Pepe pé

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Pepe Pé oscuramente gay Todo aquello que no acepte a la persona diferente, aun entre lo diferente, está caminando en contramano.

Nadia Echazú


Ceniza roja Coronas derribadas, soledades altivas

Hablar en femenino es el disfrute de la abolición del lenguaje convencional, de una tradición que nosotros(as) podemos reblandecer, moldear, intercambiar o romper. Y es, gracias a la Diosa, un maravilloso paseo por el imperio del humor. ¡Humor tan nuestro, tan gay, tan loca! Resabios de otra edad. Hablar en femenino. (Tengo una amiga lésbica que trata en femenino a todos los integrantes del gobierno nacional. “La Cavallo no tiene perdón”, dice. “¿Vieron a dónde viaja la Presidenta?”, dice). Qué felicidad rara provoca ese golpe a las antiguas prohibiciones que se enquistaron en los pozos de nuestras mentes. Mi padre vigilaba, nazi, mis amagues hacia ese territorio. Tachaba gesticulaciones, censuraba modulaciones de voz, forzaba a juegos violentos. Papitos queridos: por qué no se irán a la puta madre que los parió. * Otros códigos. Los que frecuentamos Contramano desde hace ¡once años!, ya somos los parroquianos, el boliche es el club. Asistimos al recambio generacional con cierta perplejidad: muchachos que en los comienzos tenían diez, doce años, ahora aparecen con toda la potencia clipera de los noventa, convertidos en figuras escuálidas o portentosas, pálidas princesas asexuadas, estudiantes circunspectos, chonguitos pansexuales y hasta taxiboys amplios y simpáticos. Las cuarentonas nos miramos atónitas frente a la invasión. Vamos siendo pocas las que podemos disfrutar de estos nuevos ángeles. ¡Eh, dónde se fueron todos! Encima, el recambio no es proporcional, y muchos menos va en aumento. ¿Dónde están todos? ¿Eh? * Cuarenta y pico. Generación quebrada. La euforia de los ’60. La desilusión de los ’70. La depresión de los ’80. El vacío de los ’90. Títulos argentinos: Beatles, Proceso, Reagan, Menem.


Cuarenta y pico. No moriremos de viejos. ¿Se nos permitirá un desliz, aunque con él se nos vaya la vida? Cuarenta y pico. Demasiado jóvenes para recorrer los jardines de piedra; demasiado viejos para ser admitidos en los pálidos festines de la generación X. La piel de la cara acusa rebelión hippie, desapariciones, psicoanálisis devastador, virus. Campeones en la interpretación de los sueños ajenos, abortamos los propios con infinito cinismo. Detenidos en el umbral de la orfandad, mantenemos bien barrido nuestro terreno de tres por cuatro de posibles angustias, de segura melancolía, sangre, lágrimas. Pero lloramos en la soledad cuando nadie nos ve. Adoramos el fruto amargo del desencuentro, altivos. Sobrevivientes de todas las amenazas imaginables y posibles, carcomidos por la ironía, todos los terrenos están minados, y desconfiamos hasta de los abrazos. Cuarentones de los noventa, generación quebrada, ceniza roja. Maduros (¿viejos?) gays, solterones, ex psicobolches, ¿qué más podemos pedir? ¿Quién no se acercará hasta nosotros para encontrar una sola respuesta en este revuelto de todas las sabidurías? * Dormir, dormir. Ese instante en que el mundo es nuestra habitación, nuestra luz, nuestra cama. La soledad disfrutada como nunca. Antes o después (pero ¿cuándo, cuándo?) habrá alguien más entre las sábanas. Veremos. Pero ahora es la medianoche. Los sonidos se apagan. Revisando los acontecimientos del día me doy cuenta de las oportunidades que perdí o, mejor dicho, de las expectativas que me defraudaron. Subir a un colectivo, hacer un trámite, citas laborales, un cine, un caminar sin rumbo por Corrientes… Todo, absolutamente todo, está teñido por la compulsión del deseo, que se constituye en el motor de mis acciones cotidianas, por sencillas o rutinarias que sean. Hacer una cola para pagar el gas implica un rápido inventario de los integrantes de la cola, de los cajeros que eventualmente me tocarán, de los que van llegando, boleta en mano, bulto examinado. Si alguien me miró a la entrada del cine, la expectativa por lo que sucederá a la salida estará presente, en algún plano, durante toda la exhibición de la película. El colectivo o el subte repletos… Apago la luz. Como tantas veces, dejé un libro a un costado. ¿Se acuerdan de Ornella?: mañana es otro día, se verá…


Buenos Aires por asalto Es demasiado grande la ciudad para dos que ya no esperan y sin embargo se buscan. Lucio Battisti

Acá estamos. Teníamos que llegar al punto de partida. Caminos paralelos, años, los ojos casi ciegos del asombro. No morir parece ser la consigna. Aguantarse. Años de mirarnos y fingir indiferencia. “Yo estoy bien, ¿y vos? Callate, no me importa”. Así nos fue. Ahora, que parece ser demasiado tarde, comprendemos que es tarde, pero no imposible. Armemos de nuevo el castillo, comenzando por la base, como se debe. Hay tiempo. Inventemos el tiempo necesario. Se fue el invierno: todos los años para lo mismo. Como siempre, se viene el verano. Después marzo, etc. Busquemos la señal, en tantas visiones que descartamos por diarias y sencillas. Vivimos en una ciudad. Es esta. Es Buenos Aires. Si no somos capaces de entenderla –como ella, ay, nos entiende a nosotros- se la roban, se la roban los otros. * Perfil a contraluz. Está sentado contra la ventana del bar. Consumirá muchos cigarrillos, y solamente él y nosotros sabremos el deleite de esa avidez. Hay que ser de este mundo para entender sus ojos, posados en los enigmas más remotos, algo que se agita por sobre los techos lejanos: él y nosotros sabemos que ese movimiento es un signo familiar, incomprendido pero aceptado como una oscura respuesta al futuro, una especie de silenciosa borrasca en el cielo. Está cruzado de piernas. A veces, balancea un poco el pie, enfundado en un borceguí robado a la moda, jeans cuidadosamente gastados, remera negra, manos grandes que se mueven como manos pequeñas, cara angulosa: un retrato que ya conoció todas las muertes. Con un cuidado desdén mira las cosas, las personas. No juzga. Observa con indulgencia, seguramente, a las criaturas que mejor tenerlas lejos: es tímido. A veces cambia su postura. Apoya los codos sobre la mesa, las manos cerradas en puño sosteniendo el mentón, el torso erguido, recto, y esos ojos que miran a


