Ro sebastián

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Ro Sebastián El aguante - La porteña

Y no quiero cortejos numerosos, ni epitafios de gloria, ni hipócrita gratitud fría y tardía. Quiero el amor, Hoy, ahora, en este día. Quiero que me besen, que alguien vigile mi sueño desde el vano de la puerta.

Carlos Mendes


Plomo en las alas Yo soy un hombre del sur / polvo, sol, fatiga y hambre / hambre de pan y horizonte / hambre… El Transformista cruzó Pueyrredón con la peluca asomada apenas de su bolso hinchado y mustio. En El Olmo ya quedaban los que pasaron sin pena ni gloria de la cerveza al café con leche. Tuvimos información precisa del Oviedo: por ahí rondaban Ezequiel y el Paraguayo. Finalmente, se habían sentado pegados a la vidriera, viendo pasar a todos: todos, a esa altura, son clientes. El Transformista se sentó a nuestra mesa, esa con el nicho de una venus impasible al costado. Cansado, se pasó una servilleta por la cara. “Mirá”, dijo mostrando unas huellas marrón claro, “todavía”. El Taxi entró por la puerta principal. “Mi amor, qué tenés ahí, un gato muerto”. El Taxi sonrió con una mueca de ocasión. “No te hagás ilusiones, que no resucita”, dijo una Mala, mojando la medialuna. Por Santa Fe nunca hubo tantas travas. “¿Y éstas?”, dijo el Transformista pasándose otra servilleta por la nuca. “Mirá”, dijo mostrando un papel mojado y deshecho, “ya hace calor”. Había llegado el Clarín a los kioscos. “El Clarín llega primero, después viene el flete de La Nación. Mirá qué chongo”. El repartidor tiró el paquete de diarios a la vereda y se quedó un segundo mirando. “Mi amor, llevame en el camioncito”, dijo la Mala. El Taxi tenía hambre. “Qué querés”, dijo el Transformista. El mozo trajo el cenicero y escuchó mirando hacia la calle. “Papas fritas”. El puestero de flores les echaba rocío a los crisantemos. Amanecía y los colectiveros lucían como recién lavados. Dos loquitas de pelo amarillo cruzaron Santa Fe a los gritos con el semáforo en rojo y el Transformista devoraba con delicada avidez las papas fritas. “Todo debería funcionar alrededor de Plaza Flores, hasta la iglesia tenés ahí, y la plaza de las transas. ¿El Paraguayo está en el Oviedo?”. La Mala se metió media medialuna en la boca y levantó una ceja. “Andá a pagarle un especial de salame, mi amor, que te está esperando”. El Transformista miraba a la nada. Entró uno con pinta de portero y subió al baño. La Mala se alisó la ceja, el Transformista tragó entero un bocado y se limpió la boca, el Taxi llamó al mozo. ¿Quién subía? “Arriba están limpiando”, dijo la Mala con resignación. “Una coca”, pidió el Taxi. Dos tipos se acercaron. “Qué bueno el show”. “Gacias”, dijo el Transformista con tristeza. “Los strippers están bárbaros”, continuaron los Gays. El Transformista miró primero al Taxi. Después dijo “los chicos tiene que trabajar cada vez más, ahora saben moverse”. El Taxi tomó la coca de un saque y se fue. “¿Y a esta qué le pasa? No pagó. ¿Vos lo invitaste?”, dijo la Mala. El Transformista suspiró, y los Gays seguían ahí, esperando algo. “Vengan el miércoles que renovamos, chicos”. Los Gays le dieron un beso y se fueron. Pasé por el Oviedo. “El mejor café del mundo”, decía el Loco del Cuaderno. Ezequiel y el Paraguayo no podía aburrise. Miraban con codicia hasta una sombra


que pasara por la vereda. Había una mesa de cinco. Entró un cana al baño. A punto de sentarme le hice una seña de café al morocho y me fui al baño. Uno de la mesa de cinco decía “en esa Fundación te ponen ‘Para Elisa’ cuando esperás por teléfono”. “¡No! ¿Seguro? Propaganda subliminal”. El cana se había metido en el privado. Esperé en el mingitorio. Silencio. ¿Estaría ya el café en mi mesa? Un apenas perceptible ruido a hebilla marcó el medio tiempo. No se me paraba. “El alcohol”, me dijo, el que llevamos adentro. Se oye la descarga. Se abre la puerta del privado. Nos miramos, se pone frente al espejo, se ajusta el cinturón cargado, lo miro de reojo, se acomoda el gorro, sale. La soledad de la tetera, todo un tema. Salgo y la claridad de Pueyrredón me dolió en el fondo de los ojos. ¿En qué momento brotaron tanto los plátanos? Los estrépitos de la mañana me hicieron pensar que ya tenía sueño. Pasó el Transformista con su bolso. Yo sé que camina hasta Córdoba y toma el 132 y se sienta atrás de todo. Nadie tan serio como un transformista en colectivo, dicen. El café está tibio. El Paraguayo hace un paneo y me mira. Se levanta acomodándose el bulto. “Pas mal”, susurra uno de los cinco. ¿Otra vez al baño? El mozo lee el Clarín. El gallego pasa las medialunas de la bandeja negra a los platos. “Ma, sí”. “Diez”, me dice el Paraguayo cuando le acarició el bulto. Está al palo, ¿es posible? Caen los hilos de agua por adentro de las paredes. Hay un vómito brusco en los azulejos de uno de los privados. Cerramos esa puerta y nos metemos en el otro. Transamos a oscuras. El mundo es lo que queda. Pienso en el Transformista, veloz por Rivadavia, deslumbrado por la luz del nuevo día. Polvo, sol, fatiga y hambre…1


Suela y sudor Yo escuché otras sirenas cantar. Sirenas sobre la calle Brasil. Constitución con look de mozos grises, deseosos de compañía de cualquier solitario en las mesas del fondo, oscuras con cervezas de litro. Te miran cruzado si vas mucho al baño, pero les despertás una sonrisa complacida con cincuenta guitas de propina. En la pizzería Amancay los techos altísimos chupan los ánimos y el deseo se escapa hacia el fondo. Tan lejos queda la tetera, que en la recta final ya se apagaron los ruidos del lugar y solo los eternos hilos de agua tapizan las ganas y la espera infinita. Por ahí entra un borracho, se para tambaleante en el mingitorio de al lado y comienza a largar un chorro finito de próstata hinchada y tinto berreta. Es noviembre y hace frío. Arriba, ventiluces con restos de vidrios pintados de celeste sucio largan un vientito vertical que te hiela la pija. Vuelta a la mesa, y Cacho escucha a una puta en serio, un descanso para un café y carajeadas a la dueña de la pensión: “es una reverenda cornuda, le voy a llenar la jeta de manos”, dice bajándose la musculosa hasta lo imposible. Cacho mira con indiferencia el par de tetas turgentes y después me dice “¿otro vinito, maestro?”. Cacho tiene una casaca naturalmente sucia y a esa hora espera con sueño el relevo. “Amancay está abierto las 24 horas. A eso de las cinco vienen algunos encargados de boliches que cierran. Siempre la cerveza es más rica en el local de al lado ¿no le parece? Che, Correntino, un café”. El Correntino habla un castellano que se comprende por los gestos. Lava, prepara minutas, maneja la exprés y el control remoto para salir a veces de Crónica TV y pararse en cualquier cosa que le ofrezca el zapping: un canguro de Quality, un cachivache de Sprayette, un clip de Los Claudios. Último viaje a la tetera, esta vez un peso de propina para Cacho. Los grafitis en la puerta del reservado mezclan “Argentino de Quilmes, capo del sur. Bera y Q.A.C. putos” y “María Cristina Pérez, perra, puta de Burzaco – El Topo” con “yo te la chupo mejor y gratis, mi amor”. Entra Cacho para la meada final, le llegó el relevo. Se pone de espaldas a mí, en el reservado. Suelta el chorro y mira de reojo. “¿Y, maestro? Ahora a un buen sauna, ¿no?”. “No sé… puede ser”. Cacho se la sacude y sigue de espaldas mirando de reojo. “Acá hay una que me pide treinta pesos. Está loca. Además, a mí me gustan los jueguitos, no todo rápido”. El alcohol desinhibe, pero ¿cómo encararlo? ¿Cómo medir la distancia entre su guiño cómplice y la posible revelación de mi deseo? Los putos son los otros. Los juegos entre machos, a mostrarla y joder, resumen la homosexualidad más pura, la que no se consuma, la que no existe. En Santiago del Estero y Brasil, El Triunfo cierra a la madrugada un sábado. Las putas y los cafiolos se recrean poniendo compactos de cuartetos a todo lo que da. Hay una mesa solitaria frente al baño. El mozo trae la cerveza con una


sonrisita por lo que escucha a la Yoli y la Sebas, que se cagan a gritos refregando su cuerpo en el mostrador. Los Claudios hacen vibrar el piso. Chicle bajo la mesa. Maní en los rincones. Gato. Una pendeja taconea hasta el baño de mujeres, pasa y me mira con algo parecido al respeto. “Quería mirarte culeando con un macho y pajearme”, alcanzo a pensar mientras se pasa el dorso de la mano por el culo y cierra tras de sí la puerta. Momento de ir a la tetera que es ideal: puerta, pasillo y doblando, es decir, da tiempo para interrumpir y simular algo parecido a lo que se debe hacer, es decir, nada. Reservado con agujero directo a los mingitorios. Ahí se puede uno sentar en la tabla del inodoro y espiar. Clientes y cafiolos llegan de a dos y pelan y mean comentando cualquier cosa. Una sucesión de tamaños y blanduras y colores que cortan la respiración, pero las sacudidas siempre medidas, nunca demorándose más allá de las convenciones, años de perseverar en escuelas, asilos, hospitales hétero; salitas de primeros auxilios hétero; internados, patios, rincones, cocinas, jolcitos, letrinas, cuchas hétero. Pero uno se queda. Ya pasaron cuatro y él se queda acaso adivinando que detrás de la puerta con agujero que lo mira… Le mando la señal que ya se sabe: el sonido de una aspiración nasal seca y breve. Lo espío: se va engrosando su miembro. No le veo la cara, pero escucho la contraseña: igual. Ya está. Siglos y todo sucede aquí y ahora. Abro, lo invito al reservado. Me mira, súbitamente se escuchan las risotadas que logran atravesar a Los Claudios porque se abrió la puerta. “Qué hacé, Córdoba”, le dice el recienvenido y Córdoba se la tapa mientras yo ya cerré la puerta del reservado dispuesto a esperar la oportunidad próxima. El rumor del amanecer ya se notaba hacía rato y ahora se instaló como un flash pálido en los ojos y los fresnos de la plaza se agitan y después uno es una nada simple y sin patria en el puente sobre las autopistas del sur.


Los fresnos de Ciudadela Seré tu querido verde y serás sombra en mi mitad.2 Debajo del puente de la estación Liniers es medianoche y me llamaste. Eras negro, joven, con unos wrangler nuevos que te marcaban un bulto impresionante. ¿Ya la tenías parada? ¿Me llamaste para que te pasara la mano por ahí? Venía el tren, yo tenía que tomarlo, a las 12 vencía la fecha. Todo el santo día bajando en estaciones repetidas: “las teteras del Oeste están difíciles. No son buenos tiempos estos”, me había dicho hace un año mi compañero de yire de los primeros ochenta, cuando los paulistas del centro esperaban, generosos, la demolición. Ramos Mejía era una meca, o Flores. En la tetera de Flores la organización del personal de control funcionaba a la perfección: los que hacían de campana tenían sus horarios, había turnos dobles a la noche, cuando los valijeros preyuppies arreciaban con su mezquina libertad y llenaban el lugar de un tufo a establishment y paranoia. Tuve a uno una vez en el reservado más estratégico. Olía a Crandall, impecable blazer, mocasines negros de charol, finísima pulserita de oro. Temblaba: por el miedo, por la Cruz, por sus hijas, por evitar cualquier mancha que lo delatara frente al mundo de la claridad. Cuando le saltó la primera gota de sudor, supe que ya era mío y que su tiempo se detiene en esa escenografía que mi compañero de yire, en un raptus nietzschiano define (¿definía?, ¿dónde estás, Cocú?) como “la felicidad de un invierno privado”. Volviendo a vos, negro de Liniers, te vi cuando te picabas porque hubo un brusco resplandor, un espejito de Rivadavia o ese fulgor último de una estrella que se muere. Me acerqué porque quería tocarte ese bulto Stone y sacaste la sevillana. Hoy que es verano y el sol estalla, desde el tren que me lleva a Once miro ese lugar del puente y ya no hay nada, ni basura. Aquella noche te dejé así, con ganas de algo que no entendí, ni susto tuve porque llegaba el tren y me acordé de Ciudadela. “Hay un lugar que me dice Cocú, una vereda cerca de la estación. Hay unos fresnos… ¿los ubicás? Son los que más abundan, después de los plátanos. El tronco es más bien fino, pero muy curtido y con grietas y una copa que se abre generosa. Son los primeros que se ponen amarillos en el otoño”. Me dijo la calle, la altura, el lugar exacto del edificio. “Bueno, el encargado atiende y después de las doce se sienta en el umbral”. Fui con la imagen del negro picándose, como un sello estampado a fuego porque de Liniers a Ciudadela hay unos pocos minutos y en esa cuadra vi por primera vez a los fresnos, apenas agitados por la brisa y con un sonido a palo de lluvia. Si lloviera, pensé, buscaría refugio, buena oportunidad para convidarle con un pucho, ver caer las gotas y desear que no acabe nunca el agua eterna. Me vio llegar. Por primera vez saludé a un desconocido con un “hola” cargado de ganas de quedarme. Los fresnos, como siempre, satisfechos con su testimonio mudo: lo que vendrá será nuestro, medio sepultados, medio tocando el cielo, somos una


respuesta posible de esto: saco un pucho y me paro para encenderlo, justo ahí, frente a él. Funciona: me pide uno. “Está bueno, como echarse un polvo”, me largás así nomás, de una. Descripción para una tendencia compulsiva a manotear cuanto pantalón azul de Coppa y Chego se ponga a tiro: provinciano -salteño o tucumano-, pero con toda la cadencia porteña, purísima de hombre del Abasto transmigrado a Ciudadela, chonguito en el Carnaval ’78 del club Claridad, algunas canas, después codiciado por una snob en Camelot de Ramos, camisa gris abierta hasta el nacimiento de una panza justa y unos pectorales duros a fuerza de pasar la franela por los marcos de bronce, como si quisieras borrar la marca de tu infancia deseosa frente a la Mate de Luna y la tensión por vecinos que te llaman por cualquier pelotudez y bajar las bolsas negras todos los días, los días que pasan, como nada, hinchándote las pelotas. Quise que te olvidaras de todo eso y te pedí de ir al baño. “Me tomé un litro de cerveza y vos viste, está fresco…”. “Aguantá un pendejésimo, que ahora entra el último auto a la cochera y después… ya está”. Nos quedamos hablando en el umbral y me fuiste metiendo en tu onda en un degradé que fue de los canales codificados para el fútbol, después los de películas porno y de ahí al cine Place de Liniers en la recta final hasta que estiraste la pierna y la pegaste junto a la mía. Los fresnos no se agitaban, había parado la brisa y sentía tu calor, hijo de puta que me calentaste como nadie en los últimos años. Después auto, cochera, vecino, llaves, hasta mañana Gregorio, saber tu nombre, silencio, tu depto, tu baño, tu boca, tu sexo, tu gancia, tu mesa, tu mano, tus ojos, tu infancia, los fresnos… Salir antes del amanecer, los fresnos respiran, significa: puedo volver, puedo volver, cualquier noche de estas puedo volver. Subo al tren en Ciudadela, sin boleto, las estaciones pasan como décadas, voy hacia mi nacimiento, hacia mi muerte, no sé ni me importa, el viaje parece no tener fin, el primer color de la mañana me arranca de la ventanilla, cantando bajito sueña talismán querido… sueña un tiempo de aguaceros en el valle de la luz.


