Pehuen-Có

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Pehuen-Có

Había planificado el viaje a Pehuen-Có durante meses. Sabía de la inmensidad y

calidad de sus playas, de los múltiples colores de su bosque, de su mar acogedor y no tan frío, de su camping; de todo el aire que necesitaba respirar, todo para él. Todo estaba detallado, todo ordenado, con el cuidado que lo caracteriza. La carpa, las cañas, los anzuelos, la carnada, la cuchilla afilada y el tenedor de dos puntas para la parrilla portátil, la heladera, las latas de conserva, los fideos y el arroz, la cámara de fotos, los mapas de ruta, el mp3 debidamente cargado y los cds para escucharlos por el camino. Necesitaba un tiempo para él y este viaje era el motivo para verse otra vez, para encontrarse consigo mismo. “Si no te gusta el reflejo no culpés al espejo”, se dijo mientras se calzaba los anteojos negros de carey. “Llueve. Buena señal”. Guardó su notebook y su celular en un arcón, en un compartimento escondido en su placard que hace de doble fondo, donde suele dejar sus cosas de valor. “Nada de contactos, nada de llamados; no pensar, solo sentir”. Se calzó la gorra negra con un detalle blanco y rojo al costado derecho en forma de flor y se subió al coche. Todo estaba revisado: el aceite, las balizas, las llantas, el gato cargado, la rueda de auxilio… Hizo un repaso al estilo de los comandantes de un avión: agua, aceite, combustible, accesorios, limpiaparabrisas, balizas, DNI, cédula verde, patentes al día. Todo en orden. Se acarició la barbilla y la mejilla para sentir su rostro fresco, limpio, cálido, luego de tantos años cubierto por su inmensa barba. Tan raro estaba que no se conocía. Y este viaje era para conocerse más o para encontrar al tipo que alguna vez había sido. Se había levantado muy temprano para ducharse y tomar un desayuno al estilo brasileño: jugo de pomelo en ayunas, café bien negro, jugo de naranja, frutas, jamón cocido, queso untable, tostadas, leche, dulces. “Si no te gusta el reflejo no culpés al espejo”, soltó al mirarse. Tomó la tijera, cortó todo el exceso de barba que tenía, luego se embadurnó de

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crema, usó dos máquinas de afeitar y se rasuró todo. Era otro, se sentía otro, se veía raro. “Acaso los cambios no son raros”. Sonrió. Todo estaba listo para el viaje ideal, todo detalladamente guardado en el baúl y algunas bolsas en el asiento de atrás con golosinas, galletitas, el equipo de mate. Se sentó. “Si no te gusta el reflejo no culpés al espejo”. Repitió al sacarse los lentes para mirarse en el retrovisor. “Bueno, allá voy”. Mientras, el auto en marcha atrás bajaba de la vereda. Todo estaba perfectamente delineado para el mejor viaje que podría realizar. Soledad, paz, algún amigo ocasional para charlar un rato, inmensidad y mucha introspección. Todo lo soñado, todo lo esperado durante tantos meses.