través del vidrio. Una búsqueda que es, por ahora, eterna. En esa mirada no ocuapará ningún espacio el ser deseado. El deseo es para él un reino triste. Pocos han evidenciado su soledad como él. Porque no son muchos los que tienen el coraje de mostrar la desnudez de su alma. Muchos se alejarán asustados de él, como quien se asoma a un pozo profundo. Y ante ese terror de los otros, él presentará su sonrisa más ingenua: conoce todos los escudos, todas las corazas, todas las máscaras. Atrás de ellos, puede haber un ser anhelante, alguien que en el instante final se entregará desnudo. Él esperará. * Una de tantas historias. Conocerte fue robarle tu figura al paisaje duro y ajeno de la ciudad. Ajena y dura. Buenos Aires sin embargo se metió en nuestra carne hace muchísimos veranos, y ahí está. Qué espacios nos pertenecen, ahora que arrecia el viento oscuro de la modernidad, tapando con una red de fibra óptica aquello que antes fue entrañable y ahora se cae a pedazos bajo la oportuna máscara de la miseria. ¡Oh, sin Buenos Aires alrededor, tus ojos no habrían sido los mismos! ¡Sin Buenos Aires alrededor, esa mesa, en ese bar, esa luz en esa hora exacta, habrían pertenecido a una ficción incomprensible! Ese mediodía hablamos de Buenos Aires. * Paseo, sexo y promesas. Oí música de ópera cuando partí desde Congreso. Después, caminé por Callao. No debe haber otro espacio en la ciudad que inspire más para la representación: desde la cabeza de los caminantes, desoyendo los vehículos, hacia arriba, la perspectiva es una escenografía para todas las tragedias, todos los deseos, todas las felicidades que puede permitirse hasta el más anónimo de sus habitantes –es decir, todos. ¡Esta ciudad es nuestra!, casi grito. Sentí que atrás había dejado un amor. Miraba las cúpulas contra un cielo amarillo y corrí hasta el primer locutorio. * Días de odio. Están cerrando todas las puertas y nos empujan hacia la nada. Se adueñan de los espacios, clavan delante de nuestras narices los estandartes de lo


privado. La obediencia debida de los capos municipales a la voracidad de lo privado. La burocracia genuflexa de los ediles corruptos al servicio de los nuevos magnates del roñoso neocapitalismo. Reconquistar Buenos Aires que se la están rifando y convirtiendo en un nauseabundo Shopping. No achiquemos el circuito. Invasión a lugares: Parque Centenario, Barracas, San Telmo, la Costanera Sur, la calle Muñecas, Flores. Buenos Aires está necesitada y se entrega al primer hijo de puta que le tire un mendrugo. Está caída. Hay que levantarla, restañarle heridas, hacerla reír, acariciarla. * Ahora es fácil. Ahora, que a veinte años exactos de la masacre hay seguridad de que estás bien muerto. Ahora te llevan al bronce. Uno de los intelectuales más lúcidos del siglo, dicen. En rigor, te dejaban hacer. Con cara de asco toleraban tu cine de estética arcaica y celebratorio de las edades en que los hombres y los dioses se sentaban a beber el mismo vino; tu poesía nerviosa, prosaica, libre y clara y oscura como el agua y el agua negra de un lago; tus manifiestos de lucidez anticipatoria; tu denuncia de los estragos a que nos llevaría el consumismo. Lo que no te perdonaron, Pier Paolo, hermano, es que fueras puto. Que te pasearas con tus chongos con la majestad de un rey, en smoking, por los pasillos aterciopelados de tantos palacios. Te mataron por puto. Pensaron que así enterraban todo lo demás.


Refugios Que el verano está a las puertas lo rumorean varios signos. Alberto Girri

Mientras escribo esto, han florecido los jacarandás en Buenos Aires. Esta ciudad rescata belleza de la destrucción., majestuosidad de la nada. Pero nadie que goce de sus días y sus noches debería olvidarse un solo minuto de su oscuro destino. Ya se ha perdido una batalla. Ni aparato judicial, ni aparato policial propios. ¿Y el mandato constitucional, manga de canallas? Las garras presidenciales continuarán echando su sombra ominosa desde lo alto. Y nosotros acá, caminando sin rumbo, buscando los últimos refugios. * Ibas en el 188 y al pasar por plaza Once lo viste todo azul, más bien lila. Los lilas de tu infancia habían regresado y descendían, descendían. Flores celestes del jacarandá que igualan barrios. Parques y avenidas visitadas por esas criaturas de un mundo de nueve jornadas. Y en esa plaza-gueto de los cabecitas, viste monumentos a la belleza humana que no podías encontrar en ningún lado, en ningún refugio. ¿De dónde vienen? ¿A dónde van? Lomos de peones albañiles recorridos por una mirada cargada de fatigas y malestares de fin de siglo. Ninguna contaminación posmoderna. Coronas de flores de jacarandá suavemente descendiendo sobre sus cabezas morochas. Ojos marrones que saben atravesar las paredes grises y encontrar la puerta del sol, los lagos milenarios de su raza. Atrevete a visitarlos, a compartir un tetrabrik con los desposeídos de razón, de estética, de moda, de Internet. Después, date una vuelta por el cine porno que está ahí enfrente, otro refugio, algo que te alivia un poco más. Encontrarás a alguien. * Generación perdida, ceniza roja. Alguien escuchó el llamado y está dispuesto a visitar los terrenos anhelantes que pudo despejar en su mente. Navidad en