Peaje bi Llegás-teamí-querí-doamor / tefuis-tesín-decir-adiós / rompién-doasí-micó-razón… ¿Hay un viernes sin Tropi? Juan Emilio examina el volumen y el movimiento de su colita rubia en los espejos laterales, se mira las manos y se cambia el anillo de plata que más le gusta: del anular al índice. La chomba escote en V, ¿afuera o adentro? Le gusta lucir el cinto símil cocodrilo y el bulto que le marca el pantalón beige -con esa caída espectacular- hay que mostrarlo: adentro. El mono de la entrada le guiña el ojo. “¿Qué hace tan temprano, varón?”. Juan Emilio avanza por el interior de una nave desconocida: no hay nadie. Se da cuenta que nada es comparable al tufo de las 2 de la mañana, humo y vapor y sobacos y perfumes dulzones de Dufour. Ahora hay un frescor inédito, unos chabones recién están terminando con la limpieza. “Andá a la Tropi, sale siete pesos”. Recordaba el gesto de sorpresa del puto que le chupó la pija a Amancay: “¿Y qué hago yo ahí, boludo?”. Acabó enseguida y tiró el forro al mingitorio. “Loco, tiralo por la ventana”. Quién va a decir nada, pensó, mientras se lavaba las manos con un hilito de agua y esperaba a que le bajara un poco el bulto. Por entonces yo era mucho más joven y pelotudo: hace un mes, apenas, y uno se vuelve un hombre de este mundo, desconfiado y loco. Le hice un nudo al forro y lo arrojé por un agujero del vidrio. Le dije que sí, que después me iba a animar “a entrar al Tropi”. Volví a la mesa. La cerveza ya me iluminaba. Todo resplandece. Se borra la miopía. Tengo la respuesta justa para el canalla, la réplica soberana para el injusto. El puente sobre la autopista está solo, pero yo pienso en circos y un suicidio cuando en la mitad del puente apareciste con tus dieciséis años y un gesto subScorsese. Venías caminando rápido y algo me dijiste cuando estabas a unos metros. Mecánicamente amagué con sacar el atado de puchos. “El brusco metal”, podría haber dicho Borges, pero no era momento: me empujabas el vientre con un cortapapeles. Podría haberte roto la cara de una patada cuando me levantaste la cédula, pero te di lo que tenía: once pesos. Me quedé justo en la mitad del puente mirando los autos que van para Avellaneda. Una luna perfecta coronó la soledad y el alivio por haber tramitado un peaje sin fisuras. Ahora no bastaba con seguir para casa. Me volví. Habías desaparecido. La boca del Tropi exhalaba un calor húmedo. “Busco a un muchacho rubio, tiene un pantalón beige, usa colita…”. El mono de la entrada hizo un gesto parecido a una complicidad. Juan Emilio aparece con una lata de cerveza. El nuevo escenario nos transforma. “Me afanaron en el puente, no tengo un mango”. Juan Emilio me toma del hombro y me lleva hacia el interior de una enorme garganta que titila con


sordos ruidos, por primera vez una bailanta me traga y hay minas oscuras de salón inmemorial esperando con tetas bamboleantes y tipos detentando el orgullo de la posesión: este imperio no se muere. Espartaco, rey dorado, avanza conmigo hacia un lugar sin límites: allí me siento y un flash me muestra la marca del rouge en el vaso. “Te presento a la Beatriz”, me grita Juan Emilio. Beatriz me da un beso y me ofrece su trago. Un fuerte sabor a ananá con alcohol que adoptaré para siempre, pienso mientras veo su cara que me mira sin rodeos. Sabiamente borra mis fronteras de acero como si fueran plumas. Juan Emilio me trae un gancia y ahora nos envuelve a los dos con sus brazos, mientras se mueve con el ritmo poderoso del aire. El telo huele a pinolux y los cubrecamas son mandalas fucsias y negros. Como en una instantánea cargada de prodigios y que se mira por horas, Juan Emilio en slip blanco y Beatriz en la penumbra configuran cualquier símbolo: una llave, una semilla, una tarde adolescente que espera ser violada, una copa de metal en Pompeya, un puente. “La escena primordial”, me dice días después un amigo psi. Desde la penumbra hacia la luz del velador, Beatriz nos organiza. No sé qué instante ha superado al resto. Acaso pueda sentir que quedará grabado para siempre el primer beso desesperado con Juan Emilio, el último nudo que restaba por atar en ese triángulo irregular que se resistía a fijarse, que danzaba en una lenta multiplicación de formas, como un protector de pantalla que protegía al mundo. O, mejor, en otra de las infinitas polaroids de esa madrugada, mi mano izquierda acariciando un pezón de Beatriz, mi mano derecha conteniendo las pelotas de Juan Emilio como si allí se concentrara el origen de todas las cosas, mientras otra mano, no importa de quién, se mete por mi pelo hasta hacerme estallar de ternura. No puedo decir por hombre las cosas que ella me dijo, la luz del entendimiento me hace ser muy comedido. En un respiro que me dejó por un minuto afuera del vértigo, ensayé con la mente un relato capaz de contener todo ese amable infierno. Pensé que podría ser el episodio elegido para el secreto supremo, la carta en la manga, el mejor enigma para adosarme en la mirada. Entonces, esto va al cesto de papeles. Mientras me consume la llama de la despedida sobre la calle Brasil, ya pequeños, ya empujados por la mañana hacia el sitio en el que no podemos vernos, el puente solitario que alguna vez habrá que atravesar.


Blues de Plaza San Martín Soy uno que declina reinar en la trenza obediente del deseo, pero que estira sus miembros… Todo fue una puesta en escena largamente imaginada, ensayada ante personajes poco atractivos -es decir, los que me despiertan menos fobias- como para ir tanteando si el libreto convenía y convencia… El diálogo puede empezar con esta línea: “¡Faaaa… cómo te hace mear la cerveza, loco!”. Esto, colocándote en el mingitorio de al lado. Invariablemente todos te responden algo. Frase mayoritaria: “Y sí…, qué va’cer…”. Están los que se la mandan guardar rápido, un poco asustados. Otros, niegan el matiz del deseo que, aunque no lo quieras, se filtra por ese lenguaje suburbano con cadencia paqui de que sos capaz, y te siguen la charla hasta que terminan el trámite. Otros reconocen aquel matiz, pueden seguirte la corriente, pero con un gesto que te aclara “Está todo bien, pero no me interesa lo tuyo” (traducción templada por la paranoia). Otros acceden en cuanto intuyeron la sola intención de alguien que les iba a dirigir la palabra… Eran las cuatro de la mañana, y yo estaba en la mesa charlando con el mozo sobre las bondades de la sal. “Usted le echa una pizquita a la cerveza y le quita todo el ácido… No le cae mal”, me decía. Vos llegaste con un compañero de ronda y te sentaste en una mesa cercana. De pronto el corazón se me detuvo: pasaste a mi lado, no me miraste, ibas al baño. Yo había ido dos veces ya, pero el mozo conoce los estragos diuréticos que me provoca la cerveza. Por las dudas, le pago con buenas propinas cualquier atisbo de sospecha. Encendí el pucho de los momentos cumbre y me mandé hacia allá. ¿Cómo describir la sensación? Verte de espaldas, contra el mingitorio, como esperando… “¡Faaaa… cómo te hace mear la cerveza, loco!”. Me miraste con una sonrisa. (Pero, si como dijo Borges, el castellano tiene la ventaja sobre el inglés de poder acuñar para el corazón y la memoria una palabra como “sentadita”, yo puedo declarar que lo tuyo fue, definitivamente, una sonrisita). Ya habías dejado de mear y yo no pude soltar ni una gota. “Y sí… qué va’cer…”, respondiste con amorosa obviedad. Entonces, empezaste a mirártela mientras la sacudías. “Ya está”, pensé, “¿y ahora?”. La trenza del deseo obedecía puntualmente, pero una frenada brusca. Finalmente un cana, ahí, al lado mío, en una tetera de Retiro… Te la guardaste, te pusiste a un costado y me pediste un pucho. “Los tengo en la mesa…”, dije, disimulando el temblor. Y allí me asistieron los dioses y las diosas de las mitologías más bellas de todas las culturas habidas y por haber, las que promocionan en pantallas celestes las bondades de la libertad: “Tomá…”. Y te alcancé el mío. Lo aceptaste y le diste una pitada larga, mirándome con los ojos entrecerrados por el humo. Me lo devolviste y tuve la feliz idea de aceptarlo y darle yo una


pitada, entrecerrando los ojos por el humo, y mirándote. El cigarrillo ya era de los dos, en un ida y vuelta que coronaba el deseo y borraba cualquier terror, en vos y en mí. Me acerqué y te pasé la mano por el bulto. Acerqué mi boca a la tuya y me ofreciste el beso más pleno que pude imaginar. Nos abrazamos y empecé a mojarte la oreja con mi lengua. Unos gemidos tuyos sellaron definitivamente el encuentro: te despojaste de tus últimas armas y estaban ahí, ya inútiles… Te respondí apretándote todavía más. Nos quedamos así y luego quise tocar la piel de tu pecho, atravesando chapa, correas y botones, pero me retiraste suavemente la mano. Con un susurro me trajiste a la realidad. Tu compañero te esperaba, ya hacía mucho que estábamos ahí… Me dijiste que venías los martes y los jueves, siempre a esa hora, y que cada tanto hacen una ronda por Plaza San Martín. Me acariciaste la barba y te fuiste. Volví a mi mesa. Ahí estabas, charlando con el otro. Al cabo, saludaron al mozo, se pusieron las gorras y se fueron, y no me dirigiste ni una mirada. Después te agradecí la indiferencia. Lo nuestro, loco, era, debía ser, una ceremonia secreta. Era martes. Me fui caminando. Llegué a Plaza San Martín y me senté debajo del gomero. Algunos tipos dormían sobre los bancos. Estaba decidido a esperar el amanecer, así que me puse a reflexionar sobre la existencia en general, y tu cara en particular. Sabía que, como siempre, en el decurso del día miércoles tus rasgos se alterarían en mi memoria. Soy uno que se marcha. Cansado de prometerse “sí, quizá mañana afirme algo de lo que la mente guarda para siempre, de lo que suele sonreír al corazón…”.3 La noche del jueves, alguna vez, llegará.


Oportunidades Laport En abril, yo había perdido la esperanza de volver a ver a la pareja de halcones anidando en la araucaria más alta del Parque Lezama. ¿Es posible que vengan cada dos años, que se pongan en pareja cada dos años? ¿Y qué pierdo con vos? Nada. La ventana de mi depto daba a la Bombonera, a la más suburbana lejanía. “Ese es tu problema”. Ya te escuché, Gerardo, ya te escuché. Es mi problema. No podré sostener nunca una pareja -según tu concepción de la pareja, claromientras dure mi compulsión a meterme en las teteras. Dejame ver Campeones, dale; después discutimos. Osvaldo Laport en musculosa rezumaba machosidad como un jazmín su perfume. Una vez lo había visto cruzando Santa Fe con una mujer y una nena hacia uno de los cines de por ahí. Bueno, sí, era él, pero con un impermeable muy fashion era otra cosa. En el programa actúa y lleva adelante una seducción rara: se nota que él es más culto que el personaje, y eso convoca a un juego erótico ideal. Yo, que visito tupido teteras, fantaseo con que el chongo que está en el mingi de al lado y se está demorando lo suficiente como para acelerarme los latidos, empiece a silbar allegro de la primera sinfonía de Brahms. Entonces, Laport me vende un chongo que oficia de máscara de un tipo que debe ser un dandy. ¡Aguante Brahms, todavía! “¿Estás loco, Ro?”, me decía un amigo horas después en la lúgubre sala del Argerich. “Si a vos te gusta el chongo que a lo sumo pueda tararear Puerto de Santa Cruz…”. Sí, creo que estoy loco, David. David es cetrino: un sultán. Y David es un amigo que conocí en el baño de aquel Paulista de Pueyrredón y Corrientes, hace mil años. Pero la variedad de teteras actuales -lavadas por tanta prohibición, pero hasta ahí- me desconcierta. Cualquiera te pide guita, algún mozo te tira un guiño ambiguo -¿acaso la histeria es propiedad exclusiva de una elite?-; un cana, en tanto servidor público, te va a responder -con sigilo- si le tirás cualquier comentario mirándole la pija. Si me roban algo, lo lamento por mí. Pero el ladrón habrá tenido su aventura. Un anclaje en la infancia subraya con trazo grueso la compulsión a bajar a una tetera. (La tetera siempre está abajo, aunque haya que subir una escalera o esté al final de un pasillo a nivel). Ya sé que a esta altura es un cliché, pero sospecho que busco una imagen congelada de mi padre, en una escena infantil en la que yo deseaba con un erotismo desbordante, en esa laguna en la que él me sostenía mientras yo trataba de flotar: un dios inasible ahí, a milímetros. La tetera es la quintaesencia del caligrama urbano. ¿Dónde encontrarte, si no? El baño público como negación de la naturaleza del campo. Nada más angustiante para el compulsivo que el cartel Fin Zona urbanizada. “¿Hasta cuándo?”. No sé, no sé. No me atormentes. Mientras tanto, dejame gozarlo a Laport. He frotado mis labios sobre su boca a una distancia del espesor de un vidrio: milímetros. Así será el sexo a partir de unos años, David. Virtual,


mediático. Me adelanto y yo puedo afirmar: “la boca de Laport besó mi pija”. ¿Alguien puede decirme algo? No, fue en privado. Ni el decreto 150 de Carlitos ni la epifanía de Chupete llegando al orgasmo porque una Legislatura le votó la prohibición a putas y putos de caminar por la calle, me darán un culetazo por esto. “¿Cómo sucedió?”. Bueno, Gerardo es celoso, me empujó sobre el televisor, se cayó el televisor, se reventó, saltó un pedazo de vidrio y se me incrustó en la mejilla. Nada grave, pero estoy en observación. Dos días ya. Hoy pude caminar por el pasillo. Despacito me fui alejando de mi área, cuando de repente… “¡Noooo!”. Sííííí… Ahí estaban, como una generosidad, algo así como la Salvación para toda fe, el oasis para Sir Lawrence calcinado por un sol endemoniado, el mar para cualquiera: los baños del Argerich para un internado en la sala general con herida cortante profunda y maxilar comprometido… No tuve ninguna aventura, David, pero estudié los movimientos. Como toda tetera que se precie, hacia el mediodía se pone cachonda y confusa… Mañana me darán el alta. Veré a qué hora tendré que venir a hacerme las curaciones -uno siempre necesita esas coartadas-. Mientras tanto, acá estoy. Veo un paisaje donde seres como vos y yo caminan y se buscan y se separan y siguen preguntándose lo mismo. Hay puertas nuevas para cada viejo anhelo y adentro, como una comprobación de que no hay libertad sino en ese sitio elegido, el cuerpo suelta sus amarras, se expande mientras espera, de pared a pared inscribe su deseo. Ya te contaré, David, cualquier tarde de estas, las costumbres de esos halcones. En un par de años, estaremos juntos para ver su lento planear por sobre todo.


Perla de la mañana Eran los primeros grises del nuevo día y Hugo salió a la calle con su realidad a flor de piel. Lo vi aparecer en la vereda de Rodríguez Peña y lo que fue su armadura de hacía apenas unas horas -cadencia corporal, gel, jean, borcegos y campera de cuero negra-, seguía intacta, pero con ese aire a cosa que se apaga que le infundió la madrugada. Y una curita en la oreja derecha. Ya no portaba una máscara de cinismo y apretada violencia, una seducción armada hasta los dientes. Ahora que los plátanos se desnudaban obedeciendo a una ley superior, ajena a la voluntad humana y flirteando con mis deseos, apareció en su cara una “mirada profunda”, si esta expresión alguna vez pudo ser usada para marcar una característica que se sumara a su porte de machito entrador en decadencia, en las fronteras de los sexos que ya se calmaron y dejaron el terreno libre para la resaca y el hambre. “No tomo alcohol”, dijo. Yo pedí dos cafés con leche y medialunas. Habíamos caminado por Santa Fe hasta El Olmo. No era la primera vez que lo hacíamos: lo conozco desde hace dos años, cuando una noche lo invité a mi casa para coger sin que mediaran billetes, porque así me lo había anunciado y así le había creído. Naturalmente, todo se fue a la mierda a la salida del pub. Sin embargo, aquella vez mantuvimos una charla “amena”, porque cuando me repuse de la frustración, empecé a indagarlo acerca de su profesión y tuve el gusto de que le interesara mi propuesta. Me contó cosas que sonaban sinceras. Ya no tenía que vender su mercadería, al menos la de la carne. De modo que me tiró algunas tristezas y mucha calle y mucho señor mayor adinerado que, dijo, lo “calentaban bastante”. Otras veces más lo vi por esas calles de Dios y puedo decir que nos hicimos “amigos”. “¿Querés que tomemos un whisky?”. En El Olmo entraban ya algunos rayos oblicuos de sol. “No tomo alcohol”. Bueno, era una novedad. Cada vez que nos encontrábamos terminábamos tomando eso. ¿Desde cuándo? “Desde ahora. Tuve una noche ‘fuerte’”. Esperamos a que trajeran los cafés con leche y las medialunas. Me dispuse a escuchar una aventura más de las que Hugo vivía y que yo solo podía disfrutar comiendo o tomando algo. Era mi manía espléndida. Entonces, me contó. Se había levantado en Contramano a un “señor mayor adinerado” que se lo llevó a la casa. Se bajaron una botella de coñac con varios alfajores. “El tipo después me untó el pecho y las pelotas con dulce de leche”. Y después le pidió que se la metiera usando como lubricante el mismo producto. “Antes me había chupado el culo, pero para eso usaba azúcar. No sabés cómo me arde el orto”. Claro, los granitos te irritan. ¿Y después? “Después le dio sed, así que tuve que bancarme que me llenara el pecho de hielo y coca cola”. Bueno, le dije que si lo encontraba otra vez y transaban, se cuidara que no fuera la hora de la cena; no debe ser cómodo soportar unos


ravioles a los cuatro quesos sobre el pecho. “Mirá, me dio U$S 300. Ravioles no hago por menos de 600…”. Fumamos unos puchos. La claridad en El Olmo era casi insoportable. Ya empezaba el recambio. Las primeras señoras de la misa llegaron con sus cabellos rubios y sus pañuelos de seda; un joven atlético de jogging con La Nación; dos chicos bunkerianos apenas entrando y dando media vuelta y huyendo. En una mesa observamos a Pajarito, la maníaca obsesiva que limpia la taza del té, la cucharita y toda la mesa con una servilleta y mantiene todo perfectamente desinfectado: no debe haber bacteria aérea que se le pueda acercar. “Se debe hacer la paja con Espadol”, dijo Hugo aportando una imagen farmacéutica a todo el arsenal que había soportado esa noche encima. “Y no te conté el final”. Ah, no, un minuto, necesito pedir algo. Un flan con dulce de leche está bien. Ahora contame. “Resulta que cuando ya me había duchado y estaba por vestirme, apareció con un frasco de jarabe. Es que tenía una tos muy molesta desde hacía días…”. Bueno, era suficiente. Terminé el flan a duras penas. Fue demasiado. Le pedí a Hugo que parara, o que al menos me contara alguna cosa trágica -las vive a menudo- que me dejaran sin ganas de comer. “Entonces te cuento de cuando me abrió la puerta de calle…”. Sos un hijo de puta, pero dejame adivinar: resulta que estaba el encargado limpiando los vidrios y le pidió que te pasara el trapo con Cif por la mejilla para darte un beso, o algo por el estilo. “No”. OK, contame que me enciendo un pucho. Dale. “Cuando acercó su boca para darme un beso, me arrancó el arito con los dientes y chupó unas gotas de sangre”.


