33 de mano

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33 de mano

La tormenta había arrasado con todo. Los árboles caídos, partidos, heridos de

muerte. Como la misma ciudad, agonizaba un desolado atardecer de otoño. No se tienen registros de semejante azote de los vientos. Bastaron unos pocos minutos de intensa lluvia y truenos para que las vidrieras detonaran. Cayeron carteles, cedieron herrajes, se desplomaron luces, se partieron y enredaron cables, entre ramas caídas o quebradas. Todo duró apenas unos minutos y la ciudad se tornó un caos. Nada que no estuvieran sus habitantes dispuestos a sortear, como cada día de nubosidad motriz, que alarga las idas al trabajo, estudios, club y aletarga el paso de los vehículos, cuyos conductores saben ya de esperas, bocinazos y frenadas. El agua había dejado de hablar y lo había dicho todo. Silencio. Enzo salió del ensayo. Había estado pasando el libreto, virgen de apostillas al margen. Acababa de dárselo Marieta Sacomano, la productora, para la obra que esperaban presentar, en tres meses, en el Teatro de la Cueva. Durante el ensayo habían sentido una especie de tornado. No le habían dado mucha importancia, solo cerraron las persianas de la sala al sentir los golpes secos en el ventanal. Caminó dos cuadras, tomó el colectivo de la línea 36 y, cuando creyó que se relajaría con la música de Bob Dylan y el libreto ante sus ojos, se perdió en un ensueño de película apocalíptica. Solo que esta vez era real y era en su ciudad. Autos destrozados por troncos de árboles sobre sus techos ya vencidos. Árboles tapando las aceras, exigiendo que los vehículos maniobraran; algo que el chofer del 36 no podía hacer en cada esquina abnegada, lo que obligaba a salirse del trayecto. Un viaje de treinta y cinco minutos que duró de casi hora y diez. Cuando bajó se quedó estupefacto. La plazoleta, en la que solía ir a matear con sus compañeros de elenco, estaba completamente distinta. Los ocho grandes árboles, que ilustraban con su verde y sus sombras la posibilidad del resguardo ya no existían. Eran troncos muertos. Los cables que pasaban, por arriba, hacia los

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dos edificios laderos, caían como hilos de un ovillo cuando un gato travieso se enrieda jugando casi hasta enloquecer. Lo asoció con su gato Crispín, especialista en la caza de los bichos que pudieran intentar andar por el parqué del departamento que comparte con Marion. Dobló la esquina, se paró en el medio de la calle, miró a lo lejos, enfocado hacia la puerta de su casa, a cinco cuadras de distancia, y no llegó a verla. Todo era un desastre. De hecho su calle estaba paralizada. El reloj de su celular marcaba las once. Se lamentó no tener su cámara para poder inmortalizar ese momento que creía tan especial, irrepetible, acaso, apocalíptico, entre un centenar de árboles caídos, luces apagadas, cables como alfombras, veredas levantadas por las caídas de los vigorosos troncos, caños rotos, basura acumulada por el raudal, olor a hojas mojadas, un porro a su derecha saliendo de una terraza con dos jóvenes asomados, un perro a su izquierda ladrando por el paso ruidoso que denotaban sus botas, la pareja de ancianos mateando desde un balconcito atiborrado de plantas; suele verlos sentados en torno a la verja al despuntar las primeras estrellas. Lo conocían de tanto pasar. Lo saludaron. Ella levantando su mano. Él cabeceando. “Qué lástima”, no tenía una cámara y su celular era uno común, de los más antiguos, que le habían prestado por el robo de su táctil, hacía dos semanas, en la estación Florida del subte B, donde siempre se persigue con los pungas y se obseciona con la vista gorda por parte de quienes deberían velar por la seguridad. Se detuvo, miró a lo lejos y pensó en el tsunami, en los terremotos que azotan pueblos y generan destrucción, heridas, muertes. Esto era diferente aunque un momento único, como la nevada del 9 de julio de 2007, dos días después haber soplado veintinueve velitas. Estaba seguro que a diferencia de la nieve, al día siguiente de esta tormenta, desayunaría con un informe que hablaría de muchas muertes. Se quedó parado y empezó a pensar en el mal que se le estaba haciendo al planeta y que eso, al fin de cuentas, como en la película El fin de los tiempos, estaba revelando, en el planeta, una manera de venganza con consecuencias siempre trágicas. Decidió que caminaría hasta su casa por el medio de la calle porque le resultaba más seguro. Pensó en la desolación de quienes son derribados por huracanes, ciclones o tsunamis, sin capacidad de reacción, cuando todo se torna calmo. Y pensó que no podrían tenerla ante tan devastador presente y turbio futuro. Enzo sentía una leve inquietud, que podría traducirse como furia. Se mordía el labio superior con sus dientes inferiores, en una actitud de impotencia, porque sentía que algo estaba mal con el mundo y que nada podría modificar las cosas si la conciencia seguía nula. No supo por qué le sonaron historias cotidianas que había vivenciado. Una tarde, en el banco, esperando en una cola, vio como una mujer, que se había equivocado de número, tiró al piso el que tenía en su mano -uno verde- para luego agarrar otro de color rojo. Al piso, cuando a

