Espejos

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Volveré a abrir tu corazón, aunque me desintegre en la transformación… Charly García

Había una vez un solitario pastor de ovejas, joven y bello, arropado en su

propia cueva de turbaciones y desconfianzas. Cada día proyectaba su vida en cada hombre que pasaba por su zona de pastoreo. No eran muchos los encuentros porque él se sentaba a beber dulces mates con hierbas secas en la cima de un cerro, mientras sus ovejas y corderos repetían su andar-arrancar-mascar-tragar a la vigilia de sus tres perros, lejos de donde él se sentaba, torso desnudo al sol, a contemplar el paisaje. A él le gustaba mirarlos correr; alguna sonrisa se desprendía de su boca, alguna tibia risa sorprendía el silencio inmenso del campo, algún grito a sus perros se mezclaba con los bramidos y balidos que simplemente declamaban libertad. Todo -para él- era cíclico, repetitivo, sempiterno. Cuando tenía la oportunidad de encontrarse con alguien, mientras este le contaba qué ocurría más allá de los valles, él bajaba su mirada como buscando eludir su sentimiento de levantarse y escapar para siempre. Cada noche, en su propio hoyo de grises se detenía en su reflejo que, aunque tantas veces visto, se repetía también cíclico y sempiterno, sin una arruga o un granito que marcara un cambio que, aunque milimétrico, iluminara algo de distorsión o llamara la atención hacia su corazón dormido de tanta melancolía. Como cada día al volver, cada noche antes de dormir, dejaba un poco más de sus miedos, de no saber quién era y quién quería ser en ese tibio reflejo que, tan imperfecto como él -pensó-, se iba a dormir a su lado hasta reiniciar, cuando el gallo cantara, el despertar al trabajo. Cierta vez, algo pasó. Una hormiguita que se había apartado demasiado de su trajín laboral, quizás un soldado que la reina envió a interceptar cualquier atisbo de plagas, una invasión de insectos o simplemente a encontrar mejores provisiones para alimento de sus larvas, picó donde no debía y el joven pastor se levantó de un tirón arrojando su termo y volcando toda el agua. La hormiga salió


disparando, quizá con la urgente noticia de evitar transitar esa zona, peligrosa con gigantes malhumorados. El pastor se volvió a sentar, se tornó pensativo. Mientras, las nubes traviesas en su danza del cielo, jugaban a cubrirlo todo, para que el sol no pudiera iluminar el verde prado, para que, tal vez, solo tal vez, gracias a ese picotón de hormiga, el pastor comprendiera que la luz podía salir desde adentro. Miró al vacío, miró entre sus ovejas y miró el fin del valle, el arroyo muerto que regalaba el sabor de apagar la sed de sus cuidadas lanudas. Lo miró y, aunque lo pensó otros tantos minutos más, se decidió a bajar, a recoger algo de agua. No lo sabía aún, pero ese giro cambiaría el curso de su vida. Tomaría un mate frío, un tereré, y lo tomaría al costado del arroyo -pensó- y después emprendería el ascenso al cerro otra vez. Bajó. En la orilla y antes de agacharse a recoger el agua lo inquietó una ventisca que le hizo frotar sus brazos. Miró su reflejo en el agua. Se vio flaco, vacío, opaco, triste, como siempre, como en su espejo de su cueva de vida. Su imagen se movió varias veces, eso lo inquietó un poco, aunque entendió que el viento no avisa cuando regala o molesta con suspiros que pueden ser alivio o maltrato feroz. La miró, como desafiándola a salirse del agua, apoderarse de su cuerpo y, como si fuera otro cuerpo, atravesara el fin del valle. Pero se quedó quieto, observando una distorsión que las ondas del agua, acariciadas por el viento, deformaban, transformaban, que él juzgó malignas, pero que también, pensó, pudieran acaso ser una nueva forma de verse, de salvarse, de hacer algo más que sobrevivir. Porque eso es lo que siempre inquietaba su corazón: “estoy, existo, sobrevivo”. No lo razonaba, lo intuía. Aprovechando el viento, hizo un pacto con su interior: aceptaría que esa imagen reflejada se fuera de él, navegara y encontrara una afluencia, un distinto matiz. Se prometió que alguna vez partirían juntos a las distantes tierras vírgenes, siempre y cuando esa distorsión lograra sobrevivir. Depositó sus inquietudes en su nave de distorsión mientras aguardaba, cada día, recostado en sus miedos, por buenas nuevas. Cargaría en su mente esa imagen distorsionada de él mismo, viviría su vida en esa ilusión, asumiría el riesgo de quedarse sentado mientras su distorsión navegara en ríos salados de aventuras y en mares dulces de pasión. Asumiría el riesgo, con su ilusión como bandera, y sumido en su máscara de dudas, y certezas también, empezaría a mostrarse ante los demás. Destruyó el espejo en su cueva de dudas y no le importó si lo aceptaban como ahora creía ser, bastaba que se aceptara él. Hizo un pacto con su imagen de nave viajera para que le enviara instantáneas de lo que hacía, de lo que para él significaba atreverse a jugar el juego del querer más. Estaba dispuesto a que su imagen no respetara estamentos, autoridades, poderosos, reyes y también que fuera frontal, descuidada, sincera, valiente. De