familia. Pero, ¿qué familia, Pablo? Te estás atreviendo a romper con un mundo que te asfixiaba, para encontrar la dimensión del mundo real. Es la madrugada del sábado. Y el maldito cielo turquesa me hiere la vista. ¿Dónde estás, con quién? Qué piel te está reconociendo. Qué abrazo te sofoca y qué beso te obstruye la garganta. A quién le contás, a esta hora, la historia de tu hermano, la historia de las montañas, la de las madrugadas en San Bernardo. A quién le estás aterciopelando los oídos con tu voz azul, con tu confesión de ser en ese instante realmente vos, con tu susurro que dice no querer sufrir más, con esas palabras grabadas al fuego de los cuerpos. Te quiero. Te quiero. Te quiero. Yo tampoco. Sin embargo, no me importaría si nunca más amaneciera. Te esperamos, Pablo L., para Navidad o Año Nuevo. Llamanos. * Te habías extraviado. En los senderos laterales de Parque Patricios los taxistas descansaban en sus autos, una hilera interminable a la sombra de las tipas que lloran lágrimas frías. Uno levantó su cara de siesta del Clarín Deportivo y te indicó el rumbo. Siete cuadras por Uspallata. Calle nunca transitada, refugio abierto al verano, a un cielo restellante. Nadie sabía que andabas por ahí. Calle de grandes galpones, de camiones. “Flete Mendoza”, “Transporte Intercordillerano”. La calle Uspallata. Y un próximo viaje a la provincia. Bingo de coincidencias. Pero sí, por encima de los techos y de las chimeneas muertas, los dioses jugaban a ser invisibles. Baco, aggiornado, aspiró unas líneas y con un soplo dejó que el cielo cayera suavemente sobre el barrio. En una pequeña pizzería, sentado en una tabla adosada a la pared, enfundado en su mameluco azul, comía su porción de fugazzeta. Un hilo de aceite bajaba por su mentón. Te miró pasar. Verano. Tiempo de mucha luz que descubre caras tal cual son. Nada que ocultar en medio del parque Ameghino, rumbo al hospital Muñiz. Otra vez la majestad de los árboles azules, nutriéndose con la cal de los huesos centenarios. Un cementerio debajo del paseo, tiempos muertos y vivos confundiéndose. Luego, el hospital. Cárcel o campo, vastos espacios sombríos, pabellones decadentes, un laberinto sin épica, el hospital está ahí, sin embargo, con su mustia grandeza, un último refugio. Imaginé las puertas como grandes bocas tragando y escupiendo gente, o muecas de llanto, o voces que nos llaman, nos sacuden y nos despiertan.


Rabia y ternura Nada de mingitorios. Solo una chapa de metal contra la pared y una canaleta debajo. Ningún mármol que ocultara el bicho caído, los preparativos. Había que mear sí o sí. Pero te animó la ausencia de persona alguna. A esperar, entonces. Y no pasaron muchos minutos. Apareció en fulano por atrás. Pasos lentos, silenciosos. Se coloca al lado. Ni de reojo lo miraste. Solo el oído atento, y silencio. Contra la chapa la orina no hace ruido. Había que mirar, entonces. Estaba excitado, el fulano. Bien, basta de disimulo. Se fueron acercando. Se atrevieron a mirarse a los ojos. Viste un brillo especial, lejos de la lujuria, hasta del mismo sexo. Te paralizó su actitud: guardó todo, se levantó el cierre, te pasó un brazo por el hombro y apoyó su cabeza contra la tuya. Te sentiste ridículo con el pito afuera, apretando para forzar una erección. Entonces, vos también te la mandaste guardar. Le devolviste el gesto, rodeando su cintura con el brazo, respondiéndole a su demanda con una leve presión de tu cara contra la suya. ¿Cuánto tiempo estuvieron así? El abrazo continuó. Ustedes salieron, se despidieron, hubo una cita, y otra, pasaron los días y los años, pero el abrazo continúa. * Apenas una palmada en la pierna. Eso es. Nada más. Sigamos hablando, divertidos. Pero cada tanto tocá mi cuerpo, estoy aquí. * Pocas veces la ternura expresada con tanta franqueza. Inagotable en cada primer plano de esa cara de mejillas hundidas, piel cansada. Massimo Troisi, o Mario: la orgullosa sumisión ante la grandeza de otro hombre. El cartero de Neruda nos ha dejado un mensaje, algo que todavía nuestras mentes porosas, entorpecidas por tanta exigencia inútil, tanto sexismo, no pueden descifrar. Vivir con lo puesto, en islas primitivas o en campos desbordantes de tréboles y manzanillas. Amaneceres, tierra y agua. Nada más. Pero nos chupan los cien mil interruptores de la ciudad eléctrica y sorda. *


Aunque tu mirada previa al orgasmo me grite las cosas que ninguna voz humana logrará decir nunca, no podés llegar, no podés llegar. Caras que cambian. Cada año deja el recuerdo de un deseo que reventó una noche de frío detenida en los umbrales por telones de sudor salado y pechos que anhelaron cosas que no están, no existen. Pero después nos quedamos callados. Nos resulta duro decir lo que antes de acabar era la misma vida. Por qué después ese desvanecerse de todos los proyectos, ese fastidio ante la realidad que nos reclama ser lo que debemos ser. Probemos trayendo e instalando ante nuestros sentidos la ternura de aquel abrazo en una tarde remota, en un sitio perdido.