Luego de pasar por la estación de servicio para llenar el tanque, tomó la autopista que lo conectaría con la ruta 3. Eligió esa. Le parecía más tranquila y más venturosa, ya que jamás había estado por el interior de la provincia de Buenos Aires. Le metió intensidad al viaje, tenía un auto preparado para ir rápido, así que al compás de las canciones que había preparado en su estéreo, avanzó a toda marcha. A la altura de Adolfo González Chaves se detuvo para asearse un poco. Miró el mapa y observó que pasando Tres Arroyos cruzaba el río Quequén y allí era una buena oportunidad para probar su caña de pescar y meterse un rato en las frescas aguas sureñas. Pero observó también que hacia el este, tomando la ruta 35, había un pueblo llamado El Pensamiento y le gustó la idea de visitarlo. Se desviaba mucho, tanto de su trayecto original como del río en el que pretendía chapuzar un rato. No le importó. A mitad de camino se dio cuenta que siguiendo daría con Coronel Pringles y se desviaría demasiado así que, al costado del camino, levantó una valla que abría un camino de tierra. “Total estas vallas son para levantarlas y andar porque estas tierras son de todos”. Avanzó. En su trayecto se topó con ganado vacuno, ovino y caballar. Un gran arbusto que definió como un ombú lo sedujo a parar y tomar un respiro bajo su sombra. Los casi más de 40 grados que pensaba estaba haciendo eran motivo más que suficiente para detenerse a matear bajo el ombú, aunque el agua estaba menos que tibia. La inmensidad que proponía el extenso campo lo relajó tanto que se quedó dormido. Cuando despertó ya estaba oscureciendo. No supo cómo avanzar, pero vio un tenue humo a casi quinientos metros de donde estaba. Dejó el auto, tomó su linterna, aunque todavía se veía bastante bien, y avanzó por el medio de un campo sembrado de girasoles. El fino hilo negruzco salía de un rancho. Se acercó cautelosamente como para no incomodar a los habitantes. Dijo “hola” dos veces. Nadie respondió. Se

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acercó a la ventana e insistió golpeándola. De repente, se abrió la puerta, salió un hombre grandote, peludo y con una escopeta en su mano y empezó a los tiros, mientras profería todo tipo de improperios. El susto lo hizo correr. En su rauda escapada se desorientó y, en vez de ir para el lado de su auto, fue en dirección contraria. Corrió, corrió, atravesó otro campo de maíz y llegó a un prado desprovisto de sembradíos, pero también de señales que determinaran un rumbo a seguir. Agitado se detuvo, se inclinó sobre sus piernas, bajó su cabeza y de golpe sintió un ruido leve, que con lentitud parecía ir acercándose. No levantó la cabeza, respiró más intensamente, pero sin emitir jadeos de nerviosismo como hasta un rato antes. Cerró los ojos, una caricia en su rostro, mordió sus labios, volvió a abrirlos y, con determinación, afrontó lo que se avecinaba. El grito que pegó pudo haberse escuchado hasta la casa del humo. Vio como una oveja salía andando tan precipitadamente como lo había hecho él mismo, un rato antes, al escuchar los tiros. Se levantó, frotó varias veces su cabeza con sus manos tirando el pelo hacia atrás y decidió que tenía que intentar regresar a su auto. Sabía que estaba perdido y que la mejor manera era volviendo hasta la casa del humo o bordearla toda, sin pasar por el maizal. Así que eligió la manera más larga, que creyó más segura. Caminó en media luna, lo que le llevó un poco más de tiempo. Estaba algo desorientado. Hacer el semicírculo fue la opción definitiva para evitar toparse con el rancho, pero no estaba seguro si había encarado hacia el ombú o si se estaba alejando. Se topó con una roca inmensa. Lo cuadriplicaba en tamaño. La bordeó y dio con una especie de cueva a la que no se animó a entrar. Pensó en osos, aunque sabía muy bien que no podía haberlos en esa zona. Alumbró por dentro. Aparentemente no había nada que temer. Pensó que podría pasar allí la noche si no lograba encontrar su auto. Lo que más le preocupaba era la comida. Estaba un tanto hambriento. Una gran planta con frutos, en apariencia maduros, se alzaba ante él, al costado de la entrada. Cortó un racimo de las más oscuras para probarlo. Le gustó. Sabía a dulce, así que limpiándolos con su remera, comió. Lo refrescó, lo sació y detuvo los reclamos de su estómago molesto. Sin embargo, estaba tenso por el imprevisto encuentro con el curioso ovino lamedor más que por los tiros que creyó haber dejado atrás. El animal lo había asustado cuando la aspereza de su lengua raspó su cara. Pero Ricardo no fue el único atemorizado. La oveja se había espantado por el grito seco del intruso en su campo de pastoreo. Respiró profundo, como cuando Andy lo hacía tomar un baño de sales aromáticas y pétalos de rosas para abstraerlo de la vorágine del día laboral. Miró un poco más dentro de la cueva. Se sentó en un recoveco, le pareció seguro, tranquilo. Se desconectó de sí mismo. Como meditando, piernas cruzadas hacia adelante y sus manos, palmas hacia arriba, recostadas sobre sus rodillas.

