El Puro Cuento 4

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Cuentos de • Adán Echeverría • Roberto Ramírez Bravo • Rodolfo Ortega Tenorio

• Dimitrios Vikelas • Elías Venezis • Andreas Karkavitsas

2007

Revista trimestral número



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unca verĂĄs los lestrigones, los cĂ­clopes o a PoseidĂłn si de ti no provienen, si tu alma no los imagina. Constantino Cavafis


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Presentación l término diígima [διήγημα] —es decir, relato de contenido verdadero o fantástico, narración corta o cuento— aparece por primera vez en griego, en vez de historia [ιστορία], en una selección de Bocaccio que en 1797 hizo Spyrídon Vlantís. Pero la Ilustración no fue una época especialmente significativa para el desarrollo del género. Hasta después de 1830, con el Romanticismo, empieza a desarrollarse y a difundirse el cuento en Grecia. Su evo­ lución va de la mano con la circulación de revistas. Las publicaciones periódicas griegas dieron a conocer a muchos escritores, estimularon la producción literaria y lograron que plumas consagradas no dudaran en escribir cuento, ya que esto les facilitaba el contacto inmediato con un público más amplio. Al principio, el cuento seguía los caminos abiertos por Walter Scott o los modelos franceses. El interés por la his­ toria no favoreció el desarrollo de la imaginación, sino que dio lugar a textos cuya acción y luchas no tenían relación con la inmediata vida cotidiana y, a veces, parecían escritos por extranjeros. Dimitrios Vikelas es considerado el iniciador del cuento griego moderno. Es el primer escritor que abandona las grandes composiciones de lo raro y lejano, para centrarse en lo común y real a partir de la representación de la cultura tradicional, sobre todo del campo, en textos breves. Pronto aparecería Georgos Vizyinós, quien con sus largos textos maravillosos inaugura la otra rama, la de las impresiones y recuerdos, tratados de manera que toca los límites de lo insólito, porque desmitifican la infancia y convierten la imaginación en un refugio entrañable. En términos genera­ les, ambos señalan las dos ramas por las que poco a poco el cuento transita y se robustece como género.

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Guadalupe Flores Liera

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Por supuesto, de ser otro el espacio y otro el medio, no se comprendería una antología del cuento neohelénico donde estuvieran ausentes el citado Georgos Vizyinós, además de Zakharías Papandoníou, Georgios Drosinis, Dimitris Kókki­ nos, Grigorios Xenópoulos, Aléxandros Moraitidis, Giannis Vlakhogiannis, Cristos Christovasilis, Pavlos Nirvanas, Andonis Travlandonis, Emmanouíl Roídis, Konstantinos Theotokis, Ánguelos Vlakhos, Aléxandros Rizos-Rangavís, Mikhaíl Mitsakis, Ioannis Kondylakis, Kostas Krystallis, Dimosthenis Voutyrás, Kostís Palamás, Pláton Rodokana­ kis, Melpo Axioti, Galáteia Kazantzaki, Sotiris Skipis, Elli Alexíou, Maro Douka, María Iordanídou, Lilika Nakou, Didó Sotiríou, Zyranna Zateli, Alki Zei, Kostoula Mitropoulou, Stratís Myrivilis, Petros Haris, Ánguelos Tertzakis, Menélaos Lountemis, Stratís Tsirkas, Dimitris Hatzís, Spyros Plasko­ vitis, Andonis Samarakis, Nikos Kásdaglis, Menis Kouman­ daréas, Tasos Roussos, Thanasis Valtinós, Rea Galanaki, Maro Vambounaki, Dimosthénis Koúrtovik, Dimitris Nollas, Petros Tatsópoulos y tantos y tantos otros —que al menos queden así consignados—, porque no habría justificación que valiera ni nombres que pudieran suplir a quienes, además de los antologados, conforman el núcleo, lo más representativo de la producción helénica más reciente. Para esta pequeñísima muestra, elegimos textos que refle­ jan el abanico de preocupaciones y temas tradicionalmente presentes en el género cuentístico griego: la vida del campo, la dura vida del marinero, la de los pueblos aislados de mon­ taña o isleños, la situación de los emigrados, las costumbres, las creencias, las tradiciones, los problemas actuales, la fic­ ción futurística. Tradición y modernidad: apenas un ejemplo de una riquísima producción intelectual; desde autores que inician la búsqueda, hasta los fundadores del género, pasando por cuentistas en plena madurez literaria. El objetivo: ofrecer el panorama de una producción rica y floreciente, así como a los autores y los elementos que la caracterizan.


México, df, 2007

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Índice

2 Presentación Guadalupe Flores Liera

4 Índice 6 Tema central 38 El cuento soy yo 38

Minificciones De las apariencias

77

La danza de los siete velos

Julia otxoa

Vicente Antonio Vásquez

Una estrella para Pedro Angélica Santa Olaya

49

Erskine Caldwell

40 Cuento, luego existo

65

103

Dodecálogo de un cuentista

arte

Cuente

Laura Quintanilla

Las íes y sus puntos 104 ¿El cuento es una cosa del pasado?

104

Alberto Chimal

Cuento gráfico 108 Colaboradores 110

40

Whore Death 2013

43

El caminar de los viejos

48

Ansias locas

66

Las puertas del reino

78

En el charco de tu sangre

83

La libertad absoluta

85

Pablo Carral, pintor

94

La mirada de los peces

98

Soñando la realidad

101

III

Luis Choravski

Armando Mixcoac

Nedda G. de Anhalt

Antonio Ramos

Roberto Ramírez Bravo Antonio Berruga

Rodolfo Ortega Tenorio Adán Echeverría

Manuel Hernández Gustavo Mejía


Grecia contemporánea 6

Semejanza

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El ojo humano

16

La obstinación

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Consuegro

22

La rama tronchada

27

Naufragios

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Padre en casa

Anguela Kastrinaki Giannis Dimilás

Petros Tatsópulos Dimitrios Vikelas Elías Venezis

Andreas Karkavitsas Aléxandros Papadiamandis

DIR ECTOR

C a r l o s L ó p ez CONSEJO DE REDACCIÓN Daniela Camacho, Carlos Adampol Galindo, Oscar Rocha García

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DIS ÑO Carlos Adampol Galindo Editorial Praxis, Vértiz 185-000, col. Doctores, del. Cuauhtémoc, c.p. 06720, México, df , telefax 57 61 94 13. Reservados todos los dere­ chos de reproducción. Reserva de derechos para el uso exlusivo del nombre: 04-2006-100514362500-102. Esta revista no cuenta con el apoyo de la convocatoria Edmundo Valadés para la edición de revistas independientes de ningún consejo ni institución extranjera o nacional, de estado o privada. Masiosare, un extraño enemigo, se topa con el trabajo independiente de quienes aparecen en el directorio. Ventas: 57 61 94 13 elpurocuento@editorialpraxis.com www.elpurocuento.com


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Grecia contemporánea

Semejanza Anguela Kastrinaki

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e parece que la veo constantemente frente a mí, en la calle, en los cruces, doblando las esquinas o mirando los aparadores. Desde el mo­mento en que decidí no volver a verla, es como si el mundo se hubiera llenado de imágenes suyas; formas iguales, movi­ mientos iguales o, lo que es peor: rostros iguales.

La nariz, las cejas, la barbilla redon­da o los cabellos; cosas que consideraba únicas e irrepetibles, como dicen, presen­ tan una propagación escandalosa. Continuamente me engaño y tomo por suyo a otros rostros ajenos. De nuevo, en ocasiones, simplemente me confundo por­ que estoy obligado a enfrentarme tan seguido con su existencia a través de los rostros de los demás. Es claro que injustamente, pero le atribuyo una cierta intención de molestarme. Porque, por otro lado, es extraño el hecho de que no nos haya tocado encontrarnos en tanto tiempo, mientras, como es natural, nos movemos por los mismos lugares. Antes nos encontrábamos por casualidad, incluso cuando nos separábamos por unas cuantas horas. Por eso creo que me evita y se cuida de ir a lugares alejados, a cines de ba­rrio o a restaurantes raros (se estará vengando de mí haciendo des­cubrimientos). Sin embargo, no se conforma con una ausencia total; la conozco lo suficientemente bien como para saber esto. Al


Sin embargo, ¿cuánto puede jugar a las escondi­ das? Incluso si me rehúye, considero inevitable que nos encontraremos. Es cuestión de tiempo, en tanto no se marche de esta ciudad (por supuesto, no tengo una exi­ gencia como ésta). Tengo, pues, continua­ mente en la cabeza la posi­ bilidad de algún encuentro y, así, en tanto lo espero, cada vez me parece lo más lógico. Alguna vez, en efecto, me parece que la veo, incluso en la ca­ra de alguna que no se le parece o que solamente tiene un parecido lejano con ella. Digamos que cuando me encuentro atrás de una abun­dante cabellera castaña con reflejos luminosos a la altura de donde la tenía ella —aunque es probable que

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mismo tiempo, quiere tener control sobre mi presente. Por esto, a pesar de que no tiene, objetivamente, la cul­ pa de todas sus iguales que circulan por la calle, segura­ mente le gustaría saber a qué pruebas me someten a cada dos por tres. (Me pregunto cómo no me había dado cuenta antes de lo común que es su rostro. Me dejé arrastrar con toda facilidad por el mito de la singularidad, a pesar de toda la sensibilidad que se supone que muestro en lo que se refiere a determina­ dos asuntos de originalidad. Aun­que con ella había caído muchas veces en el peca­ do del lugar común: tenía una manera de enredarme en situaciones de película sentimental.)


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se la haya cortado—, pienso inmediatamente que se trata de ella y de nadie más. O un perfil que presenta por un momento una delgada nariz recta o labios un poco apre­ tados y luego una mandíbula fuerte, pero delicada —con una curva impecable—, es­ toy convencido ya de que se trata del de ella. La semejan­ za atrae mi atención de tal manera que me cuesta trabajo distin­guir el distinto marco. Sólo que muchas veces me ocurre que encuentro una semejanza casi total. En deter­ minados lugares, en concier­ tos, por ejemplo —no acudo con frecuencia, pero lo he observado—, los rasgos se­ mejantes adquieren también un aire parecido, dando por resultado una combinación que muy poco se aleja de ella misma. Extraño: mientras más pequeña es la desviación, tanto más fácil la distingo. Hace pocos días, otra vez fue como si me hubiera en­ contrado de repente con su hermana gemela. Se parecían no sólo en el aspecto —en el rostro, en el cuerpo—, sino hasta en el comportamiento. Me di cuenta desde su risa.

Era profunda y nerviosa, como un injus­tificado estalli­ do de alegría. Me volví hacia donde se encontraba, seguro de que la vería. No era ella, pero la otra era tan parecida que hacía casi lo mismo. Por un instante sentí ganas de marcharme del restauran­ te, de ir a buscarla (además, estábamos muy cerca de su casa). Luego vi que sus amigos permanecían abso­ lutamente serenos y me tran­ quilicé. Me quedé a observar a la otra y a su grupo. Era un grupo más bien desteñido: dos hombres, dos mujeres. No parecían pare­ jas, exparejas o futuras pa­ rejas. Más bien parecía que los otros tres conformaban algo así como su corte (tam­ bién la otra acostumbraba cosas como ésta antes de que la conociera): dos amantes efímeros de ella, puede que amigos entre ellos, y una se­ guidora suya, evidentemente inferior. (A lo mejor me estoy vol­viendo exageradamente mordaz, pero me molesta­ ba demasiado su pa­s ado.) Con todo, más allá de las suposiciones, lo que vi con mis ojos fue que, mientras


o quizá movimientos torpes y que vestía el mismo tipo de ropa elegante, pero pasada de moda. La verdad es que cuando por fin se volvió hacia mí, como si quisiera darme una oportunidad de calmarme —siempre sin mirarme, sin embargo—, me decepcionó. La semejanza perfecta se perdía cuando uno veía por entero el rostro. A pesar de que los rasgos seguían re­ cordando a la otra —no pude determinar con exactitud la diferencia—, eran algo así como planos, les faltaba algo de fondo, algunas som­bras y matices más. Esta falta, incierta, pero con todo perceptible, carac­ teriza a todas las que se le asemejan. Porque ya adole­ cen de sobrada compostura, que les añade todavía más normalidad a sus rasgos y un aire intachable y tonto; ya les falta nobleza, lo cual pondría en evidencia, junto con una procedencia cultivada, tam­ bién cierta espiritualidad. (Estas expresiones no me re­ presentan en lo absoluto, pero, por desgracia, no encuentro otras mejores.) Las dos cate­

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ella hablaba, reía, se movía continuamen­te, los otros per­ manecían quietos, mirándola sin intensidad espe­cial, de manera tal que uno dudaba de la razón por la cual ella ha­ cía toda esta representación. Porque su comportamiento era bastante teatral, mientras —a pesar del bajo erotismo del grupo— hacía den­gues y bromeaba y arrojaba hacia atrás su rica cabellera (ésta sí que era toda igual) y reía con la risa de la otra. Me ponía de nervios esta demostración de sus cuali­ dades y, si hubiera estado en mi mano, le insinuaría que hiciera menos teatro, sobre todo frente a una compañía de tan pocas exigencias. Había concentrado mi atención en ella —mis amigos ya se habían dado cuenta de algo— y esperaba a qué hora se volvería ella a mi­rarme. No me favoreció ni siquiera con una de sus miradas. Pero mientras más se tardaba ella en volverse, tanto más pro­ vocativamente la observaba yo —quería hacerla que se volviera— y registraba de­ talles. Así, puedo decir que cometía las mismas torpezas


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gorías me molestan; en oca­ siones, por supuesto, llego a enojarme a causa de esta copia sin arte de sus rasgos, que no sabe transmi­tir lo esencial. Su igual del restaurante, puedo decir que presentaba una relativa, muy pequeña, pérdida de particularidad. Por eso no podía despegar mis ojos de ella y me escan­ dalizaba cada vez más con el sacudimiento de su cabeza hacia atrás o con la forma en que cambiaba sus piernas de posición (sus pantorrillas eran también algo gordas). Sin embargo; la gemela, hasta el final, no se dignó mirarme; o me rehuía obstinada­mente o no se dio cuenta. Por supuesto, me sospechaba lo primero; si por el contrario lo que vale es lo segundo, su parecido es por completo superficial. Con todo, en el único momento acaso en que me distraje, el grupo se escabulló y se fue. Desde un punto de vista, esto era bueno, porque hasta es posible que la hubiera seguido; así, sin embargo, perdí la opor­ tunidad de ver si caminaba también de la misma forma. Por supuesto que no es solamente en lo físico, di­

gamos, en la calle o en los restaurantes, que encuentro parecidas con ella. Porque existen también las fotogra­ fías: diversas formas impre­ sas que pre­sentan menor o mayor semejanza con ella. Éstas no me molestan tanto, más bien me divierten. La primera que descu­ brí fue una periodista que aparecía en una pequeña fotografía junto a su nombre. La fotografía estaba un poco difuminada, pero el pareci­ do era evidente. Recorté la imagen y la estudié (todavía entonces no me interesaba el texto). Al rato encontré a otras en revistas y periódicos; recortándolas he armado una pequeña colección: la esposa de un político, una modelo que anun­cia ropa interior (en el cuerpo no se parece), una joven enfurecida en la imagen de una multitud, incluso una niñita de entre cuatro o cinco años en un anuncio de leche. Me gusta en las fotografías de cuerpo entero, cuando va­ len, recortar el contorno de ella todo alrededor y pegarlo sobre un fondo a colores. Ahora me gustaría que me hubiera que­ dado alguna fotografía de ella


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de una campesinita hecho por un pintor de principios de siglo. Este inocente ser que plasma, con el pañuelo en la cabeza y los colores pálidos, tiene en la orilla de los ojos un jugueteo, algo como un dejo de astucia. Pero el pare­ cido más impresionante está en el levan­tamiento de las cejas en una expresión que la muestra oscilando cons­ tantemente entre la ironía y la inocencia. Ésta es exacta­ mente la expre­sión que me había encantado de ella y me encantaba todavía, inclu­ so cuando comprendí que no era sino una manifestación de su carácter ines­table. Me lo pregunto, aunque el pintor lleva demasiado lejos este jugueteo en la orilla de los ojos. Sin embargo, ya lo lleve, ya no, la pintura es extraordinaria. Mandé en­ marcar la pequeña fotografía en blanco y negro de la obra y la colgué de la pared. Me siento y, con frecuencia, la miro y estudio la expresión. Procuro encontrar la mirada de la joven, pero se pierde ineludiblemente en alguna parte hacia mi derecha.

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misma, para compararla; sin embargo, ocurre que las he destruido todas. (Antes de des­ cubrir a las que se le parecen, tuve la candorosa impresión de que sería posible no verla en absoluto.) Con todo, de toda la colec­ ción, la que se le parece más es una cantante del montón que últimamente se encuentra gozando todo el tiempo de publicidad. A ésta la tengo en diferentes poses y algunas descubren semejanzas impre­ sionantes. A partir de un deter­ minado momento, comencé a leer también sus entrevistas y a seguir su trayectoria. Lo raro es que, mientras ni su voz ni, mucho menos, las canciones que canta ni, por supuesto, su comportamiento, me son agradables, más bien todo lo contrario, estoy casi desean­ do su éxito. Y creo que en el fondo apoyo a todas las que se le asemejan. (Por el con­ trario, a ella misma quisiera verla ahogándose en el fondo del mar.) La mejor de sus versiones, la más fiel, que transmite junto con sus rasgos su es­ pecificidad, se encuentra en un cuadro. Se trata del retrato


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El ojo humano Giannis Dimilás

esde el instante en que comencé a com­ prender el mundo, no tardé en entender el gran valor que entraña la amistad que puede entablar quienquiera, inclusive tratándose de un niño, con la gente de edad.

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Hermosas pláticas, cuajadas de significado y de contenido. Toda la sabiduría del mundo concentrada en sus cabezas viejas. Todo cuanto oía lo atesoraba dentro de mí y ahora intento recordar y lo que recuerdo lo convierto en señales de tinta y las dejo que se extiendan sobre el papel. A los diez o doce años, siendo todavía un niño, empecé a comprender lo valiosa que era la amistad del viejo Marulís, un vecino y pariente lejano de mi padre. Muchas veces, al regresar de la escuela y en tanto volvían del campo mis papás, me iba a hacerle compañía al viejo Maru­lís. Me gustaban sus pláticas, aunque no fueran propias de niños de mi edad. Esto lo entendía él mismo y en sus conversaciones jamás me diferenció de los mayores. Un día me abrió plática a propósito de Míjalos, el dueño más principal del pueblo. —Para vivir, el hombre no necesita gran cosa —empezó a decirme un día, mientras a cierta distancia, en medio de los huertos, se había desatado un pleito. —Un pedazo de pan y un poco de aceite son suficientes, basta con que el hombre los tenga. Eres pequeño, pero es necesario que lo entiendas, nada más que, amiguito mío, el hombre es insaciable; es igual que el terreno arenoso: no importa cuánta agua le eches, nunca se sacia.


