que le platicó todo, que yo era compadre de su vecino y pos que quería ver a la muchacha. «Mire, ella está muy mal, apenas y se le entiende. Por tratarse de usted, y como un favor muy especial, lo voy a dejar que la vea; pero por muy breve tiempo. Acuérdese que ella está enferma y que no puede salir de aquí hasta que no esté completamente desintoxicada, hasta entonces la van a dar de alta». La seguí por un pasillo largo. «Espérame aquí», dijo, y se fue para regresar con la Wendolyn. Cuando ella me vio, se rio y le

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se debe hacer, y que lo sacan con todo y niña. Ya le había cortado el pelo y la había dejado pelona y le había cambiado la ropa, para que la mamá no la reconociera; pero sí la reconoció y si no se lo quitan yo creo que ella hubiera matado a este cabrón. Y pos ahí está todavía, en el botellón. A ver para cuándo sale. Luego, ya le digo, Thalía dejó de escribir y me fui pa’bajo. Tomé y tomé. Pasé una semana borracho hasta que paré en el seguro con suero y todo; deveras que me puse malo y es que, como no sabía nada de ella, pues ya me andaba: «ahora sí que la chingamos, qué voy a hacer solo», dije. Entonces, cuando apenas estaba saliendo, que me dice mi compadre: «Compadre, ¿cómo se siente?». Bien, compadre, le dije. «¿Aguanta que le diga algo, compadre?». Pos sí, dígame; al cabo, de todos modos tengo que saberlo. «Pos ahí tiene que una vecina, María Elena Saldívar, y pues, ella me dijo que Thalía ya se nos fue». ¿Ya se nos fue? ¿Qué quiere decir? ¿Que ella se fue para algún lado, como decir a los yunaites? «No, quiere decir que se murió». Sentí que un dolor se me clavaba en la boca del estómago. «Fíjese que esta muchacha que se juntaba con


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dio gusto, la enfermera nos dejó solos, ahí en las sillas del pasillo. «Me quieren matar», me dijo la Wendolyn, temblorosa y con la vista como perdida, «estos cabrones, me quieren matar, sácame de aquí». Apenas y le pude entender lo que me decía; parece ser que este cabrón del Carlos se la había vendido a la mafia, a ella, la Wendolyn, con el pretexto de dizque trabajar de artista, haciendo películas, y al final lo que hizo sí fueron películas, pero porno. «Me tenían encerrada, me golpeaban, me inyectaban droga y luego me obligaban a hacer aquello con perros, ¿tú crees?». Y se soltó llorando, así quedito como si tuviera miedo de que pudieran oírla. «Entonces llegó ella, Thalía, quién sabe cómo me halló, iba con otro que la ayudaba, como que ella le había pagado y ahí como pudieron me sacaron; pero entonces se armó la balacera, mataron al muchacho que iba con nosotros. Thalía traía pistola y mató a uno de los cabrones y salimos corriendo». Afuera, abajo, se ve el pueblo con sus calles desteñidas y yo oyendo el sonsonete de su voz, imaginándome todo. «Ella y yo nos queríamos, nos amábamos,

éramos como marido y mujer desde los quince años, casi desde que le entramos al talón, mira…», me enseñó un montón de cartas que Thalía le había escrito, cartas de amor, «pedazo de mi corazón, cielito, reina de mi vida». Quién sabe cuántas cosas le decía y que se suelta llorando. «Toma los boletos», me dijo, «y este dinero, por si te hace falta, y nos salimos del hotel donde le habían dicho que el vuelo a Colima salía ya casi. Se veía muy bonita, con el vestido, aquel verde, el del cuello blanco de encaje, el que le compraste en Guadalajara y traía zapatillas blancas…». Se veía tan sola Wendolyn, tan desamparada, que la tuve que abrazar, o a la mejor yo estaba igual; permanecimos abrazados, llorando, porque nos había dejado solos, solos sin su amor. «Sácame de aquí, me quieren matar». Saqué un fajo de billetes y le dije a la enfermera tenga pa’ lo que se le ofrezca. «No aceptamos donativos en efectivo, señor, si quiere donar algo, diríjase al patronato». Ahí están los volcanes siempre juntos, tan contrarios, y siempre uno junto al otro, y yo aquí. ¿Qué quieren? Ni modo, ya estamos aquí y hay que seguirle.


