Crónicas de una fotografía

Page 1

31.

Crónicas de una fotografía

El pueblo de Balestra está en la zona fronteriza. Eri llegó temprano como para

aprovechar la luz y dejarse un tiempo libre para comprar cosas en el renombrado mercado de pulgas. Se alojó en una pensión, casa de estilo chorizo, que le recordó a las casitas bajas que se encontraban frente a la suya, durante su infancia. Dejó sus bolsos, tomó su cámara de fotos y consultó con la gerente donde podría conseguir un mapa para tratar de llegar a las ruinas de Surinati. La mujer, de un aspecto cálido y rasgos acentuados en su rostro, le indicó la ruta más corta. Se tomó un cortado, apresurado, mientras degustaba una de la seis roscas que compró. Eri es fotógrafo, había llegado al pueblo para concluir con un registro de imágenes que formarían parte de las ilustraciones de una enciclopedia histórica. Tenía pocas horas para aprovechar la luz del sol pues, aunque el cielo estaba despejado, habían anunciado lluvias para la tarde. Al día siguiente debía emprender el regreso, luego de varias semanas de haber recorrido pueblos recónditos cuasi invisibles en un mapa convencional. En hora y media llegó hasta el lugar. Dejó su vehículo, una Range Rover pasada de moda, fiel a los efectos de sus labores, que solía definir como antropológicas. A pie cruzó un extenso campo de pastos secos, siguiendo un camino formado por piedras de laja. Saltó un muro de rocas de no más de un metro y medio de alto por casi doscientos metros de largo. A sus pies, veinte metros hacia abajo, imponente, se erigía la estatua de Nifalero, de la que tantas veces había escuchado hablar y, sin embargo, jamás había llegado a apreciar en su inmensidad, a no ser por fotografías amateurs que un amigo una vez le había enviado. Estuvo allí unas cuatro horas. Obtuvo instantáneas desde distintos ángulos. Con cámara en mano, con cámara fija, incluso, lo que jamás solía hacer, se autoretratró en la entrada principal de las sagradas ruinas. Luego, emprendió el

1


regreso hasta que se topó con Sanders y Pehuén, que estaban apoyados en la Range. –Lo estábamos esperando amigo. Hola. Mucho gusto. Stan Sanders. –Hola. Se quedó un buen rato conversando sobre la mitología y el misterio de Surinati, con el arqueólogo sueco, oriundo de la ciudad de Göteborg. Compartieron un poco de té helado que le convidó el extranjero. El jovencito, de no más de 12 años, era negro, de ojos saltones y esquiva sonrisa. Su amabilidad estaba más en consonancia con lo que pudiera obtener del turismo que por su propia manera de ser. O eso pensó Eri. Bebió con ellos, comió con gusto la última rosca. Luego, Eri los alcanzó hasta el centro de la ciudad, antes de despedirse. Sanders lo invitó a cenar. Para ambos era la última noche en el pueblo, antes de emprender sus respectivos regresos a sus casas. Quedó en pasarlo a buscar a las 19 horas. Sanders le pidió si tenía la amabilidad de llevar al adolescente hasta el fin de la ruta, para que pudiera aguardar el paso del ómnibus que lo llevaría cerca de su hogar. Con gusto accedió. Al andar unos trescientos metros, le consultó sobre el tan nombrado mercado de pulgas. Pehuén le dijo que lo guiaría. Eri insistió en pagarle su tiempo. Fueron hasta allí. Dejó la camioneta a dos cuadras. Quedaron en verse en una posada, en no menos de una hora, mientras tomaba algunas fotos en el descuidado andén verde oliva y marrón oscuro, descascarado por el paso del tiempo, que para el fotógrafo resultaba poesía para sus ojos. Transitó con dificultad, a paso moderado, por la acumulación de gente. Observó la estación de trenes. Pehuén le había comentado que una vez por mes salía un tren con gente. Mientras hacía las fotos, vio la preparación de un vagón que, pensó, sería para transporte vacuno. Los rostros iracundos de los que preparaban otros dos vagones lo amedrentaron. De todos modos, pidió permiso para fotografiar el tren. Los hombres se lo impidieron, pero intervino un señor bastante corpulento, de quien supo luego era el jefe de los funestos seres. Le dijo que no había problema si las fotografías eran para cuestiones personales. Eri asintió y se apresuró a tomar varias. Luego, se fue a encontrar con Pehuén. En la posada, degustaron algunos tamales, un guiso cargado en carnes grasas. Bebió una cerveza. Pehuén una tónica de pomelo. Intentó hablar de la estación, de lo que le había generado aquel tren y aquellos hombres. El chico esquivó las poco insistentes preguntas. Eri sabía que algo no cuadraba allí. Llevó a Pehuén a las afueras del pueblo. Lo acompañó un buen rato. Como el micro demoraba en llegar insistió en acercarlo hasta su casa. Hicieron veinte kilómetros hasta una curva donde un largo árbol se imponía. Doblaron a la izquierda, tomaron un camino de tierra, hasta que Pehuén le pidió que detuviera