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Un leve sonido lo incomodó. Ínfimo. Le pareció el borbotar de una cascada, pero pensó que era imposible que eso sucediera dentro de la cueva. Tenía que ser otra cosa. Tomó la linterna, se adentró un poco más tratando de no hacer ningún tipo de ruido. La cueva le abrió un camino que se bifurcaba. Sin dudarlo, tomó el de la izquierda, porque el sonido se intensificaba hacia ese lugar. A medida que se acercaba podía distinguir el sonido de una cascada, pero dudaba de ello. Le resultaba inverosímil que pudiera hallarla. Una especie de luz violácea y verde destellaba ante sus ojos. Apagó su linterna. Midió sus pasos. Avanzó con decisión. Lento. Tropezó con una piedra y cayó. Cuando levantó su mirada, las luces habían desaparecido. La cascada también. Quería huir de allí, correr hasta que sus pies no le dieran respiro. No lo hizo. Encendió su linterna y avanzó. Giró a su derecha, ni luces, ni cascada. Nada. Enfocó en varios sentidos. Solo se topó con paredes y dibujos en las mismas. Cuando se acercaba a los dibujos, desaparecían. Se alejaba con la linterna y volvían a aparecer. Acercaba la luz y volvían a tornarse invisibles. Pensó que la falta de oxígeno en el lugar estaba atontando su mente, que pudiera estar alucinando. Se cuestionó si los frutos que había comido podrían provocar algún tipo de confusión en su visión. Le pareció que algo había pasado por detrás. Giró sobre sí y no vio nada. Volvió a sentirlo otra vez. Volvió a girar y nada. “Tengo que salir, es la falta de oxígeno”. Cuando se despertó estaba en su auto. Una frase que no lograba comprender la repetía en forma constante: “todo lo que pensé que era no lo es... todas las fichas puestas a tu número... todo el universo conspirando para que tan cerca jamás digamos adiós…”. Le daba vueltas en su mente. ¿Qué pensaba que era, pero no era? ¿Qué número? ¿Qué fichas? Todo le cerraba en una frase: el universo conspira para que se manifieste lo que anhelamos, pero nada más que ello. Se tiró el pelo para atrás, enjuagándose un poco con el agua tibia del termo. Se lavó la cara, puso primera y arrancó. Atravesó el campo, tomó una ruta interna de tierra que lo derivó a un bosque. Distinguió algunas tipas y muchos eucaliptos. Alcanzó a ver un cartel que citaba al pueblo de Krabbé. Solo lo miró y se adentró en el bosque. “And the forests will echo with laughter” sonó en su mente. Rio. Hacía tiempo que no reía tanto. Detuvo el coche. Abrió la puerta, sacó las piernas fuera, permaneciendo sentado. Se detuvo a contemplar la inmensidad que proponía el lugar. Distinguió, por lo menos, unas diez especies de silbidos de aves. “Ya los ecos del bosque no cantan tu risa”, se puso a tararear. Al fin de cuentas, era lo que estaba buscando. Él y la naturaleza. Nada de humanos. Recordó lo último que le había dicho a su amigo Fito: “Dale, nos vemos a la vuelta, me gustaría mucho encontrarme un rato con vos, últimamente no tengo diálogo con humanos y vos sos de esos pocos con los que aún se puede hablar”. Se rio con mucha pasión, casi a los gritos. Se preguntó si Fito no habría pensado que estaba