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Flor Aguilera García

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usqué el cadáver por entre las butacas del cine. No había rastros; ni siquiera de sangre... Salgo un poco decepcionada. Que un cinematógrafo —porque esa es su verdadera profesión— venido a crítico musical se desangre durante la proyección de La noche de los mayas sonaba bastante bien como final de la historia.

Hace frío y yo me he puesto una falda negra; larga, pero ligera y con aberturas a los lados, así que tengo prisa por llegar al auto. Me pregunto si aquel extraño personaje que gusta del cine, de la música y del autocontrol yace ahora sobre su cama con su gata lamiéndole la cara. O simplemente vaga por la ciudad con el bolsillo lleno de pastillas y un maxilar inflamado. Salgo de la cineteca y la anciana que vendía dulces de leche a la entrada me ofrece ahora galletas de ajonjolí. En realidad no me gustan los dulces de leche y no me apetecen las galletas, pero le compro. Camino junto al cementerio que todas las noches luce más bien como un estacionamiento cerrado. Tengo que cruzar Churubusco esquivando conos, letreros, máquinas y el ojo lascivo de los trabajadores; hace un tiempo que la ciudad completa parece estar en reconstrucción. El escenario es tan surrealista como la idea de que alguien que sobrevivió a su infancia en una escuela de legionarios pudiera morir por un raquetazo de squash. Luego de siete calles llego por fin al auto; «Stuck in the middle with you» suena en el radio, que enciendo después de abrocharme el cinturón. La imagen ficticia del púrpura cubriendo la boca de mi amigo Jack es sustituida entonces por la de Mr. Blonde bailando con una navaja en la mano mientras tortura al policía... Recuerdo entonces la navaja en el baño de Jack y pienso que es hora de disculparme por el raquetazo. Sonrío cuando me doy cuenta de mis ganas de bailar.

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Mutatis mutandis


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Una mirada de infinitas noches Estrella Asse Si regresa el sol, si cae la tarde, si la noche tiene un sabor de noches futuras, si una siesta de lluvia parece regresar de tiempos demasiado amados y jamás poseídos del todo, ya no encuentro felicidad ni en gozar ni en sufrir por ello: ya no siento delante de mí toda la vida… Pier Paolo Pasolini

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iseminadas como piezas heterogéneas de un enorme rompecabezas, fábulas, leyendas, parábolas, anécdotas y aventuras exóticas conforman una de las colecciones orientales que más repercusión han tenido en la historia literaria de Occidente. Tan enigmático como su origen, el contenido de Las mil y una noches arrastra siglos en los que, de manera lenta y progresiva, incorporaron cuentos de distintos periodos y procedencias geográficas, como un ensamble de voces anónimas que prolongaron la memoria de antiguos pueblos en imágenes colmadas de magia, encanto, misterio. El nexo de la obra al carácter popular, producto de una elaboración colectiva de siglos, combina voces que contaron, repitieron y posteriormente se inscribieron en formatos que adaptaron colecciones de


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historia sirve como marco a las demás. Se difundieron, tanto oral como por medio de manuscritos en lengua árabe, aunque se habla de un pasado aun más remoto que se vincula a la tradición de los cuentos populares indios. El título de Las mil y una noches desciende de una colección de cuentos persas que se tradujo al árabe, titulada Los mil y un cuentos para indicar que mil se refiere únicamente a una gran cantidad o, en sentido figurado, a un número infinito. Esa primitiva colección cambió cuando se insertó, más adelante, el relato de Sherezada, víctima potencial del rey Schahriar,