—¿Y cuál es ese prover­ bio que te contó tu abuelo, tío Marulís? —le pregunté, lleno de curiosidad. —¡Ah!, uno, un prover­ bio igual a todos los otros, sola­mente que éste era muy sustancioso. Y me empezó a narrar un cuento que tenía color oriental: El sultán había perdido toda esperanza. El estado no marchaba nada bien. Cambió de visir, nombró a otro. Cam­ bió de secre­tarios, nombró a otros; pero el estado iba de mal en peor. Una tarde, mientras estaba sentado airando a su alre­ dedor desde lo alto de una ventana del palacio, se fijó en un pes­cador que estaba sen­ tado en la orilla del lago que se exten­día frente al palacio; el hombre tenía al lado sus aparejos de pesca. ¿Será, pensó el sultán, que el pescador éste al que miro y vuelvo a mirar pescando y volviendo a pescar en el lago del palacio es el que me trae la mala suerte y por eso el es­ tado no marcha nada bien? ¡Caray, no es posible; alguien debe tener la culpa!,

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—Mira a Míjalos —seña­ ló—. Así tenga en su mano todo cuanto abarcan sus ojos, siempre insatisfecho se ha de sentir, él y su ojo —me volvió a decir, y señaló con su vara a Míjalos, quien en medio de los huertos discutía con un paisano por medio metro de tierra, al tiempo en que el pue­ blo entero sabía muy bien que se lo había robado al vecino desplazando los mojones. —¡Lo bueno es que a mí mi abuelo me contó el prover­ bio cuando era un niño!...


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¿no será él? ¡Si es pájaro de mal agüero, el que tiene la culpa es él! Esta idea se convirtió en una obsesión para el sultán y, de una vez por todas, llamó a un guardia y le ordenó que corriera al pescador adonde sus ojos no lo alcanzaran y que no volviera a poner un pie por el lago. Sin embargo, el sultán era también un hombre bueno y, al tiempo en que el guardia hacía por marcharse, lo detuvo y completó su orden: que se sentara junto al pescador hasta la puesta del sol, y una vez que el sol se hubiera puesto, cuan­ tos peces hubiera atrapado el pescador, que los llevaran ante el tesorero para que éste le entregara el peso de lo pes­ cado en oro. Se trataba de un hombre pobre, muchas habían de ser también las bocas que tenía que alimentar. Se fue, pues, el guardia hacia donde estaba el pesca­ dor y le transmitió la orden del sultán. —Pero si hasta ahora no he pescado ni un solo pez —dijo el pescador, comple­ tamente desconcertado—. ¿Cómo voy a mante­n er a mis hijos si el sultán, a quien

larga vida le dé Dios, no me permite pescar en el lago? —Ah, bueno, en lo que el sol se pone, algo habrás de pescar, y lo que pesques se convertirá en oro... Hace el intento el pobre del pescador; pone en el an­ zuelo su mejor carnada, pero no mordía ni un solo pez. —El sol se ha puesto —le dice en un determina­ do momento el guardia—. Márchate; pobre de ti que no tienes suerte... En el instante en que se disponía a recoger su anzuelo, el pescador se dio cuenta de que algo estaba mordiendo. Lo levanta lleno de alegría y, ¿qué es lo que ve?, que en lugar de un pez como lo había pensado, lo que cuelga agarrado del anzuelo es un ojo humano. Verlo y correr hacia el sultán fue la misma cosa. —¡Larga vida te dé Dios! —y el guardia lo pone al tanto de todo: lo único que el pesca­ dor atrapó fue un ojo humano. Rio el sultán con la extra­ ña pesca del pescador. —¡Caray!, ¿y qué hace­ mos ahora con el pescador? No tiene suerte. Bien me di cuenta yo de que se trataba


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Poco después volvió con un puñado de tierra y, de nue­ vo, sin pronunciar palabra, arrojó la tierra sobre el ojo humano; tan pronto como éste quedó cubierto, la ba­ lanza se inclinó hacia el lado donde se encontraba el oro. —Grande fue la promesa que hiciste, sultán, a quien lar­ga vida le dé Dios —dijo entonces el sabio Omar—. El ojo del hombre es insaciable y su avidez pesa más que todo el oro del mundo reunido. —Solamente cuando lo cubre la tierra, pierde su peso la avidez. Éste es, pues, el hombre. Insaciable él, insa­ ciable también su ojo. Así reúnas frente a él todo el oro del mundo, seguirá teniendo hambre, y sólo cuando lo cubra la negra tierra deja­rá de mirar con avidez. Así habló el sabio Omar. Sin embargo, un pedazo de pan y un poco de aceite bastan, como dijo también el viejo Marulís, aunque no era tan sabio como Omar. Sería fácil que lo entendiera también el hombre, si quisie­ra, pues Dios le dio un gran cere­ bro. Sólo que no queremos, ¡ay, de nosotros!...

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de un pájaro de mal agüero. Dile al tesorero que le dé en oro cuanto pesa el ojo que pescó —agregó el sultán y volvió a reír. El tesorero toma el ojo, lo pone en uno de los platillos de la balanza y en el otro coloca un trocito de oro, tanto como había calculado que pesaba el ojo. Sin embargo, la ba­lanza se inclinaba hacia el lado del ojo. Pone otro tanto de oro, pero vuelve a ocurrir lo mis­ mo. Toma otro poco de oro, lo añade a la balanza y otra vez lo mismo. Toma otro pedazo más grande; tam­ bién éste lo coloca encima de los otros, pero la balan­ za continuaba inclinándo­ se hacia el lado donde se encontraba el ojo. Se lo dijeron al sultán, quien lleno de curiosidad bajó a ver y no podía creer lo que veían sus ojos. —¡Que venga de inme­ diato Omar, el sabio, a darme una explicación! Al poco rato llegó Omar, el sabio más grande del pala­ cio. Lo vio también él y, sin decir palabra al respecto, pi­dió permiso al sultán y se ausentó por un momento.


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La obstinación Petros Tatsópulos

o recuerdo mi última declaración. Su­ pongo que no se apartaba de lo acos­ tumbrado. No caía con el estruendo de una lápida o con la furia de una calamidad.

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Quizás fuera un poco más punzante de lo acostumbra­do —de nuevo, sin embargo, tal vez no, no lo recuerdo—. Aquello que recuerdo con claridad, se diría que ahora lo estoy viendo, es que me levanté de mi asiento al tiempo en que todavía hablaba, y me di­rigí hacia la recámara. No me imaginé que con este movimiento simple —en parte espon­ táneo y en parte simulado— introduciría una estaca entre nosotros. Esperé a que pasaran unos minutos, para luego escuchar sus pasos. Para hacerle frente y —antes de alcan­ zar a replegarme— que cayera en mis brazos. Entonces, el medidor reduciría a cero toda la tensión. Nuestras palabras duras correrían a encontrarse con cuan­tas palabras igual­ mente duras intercambiamos en el pasado. A archi­varse y a ser olvidadas. A dejar solamente una cicatriz pequeña al lado de tantas otras. Escuché sus pisadas, en verdad, pero no las escuché aproximándose. Las escuché alejándose. Azotó la puerta tras de sí. Y, con todo, no me moví. Calculé que todavía tenía algunos segundos a su disposi­ción, en tanto llamaba al ascensor, en tanto el ascensor llegaba hasta el sexto piso. Podría tocar el timbre otra vez. Entonces me lanzaría desde la cama. De nuevo el contador se reduciría a cero. Quizás también la herida —ni siquiera la herida— desaparecería. El olvido la cubriría. A pesar de que han pasado diez años completos desde el día en que se fue, no he dejado de preguntarme si acaso


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ella también espe­raba el momento en que regresaría a la sala, el instante en que cae­ría en sus brazos. Acaso también ella estaba segura —mientras el ascensor se aproximaba— de que abriría mi puerta y que volvería de nuevo a atraerla hacia mí. Acaso nuestros caminos se sepa­ raron, por­que —única y solamente— nuestro pensamiento siguió el mismo derro­tero.


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Consuegro Dimitrios Vikelas

a Luna llena derramaba su luz sobre el golfo de Fáliro. La mar brillaba tersa, pero el austro había soplado con violencia a lo largo del día y el revuelo se podía sentir aún.

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Mi viejo remero encontraba resistencia entre las aguas pu­ lidas. Recostado en la lancha, lo veía secarse la frente con frecuencia, soltando por un instante el remo derecho. Me daban ganas de ayudarlo a remar también yo, pero el ano­ checer era cálido —¡y además me arrullaba tan gratamente el balancear de la mar serena!—... ¡Por fin, un poco del soplo del viento! —¿No despliegas la vela, viejo? Quizá te ayude un poco. La desplegó. La ayuda era ínfima, pero comoquiera que fue­ ra, los remos parecían más ligeros entre las manos del marino. Ahora me era posible abrir plática, sin temor a cansarlo. —¡Qué bonita es tu barca! ¿Dónde te la hiciste? Toqué la cuerda apropiada. Evidentemente se sentía or­ gulloso de su posesión y mi elogio le produjo contento. Se desató la lengua del viejo. Me contó detalladamente toda la historia de su lancha. Había sido construida seis meses atrás en el Pireo, pero por un constructor de Siros; la madera era de primera calidad y los clavos, de bronce. Le había costado mil dracmas; aún no había amortizado su costo. Quise aprovecharme de la predisposición del remero para hablar y saber lo referente a él, ya que había sabido lo referente a su lancha. No lo conocía de antes, tampoco distinguía en ese momento sus rasgos, porque la Luna ilu­ minaba su espalda. Pero su tono de voz y la manera en que se expresaba tenían algo de amable y de agradable. Pese a


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Una historia, por cierto, nada desacostumbrada. El viejo continuó su re­ lato: —Nuestras madres venían a la escuela a recogernos y se reían con nuestra amistad. Vamos a formar una pareja con ellos cuando crezcan, decían entre ellas. ¡No los separemos! Nosotros oíamos esto y nos parecía una cosa tan natural. Luego, poqui­ to a poco, crecimos. Ya no acudíamos más a la escuela, pero nos veíamos a diario. Me miraba ella, la miraba yo también. No mencionábamos palabra, pero nuestro corazón lo decía en secreto. Cuando cumplí diecinueve años y ella dieciséis, le comenté un día a mi madre: —¡Mamá, que no nos va­ yan a ganar a Irene! ¡Quiero que sea mi esposa! ¡A ella y a ninguna otra! —¡Está bien, Panagiotis, está bien! Yo no digo que no, pero hay que ver qué dice tu padre. Cuando fui a decírselo a mi padre, montó de inme­ diato en cólera. Tenía razón. Tenía siete hijas por casar y dos muchachos menores de

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no verlo, el hombre atrajo mi simpatía. —¿De dónde eres, viejo? —De Vátika. —¿Allí está tu familia? —No tengo familia. Encerraba tanta melan­ colía en la respuesta que mi curiosidad se vio estimula­ da. ¿Es que mis preguntas eran atinadas? ¿O es que él esperaba un motivo para hablar? ¡La luna derramaba tan dulcemente su luz sobre la mar; la lancha cruzaba las aguas quietas tan si­ gilosamente! ¿Si uno no cuenta su dolor en la tran­ quilidad de una noche tan bella, cuándo lo contará? Y cómo se siente a veces la necesidad de confiar uno su dolor, inclusive sin tener enfrente a un interlocutor compasivo. He aquí la historia de mi remero. A la escuela adonde acu­ día de niño —en su pue­ blo—, acudía asimismo una pequeñita, tres años más chi­ ca que él. Era su compañera inseparable. Jugaban juntos, juntos aprendieron las leccio­ nes; él era su protector y ella la que imponía su voluntad.


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edad. ¡Éramos diez hijos y cómo habría de alimentarlos el pobre de mi padre! Había llegado el momento de con­ vertirme en su ayudante, de aligerarle el peso, ¡pero en vez de tenerme de apoyo lo que yo quería era tomar mu­ jer! Se enojó. Tenía razón, pero me habló con dureza. Me dijo que era un mal hijo, que no quería saber de mí, que agarrara mis cosas y que me fuera. —Padre, no estoy hablan­ do de casarme con Irene aho­ ra. Deja que formalicemos el compromiso y me espero cinco o seis años. —¡No! ¡Márchate! No me fui de inmediato. Me quedé. Pero mi padre no se ablandó. Pasaron ocho o diez días. —¿Todavía estás aquí? —me preguntó. ¿Qué podía hacer yo? Tomé mi ropa y la bendición de mi madre y me marché. A Irene ni la vi ni le hablé. ¿Cómo atreverme si mi pa­ dre no lo quería? En aquel tiempo todavía vivíamos con el temor a Dios y a nuestros padres. Si fuera hoy, el asun­

to acabaría de otra manera. ¡Así sea! Llegué, pues, al Pireo, pobre, ¡pobrísimo!; pero me encontré con buenos pai­ sanos. Me enseñaron cómo y dónde conseguir trabajo. Hice mandados, hice lo que encontraba. Poco a poco, con la ayuda de Dios, junté un dinerito, le mandé un poco a mis padres; más tarde, conse­ guí, al cabo de años, hacerme de una barquita. Mandé más dinero. Mi padre comprendió que su hijo no era malo ni tampoco indigno. De repen­ te, un día me lo encuentro ante mí en el Pireo. Vino a buscarme. —Hijo mío —me dice—, te vine a pedir perdón. —¡Padre, tú pedirme a mí que te perdone!... Él lloraba; lloraba yo tam­ bién. Quería que me fuera con él de regreso a Vátika, buscar­ me una esposa. —¡No, padre, viviré solo, solo moriré! —¿E Irene? —pregunté. —¿Irene? La habían casado a los tres años de haberme ido yo. Si se hubiera quedado soltera, no me hubiera quedado en el Pireo.


«

—contesta mi hermano—. Lleva tu nombre. Lo bauti­ zamos Panagiotis. —¿Y cómo fue esto? —pregunté. Mi hermano sonrió y se volvió a mirar a la madre de su esposa. Entonces Irene me dijo tranquilamente: «Yo quise que llevara tu nombre». No se volvió a mirarme mientras pronunciaba esto. Volví a besar al niño y dije: —Lo voy a querer el do­ ble, ya que lleva mi nombre. Nos encontrábamos cerca de la playa. El viento se había calmado por completo. Sin plegar la vela, Panagiotis dio con los remos unos cuantos golpes recios sobre la mar y nos aproximó al muelle. —Buenas noches, Pana­ giotis. —Buenas noches, señor. Sobre Irene no volvimos a pronunciar palabra.

Vuelve las páginas. Remueve, desdichado. En alguna parte ha de estar oculto el diamante, el tesoro escondido. No puede ser que no». Vasilis Vasilikós

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—¿Y nunca regresaste a Vátika? —Fui hace ocho años. Me alegré y otros se ale­ graron conmigo, pero, ¿qué quieres?, la suerte me des­ arraigó de ahí. —¿E Irene? —volví a preguntar. Irene tiene ahora hijos y nietos. A su hija mayor la casó con el menor de mis her­ manos. Nos convertimos en consuegros, ya que no estaba escrito que fuéramos marido y mujer. Cuando fui, me in­ vitó a comer (al consuegro). Estaba mi hermano, su hija y el hijo de ambos. Me lo senté en las rodillas, lo besé. —Que viva Georgis —le digo a mi hermano. Lo llamé Georgis, porque Georgios se llamaba nuestro padre y en nuestro pueblo es costumbre inviolable que el padre le ponga a su primogé­ nito el nombre de su padre. —No le pusimos Georgios


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La rama tronchada Elías Venezis

n 1974, el invierno llegó muy tempra­ no. En los parques, los árboles desnudos aguardaban solitarios. Los alemanes ma­ chacaban a los griegos con salvajismo. Cada vez más sangre, más apasionamiento. La hora del hombre se alzaba muy alto, sacrificio y libertad.

E

En aquella época, vivía en Atenas una niñita que había nacido durante los días de la guerra. Tenía cabellos rubios y ojos azules. Se llamaba Ana. Cuando llegó la época de la gran hambruna, en 1941, su madre lloró la noche entera a la cabecera de su hijita, que dormía ignorante e inocente. —¿Qué será? —le decía—. ¿Cómo te haré crecer, mi amor? Qué amargo ha sido nuestro destino en Grecia... Lloraba por todas las mujeres de su patria, por todas las madres, por todos los niños hambrientos. Y cuando su queja se hizo más honda, habló de los hombres, de la insoportable bestia que atormenta y nunca se sacia de sangre. —Tranquilízate —intentaba calmarla su esposo durante la noche—. Ya va a amanecer. Debes verte feliz durante el amanecer, no debes tener los ojos llorosos. La niña no tiene por qué ver que están llorosos. Que no adivine nada de nues­ tro pesar, nada de la desgracia que azota a la gente. Déjala que crezca sin que lo sepa. —¿Por qué no ha de saberlo? —se quejaba la madre—. Ahora ya entiende, tiene tres años. La llevaré a las calles a que


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ban a entonar una melodía apasionada que hablaba de libertad. Así, desnudos, can­ taban y morían, y las cam­ panas doblaban, mientras que el odio cada vez más se acumulaba mezclado con las lágrimas de los griegos, hondo, acerbo, crudo. —¡Que la maldición caiga sobre sus hijos y sobre su casta! —gemían las mujeres, las madres del luto, contra los alemanes. —¡Los vamos a poner a caminar desnudos por la nie­ ve cuando les llegue su hora! —decían los hombres—. ¡Los vamos a poner desnudos sobre el fuego hasta que se conviertan en ceniza! ¡Ni sus esposas, ni sus madres, ni sus hijos encontrarán mi­ sericordia de parte de noso­ tros ni de nuestros hijos! Únicamente al refugio don­ de vivía la niñita de las espigas en los cabellos no llegaba ni el mínimo eco del odio. —¡Que ella no sepa nada! —decía siempre en un deses­ perado intento el padre de la niña—. ¡Que no odie desde ahora! Que permanezca lim­ pia de esta desgracia, intacta de las pasiones humanas.

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vea, a que aprenda lo que es la pena, lo que es el luto, que sepa lo que es la muerte. —¡No! ¡No! —repetía su esposo—. Que lo sepa cuan­ do le llegue el momento. La guerra hoy, la esclavitud hoy significan para nosotros tam­ bién esto: formar a un niño bueno, darle el día de mañana un mundo limpio, una exis­ tencia inmaculada. Si es que podemos. Cuando termine esta enorme pena, el mundo tendrá más que nunca una enorme necesidad de gente. Así pasó el tiempo. Los cabellos de la niña crecieron y se convirtieron en bucles rubios que coronaban su frente despejada. Eran como oleadas de espigas. En Atenas la sangre era derramada cada vez más abundantemente, los alemanes colgaban a los grie­ gos de los árboles callejeros, los torturaban en las cárce­ les, los emparedaban vivos, los fusilaban en el campo de tiro. Los hacían excavar ellos mismos sus tumbas, los desnudaban, queriendo humillarlos, incluso ante la muerte. Entonces ellos se abrazaban y, mirando a lo alto el cielo azul, comenza­


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Lo que la pequeña Ana sabía de los alemanes era que se trataba de unos extranje­ ros llegados de muy lejos. Alguna vez se irán. Cuando había incursiones aéreas y las bombas que estallaban lleva­ ban el temor de la muerte al refugio antiaéreo, su madre y su padre la apretaban entre sus brazos y luchaban por mostrarse serenos, para que el terror no se viera transfun­ dido al corazón de la niña. —¿Qué es? —Están jugando, Ana. Los pájaros de metal juegan en el cielo. Y para convencerla, la pusieron una noche a ver el extraordinario espectáculo: las señales luminosas que arrojaban los aviones, mien­ tras que en tierra se lanzaban a su encuentro las otras luces multicolores de los proyecti­ les balísticos. —Están jugando. Sin embargo, llegó el momento que era inevitable que llegara. Ana y su madre habían salido al parque. Al volver, por la avenida grande, el momento las puso frente a frente con la terrible escena:

En el extremo de la ave­ nida estaba de pie un niñito de no más de cuatro años. Su rostro era de trigo, los ca­ bellos negros, tenía los ojos de los niños del Egeo. Iba descalzo, medio desnudo, muy delgado, desventurado. Pero quería jugar, esto no podía evitarlo. Quería jugar. Tomó con la delgada mano una pequeña piedra y la arro­ jó. La piedra cayó un poco más adelante, a la mitad de la avenida. Tomó otra piedra y la arrojó. El niño no se fijó en la furgoneta alemana que se aproximaba. La piedra dio justo sobre la puerta del ve­ hículo. El conductor alemán lo vio, frenó bruscamente, descendió. Callado, alto, pe­ sado, se fue sobre el niño. Lo arrastró justo adonde estaba la puerta del auto, tomó su mano, la metió por donde la puerta entreabierta e, impasi­ ble, la cerró con fuerza hasta asegurarla, presionando con toda su fuerza, por el revés, el brazo del niño. Un estertor de muerte rompió el aire. El alemán abrió la puerta, arrojó lejos al niñito medio desmayado, subió al auto, se fue. Y el


ravilloso de Cristo. Le han enseñado acerca de la magia, que comenzó alguna vez en una cueva lejana y desde ese día solamente se la pasa hablándoles a los niños del amor en el mundo. Ana toma en sus brazos a su isleña y, llena de alegría, comienza a revisarla por aquí y por allá, a mirar su traje colorido, sus brazos, y la menea.

