Un día de pesca

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Un día de pesca

En el invierno de 1977, viajó con su papá, activo militante de la juventud

peronista, a Santa Teresita, en la costa atlántica argentina, lugar donde durante muchos veranos pasaba las vacaciones con su familia. Felipe, junto con dos compañeros de militancia, trabajaba periódicamente en la construcción de casas prefabricadas de madera en la costa. Uno de los fines de semana, Alejo, se sumó al viaje. En su casa, desde muy chicos, era moneda corriente para su hermano Andrés y para él escuchar sobre las personalidades de la política nacional como Evita, Perón, Cámpora, Manrique, Balbín, Isabelita, Rucci, el Che. Aunque sus padres les recomendaban no hablar en la escuela de nada relacionado con el peronismo, en la parte interior de la puerta de su casa estaba dibujada una V de la victoria con una P grande en el medio -que significaba “Viva Perón”- y unas J y P flanqueando ambos lados -cuyo signo emulaba a la “Juventud Peronista”, corriente de la que formaba parte Felipe-. Allí se hacían los clásicos “asados peronistas” -como los describía la mamá de Alejo: dos kilos de asado y la damajuana. Participaba de los mismos una fauna de personas y personajes que hoy forman parte histórica de la militancia peronista de los años setenta en la Unidad Básica “Los Caudillos”, de Fray Cayetano Rodríguez y Neuquén, en el barrio de Flores y, con ellos, tantos compañeros y tantas compañeras del activismo que tiempo después debieron exiliarse del país ante la persecución de los gobiernos de facto o que fueron “chupados” -momentánea o definitivamentepor la última dictadura militar, que volvió a teñir la historia democrática de la Argentina. Esos asados eran la despedida de muchos de esos militantes que tenían que irse del país porque sus vidas corrían el mayor de los riesgos. En esas comidas, hasta entrada la madrugada, cerca de treinta o más personas se juntaban para el brindis de despedida de los que dejaban la patria y que, a no ser por grabaciones o cartas, durante mucho tiempo no volverían a regresar. También servían para planificar pintadas “prohibidas”, en actitud desafiante al

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gobierno militar. Los activistas, muchos integrantes de la JP, se distribuían por las calles desoladas de la 5ta. Circunscripción, por las noches, a riesgo de ser atrapados por los aterradores Falcon verdes, conducidos por integrantes de las fuerzas armadas, vestidos siempre de civil. Una noche, Alejo quedó impactado, cuando, en la esquina de las calles Páez y Donato Álvarez, a metros del árbol donde se aferró Vallese, en 1962, su papá y tres de sus compañeros se toparon con el loco Mingo. Unas horas antes, habían pintado la pared de una casa abandonada, con símbolos y frases peronistas. Cuando regresaban de hacer otras pintadas, observaron que Mingo había tapado los símbolos peronistas con la hoz y el martillo, en color rojo. Alejo, que solía acompañar a su papá, se quedó en la retaguardia con uno de los jóvenes más inexpertos. Felipe y los otros dos se acercaron a Mingo, le hablaron con confianza, hasta que uno le puso el tacho con engrudo de sombrero para que el otro le diera una trompada que lo dejó tirado contra la pared. Cuatro años atrás, había estado jugando en la puerta de la casa de su abuela, sobre la avenida Avellaneda, a una cuadra de la balasera que terminó con la vida de Rucci. En aquellas cenas, a veces, definían una idea que luego sería plasmada en un volante que, días más tarde, arrojarían desde el Citroën celeste de Felipe, en el trayecto a las canchas donde Argentinos Juniors jugara un miércoles a la noche de visitante. La volanteada, también, se repetía casi al finalizar el partido, en la tribuna, pues otorgaba menos riesgos de ser identificados. Los días domingo aprovechaban para encontrarse en la previa del partido que el Bichito de La Paternal jugaba de local, en El Balón, uno de los más emblemáticos bares de cerveza tirada, en la esquina de la avenida Gaona y la calle Bolivia. Luego del partido llegaba el encuentro con panchos y birra para los adultos, como el día del debut de Maradona en la primera división, a mediados del año 1976. Esa tarde, Alejo y Andrés pudieron ver, detrás del arco de Munutti, donde el “Hacha” Ludueña, el volante central de Talleres de Córdoba, convertiría el único gol del partido, el ingreso, debut, del crack en ciernes del fútbol argentino. Más tarde, todos a El Balón, para atiborrarse de pebetes con salchichas caseras, abundante mostaza, Pepsi para Andrés, Teen para Alejo, y a esperar que la charla post partido sobre el juego y las acciones políticas a futuro devinieran en la partida al hogar para preparar útiles y completar las tareas que debía presentar el lunes. Luego, cuando el reloj marcara las 11, a dormir, para levantarse tempranito a desayunar las tostadas con manteca y azúcar y el mate cocido que les prepararía la abuela Josefa, antes de irse a la escuela. Aquellos asados de despedida a compañeros y compañeras de militancia, les daban la oportunidad, a Alejo, Andrés y otros chicos, de jugar en la calle hasta más tarde, época en las que los vecinos salían con banquetas, mate o sangría preparada con rodajas de durazno y se sentaban a charlar y tomar aire,