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fuera de sus cabales. Frescura. Era lo que sentía. Solía repetirse que los humanos le estaban ocasionando muchos problemas últimamente. Ni el regocijo de una tina con aceites y sales lo conectaban con el placer porque Andy era un recuerdo no muy agradable. Luego de matear un rato y pensar en la experiencia de la noche anterior, que seguía sin cerrar con claridad en su análisis, se perdió con su mirada hacia las copas de los árboles. Algunos bizcochos para matizar el cálido instante. Respiró profundo, se convenció que estaba perdido. Puso en marcha el auto y avanzó hasta encontrar la salida. Antes de tomar la ruta principal sacó su mapa y quiso calcular su posición y hacia dónde debía tomar. Eligió al azar. Pasó por Pontaut y observó un cartel que indicaba Líbano, Gral. Lamadrid y se dio cuenta, al cotejar con su mapa, que estaba yendo en dirección contraria. Pensó que volviendo a atravesar el campo, en forma diagonal, llegaría al Cerro Tres Picos y desde allí tomaría la ruta central o seguiría el cauce del río Sauce Grande hasta Pehuen-Có. Así que, sin pensarlo mucho, decidió que atravesaría la campiña otra vez. Antes, decidió que pararía a comer algo en una posada que alcanzaba a divisar a unos trescientos metros. El cartel de Lonesome Lullaby se erigía imponente como para que no le pasara desapercibido a ningún viajero. Comidas. Minutas. Choripán. Morcipán. Vacipán. Y los mejores pasteles galeses. Una cuna blanca con un ángel lila como dibujo central y la peculiar pose del querubín con un sándwich en una mano, su cara sonriente y un jarrón estilo chopp en la otra. Ricardo paró el auto, al costado del palenque, donde suelen los vaqueanos dejar a sus caballos amarrados. Los Mc Cormick llegaron hace más de medio siglo de Swansea, situada en el corazón del sur de Gales, en la península Gower. Montaron su posada al costado de la ruta, con carnes rojas y desayunos, con bara brith, un tipo de pastel de frutas, y los típicos welsh cakes, los famosos bizcochos galeses. Ricardo se sentó de espaldas a una ventana para que no le molestara la luz intensa del sol. Almorzó gustoso, bebió agua mineral y con el café que le obsequiaron probó uno de los welsh cakes. De repente, una moza le señaló que alguien estaba intentando entrar en su auto. Ricardo saltó de su silla, corrió hasta el vehículo y lo vio. El lumpen estaba del lado del conductor intentando sacar algo. Con sigilo abrió la puerta del acompañante, entró agarrándolo de los hombros y sacándolo por su lado. Lo tiró al piso, luego de darle una trompada, que prácticamente lo dejó atornillado contra

