El Puro Cuento 6

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el puro cuento

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hay cielo de tonos pastel, sólo grises nubarrones, la magia se fue con ella. Tendré que aprender a prescindir de todo eso. El crimen perfecto no existe, al menos eso dicta la creencia, a saber si inculcada para disuadir a quienes se ven intrigados por el reto. Por más cuidado que se ponga queda un detalle suelto, un recibo de compra, un desfase de horario, los ojos de algún desconocido que luego aparece, un diminuto cabello en el lugar más insospechado; en fin, siempre existe esa evidencia inadvertida que surge encadenando acciones, secuencias y actores. Por eso debo permanecer lúcido y objetivo. Tal vez la mente del asesino no funciona al cien desde que se convierte en tal. Es probable que en realidad sea antinatural matar a otro ser humano, aunque las razones estén apoyadas en sólidos pilares, y que en ese estado el pensamiento sea incapaz de cubrir con eficiencia todas las huellas. Pero, ¿cómo saberlo si no se es asesino hasta que ocurre? Dicen que cuando el crimen fue planificado con meticuloso esmero, el ejecutor cae en dicha categoría, incluso antes del desenlace. Yo no estoy de acuerdo con esa hipótesis, porque invariablemente existe ese postrer

momento para detenerse, dar marcha atrás, especular que sólo se trataba de un peligroso juego mental y continuar la vida como si tal cosa. Yo estuve allí, percibí el filo del que ya no se puede volver una vez superado, y lo crucé. Todavía no digeríamos la cena cuando ella volvió a su sitio en la mesa, dijo que para remendar el ruedo de una falda que tal vez usaría hoy. Desde el cuarto, a pesar de la jerigonza que emitía el televisor, escuché cómo apartaba con cierta violencia los platos y los cubiertos recién usados. Habíamos comido en silencio, de frente, casi sin mirarnos y sin hacer intento alguno por tocarnos. Luchando cada quien contra ese cable de amor y desamor que nos atraía con la fuerza de una repulsión indómita, mientras nos inmolábamos resignadamente el uno en el otro. La verdad es que no iba a lo que dijo ir, pues luego descubrí que ni siquiera enhebró el hilo en la aguja; había huido de la trampa con que nos atrapaba la rutina antes de concluir el día, cuando, sin nombrarlo, intuíamos el peligro de algún roce involuntario en la duermevela. Porque esos roces por leves y aislados que fueran, o quizá justo por eso, solían generar largas horas de


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