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menos de un metro tenía un cenicero de los altos. Otro día, vio como un hombre le decía a su hija que quería tirar una botella de gaseosa al piso, que eso no estaba bien y que tenía que buscar un tacho, para luego, él mismo tirar un cartón vacío de cigarrillos ante la dubitativa mirada de la niña. Recordó la vez que vio como habían cortado una avenida por la expansión del subterráneo y en el medio de la misma había una especie de descanso para quienes cruzaran a destiempo. Se había anulado una parte de la mano derecha y los vehículos tenían que turnarse para pasar, ambas manos, por el mismo carril de la izquierda, de manera muy delicada, casi pegados al cordón de la vereda. Observó que cruzando en torno al carril de la derecha, había un cartel que decía “Cuidado, mirar a la derecha” y notó que hacia el otro lado no había un cartel que indicara “Cuidado, mirar a la izquierda”, lo que provocó, mientras estuvo en el bar de la esquina desayunando, tres accidentes. Dos con heridos leves y el tercero, luego supo, terminó en una muerte. Todo esto pudo prevenirse, reflexionó, luego que diera él mismo parte al capataz de la obra, al policía que estaba de custodia a media cuadra, en el banco, y a las autoridades gubernamentales de uno de los centros de atención a la ciudadanía, que estaba enfrente de las obras. Como le contó a Marion a la noche: “Se pudo evitar. El garrón de los heridos, de los conductores que atropellaron y de la víctima fatal”. Supo que, a la media hora de los tres accidentes, se pusieron carteles en varios lugares, pero ya era tarde, había víctimas por todos lados. “Lo mismo que pasó con el colectivo 92, en la barrera de Flores, o el choque en la estación de Once. Siempre resuelven todo a partir de las víctimas… ¿El principio de Peter?”. Enzo permaneció detenido como en el tiempo. Mientras observaba a las hojas desparramarse, algunas saltando de adoquín en adoquín, motivadas por el golpeteo del viento, pensó en los rayos, truenos y relámpagos a los que tanto se teme. Sonrió al proyectarse veinte años atrás, apenas un preadolescente, cuando en el estadio de Córdoba vio a Serú Girán, junto a un hermano, por parte de su padre, que lo hizo fanático de una “música inspiradora del arte”; sonríe ante los tonos burlones de quienes le achacan un marcado misticismo con bandas que suelen tildar como dinosaurias. Lo cierto es que Serú Girán como Pink Floyd, Aquelarre, Yes, King Crimson o Steely Dan son bandas que no puede dejar de escuchar, de sentir, en sus momentos más introspectivos. Taciturnos. Vagos. “Joven viejo”, ironizan sus amigos. Son las canciones que lo ayudan a memorizar sus diálogos en las obras que encamina y también son las canciones que elije para sus momentos íntimos de sexo, de pasión, de amor. Sus ocasionales acompañantes se sienten a tono, o por lo menos, según suele manifestar luego a sus amistades, “nadie se queja o pide que cambie”.