Las mil y una noches, de Pier Paolo Pasolini

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historias de acuerdo con las condiciones particulares de distintos territorios y ámbitos sociales. Es por ello que en el transcurso del tiempo existieron infinidad de versiones que circularon independientes hasta constituirse después en un cuerpo definitivo. La agrupación de cuentos de diversos períodos se distingue en la actualidad gracias a los estudios de las fuentes originales que hicieron posible diferenciarlas en categorías narrativas. Robert Mack comenta que el primer grupo de cuentos se consolidó alrededor del siglo x; son de origen persa e incluyen el relato de Sherezada —figura central del compendio—, cuya


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quien logra que su ejecución se aplace, mediante las más variadas historias que le cuenta y que interrumpe cada noche, en la cual iniciará otra para concluirla en la próxima y así durante «mil noches». En el transcurso de los años, Sherezada logra convencer al monarca de su fidelidad por la elocuencia para narrar y por el conocimiento de «libros que había leído, anales, leyendas de los reyes antiguos, historias de los pueblos pasados y sus poetas». Alrededor de los siglos x y xi surgió otro grupo de relatos, originarios de Bagdad, cuna del califato Abbasí, considerado el centro económico e

intelectual del mundo islámico durante el medievo europeo. Los viajes de Simbad el Marino pertenecen a este conjunto de cuentos que tienen raíces en la intensa actividad comercial por mar que tuvieron los árabes durante esa época. Por último, el tercer grupo es el más numeroso y corresponde a cuentos que se originaron en El Cairo; se dieron a conocer entre los siglos xiii y xiv e incluye historias que anexan símbolos y elementos que se remontan a los relatos de tipo folclórico del antiguo Egipto, como estafadores, talismanes, demonios, genios, sortijas y otros objetos mágicos. El rango temporal que transcurrió hasta la compilación total de la obra en la primera versión europea del arqueólogo y orientalista francés, Antoine Galland, arrojó una monumental colección en doce volúmenes que se publicaron entre 1704 y 1711, Mille et une Nuite. En Inglaterra, algunas traducciones se apoyaron en la compilación de Galland, entre las que destacaron la versión anotada de los tres tomos de Edward William


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vigencia perduró como modelo para otros escritores que vieron, no sólo la figura de Sherezada como punto de cohesión entre el arte de narrar por medio de un vasto repertorio de cuentos indios, persas o árabes, sino también como referencia que instruye acerca de otras culturas distintas a la occidental. Como se aprecia, Las mil y una noches guarda un sinnúmero de relecturas, valoraciones que sugieren nuevas ideas, distintas ópticas que han abordado el texto en su amplio contexto histórico, social, mítico o religioso. Frente a una colección de dimensiones inmensas, que incluye un panorama de temas quizás tan extenso como el bíblico, es lógico que admita un sinnúmero de interpretaciones, al igual que adaptaciones a las costumbres locales. No obstante, como afirma Mack, los temas fundamentales —transgresión y castigo, perseverancia y recompensa o culpa y penitencia— permanecen intactos como modelos míticos universales. La antigua compilación continuó difundiéndose hasta nuestros días en distintos formatos, se escucha en adaptaciones musicales, como «Scheherazade» de Rimski-Kórsakov, se ve en un