Sobre mi cabeza Quién sabe si la estación de trenes de Coghlan seguirá igual a esta hora de hoy, o si seguirá… La visité ayer nomás, cuando una lamida del otoño avanzado me depositó en el andén. No sé si volvía o si esperaba partir, da lo mismo. Digo si estará igual, o si estará todavía, porque las cosas se borran y se configuran en esta ciudad con la velocidad de los macdonalds y de los cines-pochoclo. Allí estuve entonces para respirar un poco del vapor inglés que destilan los andenes de las estaciones argentinas, ahora que vuelven a ser imperiales y brumosas. Vislumbré sentado en los peldaños a un morocho con uniforme celeste de mantenimiento, estampado el nombre de la empresa en la espalda y el gorrito con visera al revés. Fumaba con la escoba al lado y un tacho de basura portátil mustio, todavía vacío. Pasé a su lado, caminé unos pasos hacia la tetera y me volví. ¿Me das fuego? Me entregó el pucho con una mano curtida y bella. Mientras chupaba la brasa, lo miré fijo. Le devolví el pucho, dejando que sus dedos rozaran los míos. Y me fui para el baño. Adentro nada había cambiado: todo está como era entonces, pienso, mientras escucho los cursos de agua inmemoriales, mientras veo el óxido que chorrea inmóvil y la oscuridad deslumbrante con el inolvidable olor… “Busco paraguayo, joven, dejá cita”. El grafiti actualiza un poco el milenio. ¿Se entregan los paraguayos indocumentados a quien les ofrece una chupada y unos mangos para sentir que atravesar el Chaco fue como abrir una grieta en ese mar de espinillos y llegar a la tierra prometida y esperar el rayo sobre las tablas, justamente allí, en la estación de trenes de Coghlan? Lo espero al morocho que me dio fuego, tranquilo y paciente en el mingitorio. Y por supuesto llega: oigo sus pasos en la mañana fría y no me doy vuelta. Veo su sombra proyectada en la pared del grafiti y se detiene en la puerta. Me giro apenas para verlo de reojo. Contraseña. Se acerca y pela. Bien, muy bien. Ahora lo de siempre: lo nuevo, lo que vendrá. Un carraspeo, un suspiro de sobreviviente, ya se sabe. Se la toco y él vigila con oído atento, vuelto al mundo. Se excita rápido, acaso porque ya se estaba calentando mientras descansaba en la escalera, sabiendo que de cualquier tren bajaría un burgués argentino para sobarle la pichula por dos pesos. Tieso el falo y en la cara el menor rastro de placer: atención a lo que vendrá, el choripán y el vino. Mi mano va y viene suavemente, sintiendo la calidez de cada centímetro cuadrado, sabiendo dónde presionar, dosificando para no precipitar el estallido. Me agacho y me copo con sus pelotas. Se las lustro con saliva caliente y el peso de su pija sobre mi frente apuntando al cielo. Entonces, me agarra suavemente la cabeza. Gozo sabiendo que esas manos que ahora no veo fueron las que me tiraron el mensaje esperado allá, cuando no


hicieron falta las pobres palabras. Con firmeza y ternura mueve mi cabeza y así acaba, con unos gruesos quejidos que solo yo escucho. En el andén espero el tren de regreso. Lo veo a él que aparece con el bulto evidente y dispuesto a perderse en el laberinto de los plátanos cercanos. El escenario es el adecuado y esa satisfacción visual me completa. ¿Quién se atreverá, después de todo, a romper el encanto? Algunas gentes van subiendo a los andenes, hacia el Este o el Oeste, qué más da. Algunos me miran. Acaso porque mi aura resplandece. Vuelvo a Retiro, en medio de ruidos de demoliciones, mientras veo pasar las grúas que construyen negro sobre blanco, los cascos amarillos que tendrán hambre mañana o pasado. El hall de Retiro me absorbe con su inmensidad vaticana; no sé a dónde arrodillarme y rezar, dónde dejar mi ex voto, qué pie de bronce besar y pedir por ventura, por mi patria perdida, por los paraguayos que me dan placer… Paso la mano por mi pelo y siento que algo pegajoso quedó del instante supremo y me juro dejarlo ahí por siglos, fósil que descubrirán excavaciones futuras, pegado a mi cuerpo fetal y sonriente.


Bajo el volcán Hace varias civilizaciones conocí una patria de cuerpos libres. ¿De dónde viene esta voz susurrante, que parece hija de una luz invernal, en medio de este silencio que me llena el alma de unos interrogantes difíciles, inquisidores? Dejé que me rodearan y convivieran conmigo, finalmente amistosos, flotando por sobre las pequeñas plantas de mi habitación. La tarde de junio era propicia para una evocación que trascendiera mi vida, que me remontara a otras edades, otros mundos. Llegué a revivir escenas de desnudez esencial y brillante. Cuerpos que vienen a no decirme nada, a no reclamarme nada que no sea un abrazo, unas caricias, un sexo sin concesiones, con la misma entrega con la que después nos hundimos en el lago para jugar, sencillamente, o para luego abrirnos a la felicidad de comer, beber un vino de las copas que nosotros modelamos, o pasarlo de boca en boca, mientras unos truenos cercanos anuncian que este valle, alguna vez no importa cuándo, será sepultado por las erupciones del volcán que nos preside día a día y que nos justifica: porque todo es presente y ningún futuro nos alarma y ningún pasado nos condena. Pero hoy no concibo otra felicidad que no esté precedida por el espanto, o a la que no sucedan la angustia y el terror. Es la ocasión para vivir ese presente que se pierde y que apenas recupero cuando te veo con tu ropa celeste y negra, a las dos de la mañana, en el hall de Virrey del Pino, esperando a que yo pase, no te mire, me detenga, simule esperar un taxi hasta que escucho ese ruido de la cerradura que me ilumina y que me convierte en un hombre sin ciencia: un animal cuyas manos existen solo para tocarte y no conocen la piedad. Pasamos al lugar donde poco a poco nos despojamos de lo que somos, de lo que parecemos, y en medio de la felicidad recuperada -recordar el valle, el volcán, el vino y el lago- el arma que te confieren para que puedas vivir en este mundo perro preside nuestra ceremonia desde esa mesita que me llena de ternura porque ahí están los objetos de la vida tuya que no vivo, la de tu comercio con la otra vida. Huelo primero tu calzoncillo porque sé que ese olor como un umbral que atravieso me acompañará este par de horas que pasamos juntos. Te veo en pelotas y hasta tu pelo -un prolijo corte supervisado por el superior inmediato que reporta a un señor importante que reporta a un sátrapa que reporta finalmente al milico que invirtió motines de sesiones de tortura en este negocio floreciente- es tan salvaje como tus brazos, el pelo de tu vientre, tu respiración y tu sexo. Nos citamos a las once de la mañana del viernes siguiente, en la entrada de las oficinas de SIPREM. Tenías franco ese día y te pagaban el sueldo. Me habías invitado a comer. Yo te esperaría para luego ir a un restaurante. A las once y cuarto empecé a sentir miedo. Imaginé que podría resultar sospechoso que un tipo estuviera ahí parado, a la entrada de una empresa de seguridad, nada menos.


A las once y veinte entré. "Estoy esperando a Ramón Saucedo", le dije al recepcionista. Me miró por unos segundos. "Tome asiento". Me senté en un sillón azul, con una planta artificial de un lado y un cenicero del otro. Encendí, entonces, un pucho. La primera bocanada me hizo pensar que en ese lugar habría más armas que personas. Y, sin embargo, vos estabas allí, en algún sitio que yo jamás conocería, acaso hablando en una jerga incomprensible. El recepcionista recibía llamados y los pasaba a internos remotos. Para matar el tiempo pensé: "Es gay". Llevaba un uniforme idéntico al tuyo y tenía unas uñas brillantes. Atendió un llamado y empezó a mirarme. Alguien le decía algo relacionado conmigo, sin duda. Eso duró una eternidad. Colgó y me hizo una seña. Me acerqué. "Saucedo fue comisionado para una emergencia. Dice que no lo espere". A la noche, a las dos, paso frente al edificio, no miro, como siempre, me paro por el taxi, escucho la puerta que se abre, me vuelvo, tranquilo y enamorado. Seguro que no sos vos, porque me disparan, me matan, me llenan de drogas y de armas, ponen cerca del mío otros dos cuerpos, la vereda se llena de sangre, llegan los celulares con sus luces escandalosas, se ponen vallas, se encienden ventanas por todos lados, hay sirenas, llegan autoridades, cámaras, flashes, los árboles de Virrey del Pino son negros, te veo llegar con otros compañeros que llevan uniformes idénticos al tuyo -pero ninguno con tu bulto, te lo puedo asegurar-, mirás mi cadáver con apenas una mueca de piedad. La escena es una puesta aparatosa, bien actuada. Una movilera escupe el micrófono -veo la nube de saliva a contraluz- y grita los pormenores del "frustrado atraco". Los chorros fueron sorprendidos por el agente de seguridad que rápidamente desenfundó el arma, en legítima defensa, y dio cuenta de los tres sujetos". Se marcan las siluetas de los cuerpos en el suelo antes de ser envueltos en bolsas negras y metidos en ambulancias que parten con estrépito y vacían el lugar. Acaso emprendan un camino sin destino porque están atravesando civilizaciones, hacia una patria de cuerpos -finalmente- libres.


Vox Doce de la noche. Teléfono. Una voz que me detiene el corazón: "Hola... Soy Jorge... ¿estás libre?". ¡Me llamó! ¡Me llamóóó! ¡Me llamó y un sable decapitará a los tiranos, vendrá un año de amor para mí, un año de alivio, las grúas levantarán por el cuello a presidentes de asociaciones de vecinos cuidas, ligas de decencia, de instituciones controladoras, de tribunales, de cárceles! ¡Me llamó, y asistiremos a la epifanía del deseo en la plaza pública, en las avenidas, en las escuelas y en el campo, en el mar, en las llanuras y en las selvas! ¡Me llamó y tendré instantes de paz en mi balcón, mientras un hombre sabio pintará el departamento de enfrente en slip y me tirará un guiño amistoso cuando alcance la paz de los justos con sus brazos tatuados! ¡Me llamó y por fin volarán a mi alrededor cuando camine por Barracas una conjunción de seres hermosos y temibles, pediré un vaso de vino en el California de Montes de Oca y brindaré con el desconocido de siempre! ¡Me llamó, y yo, que no condeno a nadie y me apiado hasta de las baldosas, juzgaré y condenaré como un arcángel! ¡Me llamó y reviviré cada instante de aquella noche porque ahora comprendo el significado de las cosas: de las miradas, de las caricias, de algunas palabras, de la luz, de la oscuridad! ¡Sabré el porqué del encuentro, de la decisión de entrar sin permiso en su mundo de pizza, birra y faso, de mirarlo y entender que yo no vengo a pedir sino a dar y que todo el universo se preparó eternamente para sostener este instante! ¡Me llamó, me llamó, y yo, que me adoctriné en la desidia y la inutilidad del mundo, comprendo ahora que las tormentas traen alivio, que el fuego arrasará con todo porque así quedó escrito y así me purificaré! ¡Me llamó, y esa voz de dios me tajeó el alma como nunca nada antes, sangré desechos y cargas de siglos, y me quedé con lo indispensable: un amor como los antiguos, una nube de lanzas, un río como fortaleza, una amistad guerrera de vida o muerte! ¡Esa voz me llama ahora y yo me constituyo ahora hombre de toda humanidad, recojo la señal para descifrar mi origen, mi cuándo, mi porqué, mi futuro! ¡Me llamó, y esas pocas palabras indispensables no necesitaron de suspiros, ni de flores, ni de nada, porque dijeron la justa medida que abarcará todo, lo vivido y lo negado, la infancia y mi memoria, los límites y los anhelos! ¡Me llamó, y si aquella noche no hubo sexo en el pequeño baño, hubo entonces una comunicación con él y con su mundo que lo esperaba ahí, a pocos pasos! ¡Y yo, que descreo de pelos y señales, en un pedazo de papel escribí un mensaje, el mismo que ahora supervive en su voz llamándome! ¡Me llamó, me llamó, me llamó, y después de todo, por fin, yo respondo...! -Sí, estoy libre.


Vulcanus Una mirada sin edad desde la penumbra me detiene justo en el borde de la barra: mi mano se paraliza con el ticket de cerveza y lo retengo entre los dedos, aunque siento la presión del barman de los brazos perfectos y la cara de niño desprotegido que quiere quemar ese minuto con un servicio que mañana olvidará. Me quedo con el ticket y vuelvo la cabeza hacia el borde de la pista. Y sostengo esa mirada que atraviesa los sonidos y las luces de la disco y consagra a la multitud como una complaciente cortesana dispuesta a sostener los goces del monarca y convertirlo en esclavo de sus intrigas. El monarca apenas se mueve mientras los ochenta estallan en el aire y juegan con las garras inermes de láser y tira un salvavidas para amarrar mi soledad y hacerme atravesar un mar rojo que se abre a mi paso y se cierra a mis espaldas devorando gritos, la sublime histeria de una noche de encantadores jardines tecno. Llego a su vera y entro en su promesa indescifrable, pero inevitable como la vida. Me lleva de la mano escaleras arriba hasta un sitio que se parece a un límite: si cerramos los ojos toda creación se desvanece y se escuchan los sonidos de un nuevo big bang, un universo paralelo en donde todo se repetirá, hasta el mero instante de su existencia. Entonces, ¿podré decirle al oído con un grito, como se debe, que ya no creo en escenas de esa tercera naturaleza que encierran las veinte paredes de una disco a las cinco de la mañana? ¿Me resistiré a la evidencia de haber decidido estar allí escapando de otra escena que abortó poco antes y me dejó un vacío que solo pude llenar con una mezcla de cerveza y vino sanjuanino, aunque sus manos hubieran empezado a acariciarme el pecho siglos antes que ahora? ¿Dónde está la fuerza suficiente para no acariciarlo yo, meter mis dedos en su pelo endurecido y deslizarlos por su cara perfecta? ¿Cuándo fue que alguien con mi nombre, mi futuro y mi patria aborrecida ejecutó la orden emanada de un ejército de homosexuales calientes de bajarle el cierre, sacarle el cinturón, subirle la remera, atraer sus pubis hacia mi cara y comenzar a chuparle la piel y los pelos en un intento sostenido y desesperado por saber cualquier verdad, por mínima y gris que fuera? ¿Fui yo, que desde siempre execré la fe puesta por los cardúmenes de peces monarca en los lugares de esparcimiento, diversión, alegría y otras lacras de la comunidad? ¿Cómo fue que fui perceptivo a su dramática revelación de plantarse a las puertas del orgasmo y pedirme que dejáramos de lado toda culminación obvia y accediéramos a su propuesta de un encuentro en otro ámbito, con otra gente, otro sonido, otra música? ¿Quién por mí se levantó asistido por su mano húmeda y caminó con él media ciudad hasta que salió el sol y proyectó nuestras sombras en esa puerta de un barrio desconocido con olor a quema remota y una pieza desordenada para el perfecto ensamble de la maquinaria de una alegría que por fin me reconstruyó, piedra por piedra, deseo por deseo, nudo por nudo, boca por


boca? ¿Yo, con mi corazón, apenas lo veo atravesado por los rayos de una mañana nueva, que en su luz prodigiosa ilumina la promesa que no entendí y anhelé pagar, como un soldado negro y ciego? ¿Repetirá este cosmos que hoy pusimos en marcha la escena que ahora vivo de disolvernos él y yo en un sueño que nos confunde en uno? Al despertar, me habló. Fuimos, entonces, otra vez dos hombres que se miran y saben que están aquí por causas que más vale no entender, como no se entiende que haya un dios que deja escapar fuego de sus manos, que sopla y barre un continente, que instala en la mente la ilusión de haber nacido para perdurar al menos en la evocación de alguien que haya tenido la oportunidad de un cielo. En ese despertar, en una cama que nos cobijaba con el perfume de una madre perfecta, otra vez esa mirada que alguna vez me había dirigido una noche en una disco, me interrogaba sin miedo y sin pesares. Yo respondo con una caricia, siento la tibieza de unas sábanas viejas color de tiza y húmedas de su calor… -Anoche, cuando te vi por primera vez -me dijo finalmente- me imaginé este momento… -Yo no -le dije embargado por un amor inédito-. Yo imaginé una historia distinta, que alguna vez (cuándo, cómo, en qué tiempo volveremos a encontrarnos) voy a escribir… -Bueno, contame el final, por lo menos… -No sé, creo que no va a tener final. Yo no sabía que allá en la disco (pero ahora creo en esos días de tornados, los incendios y los naufragios) podían comenzar historias como esta… Porque ninguna historia termina. Todo, aunque abarque un no querer, un amor no conocido, un barco siempre alejándose, una ciudad en llamas, continúa en otra parte, muy lejos, en otro tiempo, o aquí, en este preciso y tibio y luminoso hueco.