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estertor del niño se convir­ tió entonces en un clamor insoportable; enmudecieron las hojas, se inclinaron las amargadas hojas de los árbo­ les, se inclinaron a mirar las deidades buenas que dicen que observan a los hombres. El niño con los ojos del Egeo estaba allí, de pie, en mitad de la calle, y se lamentaba, y su mano colgaba solitaria como una rama tronchada. Y Ana, que no debía saber lo que quiere decir el odio, con sus enormes ojos azules, llenos de sorpre­ sa y dolor, vio la escena hasta el final; se quedó ahí mirando la «rama tronchada». Pasaron los días, el invierno se hizo más crudo, llegó el día de Navidad. La madre de Ana encuentra y com­ pra una muñeca algo maltratada, defectuo­ sa. Le quita el vestido ajeno, tiene la pacien­ cia de coserle otro y la convierte en isleña. Y el día de Navidad se la entrega a Ana. Ana conoce aho­ ra el cuento ma­


En ese momento ocurrió el mal: La muñeca defectuosa, con el brazo partido, crujió un poco, luego más y, al final, se rompió. —¡Ay! Ana se queda muda ante el espectáculo. Mira ante ella la mano rota colgando. Y, al mismo tiempo, el otro drama callejero, envuelto en clamor, se vuelve a presentar ante sus ojos. Revive allí a la otra rama tronchada, al niñito de la avenida, miserable, desnu­ do en su sufrimiento. Entonces Ana comienza a llorar insoportablemente. —¡No es nada! —le dice su madre, que no comprende

«

la causa del clamor—. Te voy a comprar otra muñeca. Ven, mi niña, tranquilízate. Pero Ana no oye nada. Porque ahora Ana ya sabe. De ahora en adelante, ante cada rama tronchada, ante cada tono violento, traerá a su mente a los hombres. Porque sabrá que el mal llega de mano humana. Poco a poco, Ana empezará a no entenderlos, poco a poco empezará a odiarlos. Y esto, que es el des­ tino de todos los niños de la guerra, no se puede enmendar.

O

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Supe que me tachaban de militan­ te, de que sirvo con mis escritos a mis ideas sociales. Se equivocan. Soy incapaz de escribir una línea si ésta no brota de lo más profundo de mi ser». Elli Alexíou


Andreas Karkavitsas

A

penas fondeamos en el Estrecho, el ca­ pitán Xyrikhis soltó el esquife y se fue a toda prisa al despacho telegráfico. Lle­ vaba dos días sin saber lo que era la tranquilidad. A treinta millas del Canal se había topado con el Arcángel, su barco, del cual sus dos hermanos eran el capitán y el escribano. No tuvieron tiempo de

saludarse bien, de hablar de sus cargas y sus fletes, cuando los separó la ventisca. Al final consiguió enderezar el rum­ bo del nuestro y durante todo un día nos vimos en alta mar azotados por la marejada. Pero cuando llegó al Bósforo, le preguntó a todos los barqueros, a los pilotos y hasta a sus compañeros y compañeras; pero no consiguió saber nada del Arcángel. ¿Qué fue de él? ¿Se resguardó en alguna par­ te? ¿Consiguió también él enderezar el rumbo o colisionó contra las rocas? ¿Y si el barco se partió, por lo menos sus hermanos consiguieron salvarse? Sólo en estas cosas piensa y va con la frente encapotada y con el corazón tembloroso. Cuando llegó al despacho telegráfico se olvidó por un momento, ante el dolor ajeno, de su propio dolor. Abajo, en el patio, sobre las escaleras carcomidas, más arriba en el suelo mugroso, había gente preocupada igual que él. Mu­ jeres, hombres, niños aguardaban a conocer por el cable la suerte que habían corrido los suyos. Y éste cargaba en su voz temblorosa una insoportable tristeza. Nombraba ahogados, contaba muertes, hablaba del naufragio de fortunas, de pér­ didas; arrastraba con las alegrías y las esperanzas igual que una borrasca. A cada instante, sobre el suelo, abajo en las escaleras y más abajo en el patio, se escuchaban lamen­

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Naufragios

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tos, cuerpos que caían des­ mayados; las lágrimas roda­ ban ardorosas. El capitán Xyrikhis era incapaz de soportar por más tiempo el tormento. Tenía prisa por conocer también su destino. Empujó a la gente hacia los lados, subió las escaleras de dos en dos, llegó con dificultad a la ven­ tanilla y preguntó con voz temblorosa: —Del Arcángel... el bar­ co... ¿han sabido algo? —Nada —le contesta se­ camente el telegrafista. —¡Nada! ¿Cómo es posi­ ble? —pregunta otra vez—. Se llama Arcángel, tiene for­ ma de delfín... el palo mayor lleva cofa. Fue construido en Spetses. Y posa extrañamente la mirada en el rostro del em­ pleado, se vuelve todo oídos a los sonidos secos que despide la máquina, sincopados como el castañetear de alguien que está resfriado. Sus entrañas se atormentan, se le escapan las maderas de bajo los pies, está a punto de desmayarse. Pero no abandona su sitio. Finalmente, aquél levanta la

vista, lo observa cuidadosa­ mente por un momento y dice con voz indiferente: —Sí... Arcángel. Se per­ dió en tal punto de Rumelia, se partió en dos, la popa coli­ sionó contra los arrecifes junto con dos chicos en su interior... Los chicos están vivos. ¡Vivos!, el capitán recupe­ ra la fuerza en las piernas. —¿Sus nombres? —pre­ gunta con voz acariciante—; ¿acaso no podríamos saber cómo se llaman? —Petros y Giannis. ¡Bendito sea Dios! Petros y Giannis son sus hermanos. Entonces los dos están vivos. ¡Vivos ellos, despedazada la nueva embarcación! Una vez más, ¡bendito sea Dios! Harán otra más grande y más hermosa. Ofrece pródigo cinco puros al empleado; le entrega un metziti de propina al servidor; consuela con voz dulce a los rostros entriste­ cidos: —¡No es nada, todos están bien, todo está bien! —¿Qué edad se supo­ ne que tienen los chicos? —vuelve a preguntar. El empleado frunce el ceño. ¡Lo tiene agobiado!


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imágenes, platones, platos, incensarios, brújulas, palo brasil. Y con ello, brazos, piernas, cuerpos sin cabeza, cabezas sin cuerpo, cráneos vacíos, cabellos hundidos en las grietas, sesos untados en la piedra. Un pequeño velero de hermosa hechura sobresale como un ángel con sus velas y sus aparejos; se diría que navega en el aire. Y, sin em­ bargo, estaba hundido en los arrecifes, tan perfectamente introducido en la piedra que ni el agua ni el aire podrían pasar. Y un perro, atado a la popa, daba vueltas con ojos que despedían fuego, mordía su cadena y mirando el agua aullaba y aullaba como si la insultara por haber destroza­ do el hermoso barco. Todavía dio algunos pa­ sos el capitán Xyrikhis y se encontró de pronto frente a su barco. Para que lo reco­ nociera, tenía que ser suya la madera. Ni mástiles, ni velas, ni barco quedaban ya. Solamente la popa, y ésta, destrozada, se mantenía entre dos residuos. Y alrededor, cual cortejo fúnebre, otras maderas desperdigadas, re­

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A su alrededor se oyen las voces desesperadas, se em­ pujan unos a otros, quieren alejarlo de la ventanilla. Ya supo que sus hermanos es­ tán vivos, ¿qué, no le basta? Hay otros que están ansiosos por los suyos. ¡Que también ellos sepan alguna cosa! Pero él sigue sin abandonar su puesto. —¿Qué edad se supone? —pregunta otra vez. —Diez, doce años. Otra vez la desesperación. Sus hermanos no son tan pe­ queños, tienen más de vein­ ticinco años. Amohinado, desciende la escalera, sale al patio, toma su vaporcillo y llega hasta Therapiá. De ahí llega a Aghios Giorgis a caballo. Recorre la playa. Sus ojos están húmedos. Todavía juguetea el sol en el cielo color zafiro. El mar se extiende como un lago hasta donde comienza el cielo. La tierra cubierta de flores rezuma. Pero la playa se­ meja un cementerio. Cada roca es un féretro. Barcos despedazados, barquichue­ las semidestrozadas, ama­ rras, mástiles, figuras, velas,


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mos y aparejos, otras carenas carcomidas, palas de timón y armazones y masteleros. Y más allá aún, un acompa­ ñamiento más amargo. Ve al contramaestre muerto a un lado, ve desperdigados por todas partes a los marineros; unos, cual lapas sobre las ro­ cas; otros, medio enterrados en la arena; otros, juguete del mar, su embate y su expectoración. Y sobre los cadáveres hinchados, sobre sus rostros boquiflojos, las aves arrellanadas hundían sus picos en la carne muerta y con el ruido que lanzaron era como si protestaran por haberlas molestado durante su rico banquete. Esta vez dio comienzo, más terriblemente aún, el tormento del capitán. Esos cadáveres indican que cerca se hallan los suyos. Quiere correr, buscar en otra parte, pero no se atreve. Algo en su interior lo sujeta, los pies se le quedan clavados en sus huellas. Al final, se pone a buscar; encuentra a sus her­ manos irreconocibles. El uno yace con la cabeza despeda­ zada; el otro, con las piernas

cercenadas a la altura de las rodillas. Si no se lo dijera el alma, es seguro que los ojos no los reconocerían, igual que al barco. Pero se lo dijo y él los reconoció a la perfección. Entonces los ojos se le seca­ ron, no caía una sola lágrima, ni un desgarro. Sólo miran a la mar empecinadamente. De pronto, el puño se levanta y se deja caer con violencia; se dijera que aquélla se asustó y retrocedió amedrentada. A continuación, se inclina y besa con dulzura a sus her­ manos. Acaricia ligeramente sus cuerpos golpeados, como si temiera despertarlos; les susurra algo al oído secre­ tamente, quién sabe si un consuelo, quién sabe si una lejana promesa. Luego se pone a excavar su tumba con el cuchillo. Estuvo más de una hora batallando en la arena. La abrió bien, depositó primero a sus hermanos, des­ pués al contramaestre, luego a los marineros; sobre ellos dejó caer piedras y residuos. Al cabo, retomó su camino y llegó a Therapiá. Encuentra el vapor, llega otra vez a su barco.


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—¿Todo listo? —pregun­ ta al escribano. —Todo listo. —¡Leven anclas! El capitán Xyrikhis, ca­ llado, tomó de nuevo su sitio en el camarote de popa y continuamos el viaje.


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Padre en casa Aléxandros Papadiamandis

S

eñor, que dice mi mamá que si me pones un poco de aceitito en la botella, porque en la casa no tenemos papá.

—¿Y sin un céntimo? —Sí. —¿Y qué le pasó a tu padre? —Pues se fue a buscar a otra mujer. Se trataba de un niño de cinco años, despierto, de grandes ojos, harapiento. Que con una gracia infantil, con desgarro en su sonrisa inocente, pronunciaba siempre esta frase, de la cual no era capaz de conocer todo el peso cabal; tanto, que la gente, la desocupada, como es mi caso, varias veces lo llamaba y le dirigía la misma pregunta que le hacía el joven tendero del barrio, simple y sencillamente para poder escuchar de su boca la respuesta. —Pues se fue a buscar a otra mujer. No era la primera vez que lo veía. Pero ocurrió que aquel día yo estaba rico, porque había conseguido cobrar, después de no sé cuantas súplicas y de otros tantos descolones, un adelanto de quince dracmas de las ochenta que me debían de paga por un trabajo intelectual de cinco semanas. Y en días así, iguales en número a las lunas del año, me sucede que, sin tener el cuidado de cubrir parte de mis deudas, me gasto en un solo día las dos terceras partes de lo que con tanto esfuerzo cobré, y guardo prudentemente el otro tercio para las siguientes tres semanas. Llamé al niño y le di una moneda de cinco céntimos. Él la recibió, dejó asomar por entre los labios la lengua con una sonrisa de felicidad y, mirándome, me dijo: —¡Señor, dame otra!


volver sanos y salvos adon­ de sus madres. Muchas veces ocurría que al niñito de cinco o seis años se le olvidara qué le habían pedido comprar y que pidiera una cosa en vez de otra. Y de aquí las quejas y protestas de parte de las ma­ dres, los insultos en contra del tendero. Siempre era a él a quien adjudicaban la culpa. El niño nunca la tenía. Otras veces ocurría que se le desparramara por la calle la mitad del arroz o que se

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No era el único niño que frecuentaba la pequeña mis­ celánea de la calle S..., en el extremo oeste de la ciudad. Las mujeres empobrecidas solían enviar a sus niñas de cinco o siete años a hacer las compras. Sucedía que por las tardes yo me sen­ taba en la pequeña tienda una media hora o algo más, para conversar con dos o tres amigos, tomando un aperiti­ vo y, a veces, para consumir allí mi frugal cena. Muchas veces, infantes de tres años que balbuceaban eran enviados por sus madres trabajadoras junto con peligrosas vasijas o bo­ tellas en brazos, para comprar ino o acete o vinague. Uno de ellos pidió una vez que le dieran una capaña (caballa) y otro pidió cinco centavos de teíos (cerillos). Y su idioma, únicamente mi joven amigo tendero era capaz de comprenderlo. Él mismo se conmovía muchas veces y mandaba a sus propios ayudantes para que acompa­ ñaran a los pequeñitos hasta su puerta, para que pudieran


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comiera la mitad del azúcar. En esos casos, la madre y hasta la abuela acudían en persona a insultar al tendero, a decirle que sabían muy bien que era de los que vendían kilos de menos, que lo hacía para enriquecerse a su costa. Pero yo estoy en posibilidad de certificar que el tendero era, como comerciante y como persona, un hombre honrado. Todavía en otras ocasiones, lo peor que podía pasar, el pequeño comprador perdía en el camino el dinero, el cambio que había recibido en la miscelánea. Así que por esto tenía la precaución de envolver el cambio en un papel y, en ocasiones, de hacerlo nudo en un trapo y colocarlo en el bolsillo del pequeño. Y, sin embargo, muchos extraviaban mone­ das de cinco o diez centavos y hasta billetes de una drac­ ma. Y, de nuevo, la culpa era del tendero. Pero volvamos al niño al que hicimos referencia al prin­ cipio. Nunca me ha gustado meterme en asuntos ajenos; pero mi amigo, el joven tendero, conocía, como es lógico, todos los secretos

del barrio. Era el depositario general de los asuntos ajenos. Yo no sé si veía interrogación en mi mirada, pero cada vez que podía, automáticamente comenzaba a contarme algu­ na historia. Nueve años atrás, Manolis Floerakis había contraído nupcias con Giannoula Po­ lykarpou. Durante su ma­ trimonio habían procreado cinco hijos, el tercero de los cuales era precisamente ese niño. Manolis era carpintero, pero no destacaba mucho por su amor al trabajo. Trabajaba, cuando tenía trabajo, de mar­ tes a viernes. De repente, el sábado por la mañana le dolía la cintura; el lunes le dolía la cabeza. Se sobrentiende que se pasaba el tiempo, desde el sábado por la tarde hasta el domingo por la mañana, en una borrachera. La mujer sí destacaba por su amor al trabajo. Tenía una máquina de coser y confec­ cionaba camisas. De esta manera ganaba cinco cénti­ mos por semana, los cuales, sumados a los trece o catorce que él ganaba —de los cuales la mitad la necesitaba para la


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estaba agujereado. La cobija no alcanzaba a tapar a los tres hijos mayores. La lámpara estaba sucia y sin petróleo. La jarra hacía tres días que se había roto, así que bebían de un pocillo, y eso si la fuente del barrio tenía agua. La escoba, cochi­ nísima, reducida a la mitad, ensuciaba el suelo en vez de limpiarlo. La sartén ya inservible tenía un hoyo. La olla estaba rajada y al gotear apagaba el fuego, cuando había fuego. La cacerola estaba vieja, carcomida y sin estañar. El estañero le había propuesto o comprár­ sela en cincuenta céntimos o estañársela por la misma cantidad, con peligro, le ad­ virtió, de que se le volviera a agujerar y se volviera in­ servible. Giannoula prefirió conservarla sin estañar. La máquina de coser ha­ bía sido empeñada por dos billetes de a veinticinco, que le iban a servir para el parto del último hijo y para otras necesidades. Los dos billetes de a veinticinco no fueron de­ vueltos y la máquina quedó retenida.

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acostumbrada borrachera del domingo—, apenas alcanza­ ban para la manutención de la familia. Por otro lado, la familia aumentaba, prácticamente, cada año. Un churumbel o una mugrosita nacían con un intervalo de dieciocho meses, con desesperante regulari­ dad. La familia aumentaba, pero los ingresos disminuían. El trabajo se ofrecía cada vez más raramente. La máquina de coser acabó arrinconada, condenada a la inutilidad. Giannoula no había alcanza­ do a destetar a un niño cuando ya tenía que empezar a dar de mamar al otro; con tiempo suficiente apenas para lavar harapos, no tenía tiempo ya de confeccionar camisas. Manolis no dejaba de emborracharse, religiosa­ mente, desde la noche del sábado hasta la madrugada del domingo. Giannoula no tenía ya más que el vestido que traía puesto. No siempre había pan para los niños. El fogón se encendía muy rara vez. La mujer suspiraba. Manolis, cuando llegaba, se la pasaba riñendo. Los niños lloraban. El colchón de paja


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En ese estado se hallaba la casa cuando entró en ella el compadre. El compadre era soltero y cuarentón, gordo, guapo, con un cinturón ancho. Era un hombre importante, dirigente partidista de un político del Ática; había hecho dinero con unas rentas. Era hombre de influencias. En principio, acudía una vez al mes. Luego venía dos veces por semana, trayendo carne y algunos pequeños obsequios para los niños. Luego comenzó a acudir un día sí y otro no. Al final, iba a diario y siempre llegaba con compras. Quién sabe cuál sería la intención del compadre. Sólo que Giannoula era honrada, tanto o más que las otras. Giannoula era honrada; pero Manolis era celoso. Y luego de muchas meriendas que había consumido en la casa junto con su compadre, luego de muchas escenas matutinas que le hacía a su mujer, comenzó por no ser consecuente en nada, e incluso, por no dormir en la casa.