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esta manera la edificó en su mente. Opinaría a través de ella, sin prejuicios, sin esperar la comprensión o el compartimiento de la gente. Y entre tanta honestidad jugaría para reírse un poco de la vida y de él mismo. Permaneció contemplativo, mirando a su otro “yo” haciendo las valijas, que ya era “Vos” porque tenía vida propia: él se la había regalado. Esa imagen ya no era él mismo, no era su yo, era otro. Errante y vagabundo, ese “Vos” lo enfrentó a su nuevo rol en la vida, sin cuevas que fingir. El “yo” y el “Vos”, fusionados en la despedida, construyeron un vínculo de amor o lo que él creyó que era eso. Y le gustó, le gustó tanto que se animó, en pequeños barquitos de sueños que hizo, a navegar aguas un tanto más turbias y turbulentas. Envió otros “vos” a los confines del mundo con la promesa de rescatar noticias de su “Vos” original, el valiente. Y no se conformó solo con eso, pues comprendió que su “Vos” ya era libre y él, aunque seguía atado, encerrado en sus miedos, solamente distraídos en su mente al potenciar la distorsión, fue animándose, poco a poco, a concretar sus propias huellas. Sus barcas de distorsión navegaron los infiernos, recorrieron sótanos y bares, adoquines y túneles. El pastorcillo tuvo buenas nuevas y le gustó lo que escuchó. En sus reflexiones de cada noche, bajo un cielo pleno de estrellas, de esas que sabía guiaban a los navegantes en busca de los nuevos mundos, antes de dormirse, se daba cuenta que su nuevo “Vos” ya no le pertenecía tampoco. Quería hacerse a la mar y no precisamente en barcos de sueños. Sus “vos” se habían atrevido por cuenta propia. No podía enfrentarlos, mucho menos sorprenderlos y encerrarlos en sus miedos. Ya entendía que sus “vos” no aceptarían su propuesta. Eran libres. Sus miedos eran propios, no de sus distorsiones. Estaba convencido que cuanto más se ama la libertad tanto menos se puede detener a quien se atreve a vivirla. Sus “vos” lo habían invitado a curiosear -para eso los había creado- y a fusionar amor -el amor por lo buscado y deseado-. Y más allá de sus barcos ensoñadores, sus deseos querían parir algo real. Estaba solo, inmerso en su cueva de fragores, detenido en un rincón de ilusiones que lo distraían. Estaba atento, quería probar las caricias y los besos que sabía que su distorsión tenía y que no podía regalarle, o no quería, porque tenía vida propia... y libertad. Dejó de lado el arroyo, trató de buscar en su valle, tras el cerro, en pueblos aledaños, escudriñado en la imagen de su “Vos” -porque sus “vos” eran uno, eran él, al fin de cuentas-. Pasaron días y meses y por fin encontró leves caricias y dulces besos, también vacíos, vicios y algo de dolor. No se detuvo y buscó mejores. Visitó otras playas, montañas, sierras, islas y hasta profundidades. Fue un privilegiado de los abismos, pero los esquivó. Cargó consigo su valija de miedos y sus monstruos preferidos, esos que dan emotividad al escape. Se recuperó en su “Vos”, en cada