Plus Una parte de mí duerme un sueño heredado de antepasados tristes que arrojaron al futuro sus óleos tenebrosos y alcanzaron a esbozar un paisaje prohibido en los pliegues de mi alma. Me tocó a mí entrar en ese delirio y lo cuento ahora cuando me animó a abrir ciertas puertas. Porque los fantasmas que yo adivinaba detrás son bellos. Ya no escucho timbales que presagian tragedias o aburrimientos; ahora hay una música remota y amable, que roza apenas mi oído, pero hunde en algún sitio de mi carne manos maternales. Cocinar una tarta al horno sosteniendo todo el tiempo la perilla para que no se apague el fuego es una locura que merecía la presencia de un gasista (es posible llamar a un gasista un sábado por la tarde). Que además esa presencia ofrecía un plus que adornara, como frutilla al postre, ver a una especie de monumento a la heterosexualidad arrullando con ternura a mi cocina y haciéndola funcionar nuevamente, eso, eso merece algunas líneas, merece ser narrado para que vuelva a ocurrir, simplemente. Esa mano con un tizne regalado por las hornallas sosteniendo algo que mi gaydad entiende como una “válvula” que sirve para algo importantísimo y misterioso, ese pulgar y ese índice, entonces, llevando eso hasta tu boca para soplar una basura, que finalmente era la causante de todo (me parece), me provocó un cosquilleo en el vientre que bajó hasta mis genitales. No hay nada como el deseo inducido por una circunstancia banal. Sale disparado como una cárcel negra hacia un lago diurno custodiado por seres felices y amigables: o sobreviene la muerte súbita, o se enciende la piel y la vida pide unas frutas y una redoma llena de agua dulce y pura. -¿Te quedás a tomar un vino? -Bueno, dale. Paso al baño a lavarme. Permiso. Cuando volvió, ya el universo se había desorganizado totalmente, en Italia nacía Leonardo Da Vinci, en Rusia triunfaba la revolución, las topadoras arrasaban con el Lezama porque en cuatro minutos construirán la base de lanzamiento para los viajes a Orión y en mi balcón hay una paloma de oro. Primero vi por segunda vez sus ojos: un color que escapa a cualquier convención, pero qué triste limitación del lenguaje los reduce a un vago marrón, con destellos secretos que alguna vez habrá que aprender a descubrir. Enseguida, su pelo negro con algunas hebras grises; más tarde, una sonrisa que no se regala por nada, una dosis que parecía mezquina, pero que después -mucho despuésquería significar una infinita generosidad. Y sus piernas: perfectas, que mis ojos y después mi deseo aprendieron a amar, sencillamente. Ya estábamos tomando el vino y bastó la mínima insinuación para que te engancharas con el tema. De mi parte, la sola mención de mi actividad corrió el


gran telón de mi vida entera: “Escribo. Escribo en una revista. Escribo en una revista gay”. Lo tuyo fue la confirmación de lo supuesto, pero hasta ahí. Ya en algún momento me habías anunciado el paseo posterior con tu hijo de diez años (“si no lo llevo al Mc Donalds me arma un escándalo el pendejo”), llevarlo a lo de tu ex mujer y luego salir con tu pareja actual (“una mina que me vuelve loco… Es muy amplia; le gusta hacer cama de tres… con otra mina; eso a mí me enloquece. Y otro día trajo a un amigo… que… está en la joda, viste…”). -Un amigo gay. -Sí, sí… Fue la primera vez que me chuparon el culo. Este flaco se copó con eso…Yo al principio no quería saber nada, pero… ¡ay, qué placer, loco, qué placer! Me desaté, qué sé yo… A partir de ahí me gusta probar… La melodía ya era tan nítida que no bastaba con obedecer la fatalidad de permanecer siempre de este lado de la puerta, conformarse con escucharla, imaginar el paisaje. Abrí y nada tembló, salvo mi corazón. Está sentado frente a mí. A contraluz, su figura se agiganta. Ya queda poco vino en la botella. Me cuenta sus aventuras sexuales, con las gambas abiertas ajustadas por ese jean de corderoy beige… Simplemente, mi mano llega hasta su bulto y empieza a acariciarlo. “Uy, sí, flaco qué ganas que tenía…”. En mi cama nos miramos largamente mientras fumamos el pucho postpolvo. -Tu… mina, ¿querrá…? Digo, si me conoce y no tiene drama… -Dejame ver… Me gustaría… No sé, nunca le presenté yo a un macho… -Bueno, tampoco yo sé que pasaría conmigo. Probaría…Quiero decir… -Por ejemplo… que mientras yo la penetro vos me chupás el orto y te pajeás… Apagamos los puchos por la mitad, casi al unísono. Traspasada la puerta, encuentro un jardín de senderos que se bifurcan: en uno de ellos estás conmigo, pero en otro estoy solo; luego no te encuentro y no sé si me estas buscando. Mientras, sigo escuchando esa música y esa música es una suma de acordes que algo me dicen. A veces, me convienen las interferencias. Otras veces, el deseo, el viejo deseo, sabe a dónde va.


Escenas de Berazategui El boncha me miró de reojo. Estaba lindo el guacho. Se había bajado la birra de una, sudado como estaba. Les metimos cinco al hilo, pero él no se quedó triste, como los otros. Él enfiló para el vestuario como si nada, tranqui, casi contento. Se ve que después tenía un fato con alguna minita. Las duchas eran un velorio. Mis compañeros ya no estaban. Tres se habían ido apurados, con toda la grela, y el otro se quedó hablando con el fono público y se mojó un poco la cabeza, y se fue. Ahí están los cuatro de la Beraza con cara larga, ni se miran. Se tienen bronca entre ellos. Tragarse cinco goles y porque son unos troncos. En cambio, el pibe está bajo la ducha alargando el tiempo, cantando en voz bajita. Yo también lo miro de reojo mientras me seco. Y me tomo mi tiempo, yo también. Me gusta secarme sentado, sentir que las pelotas y el nabo quedan semiapoyados en el borde de la silla. Tengo buenos brazos y mientras me seco los sobacos los voy mirando, así a lo largo. Tengo buenas venas, en los brazos y en la verga. La cabeza me la dejo mojada, me gusta que las gotas me corran por la cara, un rato. Fue cuando se le cayó el jabón que me miró con disimulo. Se agachó para levantarlo, mostrándome el culo, y creo que tardó dos segundos más de lo necesario. Yo me había parado para secarme las pelotas. Me gusta pasarme la toalla lentamente, por abajo, y ahí siempre se me engrosa un poco la pija. Yo sé que nadie puede dejar de mirármela, pero este chabón me la hizo crecer un poco más… Los otros terminaron de bañarse y emprendieron la retirada. Nos quedamos solos. Yo me di vuelta para secarme las gambas, y le mostré el orto. Sabía que me lo iba a mirar. Cuando me volví, todavía pasándome la toalla por el cuerpo, lenta, suavemente, estaba de frente enjabonándose el pecho y tenía la pija un poco más gruesa, él también. Me ajusté la toalla a la cintura. La pija me levantaba un poco la carpa, así que le dí una palmadita como para que bajara. Fue peor… Puse la toalla en el piso para secarme los pies. Me puse el calzoncillo y me senté en la silla para ponerme las medias. La pija se me escapó por la bragueta. La deje así y me levanté para ponerme el jean. Ahora estaba de frente a él. Solo me faltaba subir el cierre del jean. La pija se asomaba. Él terminó de ducharse, sacudió su cabeza y se le formaron de golpe esos rulos como tirabuzones que tiene. Caminó hasta su locker, cinco lugares más allá. Me subí el cierre. Costó, porque yo ya estaba al palo. Me puse la remera, los zapatos, cacé el bolso y me lo cargué sobre el hombro derecho -así, con el brazo doblado, se me marca bien el bicep- y caminé lentamente.


-QuÊ baile, loco‌, le dije al pasar, pero en voz baja, como en secreto.


Besos negros Ah, cómo quisiera que fuera otra época para poder decirte lo que siento con palabras de folletín, otra entonación, otra voz… Por ejemplo: quiero pronunciar tu nombre, porque es el pan que me alimenta. Quiero volver a ser un hombre llamado Suárez, que vive en la calle Hernandarias y, como es verano, sale a la mañana temprano a la vereda a barrer, luego se prepara el mate y después entra a su tallercito a reparar artefactos del barrio. Por la tarde, leer la sexta de Crónica en el patio hasta que oscurezca. Y a la noche, después de comer algo, caminar hasta la esquina, tomar un poco de aire, ver qué pasa. Soy Suárez y quiero decirte que esa noche no supe tu nombre. Soy un tipo reservado y me gustaba no saber qué hacías por ahí, por este barrio. Yo pude decirte, apenas te calé que me mirabas el bulto, “qué calor…”. Sos rápido y te acercaste demasiado para decirme: “también, con esa musculosa, tan apretada…”. Quiero ser ese hombre, porque ahora no sé quién soy. Desde el lado de La Boca se viene una tormenta llena de viento, tierra y relámpagos. Pero me quedaré en esta esquina. Si no volvés me partirá un rayo… Hijo del silencio, hermano sin nombre, quisiera saber qué pensás vos. Soy Ro. Estoy aquí. ¿Me escuchás, Suárez, me escuchás? No puedo amplificar mi voz. Hoy no tengo fuerzas para nada. Me quedé en la cama todo el santo día. Puse a la mañana un casete que amo de Sergio Endrigo, que terminaba y recomenzaba. Por la tarde, ya era una gota de tortura china “…la voce dell`uomo, quando canta, gil rispondo…”. No volví a la calle Hernandarias porque el olor a nardos de tu culo ya me hacía mal, Suárez. Me pedías cosas imposibles. Volver a vernos. Estar juntos. Amor. ¿Qué es eso? Te invité a tomar una cerveza a mi casa, así, de una. ¿No era eso lo que buscabas? Pero vos sabes que fue lo más lindo de esa noche… Yo te quiero porque pensar en vos es revivir ese momento: ¿cómo supiste que lo mejor que me podía pasar en este mundo me llegaría a esta edad, de tu lengua, ese calorcito chiquito y húmedo que me hizo volar como un hijo de puta. Pero no, Suárez. Pasará el tiempo, y eso que te hice era algo que a lo mejor te merecías. Que lo aprendiste y que otros -vos mismo, Suárez- seguirán perfeccionando. Yo no soy más ese. Vos no sos más aquel. Somos, ahora, dos que alguna vez se conocieron y construyeron un momento de magia: es incorporar a los días algo que hay que hacer, es combinar horarios para encontrarse, esa costumbre que tienen de repetir los hombres porque se mueren de miedo. Y a nosotros, Suárez, nos juntó otra cosa. El calor, la noche, la cerveza, tu culo como una flor dorada y oscura. Pero no hay nada más. Si te quedó una tristeza pensá en las cosas que se encuentran sin que se busquen.


Tus manos fuertes me apretaron las caderas y me dieron vuelta. Yo te obedecí como un perro, como obedecen los perros educados con el rigor y el hambre. Sabía que si querías metérmela me iba a doler, pero yo era una yegua sometida a esa altura. Preparado para el empuje, el dolor y la sangre, de pronto sentí cómo es el cielo. El cielo, Ro, es un lugar que se nos mete adentro. Eso es el cielo. Y nos llena de algo que yo no sé cómo decir… Yo mucho no sé hablar, Ro, entonces me salgo de la vaina por decirte: hijo de puta con tu lengua me hiciste hombre esa noche. Y ahora te espero. Rumbo a Constitución, a las tres de la mañana, sé que más allá de Montes de Oca alguien está esperando que el aire cambiante de marzo traiga el cielo, pero yo entro en un bar largo y angosto y la cerveza es como un río que me lleva a un puerto en donde hombres como vos, Suárez, viven de parecidas ignorancias. Veo una mesa, pido permiso y el hombre me llena el vaso. El tiempo se detiene porque no pude llegar un amanecer si yo no acerco mi brazo, como al descuido, al suyo, y sentir que puedo, que hay permiso, que ese contacto será, Suárez, el comienzo de otro cielo, donde tal vez, por ahí, te encuentre a vos.


Caballo come dama Las noches del Bar-B-Q de Boedo son tranquis, serenas. Ni un partido de River por la Libertadores altera demasiado el ambiente. Los dos televisores, estratégicamente colocados -uno adelante, otro dominando el largo estrangulamiento que surge el bar hacia el fondo, hacia la tetera-, repiten los goles de Angel frente al Atlas de México. Los asistentes gritan con mesura, si cabe el acople. Elijo una de las mesas pegadas a la pared del fondo, donde la escena no tiene más luz que la que irradian la pantalla y dos apliques mortecinos llenos de bichos. El mozo tiene su particular modo de atender: se para al costado de tu mesa, mira hacia el televisor y, sin decir nada, espera que le ordenes. Cuando le digo “una blanca de un litro”, baja la cabeza tipo valet chino y camina lento hacia la barra, donde repite el pedido con el estilo sobrio que impera en el lugar. Ya comenzó el segundo tiempo y en las mesas no se discute, apenas se dialoga. No hay nadie de River, pienso, acá deben tallar San Lorenzo, Huracán, Boca… Nadie está demasiado pendiente de los goles, de modo que pueden levantarse en cualquier momento para ir al baño, a diferencia de otros boliches, otros partidos, otros hinchas, que esperan los quince minutos de entretiempo para mear y así es como la tetera se abarrota de chongos, gritos y meadas y uno no puede actuar como desprevenido: esperar disimulando para ver quién se demora no es aconsejable, le quita crédito a tu rol de sapo de otro pozo, pero gris, mimético, hasta simpático, indiferente para las masas, menos para uno de ellos… Entonces, te vi. Ya terminaba el partido, ya mi cerveza era un culito caliente en el vaso, y todavía no habías ido al baño. Estabas en la zona de adelante, la iluminada… Los tres compañeros de tu mesa se van retirando. Vi tu espalda de camiseta blanca, el borde de la pierna izquierda enfundada en un jean negro, tu nuca. Se despiden de vos con un beso. Muy de Boedo, pienso. En Constitución se estila el apretón de manos onda pulseada… Casi no queda nadie, el televisor pasa a Crónica TV. Pido otra cerveza… Seguís, allá adelante, mirando el televisor con inundados tucumanos. Empecé mi segunda botella. Ya estaba preparado. La cerveza se había instalado en mis zonas sensibles y oscuras, en el planeta de las cosas perdidas, superficie de ceniza roja… La cerveza aquieta mi herida. Y nada se olvida, pero en este mundo que flota sobre el mundo la historia de uno reacomoda sus piezas a la espera de una movida providencial, antes de patear el tablero para siempre, como siempre…


Entonces, te levantaste. Caminaste hasta la barra, haciendo un movimiento como de estirar las piernas, despegar el jean de las nalgas, acomodar las bolas en su lugar. Le hiciste algún chiste al cajero (¿dueño gallego, todavía?) y entonces, sí, empezaste a caminar hacia la tetera, es decir hacia el fondo, es decir hacia mí. Pasaste al lado y me miraste y entonces sucedió que el caballo se comió a la dama. Me descubriste ahí, en el momento que yo imaginaba una sucesión de movidas que culminaban en un jaque inapelable, definitivo, con las reglas tramposas que urden la cerveza y el deseo… Oí la puerta del baño y después el silencio. En la emergencia -porque me miraste, me miraste- imaginé rápidamente un enroque, o despegar de una vez por todas mi alfil atornillado… Dos mingitorios, uno libre… Pero me decido por el enroque y, entonces, me pongo a lavarme las manos, a pasarme agua por el pelo. Cierro la canilla y el silencio es total. ¿Todavía estás esperando ese último chorrito, todavía te la estás sacudiendo? Saco el pañuelo y… -¡Qué partidazo, che!... ¿Qué habrá sentido el piloto del Enola Gay cuando vio el hongo crecer sobre Hiroshima? Tu voz abrió la puerta para todos los vientos posibles, pero yo elegí uno amable que me devolvió armadura y espada. -Che, tengo una botella casi llena ahí. Ayudame a terminarla. -Dale. Hicimos tablas, supongo. Pero yo me alejaba de ese paisaje y, como en una foto, vi el tablero y las piezas dispuestas para, alguna vez, retomar el partido. Y la historia continuará, probablemente.