Muchas veces le había contado que antes de ca­ sarse con ella había tenido una noviecita. Ella se había casado después, aunque sin cura, como se acostumbra­ ba entonces en los barrios pobres. Por lo que parecía, había vuelto a encontrarse ahora con aquella antigua conocida, razón por la cual se ausentaba de su casa muchas noches. En cuanto a lo que a Gian­ noula se refiere, su único cri­ men era haberle dado por su lado al compadre, en vez de haberlo corrido de una buena vez. Como se dan cuenta, el compadre sabía de política, y ella, como mujer que era, sabía de seudopolítica. Por otro lado, las vecinas no eran nada indulgentes y hablaban mal de ella. Y de entre los vecinos, don Zakhos Xefan­ thoulis era de la idea de que el interesado debía estar ente­ rado de lo que estaba pasan­ do. Y la intención, el motivo oculto hasta para él mismo, era pasar él un buen rato con los gritos, los cabezazos y el jaloneo de los cabellos, además de con la separación del matrimonio.


Y Giannoula se quedó con sus cuatro hijos —el quinto se le había muerto, había sido tempranamente llamado por el Misericordioso y Omni­ sapiente al jardín florido, al hermoso huertecillo de lirios y narcisos, en el cual son sembrados para que florezcan eternamente los infantes inocentes—. Decía que se quedó con sus cuatro hijos, sin el padre y sin el compadre. ¡Se quedó sin pan en la alacena y sin fuego en el fo­ gón, sin vestido, sin colchón, sin cobija, sin olla y sin jarra, además de sin máquina de coser! Y el tercer hijo, Mitsos, aquél a quien yo veía, venía a la miscelánea y solicitaba del joven tendero que fuera justo en la medida, pero no quería decir que por caridad; venía y pedía que le echara un chorrito de aceite en la botella; lo justo sería que echara una gota de agua en los labios de muchos ricos, en el otro mundo. Y justifica su petición diciendo: —En casa no tenemos papá.

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Esto es lo que se llama desear tu bien, es decir, ente­ rrar tu honor. Orillarte a que te maten. Después de la última es­ cena espantosa, de la cual Giannoula salió con sólo media trenza, con una mejilla ensangrentada y con el vesti­ do roto —mientras que toda la gente prudente del barrio tenía la convicción, misma que comparte quien esto es­ cribe, de que Giannoula era inocente—, Manolis se vol­ vió invisible. Se marchó defi­ nitivamente para encontrarse con su antigua conocida. Mientras tanto, el com­ padre había puesto fin a sus frecuentes visitas. Se había comprometido. Sol­ terón vigoroso, de buena complexión, guapo, con su cinturón ancho, dirigente partidista, que ganaba dinero de unas rentas, tenía en con­ secuencia que encontrar una novia con dote. La pobre Giannoula le había dado por su lado. Éste era el único pecado que ha­ bía cometido. Pero los niños tenían hambre. Por otro lado, él se cansó de esperar y se marchó en su momento.


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El cuento soy yo

Dodecálogo de un cuentista Erskine Caldwell

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4

Contar un cuento es saber guardar un secreto. Los cuentos suceden siempre ahora, aun cuan­ do hablen del pasado. No hay tiempo para más, y ni falta que hace. El excesivo desarrollo de la acción es la ane­ mia del cuento. O, mejor dicho, su muerte por asfixia. En las primeras líneas del cuento se juega la vida; en las últimas líneas, la resurrección. En cuanto al título, al contrario de lo que muchos piensan, si es demasiado brillante se olvida fácilmente.

5

Los personajes que se presentan, simplemente actúan.

6

La atmósfera puede ser lo más memorable de un argumento. La mirada puede ser el perso­ naje principal.


39

En narrativa, el lirismo contenido produce magia. El lirismo sin freno, trucos.

8

La voz del narrador tiene tal importancia que no debe notarse. Resulta más fácil mentir desde la discreción que desde la exhibición o el ingenio.

9

Por excepciones que puedan citarse, la frase corta resulta la más natural para un cuento. Corregir: reducir.

10

El talento es el ritmo. Los problemas más

11

sutiles empiezan en la puntuación.

En el cuen­

12

to, un mi­ nuto puede ser eterno y la eternidad cabe en un minuto.

Terminar un

cuento es sa­ ber callar a tiempo.

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cuento, luego existo

Whore Death 2013 Luis Choravski

Su cabeza especiosa de válvulas y filtros y su pecho habitado por un gran corazón (obra de cien piedades fotoeléctricas) hacían que [...] usase un alma de mil quinientos voltios. Leopoldo Marechal

L

a conocí esta madrugada. Tiene la cara de una au­ téntica puta. No ha dicho una sola palabra desde que llegamos a casa. No parecía extraviada o abandona­ da cuando la levanté, pero tenía la serenidad de los venci­ dos. No se negó cuando propuse llevarla en mi automóvil para alejarla de la lluvia que caía sobre nosotros. La envolví con mi saco y le ofrecí un lugar tibio para pasar el resto de la noche; ella sólo asintió. Durante el trayecto a casa no dijo nada, se mantuvo inerte, parecía drogada. Trae puesto un suéter oscuro, de cuello alto y una falda del mismo tono. Su cabello es largo, negro y con tintes azulados. Curiosamente, el color de sus prendas contrasta con sus ojos claros y hace que éstos resalten como dos canicas griverdosas incrustadas en esa pálida cara. Está sentada en mi sillón, tan dócil e inocente. Me paseo por la pequeña habitación, camino frente a ella mientras escuchamos un Nocturno de Chopin, pero continúa estática y sigue sin decir nada. —Disculpa, ¿quieres algo de comer o de tomar? Sé que no puedo ofrecerle mucho. Últimamente escasea la comida. Sin embargo, niega con la cabeza; entretanto, sostie­ ne su mirada en un punto del piso. Me siento perpendicular­


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mente a ella, la observo con singularidad como un niño curioso. Descubro que tiene las piernas abiertas, por don­ de, sin dificultad, descubro que no trae pantaletas y veo su inalcanzable clítoris. La veo triste, quizá desolada por algo que desconozco. Paso minutos observándola, hasta que decido ir a la cocina para ver qué puedo ofrecerle; veo las botellas de whisky vacías. Por fin decido y le caliento una taza de café; se la llevo hasta el sillón. —Ten, te hará bien. Mira la taza con cautela como si fuera algo que nun­ ca, nunca, hubiera visto. La aproxima a su nariz: hace dos inhalaciones profundas, infinitas; le noto una gesticu­ lación rara, de extrañeza. La deja a un costado, pero ahora su postura es de una criatura temerosa que rehúye del trato humano. —¿Qué, no vas a querer el café? Ella continúa negándo­ se, aparenta nerviosismo; a pesar de ello, le rozo la cara con la yema de mis dedos; su piel es tan fría como se siente la noche allá afuera. Tiene los labios entreabiertos, su

Sandra Pani


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boca decide buscar la mía, la toca con lentitud, exami­ nándome. Me acaricia con sus manos heladas; es torpe en sus movimientos: palpa mis mejillas, mis cejas y mi nariz, como si fuera una ciega que intenta reconocer la forma de mi rostro. Sus caricias se dirigen hacia mi abdomen, llegan a mis piernas como buscando mi miembro. Pone su mano izquierda en mi boca, introduce sus dedos, éstos se sienten incluso más fríos que el resto de su piel. De pronto, detiene su bús­ queda y vuelve a la posición sumisa de antes. Me da un beso en la frente, se abando­ na nuevamente en mi sillón y baja la vista como alguien reprimido. Después me habla con una voz que varía entre la de los demonios y las má­ quinas. —Te quiero… te quiero muchísimo. Lleva las manos a su cara, arrancándose la piel con sus largas uñas, como si fuera una máscara que le estorbara. A su vez, arrancó parte de su ropa, mostrando su desnudez andrógina y frágil. Contem­ plé sus senos unos segundos,

comenzó también a extirpár­ selos como si fueran algo de qué avergonzarse, revelando sus entrañas de cableado y acero. Quedé pasmado cuan­ do llegó a su sexo: con sus dos manos sostuvo sus labios vaginales, los estiró hasta reventarlos. Poco a poco, la pequeña abertura se convirtió en un febril hueco. Su cara es ahora un cráneo niquelado con pequeñas incrustaciones de piel humana adheridas a él, de las cuales chorrea aceite negro, como si fuese sangre. Aún le quedaban los párpados; al fijar mi vista en ellos, percibí una lágrima cristalina perdida entre el aceite. —Te quiero— repitió con esa voz metafísica que sólo los robots tienen. Al decir esto último, des­ activando su mecanismo, cayó al piso, derrotada. Admiré su cruento cuer­ po y recordé que todavía quedaban muchas de ellas proscritas en las calles. La conocí esta madrugada; pude haberla amado de no saber que era como una ninfa dor­ mida, esperando despertar de su interior de metal.


Armando Mixcoac

¡Fermín, te estoy hablando! ¡Con una fregada, tienes que darme la medicina! Fermín estaba sentado en un pequeño sillón al lado de la cama donde yacía su hermana: —Yo solamente quiero que comas, no quiero que estés tan débil, es que la verdad te ves muy mal. —¡Qué te importa, cabrón, si yo me debilito es muy mi problema! —La ancia­ na fingió dormirse cuando vio que alguien entraba a la habitación. Y no era nadie extraño, sino Lucía, la enfermera, con quien Fermín platicaba a veces hasta por largas horas, aunque ésta parecía no escucharle muy bien. —Mi hermana ha sufri­ do toda la vida... Es más, desde que éramos apenas unos niños. —Fermín tenía un tono de voz demasiado bajo que, en ocasiones, se confundía con el silencio

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El caminar de los viejos

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Laura Quintanilla


el puro cuento

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nocturno del hospital—. Nunca se casó, porque yo no me casé. Claro, además de su deprimente desilusión. A ver dígame, ¿usted sabe lo que es que a una mujer le toquen la mano y después la dejen en total abandono? ¿Lucía, usted lo sabe? Pues eso le pasó a mi hermana. Aunque, viéndolo bien, ya se la habían tocado desde antes. —Las comisuras de la boca se le enflaquecían como queriendo derretírsele del rostro, Lucía sólo afirmaba con la cabeza como dándole por su lado al viejo—. ¡Ah!, pero le estaba contando lo del casorio... Decía que si se casaba, pues quién me iba a cuidar después y mire, resulta que soy yo el que está velando por ella. Ahora somos dos viejos enfermos, muy ancianos y ya no pode­ mos exigir mucho. ¿Sabe? Lo único que le pediría a la Santísima Virgen es poder ver a mi hermana comple­ tamente sana. Es triste saber que Clara... sí, así se llama mi hermanita, ya está al borde de la muerte. Ni porque le rezo todos los días a San Juditas me la quiere aliviar. Ojalá y

todavía tenga la oportunidad de ver el día en que ella se recupere. Ya ve cómo a veces la flaca se nos viene cuando menos lo esperamos. Aunque yo creo que por mí ya no tar­ da. Huele. De verdad. ¿Usted no alcanza a percibir su olor? Hay ocasiones que siento que está dentro del cuarto y que hasta se me encima. —¿Es por eso que siem­ pre anda usted con su Biblia? —decía irónicamente Lucía. —¿No me cree? —A Fer­ mín le sorprendía la incredu­ lidad de la enfermera—. En estos momentos siento que está aquí. Pero creo que todo esto que nos ha pasado en los últimos años es a consecuen­ cia de la maldición que según los del pueblo nos echó la vida. Y sólo porque tuvimos amoríos entre nosotros... sólo por eso. Pues ya ni Tata Dios que anduvo conviviendo con el mismísimo Diablo. ¿Sabe lo que hacíamos cuando mi hermana y yo éramos jóve­ nes? —Fermín tocó el hom­ bro de la enfermera para que ésta volteara, pero levantó tanto la voz que despertó a su hermana, después de que


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el hecho de tener la misma sangre, sino por fingir que se habían conocido apenas unos días después del asesinato de su padre. Y es que todo San Artemio Tultepec se había enterado del parricidio. Y además, se sabía que por todo el pueblo habían derramado su libido, y su prohibida y dionisiaca relación. —Te untaba la hostia por tu cuerpo desnudo. Cuando te la pasaba por los pezones, parecía que éstos respiraban enérgicamente, anhelando el contacto del cuerpo del Se­ ñor. Dabas pequeños gemi­ dos, eternos. ¿Recuerdas que hice que tu sexo se comiera la hostia? ¿Lo recuerdas? ¿Sabías que mi intención era que, después de haber tenido el cuerpo del Señor dentro de ti, sintieras el mío como algo divino?... Sí, aunque nunca me comentaste si en verdad lo sentiste. Aún me duele lo que te hizo papá —con la diestra, Fermín hacía tem­ blorosamente la señal de la cruz sobre su rostro—, pero de verdad que gracias a eso quedamos juntos... ¿No te hace eso feliz?

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el sueño finalmente le había ganado. —¿Y ahora qué jijo de la fregada le pasa a esta señori­ ta? —A Clara se le escuchaba una voz rasposa, flemática. Lucía, en cuanto vio que la paciente se había sobresalta­ do, desapareció. —¡Pues! Le iba a empe­ zar a platicar a la señorita enfermera de nuestras cosas, entonces tú te despertaste y le metiste el susto de siempre (con ese carácter tan raro que tienes, a veces hasta yo termino por no entenderte). Clara, ¿te acuerdas de lo de la iglesia? Dime algo, ¿lo recuerdas? —Fermín, al pronunciar aquella frase, había recuperado el tono estridente de su juventud que iba acompañado de una no­ table alegría y un gran brillo en sus ojos. —Pues cómo no me voy a acordar —Clara sonreía y dejaba ver su casi abolida dentadura amarillenta—, si fue la vez que tuve el pan del Señor entre mi cuerpo. Juntos recordaron aquel encuentro enérgico, insóli­ to. La gente del pueblo no sólo los había criticado por


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—Cabrón... Me hubiera gustado que tú hubieras sido la mujercita, a ver si pensa­ bas igual. ¿Feliz?... No me friegues, Fermín, por favor. ¡No me friegues! —Aparte de la hidropesía de Clara, ésta mostraba úl­ timamente diferentes daños cerebrales. De repente unía palabras sin sentido. Sus frases podían estar dirigidas a la nada y, aun así, las dra­ matizaba y las actuaba. Se reía, daba carcajadas súbitas y profundas. En ocasiones sólo se sentaba a la orilla de la cama, con la cara entre las manos. Pero la mayor parte del tiempo estaba con el cuerpo decúbito y se pasaba vomitando febriles sonidos, combinándolos con cualquier tipo de majadería. —Mañana guardas las espinacas al lado del pinche molcajete, quiero tenerlas ahí para que se enfríen un poco, yo ya no quiero comer de’sas fregaderas grasosas. Tengo que ponerles tantito limón, porque así le gustan a Fer­ mín. No quiero que se mo­ leste cuando llegue de hacer la faena en el campo... ¡Oye, tú! ¿Mañana vas a ponerte

las enaguas que te di ayer? —Clara enderezó el dorso y se quedó sentada a un costado de la cama; entonces volteó hacia donde estaba sentado su hermano—. Fermín, ven pa’cá, quiero que me ayudes con el pañal. Creo que ya se rompió de tanta mierda que tengo guardada. Yo no sé por qué cagamos. ¿No crees que sería mejor que no lo hicié­ ramos? Nos ahorraríamos tiempo, penas. Sí, porque es bien agobiante que te estés cagando por todos lados. Y luego los pedos, ¡ay, mi Fer!, qué feo se siente no poder sacarlos cuando estás frente a otra persona, ¿recuerdas que eso nos lo prohibió nuestra madre? Lo bueno es que aho­ ra ya ni me importa. Total, sólo estamos encerrados tú y yo en este cuartito. A pro­ pósito, Fermín, ¿cuándo nos vamos ir pa’l pueblo? ¿Fer, me estás escuchando?... Ven, levántate, ahorita te vuelves a recostar. Sólo quiero que me ayudes con esta fregadera que ya está apestando. —A Clara le brotaba de la boca un líquido seroso que servía como lubricante para que las


abrazarla. Deseaba secarle las lágrimas que había en su rostro. Fue en ese momento en que la vio, ahí acostada, exactamente igual que hace más de sesenta años, cuando recordó la primera vez que habían estado juntos. En aquella ocasión, él corrió a preguntarle qué le había pa­ sado: «¿Te hizo algo papá?». Clara lloraba; entre suspiros, le respondió: «Nada, Fer, sólo abrázame; quiero que esta noche te quedes conmi­ go». Habría querido hacer lo mismo que ese día, pero sus brazos atravesaban el torso de su hermana; ésta no lo podía ver ni mucho menos sentir. Notó que su cuerpo se demacraba. Era como una tela transparente, débil. Sus manos colgaban, esta­ ban inmóviles. Sus piernas perdían calor y comenzaban a enfriársele. El alma se le desprendía, su piel se res­ quebrajaba. Estaba inerte y mudo, igual que un muerto. —¡Fermín, te estoy ha­ blando! ¡Con una fregada, tienes que darme la medi­ cina!