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el palenque. No opuso resistencia, pero con sus manos le pidió un poco de piedad. Un hilo de sangre salía de su labio inferior. –¿Qué te pasa? ¿Estás loco? ¡Chorro de mierda! Cuando se tranquilizó, ya estaban afuera los dueños del lugar. Ricardo vio que detrás del auto había dos bolsas que tenían dentro casi todas las cosas que llevaba para sus vacaciones. Se tomó la cabeza pensando cómo había podido sacar todo tan rápido y cómo habría de llevárselo. Cuando lo miró con ánimo de volver a insultarlo, el marginal emprendió la huída. Se tranquilizó. Los anfitriones de la posada lo ayudaron a subir las cosas nuevamente al auto. Ricardo suele dejar su auto sin llave. Tomó la precaución de ponerle la alarma. La posadera le mostró una mochila que Ricardo desestimó como propia. Lo invitaron a entrar. Le calentaron el café y le sirvieron una porción extra de pastel. –Perdón que moleste. ¿No vieron una mochila y un documento? El joven que minutos antes había querido hurtar el equipaje de Ricardo, se asomaba con cierta prudencia para hablarle a los dueños del local. Ricardo lo miró. Estaba disgustado. Permaneció neutral a la conversación. –Le pido disculpas, señor. Es que… tengo una mujer y dos chicos... eh… y hace poco que salí de la cárcel… y estoy en libertad condicional… y si ustedes me denuncian, me meten preso. Ricardo lo miró. Le indicó que la posadera tenía la mochila. Le dijo que mirara dentro a ver si estaba su documento y prosiguió comiendo su pastel. –¿No tendrían un cigarro, por favor? El joven preguntó con temor. Ricardo le dijo que no fumaba, lo invitó a sentarse, lo convidó con un pastel y un café. El posadero le dio un parisiennes. Los Mc Cormick no dejaron que Ricardo pagara. Tomó sus cosas, miró al joven, salió, puso en marcha su auto y se fue con tanta celeridad que no advirtió que había salido en la dirección contraria. Encendió el aire, música de fondo y se relajó a mirar la ruta sin prestarle atención a los carteles que se sucedían. Su mente estaba como en blanco, de a ratos le sonaba aquella frase que no supo si había soñado, pero que le daba vueltas a la mañana: “todo lo que pensé que era no lo es... todas las fichas puestas a tu número... todo el universo conspirando para que tan cerca jamás digamos adiós…”. Estaba intrigado por el acertijo, como extraviado. Mantenía su mirada enfocada en las líneas blancas punteadas de la ruta. Reaccionó, como volviendo en sí, cuando pasó un cartel que señalaba la bienvenida a Santa Luisa. Se detuvo en la banquina para mirar el mapa. Se sentía cansado. Bostezó varias veces. Llegó a ver que Santa Luisa estaba en dirección opuesta al cerro. Ni se inmutó, reclinó su asiento, se puso sus anteojos negros y se durmió.

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El paso de ganado lo sobresaltó. Se frotó la frente, miró como a ambos lados de su automóvil pasaban ovejas y vacas. Se estiró un poco. Esperó que los animales se alejaran y se bajó en dirección a un árbol para orinar. Le pareció ver un destello a su derecha, una especie de orbe: blanquecina, brillante, “un aura, ¿pero de qué?”. Miró fijo en esa dirección. Avanzó esquivando arbustos y pastizales prominentes. Le pareció escuchar un ruido, otra vez la cascada. “Imposible”. Agudizó su atención quedándose estático. Y la sintió de nuevo. La cascada. O lo que él creía que representaba ese sonido. Siguió avanzando. Resbaló al pisar algo gomoso y cayó, como cuando en picada, hacia abajo, caen las alfombras en los grandes toboganes ondulantes de los parques de diversiones. Dio de culo contra el piso varias veces, sin lastimarse, hasta que un pozo lo detuvo y lo retuvo. Se levantó sacudiéndose la tierra y hojas secas que tenía sobre su cuerpo y cuando intentaba subir, se hincó, como escondiendo su cabeza. Se fue asomando, luego, tímidamente. Estaba alerta. Lo que vio no le gustó para nada. Quizá por la incertidumbre de lo que pasaría con él si advertían su presencia. No había ninguna cascada, pero había escuchado bien la noche anterior, en la cueva, y hacía un rato. El ruido de la cascada era real, pero no era una cascada. Una fragancia que no reconoció como un aroma ya sentido, pero que le gustó, contaminó el aire, enturbiándolo de un acentuado color rojo verdoso, “sí, como los morrones que venden en la feria”. Todo era difuso. Se frotó los ojos pensando que su distorsión resultaba desde adentro de sí mismo. Suponía que el ruido de cascada, que ya sabía que no era tal, causaba sus cambios emocionales. Pasó del temor a una alegría que se profundizó con curiosidad y mucho ánimo. Salió y, aunque veía nublado, avanzó con determinación. Se frenó de golpe porque había recordado que su auto estaba a la vera de la ruta. “¿Quién se va a llevar lo que no es suyo?”. Siguió. Lo que más lo incomodaba era no tener consigo la cámara de foto. Sacó pecho y atravesó un conjunto de árboles que dificultaban su visión. Sin hacer ruido, agazapado y prudente, fue acercándose más. “¡crshshshshshshxsxtpxs!”, el ruido de una rama al quebrarse cuando la pisó lo incomodó. Lo alertó. Lo asustó. No tuvo tiempo para reaccionar porque varias esferas sin forma determinada se posicionaron sobre su cabeza. Permaneció inmóvil, como cuando las arañas son atacadas y fingen una aparente parálisis. Las veía separadas, luego las vio juntarse y construir un rostro. Juntas formaban un rostro, o lo que él creía como tal, con ojos y todo, como si cada esfera fuera un poro de esa cara, también roja y verde. En vez de empalidecer, sonrió. Por agrado o por nervios. Las esferas, que eran muchas, constituidas como un rostro único, se derramaron sobre él. Gritó en seco porque creyó que entrarían en su cuerpo. Centímetros antes de chocar con su figura, lo que en sus relatos post sucesos describiría como una especie de energía, sintió que su temeridad y los dolores corporales que tenía por la caída, habían desaparecido.