2


el vehículo. Agradecido, le extendió la mano. Eri le pagó un poco de más de lo convenido. Pehuén le devolvió los dos billetes de la propina extra. Eri lo detuvo, le pidió tomarle una fotografía y pagarle por ello. Le dijo que si la foto era exhibida y ganaba plata, el joven merecía ser recompensado, aunque fuera por adelantado. Pehuén posó. Fue difícil obtener una sonrisa del rostro quebrado del chico. Eri le pagó. Se quedó mirándolo mientras el joven se perdía en un abismo de pastos altos. Luego, dio marcha atrás y regresó hasta la pensión. A la noche, pasó a buscarlo Sanders. Fueron a cenar a un local típico. Eri pidió un plato cargado en ensaladas y un pequeño trozo de carne asada. El sueco lo acompañó con las ensaladas y con un omelete de queso y ají morrón, por ser vegetariano. Compartieron un vino tinto que invitó el arqueólogo. Postre y café corrierron por cuenta de Eri. Un licor y varios tragos de cerveza, en un bar a dos cuadras del restaurant, los animó un poco más. –Eres Eri, de Eric… o de Érico… –No, Heriberto. Pero todos me dicen Eri y cuando lo escriben lo hacen sin la h, que aquí es una letra muda. Así que firmo mis fotografías como Eri Sal, por Salinas. El fotógrafo le preguntó si sabía sobre el tren parado en la estación. Sanders le dijo que sabía que sucedían cosas raras en torno al tren y que no había querido inmiscuirse porque tenía entendido que ajusticiaban a los entrometidos. “Si te mantienes alejado de allí, nadie te hará nada”. Eri se quedó pensativo, aceptó un cigarro cubano que Sanders le convidó. “Qué rico, con gusto a chocolate”. Fumaron, bebieron algunas pintas más. Salieron caminando hasta la pensión que quedaba camino al hotel donde residía, desde hacía un mes, el científico. A las tres cuadras, se toparon con Pehuén. El joven estaba acompañado con un chico de ojos claros y pelo rubio con mechones castaños. Mirko. Los cuatro compartieron una cerveza, sentados en el cordón de la vereda. –¿No son muy jóvenes para beber alcohol? -Eri. –No hay problema. Nos gusta. -Mirko. –Es que hoy es sábado. Los sábados son para divertirse. -Pehuén. –Brindemos, entonces… -Sanders. Bebieron dos jarras y los jóvenes se despidieron. Eri y Sanders confundieron el trayecto hacia pensión y hotel. Tomaron una calle angosta que no tenía fin y los obligó a doblar hacia la izquierda. Al girar, fueron embestidos por tres jóvenes que corrían impetuosamente. Sanders les lanzó un improperio. Eri fijó los ojos hacia un camión que estaba cargando a varios niños, entre los que creyó ver a Mirko y Pehuén. Corrió, les gritó, el camión tomó la avenida principal y se alejó en torno a la estación de trenes. Eri reaccionó, buscó un taxi, difícil de encontrar en esa zona. Estaba muy nervioso. Paró una moto para que lo llevara hasta la