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En Córdoba, a finales de 1992, mientras escuchaba el bis del histórico cuarteto, palideció cuando la voz de David Lebón entró en consonancia con el relámpago y el trueno que desquiciaron una noche de plácida lluvia: Cuando el cielo cae a veces pienso en tu risa es muy tarde ya y estoy harto de llorar…

Lloraba el cielo. Alegría inmensa. Del mismo modo que vibró el cielo, casi diez años después, sintió lo mismo con Roger Waters. Now there's a look in your eyes like black holes in the sky. Shine on you crazy diamond…

El mundo pareció derrumbarse con el certero trueno que enmudeció a un estadio en vibra con la esplendorosa cadencia de la canción. “Causalidades. ¿Sí?”. Vio que el bar de la esquina estaba abierto y pensó que un café no le vendría nada mal. Tembló porque siempre se cruzaba con el joven escritor que se cuelga a mirar al mozo y jamás le presta atención a él. Es lo mismo que hace él con Lionel, que está hace varios meses viajando por África, “escapándole a su casamiento, no me caben dudas”. Pidió un cortado, compartió su inquietud por el episodio que había ocurrido en la ciudad. Repitió otro. Las luces se apagaban en la mayoría de los comercios. Era tarde y la tragedia había acelerado las bajadas de persianas. Si bien en la zona donde vive no se generaron saqueos, muchos de los comerciantes cerraron para ir a controlar posibles percances en sus hogares. Escribió un sms a Marion para contarle cómo estaban las cuadras cercanas, pues ella llegaría horas después desde el Call Center donde asiste a clientes de una compañía de celulares. Marion le contestó que se demoraría un poco más, que cenarían juntos, que llevaba una docena de empanadas especiales de caprese y los tamales que le había alcanzado su mamá, recién llegada de Santiago del Estero.

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Marion es su cable a tierra, su llave al sol. Aprendió con ella el gusto por el sentirse vivo, por construir el día al día. Marion lo adentró en la misteriosa mística que le propone, a ella, la música de Marilina Ross. Ahogué los ojos, até las palabras, cerré la puerta y amarré los sueños y me escondí detrás, me dí la espalda y decreté la noche y el invierno... para quedarme a solas con la nada.

Muchas veces, Enzo, le había dicho que esa canción podría haber sido interpretada por Serú Girán. Le contó que cada vez que se sentía un ser insignificante, recordaba Miedo a la alegría y su semblante daba un giro para bien. Y mientras yo me encierro todo crece, los árboles levantan su mirada, las sombras se derriten si amanece y los amantes se ofrecen el alma.

Marion era su bastón ante la soledad que tantas noches se apoderaba de su ser, convirtiéndolo en alguien que sentía que nada podía dar, que los constantes abandonos de sus amantes, de quienes él elegía como posibles pares para intentar construir el milagro de una relación, siempre se esfumaban como las burbujas de una tarde de lluvia al dar contra el suelo. Afuera el mar insiste en cada gesto y adentro una canción amordazada empieza a galopar en el silencio, se atreve a la alegría... estalla y canta. ¡Quiero vivir!... Voy a aprender a vivir…

Buscar ese abrazo infinito de la danza o el juego intenso de saltos y alegrías que proponen los finales de Dulce amistad y Refugio y no morir, siempre morir, en