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Lane (Arabian Nights, 1840), la de John Payne (1882) y en nueve volúmenes la de Richard Francis Burton (1886), que gozó de extraordinaria difusión. Dada la mezcla de fuentes, se llegó a pensar que algunas historias como la de «Aladino» eran producto de la inventiva occidental; inclusive, antes de engarzarlas dentro del mismo marco narrativo, se pensó que eran fragmentos de antiguas narraciones que, inexplicablemente, fusionaron la tradición arábiga con la europea; por ejemplo, el tercer viaje de Simbad cuenta la historia del encuentro de un legendario marinero con un cíclope que guarda similitudes con la aventura de Odiseo y el gigante Polifemo en el libro ix de la Odisea de Homero. Fue común que tal inclusión diera pie a conjeturar si el propio Galland recurrió a la fuente griega para completar el ciclo de esas historias, pero lo cierto es que anterior a su recopilación no existió ninguna edición sistemática o fidedigna en lengua árabe hasta el inicio del siglo xix (la de Calcuta, en 1818, y la de El Cairo, en 1835). En medio de una infinidad de suposiciones, prejuicios e incluso sanciones que se impusieron a la obra por considerarla inmoral, su


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sinfín de películas, en dibujos animados o en la selección de cuentos de los ciclos narrativos como Aladino y la lámpara maravillosa, Alí Babá y los cuarenta ladrones o Simbad el marino que, en una suerte de estructura movible, pueden seccionarse del cuerpo central y completar un círculo acabado en sí mismos. Sultanes, genios y lámparas maravillosas, ritos mágicos, costumbres y leyes conforman el universo narrativo que, más allá del mero entretenimiento y los aspectos humorísticos de las anécdotas, han nutrido la imaginación de lectores y narradores, especialistas y legos que aún escuchan en la voz de Sherezada el cuento de nunca acabar. El eco de sus historias se extiende en innumerables formas de contar, disuelve la frontera entre el pasado nostálgico de viejos relatos y la realidad del presente, teje imágenes de antaño con el hoy, donde el tiempo se colapsa y el mundo que creó la fantasía se hace visible. En pasajes de la vida cotidiana o en la sucesión de escenas insólitas, Las mil y una noches presta al cine sus páginas, se convierte en

un caleidoscopio que permite armar figuras de infinitas combinaciones: una ventana por la que la invención escapa para resignificar símbolos, formas que diluyen las palabras en montajes de sueños. Los de Pier Paolo Pasolini se reconocen por la complejidad que caracterizó la obra del controvertido poeta, escritor y cineasta italiano. Su carrera como director inició en los años sesenta y culminó en 1975, dejando una filmografía que cubre casi una treintena de películas, algunas ya célebres como El evangelio según San Mateo (1964) y Teorema (1968). Sin embargo, la intención primordial es


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Dibujo de Laura Gianetti

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Pier Paolo Pasolini

compartir una breve reflexión acerca de los recursos que empleó Pasolini para la adaptación de cuentos milenarios bajo una perspectiva moderna. Ya que el cuento es materia que el paso del tiempo no endurece, Pasolini siguió las huellas de colecciones que impactaron en la tradición medieval con Giovanni Boccaccio y Geoffrey Chaucer, con las voces colectivas que impulsaron la recolección de miles de cuentos, imprimiendo en ellas el sello de una producción autónoma, en términos de su propia narrativa. Fueron los años setenta el inicio de la llamada Trilogía de la vida que integra el Decamerón

(1971), Los cuentos de Canterbury (1972) y Las mil y una noches (1974), películas que tienen en común una propuesta libre de adaptación, a partir de los guiones que el director escribió. Pasolini descontextualiza algunos cuentos de esas colecciones y ofrece un panorama que bien podría resultar desconcertante para el espectador deseoso de conocer más de los textos literarios. En tal sentido, indagar en la interpretación de estas películas obliga a repasar algunos aspectos que conciernen al contexto ideológico que determinó su creación. En el estudio que realizó Geoffrey Nowell-Smith a la obra de Pasolini, subraya el interés del