3


estación. Insistió en pagarle. Estaba seguro que todo confluiría allí. Le arrojó las llaves de su camioneta a Sanders, para que los siguiera, y emprendieron la persecución del camión. El motoquero cortó caminó y llegaron antes. Sanders los perdió de vista. A metros de la terminal del ferrocarril, aguardó, agazapado, la llegada de Sanders. Se fue acercando al andén con determinación y con sigilo. Vio a una veintena de niños que, días después, supo eran de familias que vivían en extrema vulnerabilidad. Supo también que esas familias dibujaban las desapariciones de los niños como “fugas que les permitieran conseguir un mejor pasar”. Las familias sabían muy bien que los niños eran secuestrados y comercializados fuera del país, como sirvientes en casas de asendados cuando no eran destinados a lugares de prostitución en varios países de Asia. Los chicos de un camión estaban atados de las manos, unos con otros. Eri estaba seguro que el otro vehículo, donde creía haber visto a Pehuén, llegaría en cualquier momento. Se escondió. Sanders tardaba en llegar. Eri no sabía que el sueco se había perdido. Varios hombres estaban armados, custodiando el furgón que mantenía encerrado a muchos de los niños. Cuando el camión finalmente llegó, Eri decidió interceptarlo. Corrió a los gritos, diciendo que la policía militar estaba por caer. Hubo un estallido de gritos. Caos total. Insultos de los raptores. La llegada de Sanders. Luces y bocinazos para alertar e inquietar a los guardias del andén. Escapes y corridas de los niños. Muchos, en marcada confusión. Se topaban con los guardias que dejaban sus armas para atraparlos. Los que estaban encerrados en el carguero empezaron a gritar. Los niños atrapados en la huida eran conducidos hacia el segundo de los vagones. Eri volteaba a cada niño buscando hallar a Pehuén. Sanders bajó para ayudarlo. Sintió el culatazo de un arma en su cabeza y se desmayó. “¡Policía! ¡Policía!”, gritaban dos señoras para distraer. Se habían animado, a partir de la confusión y las correrías, a salir desde donde estaban escondidas, intentando recuperar a sus hijos. “¡En marcha!”, gritó uno de los guardias, lo que aceleró el ingreso al tren de los niños que fueron capturados. Eri giraba a cada niño, uno a uno, intentando dar con Pehuén. Nada. Alcanzó a ver a Mirko, a unos cincuenta metros y, a su lado, a quien creyó era su amigo. Luego cayó en seco. Cuando Sanders abrió los ojos estaba socorriéndolo una mujer, madre de uno de los niños que pudo ser rescatado. Agradecida por la intervención de ambos, lo ayudó a levantarse y lo acompañó junto a Eri, que yacía sobre el cordón de la vereda, ensangrentado su rostro -ahora lavado por una intensa llovizna-, socorrido por otra mujer que había recuperado a su hijo de 6 añitos. No recordaba nada. Acongojado, se frotaba la frente y su pelo, intentando recordar la huida de los chicos delante de él, hasta que abrió los ojos y vio sus anteojos destruidos, sobre la calle de tierra que cruzaba el paso a nivel.

4


Sanders lo levantó. “¡Pehuén!... ¿Y Pehuén?...”, soltó en seco. Luego, se paró, dubitativo enfiló hacia la estación. Aún faltaban varias horas para el amanecer y la lluvia se acrecentaba. En el andén se había quedado el último vagón. Entraron. Había alrededor de cinco niños probándose zapatos y zapatillas de cajas apiladas. No estaban ni Mirko ni Pehuén. Eri pensó que tal vez los niños habían escapado. Temía que hubieran sido capturados. A pesar de tener un poco de jaqueca, se las arregló para incorporarse. Se limpió la sangre y la herida con el agua que caía, ahora, con más intensidad. Miró a las mujeres, agradecido, sin poder decirles nada, y se subió a la camioneta con Sanders. Primero fueron a la pensión donde se asearon. La dueña les contó que esas cosas pasaban. Que los niños, la mayoría huérfanos o de familias muy vulnerables, tenían mejores vidas, a partir de los secuestros. Que pasaban algunos años sirviendo a varias familias hacendadas y que, en muchos casos, eran adoptados como hijos. Que se quedaran tranquilos. Si los jóvenes habían logrado huir estarían bien y si habían caído en las redes del tráfico pronto estarían mejor que en Balestra y sus alrededores. Eri no ocultaba su ansiedad, sus nervios. Sanders se dio cuenta de ello y decidió acompañarlo. Fueron hasta donde había dejado a Pehuén la tarde anterior. Había cesado de llover, pero las nubes seguían dominando el cielo, como si el tiempo presagiara lo que Eri estaba por descubrir. Atravesaron el campo de pastos altos hasta que dieron con dos casas precarias. En una residía una familia que les indicó que la casa de Pehuén era la otra, pero que no hallarían a nadie. “La madre murió hace tres años de tuberculosis, su padre nunca más volvió y su abuelo está en el hospital central”. De todas maneras, entraron al hogar. Suciedad, abandono, observaron que la ropa que llevaba esa noche no estaba allí. “Si escapó, debió haberse cambiado de muda, porque hubiera estado empapado”. Le pidió a Sanders que buscara una fotografía del joven entre las pertenencias. Mientras, fue a conversar con la familia de la otra casa, que se encontraba a casi doscientos metros, para saber dónde podían encontrar a Pehuén. Sin haber obtenido una respuesta concreta ni mucho menos positiva, Eri se fue a encontrar con Sanders, cuando se cruzó con una de las niñas. Le dijo que no sabía nada de Pehuén, pero sí sobre Mirko. Le contó que había pasado por lo de Pehuén, hacía por lo menos una hora, y que se había ido en dirección a la ciudad, en bicicleta. Noticia positiva: Mirko estaba libre. Sanders salió sin haber conseguido una fotografía de Pehuén. Eri propuso ir al hospital donde estaba internado el abuelo del niño. Allí preguntaron por un hombre mayor, que viviera en las afueras de Balestra, internado desde hacía varios meses. “El viejo Tobías… de Valle Nuevo”, dijo un enfermero. Tenía que ser él. No podía haber muchos viejos internados de Valle Nuevo. Recordaba el