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reflejo, en cada acción cada vez que tuvo que atravesar el fuego -después de todo, gracias a su distorsión, se había animado a caminar-. Aprendió haciendo, jugando en el fuego. Lo extrañó, pero no lo buscó, “para qué”, pensó. Supo, por algunas aguas, que su “Vos”, aunque un poco rebelde, estaba feliz. Se contentó. Muchos torrentes corrieron y un buen día le anunciaron el regreso de su “Vos”. Fue alertado que su distorsión volvía cambiada. Los rápidos le habían ocasionado caídas. Sin embargo, estaba tranquilo: siempre, pensó, en el final de una catarata hay un calmo lugar y se dijo para convencerse: “allí esperó, allí recuperó sus fuerzas”. Una noche en la que un cometa ilustraba el cielo oscuro, su “Vos” regresó y le contó de los misterios que había por descubrir, le hizo promesas de hacerlo juntos. Pero el joven pastor había encontrado en su “yo” su propia arena donde varar. Grabaron el encuentro en un árbol: “Vos y yo, alguna vez seremos uno”. Se dieron un abrazo interminable, de esos que sacan jugo, quedó flotando la utopía del prometido viaje juntos y cada imagen proyectó en silencio un “hasta la próxima vez”. Una mañana de intenso calor lo despertaron las risas del sol. Un rojo, intenso y maligno sol que vino a secar las aguas. No hubo lluvias durante un largo, largo, largo tiempo. Sintió en su interior su propia cueva, sintió en su mente que su imagen se secó, entendió que su “Vos” se había esfumado. Extrañó mas no buscó tampoco. Trató de crear aquello que había aprendido y lo puso en práctica. Lo hizo refugiándose en muchos lugares que le dieron alegrías y tristezas por igual. Vio otros reflejos que le hicieron bien, tuvo caricias y besos, lo único que él necesitaba para vivir. Y se sintió, lo fue, feliz. Algunas noticias que trajeron los vientos en sus alas hablaban de su “Vos” caído. Decían los titulares que había gastado a cuenta, que los infiernos lo habían atrapado, que había tenido también caricias y besos, grabadas a fuego, como un tatuaje, y que a su modo había sido feliz también. “¿Por qué no lo iba a ser?”, pensó. Los vientos cambiaron su curso por varias temporadas, no hubo noticias de la imagen que el pastor había querido ser. Hubo tormentas en su distorsión, rayos que la precipitaron a un arroyo estancado, solamente nutrido por lluvias, sin afluentes ni un mar o río donde fusionar amor. Allí sobrevivió, entre inmensas ratas y pálidos murciélagos, entre inocentes corderos negros y taciturnos conejos grises, entre sonrientes buitres y trepadoras hienas, pero sobrevivió porque era una poderosa creación fuerte, feroz, mágica, brillante, llamada a vivir. Allí permaneció estancada por largos días. Sin poder encontrar un sapo que la cargara en su lomo y la hiciera saltar hasta alcanzar la brisa de un viento que la arrastrara fuera de allí, otra vez a la vida.