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escritor desde los años sesenta por aproximarse al cine desde la perspectiva semiológica, la cual se fundamenta, entre otros aspectos, en su propia teoría del «Cine de poesía». Argumenta que, para Pasolini, la base del lenguaje cinematográfico se encuentra inmersa en la realidad, misma puede dotarse de significados cuando el realizador de la película la transforma en signos. Agrega que Pasolini se abstiene de mostrar una narrativa continua y se concentra en crear imágenes impactantes que, a primera vista, no se relacionan con el realismo ordinario. Lo que subyace es la búsqueda desesperada por una verdad simbólica, casi mítica, una realidad emocional que, en palabras del director, «el hombre moderno ya no puede comprender». Como rasgo común que comparte la Trilogía pero que, así mismo, recorre en general su obra, Pasolini explica en la entrevista de Jean Duflot que su visión del cine como lengua es difusa: «una reproducción de la realidad continua y fluida como es la propia realidad». En cuanto a la realización y al estilo de sus películas, señala que en ellas casi no existe el planosecuencia o que es tan breve que no dura más allá de una simple

acción, jamás abarca una serie de acciones, pues lo sustituye completamente con el montaje. Agrega que en términos lingüísticos su cine es una réplica espontánea de la realidad que, al traducirla en la cinta, la fija en diversos aspectos: una cara, un paisaje, un gesto, un objeto, «como si estuvieran inmóviles y asilados en el transcurrir del tiempo». El cine, dice Pasolini, es un sistema de signos vivos, de signos-objeto que traslada también la poesía y la expresión literaria, que le permite «agarrar» la vida de manera más completa, apropiársela, vivirla al recrearla, mantener un contacto físico, carnal, «incluso de orden sensual». Vista como una celebración al «paraíso perdido» que rescata una sexualidad alegre e inocente, la Trilogía concentra un evidente erotismo que, de forma parcial, deviene de su fuente literaria, pero que Pasolini llevó al extremo, aun cuando tuviera que enfrentar las acusaciones de exagerarlo a grados pornográficos. La trama que recrea Las mil y una noches, última de la Trilogía, enmarca la historia de un joven, enamorado de una esclava, de quien fue separado al ser víctima de un engaño. Pero


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Título original: Il Fiore delle mille e una notte Año: 1974 País: Italia, Francia Lenguaje: italiano Duración: 155 minutos Director: Pier Paolo Pasolini Guion: Anthony Veiller Reparto:

Franco Merli, Ines Pellegrini, Ninetto Davoli, Franco Citti, Tessa Bouche, Margaret Clementi, Francelise Noel, Ali Abdulla

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cuerpo de Pasolini, brutalmente golpeado, se encontró, junto a otros desperdicios, cerca del balneario de Ostia, en las afueras de Roma. Provocador y, para muchos, obsceno, prevalece en ese orbe fílmico la personalidad irreverente que Pasolini plasmó en las constantes de su cine, como un mensaje codificado que insiste en ser descifrado. Pero más allá del intento por asomarse a lo que por momentos parece impenetrable, se dibuja un contorno luminoso que alumbra las miles de noches en un instante visual, en símbolos fugaces que oculta el día, en infinitos recuentos donde la oscuridad encuentra su plenitud.

Pasolini encubre la anécdota original del libro, desprende hilos narrativos que confluyen y se bifurcan en direcciones opuestas. Resalta la sexualidad para revelarla en rituales de iniciación, a través de juegos de identidades en los que el amor es efímero e intercambiable y el deseo y las pasiones afloran y se comparten entre doncellas y esclavos: rostros y cuerpos cautivos de sueños que anuncian presagios. En exóticos escenarios o en callejuelas sombrías se desplazan personajes que enfrentan aventuras fantásticas que se confunden con hechos de la vida real; existencias opuestas que alternan entre lo diurno y nocturno, la vigilia y el sueño, la alucinación y la conciencia. A más de treinta años de distancia con Las mil y una noches de Pasolini, queda aún la incógnita que puso el punto final a su prolífica carrera. En 1975, tras la proyección de su último film, Salò o los 120 días de Sodoma, un crudo retrato que compara el bestial sadismo de la obra del Marqués de Sade con el fascismo de Italia en épocas de Mussolini, transgrediendo todos los límites, la película se calificó como «un documento aterrador, no apto para todos los estómagos». Al poco tiempo, el