5


cartel escrito en las afueras que señalaba “BIENBENIDO A VALLE NUEVO”. El anciano estaba con diagnóstico de demencia senil. Era negro, lo cual era un indicio que los aproximaba a Pehuén. Estaba seguro que era su abuelo. En el hospital no tenían noticias del único familiar que lo visitaba, cada una o dos semanas: un niño de unos trece años. Además, una enfermera relató que otro niño, blanco, de pelo castaño con mechones rubios, había estado por allí hacía un par de horas. “¡Mirko!”. Regresaron al pueblo, Sanders a su hotel, Eri a la pensión. Quedaron en almorzar en el bar, en el que habían ido a beber cerveza, para intentar recoger alguna noticia más antes de sus respectivas partidas. El arqueólogo debía tomar un micro hacia el aeropuerto, alrededor de las 18 horas; le confió que algo sabía de los secuestros, rumores sobre mafias que gozaban de la connivencia de parte de la policía local y fronteriza, que les permitía trasladarse sin controles o con peajes de pagos exclusivos y pactados de antemano. Eri le dijo que se quedaría unos días más para tratar de hallar a los jóvenes o quizá, si encontraba a Mirko, dar con una pista que lo acercara a Pehuén. Sanders le dijo que no podía acompañarlo y que si encontraba algún tipo de señal, no dejara de avisarle. Promediando los postres, apareció Mirko. Estaba hablando con otros jóvenes sobre los hechos de la noche anterior. Eri lo invitó a compartir un sándwich. Mirko les contó sobre los escapes, el golpe que un bate, sostenido por uno de los matones, dio en la cabeza del fotógrafo, sobre la inmensa confusión que lo alejó de Pehuén y su preocupación al no tener noticias frescas de su amigo. Confesó que esta era su segunda fuga, que temía no poder escapar una próxima vez. Les dijo que pasaba el tiempo en la frontera, haciéndose amigo de los gendarmes, para salvaguardo personal y para tener donde dormir y comer, porque había dejado el orfanato donde vivía. No tenía contactos con su familia, no sabía si la había, solo que su papá había muerto en una mina y su mamá -le habían contadoestaba internada en un neuropsiquiátrico, cuyo destino ignoraba. Eri le preguntó dónde podía empezar a buscar a Pehuén, si es que había alguna chance de rescatarlo. Sanders le pidió que no lo atosigara. Se daba cuenta que el niño estaba colapsado: su amigo estaba desaparecido y corría el riesgo de regresar al establecimiento del que había escapado. Sanders se mantuvo un buen rato ensimismado. Después apartó a Eri para contarle un plan que le había surgido. A las 19 horas, la Range arrancó con destino a la frontera. Sanders iba de acompañante. Detrás estaba Mirko. En el cruce, el joven apeló a sus contactos para que pasaran con un control efímero de papeles y equipaje. Les dijo que los guiaba hasta el pueblo más cercano para que avanzaran con sus estudios arqueológicos. De todas maneras, los dólares que dejaron servidos, en sendos pasaportes, fueron el dulce más exquisito para los guardias fronterizos. Del otro lado, la relación periódica de Mirko con los controladores extranjeros permitió