Fuegos Del diario de un paranoico Viernes 19 de enero. Una angustia impotente sobreviene cuando pensás que ese bosque de lengas de tu infancia fue devastado por los incendios. No pienses en eso. El cielo se puso negro con los Hércules repletos de desocupados que votaron a Bussi y que viajan a la Patagonia y que una providencia extra los hace aterrizar antes de internarse en el océano. No pienso en eso. La obscenidad de un semanario odiado te recuerda que este verano volvió el cola less. No pienses en eso. Te acordaste que estás en peligro. Aire enviciado, comida podrida. No pienses en eso. Alguien te rescató cuando estabas a punto de retorcerte en el asfalto como una insignificante lombriz y tuviste una oportunidad de oro al recordar que hay cosas más grandes que la vida misma, y que ahora te asistía la solidaridad de alguien como vos, uno que todavía no se entregó al cinismo, que no te interroga, que no te exige, y que es posible la denigrada ilusión cuando comprobás que no cesan los que se empeñan en restaurar lo que tarda siglos en crecer. Renacen una mañana, después de las topadoras, después del fuego.

Breve historia de Eugenio Río Negro, 1971. Eugenio tiene 12 años y ya trabaja con su padre en el aserradero, “así te hacés hombre”. Supo un día que uno de los obreros en cueros, usando la motosierra, podía muy bien ser su “amigo grande”. Lo atrajeron como un imán irresistible su perfil luminoso, sus músculos, su piel morena y perfecta. Esa tarde de verano, cuando todos dormían, lo encontró en la penumbra del taller. Muchos años después, siguió preguntándose si ese secreto compartido escondía algo por lo cual él debía considerarse una víctima. Más que con la vaga idea de la violación, su vergüenza se potenciaba con el recuerdo de un goce inédito. No hubo violencia, y el dolor había sido infinitamente más dulce que cualquier mirada de su padre. A los 20 años, Buenos Aires se lo tragó. Íntimamente alimentaba la absurda esperanza de que el anonimato le depararía una mujer que disolviera su homosexualidad y junto con ella la angustia arrastrada desde el primer “maricón” que le gritaron en una vereda del pueblo. Pero las multitudes urbanas bajan por las avenidas y Eugenio se deja seducir por hombres que borran con sus labios cualquier sueño obligado. Los baños


públicos, sombríos, le deparan aproximaciones al sudor de aquella tarde remota, cuando sintió que unos brazos de hierro y un jadeo en la nuca lo entregaban inevitablemente al justo fuego del sexo. Nada es igual a aquel cielo, sin embargo. Los años se han ido amontonándose sin dejar más que unas huellas desleídas entre un mundo clandestino y otro que se acomoda perfectamente el manto de la mentira. Piensa sin embargo que hay cosas más grandes que la vida. * Vuelve al pueblo donde todo ha sido abandonado, donde todos murieron. El aserradero, esa prisión en la que la absurda ambición paterna de heterosexualidad solo le había dibujado una máscara, es un montón de escombros. A lo lejos, suben las columnas de humo que tapan un horizonte de montañas, lo diáfano de una edad irrecuperable. Él también morirá alguna vez, y busca el sitio exacto donde las felicidad había sido posible. Imagina que los árboles que una vez lo rodeaban como sombras protectoras, todavía están allí. Se echa en el suelo y piensa que más tarde anotará en su diario: Una angustia impotente sobreviene…


Clip Inmóvil frente al monitor, apenas respirando, vi una multitud multicolor multiplicada por todo el espacio del mundo, que era mío. Un carnaval incesante superponiéndose a estampidas, terremotos, gases, sangre. Ninguna necesidad corporal, salvo la sed de imágenes saciada y vuelta a renacer. La pantalla te lo brindará. Vi un rostro sin rostro acercarse en la penumbra del cine. Después, ese rostro tuvo rasgos que (seguramente) él y yo nos merecíamos. Dejó de ser unos genitales hinchados por el deseo. Sostener el después, agotar todas las posibilidades de una aventura. Y recordar siempre las últimas palabras de Bowles en El cielo protector. Algo así: ¿Cuántas oportunidades más nos quedan de volver a presenciar un amanecer? La pantalla te lo brindará. Es extraña esta sumisión al letargo cuando hay tanto por hacer. Las ideas, las ganas, están en el pensamiento. Su casa, en definitiva. El lugar donde nacieron. El televisor sigue escupiendo imágenes, cada vez más histéricas. Aplasta todo hacia atrás, hacia nuestras nucas, allí donde el cerebro es nada. Pero la hipnosis complace. Y uno ahí, consumiendo. ¿Cuándo abandonar esa pobre pereza? El sexo, todavía, como resorte salvador. La pantalla te lo brindará. Vi la desaparición del obelisco una tarde cuando su color se confundió con el cielo. Ocurrió el 2 de febrero de 1996, a las 19:49, cruzando la 9 de julio por Av. Belgrano, y a 48 días de haber sido pintado, con esa exacta mezcla de colores. La pantalla te lo brindará. Vi a un viejo cantando un tango en El Samovar de Rasputín. Afuera caía la noche. El olor del Riachuelo ascendía casi con ternura. Fue una hora en que los que estábamos allí –cerveza mediante- desconocidos, nostálgicos, habríamos deseado que ese lugar y ese momento se desprendieran de la tierra y viajaran hasta las regiones del universo donde el tiempo se detiene. Pero el viejo cantaba: “… hacia el hondo bajo fondo donde el barro se subleva…”. Y entendimos que el tiempo es un hermano transparente y severo, que nos lleva a donde tenemos que ir, inexorable. Fui al baño, pensando que el morocho de la mesa vecina había conectado. Pues no vino. Y cuando volví a mi lugar, me invitó con una cerveza. Lo convidé con un pucho. Cesó la música por un instante. El domingo se hacía pedazos en los ladridos del barrio. Los barcos estaban ahí, como metáforas del


silencio y la inmovilidad, ahora que arreciaba el hambre de unas islas lejanísimas, tambores rojos, azules palmeras enloquecidas. La pantalla te lo brindará. Vi a Madonna saliendo de La Ideal y metiéndose en una combi. Tan fugaz, que los del noticioso tuvieron que pasar varias veces la escena de la cámara lenta y congelar la imagen para poder “ver algo”. Parecía, en verdad, el arresto de una serial killer. ¿Hay una fantasía de tragedia inminente, algo que el subconsciente de los medios guarda expectante, como esperando la ocasión para el asalto final? ¿Se desea que se diga o se haga algo que encienda la mecha? La pantalla te lo brindará. Recordar, como al pasar, lo que escribió Auden, el poeta: Cuando las palabras pierden su significado, la fuerza física prevalece. Bala de goma. Fin de la transmisión.