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Parpadeó varias veces. Tuvo ganas de vomitar, le sonó una melodía en su cabeza, junto con un cosquilleo, como si infinitas hormigas cabalgaran sobre su cabellera, como si un cuarteto de cuerdas interpretara Eleanor Rigby. Tuvo un ligero vahído y perdió momentáneamente el sentido. “Todo lo que pensé que era no lo es... todas las fichas puestas a tu número... todo el universo conspirando para que tan cerca jamás digamos adiós…”. ¿Qué significaba eso? De manera recurrente se intensificaba en su mente. “…que era no lo es... las fichas puestas… el número... ¿qué número?... jamás… adiós…”. Ahí estaba su Gol. Podía verlo sin saber muy bien porque estaba tan cerca si recordaba haberse alejado. Sin pensar, ni analizar demasiado se subió al auto, miró el mapa. “A Pehuen-Có”. Puso primera. Cambió el cd, puso random, se acomodó al compás de los demoledores solos del nuevo de Santana, que empezó por Under the bridge. En rumbo otra vez. Se sentía sorprendido por lo que acababa de experimentar, sin embargo, no se cuestionaba nada, no analizaba nada; solo pensaba, por instantes, solo en imágenes sin definiciones, borrosas, intensas. A setenta kilómetros de su destino, andando por la ruta 33, sin saber muy bien cómo había llegado a ese punto del recorrido, con casi un día y medio a cuestas de un viaje que solo se hace en casi ocho horas, se sentía bien. Llegar al mar era lo prioritario, ni siquiera acampar y tirarse un rato debajo de un eucalipto. Se imaginaba entrando al mar, solo, en un rincón que pudiera hallar para poder desnudarse y regalarse el universo para él, ese momento, único, que venía soñando, de poder entrar a las aguas templadas de Pehuen-Có. El calor sofocante lo hacía transpirar. Sus gotas se secaban con el viento golpeando en su cara, a 140 km por hora. Necesitaba un poco de aire, pero el aire le quemaba ahora. Hizo unos treinta kilómetros. Un cartel señalaba un puesto de choripán al paso que lo tentó. Fue hacia allí y estacionó sobre un montículo de tierra roja, debajo de un olmo florecido. Se rio cuando miró al árbol y le habló: “Dame peras”. Se sonrojó cuando advirtió que un niño de unos cuatro años lo observaba hablarle a nadie, aunque él sabía, y el niño también, que le hablaba al olmo. “Un olmo es un ser animado que no tiene la facultad de contestar”. Cantó, recitó. Mi corazón espera también, hacia la luz y hacia la vida, otro milagro de la primavera.