6


que la Range se perdiera en la ruta oscura, solo marcada por las luces que a lo lejos presagiaba el aeródromo privado, dólares mediante endulzando la billetera del jefe de guardia. Sanders estaba seguro que podría sacar a Mirko en un avión privado, con destino al Caribe. Allí, por un contacto en Costa Rica, podría confeccionarle papeles nuevos como Mirko Sanders, y darle la posibilidad de un mejor estilo de vida. En un motel cercano al aeródromo, Mirko estuvo un rato largo bajo la ducha. Después se vistió con ropa que le trajeron. Se peinó distinto, hacia atrás. Próximos a abordar el aeroplano, sobre la pista, Eri le extendió la mano, pero Mirko lo abrazó. “Pehuén, por favor, no te olvides de Pehuén”. El avión despegó y, con el ascenso, Eri y Sanders sintieron escalofríos; los abrazaba una mezcla de sensaciones por el futuro de Mirko y la desolación por el paradero de Pehuén. A los pocos días, Eri regresó para entregar su trabajo para el manual. Durante la siguiente semana, agobiado por insomnio y un malestar profundo, planificó su regreso a Balestra. Al revelar las fotos, descubrió las cinco que le había tomado a Pehuén. Munido de un simple equipaje, con más de cien impresiones de la foto sonriente del adolescente, partió en su camioneta hacia Balestra, tres semanas después. No obtuvo novedades, ni en la casa, completamente abandonada, ni en el asilo, donde el abuelo de Pehuén había sido derivado. Trazó un viaje por diferentes pueblos. Hizo Icua, Loreido, Valle Viejo, Piedra Azul, todo en torno a Balestra. Más de veinte pueblos en torno a todos los puntos cardinales. Nada. Ni noticias ni gente que manifestara haber visto a Pehuén cada vez que mostraba las fotos. Se fue alejando en torno a otras poblaciones. Cruzó fronteras. Nada. Siguió así los siguientes seis años. Cada tres meses, se tomaba una semana para alentar la búsqueda. En la tercera de ellas, promediando el mes de octubre, Sanders se sumaba durante dos semanas. Por cuestiones laborales, se fue espaciando en la búsqueda de quien ya tendría alrededor de 18 años. Mirko regresó cuando cumplió los 21 para visitar a su mamá, postrada en una institución para personas con trastornos mentales. Aprovecharon ese tiempo para seguir con la búsqueda de Pehuén, sin poder conseguir pistas claras. Mirko regresó frustrado a su ciudad de acogimiento y a sus estudios universitarios. A pesar de la facilidad del e-mail, Mirko y Eri profundizaban la relación a través de cartas, “porque algún día Pehuén las va a leer”. Los intercambios siempre tenían un párrafo dedicado a él. A veces nostálgico, a veces de marcada frustración, siempre anhelando que Pehuén estaba feliz, que era feliz. Para los 25 de Mirko, Eri viajó a Estocolmo, donde el joven residía con su novia. Volvió a hacerlo dos años después, para asistir al casamiento. En el camino, siempre, cuatro veces al año, Eri seguía buscando a Pehuén. En la tercera semana, siempre se sumaban Sanders y su hijo.