El claro país de Jon No he recobrado tu cercanía, mi patria, pero ya tengo tus estrellas. Recordé este verso, mientras le miraba el tatuaje al marinero. Un universo de sogas, mástiles y viento salobre lo recortaba en mi mente. Pero el escenario real no tenía más que las pequeñas y gastadas sillas y mesas de cafetín, con su ventilador y su remoto y oscuro billar. Allá en el fondo, un frescor negro de pozo horizontal invitaba a cualquier cosa que lograra perpetrar el deseo. El marinero era sueco, morrudo y de pelo oscuro. Yo había pedido una caña, porque no hay nada como ese aro pegajoso que deja la copita sobre la mesa: ahí es cuando la madera, estriada de cloro, la convierte en una estrella. El marinero era callado y tenía una camisa gris y una campera negra de jean y un pantalón colorado, descolorido y sueco, y unos borcegos del color de la tierra y un anillo en el meñique derecho. Lo de su profesión me lo dijo el mozo, cuando le pregunté “¿es turista?”, sabiendo que nadie más que él me escucharía decir semejante estupidez. Luego, no sentí que fuera una obviedad de comic ver finalmente, cuando se sacó la campera, el ancla azul en el brazo izquierdo. Un símbolo global, anacrónico. (¿Hay puertos todavía, barcos, proas y gaviotas?). Recordando un episodio de un cuento de Borges, imaginé esa cosa brutal que un marinero inocente le hace a Emma Zunz. Pero yo no era Emma Zunz, ni era virgen, ni me trabajaba una venganza. Yo era un hombre gay y me inquietaba una módica ansiedad de justicia: que esta circunstancia tranquila, apenas encendida por el alcohol, me permitiera cancelar una vieja deuda con el mundo. Se han desprendido de las altas cornisas como un asombro de palomas. La caña lentamente me recortaba en la mente unas figuras nítidas sobre el telón de la memoria. Evoqué, de pronto, los tibios atardeceres del barrio, el contorno de las cornisas y la primera estrella reflejando mi hondo deseo cuando el aire del Este traía los rumores de los muelles y las voces masculinas que preparaban un tesoro: la noche deviene putas, recovas, unos dólares arrugados, una tierra lejana. Hoy, en este anochecer, un hombre nuevo y, sin embargo, uno de aquellos, bebe su ginebra mientras traza un mapa de navegación… Son inmortales y vehementes; no ha de medir su eternidad ningún pueblo. Esas cosas son las estrellas. Afuera, seguro cayó la noche y ellas seguirán ahí, como siempre, sobreviviéndonos. Cuando mira el cielo, en las noches sin patria, su inmovilidad lo desespera. Por eso Jon no se contiene en tierra firme. Los


vaivenes de alta mar lo empujan a moverse: ahora, sus piernas se estiran y me apuntan, la mano del anillo en el bulto. Entonces, levanta su vaso de ginebra y dice “Jon”. Ante su firmeza de luz, todas las noches de los hombres se curvarán como hojas secas. Mis noches y las de Jon no se parecen a nada. Yo tengo veranos largos, fachadas italianas en el Sur, un motoquero fiel en Paseo Colón; el sueco tiene seguro cosas de literatura: inviernos largos, polvos con olor a cuero, noches blancas. Pero nuestras noches serán, hoy, esta noche. Unos pocos pesos al mozo y a jugar al billar: Jon escupe en la tiza mirándome. Un inglés irrisorio sirve apenas de ornamento. Jugamos con intervalos de cosas más firmes y antiguas: intercambio de cigarrillos de dos naciones, las copas ya están sobre el paño verde, dejamos los tacos del billar. Yo me acerco a Jon -recurrente recurso- porque quise encenderle este pucho. El mozo discretamente mira, allá lejos, hacia afuera. Jon me toma la mano del encendedor con suavidad demoledora. A dos pasos del círculo de luz comenzamos por abrazarnos. Entonces, él es quien anula mi cautela de argentino y me come la boca con un beso de lengua tan húmedo, tan caliente, tan profundo, que definitivamente creo que alguna de estas cosas fue la primera y alguna la última: Jon bajándome los pantalones; Jon mojando mi oreja con abundancia; yo acariciando su pecho y buscando sus axilas; yo oliendo su bulto, descubriendo que no usa calzoncillos y que sus pendejos son oscuros como su pelo; Jon y yo tirándonos en el piso y pija con pija, apretarnos en un vaivén marítimo, sintiendo que las pelotas están ahí, poniendo su límite suave y caliente. Acabamos gritándonos con suavidad las cosas desmesuradas del orgasmo: el argentino y el sueco, perfectamente comprendidos, quedaron a salvo. Con mesurada complicidad, el mozo nos saludó. Una última propina del marinero lo convenció de que nada había pasado. Nuestras noches se curvarán como hojas secas, recuerdo, pero será en otra noche, final. Afuera, en un cielo definitivo, las estrellas que no me canso de mirar serán las que Jon perderá de a poco, para recobrar las suyas. Son un claro país y de algún modo está mi tierra en su ámbito.4


Otoño, invierno, su ruta La ruta 8 es la cinta perfecta en medio de la llanura y yo me aferro a tu espalda como si el vértigo se potenciara con el calor de tu carne, que logra atravesar el cuero de tu campera, cada tanto oler tu nuca, ese opium inalterable al paso del aire bonaerense. Pergamino quedó atrás y pasan los álamos, los eucaliptus, los campos arrasados por la velocidad y tu cabeza que mira exclusivamente hacia adelante. Te rodeo con los brazos y, cuando a un costado pasa rasante una estación de servicio, bajo mi mano izquierda hasta la deliciosa redondez de tu bulto. Mi mano es grande –o, quizá, mi mano ha crecido ahora- y lo abarca con plenitud. Presiono con ternura y la vida ya no es fugaz: es la única que tengo. El frío de junio nos llena la cara de infancia: vos tenés la nariz colorada y las manos tibias. Una tapera al costado del camino basta para conectarnos con el deseo. Unas matas la rodean y a lo lejos una chacra habitada -llegan algunas voces lejanísimas con el viento- crea el adecuado clima de clandestinidad, esa picazón en el vientre, ese pequeño y delicioso temor a nada. Desde el agujero del techo nos ampara el cielo gris de este invierno que nos ha unido, acaso con las amarras del pasado, y después de la última catástrofe, el paisaje todavía nos junta en este sitio preciso. Y ahí estoy, empujándote contra una pared todavía firme, pisando un suelo de yuyos, latas, una libreta abierta y mojada, una pelota de plástico, la escenografía que necesitamos. Comienzo a apretarte, a besarte en el cuello, a sentir que me dejás sin aire con tu abrazo, a oír nuestras promesas. Te deslizás por la pared tan lentamente que necesito de golpe tomarte los hombros y bajarte para que empieces de una vez por todas a chupármela y dejarme al borde del orgasmo. “Esperá loco, todavía no”. De cara al horizonte, el porro viene a acomodar las últimas cosas, se corre alguna nube para que aparezca una luz final, las ramas de los plátanos comienzan a agitarse y muestran sus monedas plateadas. “Ahí está el lucero”. Y un polvo, esta vez completo y desesperado, nos deja tan vacíos de pensamiento como la misma llanura que ahora nos cuida como una madre inmensa, ya oscura, ya poderosa y llena de secretos aullidos. Sabés el ritual nuestro del invierno: las mandarinas. Me convidás con un gajo y yo lo muerdo y es la pulpa más dulce y tierna que haya probado jamás. Hablamos de bueyes perdidos, de las cosas que quizá no haremos después, cuando el regreso de las torres de la ciudad nos vayan separando. Ahora, que vino la noche, nos tiramos sobre tu campera y los dos sentimos y pensamos lo no dicho, porque nos ahorramos, aquí y ahora, las palabras.


Lo que antes fue la plenitud de los eucaliptus, ahora es una sucesión de fantasmas iluminados a los costados de una ruta ya imperfecta. Volvemos a la ciudad para recomenzar algo, lo de siempre. En los salones o en las calles, rodeados de gentes que nos hablan y nos sonríen y nos llenan de aburrimiento, como alentándonos a no ser otra cosa que no sea creer en este mundo, cada tanto nuestras miradas se cruzarán para verificar que el secreto esté bien guardado. Me acuerdo que en algún instante de esa tarde, tu boca pegada a mi oído, desde una cima del silencio, dijo: “Ahí está bien… está todo bien”.


Volver Querido Eduardo: ¿Te sorprendió recibir esta carta? ¿Te la pasaron por debajo de la puerta o tu vecino te la dio personalmente...? Supongo que algo importante perdimos hoy. Hace apenas un par de horas que abandoné para siempre (¿?) tu cama, con esas sábanas de una semana de revuelque y sueños discontinuos, y esas manchas de semen y mostaza. Una semana en tu casita de Wilde, desconectados del mundo -desconectados en serio ¿no?-, saliendo solo para comprar comida y cerveza. La despedida fue largamente anticipada, creo que desde que nos encontramos. El acuerdo tácito fue "vivimos juntos una semana, y punto". Nos pareció bien eso. Por lo menos a mí me quedó claro... Estoy escribiéndote en el bar británico. Son las 8 de la mañana. El 22 me dejó aquí, en la esquina. Hasta creo que es el mismo interno que nos llevó el lunes pasado, cuando en Bolívar y Brasil nos jurábamos un amor eterno de cinco días. Como ves, te estoy mandando esta carta como se hacía antes, por correo. Creo que la voy a meter en un buzón. Fue cómico cuando salí de tu casa: traté de averiguar tu dirección. En la calle no había ningún cartel y tu casa no tiene número. Me quedé pensativo en la vereda, hasta que vi un señor muy guapo salir de la casa de al lado. Le pregunté el nombre de la calle y si no sabía que número le podía corresponder a tu casa. Me miró un poco extrañado, pero finalmente me dio el número. "Cuando me llegue la carta, se la paso por debajo de la puerta a Eduardo" (¿es posible que haya entendido todo?). Me inspiraba confianza, así que pondré esa dirección en el sobre. Te decía que algo importante perdimos. Bueno, yo por lo menos. ¿No fuimos un poco lejos con eso de coger y coger para después... ¿nada? Te aclaro que en tren de elegir un destino, prefiero vivir sin compromisos. Y si te causa desagrado esto último, te recuerdo que son tus palabras. Me las dijiste el lunes, o el martes, creo, cuando volvías de la heladera con las milanesas y la mostaza. En el momento en que las dejabas sobre la mesita, al costado de la cama, me salió un "te quiero" así, de una. "Yo también, pero...", y ahí me largaste lo del "no compromiso". Me parece que no es para tanto. Tanta muerte al pedo en el mundo, y nosotros especulando con esas pavadas. ¿Por qué no revivimos lo vivido? ¿Por qué no volver a sentir en la memoria la noche del miércoles, por ejemplo, cuando apagamos las luces y como gatos nos guiábamos por la luna, que entraba como un caballo blanco, encabritado y silencioso? ¿Por qué no volver a sentir nuestras manos desnudándonos, palpando por milésima vez nuestra carne, nuestros párpados y nuestro pelo, en medio de ese silencio estremecedor de


Wilde que te hace tan querido, tan dueño del mundo? Y la cerveza siempre ahí, al toque. Me parece que no es para olvidar la visión de tu silueta a contraluz, ahí parado como un dios sombrío, esperándome. Y otra: yo invitándote que pruebes un trago de mi cerveza, entibiado por mi saliva, después mojando mi dedo con esa mezcla para pasártelo por el culo... Pero el instante que jamás olvidaré está más allá del sexo, acaso porque fue antes, o después de una cama. Me habías pedido que guardara una toalla limpia en el placard. Buscando el estante encontré una foto. Era, inequívocamente, Mar del Plata. Aparecía un hombre con un nene. Eras vos, sin duda. Te habías puesto una mano sobre los ojos para protegerte del sol, o para ponerte en pose canchera... Se me ocurrió imaginar que a través del tiempo me mandabas un mensaje a mí, y así fue como me enternecí con ese pendejo que me había reservado, en una semana de su porvenir, algunos buenos momentos. En fin, un futuro sin compromisos... Ahora que volví a conectarme con el mundo y sus cosas, que la ciudad se puso otra vez a denigrarme y ensordecerme supongo que a vos te estará pasando lo mismo-, contar con esas escenas en la memoria y sentir que se me está parando mientras te escribo, es comprobar que lo vivido va sumando y al mismo tiempo despeja la mirada, hace más simples las cosas: veo tan ridículo y pretencioso decretar estar solo... Eso complica. Ayer me desperté un rato antes que vos de la siesta. Te miré dormido, desnudo abrazado a tu almohada. Me levanté y anoté mi número de teléfono en un pedacito de papel que puse entre las páginas del libro de Física que estaba sobre el televisor. Por las dudas, Eduardo, llamame para confirmar si recibiste esta carta. Aunque fuera solo por eso, llamame.


El río En medio de esa nada que es viajar parado en colectivo, a las nueve de la mañana, con arena en los ojos, sintiendo otros cuerpos arropados que invaden mi burbuja existencial, la acosan y la disuelven, movimientos que me arrancan la dulce ensoñación, la hipnosis de mirar veredas repetidas, te descubrí; con tu sobretodo, tu bufanda y tu perfume de esa hora, tu pelo brillante, tu mano tan cerca de la mía que apenas me bastaba con un mínimo y laborioso desliz para tocarla, excusado por el balanceo de cada curva, la brusquedad de las frenadas, el empujón de alguien que me hace pegar a ese costado tuyo, a tu olor, ahora más intenso, y comprobar que nada se altera en tu figura de un pasajero más, pero con un destino imaginado de llegar a oficinas alfombradas y cálidas, verificar en la pantalla los signos precisos de los mercados, y yo tratar de adivinar por qué, por qué el 29 y no un fierro con vidrios polarizados aunque uno piensa el ajuste, el ajuste, algo que te hace viajar conmigo, qué más da, cuando suena un celular y tu mano se encarga de abandonar la mía. Entonces, oigo tu voz, sin saber por qué un río de nostalgia tormentoso me arrastra aunque sigo ahí, escuchando y viendo que te pasás el celular a la otra oreja y tu mano vuelve a posarse como una paloma junto a la mía. Recobro las playas donde me arroja el río y todo el paisaje es una creación de tu voz que con fastidio le dice a alguien “estoy llegando”, y yo, que anduve hasta ayer nomás por cavernas o desiertos, me resuelvo ahora en un faro de día al que besan las olas de un mar tibio, y tu mano, tu mano, tan cerca de la mía cuando, “estoy llegando”, te escuché, no hay tiempo, y recorro esos milímetros con la intensidad de una épica de lustros y batallas y victorias y ahí estoy, por fin, rendido ante vos que me respondés con la vibración más íntima que pueda yo percibir, que te miro y te descubro por primera vez íntegro y comprendo tu idioma recién creado que me llena de certezas, sin hablarnos, sin mirarnos, cuerpo a cuerpo compartimos el destino de pasajeros de este 29 que en algún punto -entre La Boca y Olivos- nos dejará, quién bajará primero, “estoy llegando”, y yo, que puedo bajar ahora o nunca, dejo pasar mi destino, espero el tuyo que ya llega, porque con un último apretón en mi mano me avisás, y oigo el timbre en el tiempo en que bajan tres personas detrás de ti, me decido y me juego, y me tiro justo cuando arranca el colectivo y la puerta se cierra y allá estás, en la esquina… (Entré al bar y -peaje obligado- pedí un café en el mostrador. Al minuto entraste vos, decidido, pediste permiso para ir al baño y te mandaste. Pagué mi café… No conozco droga ni miedo ni alcohol que me obligue a tanto… “Aaaaahhhh, quería oler así tu perfume: besando tu oreja”… Y en el instante en que nos apuraba la pequeña muerte, tu voz, transformada por el silencio oscuro y protector de la tetera, dijo, por fin: “esperá un poco… esto me gusta, pero tengo


miedo… guachito… yo te quería llevar a otro lado… pará… que me hacés acabar… pará…”. Salimos juntos. Afuera, la mañana avanzaba para el mundo. Nosotros buscamos a lo largo de una calle cualquiera el sitio preciso para una historia. No sé cuántas veces rompimos la delgada línea blanca. Me acuerdo de ascenrores, alfombras, teléfonos no atendidos, libros que se quemaban, máquinas inútiles, ventanas a una ciudad desconocioda, pero nuestra, años, el mismo río que nos lleva a otro lugar, la misma fortaleza, el puente que atravezamos…). Y hubo una historia, en efecto, y la vida se empeñó en continuar. Significa esto que habrá, en el riesgo de un devenir cada vez más opresivo, uno que se baje del colectivo, que deje pasar su destino obligado. Que alguien entienda -al menos alguien- que esta culminación, que se parece a tantas, no fue igual, y aplique en este aguante su deseo.