La feria de Scarborough Hay otros mundos, pero están en este.

Con toda la carga de no haber podido llorar, con el adiós del verano quemando en las paredes, me fui a la feria de Scarborough. Buenos Aires no me despidió, miraba absorta el cometa trasnochado sin malos presagios, un adorno de papel metalizado en un cielo pizarra. Volé en primera, con los ojos cerrados escuchaba el tierno crujido de las primeras hojas muertas, mucho más allá del resto de los pasajeros que tiritaban de terror. Le ganamos al sol, y el día se congeló por más de cien años en el exacto punto de la mañana en que alguien muere y mil promesas se desploman por efecto de la indiferencia. Llegué solo. Una vereda perfumada me condujo hasta la confusión de pelos y pulseras, hasta la danza del humo y el cáñamo, hasta la fiel presencia de esa mansa batalla de tus dedos amados y el alambre. ¡Oh, cielo azul de mis edades inmortales! Buscaba un poco de alcohol, buscaba a Paul Simon, buscaba los tonos de una tarde que iba a durar tanto como el contacto de tus brazos dorados y cheyennes. No me olvides, no me olvides. Estabas esperando otra cosa, pero cayó sobre todo y sobre todos las maldición del milenio. Y acá estamos. Tratábamos de entendernos con un lenguaje simple, una melodía pensada o apenas susurrada. A dos voces la música de nuestros veinte años. Nunca nadie estuvo tanto en un lugar sin que se perdieran de vista las pequeñas luces. Creo que todo estuvo dicho en la primera mirada. El sándalo en tus manos, en todo tu cuerpo. Me pasaste la botella que me reconcilió con mi pasado. Me pasaste el porro que me instaló en el futuro. Entonces, esa tarde sería eterna. La feria de Scarborough está en los cobertizos de junco alrededor de la explanada infinita con inciensos, flores de Asia, las sandalias de los que creyeron en la era de Acuario. Hicimos el amor por ahí cerca, fifamos y cogimos sobre las raíces del viejo roble, con la cinta amarilla atada al tronco inmemorial. Atardecer somnoliento, The Mamas and The Papas, perejil y romero, aceites californianos. ¿Nos vamos a la costa a preguntar por cualquiera, por vos o por mí, para saber algo?


La feria de Scarborough termina con el primer bang de Florencio Varela, las bolsas de polietileno en el petróleo de la Costanera, el grito de la enfermera que espera en el frío de un mármol, la mirada de los amigos que aprueban este desesperado silencio. Y recomienza con la más dulce guitarra de este mundo y de los que están en este.


Atajos El árbol más bello del mundo, ubicado en Córdoba y Talcahuano (hay otro de la misma especie en Pueyrredón y Las Heras). La cama, porque ahí sucede todo lo maravilloso. Sexo, sueños, mentiras y video. Los cines porno, porque ya se están institucionalizando y siempre hay uno secreto, sórdido, maqueta oscura. La poesía, porque es el único legado del hombre para el hombre, digno de ser descifrado y de permanecer siempre a medias enigmático. El bar Británico, en Brasil y Defensa. Estar allí, en la penumbra, con un vaso de Martini, que fluya el tiempo. El invierno, porque es oscuro, porque escamotea al sol –un ente sospechoso-. La novela El sueño de los héroes. Irresistible. La más grande épica nacional, incluido el cruce de los Andes. Merece una barra brava. Voy a leerla otra vez, antes de que la destruya el cine. El vino, porque bien podría estar prohibido… ¡y tener que encontrarme con alguien a las dos de la mañana en una esquina de Barracas y pagar veinte pesos por ocho centímetros cúbicos…! Los desencuentros, porque son encuentros ignorados. La yerba. Cualquiera de las dos me abre el apetito. El lesbianismo, porque me hace amar a ciertas mujeres. El oboe, quizás el instrumento que mejor musicalizaría tu vida gay y porque es el sonido más parecido a la infancia de nosotros. El parque Lezama, por los desniveles, los gatos, su cromoterapia y porque siempre lo cruza un negro. Y por una inmensa campana de bronce, y un león. Néstor Perlongher, porque, entre otras cosas, fue capaz de escribir TRONCHA EL PÁMPANO EL NEGRO DE UN VERGAZO. La obertura del tercer acto de Madame Butterfly, porque escuchando a Puccini uno puede inaugurar su oscuro Hollywood personal. El desconcierto, no sé muy bien por qué. La poesía otra vez, porque indudablemente está marginadísima y la desechan aun las almas gemelas. El Dies Irae del Requiem de Mozart. El apocalipsis viene con él. El olor del sándalo, porque es fácilmente distinguible del olor del jabón Lux.


El desconocido que se va, figura solitaria contra un atardecer, reventando la ciudad con su mirada. Estos son algunos de los atajos por los que escapo de la rutina diaria. Hay poderes inexpugnables, legislaciones silenciosas y sombrías a las que obedecer como rebaños. Un mensaje kafkiano por debajo de la puerta, los amagues políticos de los vecinos, el teléfono, Zulemita o el sexismo todavía impera. Maldición. El menemismo es mundial. Todavía hay personas de 20 que aspiran al yuppismo. También están en el camino. Pero el camino no es una fatalidad. Saber encontrar los atajos de la salvación es una prueba de talento. ¿Quién me enseñará a mí? Es bueno cada tanto leer las inscripciones que hay en las puertas de nuestros atajos privados. Se autodestruyen instantáneamente y en ese umbral despejado se huele a libertad.