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palabras que decía fueran más entendibles. Fermín se levantó con el auxilio de dos muletas que ayudaban a sostenerle el cuerpo. En uno de sus pies se comenzaba a notar el daño que provocaba la enferme­ dad, mientras ésta iba poco a poco avanzando; en el otro, ya no se notaba nada. Se lo habían amputado la semana pasada. —Dime, Clara, qué quie­ res que haga. —Las palabras de Fermín se perdían y el peso de su cuerpo disminuía. Cuando caminaba, el pobre anciano se sentía sostenido en el aire. Sus pies parecían no tocar el suelo. Flotaba. Comenzó a notar que su cuerpo era blanco, totalmente pálido. Volvió a preguntarle: «Dime, Clara, qué quieres que haga», pero las palabras nuevamente se disipaban. Clara estaba envuelta en un estertor vehemente. Tenía una mirada jovialmente infausta. Pero ella no podía escuchar a su hermano; ni siquiera el eco de sus palabras lograba percibir. Él caminó hacia la decrépita anciana y trató de estirar los brazos para poder


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Ansias locas Nedda G. de Anhalt

Damos traspiés por nuestros sentimientos. Nos inventamos el contexto de un delirio Lorenzo García Vega

S

ábese que en la ciudad de Kairúan, en Túnez, una de las cocineras del bey Suk-el Arba a Medjez-el-Bab, minuciosamente amaestrada en las artes culinarias, celebradísima por la exquisitez de sus platillos, sufrió de repente un ataque de locura. Al preparar el postre —un pastel de pétalos de azahar salpicado con miel y polvo de pistaches—, puso en él gotas de veneno. Murieron siete comensales. La esposa del bey se salvó, pues estaba a dieta. El bey había salido de viaje. El estupor general ascendía a los suks como viento hura­ canado. ¿Por qué lo había hecho? No se pudo descubrir el verdadero sentido de su acción, mas la esposa del bey apresu­ rose a retribuir el gesto, ordenando que a la mujer se le diera muerte metiéndola en un caldero con agua hirviente. La sentencia fue cumplida por cinco aprendices que se encargaron de pelar las verduras para tan auspicioso caldo. Cuando el líquido empezó a contorsionarse en pequeñas y grandes burbujas, dicen que la mujer gritaba: «Me han cocido demasiado: debo azucarar mis cabellos para que sean menos rojos. Sopa de noche... buena sopa, bue...na so...pa». De regreso, al enterarse de lo acontecido, el bey mostrose visiblemente furioso, ordenando ejecutar a su mujer y a los cinco sirvientes. ¡Mashalla! Los súbditos acataron la orden. Era innegable: una esposa podrá ser siempre remplazada; una cocinera, jamás.


arte el puro cuento

Laura Quintanilla cuente 49


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Eco encausto, chapopote y plumas/tela 120 x 100 cm 1996


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El orden de la memoria encausto, chapopote y plumas/madera 120 x 100 cm 2003


52

Eclosi贸n encausto y chapopote/tela 100 x 120 cm 2004


53

Identidad encausto y chapopote/tela 100 x 120 cm 2004


54

Autoretratos: Instante, Distante, Instinto encausto, chapopote y espinas/madera 25 x 20 cm c/u 2002


55

Manos encausto, chapopote, metales y plumas/madera 30 x 24.5 cm c/u 2003


56

Memoria encausto y chapopote/tela 180 x 150 cm 1999


57

Historias terminales encausto y chapopote/tela 200 x 140 cm 1995


58

Presagios funestos encausto y chapopote/madera 120 x 100 cm 1997


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Instantes de vida encausto y chapopote/madera 120 x 100 cm 1997


60

Rueda del destino encausto y chapopote/tela 150 x 180 cm 2001


61

Expectaci贸n encausto y chapopote/tela 80 x 100 cm 1993


62

Tormenta sobre la ciudad encausto, chapopote y oro/madera 140 x 120 cm 1998


63

Influjo encausto y chapopote/tela 200 x 140 cm 1995


el puro cuento

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La tequila encausto/tela 120 x 100 cm 1986


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De las apariencias

el puro cuento

minificción

Julia Otxoa

E

ra un hombre tan delgado, que a menudo se lo llevaba el viento. Así que, en previsión de este tipo de catástrofes, se había llenado los bolsillos de piedras. Pero la suerte no estaba de su lado. Ocurrió durante una de aquellas noches en las que un fuerte viento no lograba llevárselo; el pobre hombre, loco de contento, celebraba su dicha con los marineros por las tabernas del puerto. Nunca fue tan feliz. Al amanecer, caminaba completamente ebrio, como un ángel frágil, junto a los embarcaderos; dicen que debió resbalar y caer al mar mientras cantaba. De todas formas, esta versión de los hechos nunca fue escuchada. La oficial fue la del suicidio: llenos de pesadas piedras sus bolsillos.

Nobuhide Yamahata


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Las puertas del reino Antonio Ramos

a primera vez que oí de mi hija fue en la fiesta de Juan Carlos Chávez. Juan se había ganado el premio nacional de cuento Magos Herrera y había organiza­ do un reventón en su departamento para agasajar a todos los que nunca habían creído en él. Yo era uno de ésos. Apenas supe de su premio, empecé a dudar mucho del gusto de los jurados porque, siendo muy honesto, Juan escribía con las patas. Le echaba ganas, lo intentaba, pero sus cuentos care­ cían de vida y tenían una pésima sintaxis. El departamento tenía un balcón donde algunos se hacina­ ban para recibir el fresco de la noche y atizarse con tranqui­ lidad. Apenas me llegó el aroma de la mariguana, me puse en pie. Juan Carlos platicaba con Genaro Ortiz. Lo miré con envidia y me acordé de mi libro que concursaba en el Joaquín Benavente de cuento, del que daban el resultado en un par de días. En el muro de enfrente un gato trepó hasta arriba y se lamió las patas. Miró hacia nosotros y siguió limpiándose. Seguí observándolo hasta que Juan Carlos dijo: —Yo sabía que me iba a ganar el Magos. Miré de reojo hacia el muro, pero el gato había desapa­ recido. «Malditos premios», pensé, sintiendo un coraje que se me enroscaba en el hígado. —¿Sabías quiénes eran los jurados? —le dije con la indignación a flor de piel, pero al mismo tiempo con un poco de tristeza. —Me salió en la mano, me lo dijo una ruca que lee el futuro, apenas le contaba a Genaro.

L


Felipe Cortés

Ahora me voy a dedicar a otra cosa. —Pero hay más premios —intervino Genaro—, pue­ des seguir concursando. —No, Leonor nunca falla, si nada más ganaré el Magos, pues nada más éste. Yo me quedo conforme. No quiero pecar de avaro. —No, inténtale más, eres un buen narrador —insistió Genaro. Juan Carlos puso cara de falsa modestia. No era buen narrador, para nada. Según

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Juan Carlos le dio una fumada al porro, retuvo el humo, lo expulsó por la na­ riz y le dio una palmada a su otro amigo. —Es una ruca fea, ya está grande, viste acá muy indíge­ na. Lee la mano. No te dice cuántas mujeres o cuántos hijos vas a tener: la ñora te dice qué premios y becas te vas a ganar. Se llama Leonor. Ella me lo dijo: «sólo te vas a ganar el Magos Herrera». Sí sentí feo, pero hay muchos que ni eso. Ya estoy contento.


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yo, se había ganado el premio de pura suerte, pero me dio curiosidad saber si mi libro Las puertas del reino ganaría el Joaquín Benavente. Se veía en paz mientras fumaba. Oja­ lá yo tuviera la tranquilidad que da ganarse algo en la vida. Me acordé de Magú, el maes­ tro del taller de cuento. Él siempre andaba solo. Conocía poca gente. Se dedicaba a sus libros. No andaba urdiendo redes de amigos escritores. Se la pasaba solo en su casa, con su mujer y sus hijas y siempre le iba bien con sus publicaciones. —Mañana vamos con Leonor, ¿quieres venir? —me invitó Juan Carlos—, quiero que Genaro la conozca. —No, para mí el arte es otra cosa. Yo no escribo para ganar premios. Yo escribo porque me sale del alma, porque es una necesidad pri­ mordial, de vida. —A Julio le predijo el Elías Nandino que se ganó este año y la beca que tiene. Julio. Cómo no conocerlo. A su edad tenía un par de grupies que eran la delicia de todos.

—A Everardo le vaticinó la beca del Fonca en dos años. Él ya se emocionó. Hasta en dos años va a meter la solicitud. No le contesté nada. Aden­ tro, la fiesta seguía en todo su apogeo y Juan insistió antes de volver a ella: —Ahí tú sabes, yo maña­ na te recuerdo. Que una doña leyera la mano y te dijera los premios y las becas que te iban a dar en la vida me sonaba mal, igual que la trama de algún cuento, la trampa lista para un incauto. Pero, apenas llegué a la casa y encendí la computa­ dora donde tenía Las puertas del reino, me pregunté qué le pasaría a mi libro. En vano busqué los resultados en inter­ net. De ahí me puse a buscar otras convocatorias y ningu­ na me satisfizo. Demasiado peleadas, mucho dinero en juego. Andaba a tiempo para enviar a algunos concursos. Para darme ánimos, me puse a leer las primeras líneas de cada cuento del libro. Tenían agarre, buenas frases. La más contundente era la del cuento «Mujeres en el camino».


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cho de eso sin escribir ni una sola línea. Me gustó la ima­ gen de la eyaculación; como si escribir fuera siempre un intento de orgasmo y sólo cuando ganabas un premio o te traducían al francés era, ahora sí, la gran venida. Apagué la computadora sin ánimos de nada y me fui a dormir. Al día siguiente encontré a Juan Carlos y Genaro en el taller de cuento de Magú. El taller avanzó como siempre. Unos miraban con aburrimiento las hojas mientras otro leía. Algunos garabateos se escuchaban junto a la voz de la lectora y nada más. Cuando el taller terminó, Magú fue el primero en acercarse a Juan Carlos. —Felicidades por el Ma­ gos —divulgó casi en voz alta. Muchos volvieron el rostro para ver a Juan Carlos y sentí envidia. —Oiga, maestro —inte­ rrumpí—, ¿sabe si ya dieron el Joaquín Benavente? Magú arqueó las cejas. —¿Y para qué quieres saber? ¿Participaste? —Sí. —No, pues espérate a ver qué sale.

el puro cuento

Iniciaba con una oración de estilista del lenguaje: «Vine a buscarlo con toda la intención de matarlo». Mientras lo releía tuve muchas ganas de saber si ese cuento y ese libro alguna vez ganarían algo. No pedía mu­ cho; con el Salvador Godínez me daba por servido. El La­ tinoamericano de Asunción era tan sólo un buen sueño, ni qué decir del Juan Rulfo de París. Ése se lo ganaban los más cabrones. Ese tipo de premios lo obtenía pura gente adulta. No me sentía mal por eso; estaba bien, era una cuestión de edad, pero luego caí en una idea: había un buen de escritores madu­ ros que nunca se lo ganaban y ahora sí sentí feo. ¿Y si escribía, escribía, escribía y no pasaba nada con mis his­ torias? ¿Ni una beca para ir pasándola? Si escribía y nun­ ca ganaba, ¿valía la pena? Porque ser escritor joven es muy divertido; sólo de grande se sabe si todo fue tiempo perdido, eyaculacio­ nes previas de algo que nunca iba a ser. Además, andaba tanta gente por ahí queriendo ser escritor y sacando prove­


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Magú se me quedó viendo por un instante y luego me dio una palmada. —Tú, tranquilo. Se despidió y nos queda­ mos los tres. En el trayecto al camión, Juan me recordó que iban a ver a Leonor. Titu­ beé. A lo mejor ya me había ganado el Benavente y ni me había dado cuenta por andar en la calle. Igual y Leonor, al leerme la mano, me daba el notición. Le había pasado borradores del libro a varia gente, entre ellas a Juan Car­ los. No me interesaban sus opiniones, pero quería que tuviera envidia de mi prosa. Ahora, con el Herrera en su bolsillo, lo sentía tan lejano de mí, tan cercano a Magú, que terminé aceptando. Tomamos un camión que nos llevó a la universidad. Apenas bajamos, divisé la mole cuadrada de la Facultad de Letras tras los árboles. Encontramos a Leonor cerca de la estatua del Quijote. Era una mujer chaparra, morena, vestida con unas faldas rojas con cintillas azules en la bastilla, una blusa llena de bordados de estambre en la pechera y las mangas. Tenía

un radio viejo y sucio. No me dio buena impresión. Saludó primero a Juan Carlos. Cuan­ do le contó que su pronóstico había salido bien, doña Leo­ nor sonrió, sacó un cigarro y le dio un par de fumadas. —Te tocaba, qué te puedo decir. Había en ella un aire de orgullo, como si la noticia la hubiera alegrado, confirmado su don, su capacidad para arruinar o impulsar la vida de los otros. —Aquí le traigo a dos camaradas, quieren ver su futuro. —Yo no quiero —me apresuré a decir. Doña Leonor nada más subió una ceja y fumó otra vez. —Este compa, Genaro Or­ tiz, es de Oaxaca. Sus poemas me laten un buen, doña. —Pues a ver, Genaro, déjeme ver qué le veo. Nada más caite primero con los centavos. —¿Y si no me gano nada? —nos preguntó con cara de urgencia mientras le entrega­ ba el dinero a la señora.


Cada negativa borraba en Genaro cualquier seña de felicidad. —¿El Benemérito de las Américas? La doña alzó la mano, dio una fumada y contestó: —Ése sí, para que veas. Al finalizar la sesión, Ge­ naro andaba contento. Le había ido bien en la cosecha: dos premios nacionales y dos becas. Podía morir en paz con eso. ¿Cuántos había que daban la vida sólo por un premio, un libro o una beca, como yo? —Te toca —me increpó Juan Carlos. —Para mí la escritura es otra cosa —le respondí—, no me vendo. La señora subió los hom­ bros y escupió. —Además, esto de la leí­ da de manos está muy loco. ¿Quién sabe si la ñora nos está timando? A lo mejor es amiga de los jurados. En ese momento el origi­ nal de Las puertas del reino brilló en mi computadora. Le había dedicado mucho tiempo para que las historias cuajaran. A veces me queda­

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—Traes palmas lisas, ésas siempre son buenas —lo tranquilizó la mujer. Doña Leonor tomó la mano de Genaro, la apre­ tó con los dedos, la cerró, la abrió, lanzó un poco de humo sobre ella y empezó la consulta. —¿Eres poeta? —Sí, señora. —A ver, dime nombres de premios y becas; yo te digo si te van a tocar. Genaro seguía nervioso y la mujer no separaba la vista de la mano. —El Nobel. —No, ése no. —El Cervantes. —No. A ver, dime unos más chicos. —El Aguascalientes. —No. —El Elías Nandino. —Mmm… de ése vas a ser finalista, pero aún falta. Genaro palideció. Con seguridad quería ganarse el Nandino alguna vez. No lo pude evitar y me reí. —¿Seguro no tiene el Nandino? —le pregunté, bur­ lón, a la doña, pero ésta nada más puso cara seria.


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ba una hora revisando sólo un párrafo. —Siempre estoy aquí —respondió doña Leonor, después de dar una fumada—. Y nunca me equivoco. Esa noche festejamos por anticipado los triunfos de Genaro en una cantina por el centro. Llegué a la casa arre­ pentido de no saber cuál sería mi futuro artístico. Revisé mi meil. Los organizadores no me habían contestado. Entré a la página de la editorial y, mientras se desplegaba, releí mi cuento. No aspiraba a escribir la novela de mi generación ni uno de los mejores cuentos del año. Quería escribir bien una his­ toria y tener reconocimiento por ella. Vaya que le tenía fe a Las puertas del reino y al cuento «Mujeres en el camino». Cómo me gustaba. Según yo, el personaje tenía fuerza, un qué sé yo muy varonil y decidido. El cuento no le había gustado mucho a Juan Carlos. Me dijo que la estructura fallaba, que al final no se sabía en realidad qué había pasado con las dos mujeres y que el símil con sor Juana Inés de la Cruz no

resultaba interesante. En eso me acordé de la página, pero aún no daban el resultado. Tardé en dormir. Soñé con muchos escritores: malos, pésimos, ganándose premios importantes. Todo mundo los felicitaba, pero nadie los leía porque no había nada qué leer. Al despertar, sentía un muerto en mi boca. Pensé en mis amigos que no escribían, tan contentos con sólo ir a bailar o al cine; en cambio yo, no iba a ser feliz nada más con eso. Me entraron unos nervios espantosos cuando imaginé mi vida sin publicaciones, sin premios. Tomé algunos libros con ganas de leerlos, pero no pude pasar de las primeras líneas. Soñaba con tener uno publicado y mi nombre en él: Las puertas del reino, Alberto Sánchez. Me puse a leer las

biografías de los autores. Todos tenían premios, becas, habían sido antologados. Ésa era la vida literaria que yo quería. Al mediodía, con casi todos mis libros en el piso y abiertas las contraportadas, supe que no había de otra: debía ir con doña Leonor para saber mi futuro de una


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Extendí la mano mientras sonreía nervioso. ¿Y si no salía nada? ¿Qué pasaría con mi vida si mi libro nunca sería premiado, publicado, ni becado? —Es que espero un pre­ mio y... No me respondió de inme­ diato. Se inclinó y prendió su radio. Lo dejó en una estación donde pasaban cumbias. —Ya sabes cómo es el asunto, nada más cáete con la lana. Doña Leonor tomó mi mano y la apretó. Sus dedos eran duros y rasposos. Así de­ bía de ser en realidad la suerte: difícil de tomar al principio. —Pues a ver… pero, por favor, no empieces con el Nobel. Le dije varios premios, los que siempre había querido ganar, las becas a las que una y otra vez había enviado solicitud sin suerte alguna. Algo debían de tener los jue­ ces para dejarme siempre en la orilla o algo tenía yo para nunca ser aceptado. No gané ninguno de los premios que le dije a la doña. —¿Seguro son todos? —me preguntó.

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vez, que viera mi mano, si estaba en mi destino buscarla y sólo hasta entonces me di cuenta. A lo mejor venían mis años de escritor, mis novelas: pocas. Publicar mucho no significaba excelencia. Mejor como Rulfo, dos libros, y le ganó al olvido. Encontré a doña Leonor sentada sobre unas cajas, el tendido de libros de segunda a sus pies, dispuestos como bloques de construcción. Miraba aburrida sus libros e iba vestida igual que el día anterior. Me fijé en su cabello negro, como si no lo hubiera lavado en un rato. Hojeé Dos crímenes unos minutos mientras esperaba que me reconociera, pero no lo hizo. —Buenas. —Buenas tardes —me respondió, sin prestarme demasiada atención. —Vengo por lo de la mano. —Ah…. —Vine ayer con Juan y el poeta oaxaqueño. —¿Ahora sí quieres que te eche una mirada? ¿Ya ves el arte como para venir conmigo?


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A mí ya nada me enfriaba el coraje, pero había dejado al final el Joaquín Benaven­ te. Finalmente le pregunté, con la esperanza de quien se juega su fortuna en una última jugada da dados, si me ganaría el Benavente. —No. —¿Y usted nunca se equi­ voca? A ver, ¿quién le enseñó a leer el futuro? Estoy seguro que el premio del Juan fue una chiripa, pinche adivinadora. Doña Leonor me soltó la mano. Me sentía derrotado, con furia. Escupí y el gargajo cayó en un libro. Nunca me había salido un escupitajo tan verde, tan grande. Leonor no dijo nada. Prendió un cigarro, le dio un par de fumadas y se puso en pie. Mientras lim­ piaba el libro con la mano, murmuró algo que entendí. —Trae tu mano… y ten tu dinero… ahora sí vamos a ver tu suerte. Te voy hablar al claro. Le hice caso y lancé un suspiro de esperanza que me tembló en los pulmones, un respiro que me animó. —Se te ve una hija y dos mujeres. Tal vez llegues has­ ta los cincuenta años. Tam­

bién vas a tener problemas con dinero, como todos. Ten cuidado con el alcohol. —¿Pero qué premios ve o cómo está la cosa? —Sólo vas a viajar una vez al extranjero, a los Esta­ dos Unidos, poco tiempo, por problemas legales. Le conté de mi libro, del cuento «Mujeres en el cami­ no». Le conté la historia a grandes rasgos. El narco salía con la pistola, quería matar a su mujer que se había ido con otro. Doña Leonor ni mostró interés. —Tu mamá va a morir en nueve años —me reveló con indiferencia—; ve juntando de una vez para el funeral. —¿Y mis libros? —Ya sabes que no tendrás herencia, no hay mucho dine­ ro en tu familia. Veo ciertos problemas legales con tu hermano, algo de cárcel, sólo unos meses. Tenía todas las ganas de encontrarme un premio na­ cional de lo que fuera en las líneas de mi mano: de foto, de performance, algún juego floral, de modelado en plastilina; algo que me dijera que no sería como todos los


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internos de los centros peni­ tenciarios del país con obras inéditas de tema libre que no excedan de 10 cuartillas… —Hay una cosa buena, suerte con un premio de lo­ tería. Nada del otro mundo, como todos. —Convoca la Secretaría de Seguridad Pública, a tra­ vés de la Dirección General de Prevención y Readapta­ ción Social, y el Instituto Nacional de Bellas Artes… —Ah… vuelve a aparecer lo de tu hija, no la lleves al mar. Tenía nerviosismo, coraje, la mano me sudaba cuando le pregunté: —¿Y Las puertas del reino? Doña Leonor soltó mi mano y puso cara seria. —Están cerradas. De regreso a casa iba eno­ jado, tanto como el compadre narco al que le bajan la ruca. A mí me acababan de bajar todo el futuro. Cuando llegué a la casa, me di cuenta de que es­ taba condenado: nunca tendría ninguna beca, nunca me gana­ ría nada, no tendría lectores. Al morir, mi currículum diría: Al­

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demás: una vida sin ficha biográfica más que nacer, crecer, reproducirse, morir. Recordé el gato en el muro, el rostro de Genaro Ortiz cuan­ do Leonor le dijo que se iba a ganar además del Beneméri­ to de las Américas, el premio Abigaíl Bohórquez. Ojalá mi mano tuviera suerte, ojalá en mi mano se me viera un futu­ ro, larga vida, mucho éxito, nada de accidentes ni cuántos hijos iba a tener. «Que me mienta», pensé, y entonces apareció el rostro afable de Magú, solo en su casa, sin premios, ni publicando cada semana, ni con los grandes amigos escritores: sólo él, el teclado y nada más. —Vas a vivir en dos casas, la última será tuya y tardarás mucho en pagarla. —¿Y el José Revueltas? —Tu hija tendrá un ac­ cidente en el mar, pero se salvará si estás cerca. —Es uno que dan en la cárcel, para los internos. —No tomes demasiado, veo problemas con el hígado. A lo mejor por eso te dejará tu primera mujer. —El José Revueltas para presos. Pueden participar


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berto Sánchez (1970-2031). Y nada más. Pero van a ver que sí, me dije, y me senté frente a la computadora. Ahora sí voy a escribir de a deveras, con intención, con garra; incluso los escépticos de mi obra se quedarán boquiabiertos. Voy a escribir con honesti­ dad, con inteligencia, voy a demostrar la naturaleza humana, ya verán. Escribí mi nombre en la hoja y después intenté algunas historias, pero sólo pude pensar en algo que había dicho doña Leonor, el accidente de mi hija en el mar. Quise escribir algo, pero sólo pensaba en lo que ella dijo. Tuve el teclado ante mí, la pantalla de la computado­ ra con toda su esperanza en blanco, pero no pude escribir nada. Pensé en Genaro, feliz noches atrás con su Benemé­ rito de las Américas en dos años y comencé a odiarlo. A él, a Juan con su premiecillo Magos Herrera. Comencé a odiar a todos esos hijos de puta que se ganaban un pre­ mio o tenían sus becas o sus revistas. Todos eran iguales. Yo, igual. Luego pensé en la cárcel y en mi hija de nuevo.