7


La proliferación de redes por Internet avizoró más posibilidades en la búsqueda, aunque de un modo imperceptible, porque nunca recibían nada en concreto. Tecnología al alcance. Chances vacías. Sanders publicaba su foto y datos en una página europea de búsquedas, por si el joven había sido traficado al viejo continente. Con la aparición de páginas de redes sociales, Mirko abrió una en My Space, otra en Fotolog, otra en Netlog, en Facebook con un grupo titulado “Pehuén, te buscamos”, aunque consideraba poco probable que su amigo perdido estuviera vinculado a la red de lo virtual. Con la tecnología, adecuaron la imagen de Pehuén a la edad que podría tener, según el momento de la búsqueda. Eran puntas que sumaban a pesar de no tener nunca un mensaje que certificara algo positivo. El abuelo de Pehuén había muerto entre el primer y el segundo viaje de Eri a Suecia. Jamás habían dado cuenta, en el hospicio, que el joven hubiera regresado a visitarlo. Eri dedicó un portal a Pehuén. Puso las fotos que le había tomado, junto con otras imágenes que había registrado de la estación, del bar donde habían compartido la cerveza, de su casa abandonada, incluso de su abuelo moribundo, a quien retrató sin el consentimiento de los enfermeros. Otras de las ruinas Surinati, de Sanders, de Mirko, muchas de Mirko a través de los años. Señalizaciones de Valle Nuevo, de Balestra, incluso de la Range y de una rosca, como la que habían compartido el día que se conocieron. Nada. Veinte años después de la desaparición de Pehuén, Eri Sal publicó su primer libro de autor. Los tres anteriores eran meras recopilaciones de fotografías y crónicas, en sus treinta años de profesión. Hacía dos años que estaba en pareja. Siempre había pensado que su espíritu de libertad implicaba no tener a alguien que lo acompañara. Una noche, en un bar, reunido con Sanders, donde planificaban el siguiente viaje a los alrededores de Balestra, Eri quedó flechado por alguien que, desde ese entonces, no solo le daría plenitud a su vida, sino que alentaría y acompañaría dos de sus viajes anuales de búsqueda. Por ello, en la retiración de tapa del libro “Pehuén. Noticias de un hijo perdido”, la sinopsis cuenta que su autor está en pareja y que tiene un hijo, Pehuén, que busca desde hace veinte años, cuyas fotos -una con su marcada pose reservada, la otra con una improvisada mueca sonriente- ilustran el comienzo y el final de su obra. La estatua de Nifalero ilustra la tapa. Eri apostaba con ello al recuerdo, por si tenía la suerte que Pehuén la viera.

8


Quiero gritar tu nombre porque entre las sombras percibo la luz. La noche anterior al cierre, repatingado en su mahjong couture perla, se quedó prendado de una canción. Llamó a su editor para contarle que el libro tenía que abrir y cerrar con parte de la letra. “No será fácil poner la voz de Mercedes, pero la pluma de Carnota lo edifica todo -le soltó, mientras bebía otro sorbo de un Pinot Noir y repetía, innumerables veces, la melodía en su laptop-, decime que podemos. Decime que sí”. Cuando la sangre grite, tal vez otro sueño me vuelva a pulsar. En un hipermercado del barrio Alto, a setecientos kilómetros de Balestra, una niña de 8 años fisgoneaba entre las ofertas de los artículos de librería. Se digirió hacia su madre que estaba con su hermanita en brazos. “Feni… Feni…”. Avanzó a los gritos. La mujer caminó entre las góndolas en dirección a su esposo, que estaba en el sector deportes buscando una pelota para su hijo de 3 años. A su lado, su hijo mayor, de 11 años, se inquietó al ver una foto extremadamente parecida a él, en el libro que su madre sostenía. El hombre, con pelo encrespado, anteojos y una sonrisa sostenida, recibió de su esposa el libro con tapa dura, con un símbolo en la portada que reconoció de inmediato. Pasó las páginas, tembloroso, hasta que se topó con la imagen que su hija había señalado. Pehuén comenzó a agitarse. Se inclinó sobre su cuerpo, luego cayó de rodillas, con el libro abierto. Sus lágrimas marcaban su fotografía épica: parado en torno a los pastizales de Valle Nuevo, con una mueca pálida de una sonrisa. Su hijito comenzó a llorar del susto, su mujer acarició su cabeza, Feni lo abrazó mientras su hija con una pañoleta limpiaba la página humedecida por el llanto.

9


Tedeschi Loisa, Diego Publicado en © Tres de un par imperfecto. Cuentos a la crema 1º edición – Ciudad Autónoma de Buenos Aires. 360 p.; 17 x 24 cm. © 2014 Bubok Publishing S.L. 10

ISBN 978-987-33-4944-7 1. Narrativa Argentina. 2. Cuentos. I. Título CDD A863 Impreso en Argentina / Printed in Argentina Impreso por Bubok Fecha de catalogación: 06/05/2014 Hecho el depósito que impone la Ley 11.723 Prohibida la reproducción total o parcial de la obra sin citar al autor. Todos los derechos reservados.


Issuu converts static files into: digital portfolios, online yearbooks, online catalogs, digital photo albums and more. Sign up and create your flipbook.