A tu vera Que no mirase a tus ojos / que no llamase a tu puerta / que no pisase de noche / las piedras de la calleja. Ay, Fernando, que te vi con él. Iban por la alameda, Fernando. Caminaban hombro con hombro en un punto de mi lento derrumbe vi el perfil de los dos mirando hacia el poniente. Entonces, yo me oscurecí, Fernando. Se oscureció mi entendimiento, se oscurecieron mis manos, mi corazón, toda mi historia. Los álamos fueron mi consuelo. Después, anduve por el campito aquel, donde alguna vez yo dejaba en una sepultura mi pasado y vos me consolabas abriéndome tu camisa como un cauce para mis lágrimas. Yo sentía que el olor de tu carne atravesaba todas las épicas de tu tierra, los puertos, el mar salobre. Que los pelos de tu pecho, la dureza de tus brazos, la respiración caliente, me volvían definitivamente niño. Que me llevó tan lejos a tu aldea andaluza suspendida en otro siglo. Acaso una promesa que ahora pagaba como un huérfano que retorna a un tiempo de manos paternales. Nunca el azar. Hoy, en ese barbecho que presidió nuestro primer encuentro, decido tu muerte, porque así lo dicen las coplas, así es tu tierra, así es tu gente y así quedará escrito para siempre. Mira que dicen y dicen / mira que la tarde aquella / mira que se fue y se vino / de su casa a la alameda. Un cielo de primavera caía, acosador, liviano, sobre mi nuca, y salí, con mi cuchillito en la cintura y mi camisa blanca. Mis zapatos relucían y yo me bañé en lavanda y dos mujeres murieron por mí. Me lo dijeron sus ojos, sus mejillas. Yo me sonreí. Yo caminaba tranquilo hacia tu casa. Nada me importaba más que verte por segunda vez. La gente del pueblo seguía con sus oficios y sus patios reventaban de lirios y malvones. En las piedras de la calleja resonaban ahora mis pasos. Por una verja se asomaban unos claveles. Corté uno que lo imaginé reventado contra tu pecho. Allá se veía tu puerta, con ese umbral de ladrillos que se expande y penetra, como un perdón, en la gramilla. La encontré apenas entreabierta, como aguardándome. En la penumbra de tu pieza te vi recostado con un pequeño rayo de la tarde definiendo tu pelo, tu patilla de matador. Quise que pronunciaras la palabra “pija” para escuchar esa jota con sabores andaluces y amarte, si fuera posible, todavía más. Como aquella vez, abriste tu camisa para que yo te lamiera como un perro agradecido y hambriento. Un amor más poderoso que la vida y que la muerte nos desnudó. Escondí como un brujo el cuchillo bajo la almohada. Nos amamos violenta y dulcemente hasta que tu voz ronca y caliente dijo “me corro” y allí fijé para siempre tu mirada de vidrio en la eternidad.


En tu pecho, todavía mojado por mi saliva, nació lento y definitivo un clavel rojo. Ya pueden clavar puñales / ya pueden cruzar tijeras / ya pueden cubrir con sal / los ladrillos de tu puerta. Unos ladridos ahondan el silencio del pueblo. Acaso se estén preparando para acompañar la procesión. Las gentes no sabían de tus soleares, de tus manos, de tu mirada impenetrable cuando te quedabas en silencio. La gente necesitaba esta tragedia para seguir adelante, para no imaginar sin terror un porvenir con otro cielo, otras caras, otras pasiones. Yo, como un duende oscuro, aparecí una y mil veces. Con un sabor a albahaca en los labios, con el olor de tu menta en las manos, fui un penitente que marchó con todos hacia la cruz que unas mujeres enlutadas y llorosas clavaron en la tierra. Y ayer, hoy, mañana y siempre / eternamente a tu vera…5 He vuelto al pueblo donde una vez conocí la gloria de una pasión extranjera. He ido olfateando los caminos, los álamos, los muros y cada ladrillo, cada menta, cada tumba. Nada he perdido y lo que sé me lo contaron las piedras.


Tormenta Llegué empapado al Amancay, sintiendo ese fresco de la primavera y la lluvia, con la sonrisa de Pancho pidiendo “¡una blanca!” apenas me ve entrar. Desde la mesa que elijo -al fondo, en la curva final hacia la tetera- veo el flash de los rayos, pero no oigo su estruendo, tapado por el trajinar colectivero de las veinte. Abro la sexta de Crónica y, cuando la cerveza comienza a surtir efecto, veo los movimientos de la entrada como en una representación: la lluvia empuja a los parroquianos hacia adentro, que van llenando las mesas de adelante, el frío y el alcohol los apura a algunos a mear con más frecuencia. Los veo venir camino al baño y yo, como un jurado implacable y soberano, voy consagrando a los que merecen al menos la oportunidad de que alguien se les plante en el mingitorio de al lado y les tire una palabra amable como para hacer de la meada compartida un instante que escape al instante. Pero esa vez no hubo candidatos. No me voy detrás de algunos que ya me tienen junado y con quienes he construido una camaradería de bar y por quienes he sido a veces de River -por cobarde o comedido- y a veces he opinado de box, de vóley, de frula, de hambre, de vida y de cómo aguantarla, y de los que no conozco, apenas dos o tres, no obtuve el menor estímulo para la excitación. Mi atención se escapaba hacia fuera, hacia la catástrofe de agua, luz y ruido que organizaba la tormenta. Esa confusión me atrajo. Salí, y si adentro la magia se había desvanecido por una rutina que hoy me colocaba al borde de lo imposible, la lluvia de la calle me llenaba de intenciones épicas en los pocos agujeros que todavía no había llenado la cerveza y su efecto benefactor, y yo debía tener una aventura en medio de ese diluvio, debía buscar en cuerpo y alma a quien quisiera llenar de calor las solapas de mi campera. Iba hacia la estación. Una multitud iba y venía y los vendedores callejeros se refugiaban contra la pared junto a los tarjeteros de los saunas. Uno de estos, un morocho de mirada penetrante, con el pelo mojado contra la frente y un bulto imposible de ignorar interceptó mis pasos, mientras hacía chasquear la tarjeta, milagrosamente seca en ese mar de lluvia. “Sauna, jefe, copas, chicas lindas”, me soltó clavándome los ojos. Veinte pesos era la tarifa. Me detuve sin decir nada. Y parece que concedí porque me rodeó el hombro con su brazo llevándome hacia la esquina y siguiendo por el lado del Tren Mixto. Sorteamos charcos y baldosas flojas: la lluvia acorta las distancias. Yo seguía en silencio hasta que me detuve en seco. “¿Y?, ¿no viene maestro?”. Lo miré por unos segundos. “No… loco, te digo…. A mí me gusta…. Eh… viste… je…”. Esta vez, me clavó los ojos con una sonrisita que delataba un “saberlo todo” o, por lo menos, un “estar abierto a cualquier recodo de la tempestad”. Y como en los melodramas del cine, en ese


momento, un rayo le iluminó la cara y un estruendo sideral congeló el universo y nos dejó solos en el mundo. “A ver… qué te gusta, flaco…”. Y esta vez, dejó la sonrisa para poner una expresión de reconcentrada -y acaso actuada- curiosidad. Fui bajando con la mirada por su pecho hasta su bulto y luego volví hasta sus ojos. Con un gesto, que en ese instante imaginé de fastidio para luego conveniencia emocional mediante- interpretar como un “Bueno, haberlo dicho antes…”, me tomó otra vez del hombro y me guió hasta uno de los bares-hoteles que están en esa cuadra. Entramos, y si un oxidado instinto me empujaba hacia los baños, con sorpresa comprobé que continuaba llevándome por un largo pasillo del fondo, más allá de la tetera. Subimos por una oscura escalera de cemento y ya en el pasillo del primer piso golpeó una de las puertas. Esperamos y nadie respondió. Abrió y adentro la oscuridad era total. Desde un rincón llegaban unos apagados jadeos. El morocho encendió un velador. Vi en una cama a un flaco montándose a una mina, en posición de perros, que continuaron en lo suyo como si nada. “Sentate”, me dijo mi anfitrión indicándome un sofá desvencijado, “y mirá sin drama”. Él se sentó sobre una mesa y peló la verga, mirando a la pareja cogiendo, y empezó a masturbarse. Una explosiva mezcla de excitación y temor por lo vertiginoso de todo el levante me impidió llegar a una erección. Pasaron unos minutos en que el morocho ya estaba concentrado en la escena y mostraba signo de una ¿evidente? calentura. No sabiendo si se trataba de un gesto “profesional” que luego redundaría en el pago de los veinte pesos de mi parte, sentí lo único que me podía pasar para justificar mi excitación, mi miedo y el tiempo empleado hasta ese momento, empecé a amagar con agarrarle la pija. Me levanté y me acerqué hasta donde estaba. Estiré lentamente la mano y no me rechazó. Le masajeé la pija lentamente y ahí pude aventar el miedo y sentí que se me empezaba a parar. Momento en que el flaco de la cama empezó con un grito apagado, anhelante: “metémela, Cholo… ¡metémela…!”. El Cholo sacó de un bolsillo de su campera un forro y me pidió que se lo pusiera. Fui bajando el látex con la boca, empapándolo de saliva. Entonces, el Cholo se levantó, fue hasta la cama, se bajó los pantalones y se la metió al flaco de una, que seguía metiéndosela a la mina en la posición primera. Se la puso al flaco y bombeó durante unos minutos. Yo ya estaba totalmente al palo, pajeándome al lado de ellos hasta que el Cholo repitió las mismas palabras del flaco, esta vez dirigidas a mí. No tuve tiempo de ponerme un forro. Lo apoyé sobre la raya del culo y así, al cabo de unos segundos, acabamos los cuatro. La pila humana se derrumbó y quedamos enredados y jadeantes por un largo rato. La mujer -a la que yo no había tocado, pero con la que estuve complicadamente conectado- recibió mis veinte pesos. Me dio una tarjeta y un “cuando quieras arreglar una fiestita, llamame”.


Me fui del hotel. En la calle, la tormenta amainaba. Había dejado de llover. Soplaba ahora un viento del sur, limpio y frío. En el cielo, algunas nubes sorprendentemente claras viajaban rápidamente hacia el norte. Me fui a la parada del 4. Unos rayos lejanísimos estarían golpeando otros techos, otros deseos.


El asedio En Brasil y Defensa, el parque es un dragón al revés: aspira nuestro fuego, el que nos queda, y Sánchez husmea el aire en previsión de paseadores de perros. Ya le trajeron la vianda, comió los fideos con estofado y se dedicó a patrullar su territorio limitado por la comunidad de patos, el monumento a Don Pedro de Mendoza y las palmeras del ingreso. (Más arriba, cerca del templete de las estatuas, una madrugada lo esperé a un guardia del Museo de Armas con el que antes charlamos, copas de por medio, y me decía, noche cerrada, “Y, por allí se esconden las parejas… Bueno, no solo las parejas...”, dijo esto último con un fugaz brillo en sus ojos, queriendo decir que una pareja solo es hombre y mujer; que dos hombres es otra cosa… Ok, entendí, ¿a qué hora termina el turno? “A las seis…”). Suben dos chonguitos de Oca con sus mariconas camperas violetas, el 29 arranca bamboleando por los nuevos adoquines que Ibarra y Felgueras tiraron así, cayeran como cayeran. Una última mirada al Bar Británico, con tacheros en su último refugio, un sociólogo leyendo Clarín, una pareja de neohippies atravesadas por los rayos de una mañana que es miel de puro y puro dorada, y después de cuadras híbridas, de zona desgarrada, casi sin identidad cruza Cochabamba, el puente de la autopista y, después de San Juan, Defensa se vuelve un mercado de anticuarios para turistas y la placita un solar para burgueses que quieren sentirla terraza europea. El pasaje varía desde un origen boquense, pasando por valores porteños, como chicas con sus jeans patas de elefante y pelo recogido, algún yupi que se va desde su loft de Caseros hasta Economía, cualquier oficina de Plaza de Mayo, y luego la perspectiva de Diagonal Norte. Trés jolie, dice una pareja de gays franceses que vienen de Caminito y no pueden creer casi nada de lo que ven, que bajan en Florida, atrapados por la instantánea de un tipo look Armani comprándole un billete de lotería a una cieguita. En el embudo de Sarmiento, el 29 para por tiempo indeterminado y un motoquero frena justo en mi ventanilla antes de aplastar a una vieja que camina por entre los coches como si estuviera paseando por los senderos de Aranjuez. El tipo se estira hacia atrás y se acaricia el bulto. Que se repita este otoño. Abro la ventanilla y le pido la tarjeta de la agencia. Cuando llegue a la oficina tendré un envío urgente, en moto, seguro. Arranca el colectivo a los tumbos y pasa veloz por la esquina del pasaje Carabelas. Allí, en lo alto, hace meses que lo veo y que me mira. Paolo Maldini, vorrei che fosse amore. Mira con un gesto en el que la sonrisa provoca una fugaz descarga en el espinazo, la mirada llega desde la oscuridad de su alma hasta la de uno, y uno, que hizo de la discreción un escudo de papel, no puede más que descifrar el mensaje y entregarse, en la fugacidad de esa frecuencia al eterno imperio de su silencio. Que se repita este otoño. El extranjero conquista en este rincón que jamás percibirá el perfume de su pelo a un módico deseo


inextinguible. O, Paolo, vorrei… Pero su cara perfecta se trasluce en mi mente con un maniquí descabezado de la tienda Normandie. Una pareja admirable se planta en mi posamanos y admito una perfecta combinación de texturas y colores y puedo hacer que ese pelo se corrija con una mirada mía, que la convierta en algo deseable, pase por donde (no) pase ese deseo, y el 29 borra toda superstición atravesando la 9 de julio y se interna en el amontonamiento de plata y oro de Libertad. ¿Tendré las manos limpias para recuperar el rito de adornar mi cuerpo con una pieza de marfil tallada por las mujeres de la tribu, una trenza de esparto, pintada la piel con una combinación de sabia y óxido de grieta que dé, en una mañana nueva del mundo, el color divisa de mi pueblo? Por ahora, y hasta más ver, que se repita este otoño. Que los baños públicos del palacio de Aguas Argentinas convoquen a una visita guiada. Pocos sótanos más crudamente erradicadores de miembros que esos claustros con mayólicas y mingitorios fin de siècle. Nadie. Asepsia total. ¿Quién podría, siquiera, con una gota de sudor perturbarlos? Pero allí se pagan facturas atrasadas y mejor no increpar a la gente de vigilancia que está justo allí, en el comienzo de una escalera que desciende a una edad de fuego ya extinguida, pulcritud privada sepultando deseos públicos. Él vigila la seguridad del bicho policerebral y se mueve lento hacia las cajas, hacia la nada; él es el centinela de un refugio que ya me expuso para brillar en las calles, y esperar. Más aligerado de pasajeros, el 29 sube por Córdoba. En la inmensa boca del Clínicas, veo otra vez sus ojos entrecerrados por el kaposi que, a pesar de todo, me hacen guiños cómplices cuando te digo que salgo a fumar al pasillo. “Andá al baño del piso, boludo”, me decís desde el lugar del cual ya no volverías, con tu voz atrapada por esa neumonía que yo imagino en aquel criminal de 1992 como la garra del riojano hijo de puta que no soportaba tu piel ante de la peste, tu voz traduciéndome los sueños de la tenaz supervivencia de unos mapuches en la helada primavera del sur. No quiero recordarte si no te hago caso, si no voy al piso 12 y busco, entre las paredes oscuras de los pasillos, una puerta, la misma de todos aquellos años, que me guíe, como tu voz, hasta ponerme a tu lado y orinar y descubrir por primera vez tu barba roja, pero estoy en el 29, y una rubia ajada no puede con la moneda de 50 que la máquina le escupe con afán. “Es falsa”, dice el chofer saliendo de su ensueño. “No tengo otra”, dice la mujer. “Tiene que bajar”, dice el chofer. “Ni pienso”, dice la mujer. Son las campanas de palo de cada día que me sacan de la uniformidad del pasaje, gente indiferente al reality show de la moneda. Entonces, cazo un machete y decapito a la rubia y le paso por la cara al chofer el pescuezo sangrante. El colectivo justo doblando por Gallo se incrusta en un mercado coreano, llegan ambulancias y patrulleros, por una ventanilla rota me escapo hacia el aire y a medida que asciendo la escena se desvanece, se apagan los sonidos, me muero un poco en Coronel Díaz y despierto en los arcos de Olleros, con sus árboles altos indiferentes a un otoño que no se repetirá. Por todos lados la vigilancia privada, miles, millones de


morochos de pantalón gris con tirita negra patrullando un territorio ajeno que husmean en previsión de perros de la calle. Con una pierna dormida, me bajo en Barracas. Ya sin aliento y sin tiempo, eludo un par de teteras, como si fueran flores carnívoras. Camino hacia Libertador. En medio de un escenario, a la vez íntimo y ajeno, deslumbro a lo lejos la cara de Paolo, otra vez. Como por entre la gente, en medio de ese silencio que me envolvió hace siglos cuando miré hacia la altura de Sarmiento y Carabelas. Tal vez, seguramente, nunca te alcance, porque me voy en sentido contrario, como casi siempre.