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El castillo de Barbazul Rebeca Mata Sandoval

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arbazul es un cuento que escribe Charles Perrault y se publica en 1697 junto con Caperucita Roja, que en su versión original es mucho más violenta que la que conocemos. Pero Barbazul no ha gozado del agrado popular por su violencia y porque a pesar de estar

Grabado: Gustave Doré

dentro de la categoría de cuentos infantiles o maravillosos, el único elemento mágico que contiene es la gota de sangre en la llave de la puerta prohibida que al limpiarla vuelve a aparecer. No obstante, existen cuatro óperas basadas en esta historia. El francés André Ernest Modeste Grétry estrena Raoúl Barbe-Bleue, ópera en tres actos con libreto de Jean Michele Sedaine, en Barbazul


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influencia de las canciones folclóricas húngaras. Las líneas vocales utilizan un parlando rubato que revela la herencia de la canción magiar y refuerza la influencia del lenguaje hablado de manera similar al tratamiento prosódico que Debussy aplica en su ópera Pélleas y Mélisande. Bálasz es un recopilador de folclor, al igual que Bártok, sólo que en el área de la literatura oral. Ambos artistas releyeron el cuento de Perrault, le integraron nuevos elementos simbólicos y lo anclaron a la tradición húngara, ya que en la balada de Anna Mólnar se relata la historia de un personaje legendario parecido a Barbazul. La ópera reitera su peculiaridad al casi carecer de acción dramática, es más simbólica que específica y se lleva a cabo en la sala del castillo que al fondo muestra siete puertas. Bartok escribe una obra peculiar, ya que no tiene una obertura, ni arias o dúos y mezcla elementos simbolistas, impresionistas y expresionistas. El castillo de Barbazul, escrita en 1911, no se pudo estrenar hasta 1918, último año de la guerra, tras muchas vicisitudes. Bartok define los procesos del alma por medio de los colores orquestales y los sonidos extraños. Nos hace

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París en La Comedia Italiana en 1789. En 1867, Jacques Offenbach estrena Barbe Bleue, ópera burlesca en 3 actos con libreto de Henri Meilhac y Ludovic Halevy. Paul Dukas estrena Ariana et Barbe Bleue en tres actos con libreto de Maurice Maeterlinck, en el teatro de la Ópera Cómica de París, en 1907. Estas tres óperas siguen el argumento original del cuento de Perrault en el que el tema es el castigo a la curiosidad femenina que también se ha ligado con la tradición judeocristiana del pecado original o el mito de la caja de Pandora. El castillo de Barbazul, de Béla Bartok, con libreto de Béla Balázs, presenta variaciones muy interesantes. Es una ópera en un acto, es decir, es breve con sólo dos personajes: Barbazul y Judith, la cuarta esposa. Está escrita en húngaro, lo cual le imprime una peculiaridad, ya que en esta lengua las palabras mantienen una acentuación en la primera sílaba. Éste es un punto importante que vuelve problemática la traducción para que se ajuste al discurso musical. La música compuesta por el entonces joven Bartok denota su reciente descubrimiento del impresionismo francés y la fuerte


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respirar un ambiente tenebroso y una atmósfera lúgubre y erótica al mismo tiempo. A lo largo de la ópera tendremos dos temas importantes, la sangre y el amor. El primero aparece cuando se nos muestra el castillo en su interior que suda o llora sangre a través de las paredes. El amor es el tema que vincula a Judith con Barbazul y que hará que el duque abra las puertas. Tras el tema del amor, de forma reiterativa vuelve a aparecer el tema de la sangre, mismo que supone el sacrificio ante el conocimiento y que anticipa el final: la soledad y la muerte. Judith es una joven luminosa y alegre que abandona a su familia y a un antiguo amor para