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Respiró, sintió. “Todo lo que pensé que era no lo es... todas las fichas puestas a tu número... todo el universo conspirando para que tan cerca jamás digamos adiós…”. En susurros, escuchó la frase, una y otra vez. ¿Era el olmo, acaso? Le sonaba claro, aunque no comprendía muy bien los signos que surgían de lo que creía escuchar. Mirando el árbol pensó en aquella vez que, al pie de la cordillera de Los Andes, un cálido anciano le contó que tener amistad con los alerces, saludarlos y conversar con ellos, es como adquirir poder frente a la muerte. “Lahuán llamamos a los alerces en la Patagonia. O lawall. Significa sobrepasar, superar la muerte”. Se metió el dedo en la nariz, como un calco inconsciente de lo que el niño hacía. Se sacó la remera. Se puso un short. Se atrevió a conectar el aspersor, abrió el grifo y se puso a correr, dando vueltas al compás de los giros del chorro de agua. El morochito, que luego supo se llamaba Aukan, lo copió. La madre del niño se quedó mirando encimismada sin atreverse a pronunciar nada. Ambos saltaban como si estuvieran cantando la danza de la lluvia. Ricardo tarareaba una melodía autóctona, emulando a las tribus africanas de la serie Tarzán, la famosa “Danza de la lluvia”, “eeh eeeh eeeah eah eah”. Aukan lo copiaba en todo. De repente, Ricardo se detuvo y se quedó mirando a la mujer que lagrimeaba. Supo después, mientras comía un choripán y bebía un vaso de tónica bien fresca, que el niño tenía problemas de comunicación con la gente, una inmadurez, que algunos médicos atribuían a un grado de autismo y otros al exceso verbal de sus tres hermanas mayores, que cohibían sus posibilidades de hablar. Su mamá no entendía qué había pasado para que Aukan se hubiera sumado al juego con el agua y cantara junto con el forastero. Ricardo le contó que solo se puso a correr detrás de Aukan y que de golpe empezó a saltar, tararear, balbucear para divertirlo y el niño lo copió. Una hora después estaba otra vez en viaje. Recordaba que el niño le había dicho “Aukan”, que su madre graficó como “ser o sentirse libre” en lengua mapuche. Ricardo bordeó la ciudad de Bajo Hondo sin entrar, porque anhelaba llegar al camping de Pehuen-Có al atardecer. “Todo lo que pensé que era no lo es... todas las fichas puestas a tu número... todo el universo conspirando para que tan cerca jamás digamos adiós...”. Ya no eran runruneos. Era Aukan. El olmo y Aukan. Sin embargo, no podía entender la frase. Cantó, susurró. Fue sin querer... Es caprichoso el azar. No te busqué, ni me viniste a buscar.

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Respiró, vibró. El auto ingresó en la zona de campamentos. Lo estacionó sin pensar un lugar específico. Se bajó, caminó los trescientos metros que lo separaban de la playa. A lo lejos, el ocaso naranja se quería meter en las aguas. Se sentía sol, quería entrar también. “Aukan, aukan, aukan”, repitió tantas veces como quiso. Se sacó las zapatillas, las medias. Ató los cordones, uno con otro, y se las colgó del hombro, con las medias dentro. Caminó buscando el rincón de piedras que sentía lo estaba esperando. Unas cuantas gaviotas revoloteaban y graznaban sobre un cardumen próximo a la superficie, los médanos lo invitaban a tirarse a mirar las estrellas por la noche. Dejó las zapatillas sobre una barda de piedras, se quitó la remera, el short, el boxer y, adentrándose en el mar, gritó.

Tedeschi Loisa, Diego Publicado en © Tres de un par imperfecto. Cuentos a la crema 1º edición – Ciudad Autónoma de Buenos Aires. 360 p.; 17 x 24 cm. © 2014 Bubok Publishing S.L.

ISBN 978-987-33-4944-7 1. Narrativa Argentina. 2. Cuentos. I. Título CDD A863 Impreso en Argentina / Printed in Argentina Impreso por Bubok Fecha de catalogación: 06/05/2014 Hecho el depósito que impone la Ley 11.723 Prohibida la reproducción total o parcial de la obra sin citar al autor. Todos los derechos reservados.

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