Pabellón de obsidiana En Perú y Caseros, los tilos ya están pelados. El 65 se despacha vacío y subo con la debida obediencia. Primer pasajero. Esta vez, un ayuno de doce horas me arruga el estómago, y pienso en el cigarrillo que encenderé en diez minutos, apenas baje. La mañana es fría, metálica. En la calle, un río de ciudadanos camina como trepando el Gólgota. Constitución, multitud llenando el colectivo, obreros de bolsos con sándwiches, mujeres con chicos dormidos sobre el hombro, y entra un solcito de chanfle que ilumina el vapor de las narices rojas. El frío se cuela por una ventanilla que no cierra. El barrio se duplica en los charcos de las bocacalles, alguna fonda ya adelanta en la pizarra “hoy mondongo a la española $2.50”. ¿Cómo fue la noche que abandonó a la dominicana de pantalones amarillos y camperita negra de corderoy en esa esquina gélida? ¿Quién fue el cliente que ella usó para cerrar los ojos y sentir una playa sola, unas palmeras, un sol abrasador y una libertad que ahora se congela debajo de su piel perfecta? El traqueteo del colectivo la va alejando, la confunde con la basura urbana, la borra para siempre. Bajo frente al Parque Ameghino. Uno lo cruza, caminando sobre aquello que alguna vez se llamó Cementerio del Sur, de espaldas y alejándose de la mole obscena de la cárcel. Si se lo atraviesa en pleno invierno, entonces se recordarán aquellos días de noviembre cuando los jacarandaes y el delicado soplo de los paraísos llenaban el alma todavía plena de una trajinada esperanza. Pero hoy, los árboles son heraldos indiferentes al paso inexorable de uno que, sin embargo, siente un leve destello en el alma cuando se detiene, golpea el tronco de una tipa prodigiosa y lo putea. Nada. Allá, Uspallata, otra vez la inscripción dantesca. Pero Virgilio no está, ¿cómo entrar sin esperanzas? Pabellones y salas que anhelan carne enferma para interrogar y ganarse un cielo de excipientes y algodones. Un desheredado en piyama pasea portando el suero como un guerrero con su lanza ¡hacia qué enemigo? Busco la sala, espero mi turno, y en la espera alguna mirada intenta decir otra cosa, atravesar el instante del trámite y conciliar dos deseos. Ah, hasta el último minuto, en el último lugar de la más remota lejanía, el deseo, el deseo, el deseo. ¿Qué sexo hospitalario se puede evocar, en esta página indigna, que no sea el clásico de las guardias, de los practicantes que cogen para nutrición de su doliente Narciso? Lo más que pude fue mi mano boba apoyando el bulto del extraccionista, que llenaba lenta una jeringa con mi sangre de valores alterados. El morocho puso el algodón en el orificio de la vena y apretó más de lo necesario, con cierta ternura. “Quédate un rato así”, pensé, lo pensé, para que dejará su paquete adherido a mi muñeca, desoír que alrededor se convulsionaba todo,


explotaban los tubitos, la enfermera de los turnos entrando en brote y echando a todo el mundo, dejándonos solos largamente, así. Dejar la sangre y un minuto después un café con leche con mucha azúcar y tres cuernos me organizan los colores, el frío vuelve como una bendición, otra vez me reconstruyo y salgo del bufet por el Este, el primer sendero hacia la salida de Vélez Sarfield. Y ahí, en el sitio elegido, un pabellón abandonado, una tapera gigantesca. Bandeando por entre los yuyos entro por una arcada de óxido, buscando encontrar, por fin, el último de todo el aparato del hospital transitado por la manía ambulatoria de sanos y enfermos. Lágrimas de obsidiana cuelgan de las paredes descascaradas, chorreadas de negro y verde. Vacío, al fondo, hay un altar que en medio de la penumbra parece flotando en el aire. No hay fondo, ni límites precisos, estamos suspendidos por fuera del tiempo, de los algodones, de las jeringas, de la sangre, del suero. Un fiel se acerca al altar. Un sacerdote visible por su túnica blanca y su barbijo le hunde un catéter en la ingle rasurada hasta invadir la masa heterogénea, tocar el alma. ¿Alguien a quién al menos una vez le haya narrado mis andanzas puede pensar que no hice otra cosa que buscar el mingitorio obligatorio, tirar una seña a sacerdote y paciente, invitarlos a una paja y demoler, con esa precisa invitación, al pabellón criminal y sus malditas lágrimas de obsidiana? Libre de todo peso superfluo, relajado por la descarga de sangre y esperma, me fui yendo hacia la calidez del sol. Vuelvo a cruzar el Ameghino. Por entre los arboles, va apareciendo la tenebrosa cárcel. Si todo preso es político, toda historia es clínica, pienso mientras voy a la parada del 6, oh promesa del hospital desapareciendo poco a poco por el retrovisor hasta que soy dueño otra vez de esa pequeña propiedad de asiento libre y ventanilla. Lejos de la insípida aventura noventista, los colectivos del siglo XXI me recogen y me abandonan con solidez de madres calientes, castigadoras, en lugares que no son, sino y solo, instalaciones físicas donde mis pies se plantan como plomos. Sin destino fijo, dejo que el colectivo me lleve por lugares tan conocidos y tan distintos cada jornada. Siento una cosquilla en la garganta, la que produce no saber dónde, cuándo bajar. Me acuerdo del enfermero del bulto y se instala como guía de este nuevo itinerario sin escalas. Solo dejar que ayude a que nuevos brazos y nuevas piernas crezcan en la carne talada.


Barracas profundo Frío, imposible estirar los miembros. Todo -el viento, la llovizna, la memoriainduce a la contratación corporal, a desear un colorcito en cualquier sitio donde haya carbón, oscuros vapores, ceniza. 1 Yo te invito a que vengas un día de estos a tomar algo a mi casa, si es que te copa un clima así como una atmósfera impregnada por aquellos aromas que hoy, a tus cuarenta años, evocás como se evocan cosas irrecuperables, con la secreta fantasía de que será factible, otra vez, encontrarlas en algún barrio viejo de la ciudad, detrás de una puerta alta con llamador de hierro… Bueno, mi casa está cerca del Borda, cerca del sitio preciso que vio la demolición de Águila y la erección ominosa de un shopping. Te recomiendo, primero, amanecer como podás en La Boca, para que encontrés, lejos de la remodelación de Riachuelo & Co., un pasillo recién baldeado por el mismo hombre descalzo que se arremanga los jeans y cada tanto se acerca al lugar donde están el mate y el termo: el quinto peldaño de una escalera crujiente que desemboca en las piezas de alto. Después te tomás el 25. 2 La calle Ramón Carrillo renace cada madrugada de sus propias cenizas, la enciende tu deseo, si es que todavía tenés ganas de hacer las cosas que te gustan, en esta ciudad cada vez más ajena, cada vez más de otros. Si apuntaste bien mi dirección, si tenés el pedacito de papel plateado de los puchos donde anotaste todo, si no perdiste esa basurita mágica, estaré esperándote desde mucho antes, acaso desde el momento en que la pava soltó el primer vapor y el olor de la yerba subió, sencillamente. 3 Nuestra historia se escribió en el aire. No hubo ni esperanzas previas, ni deseo preparado, ni siquiera ocupación o alerta. Es que en el Centro, y a esa hora, cada cual miraba las cosas sin pasión, con ese paso resuelto que lleva a lo de siempre. Seguro que vos y yo estábamos en la misma. Pero cuando ocurre eso, que ahora se me antoja en una palabra precisa, sedición, nos recortamos y la tarde se hace cargo del asunto como una madre tenaz. Esto que pasa con tanta levedad, la mirada, encontró en la mortal atmósfera una brasa perdida y se puso en guardia órganos y miembros, pelo, vientre, parpados. (Ya está. Después, las primeras palabras, que esta vez armaron un menú delicioso. Simplemente, lo que andaba buscando). Entonces, así preparado, me hablaste de tu vida, y yo recuerdo, a mi


manera, lo que fue esa entrada a mi orden, sin batallas. Me encendiste la llamita con algún arma secreta, qué se yo. Tanto, que empecé a hablarte de mi mundo empezando por la casa, por haberla elegido allá, precisamente. 4 Ahora te espero en medio de lo que todavía me queda por amar; estas paredes para pintar, estos cartones para manchar con grafitos, unos vidrios opacados por sucesivas lluvias, la memoria de otras -tantas- mudanzas que dejarán de ser hostiles cuando me convenza de que estoy parado en medio de una espiral que nació conmigo y que gira ordenando mis asuntos a futuro, ese futuro mínimo, inmediato, presente en lo que queda y resiste. 5 En algún momento habrá pan con manteca y mate cocido, y también un cuartito aledaño con ejemplares amarillentos de esa revista de la que vos también dependías como un enajenado, allá por los primeros ´70, cuando salías de la facultad y corrías hasta el kiosco de Independencia porque alguien te había soplado "ya salió" y buscarla, y descubrirla, y ver los avances de tapa como promesas de colores en un sobrio fondo negro. Y habrá una utilería eficaz: en un ángulo, un tarro con brea y un pincel pegado. Todo iluminado por una lamparita altísima y envueltos por el perfume de unas maderas enmohecidas. 6 "¿Y el sexo?", me preguntarás alarmado, como si su ausencia frenara la danza de las horas. El sexo a nuestra edad -más cercana al tiempo que a la carne, soportando las marcas de una dictadura, una nada, una década infame- ha llegado, después de todo, a un punto de partida, o de recobro (¿cuando no es así?). Lejos de la aséptica sábana, la resplandeciente almohada, la atmósfera general de clínica suiza por la que atravesaste el viernes pasado después de la disco, comenzaremos a lamernos a eso de las tres de la tarde, a saber uno al otro a sal tenue, a chuparnos los dedos, grises en la penumbra. 7 "¿Y el sexo?". Verás que pasando la mano por debajo de mi leñadora de lana abierta hasta el ombligo percibirás un ligero sudor, una humedad caliente. Será mi ofrenda. Y lejanísimo, como volviendo de otro invierno, de la infancia real, un tacto a mandarina. Nublada la visión por las visiones diarias, como puños de acero que te hunden los ojos secos, perturbados los oídos por los estrépitos cotidianos, esas lanzas abrasadas que barren con cualquier música, me reconocerás por el tacto, el sabor, el olfato. Reconstruirnos así, en el espesor


secreto de la vida, este que nos moldeamos el uno al otro, tirados aquĂ­, sin esperar nada, porque en el pliegue mĂĄs amado de tu mano estarĂĄ todo.


Las réplicas Viento norte. Las construcciones de Puerto Madero meten ruido y un polvo que se expande hacia el sur y queda depositado en las palmeras y las tipas del museo de calcos hasta la próxima lluvia. No era ambición de ermitaño, pero en esa fantasía -otros lo llaman "proyecto"- no estabas incluido. Germán: yo vislumbraba un futuro infinito, en un lugar desconocido -utópico-, lejos, donde la vida fuera algo elemental, a expensas de los sentidos y del poder de las manos; apenas un horizonte abierto a la más primordial incertidumbre -al mito- y unos árboles y unos pájaros cerca y unas piedras y una tapera. Y saber que las distancias son lo bien ajenas que necesito para entender que habrá gente providencial, un lenguaje de gestos: la diáspora mansa de los que eligen renunciar a todo para despejar los caminos y elegir el final. Ahora te lo cuento, ahora que me revelaste el mismo secreto intangible que aparece por tus ojos como un destello efímero, pero cargado de imágenes en las que intuí algo parecido a mis deseos. Como te quiero, prolongamos ese café en Álvarez Thomas y Lacroze por horas, mientras los jugadores de billar parecían respetar nuestro encuentro: el sonido de la madera contra el marfil de las bolas sobrevolaba en la quieta oscuridad del fondo como el eco de una ceremonia primitiva. Y hubiéramos querido, entonces, colgarnos plumas y collares y pintarnos bandas cobrizas y azules en las mejillas y la frente para ser, otra vez, los niños brujos de las tribus. En una mesa que da a la calle, cada uno a su tiempo vigilaba que afuera la ciudad no parara de realimentarse, construyendo y rompiendo su destino, en el que aparecíamos y desaparecíamos con la misma frecuencia de los colectivos y los carteles inmobiliarios. Hablamos de nuestra infancia, separadas por dos provincias, pero parecidas por los mismos secretos, el mismo barro, las mismas mandarinas, los yuyos y los patos. Un espejo de ese tiempo queríamos replicar ahora. "¿Entonces nos vamos?". No sé, Germán, hablemos un poco más. ¿Vos también cortabas las mandarinas altas con una caña con la punta abierta con un tajo, como una pinza para aferrar el tallo, desprenderla y atajarla en la caída? Nada cuesta imaginar que estabas ahí, compartiendo conmigo esa felicidad de chicos, en las siestas de verano que eran eternas, porque después de la leche seguíamos jugando y cuando la tarde caía y venía ese frescor de la provincia, nos íbamos a lo profundo del monte a pajearnos y cada uno pensaba en lo que los primos, los muchachos más grandes, ordenaban pensar: la chica del cole, la más


depravadita... Porque atrás de ella, Germán, estábamos nosotros, muy lejos aunque nos estuviéramos tocando. Me acuerdo quien estaba conmigo, en esa paja urgente y secreta. Pero me resulta fácil cambiarlo por tu cuerpo y tu cara y tus ojos de ahora, que me reclaman lo mismo. Recién te conozco, Germán, adulto y empleado bancario. Pero miro tus manos y en algún punto descubro intacta la misma tersura con olor a mandarina, acariciándome la cara, mientras esperábamos acabar y luego volver a tu casa o a la mía, a los deberes y la cena, como si retornáramos de una expedición poblada de peligros en tierras desconocidas. ¿Regresar ahí, tan lejos? Después nos conocimos en Buenos Aires, cuando el 168 se detuvo aquí enfrente por el semáforo. Lo nuestro empezó, te acordás, con una risa nerviosa. (Germán subió, sacó el boleto. Mientras caminaba por el pasillo hacia los asientos de atrás vio por la ventanilla que yo miraba, llegó a la puerta trasera, tocó el timbre, el colectivero le abrió la puerta y se bajó.) Hiciste todo con mucha seriedad, como si fuera un gesto rutinario. Yo estaba ahí esperando el 140, que justo llegaba. Pero empecé a cagarme de risa y vos me miraste con un aire como si lo tuyo formara parte del protocolo de una reunión en la Corte de La Haya. Te amé inmediatamente. (Después se aflojó. Yo dejé pasar el 140, obvio. Charlamos. Estábamos excitados y ya queríamos coger. Los dos vivíamos lejos de ahí y lejos quedaban nuestras casas entre sí. Nos cruzamos al Argos). -Bueno, y vos que hacés. -Trabajo en el Banco Nación. Luz de tubo todo el día. -Ajá, por eso la corbata. Qué hacías en el 168. -¿Antes o después de Cristo…? Bueno, habrás visto lo que hice… No, hoy había paro y fui a visitar a mi abuela, que vive aquí a la vuelta. De todos modos, estoy por dejar ese laburo. Estoy por dejar todo. Mandarme mudar. Irme a la mierda. -¿…? -Sí, por qué me miras así. -No, me… es muy loco esto que decís. -Yo estoy pensando lo mismo. (Entonces, hablamos de lo que nos pasaba. Como en un zigzag invisible y certero, nuestras voces se entrelazaban y sentíamos su potencia envolvente. Hacíamos el amor, si se quiere, porque las palabras tenían humedad, peso, carnalidad, temperatura. Más tarde, puestos nuestros mundos sobre la mesa, me escuché rodeándolo, golpeando, penetrándolo finalmente con la enumeración de mi catálogo personal, alternado con el suyo. Lugares. Como en un juego de naipes, cada cual a su turno tirando una carta, o como un mapa dibujado por nuestro deseo, fue apareciendo la ciudad: “el árbol de Talcahuano y Córdoba / la calle Hernandarias / el Botánico / piedras y Venezuela / la perspectiva de Diagonal Norte desde Plaza de Mayo / las araucarias del Parque Lezama / la


cúpula de Rivadavia y Ayacucho / el olor del subte A / Figueroa Alcorta en noviembre / la iglesia San Juan Bautista / los alisos de la Reserva / los remolinos de agua en las bocas de tormenta / una cerveza en Cabildo y Lacroze una tarde de enero…”. Como si ya estuviéramos en ese lugar sin nombre y sin latitud, los momentos y los sitios de Buenos Aires aparecían sin remedio y nos mirábamos cada vez con más ganas de no sabíamos muy bien qué, pero acorralados por los mismos placeres y pesares. ¿Cómo dejar todo esto?). “¿Entonces nos vamos?”. Esperá, Germán. Quisiera saber qué pensás vos.