Iba a tener una hija. Sin em­ bargo, no eran alentadoras las palabras de la doña. Sentí un dolor raro que me llegaba desde el futuro cuando encendí la computa­ dora y me conecté a la red. Imaginé una niña parecida a mí, en las olas, hundiéndose como se hundía mi carrera literaria. Tuve muchas ganas de echarme un trago, pero recordé que por eso me po­ dría dejar mi primera mujer. Iba a empezar a borrar mis cuentos cuando apareció el mensaje. Los organizadores me acababan de responder. El premio, mi hija muerta en la playa se desplegaron frente a mí: poderosos ambos, con un control sobre todas mis acciones. Quise quitarme la imagen de una hija mía ahogándose entre las olas, pero Leonor había dicho que nunca se equivocaba. Vi a mi hija succionada por el mar cuando abrí el correo. Leí el encabezado: Estimado Alber­ to Sánchez. Y seguí leyendo hasta el final. ¿Qué podía hacer después de todo? Sólo sonreír amargamente.


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La danza de los siete velos Vicente Antonio Vásquez

M

aclovia, ante el grupo de jóvenes emocionados, inició con movimientos sensuales la danza de los siete velos y, conforme evolucionaba, con coqueta parsimonia se iba desprendiendo de ellos uno a uno. Mientras se acercaba a la culminación del baile, los vítores de sus admiradores aumentaban en volumen y en excitación. Sólo quedaba un velo; la chica lo tomó con gracia por la parte superior y con un movimiento rápido lo apartó y, al igual que en un acto de magia, la bailarina desapareció.

Foto: Miguel Gallo

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minificción


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En el charco de tu sangre Roberto Ramírez Bravo

arciso Santiago Mendoza despertó a las once de la noche con sobresalto. Los había oído: era claro el ruido de motor de varios vehículos potentes y los pasos de más de cien botas militares diseminándose por la montaña. O no: más bien los había soñado. Después se sabría que los soldados habían dejado los vehículos en la comunidad de Tepuente, a varios kilómetros de distancia, y habían hecho el camino a pie hasta El Charco. Pero Narciso Santiago sintió sus movimientos desde las once de la noche y no pudo volver a dormirse. No sabía qué hacer. ¿Debía ir a la escuela y avisarle a la gente que estaba durmiendo ahí que había un peligro grave? ¿Pero cómo les explicaría? ¿Qué razón podría dar él de qué tipo de vehículo y qué tipo de personas eran las que había detectado? No hizo nada. Esperó. No supo a qué hora de la madrugada escuchó los gritos. —¡Sálganse, perros muertos de hambre! Y al poco rato: —¡Sálganse, putos! Apenas entendía lo que decían, porque su español era muy deficiente. Monolingüe, como la mayor parte de sus vecinos y su familia, sólo podía comunicarse en mixteco, aunque identificaba algunas palabras de español. En la escuela primaria —apenas dos aulas y una cancha ubicadas en la pendiente de aquella montaña— dormían indígenas de varios pueblos aledaños que al día siguiente pensaban participar en una asamblea general comunitaria.

N


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ver a los niños tirados en el piso, a los demás campesinos protegiéndolos y a los hom­ bres de afuera disparando de modo intermitente. De manera oficial se diría que la balacera se mantuvo desde las cuatro de la ma­ drugada hasta las once de la mañana; sin embargo, a él le pareció que aquello duró una eternidad. De los salones provenían gritos de vez en cuando: «¡No disparen, no estamos armados!». Narciso Santiago vio a su compadre Honorio García Lorenzo cuando, en la histe­ ria total, abrió la puerta del

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Los de El Charco dormían en sus casas; sólo los visitantes ocupaban la escuela con todo y sus hijos. Después de los gritos, empezaron los balazos. Las ráfagas de metralla se impac­ taban con las paredes de los salones de clases que prácti­ camente estaban a la intem­ perie, pues las ventanas eran sólo un hueco rectangular que recorría toda la construcción a lo largo. Desde su lugar privile­ giado, pues era vecino de la escuela, Narciso Santiago veía la escena con claridad cuando la luz de los dispa­ ros se lo permitía. Alcanzó a

Luna


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salón de clases y salió al pa­ tio de la escuela y, corriendo, se fue a hincar con las manos extendidas. Dijo en mixteco: «perdónennos, nosotros no tenemos armas, no tiren». Pero nadie lo perdonó. Una ráfaga terminó su su­ plicio. Adentro del salón, otro campesino hizo un movi­ miento, apenas salió Honorio García, para cerrar la puerta que aquél había dejado abierta e impedir el acceso de los mi­ litares. Una bala atravesó los tabiques de la pared. El rastro de su sangre quedó señalado a partir del orificio, arrastrándo­ se lento por el muro y dejando un camino tembloroso hasta el suelo, donde la silueta de su cuerpo quedó marcada con un rojo brillante. Narciso Santiago escuchó el llanto de los niños en la escuela y se apretó contra sus propios hijos, que estaban es­ pantados y lloraban, también tirados en el piso. Luego se preguntó en mixteco: «¿por qué no termina todo esto?». Cuando amaneció, el ti­ roteo era ya más espaciado. Sólo entonces, los militares entraron a la escuela. Pero

Narciso Santiago no pudo verlo, porque, como culebra por el monte, con sus hijos pequeños y su mujer se había escapado rumbo a la parte alta de la montaña. Por la barranca habían llegado los militares y habían sitiado la escuela, donde después dirían que había un cóncla­ ve guerrillero. Por eso, él y su prole tomaron el rumbo de la montaña y, en cuanto pudieron, junto con varias familias de aquel poblado, empezaron el desplazamien­ to de cinco horas hacia la ciudad de Ayutla. En la cancha, el general daba las órdenes desde uno de los vehículos tipo Hum­ mer que habían llegado al área. En la calle que pasa junto a la escuela, se estacio­ naron tanques de guerra y al cielo lo surcaban helicópte­ ros militares. —¡Ahora sí, guerrilleros de mierda, van a ver lo que es bueno! —dijo el soldado que abrió de una patada la puerta del primer salón de clases. Todo el pizarrón estaba lleno de agujeros y en el suelo yacían muchos cuerpos ensangrentados, unos para


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Los heridos fueron lle­ vados en helicópteros al hospital militar en Acapul­ co y, los que no estaban muertos ni heridos, fueron llevados al cuartel militar y luego a la cárcel. Hubo otros muertos que no fueron mostrados a los periodistas que empezaron a llegar al lugar después del mediodía: eran los niños. Uno de ellos, bebé de un año aproxima­ damente, dejó, como único testimonio de su presencia en ese lugar, un guarachito sin su par y un biberón man­ chado de sangre. El resultado de esa noche fue de 22 personas detenidas, cinco niños entre ellos, y once muertos y cinco heri­ dos. Ningún soldado recibió ni siquiera un rasguño. Según el parte oficial, en la escuela había guerrilleros que ata­ caron al ejército cuyos bata­ llones por casualidad hacían un recorrido nocturno en las montañas de aquella región indígena. Cuando los periodistas llegaron al lugar, pasado ya el mediodía, el general se dirigió a uno de ellos, que era su amigo; lo llevó aparte

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protegerse y otros porque estaban muertos. El soldado escogió a cuatro hombres: Mario Chávez García, Daniel Crisóforo Jiménez, Manuel Francisco Prisciliano y Fer­ nando Félix Guadalupe y les ordenó que se dirigieran a la cancha, donde ya había vehículos Jeep y camionetas de redilas del ejército. Ahí les ordenó que se hincaran uno junto al otro. Luego, sin decir palabra, les disparó en la cabeza. Cuando apilaron todos los cadáveres en la cancha, once en total, el militar ordenó a unos de sus compañeros que los vistieran y éstos les colocaron paliaca­ tes en el rostro y les quitaron los guaraches para calzarles botas tipo militar, nuevecitas, sin rastros de tierra. Todos los muertos tuvie­ ron el mismo tratamiento. A los que llevaban calzón de manta, la vestimenta indíge­ na tradicional, les colocaron pantalones de mezclilla, pero los operadores no cuidaban de vestirlos bien y quedaron con la bragueta abierta y el cinturón sin abrochar. No importaba: ya vestían el uni­ forme guerrillero.


y le narró en exclusiva lo que había sucedido. —¡Qué heroísmo de los guerrilleros, qué valor —le

dijo—: aunque ya estaban derrotados, no se rendían y seguían disparando! ¡Qué heroísmo, qué valor!

O

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«

El cuento ­—como una relación sexual— es algo que quiere ex­ tenderse, pero que debe concluir pronto». José Balza

Laura Quintanilla


Antonio Berruga

H

ace no muchos años, asistí con un psicoanalista de la vieja guardia, de aquellos que, como Freud, todavía creen en el poder curativo de la hipnosis. Me pareció que el hipnotizador era un charlatán absoluto, razón por la cual nunca volví a su consulta. Unos meses des­ pués, leyendo el periódico, me enteré de la historia truculenta de dicho hipnotizador, el cual, durante una sesión hipnótica, le ordenó al paciente que, en cuanto se despertara, saliera a la calle y, en plena vía pública, orinara como un perro; el hip­ notizador, además, le ordenó a su paciente que, si alguien le preguntaba por qué orinaba en la calle, el hipnotizado debía responder: «Orino en la vía pública, porque me apetece ejer­ cer mi libertad absoluta». Nada más despertar, el paciente se dirigió hacia la calle y, en medio de la vía pública, orinó como un perro cínico (tal y como se lo había ordenado el psicoanalista hipnotizador) y respondió a quienes le pregun­ taban por qué lo hacía, que se orinaba en la calle, porque le apetecía ejercer su libertad absoluta (tal cual lo había dicta­ minado el hipnotizador); otro de los pacientes, obligado por el hipnotizador, perpetró la cópula en la vía pública a plena luz del día; ese paciente también respondió (tal y como se lo ordenó el hipnotizador), cuando alguien se lo preguntaba, que perpetraba la cópula abominable, en plena calle, porque le apetecía ejercer su libertad absoluta (acatando inexora­ blemente las órdenes implacables de su hipnotizador); de tal guisa, varios pacientes fueron obligados a cometer muchos y muy inmorales y cínicos actos en plena vía pública, y ante las preguntas de los atónitos curiosos (y de los no menos perple­ jos gendarmes), todos ellos respondieron que perpetraban

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La libertad absoluta

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dicho acto inmoral, porque les apetecía ejercer su libertad absoluta; obedeciendo (sin saberlo) las órdenes ro­ tundas, deterministas, que el psicoanalista les imbuía forzosamente durante las se­ siones hipnóticas. El afán de éxitos mayores, de victorias más arduas, más complejas, es insaciable y envilece al hombre; envalen­ tonado y acicateado por sus triunfos, el psicoanalista frau­ dulento obligó a muchos de sus pacientes, por medio de la hipnosis, a perpetrar el trucu­ lento suicidio; seis fueron los suicidas que dejaron sendas notas en las que se leía: «Me suicido, porque me apetece ejercer mi libertad absoluta». Finalmente, la policía descubrió la trama hipnótica urdida por el psicoanalista infame, quien fue apresado; durante su juicio, el juez le preguntó los motivos que le constriñeron a realizar dicha práctica espuria de su

«

profesión; dicho con otras palabras, el juez deseaba saber por qué el acusado hipnotizaba a sus pacientes y les obligaba a incurrir en actos inmorales, enfermi­ zos, suicidas (amén de que los pacientes, irónicamente, debían responder que ejer­ cían su libertad absoluta); el psicoanalista hipnotizador espurio se limitó a responder: «Hipnotizo a mis pacientes, porque me apetece ejercer mi libertad absoluta». Enig­ mática respuesta que nunca pudo ser aclarada, pues el psicoanalista, que se llamaba Ernesto Valdemar, se suicidó esa misma noche en su celda, ingiriendo veneno; dejó una nota en la que declaró que se suicidaba porque le apetecía ejercer su libertad absoluta. Desde entonces, sin éxito, la policía ha tratado de averiguar si había otro hipnotizador manipulando al susodicho hipnotizador suicida.

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La pluma es la lengua de la mente». Miguel de Cervantes Saavedra


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Pablo Carral, pintor Rodolfo Ortega Tenorio

Para Alejandro Rodríguez y González Soy mortal y sé que nací para un día. Pero cuando sigo a mi capricho la apretada multitud de las estrellas en su curso circular, mis pies ya no tocan la Tierra...

S

Tolomeo

ería esa propensión por retratar lo absoluto, al tiempo que su persistente inclinación por hallar el lenguaje visual del origen, la conexión entre lo ontológico y lo universal, entre protoplasma y cosmos lo que inspiró la obra, tantas veces malograda, de Pablo Carral, desde sus años de estudiante en la escuela de pintura de La Esmeralda. Yo lo conocí por el noventa y tres a instancias de un ami­ go mutuo, Rafael Pujol, entrañable camarada y excelente músico, cuando ambos acometían un proyecto monumental y gestáltico que dieron en llamar Pangea, con el que preten­ dían hacer asistir, literalmente, al espectador a la creación y evolución primigenia del mundo. Una especie de síntesis auditiva y visual que conceptualizara el génesis y la meta­ morfosis de la primera historia del planeta, reuniendo todos los recursos gráficos y sonoros cinéticamente organizados, o al menos eso es lo que fui capaz de entender en la reunión que se produjo una tarde de fines de noviembre en aquel estudio de la calle de Doctor Mora, desde cuyas ventanas de un segundo piso se admiraba el follaje somnoliento de la Alameda Central.


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El que yo haya asistido a esa reunión donde se be­ bió vino barato y luego un ron cubano que sobraba en alguna botella, obedeció al interés de Pablo porque me sumara al proyecto que, para ese entonces, pasaba apenas de ser un simple es­ bozo. Mi participación en la obra consistía en componer un poema, breve entre los breves, que compendiara la razón y el objeto mismo de la creación; desprovisto, desde luego, de cualquier con­ notación mítica y de toda apología mística, destinado a incorporarse a la partitura del coro que la cantaría rei­ teradamente, ora de manera prevaleciente, ora velada­ mente detrás del conjunto sinfónico instrumental con el propósito de conseguir un efecto subliminal en el espec­ tador. Después de intentarlo días enteros durante sema­ nas, tuve que rendirme ante la evidencia de que no era capaz de crear tan portentoso poema; sin embargo, Pablo y yo seguimos frecuentán­ donos. Ocasionalmente, nos veíamos en algún café o, más común, en cualquier cantina,

aun después de que se dis­ tanciara profesionalmente de Rafael Pujol por exclusi­ vas razones de concepción artística (supimos algunos meses más tarde que Rafael había estrenado Pangea, suite sinfónica, con un éxito más que aceptable, sin coros, sin contenidos visuales y desde luego, sin el poema que acaso nunca escribiré). Una vez rota la sociedad, la carencia de recursos obli­ gó a Pablo a abandonar el estudio de Doctor Mora que compartía con otros pintores y refugiarse en mi casa por algunas semanas. Durante aquella temporada, Pablo me dejó la impresión de ser presa arraigada de una an­ gustia, un delirio incubado en la inactividad creativa hasta cierto punto obligada. Salía a menudo y regresaba entrada la noche; a veces, las menos, trabajaba casi hasta el amanecer emborronando bocetos, uno tras otro; tenta­ tivas irascibles de búsqueda y definición interiores, su­ pongo, que desechaba por montones y algunos de los cuales aún conservo. Algo más tarde se trasladó a una


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de esta noble actitud mecéni­ ca y fraterna. La casa tenía un pequeño patio y varias habitaciones, una de las cuales, en des­ nivel, carente de ventanas, de grandes dimensiones y formas abovedadas, que pro­ bablemente sirvió en sus mejores tiempos de cava, fue elegida como estudio. Pablo no era un pintor de caballe­ te, quizá su megalomanía le empujaba a la obra colosal en proporción y contenido, evadía el trazo sugestivo del

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vieja casona por el rumbo de Tlalpan, propiedad de una prima lejana en la consan­ guinidad y en la frecuencia del trato, merced al rescate oportuno que hizo de él su hermano, quien además de pagar el alquiler de la casa que serviría al mismo tiempo de alojamiento y estudio, le pasaría una pequeña pensión cada mes. ¡Ah, benditos sean los Theo del mundo!, cuando el dinero se parece a la ternu­ ra. En más de una ocasión, también he sido beneficiario