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cada capítulo de Hollywood, con suicidios como los de Bobby Griffith, la derrota constante de los Brandon Teena o las matanzas por los secretos nunca revelados de la montaña de Brokeback. Eso quería él. Nada más que eso. Un abrazo infinito. La intensidad de la felicidad. De repente se colgó pensando en Realmente amor, una película que Marion le había insistido que viera. De todas las escenas mágicas de amor, muy al estilo happy end, se recordó en dispares momentos. Uno, cuando el escritor de novelas debe tirarse al río porque la joven portuguesa, que va todos los días a limpiar la cabaña, comete la torpeza de levantar una taza que hacía las veces de sujeta papel. Todos sus textos salen danzando al compás del viento hasta recostarse sobre las aguas marrones que circundan el lugar. Y él, para no ser menos que ella al arrojarse al agua en busca de las hojas, la sigue detrás. Luego ríen, calentándose al fuego de la chimenea, como le pasó una tarde en la quinta de su compañero Joaquín, en Paso del Rey, cuando un ocasional visitante, amigo del anfitrión, tomó su libreto de la mesa para limpiarla y lo dejó al costado de la pileta. Una brisa acarició el guión que terminó flotando en el agua repleta de hojas e insectos. A diferencia de la película, levantaron los papeles con una red, pero dos días después tuvo que solicitar un nuevo libreto. Lo lindo de aquello, el nacimiento de una cálida amistad que luego devino en algo más. Dos, cuando el jefe de la oficina compra una gargantilla a su secretaria a escondidas de su esposa. Llegan al hogar y ella ve el regalo que imagina para sí hasta que descubre la verdad, en la noche de Navidad, al encontrarse con un cd de Joni Mitchell en vez del collar que terminaría adornando el escote de la provocadora joven. La mujer llora, de dolor, pero especialmente llora porque se siente estúpida, defraudada, humillada. Se lo dice a su esposo, luego, para no estropear el momento de apertura de regalos de sus hijos. Se ve ridícula, así se lo manifiesta a su esposo, aunque nadie lo sepa más que ella. Se siente despreciada, ninguneada. Así actuó Enzo la noche que descubrió varios mensajes en el celular de su novio. Eran viejos, de cuando ambos estuvieron separados por sendos viajes con sus compañías teatrales. Un mensaje actual había disparado la búsqueda en los mensajes guardados. En unos días, su novio y quien le escribía, se encontrarían. Ese intruso, Augusto, ya le había puesto en viejos mensajes que la había pasado bien en una cena y en un picnic a orillas del lago. ¿Estaría haciendo el ridículo? Pensaba que sí. No porque su novio lo hubiera engañado sino porque no se lo hubiera contado. Se quedó un buen rato pensativo. Miró a través de la ventana la devastación. Se pensó a sí mismo cada día, rumbeando a los ensayos para intentar sostener una obra independiente, recostado en la utopía del pronto estreno y la expectativa de una continuidad y un progreso en lo actoral y personal. “No estoy devastado”, sin embargo, una pesadumbre lo anestesiaba para andar. “La ciudad está devastada. Yo no”. Pagó. Salió. Miró cada tronco arrancado. Pudo ver en algunas casas el relampagueo de las velas socorras ante los cortes de luz por la

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caída de los cables. Dos cuadras más, hasta que se topó con un patrullero policial que estaba haciendo una ronda de observación ante la latente aparición de intrusos colándose en las casas vacías por el comienzo, ya, de Semana Santa. Miró a los agentes sin pestañar, como si él pudiese ser confundido con algún bardito de la zona. Tomó por el centro de la calle para hacer las tres siguientes cuadras. 7

“33”, solo le importó ese número en su reloj. Pues el cero no significaba nada para él. Pero ese 33 eran muchas cosas. Era la edad de muerte de Cristo -“Jueves Santo. Y de Evita”- y era su edad en los últimos meses. Es el varietal Merlot de su Latitud 33 preferido que destaca el aroma de grosellas, ciruelas y guindas y de allí su pensamiento a Roswell. Roswell, en la latitud 33º, y una ubicación geográfica opuesta, también en 33º, de un sitio que “tuvo presencia extraterrestre”, en la China milenaria. La Pirámide Blanca, en el paralelo 33, en las montañas Qin Ling Shan, “una pirámide construida supuestamente por los hijos del cielo”, repite cuando se cuelgan con Marion, meditación y vino tinto de por medio, a pensar en quienes “nos visitan desde hace tiempo para estudiarnos e investigarnos y saberse inmunes cuando decidan conquistar el planeta”. Se ríen, lo asocian al delirio que les provoca ese instante de vinos y dejarse ir. “El 33 en la numerología es el Maestro de Maestros, el más influyente de todos los números”, le ha contado su amiga, “lo que indica la dedicación desinteresada al progreso espiritual de la humanidad”, recuerda haber leído en algún texto cuando tuvo que preparar la comedia “Espíritu de luces”, años atrás. Ahora, el 33 volvía a surgir, nada menos que después de una arrolladora furia de la naturaleza. Lo mismo que le había pasado el 9 de julio de hacía cuatro años. Nieve en una ciudad donde no nieva. Furia del planeta. Se detuvo en una esquina a mirar al cielo. Algo de nubosidad. Estrellas asomando. La luna bien escondida. Frío. Piel de gallina y otra vez el 33 al lograr ver, por un ínfimo instante, “Las tres Marías”. “El 3, el 33. Macro mambo de acción…”. Se quedó contemplando el tremendo paisaje que se despertaba, de a poco, a lo natural. “Mutaciones del planeta. Mutar. Luna en abril. Luna de abril. Tres. Tres. Tres. Trestrestrestrestres. Ludovica… Ludovica… ¿Cuáles son las tres cartas de mi vida?”. No sabía muy bien qué señales emanaban de su mente asociando el temporal con el 33. Así que intentó no pensar y seguir el resto del camino cantando, mientras dibujaba en su cabeza el significado de cada verso…