casarse con Barbazul, quien es un hombre sombrío. Al comenzar la obra, él le ofrece la oportunidad de abandonar el castillo, pero ella se niega. El castillo es así la prolongación del duque y Judith se propone llenarlo de amor, luz y calor con su propio cuerpo. Juntos hacen un viaje dentro de la psiquis de Barbazul y ella lo obliga a entregarle las llaves que abrirán las puertas. Bálasz nos muestra una alegoría: Barbazul es el hombre cuya felicidad está situada sobre aquellas mujeres que ama, pero a quienes no puede retener más que en la memoria. También presenciamos una extraña lucha entre los dos sexos en la que la posible víctima se convierte en victimaria, ya que Judith profana la intimidad de Barbazul y viola el reducto de la intimidad con su propia persona. Barbazul, muy renuente, entrega cinco llaves y cada aposento abierto es un descendimiento en su escala íntima. El primero es una cámara de torturas, las torturas de la vida del propio personaje; el segundo, una armería, las armas con las que lucha cotidianamente el

Béla Bartok


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al aposento. Él entonces se queda solo en la oscuridad, como siempre ha estado. Existe una versión de 1981 en dvd con la Orquesta Sinfónica de Londres dirigida por George Solti, con Sass y Kovats como solistas. En cd se pueden encontrar las grabaciones de la Orquesta de la Radio de Budapest, dirigida por George Sebastian; Orquesta Sinfónica de Londres, dirigida por Itsvan Kertesz, con Ludwig y Berry como solistas, 1999; Sinfónica de Chicago, dirigida por Pierre Boulez, con Norman y Polgart, 1998; y la de la Sinfónica de Londres, dirigida por Antal Dorati con Szonyi y Szérekely, 1962.

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hombre; el tercero, un tesoro ensangrentado porque el hombre no puede obtener nada sin dañar; el cuarto, un jardín secreto, el territorio personal; el quinto, es una campiña con bellos paisajes. Él le entrega a Judith todos los cuartos anteriores junto con su contenido, a cambio de que no abra más puertas. En este momento la escena se llena de luz, pues de cada aposento abierto sale un haz de diferente color y Barbazul se siente agradecido. El duque muestra su interior y le pide que no continúe, que no haga preguntas, pero le permite mirar. Él indica que el resto de las puertas debe permanecer cerrado y le pide un beso, pero Judith argumenta que ninguna puerta debe quedar cerrada para ella. Barbazul pierde así su último reducto de intimidad. La sexta puerta guarda un lago de lágrimas, los dolores de la vida de su dueño. Entonces Judith pregunta por sus anteriores amantes y abre la última puerta. Aparecen tres reinas. A la primera la conoció por la mañana, a la segunda al mediodía, a la tercera por la tarde y a Judith por la noche. Barbazul le coloca una pesada corona y un manto y ella pasa a formar parte del pasado, y regresa con las demás


Naufragio d e A n a Ma r í a Sh ú a

el puro cuento

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Ilustraciones: Javier Muñoz Nájera

¡Arriad el foque!, ordena el capitán. ¡Arriad el foque!, repite el segundo.

¡Orzad a estribor!, grita el capitán. ¡Orzad a estribor!, repite el segundo.

¡Cuidado con el bauprés!, grita el capitán. ¡El bauprés!, repite el segundo.

¡Abatid el palo de mesana!, grita el capitán. ¡El palo de mesana!, repite el segundo.


109 pájaros en el alambre

Entretanto, la tormenta arrecia y los marineros corremos de un lado a otro de la cubierta, desconcertados.

Si no encontramos pronto un diccionario, nos vamos a pique sin remedio.