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impresionismo y la referen­ cia alegórica del surrealismo; de siempre discípulo aven­ tajado del expresionismo realista, desdeñaba el empleo del símbolo y la metáfora pictórica en favor del uso total del alfabeto del color, la luz, la forma y el espacio para recrear lo visible; su discurso pictórico preciso devino de la objetivación descriptiva rigurosa hasta las últimas consecuencias. Por otro lado, Pablo era un purista en el mejor de los sentidos. Dejaba de lado, sin desconocerlas, otras técnicas para crear efectos visuales más sofisticadas: ópticas, holográficas y de realidad virtual, para concentrarse en las tradicionales, las de pinceles y paletas colmadas de colores, que fueron utili­ zadas por los antiguos y más grandes maestros. Fue en este estudio, en sus muros, donde Pablo empren­ dió su obra más ambiciosa. Solía decir que todo proceso de creación lo es a su vez de aprendizaje, de búsqueda del conocimiento y él, intrigado por la noción de totalidad, decidió recrear el universo,

quería intentar su rescate reproduciéndolo, indagar su infinitud, experimentar su singularidad, pero no como síntesis formal, no como ale­ goría, sino como resumen sin omisión; quería recuperarlo entero, desprovisto de todo utilitarismo, para la contem­ plación sensorial elemental y hasta una especie de disfrute científico que nunca conse­ guí entender del todo. Para mí quedaba claro, cuando me expuso su plan, que abordaba una tarea im­ posible, mucho más que la de mi frustrado poema. Sentí un profundo pesar por mi amigo, por lo que creí la culminación de su miseria existencial, de su insania insolente, de su agonía de­ mencial vangoghiana. Pablo se encerró en su casa con su misantropía. Difícilmente podía disimular el disgusto que le provocaba recibir visitas, aun de sus amigos más cercanos que aducíamos la cercanía, el paso, la casualidad, para acercarnos a verlo y llevarle víveres y materiales de pin­ tura. Su habitual y cordial ca­ maradería se tornó de pronto


ayudar. Acabé por llamar a la puerta y pasar a través de la verja lo que me pedía y desaparecer en el acto para no incomodarlo. Sólo una vez llamó, invi­ tando a reunirme con él en La Sota a tomar unos tragos. Esa tarde volví a ver a Pablo, el de antes, el de las juergas in­ terminables, el de la observa­ ción aguda y la conversación erudita y amena, el amigo irreverente y generoso. Se le veía cansado y, sin embargo alegre, satisfecho hasta res­ plandecer. Mientras un cama­ rero de rostro modiglianesco nos atendía con la evidente desgana del que intuye la mezquindad de su propina, como después lo comprobó sin falta, hablamos animada y profusamente de lo que se puede hablar con ahínco y felicidad, de las mujeres y del arte, discutimos a Ma­ yakovski y retomamos una vieja disputa acerca de la ad­ ministración del argumento y la forma en algunos autores modernos en referencia con el mythos aristotélico, que acabó de nuevo en empate y ahí, de vuelta a las mujeres; reímos como dementes y be­

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en impaciente hosquedad; mientras hablábamos, uno podía adivinar en aquel ru­ tilar furibundo de sus ojos la urgencia por despedirnos y volver al trabajo. Jamás me permitió observar el avan­ ce de su obra pretextando atrasos, errores, reinicios y abandonos, y así, durante meses. A Rafael y a mí nos preocupaba verlo en ese es­ tado, demacrado, tan en los huesos, ensimismado en su mundo remoto y único de creación perpetua, de pasión consagrada, de olvido y dila­ pidación de sí mismo, como si el tiempo se le estuviera acabando, porque sabíamos que trabajaba y seguía tra­ bajando hasta extenuarse, como sabíamos que para él nuestras visitas eran un mal necesario, una interrupción apenas soportable. Sólo lla­ maba cuando necesitaba libros o materiales de pintura para seguir trabajando, cosa que yo aprovechaba para llevarle algunas provisiones. Era penoso presenciar el de­ terioro físico y mental que de manera irreversible parecía experimentar mi amigo y su firme rechazo a dejarse


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bimos hasta casi el desvarío y la madrugada. En algún momento comentó elogiosa­ mente el borrador de mi libro de poemas recientemente terminado y que no hacía mucho le había dejado en una de mis ya poco frecuentes y breves visitas, junto con un tratadito sobre la asimetría del tiempo de Davies que algunos días antes había mencionado sin pedirlo y que fue algo difícil conseguir. Dijo que había imaginado el prólogo ideal para mi libro, que seguramente era él quien debía escribirlo y me repitió de memoria algunos de mis poemas. De su obra, nada. Nos despedimos de madru­ gada prometiendo reunirnos pronto. Fue la última vez que vi a Pablo Carral. Cerca de dos semanas des­ pués, al volver por la tarde de una reunión con mi editor, re­ cibí la llamada de Pablo. Era su voz una masa entrecortada y jadeante de sonidos inco­ nexos en la que se advertía el estado de intensa excitación que le arrebataba la cordura; gritaba y reía (o lloraba, nun­ ca lo sabré) como un loco. —Lo conseguí, aquí está,

se expande y se multiplica, es impresionante, lo sabía, está... está atrapándome, in­ conmensurable, sí, ¡oh, Dios mío! No puedo, ¿cómo puede el mundo...? Tengo que...—. Su voz, febril, patética e inútil, me llegaba a borbo­ tones incoherentes, mientras yo le gritaba también por el aparato ¿qué ocurre?, ¿qué está sucediendo?, vamos, cálmate. Una aberrante y extraña risotada me atravesó el alma, hubo un silencio y después de algunos segundos volví a escuchar la voz de Pablo incomprensiblemente serena, o tal vez resignada —Tendrás que venir —dijo, no sé si a modo de orden o de súplica—... tendrás que venir y destruirla. Préndele fuego, derríbala, blanquéala, haz lo que quieras, pero acaba con ella. Ven pronto, ahora mismo y destrúyela, pero, ¡por Dios!, no la mires, no la mires... —continuó; ahora su voz era la de alguien que habla consigo mismo— el mundo no puede... no es bueno indagar... tanta inmen­ sidad —y colgó. No supe cómo ni en cuán­ to tiempo llegué a la casa


hasta la tersura y sobre ellos vagaban infinidad de trazos sin un patrón evidente, y los colores de todos los pantones se diseminaban aquí y allá de manera irrepetible y aparen­ temente caótica. No obstan­ te, había una sensación de movimiento, de fluir en todo ello, que no tenía sentido y, por lo mismo, la impresión total era desconcertante. Un tanto decepcionado, terminé de escribir y me dispuse a marcharme a casa. Apagué la luz y en ese preciso instante todo el entorno, todo el am­ biente y toda la percepción se transformaron. ¡Estaba de pie frente a la inmensidad del universo! Era el cielo o era el infierno, o ninguno de los dos, o acaso un vacío infinito simplemente que lo es todo; mi cerebro se deshacía en conjeturas, pero no había nada que interpre­ tar, nada que especular, ahí estaba Cassiopeia, aquí Vo­ lans y Carina, allá Eridanus, Hydrus, Retículum, Andró­ meda y absolutamente todas las demás, las ignotas, las in­ nombradas, las más remotas, moviéndose en vertiginosa expansión y descubriendo

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de Pablo. La puerta estaba entreabierta y me fui direc­ to al estudio llamándole a voces. Encendí la luz desde el vestíbulo antes de bajar las escaleras y, al entrar en aquella habitación, tuve una sensación de frío y humedad, quizá porque jamás le daba el Sol. Las cosas de Pablo, sus libros, sus bocetos, sus instrumentos y materiales estaban en el perfecto desor­ den característico del artista en plena faena creadora. Salí del estudio y busqué a Pablo en el resto de la casa, pero no lo hallé. No sabía qué pensar respecto a su llamada, así que decidí dejarle una nota rogándole que me llamara en cuanto regresara a casa. Volví al estudio y empecé a escribir la nota; entonces pensé que no había estado en ese lugar desde que Pablo se había mudado a esta casa y le ayudé a instalarse. Recordé la charla que tuvimos respecto a su proyecto y me percaté de que, debido al estado de confusión con que llegué a la casa, no había reparado en el mural de mi amigo. Miré a mi alrededor, los muros habían sido reparados


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más y más subuniversos, innumerables espacios cós­ micos. Me invadió una sen­ sación terrible de cima, un vértigo abismal. Un frío viento cósmico con su voz de reclamo se arremolinaba llamándome a un destino de conjunción irremediable y yo caminaba a mi reunión con el todo omnipresente y multidimensional, recono­ ciéndome en cada parpadeo luminoso, sin resistirme, con la promesa de reconciliarme con mi origen y destino. Más temprano que tarde hemos de volver al seno indiferenciado del Absoluto, único, indi­ visible y eterno, y aquél no parecía ser el peor momento para hacerlo. Cada paso me llevaba, con una voluntad que no era la mía, pero tampoco ajena, de regreso al vientre original; polvo al polvo, pero polvo cósmico al fin, ceniza proteica y tibia empujada irreversiblemente al ciclo teleológico e incomprensible del sistema universal. Quería avanzar y quería detenerme, pero finalmente avanzaba al paso del gélido viento estelar. En algún momento tropecé con la mesa y fue como an­

clarme por un instante a mi pequeño mundo. Me sujeté a mi existencia de partícula insignificante, pero perfec­ tamente individual e identifi­ cable. De bruces, encima de la mesa y sin premeditación, mi mano dio con un frasco; lo cogí, mientras miraba y seguía mirando fascinado, y lo arrojé con fuerza en un acto último de insurrección ante la aplastante eviden­ cia de la totalidad que me inundaba y me conminaba a incorporarme. Una mancha blanquecina se dibujó sobre el cosmos y un mensaje de error se disparó en mi mente; esa mancha era la saliente que me retenía, un jalón irre­ gular de cordura en el orden demencial del espacio que se extendía hasta extraviarse. El combate se resolvía, a partir de esa marca invero­ símil que se tendía como un puente salvador ofreciendo el regreso, entre el deseo, aún pulsante, de avanzar y agre­ garme suavemente y sumer­ girme, ya sin reservas en ese océano amniótico, oscuro, ilimitado, intolerablemente puro, y la atroz certeza de mi esencia trivial y efímera,


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pero vital, por esta última. Como pude, volví hasta el interruptor y, después de algunos intentos, conseguí encender la luz. Todo en el estudio había vuelto a la normalidad; en su sitio, el mural inerte e ile­ gible de Pablo y una mancha blanca prendida simplemente de cualquier trazo absurdo. Estaba temblando, empapado en sudor, extenuado; parecía que llevaba sobre mí el mie­ do secular del hombre frente a la vastedad de lo inson­ dable, de todo lo ignorado. Tal vez Pablo tenía razón, la inmensidad es algo que quizá no nos incumbe. Cumplí su voluntad. Derramé solvente sobre el mural, vertí frené­ ticamente botes de pintura sobre los muros, cerré la puerta y salí para siempre de aquel lugar. Una pesadilla recurrente se ha instalado en mi mente, entre mis sueños selectos. No me atrevo a mirar el cielo de noche. Es paradójico, lo sé, pero en ocasiones quisiera no haber hecho lo que hice... me refiero al mural, destruir así,

esa puerta sin número, ese extraño umbral extraviado en algún punto fortuito de los confines del espacio, ese pasaje abierto durante un mo­ mento de presagio y locura, para mirar de golpe, destino y procedencia, raíz y desenlace y quizá algo más, no estoy seguro. Escribo estas notas apresuradas que me han distraído de mi tarea primor­ dial, como un testimonio del genial talento de mi amigo. A menudo recuerdo a Pablo, me gusta pensar que está bien dondequiera que se encuentre. Ahora vuelvo a mi trabajo, mi obra definiti­ va; creo que estoy haciendo progresos. Le he dedicado un día y muchos más a lo largo de algunos meses, sin salir de mi estudio. Sé que de un mo­ mento a otro vendrá Rafael a traerme algunos víveres. Se lo agradezco, pero espero que se despida pronto y me per­ mita continuar escribiendo, no importa en qué extensión, tal vez en un solo verso, en un vocablo elemental, acaso en un símbolo significante, mi poema.


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La mirada de los peces Adán Echeverría

S

ofía compró los peces porque vio atrapada su angus­ tia en esos ojos. Detrás del cristal de la pecera, esos globos saltones iban respondiendo las preguntas que ella acostumbraba hacer al vacío. Sintió como si esa vista acuática recorriera la piel, los párpados caídos, las mejillas tersas, hasta entrar por el costillar, golpear el plexo para que la respiración regresara intacta y poder sentirse viva. La noche anterior a la compra, aún mantenía las marcas de insomnio en la cara por el terror a sentirse perseguida. Tenía razón la soledad: era prisionera y los reclamos continuos de su esposo la iban avejentando. De aquel amor inaugural que la había enfrentado a sus padres, a los compañeros de escuela, no quedaba más que la sombra de aquel «es mi decisión» y, ahora, los peces que una tarde de domingo compró en un bazar, cuando deambulaba por las calles, quizá para no pensar en los errores cometidos. ¿Y qué son los errores sino la aproximación de la experiencia? Sofía decidió quedarse en el parque a ver corretear las aves tras el alimento, huyendo de las manitas de los niños y sus voces agridulces. Esperaba que el hombre con el que vivía se calmara y le hablara al teléfono portátil. Mientras tanto, dejaría que el calor la consumiera, ofreciendo el rostro al sol, sintiendo crecer las grietas del tiempo, como aquellos ancianos que lamentan su vida. Era preferible la violencia del astro a ser consumida por la angustia de estar en casa. No importaba perderlo todo. Ese hogar que le habían adornado a su capricho, el auto deportivo, el cuerpo delga­ dísimo: producto del gimnasio por las tardes y las clases de


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J.M.P

sentimiento de salir del hogar paterno fue amor por este hombre o simple arriesgarse a una vida nueva. Cómo lla­ marle a la relación que los mantenía juntos: —No eres mi dueño —le decía después de cada pleito. Pero sabía que Pedro esta­ ba conforme con lo poco que ella le daba, aquel hombre de cejas cerradas, dientes apretados y pómulos secos sólo necesitaba saber que al menos él la amaba y eso ni ella ni nadie podría evitar­ lo: —Te lo doy todo, vivo queriéndote y nunca voy a permitir que te vayas —decía la voz por el teléfono. Sofía se secaba las lágrimas al regresar a casa. Permanecía

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baile. Incluso el trabajo en las mañanas que de alguna forma le servía para huir del aburri­ miento. Los múltiples regalos, todo. El hastío iba enredán­ dose como nauyaca entre sus piernas, apretando el corazón con las escamas del tedio. Tampoco importó la ame­ naza de divorcio. Él estaría con ella siempre. Lo había dicho en la iglesia junto con las promesas mutuas. Inclu­ sive, lloró al ver realizarse el sueño de tener a la niña que siempre había amado, vivía para recordárselo. Si a eso pudiera llamarse amor. Sofía quizá ya no lo intentaba, al menos ahora no quería hacerlo; no estaba segura si alguna vez aquel


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detrás de esa muralla de re­ cuerdos con que aquél ponía candados a sus movimientos exteriores. De regreso a casa, Sofía anduvo cinco cuadras para llegar al parque donde se exponía la venta de animales para mascotas. Miró un cone­ jo. Sostuvo en sus manos a un curie. Se quedó atrapada en el verde plumaje de los loros y la escandalera de los peri­ quitos australianos le arrancó la risa casi en el olvido. Entre jaulas, ladridos y pelos de gato escuchó la voz sobre los tímpanos. Su propia voz, ésa que había querido mantener encerrada y que desde el reflejo del vidrio de la pecera le hablaba por me­ dio de esos ojos saltones de los peces dorados. La diminuta voz se revolvía sobre esas tonalidades naranja, dentro de la azulosa agua. El piso de piedras de colores opacos desprendía su burbu­ jeo de oxígeno. Las aletas y la cola como un plumero iban barriéndolo todo. Ese parloteo respiratorio que fingían en la boca. Los peces dorados la mi­ raban con sus ojos acuosos, en cuya oscuridad Sofía observó

su alma arañando la superficie. Era ella presa dentro de esos ojos. Presa dentro de la pecera, en su propia casa, dentro de su cuerpo. Adónde huir, cómo sos­ tenerse si él siempre se ha encargado de todo. Desde que Sofía terminó la escuela, entró a la oficina y el trabajo se lo había conseguido un amigo de su esposo. Pedro la llevaba y la iba a buscar sin contratiempos. Ni un minuto más en la oficina después de la jornada. Ahora, con la pecera en el sitio que le había escogido, cerca de la ventana del jardín, permanece horas, sentada, mirando el ondular de sus dorados cuerpos, los flecos de sus aletas, el remolino que forman con su respiración. Y allá en el fondo de los ojos mira el encuentro con su amante. Las escapadas por las tardes cuando su esposo trabaja. Invitarlo a casa y manchar las sábanas del matrimonio. Aquel amor que pronto se hartó de la in­ decisión y se fue diciendo: lo tienes todo menos aventura, eres una niña que sólo está aburrida, por eso no tienes intención de rescatar tu vida.


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cama, doblegada. Durmiendo o llorosa con el insomnio de siempre. Ya no será así. Baja de nuevo, corta una fruta y se queda mirando los peces dorados; no quiere huir a escondidas, quiere verlo de frente y decirle adiós. Ha apagado todas las lu­ ces de la casa para no mirar el cadáver de la tristeza que se derrama por la escalera. La puerta pronto dejará caer los cerrojos que anunciarán su llegada. Su partida. Quita el oxígeno a la pece­ ra y mira cómo la respiración de los peces dorados empieza a atragantarse. Engulle la pulpa de la fruta. Se queda fija en la mirada de los peces y ve extinguirse la luz de esos discos jugosos donde se petrifican los colores y se abandonan los brillos. Para Sofía, el pasado ha muerto con los peces. Pronto la puerta se abrirá. Allá va. Es él, ha llegado. Gira el picaporte. Sofía se levanta con deci­ sión. El maletín de cuero en la mano. Su futuro relumbra en el cuchillo que se ha quedado en­ tre las cáscaras y el bagazo de la fruta, ahí, sobre la mesa.

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Y después del «no te vayas», recuerda la respuesta: Ya vendrá alguien más. Y tenía razón, las imágenes se precipitan entre las burbu­ jas: el rostro de otros hom­ bres la hacen gritar al espejo, pintarlo con labial, romperse las uñas intentando abrir las puertas del hartazgo del que tal vez no ha querido huir. Las persecuciones con que sueña, amenazada: siempre te voy a buscar, adonde vayas. Y el do­ lor de nuevo en las muñecas, moradas por los apretones. Sofía ha permanecido jun­ to a la pecera todo el día, quie­ ta, absorta, comiendo yogurt con miel y bebiendo pequeños sorbos de té de jazmín. No piensa más que en la voluntad de sentirse viva, y el sexo no ha sido esa posibilidad. Ha paseado por la casa reconstruyendo cada adorno y el momento de adquirirlo, cada historia con esos hom­ bres sin rostro. Empaca sus cosas en un maletín de cuero y regresa junto a la pecera. Mira los peces ir y venir en el encierro del cristal. Su esposo llegará en cualquier momento, con su cara de felicidad por verla sobre la


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Soñando la realidad Manuel Hernández

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esperté de un extraño sueño. Las paredes de la habi­ tación parecían ser las mismas, pero no podía evitar pensar en la posibilidad de que siguiera dormido y estuviera soñando sin haber despertado. Miré a través de la ventana y no vi nada; la neblina ocultaba eficazmente los edificios de la periferia. Sólo se percibían siluetas deambu­ lando por la calle, sin rumbo, como extraviadas. Permanecí acostado boca arriba viendo el techo, escuchando un sutil ruidillo que provenía del exterior. Di la vuelta sobre el des­ gastado colchón y descubrí cierta humedad entre las sábanas. Palpé las piernas con mis manos, estaban secas, calientes. Me levanté y fui al baño. Al poner el pie en el suelo sentí un extraño mareo, como si perdiera el equilibrio. Me paré frente al escusado y comencé a orinar sin que pudiera dete­ nerme. Pasaron algunos minutos. Continuaba parado frente a la taza sin parar de orinar. Volví a despertar en la cama, otra vez con esa extraña sensación de que algo raro esta­ ba ocurriendo. Me paré con cierto temor al tener esa vaga certeza de que algo raro sucedía. Quizá estaba perdiendo la razón. Entré al baño y vi a través del pequeño espejo pos­ trado sobre el lavamanos. Miré con cautela, mordiéndome los labios de nerviosismo. Me acerqué y vi mi reflejo des­ compuesto en líneas curvas, quebrantadas por una compleja gama cromática que se convulsionaba ante mis ojos. Corrí. Al poner un pie fuera de la habitación, caí por un profundo hoyo que no tenía principio ni fin. Regresé a la cama, al infi­ nito y cíclico punto de partida. Me quedé inmóvil esperando que algo ocurriera, pero nada. Asustado, intenté prender el


puesta alguna, por fin pren­ dió. Vi el rostro de un niño que nada decía, sólo mira­ ba atento cada uno de mis movimientos. Las rodillas empezaron a temblarme.