Todo queda lejos Conozco el jugar. Es ancha, y los domingos de invierno desierta, la avenida España. Por allá viene el 4 y después algún camión del dock, perdido en esa zona de tensión entre la pobre propiedad de las tierras del sur y la brutal escenografía de grúas, topadoras y helicópteros como oscuros Goliats de este milenio. El casco trunco del antiguo restaurante de la Ciudad Deportiva asoma como una ruina del presente, rodeada por los portentosos yuyales crecidos a golpe de petróleo y polietileno. Justo, sobre la mano derecha de esa avenida, el taxi tenía la puerta abierta y podía ver por debajo de las rodillas de la mujer y, entre ellas, los pies del chofer, que seguro estaba recostado sobre el asiento. Tranquilos, terminaron con lo suyo. Hubo una breve transa y la mujer siguió como si nada. El tachero cerró la puerta y encendió un pucho. Yo estaba en la parada del 4 (había dejado pasar uno) y por allá venía el próximo. Tenía un billete de dos mangos más unas monedas. ¿Tomaría entonces el taxi, en un viaje hasta el Lezama, que salía justo dos pesos, para pedir algún tipo de comentario sobre lo sucedido y hundir el ancla a ciegas, a esperar a que recale en alguna roca oculta? Un sexo callejero que venido de un taxista da para más, lo sé, como sé tantas cosas que de cotidianas ya van perdiendo novedad y se instalan en el deseo como ruinas pequeñas, basuritas que se quieren sacar aún sin anestesia. Pero se sabe: el deseo puede clonar su propia estatua infinita, eternamente sobreviviéndonos. El tipo era flaco, de bigotes, cuarentón y con una cara curtida. Le hice señas apenas arrancó desde unos quince metros de la parada del 4. Subí y le disparé: “No te perdiste la oportunidad, flaco, ¿eh?”. Obvio: me miró por el espejo para ver qué onda y largó un suspiro. “Mirá, yo siempre llevo un forro por si acaso. Pero acá encontrás seguro… por lo menos para una chupada”. Saqué un cigarrillo y encaré: el viaje era corto. “Una noche anduve por acá. Y encontré algo, también. Fue bueno. Claro que de noche podés hacer otras cosas… Y fue allá, cerca de Las Nereidas, ¿viste? La fuente… Fue una chupada gloriosa…”. Me miró por el espejo, esta vez sus ojos reflejando una sonrisa que yo no veía. “Bueno, esta fue rápida, pero estuvo bárbara, viejo, no sabés.” Se acomodó en el asiento, nervioso o relajándose. Ya habíamos tomado Juan de Garay. “¿Te dejo en Defensa y caminás una cuadra o sigo hasta Bolívar y bajo por Brasil?”. “Mirá, tengo dos pesos. Hasta donde lleguemos…”. Semáforo rojo en Paseo Colón. Síntesis. “Yo también había llevado forro. Siempre llevo, como vos. Esa vez acabamos juntos…”. “Bueno, eso ya es más difícil…”. Encendió un pucho y entrecerró los ojos por el humo. “A esta mina le di unos mangos. Ella estaba haciendo la calle, viste… Y… ¿Cómo fue lo tuyo?”. Respiré hondo. “Mirá, yo estaba apoyado sobre la baranda que da al río. Se me acercó un flaco en bicicleta y me preguntó como se entraba a la Reserva


Ecológica. Le dije que a esa hora estaba cerrada. ‘Puf, con la calentura que tengo’, dijo. Se bajó de la bicicleta y la apoyó. Se puso a mi lado, pegando su cuerpo al mío. ‘Y vos, qué onda…’, me dijo, acercando su cara como quien está por darte un beso. No le dije nada. Bajé la mirada hasta su bulto y le metí la mano. En seguida, se puso al palo. La peló, le puso el forro y se la chupé sin piedad, mientras yo me pajeaba. Acabamos juntos. `Qué bueno estuvo, boludo. Chau, te veo´, dijo, alejándose en la bicicleta. ¿Entendes ahora?”. Habíamos llegado al Lezama. El tachero me cobró los dos pesos. “Claro que entiendo. ¿Por qué me preguntás? Vos pensás que conmigo iba a pasar… qué cosa, flaco. Qué esperabas, ¿qué no entendiera? Bueno, mirá, entiendo todo. Es más, no sabés como te la chuparía a vos, y ya. Decí que tengo que trabajar, pero podemos quedar para otro momento”. En mi estupor, me oí darle mi teléfono, que anotó en una libreta negra. Volví caminando por Brasil. La tarde de agosto caía literalmente sobre los techos del museo. La puerta permanecía abierta. Una luna plena doraba el río, y ese reflejo desvanecido teñía los muslos de David colosal, otro desvanecimiento. Un eco del eco que construyó Miguel Ángel. Acaso en otro atardecer que doraba el Arno, su mano blanqueada por el polvo dejaba una caricia sobre su vientre, o sobre su muslo firme y eterno. Entré. Una oleada de fría humedad me condujo hasta la Victoria de Samotracia. Me detuve unos segundos atrapado en su desvencijado imperio. Por la puerta que da al parque entraba un aroma a parrilla. Ya era casi de noche y nadie encendía las luces. Dejé algo parecido a un ruego o a una maldita plegaria a los pies del David. Subí los ojos hasta su cabeza altísima. Él seguía mirando hacia la lejanía, atento a los Goliats que en cualquier instante emergerían desde los juntos dispuestos a devastarnos. Entonces, entendí que le dije algo relativo a una derrota, pero no estoy seguro. Salí. La brisa del río ya se sentía en la frente. Un encargado cerraba tras de mí las puertas. Me di vuelta. Habían encendido unas luces tenues o pobres. Desde el recinto, ridículamente pequeño, las réplicas me ignoraban, como lo vienen haciendo sus patrones originales desde hace siglos con todos los hombres. Una estación breve, que solo aparece los últimos días de agosto, comenzaba su derrotero justo ahí, justo en esa orilla del mundo. Me fui hasta la parada del 4. Allá, a unos quince metros, el taxi y su conductor esperaban otra vez algo que cerrara con creces la justificación de un día más sobre la Tierra. Me acerqué, consiente que yo aportaría, quizá, la primera piedra para su construcción privada. Yo sí sabía qué quería, cómo deseaba terminar ese círculo perfecto de una jornada que había comenzado con señales de ningún porvenir. Me esperaba con un brazo apoyado sobre el volante y el otro sobre el asiento. Por primera, vez vi sus ojos de frente, o lo que la oscuridad me traducía:


pequeños, de un azul intenso, en esa cara curtida y vulgar, con sus bigotes entrañables que se arqueaban con la mayor facilidad al menor gesto. Sentí una atracción sin rodeos y sin precedentes. Subí y un beso profundamente sentimental nos fijó en el corazón de la noche. David, en su silenciosa discreción, miraba para otro lado.


Pompeya blues Acaso ahora pueda arrimarme a tu sombra sin sujeto y tratar de leer aquello que los años transformaron en un lenguaje conocido. Pero no. Siempre hay enigmas que se van potenciando con cada lectura hasta hacerme sentir hundido en la perplejidad y, entonces, preguntar ¿qué es esto?, ¿esto es lo que queda de esa pasión, un relato apenas legible? Pero si yo entiendo, entendí todo. No hubo misterios, ¿Por qué vuelve lo mismo con cada giro de las estaciones? ¿Hasta cuándo? ¿Qué fue lo inconcluso, qué es lo interminable? Cuando iba a tu boliche a comer, en los comienzos de todo, me gustaban muchas cosas. Cada día. De tu cocina prodigiosa nacían platos sencillos, de sabores suaves y frescos. Es que era tu comida, tu calle, tus manos. Eran los comienzos y Laurita me anunciaba con una voz distinta. “Un raviol a la boloñesa para la doce…”. Después, dejé de ser el número de una mesa y solamente me identificaba lo que iba a comer. A los tres meses de entrar allí los martes y jueves por la noche, de saludarte agachándome porque la hilera de copas colgadas te tapaba la cara, de escuchar tu “hola, Ro”, como un río cálido que me atravesaba con dulzura y quitaba toda desdicha, un día faltó Laurita y viniste a mi mesa. Por primera vez te veía de cuerpo entero, acercándote. Guau, me gustó lo que vi. Me gustaron tu camisa escocesa, tu delantal blanco, tus jeans asomando por debajo y tus Adidas blancas. Y el birrete blanco, también. Me alcanzaste el menú, pero lo dejé a un costado y te pregunté qué me recomendabas, mirándote por primera vez a los ojos y sintiendo que tu mano se apoyaba en mi hombro. Lo instantáneo, lo intangible, lo mágico, lo devastador, la melancolía, el hambre, la felicidad, los perfumes, los sueños, lo frío, lo caliente, la erección, la sed, los sonidos, la nueva luz del mundo, la certeza de que adentro y afuera de mí todo está en su lugar y funciona, la maravilla de no ser, las boludeces, la trascendencia, la infancia, sentirse bello y feo, querer salir, desear lo eterno, los juegos, las fotos, los viajes, el agua, las plantas, la distancia, la cercanía, la espera, los abrazos, la noche, lo salado, la patria, la sangre, los gritos, las cuerdas, los óleos, las tías, los salones, las familias, los casamientos, los sanatorios, las muertes, los paraísos, el teléfono, la vereda, los tíos, los perros, los años, las llaves. -Hay un arrolladito con rusa, recién hecho. Te lo recomiendo. Está bueno. Tu mano se retiró de mi hombro, mis ojos dejaron de mirar los tuyos, te fuiste, sopló un vendaval, estuve solo en una planicie congelada y sola, pero ya estaba allí, milagrosamente. Volvieron las voces, los ruidos y la calle detrás del vidrio, la noche esta y no otra, estoy aquí, hoy me quedo hasta el final, hasta que te despidas de tus dos ayudantes, vengas a mi mesa, terminemos el vino, te saques el delantal y el birrete, vayas a ducharte, otro siglo pasó, volviste con los rulos


negros mojados sobre la frente, una remera azul, los jeans, las Adidas blancas, una mochila. Sí. Podré arrimarme a tu costado, ver la gramilla ennegrecida por el recuerdo de tu presencia y relatar, lo único que puedo hacer, ahora que aprendí que no hay nuevos amores, que el amor es constitutivo de lo que soy, que me hace cuervo y paloma, que cambia sus fichas y sus estrategias, sus ejércitos, que duerme por largos períodos, que desaparece, que es inmortal. Caminamos unas cuadras. Era una primavera húmeda. Hablamos de los campos inundados y del vapor que llegaba del sur. Atravesábamos un trecho sombrío del barrio, puse mi brazo sobre tus hombros, te pasé la lengua por la oreja. Me miraste sorprendido, con una sonrisa cuya sombra se clavó en mi vientre. -Estamos cerca de mi casa. Yo sentí que las cosas que me recibían bien llevaban en su cara oculta la marca de tus días, tu olor, el mismo silencio que resonaba luego de tu “hola, Ro” de cada martes y jueves. Allí estaban, entonces, resguardando el orden y la paz de nuestra llegada, el sonido de tus llaves, la primera luz, un gato que atravesó la penumbra más lejana. Congelé esa visión en un archivo de mi mente, porque supe que algún día futuro me pondría a revisarla con detenimiento. Al día siguiente, te acompañe hasta el boliche. Caminamos esas cuadras con la luz del mediodía. Vi qué árboles, qué paredes, qué puertas, qué veredas altas, qué casas, qué gente, qué tapiales atravesabas cada tarde. Casi no hablamos. Una tristeza por haber consumido todos los sentidos y no quedarnos más que la costumbre de caminar y respirar nos hacía extraños el uno al otro: era la angustia por el porvenir que abría justo allí su enorme boca y nos tragaba, sin demora. Había fuerzas, meterse cada cual en sus asuntos para que en el hueco exacto la imagen de nuestras caras y nuestras manos comenzara a reconstruirse. El martes, inexplicablemente, llegó. -Un escalope al marsala…, dijo Laurita. El primer sorbo de vino me trajo la promesa de otra primera noche.


Aguante placer Ha quedado aquí, registrada, la sensación de que todo se repite y todo es desconocido, y que en esa ambigüedad se enciende el placer. Algo de lo que sigue sonará conocido… El nuevo, igual y diferente olor de una pija desconocida. El sutil perfume a grasa de tuerca de moto en los dedos que estiran el prepucio de esa misma pija. El olor de la lana mojada por la lluvia del suéter que cubre el torso y los brazos del dueño de esa misma pija. Pararse un día plomizo en mitad del puente peatonal de Constitución y mirar intensamente hacia el sur hasta descubrir sobre las torres de Avellaneda la figura deseada. Respirar bajo la sombra de los tilos de Av. Caseros entre Defensa y Bolívar a las dos de la tarde de un sábado de verano. Un choripán y un vaso de vino tinto de El Triunfo y un parroquiano al lado que me envuelve con su amistoso silencio. El masaje en la planta de los pies, cuando él presiona con sus dedos tibios y me mira esperando la manifestación del placer en mi cara. Unas semillas de girasol sobre una piedra en una tapera una vez en el campo. La intemperie cuando te ofrece un refugio de pecho y axila. Una caricia con sus manos impregnadas de mandarina. Madrugada en el Británico, cuando el lavacopas te pide amablemente que te cambies de mesa porque comienza a limpiar el piso, y elegir otra mesa, esta vez en el reservado, en lo posible pegada a la vidriera que mira al parque y las siluetas de las palmeras que ya se definen y pedir otro café. El olor de las marroquinerías. El olor de la acetona. Cierto pasaje del Réquiem de Verdi que anuncia una venida o una inminencia, y que eso suceda. El olor de los aserraderos. Caminar por el mullido piso de viruta de los aserraderos. Beber el vaso de cerveza que me ofrece el carpintero a quien no pude pedirle más y que su mirada acompañe mis primeros tragos. Una cerveza helada y su efecto sutil y perturbador: se potencian los paisajes y las almas y adquieren su real dimensión, más luz. Salir cualquier mañana y que las hojas secas, las fachadas, el control de los porteros, la brisa, los perros, los paseadores de perros, vayan marcando el rumbo. La pimienta negra. El instante en que, abstraído de la realidad y sus circunstancias, miro hacia la nada y siento que no hay futuro y que no sé de país, de afectos, de idioma y de esperanza, y el mundo es lo que queda.

Ro Sebastián


Tedeschi Loisa, Diego – Presentador Publicado en © Tres de un par imperfecto. Escritos granizados 1º edición – Ciudad Autónoma de Buenos Aires. 474 p.; 17 x 24 cm. © 2014 Bubok Publishing S.L. ISBN 978-987-33-4964-5 1. Narrativa Argentina. I. Título CDD A863 Impreso en Argentina / Printed in Argentina Impreso por Bubok Fecha de catalogación: 07/05/2014

Hecho el depósito que impone la Ley 11.723 Prohibida la reproducción total o parcial de la obra sin citar al autor. Todos los derechos reservados.


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