Pajas blancas Hundido en la lectura de Sexus, la novela de Henry Miller, de pronto me percaté de que estaba al repalo. Ese llamado natural se impuso al enganche literario. Dejé por un momento de pensar en la desesperación del personaje, en un mundo en el que el sexo es sexus, una deidad a la que rendirle tributo y “sacrificios” constantemente, mundo cada vez más oscuro en el que la comunicación humana es precisamente aquello: desesperación. Y sentí que lo “porno” de esa novela era el erotismo en su esencia básica, me venía en suaves raudales que llenaban mi piel de una luminosidad lechosa; mi piel era otra piel, una pura superficie expuesta a todas las caricias posibles. Dejé el libro a un lado. Henry Miller a un costado, en mi cama, con esa potencia sexual inextinguible, maestro del sexo, me empujaba suave, rudamente a pajearme. Empecé, como siempre. Son mis técnicas personales, que no revelaré. No por egoísmo, no. Sucede que sospecho que muchos las deben emplear, y en ese momento único uno desea sentirse así, único. Cerrar los ojos. Ahí aparecieron puntuales Miller y sus amantes. Vi su polla (estoy leyendo una versión española) metiéndose por todos lados, en coños y bocas rebosantes de lava tibia. Y en esa vislumbre creada por mi fantasía, una de esas bocas en mi boca, yo fui también mujer recibiendo su carne dura y latiendo, fui lesbiana sintiendo una teta caliente rozando mi clítoris, mi orgasmo fue un orgasmo universal, de mujer, de hombre, de puto, de lesbiana, de niño, de perra, de monja. Y aunque mi delirio había roto en mil pedazos todas las armaduras de la gris vigilia, mi mano apretando y sacudiendo mi pija era eso mismo, incorporado al delirio, en el breve cielo de la acabada. Celebré mi homosexualidad, celebré la calentura que me provocó la descripción de un sexo heterosexual, amé la potencia de ese personaje desesperado y el arte de su sexo, amé a sus mujeres, de a dos, mujeres amantes tragándose todos sus manantiales. En la cocina, sobre la mesa, después de haber arrojado con una violencia lenta y erótica las botellas y los vasos junto con el mantel; en el baño, entre vapores, con el rumor hidráulico y las toallas; en la cama, entre sábanas cansadas y húmedas de calentura. Todo ese sexo bestial se concentró en el momento de mi orgasmo y mi habitación fue el mundo y su maravilla. Después, mucho después, reapareció la inquietud de no sentirme en armonía. Los sonidos de la calle renacieron. Yo, que tuve el mundo en mis manos, debía salir ahora, con las manos vacías, a entender un poco.


Aros olímpicos Otra vez la imagen. Otra vez el zapping. Atlanta con su apertura olímpica mezcla de Stallone con Disney y algo de George Lucas, fuegos artificiales a más no poder, toda la épica yanqui sostenida por millones de franjas y estrellas y el Parkinson de Mohamed Alí. Americanos niños intolerables, dueños del mundo y de muchas mentes que absorben como esponjas twisters y jorobados de notre dame recién incorporados a la cultura occidental –adosados al correspondiente discurso antidiscriminatorio políticamente correcto-. Los bárbaros arrasando nuevamente a Europa, ese espejo hecho trizas… Bien, después de la desmesura, los juegos olímpicos modernos: tenistas, basquetbolistas, voleibolistas, atletas, todos, todas y todys con el espíritu rebosante de sana competencia y ojos de un brillante verde-dólar. Vuelan con alas sostenidas por adidas, coca-colas, nikes… Pero el deseo se impone, como siempre. Los gimnastas perfectos (no comparto el género con nadie aquí: soy gay, me gustan los hombres, y las gimnastas me aburren, son irremediablemente kitch, se quiebran un tobillo y saludan con una sonrisa inmaculada), los gimnastas perfectos, entonces, se cuelgan de los aros con sus brazos poderosos, músculos delineados por un dios menor amante de la armonía humana y deseoso de la carne, ellos, los gimnastas llegados de regiones remotas, flirtean con el imperio que los observa y los juzga y les cuelga una medalla que ellos besan en el único instante en que huelen su propio sudor, palpan su propia carne, aman su propia vida que nace y muere allí, porque fueron creadas por unos ojos que así lo dispusieron, que las desearon y las bebieron, antes de hacer un clik y pasar a otro canal.


La tierra prometida Llegamos todas y todos, juntos y juntas. Me lo contó Luzbel, mi amiga travesti. Yo no me había dado cuenta. No sé si por distracción –siempre me pasa- o porque los acontecimientos previos –aunque apurados- fueron preparando el terreno tan paulatinamente… La ausencia de brusquedad me adormece las alertas, me asordina los timbres, me instala el paraíso. O será, finalmente, que el guapo que conocí en agosto me retiró del mundo un segundo antes de que dos misiles hicieran impacto en mi cabeza. Pero aquí estamos, me dijo Luzbel cuando comprobó mi perplejidad. Difícil describirlo. Era Buenos Aires, pero no era, no sé si me explico. A ver: como si de una vez por todas, esta ciudad se hubiera decidido a ser aquello para lo que había sido creada. La fisonomía era la misma… Por supuesto que no. Vale decir: los edificios no habían sido modificados, nada nuevo, pero la presencia (la de siempre, pero distinta) de sus habitantes le agregaba algo, o se lo quitaba. Imaginen una perspectiva como la de Diagonal Norte y la 9 de Julio, pero transitada enteramente por suecos, suecas, suequitas y suequitos. El obelisco tendría otra significación; es decir, sería otra cosa, etc. Caminamos por Corrientes. Luzbel me miraba cada tanto, divertida con mis reacciones faciales. Yo también la miré. Nunca la había visto como la vi esta vez: había desaparecido por completo su ambigüedad. Pero no es que ahora era enteramente mujer. No. Por primera vez la vi enteramente travesti, no sé si me explico. Sin embargo, yo estaba triste. Como las mujeres en el puerperio…, me dijo Luzbel. Cuando las diferencias se empiezan a respetar, desaparecen, le dije yo, en medio de mi sopor primaveral. Pero no te asustes, estoy hablando filosóficamente, o, mejor dicho, poéticamente, le dije, haciéndome el misterioso. Mirá, me dijo, lo cierto es que mi vecina empezó a decir: “tengo tres hijos, un varón, una lesbiana y una nena”. Luzbel, esperame, le dije en la vereda de La Opera. Subí al baño. Adentro había una mujer limpiando, y un tipo desde el mingitorio me miró y me invitó con la mirada y la inclinación de cabeza de siempre. Todo igual, pero todo distinto. No pude quedarme. Bajé pensando que en las teteras de Constitución todavía reinaría la clandestinidad.