Moraleja El recuerdo que deja un libro a veces es más importante que el libro en sí. Adolfo Bioy Casares Epílogo Tras el rescate de los tripulantes por una embarcación amiga, el capitán los inscribió a todos en un curso de apreciación literaria, que incluía como lecturas obligadas: Simbad, el marino, La isla del tesoro, Veinte mil leguas de viaje submarino y La odisea, entre otras.


el puro cuento

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colaboradores Daniel Escoto (México, df, 1983) es narrador. Ha sido guionista en Ibero 90.9, Canal 22 y Radio unam. Oscar Omar Kuri Vidal (Puebla, 1978), maestro, ha publicado en Castálida, Alebrije, Alforja y blogs de creación literaria. En 2010 publicó Monoargumento y otros poemas que relatan. Luis Felipe Lomelí (Guadalajara, Jal., 1975) obtuvo el Premio Latinoamericano de Cuento Edmundo Valadés y el Nacional de Literatura San Luis; publicó, entre otros títulos, Todos santos de California (2002), Ella sigue de viaje (2005), Cuaderno de flores (2007). Salvador Márquez Gileta (Colima, Col., 1947-México, df, 1998), maestro, narrador, publicó los libros España, la calle (1995), La más exquisita agonía (2000), La pasión de la señorita Clara Rivas (2001). César Rito Salinas (Santo Domingo Tehuantepec, Oax., 1964), periodista, narrador, poeta, obtuvo el Premio Latinoamericano de Poesía Benemérito de América en 2003; algunos de sus títulos publicados son Teoría de la desgracia (2002), La fiesta de los grumetes (2003), Los capitanes del mar (2005), Una mañana de domingo (2005). Eusebio Ruvalcaba (Guadalajara, Jal., 1951), hijo del compositor Higinio Ruvalcaba, es maestro, novelista, cuentista, poeta. Entre los libros de cuentos que ha publicado destacan: ¿Nunca te amarraron las manos de chiquito? (1990), Jueves Santo (1993), Cuentos pétreos (1995), Clint Eastwood, hazme el amor (1996), Las memorias de un liguero (1997), Amaranta o el corazón de la noche (2000), El sol le hace daño a los ancianos (2006). Esther Shabot, maestra, columnista de Excelsior desde hace 25 años, es licenciada en sociología por la unam.


111 el puro cuento «La memoria es como un perro al que le avientan algo y siempre regresa con más. Éste es el único tema de la literatura y de la vida».

El Puro Cuento felicita a su amiga y colaboradora Susana Iglesias (Centro Histórico, df, 1978) por haber obtenido el primer Premio Internacional de Narrativa Aura Estrada 2009 —fundado por Francisco Goldman— que incluye residencias artísticas en Nueva York, Wyoming e Italia. El jurado que decidió el galardón estuvo integrado por Gabriela Jáuregui, Margo Glantz, Cristina Rivera Garza, Vivian Abenshushan y Mónica de la Torre. La escritora obtuvo este reconocimiento por la calidad demostrada en el manejo de una temática muy sentida que vive a diario y por su prosa desgarrada, desinhibida, alejada de retóricas vacuas y poses de moda. Iglesias sabe para qué sirve la literatura, la conoce, la ha sufrido. Cristina Rivera Garza define a Susana como «una escritora sólida, desparpajada, única, arriesgada». Ella, sin embargo, se considera cantinera (lo que gana, luego se lo va a gastar a los antros), amiga de perros callejeros, a los que da asilo en su casa, peluquera; le gusta la lucha libre, el box, el jazz, el rock; estudió lengua y literaturas hispánicas, pero tuvo la iluminación de abandonar a tiempo la carrera.


El

ocho

El cuerpo de la mujer tiene 8 orificios natura les. La flor de loto tiene 8 péta los. El 8 horizonta l es el símbolo del infinito : ∞ El 8 encierra en su simbolismo autodestrucción, oposición, justicia con pie dad, pasiones violentas, inmorta lidad, castig o. La cifra 888 simboliza el número sa g rado de Jesús en el a lfabeto hebre o. W 64 63

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En cualquier dire cción que se sumen las ocho cantidades del anterior cuadrado (filas, columnas o diagonales), dará 260 siempre (2+6+0=8).




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