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especialmente durante el verano. Casi no había tránsito en la cuadra, los colectivos pasaban a cien metros y las puertas de las casas permanecían siempre sin llave, hasta que las familias se iban a dormir. Era típico escuchar: “¿cerraste con llave?”, como última señal antes de acostarse. Alejo y sus amigos se quedaban jugando, especialmente a las escondidas, pero también campaneaban los movimientos de la policía. Eran tiempos de estado de sitio, se prohibía a la ciudadanía estar reunidos en la calle, en grupos mayores a cinco personas y resultaba más que sospechoso que de una casa entrara y saliera tanta gente. Uno de los frecuentes concurrentes al club barrial frente a su casa, donde pasaba todo el día jugando al fútbol con sus amiguitos, era un alto mando de la Policía Federal. El vecindario sabía de su marcada ideología peronista En el fondo del club existía una sala secreta donde se jugaba a las cartas. Uno de sus compañeros de juego, un acérrimo radical del tronco de Balbín, había puesto, en el sector de caja fuerte donde estaba la oficina del presidente del club, una foto donde se lo podía ver al jefe policial al lado del General Perón, cuando regresó al país en 1972, en la mañana lluviosa, en el aeropuerto de Ezeiza, luego de sus años de exilio forzado. El ex custodia de Perón jugaba varias veces por semana al póker. En la puerta del club, tres Ford Falcon, todos verdes, esperaban que el jefe terminara sus whiskies y su partida de cartas. Alejo y sus amigos jugaban en la calle y observaban cuando alguno de los autos se iba. Un auto se quedaba siempre hasta que terminara el escolazo, como escudo de protección para el jerarca policial ante la seguidilla de atentados que estaban ocurriendo contra los mandos militares y policiales. Cuando la brigada partía, Andrés y Alejo avisaban para que los comensales del asado de despedida de alguno que debía partir al exilio empezaran a salir de la casa. Siempre lo hacían en tandas de tres o cuatro, cuando promediaba la madrugada, como elemento de distracción a cualquier observador inoportuno que pudiera denunciar tantos sospechosos movimientos de gente.

Ese fin de semana de 1977, en Santa Teresita, fue distinto a otros viajes que Alejo hizo con su padre. En la radio se escuchaba una canción con gancho comercial que pasaban a toda hora. El estribillo decía “no te borrés que te necesitamos, si te quedás y confiás vas a ver que ganamos”, melodía que, con una letra modificada, es canto constante de arenga en los estadios futboleros del país, desde entonces. En cada tanda publicitaria se escuchaba ese tema. Estar allí significaba mucho para Alejo, era de esos momentos en los que disfrutaba de su padre para él. Un día después se sumarían su mamá y su hermano; los compañeros de Felipe no llegarían hasta el lunes. Era un fin de semana familiar, si bien los dos primeros días los tenía para disfrutar a solas con su papá.

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Ese viernes estaba raro, con lluvia, viento, muy gris, lo que impidió que Felipe avanzara con retoques en la parte exterior del chalet que estaban edificando. Al día siguiente hubo un sol radiante que le permitió a su mamá broncearse. Pero el viernes pasó algo. Alejo y su papá experimentaron algo que podría describírselo de manera definitivamente irreal para un niño de 10 años, con toda la carga emotiva de una realidad que tuvieron que silenciar. De aquello que vivenciaron, Felipe le diría luego que no podría comentarlo con nadie; además ¿quién les hubiera creído? No se podía decir nunca nada, ni hacer mucho, había mucha paranoia y soledad, un “no te metás” muy marcado. Los chicos solían jugar todo el día en la vereda, sin embargo, las recomendaciones de las mamás eran del tono “no pateés la basura porque puede haber una bomba”, “no hablés de nada con nadie que no hable de nada con vos” y “llévate la cédula de identidad”; “¿a los 10 años?” -contestaba Alejo de mala gana-; las de los gobernantes: atención con los que usan barba y pelo largo y, por sobre todas las cosas, ser un espía de todos. La tormentosa tarde de ese viernes se convirtió en única y a partir de allí Alejo tuvo plena conciencia de que desaparecía gente, que alguien la hacía desaparecer, pero, sobre todo, que no sería tan fácil ocultar esas desapariciones. Era absurdo entenderlo aunque sus padres se lo habían explicado; no lo evaluó de esa manera ni lo meditó hasta muchos años después, cuando en democracia volvió a charlar sobre lo que había sucedido ese tempestuoso día. Lo que sí quedó grabado en su recuerdo fue lo que su papá comentó con su mamá al día siguiente, con sus compañeros de trabajo el lunes, cuando llegaron y, en varias ocasiones, en las reuniones de militancia, en las que Alejo tenía la posibilidad de acompañarlo. A Felipe le gustaba mucho la pesca. Una intensa lluvia no iba a detener lo planificado por padre e hijo, como nunca detenía los asados en la casa. Munidos con sus cañas -Alejo con una pequeña de fibra de vidrio, para tratar de pescar lo que tanto ansiaba, un tiburón-, se fueron a la playa. Abrigados, para que su madre no lo retara de pescar una gripe en vez de un pez, se aventuraron hacia el mar, caminando alrededor de nueve cuadras, con mucho viento en contra y un tachito con lombrices. La costa estaba desierta, gris el cielo que configuraba un perfecto y único fondo con el océano, también grisáceo. Alejo tiró con su caña, pero estaba más atento a lo que pescaban los demás y lo que recolectaba un grupo de pescadores con una gran red; se metían hasta bien adentro y sacaban todo tipo de peces, cangrejos, camarones y algas. Felipe también entraba, unos cien metros, tiraba lejos y esperaba la pica. Siempre sacaba algo: ese día fueron una corvina rubia y una corvina negra, luego adobadas para la noche y el día siguiente, para cocinarlas al horno, con papas y cebolla. Alejo no era afecto al pescado, así que en este tipo de viajes sus papás lo mimaban con milanesas a la napolitana y ravioles con estofado. Alejo no pescaba nada, nunca tenía suerte, pero disfrutaba del ritual de