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Pasaron meses, años. Una ráfaga de lluvias, siempre buenas si no traen la inundación, trajo inundaciones que permitieron su liberación. Esa imagen que siempre quiso ser, su “Vos”, se puso en movimiento nuevamente con la estocada de las ondas de las aguas, y se buscó. En su propia felicidad de besos y caricias el pastor tuvo que enfrentarse a su propia cueva y aceptarla; su imagen más cruel, la que cargaba sus miedos. La enfrentó sin barcos ensoñadores, la enfrentó con valentía, con dignidad. Algunas cosas consiguió. Otras no. “Hay batallas que se pierden y otras que se ganan y de cada una de ellas hay que obtener la estrategia para saber cuál es la pieza que hay que mover para terminar capitulando”, se dijo más de una vez. Cuando estaba en pleno enroque con su cueva, la de todos los días, llegó su “Vos”, a enfrentarlo con su pasado otra vez, y con sus proyectos, y con el futuro. Temió, luego rio, después lo abrazó y lo sentó frente a frente para iniciar el juego, “sin fuego” -pensó-. Brillaron por momentos, en risas y en ilusiones proyectadas. Pero la imagen de su mente dudó de esta distorsión; la vio más serena, pero muy golpeada. No se sabe qué pasó, ni si se gustaron cada una en lo que vieron ahora, una de la otra. Estaban muy desdibujadas -para bien y para mal-, habían pasado tantos años, tantas desventuras y aventuras. Pero había algo en claro: el pastor se había encontrado con su ser. Ahora era. Caminaba y se contentó al no haber seguido los pasos de su “Vos”. Estaba feliz de haber llevado su propia llama inquieta, independiente de su interior y de su distorsión; una llama que le recordaba a cada instante a su “Vos” perdido, lo que hubiera podido ser. Su “Vos” no estaba feliz de aquel rechazo. Por lo menos eso es lo que vio su “yo” actual. Quiso ayudarlo a planificar su futuro viaje. No creyó conveniente destruirla; pudo, solo con no mirarse más en el agua, pero no lo hizo. Nada resultó. Su “Vos” estaba en su propio mundo creado. Había construido su propia distorsión que le hizo ver otro mundo, más bello, y como esta imagen mostraba todo lo lindo y lo bueno del vivir -su “Vos” no tenía miedos ni monstruos o por lo menos eran distintos a los del “yo”- eligió desmerecerla y construirse aun en lo fútil. No sabía vivir, para esa distorsión todo era sobrevivir, distorsionar la realidad. Aceptó algunas caricias y besos de su “yo”, lo acarició con su agua y lo besó con su torrente, disparó algunas cascadas de cariño -no vaya a ser que tantas lo ablandaran-, largó al pasar algunos proyectos y sabores para descubrir, pero el pastor endureció su “yo” y prefirió seguir así, su propio andar. Su “Vos” partió, otra vez en busca de aquellas “malditas” -pensó- sensaciones que lo mantienen -y lo mantuvieron- vivo, sobreviviendo, brillando. Antes del “adiós”, que fue un “hasta la vista” -sin besos ni abrazos, sin un simple “te quiero”-. Se prometieron alguna vez escribirse y hasta volar juntos en alguna

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nube blanca hacia las prometidas tierras por desvirgar. La imagen de su “yo” dijo: “prometo algún día reflejar tu imagen viva en otro continente”. Su “Vos” pudo decir tantas cosas con tal de hacer el viaje. Algunos dicen que calló para no herir. Otros piensan que se lo guardó para disfrutarlo a pleno. Hay quienes creen que sus palabras fueron... (¡qué importa cuáles fueron!) “yo prometo mantenerme vivo, sobreviviendo, reflejándome en la ilusión del gran viaje. Vos hacé lo tuyo, construí y nunca, nunca, nunca te olvidés de mí, ni de las promesas que sabés que existen, aunque dudés de ellas”. Las últimas noticias hablaron de una imagen estancada otra vez, en un arroyo desolado y frío. Y hablan de una imagen que aprendió a convivir con otras imágenes cargadas de miedos y monstruos como ella. Y una imagen interior, librando batallas y haciendo enroques, entre demonios y dioses. En aquel arroyo, bajando el cerro, antes del final del valle, donde agua y viento propiciaron la distorsión y dieron vida, hay palabras que vienen y van, que acompañan la marcha de barcas repletas de sueños, que endulzan caricias y besos, que abrigan misterios que solo el tiempo y los vientos descubrirán.

Solo tú puedes decidir qué hacer con el tiempo que se te ha dado. Gandalf, el gris

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Tedeschi Loisa, Diego Publicado en © Tres de un par imperfecto. Cuentos a la crema 1º edición – Ciudad Autónoma de Buenos Aires. 360 p.; 17 x 24 cm. © 2014 Bubok Publishing S.L. 7

ISBN 978-987-33-4944-7 1. Narrativa Argentina. 2. Cuentos. I. Título CDD A863 Impreso en Argentina / Printed in Argentina Impreso por Bubok Fecha de catalogación: 06/05/2014 Hecho el depósito que impone la Ley 11.723 Prohibida la reproducción total o parcial de la obra sin citar al autor. Todos los derechos reservados.


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