Who made up all the rules? (¿Quién creó todas las reglas?) We follow them like fools (las seguimos como tontos) believe them to be true (creyendo que son ciertas) I'm sorry, so sorry (lo siento, lo lamento) I'm sorry it's like this (lo siento, es así) And it's ironic too... (y es también irónico…) 'Cos what we tend to do (porque lo que pretendemos) is act on what they say (es actuar sobre lo que ellos dicen)

Llegó. Abrió. Se rio al observar que la chapa catastral marcaba 933. Subió las escaleras. Tres pisos. Encendió el televisor para conocer mejor qué estaba pasando respecto del temporal. Crispín lo recibió estirándose y maullando. Como el día que lo encontró a punto de cruzar la calle, al acecho de una paloma. Algunos mimos. Luego anchoas, como elemento distractivo, para poder meditar. Destapó una botella de vino. Tomó una de las copas con cuello más abierto, sirvió hasta la mitad, dejó reposar un rato mientras se preparaba una picada con jamón serrano que le había traído su madre de Andalucía y un queso chèvre, más conocido como queso de leche de cabra, traído de los pagos de la abuela de Marion, La Banda. Bajó el volumen de la tv. Encendió un sahumerio. El velador con luz roja. Se sentó en una alfombra improvisada con una manta unos instantes frente a la pared, se descalzó. Cruzó sus piernas. Enderezó la espalda. Sus manos sobre sus piernas con las palmas hacia arriba. Cerró los ojos. Inhaló y exhaló durante casi quince minutos, regulando la respiración y dejando que su mente dejara de procesar información. Después, con extrema suavidad, acomodó una tabla con el fiambre, acercó botella y copa, encendió el equipo de música con el control remoto, dejó que el compacto de Mojave 3 lo rescatara un poco más; comenzó a sonar la última canción. “El 3 de nuevo”. Juntó un pedacito de jamón con el queso y un trozo de pan. Luego saboreó el vino, un Roble de los que suele compartir con Marion. Como esas cosas inesperadas del tiempo, de la causalidad, de la sincronicidad, Mercy dio paso a King Crimson, que encendió su alma al camino que le proponía “Three of a perfect pair”, en la cálida voz de Adrian Belew. Acentuación de la repiquetera guitarra de Robert Fripp. Marcación de Bruford y Levin…

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Ella es suceptible Él es imposible Tienen su cruz para compartir Tres de un par perfecto Él tiene sus puntos de vista contradictorios Ella tiene sus estados de ánimo ciclotímicos Hacen un estudio en la desesperación Tres de un par perfecto

Otro bocado de jamón y queso. Más vino… “Todo va a suceder porque tiene que suceder. Más allá del sistema de creencias de cada uno, todo fluye, todo es, la nada es y es el todo. La temporalidad es y no es. ¿Hay presente? ¿Hay futuro? ¿Somos un presente continuo de todo y de nada? Tengo que… ¿hace falta que te diga que te amo intensamente?”. Lo repitió varias veces, de distintas formas, que se fueran acomodando al personaje que aún no lograba encontrar. Sin embargo, estaba feliz, se sentía lleno, como en una partida de truco, a un punto de llegar a las 15 buenas con 33 de mano.

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Tedeschi Loisa, Diego Publicado en © Tres de un par imperfecto. Cuentos a la crema 1º edición – Ciudad Autónoma de Buenos Aires. 360 p.; 17 x 24 cm. © 2014 Bubok Publishing S.L. 10

ISBN 978-987-33-4944-7 1. Narrativa Argentina. 2. Cuentos. I. Título CDD A863 Impreso en Argentina / Printed in Argentina Impreso por Bubok Fecha de catalogación: 06/05/2014 Hecho el depósito que impone la Ley 11.723 Prohibida la reproducción total o parcial de la obra sin citar al autor. Todos los derechos reservados.


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