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su padre y los otros pescadores: encarnar, adentrarse en las aguas, tirar, recoger, atrapar un gran pez y, especialmente, le gustaba mirar lo infinito del mar, esa inmensidad que lo atrapaba buscando con su mirada la aparición de toninas o un aleta de tiburón. De repente, la tarde se tornó serena, a pesar de la lluvia y gracias al amaine del viento. Alejo buscaba tiburones. Estaba en boga el éxito del escualo del film de Spielberg y había empezado la obsesión de algunas personas antes de entrar en el mar. Alejo buscaba aletas; lo único que llegó a ver fueron unas cuantas toninas que engalanaron la tarde y que los pescadores afirmaron que precedían una intensa tormenta que se daría horas más tarde. En un momento, Felipe fue a tirar por tercera vez. Alejo le gritó diciéndole que a lo lejos había cosas flotando y que -seguro- para él eran tiburones; la utopía de su relato, sin embargo, fue considerada por su padre, que detuvo su lanzamiento y lo comentó con otros pescadores. Adujeron que podrían ser restos de maderas, tal vez de algún choque entre botes, pero nada avizoraba que pudiera tratarse de una catástrofe. Aunque para Alejo y el resto de los presentes lo fue. Otras personas se juntaron a mirar a lo lejos, una vez que el niño corrió y le avisó al guardavidas que, con handy en mano, se acercó y pidió soporte humano y vehicular. Mencionó que para él eran ahogados o personas flotando. Luego se metió con una cuerda y dos salvavidas. En cuestión de minutos llegaron otros dos guardavidas que se sumaron, a nado, mar adentro. Los presentes se fueron mojando los pies, metiéndose en las templadas aguas saladas -serían unos pocos metros dentro del agua, pero para Alejo representaba una enorme aventura acercarse-. Se descalzó y se dejó mojar por las olas. Pasó un helicóptero sobrevolándolos y luego se apostó sobre el lugar del siniestro, en apoyo aparente a los bañeros. Se sumó un bote de goma y pudieron ver como cargaban varios objetos en la lancha. Eran cuerpos humanos. El helicóptero se retiró cuando llegó una camioneta negra con varias personas de civil. Los que estaban, alrededor de quince personas, se fueron acercando a la embarcación. Llegó antes que los guardias de rescate, que regresaron a nado. Personal civil, con insignias en sus camperas, depositaron los cadáveres en la arena, entre seis y ocho personas semidesnudas, aún sin deterioro del cuerpo, con los rostros llenos de algas y musgos. Felipe no pudo impedir que su hijo se acercara y los viera. Tampoco preguntó nada. Los cuerpos fueron cubiertos con bolsas negras y cargados en camillas. Los apilaron en la combi. Después se retiraron. Nadie dijo nada. Solamente uno de los pescadores sostuvo que no era usual que llegara una camioneta civil, que siempre venían la policía o una ambulancia. Al día siguiente, nada apareció reflejado en la prensa local.

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Alejo pensó que un error de cálculos, el flujo de las mareas o la necesidad de las almas en negarse a desaparecer regresaron esos cuerpos a la costa de Santa Teresita. Lo supo esa tarde. El resto, treinta años después. Eran desaparecidos.

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usualmente… solo flotan cuerpos a esta hora. Luis Alberto Spinetta, 1983


Tedeschi Loisa, Diego Publicado en © Tres de un par imperfecto. Cuentos a la crema 1º edición – Ciudad Autónoma de Buenos Aires. 360 p.; 17 x 24 cm. © 2014 Bubok Publishing S.L. 7

ISBN 978-987-33-4944-7 1. Narrativa Argentina. 2. Cuentos. I. Título CDD A863 Impreso en Argentina / Printed in Argentina Impreso por Bubok Fecha de catalogación: 06/05/2014 Hecho el depósito que impone la Ley 11.723 Prohibida la reproducción total o parcial de la obra sin citar al autor. Todos los derechos reservados.


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