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televisor, como esperando que me hiciera compañía y me ayudara a sobreponerme de la terrible angustia que ahora me invadía. Después de varios intentos sin res­

Guillermo Ceniceros


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El niño no se parecía a mí, pero era yo, lo sabía, no sé cómo, simplemente lo sabía. Cerré los ojos y bajé de la cama, pero me di cuenta de que ahora estaba caminando horizontalmente en una de las paredes de la habitación. Cuando estuve conscien­ te, intenté sostenerme de la pared con las manos, pero resbalé sin remedio alguno. Volví a despertar, pero esta vez veía a través de mi pie izquierdo y no con los ojos. Tras sentir un fuerte mareo, me asusté tanto que inten­ té gritar desesperadamente buscando auxilio, pero no podía encontrar mi boca. Fue entonces que morí y volví a despertar. Así nada más. Aparecí de nuevo en la habitación. Intenté man­ tenerme dormido pero no pude, el miedo acabó con la tranquilidad que propor­ ciona el sueño. Abrí los ojos para darme cuenta de que había muchos otros iguales a mí dentro de la habitación, unos caminando, otros sen­ tados, otros cantando, otros inmóviles, viendo el techo. Empezó a dolerme la cabe­ za. ¿Acaso había perdido la

razón? No lo sé. Desperté de nuevo. Vi a mi alrededor con cautela, a través de la ventana, y no pasó nada. Me levanté para ir al baño y no pasó nada. Salí a la habita­ ción y seguía sin pasar ab­ solutamente nada. Éramos yo y la soledad de un cuarto vacío. Esperé a que pasara algo, pero fue inútil. Pasó el tiempo, no sé si fueron días, meses, quizá años sin que pasara nada. No sé qué ocu­ rra la siguiente vez que des­ pierte, pero me es imposible seguir así. Me volví viejo, olvidé la facultad de hablar, todo era pensamiento y todo me conducía al mismo lugar: al vacío, la sinrazón. ¿Qué es la realidad? ¿Es esto real? Intenté despejar mi cabeza y recordar mi vida antes de llegar a ese punto del tiempo y el espacio en el que todo se había perdido en la nada. Intenté recrear mi realidad, pero era inútil; ya no existía otra cosa que yo y mi cabeza. La realidad se dislocaba proporcional­ mente a la velocidad del pensamiento. Desperté de un extraño sueño y noté que seguía soñando.


Gustavo Mejía

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III

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resiento que voy a morir en la próxima hora. Mi vida no pasa de 60 minutos. Observo cómo las arañas co­ mienzan a ocupar mi lugar sobre la cama. El Sol se esconde, moriré tarde. Yo, que había ocupado los últimos tres meses para mi futuro encuentro con el amor: me ejer­ cité, conseguí un corazón vigoroso y un alma sin excesos. Mira que uno es estúpido al pensar que tiene rentada la vida; la vida se vende y también se arrebata. No imaginaba la cer­ canía de la muerte como algo tan cotidiano. Esperaba un mensaje místico, un cúmulo de recuerdos, un aleph, la luz al final del camino; nada. La leche sigue vertiéndose sobre

Laura Quintanilla

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el vaso, y en la estufa arde el fuego que calienta mi última comida. Nadie lo percibe. Dejé abiertas las cortinas del comedor que dan a la calle para que la gente me mirara, para que se dieran cuenta, pero no voltean. Es posible que ni yo me sienta triste por lo que me ocurre. ¿Por qué tendría que sentirme tris­ te? La única mujer que me ha amado y que me ama no sabe que voy a morir, y se despidió de mí al levantarse de la cama. Ayer llevé flores a las tumbas de mis padres. Mis hermanos están cordialmen­ te invitados a no entrometer­ se en mi velorio desde que tenía cinco años. El gato que solía hacerme compa­ ñía se tragó al canario del

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vecino y huyó, prófugo de la justicia. Creo que no hay alguien que me odie, yo no odio a nadie; mi cuerpo, aun en este momento, no da para experimentar sentimientos tan vastos. Deudas: debo los zapatos que llevo puestos y el último mes de la renta del departamento, también deberé el funeral y el ataúd que ocuparé. Jamás me había preparado para este momento, no pensé que fuera tan repentino ni tan certero. Mi reloj de pulsera se ha detenido, qué mejor ocasión, moriré en una hora falsa. Ya terminé mi comida, creo que estaba agria. Aún no me muero, presiento que ya casi. Alguien toca a la puerta. ¿A quién se le ocurre venir a esta hora?

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¡La pluma!, ese poderoso instrumento de los hombres insignificantes». Lord Byron


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minificción

Una estrella para Pedro Angélica Santa Olaya

e niño le enseñaron que los hombres nunca lloran y él había sido un buen alumno. Con frecuencia llegaba a su casa con estrellitas de papel dorado pegadas en la frente como premio a su buen comporta­ miento. Esta vez no sería la excepción. Pedro tomó el revólver —que no tenía padres, maestros ni rebabas en el cañón y que había sido moldeado en una matriz de metal—, apretó el gatillo y se colocó en la frente una estrella roja como el re­ flejo de aque­ lla tarde en que una sola lágrima de acero pesó como todas las lágrimas nunca lloradas.

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José Luis Corral


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las íes y sus puntos

¿El cuento es una cosa del pasado? Alberto Chimal

e una buena vez, sí, es verdad: el cuento es una cosa del pasado: tienen razón quienes hablan de la actualidad de la novela, de los géneros propios de cada época, etcétera. De hecho, el cuento es, probable­ mente, una cosa del más remoto pasado: si no la primera, al menos una de las dos o tres aplicaciones del lenguaje que la humanidad inventó en el comienzo, cuando nuestros antepasados vivían en las cavernas y las sabanas y no en­ tendían del todo que el lenguaje, el conjunto de los signos que salían por sus bocas, los estaba llevando por un camino diferente a los del resto de los seres con los que competían por el mundo. Es que el cuento es hijo de la palabra hablada. Ahora lo definimos como «una narración breve, con pocos personajes y dedicada a un solo asunto». Pero el cuento es breve no para diferenciarse de la novela, como muchos creen ahora, sino para poder ser aprendido y repetido más fácilmente. Tiene pocos personajes porque un reparto limitado se recuerda con menos trabajo y también porque, pienso, no había tantas personas en ninguna comunidad de entonces, del ayer más distante, y los hechos de la vida real ­—que deben haber sido, al menos, la mitad de los temas de los primeros cuentos— eran, antes que las grandes historias de los pueblos y los caudillos, anécdotas pequeñas, de comunas o bandas o tribus. Y los asuntos concretos y claros de los cuentos, las tramas

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que permiten la «unidad de efecto» de la que Edgar Allan Poe llegó a escribir tantos siglos después, deben provenir también de aquellas historias originarias, recuentos de los hechos de un día o de unos pocos días en grupos donde todos conocían a todos: lo importante no era explorar el carácter o el ser íntimo de tal o cual personaje, sino recordar lo que meramente le había pasado, sus tribulaciones o alegrías o dolores, apenas unas horas antes, cuando los escuchas estaban ocupados en otra cosa o corriendo en otro sitio, a la busca de un árbol con frutos o atendiendo a sus hijos o enterrando a sus muertos o en la huida de un mamut o de un dientes de sable. Ya no somos esos seres que fuimos, y no sólo tenemos más objetos, y más refinados, a nuestro alrededor: nuestros víncu­ los con la naturaleza de la que surgimos son menos y menos, y en cambio nuestros problemas y conflictos se entablan en territorios más y más abstractos: en las redes del lenguaje que hemos tendido sobre el mundo y que a veces nos hacen olvidar nuestra condición de criaturas de carne, provistas de olores desagradables y una fecha de caducidad. Pero, a pesar de todo, no somos perfectos en el sentido maquinal, aséptico, de quienes hablan ya del fin de lo hu­ mano: no podemos divorciarnos de nuestra mortalidad ni de las dudas que aún nos provoca el mundo, y por eso segui­ mos creando obras de arte, ésas que desconciertan a tantas

Coambi


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personas por no ser «útiles», pero en las que ciframos, aun los más calmosos y conformistas entre nosotros, nuestros desasosiegos y nuestras preguntas. Y entre esas obras de arte que seguimos creando, hay muchos cuentos. La pregunta de por qué cuentos, por qué no sólo novelas o, más de acuerdo con las modas, películas o juegos, tiene varias respuestas. La primera es arrogante: pese a todo, el cuento es —vuel­ vo a citar a Poe— un campo apropiado para el desarrollo del más elevado talento literario, donde el puro lenguaje, desprovisto de toda servidumbre, puede cultivarse y crecer y ser cuidado con la más absoluta minuciosidad, atendiendo a cada palabra y cada sílaba en la busca de la perfección. En esto se le parece la poesía. La segunda respuesta es meramente pragmática: uno se tarda menos en leer un cuento. Se dirá que la novela vende más en cualquier circunstancia; por otro lado, al considerar esta razón debemos pensar que las estadísticas son incom­ pletas: debemos preguntarnos cuántos lectores rápidos, de cuentos, por no ser de nada más extenso, habrá que se escapan de toda medición porque leen de prestado o gratis en la red, en fotocopias, por todos los caminos ajenos al del estricto mercado. La tercera respuesta es cordial: cada cuento —y más toda­ vía si vale la pena, si en su busca de perfección logra al menos la belleza— es un espacio que los lectores pueden visitar y llevarse consigo en la imaginación sin agotarla primero, como sucede en las novelas. En esta época, la extensión: el número de palabras que toma decir algo, vale para muchos, al margen de cualquier otra consideración, por creer que en ella es más fácil capturar la plenitud de las cosas o distraer la conciencia. Pero la noción es tramposa. Georges Buffon, el maestro secreto de la escritura en occidente, niega en su Discurso sobre el estilo que sea digno lo hecho a la carrera, en espasmos, porque no alcanzará jamás a desarrollar ninguna idea y todas se le quedarán a medias. Pero ese reproche de


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Buffon no sólo se puede dirigir a un mal cuento o un mal libro de cuentos, sino también a los discursos farragosos y caóticos y a las novelas palabreras, ésas que ahora abundan y que se limitan a acumular hecho tras hecho tras hecho hasta lograr un manuscrito de determinado volumen. Los cuentos que valen, solos o en grupos, no son estornudos ni titubeos sino insinuaciones, formuladas con absoluta cla­ ridad y a la vez repletas de oscuridades: son invitaciones a recorrer caminos apenas abiertos y apenas vistos en un mundo ficticio, como todos, pero provisto si no de exten­ sión, sí de profundidad. La cuarta respuesta es mágica: hay recuerdos atávicos que despiertan con el acto de leer o escuchar una historia breve. Todo cuento, sospecho, nos permite volver sobre los pasos de nuestros antepasados hacia los comienzos, cuando nada había sino aquellas relaciones diminutas, y el resto era la oscuridad, libre de toda exploración y enunciación. Y la quinta y última respuesta es ésta: pese a todo, el pla­ cer que da la lectura de un cuento no necesita justificación. Aquellos que lo conocen y lo disfrutan, aun si no lo plantean como una reflexión sobre los límites de su existencia o como una búsqueda de la belleza, apenas necesitan lo que acabo de decir.


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cuentográfico —¿Por qué los 3 cochinitos están tristes en su cama? —Porque descubrieron que su mamá es una marrana.

Una vez, en un chiquero

muy especial —lo era porque sus habitantes hablaban y se cuestionaban cosas de ética, estética y anexas— estaban, meditabundos, los famosos cochinitos del cuento con el que siempre nos dormían nuestras cerdas tías, que, además de gordas, feas, bisbirindas, viejas y otros defectos, soñaban con atrapar un galán aunque fuera de opereta; las muy ilusas casarse tenían por objetivo y se calentaban grueso contándonos ilusiones de telenovelas, cine, radiodramas, culebrones y varias masturbaciones sobre las que no conviene abundar, pues ya nos gana el espacio y el no-tiempo, ése que se dosifica en todo cuento de reglas.


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En eso estaban los puercos cuando el más pequeño y pedo los puso felices, briagos, porque les había llegado por internet una manga de fotos con encueradas que no sólo buche, nana enseñaban, sino hasta tripa, pancita, maciza. Así se quedan dormidos ellos y yo aquí me detengo porque si no, tú, lector, te dormirás, cochinito.

Carlos López (texto) y Miguel Ángel Rodríguez, Lupus (ilustraciones)

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Estaban los tres puerquitos nostálgicos, pensativos, porque las gordas carnitas de su madre se salían de la cama y no encontraban manera de acomodarla y dejara de roncar, de paso, y sus flatulencias, sudor y otras excrecencias echara para otro lado.


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colaboradores Antonio Berruga Rittscher (México, df, 1969) es­ tudia la licenciatura en lengua y literaturas hispánicas en la unam. Tiene dos libros de relatos inéditos: Cuentos infinitos y Cuentos insólitos. Alberto Chimal (Toluca, México, 1970), narrador y ensayista, publicó los libros de cuentos El rey bajo el árbol florido, Gente de mundo, El ejército de la Luna, El país de los hablistas y Grey. Con el libro Éstos son los días obtuvo el Pre­ mio Nacional de Cuento San Luis Potosí 2002. Ha sido becario del Fonca y colabora en varias publicaciones del país. Giannis Dimilás (Creta, 1930) estudió ciencias po­líticas en Atenas; es periodista y narrador. Publicó su primer libro en 1973: De la vida y el holocausto de mi pueblo, de marcado a­cento histórico y etnográfico. Otro de sus libros publicados es Pan abandonado. Adán Echeverría (Mérida, Yucatán, 1975), poeta y narrador, es biólogo por la Universidad Autónoma de Yuca­ tán (uady) e integrante del Centro Yucateco de Escritores. Publicó los poemarios El ropero del suicida (2002), Delirios de hombre ave (2004) y Xenankó (2005), y el libro de cuentos Fuga de memorias (2006). Manuel Hernández (México, df, 1984) es periodista; estudia ciencias de la comunicación en la unam. Ha partici­ pado en diversos talleres literarios en la Casa del Lago Juan José Arreola. Andreas Karkavitsas (Lechená, 1865-Atenas, 1922) estudió medicina en la Universidad de Atenas. Además de una gran cantidad de cuentos y relatos, escribió también novela, testimonios de contenido histórico y costumbrista, artículos, crónica y textos escolares. Anguela Kastrinaki (Atenas, 1961), licenciada en letras clásicas por la Universidad de Tesalónica, se dedica a la traducción y la crítica literarias. Ha publicado dos libros


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de cuentos, uno de ellos: La huésped. En la actualidad, vive y trabaja en Creta. Gustavo Mejía (México, df, 1980) es egresado de la Facultad de Psicología de la unam. Ha participado en diversos talleres literarios. Armando Mixcoac (Tehuacán, Puebla, 1983) es narra­ dor, estudia lengua y literaturas hispánicas en la unam. Julia Otxoa (San Sebastián, 1953), poeta y narradora, publicó los poemarios Luz de aire, Centauro, La nieve en los manzanos, entre otros. Su obra ha sido traducida a varios idiomas y recogida en diversas antologías de microficciones como: Galería de hiperbreves, Sea breve por favor, Micro Quijotes, La otra mirada y varias más. Aléxandros Papadiamandis (Skiathos, 1851-1911) ingresó a la Facultad de Filosofía en la Universidad de Atenas en 1874. Autodidacta en los idiomas inglés y francés, también se consagró al estudio de la gramatología clásica griega, la filosofía y la literatura. Fue periodista, articulista y traductor. Autor de las novelas El emigrante (1879), El mercader de las naciones (1882) y La gitanilla (1884). Miguel Ángel Rodríguez, Lupus, es artista plástico originario de ciudad Nezahualcóyotl; forma parte del grupo NezaArteNel. Pintó más de 4,500 metros cuadrados de mural y ha participado en más de 60 exposiciones en el país y dos en España. Laura Quintanilla (México, 1960) estudió diseño en la Edinba y pintura en la Academia de San Carlos. Ha realizado exposiciones individuales y colectivas en im­ portantes galerías de México y el extranjero. Obtuvo el primer lugar en el Premio Nacional Marco y en el Primer Certamen Internacional de Pintura Los Ferrocarriles y la Pintura (1995). Antonio Ramos (Monterrey, nl, 1977) es egresado de la carrera de letras españolas de la uanl. Obtuvo el Premio Nuevo León de Literatura 2003; fue becario del Centro Mexi­ cano de Escritores 2002 y del Fonca para Jóvenes Creadores 2004-2005. En la actualidad, cuenta con la beca de la Funda­ ción para las Letras Mexicanas en el área de narrativa.


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Angélica Santa Olaya (México, df, 1962) se licenció en periodismo y comunicación colectiva por la unam. Egre­ sada de la Escuela de Escritores de la Sogem. Publicó los libros Habitar el tiempo, Dedos de agua y El sollozo. Petros Tatsópulos (Creta, 1959) estudió economía y ciencias políticas en Atenas. Ha trabajado como guionista, trabajador so­cial y periodista. Es autor de seis libros. Vicente Antonio Vásquez (La Antigua, Guatema­ la, 1939), escritor e ingeniero civil, publicó tres libros de cuentos: Los cuentos de Chente, La muerte es un acto prosaico y Los adultos también gatean, y la novela La vida es sencilla. Elías Venezis (Aivalik, Asia Menor, 1904-Atenas, 1973), narrador, escribió sobre la pérdida de las regiones de Asia Menor, sobre su infancia y la guerra. Además de muchos relatos, escribió las novelas El número 31328, Serenidad, Tierra eolia e Impresiones de viaje. Dimitrios Vikelas (Isla de Siros, 1835-Atenas, 1908) es considerado como el iniciador del cuento o del relato corto modernos en Grecia. Gran viajero, estudió en la Universidad de Londres. Escribió poesía, impresiones de viajes, estudios y una novela: Loukis Larás, traducida a diez lenguas.

A lberto D urero , en su grabado Melancolía, formó el siguiente cuadrado mágico: las cuatro líneas horizontales, las cuatro verticales y las dos diagonales suman, cada una de ellas, 34; en las dos cifras centrales de la línea inferior, Durero anotó el año en que realizó la obra: 1514. 16

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Cuentos para

ver,

oĂ­r,

disfrutar:

Limbo y otros cuentos, de Rebeca Mata

Editorial Praxis


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