Mujeres afganas Fue después de ver Juicio al honor que Luzbel, mi amiga travesti, me lo contó. “Nos vemos los viernes a la noche”, me dijo. Me interesó la revelación: me gusta la clandestinidad, que no existiría sin leyes, sin normas, sin edictos, sin el control más hijo de puta del sistema. Los fundamentalistas afganos, para horror de occidente, están prohibiendo todo y, lo que es peor, obligando a todo. Condenan a las mujeres al más tenebroso castigo por el solo hecho de haber nacido como tales. Para los cánones morales de occidente, saber de una que se atreviera a desafiar a los fundamentalistas, desataría toda la parafernalia: admiración, libros, películas… Mientras tanto, en nuestro sistema occidental y cristiano, las más recalcitrantes leyes del mercado y el consumismo nos están obligando a todo: a formar parte del sistema a algunos, y a marginarse a otros, bajo pena de convertirnos en parias hambrientos y miserables. Para el fundamentalismo neocapitalista, todas somos mujeres afganas. Pero volvamos a Luzbel. Sale con un milico. “Le gusta mi parte masculina”, me dice. “No digas nada, Pepe. No estoy durmiendo con el enemigo. Un par de horas los viernes, ese hombre no es un milico hijo de puta. Es mi amante y yo soy su amante. Le gusta que me lo coja”. Mi parte políticamente correcta se rebela con asco ante la confesión de Luzbel. Mi parte oscura se excita. ¿Qué parte de ese hombre comienzo a desear, a partir de la fantasía que me provoca el relato de Luzbel? Los imagino en bolas, haciendo el amor. El milico penetrado por un mundo que su moral edificada con familia, esposa, hijos, patria, hogar, obediencia debida y retiro a los cuarenta y pico, condena al infierno de la marginalidad. Los fuegos de ese infierno entrando en su carne. El milico goza en esas horas clandestinas que lo reconstruyen. Luzbel empuja, y lo completa. Mientras tanto, yo espero, como hace un año, que florezcan los jacarandás en Buenos Aires. Puedo estar en Plaza Lavalle embriagado por los vapores de esta primavera convencional y estatuyente, mirar a los niños y controlar una estatua horrible: la de los bailarines que probaron tierra, aire, fuego y agua. Y también puedo bajar hasta Constitución (¿la nacional, la porteña?), esperar en el bar de Brasil y Salta que el mozo me haga el guiño acostumbrado para seguirlo hasta la tetera. Hay unas normas en el lugar que favorecen la trampa. El baño es “para uso exclusivo de los clientes del local”. Entonces, me tomo una Legui, antes. Es mi pasaje, mi pasaporte paralelo, mi certificado de vacunación. Paso la aduana, cruzo el Leteo, llego a un lugar donde un Orfeo negro vuelve de la muerte diaria para apoyar suavemente su mano sobre mi cabeza.


Otro verano No tengo ganas de irme afuera este verano. Quiero quedarme en Buenos Aires. El tiempo libre dedicarlo a vagar. Salir sin rumbo y, donde me sorprenda cualquier circunstancia, detenerme a contemplar las cosas que desconozco y que empezaré a querer como un huérfano: un bar deslucido, oscuro, con algunas moscas y un Martini. En una mesa dos taxistas hablando de fútbol o de caballo o de Samantha o del carburador, mientras el mozo se adormece apoyado en el sombrío y gallego mostrador, y el baño ahí, freso y fragante pinolux. Mirar por la ventana las veredas de las cuatro de la tarde de un barrio visto por primera y última vez. Verdades simplonas de la ciudad. No. No quiero ni mar, ni montañas, ni bermudas, ni anteojos de sol, ni bronceador, ni walkman, ni aviones, ni micros, ni pasajes, ni terminales, ni aeropuertos, ni gente linda, ni histeria, ni muchachos musculosos y surfistas, ni Popper, ni promesas, ni arroyos, ni paz, ni relax, ni restaurantes, ni playas, ni sol, ni shoppings, ni casaquinta. Quiero estar en Pompeya, o en la calle Humberto Primo, muerto de calor, deseoso de una crush o de una sidra helada. Quiero quedarme con la gente que se queda porque no tiene más remedio. Los pálidos. Los pelados. Los gordos. Los secos. Los negros. Las murgas. Los títeres mudos. Las sonrisas sin futuro. Las palmeras viejas. Las palomas indiferentes. Las estatuas tristes. Los umbrales a la sombra. Cuando todos vuelvan yo también regresaré a los trabajos y los días. Basta de programaciones de fin de siglo. Lo que no fue no será. Lo que es posible vendrá, sin duda. Cuando me veas en este verano caminar sin rumbo, no te asustes. Estaré perdido, creyendo que será para siempre. Sin embargo, tendré un destino fijo e inmóvil. Ponerme a la vera de un árbol de Plaza Lavalle, sentarme en su raíz, contemplar la gramilla. Saber que pasados unos cuantos días, el sol comenzará otra vez a alejarse en su evolución, se acortarán las jornadas, sonará la primera alarma, después otra, y otra, y los colectivos volverán a reventar el cielo.


La yuta y yo La yuta levanta a una travesti y le pide guita para dejarla en libertad. La yuta come gratis provista por las mil pizzerías de Buenos Aires. La yuta es un cuerpo de madrugadores y madrugadoras padres y madres de familia. La yuta camina por la esquina de mi casa cuidando algo que no veo, que no siento, que no escucho y que no palpo. La yuta mamá, me sobresalta como en los ’70. Me pide documentos, me pregunta quién soy, qué hago, dónde trabajo, con quién vivo. No los convenzo. Me lleva y soy un desaparecido. Un puto menos en el mundo traerá consecuencias relevantes: se hará más cristalina el agua de los arroyos, será más puro el aire porque no habrá más motores sucios; el árbol de Rivadavia y Pasteur brotará porque será mentira que alguien le tapó la tierra con cemento; renacerán los peces y los pelícanos empetrolados; Greenpeace obtendrá el premio Nobel de la paz; mi amiga Luzbel morirá de pena y con ella se irá toda la basura nuclear del mundo a un lugar sin retorno; y las amas de casa respirarán tranquilas. Se podrá construir por fin la aeroísla y todos los barcos del Pacífico verán un amanecer límpido con abundancia de ozono. Y todo durará exactamente siete minutos. Porque en ese lapso habrán nacido en Buenos Aires cincuenta putitos y cincuenta tortitas para arruinar otra vez el planeta. La yuta pedirá permiso para besarme el bulto. La yuta te devolverá el porro. La yuta golpeará las puertas del club de admiradores de Barbra Streisand y nadie le abrirá y se escuchará un lamento largo como una noche hasta que un sol sucio lo apagará para siempre y el Riachuelo nos abrazará con raudales de negros jazmines.


Pantallas argentinas Pantalla 1: El seleccionado juvenil de fútbol juega, se divierte, ama la pelota. El seleccionado de Passarella especula, se fastidia, detesta la pelota. Vivan los chicos sub-20. Los viejos: jódanse. Por qué aceptan un director técnico homofóbico. Pantalla 2: ¿Samantha como revelación de lo que puede una joven con rostro cadavéricamente menemista que miente y muestra su garganta profunda y ya está adquiriendo un semblante verde dólar? En medio de este desbarajuste, imperio en el que Carlos Saúl ostenta un poder absoluto, tan absoluto como solo pueden ostentarlo los genuflexos deslumbrados por el poder del Gran Amo Universal (hasta los franceses se quejan de la hegemonía yanqui), me hago una estupenda paja pensando en mi amor, en su pija gorda y cortona, que debe estar reposando presa entre cuatro paredes, dispuesta a matar con un lechazo certero al policía, empresario o testiga que se le ponga a tiro para decirle que las cosas son así, que es inútil cualquier amague de conspiración contra un poder que se ríe de nosotros y nosotras porque nos tiene sin cuidado. Pantalla 3: Pienso en vos mi amor porque pienso. Te deseo un día libre de toda esta mierda que nos ponen debajo de las narices con cara de Duhaldes, Pierris, Menems, Susanas, Mirthas, Zares, Corachs y toda la obscena compañía de notorios y poderosas, y así libre y oliendo por fin los nomeolvides de cualquier poeta que renazca, darnos un beso de lengua que dure quince minutos en Av. Eva Perón y Carabobo, y cuando la yuta venga avisada por Lita de Lazzari –que verá aliviada el arribo de mil patrulleros veloces y brillantes- a destrozarnos el cráneo porque a veinte cuadras estarán robando tranquilamente las joyas de Mauro Viale, ascenderemos por las cabezas negras de resentimiento y envidia, a escribir otra historia en la casa de Fabián Polosecki. Polo nos recibirá con su mueca de fastidio y unas flores raras, nos invitará con un vino dulce y caliente, encenderá el grabador para luego entender, y después nos hablará de trenes, trenes interminables que hay que correr porque los andenes no esperan y que nos llevarán lejos, tan lejos que ninguno de los adoradores de las superficies brillantes sin alma y con ojeras de astucia podrá alcanzarnos.


Árboles Para todos la muerte tiene una mirada. Vendrá la muerte y tendrá tus ojos. Mirábamos con Luzbel una exposición de fotos. El tema excluyente eran los árboles. Como siempre, la mirada del fotógrafo y la nuestra teñían las imágenes con nuestros sentimientos, ese gesto humanamente desesperado por entender el mundo. Así, veíamos criaturas solitarias, exultantes, borrachas, tristes, melancólicas, radiantes. Ellos, los árboles, lo ignoraban todo. Ellos participan de la vida con su sola existencia y son, como las piedras y el agua, inmortales. Anteriores y seguramente posteriores al fascinante y devastador paso de la especie humana por el planeta, hacen más decente nuestra vida desde la ajenidad y la extrañeza: más atributos nuestros para entenderlos. Hablábamos de estas cosas con Luzbel después, en el parque, tomando una cerveza. Ella recordó unos versos de Pavese que hablan de la muerte. Pavese no define a la muerte, acaso porque la muerte es en sí misma una definición. Sencillamente le otorga una mirada y dice que vendrá. Mientras tanto, es tan indiferente a nuestros afanes como este sol de marzo que atraviesa las ramas de los eucaliptus y nos llena de felicidad.

Pepe Pé oscuramente gay


Tedeschi Loisa, Diego – Presentador Publicado en © Tres de un par imperfecto. Escritos granizados 1º edición – Ciudad Autónoma de Buenos Aires. 474 p.; 17 x 24 cm. © 2014 Bubok Publishing S.L. ISBN 978-987-33-4964-5 1. Narrativa Argentina. I. Título CDD A863 Impreso en Argentina / Printed in Argentina Impreso por Bubok Fecha de catalogación: 07/05/2014

Hecho el depósito que impone la Ley 11.723 Prohibida la reproducción total o parcial de la obra sin citar al autor. Todos los derechos reservados.


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