Cuentos de la gran via

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Cuentos Ăšnicos


Publicado por Wombat Cuentos Únicos cuentoswombat@gmail.com Tel: 679 99 85 34 Texto, Rosario Scrimieri Ilustraciones, Sergio Montoya Maquetación, Marina Serrano Editado en Madrid, Septiembre 2015 ISBN: 978-84-608-2780-1

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares.


Cuentos de la Gran Via

Textos, Rosario Scrimieri Ilustraciones, Sergio Montoya



L

os Cuentos de la Gran Vía son el fruto de un momento de creatividad que mi madre puso al servicio de mi trabajo como narradora oral. Andaba yo agobiada entre proyectos mil cuando me surgió la oportunidad de contar cuentos en el auditorio de la Biblioteca Nacional.

Para mí era una oportunidad no sólo a nivel económico, sino también a nivel personal y profesional porque decir que has contado cuentos en tan ilustre lugar, tiene algo de abrir la cola en abanico y dejar que otros te contemplen con admiración. Un poco así sí es, la verdad. Pero a mí, en realidad, lo que me hacía más ilusión era contar cuentos en un lugar habitado por 30 millones de publicaciones. Es como un templo a la literatura. Ese año se celebraba en Madrid el 100 aniversario de la construcción de la Gran Vía. Así que mi propuesta para la contada se centró precisamente en contar cuentos en los que la Gran Vía fuera escenario y protagonista de las historias. Cuando se lo comenté a mi madre le encantó la idea y sin pedírselo (ella sola veía la cantidad de frentes que ya tenía abiertos), se puso a escribir historias con la intención de ayudarme. La siguiente vez que la vi ya las había escrito todas, y me dejó impresionada por lo bonitos y originales que eran. Fue estupendo poder contar cuentos en la Biblioteca Nacional, pero mejor todavía fue que esos cuentos los hubiera escrito mi madre. Espero que ahora, al verlos publicados se sienta tan orgullosa como yo de su fantástica faceta de escritora de cuentos cortos. Y espero más aún que este sea el comienzo de una larga actividad creadora… Alessandra Fernández Scrimieri 23 de agosto de 2015



Las Tres Turquesas


Las Tres Turquesas

C

uenta una leyenda que hay una hora mágica en Madrid. Si es de día o de noche da igual, una hora mágica que puede vivirse una sola vez al

año. Nadie sabe en qué momento ni tampoco en qué lugar de la ciudad va a suceder, así que a quien le sorprende, le sorprende de repente, y puede verla, experimentarla, y vivirla. Quien tiene la suerte de que le ocurra… Como me pasó a mí hace ya muchos años, en una inolvidable noche de junio. Mi padre viajaba con frecuencia a Madrid por sus asuntos y negocios y se alojaba, a veces solo por una noche, en un hotel de la Gran Vía que se llamaba y se sigue llamando “Hotel Gran Vía”. Yo estaba de vacaciones y pedí a mi padre que me llevara con él en uno de sus viajes; le propuse que mientras él iba a hacer sus cosas, yo lo que haría sería pasearme, arriba y abajo, por la Gran Vía. Quería llegar, por un lado, a la gran plaza de la Cibeles, y por el otro, en la parte opuesta, hasta la Plaza de España, donde me habían contado que podría encontrarme a los mismísimos Don Quijote y Sancho Panza. Llegamos a primera hora de la tarde, pasaríamos sólo una noche en Madrid y mi padre, como siempre, se alojó en el hotel Gran Vía. Nuestras habitaciones estaban en la cuarta planta y desde mi ventana tenía una magnífica vista sobre la calle. En aquel tiempo era quizá la más importante de Madrid, tan elegante como hoy lo es la calle Serrano, por la cantidad de hermosas tiendas, por los restaurantes y cafeterías con sus terrazas, y por la gente famosa que se paseaba por ella.


Después de las consabidas recomendaciones de que tuviera cuidado durante mi paseo, salí del hotel hacia las cinco de la tarde, girando hacia la derecha y subiendo hacia la plaza Cibeles. Lo primero que me fascinó fue una maravillosa tienda, una joyería que se llamaba Aleixandre y que hoy ya no existe. Qué sorpresa al enterarme al cabo de los años de que ahora ese establecimiento es un Mac Donald’s donde se puede rememorar todavía el antiguo lugar pues ha quedado conservado tal como entonces era, con sus grandes ventanales y decorados de madera. Sólo que en vez de collares de turquesas y corales, de anillos de toda clases de piedras preciosas, de pulseras de oro y plata, hoy la gente va a comprar y comerse... una hamburguesa. Yo me fijé en un collar de tres turquesas ovaladas, engarzadas en plata tallada como lanzando chispitas relucientes. Me quedé fascinada un buen rato por aquel collar. Después, seguí andando calle arriba hasta que llegué al edificio final de la Gran Vía, ése que tiene altísimas columnas, que hace todo él, en redondo, esquina con la calle de Alcalá, y que en su torre, tapizada de pizarra azulada, había un gran pájaro, el ave Fénix. Sobre él, cabalgando y saludando con su mano, pude contemplar maravillada la figura de un joven atleta. Allí se acababa la Gran Vía y según lo acordado con mi padre tenía que darme la vuelta y volver sobre mis pasos. Pero antes de hacerlo me quedé mirando el gran espacio que se abría delante de mí, la plaza iluminada por la luz del sol, con el palacio reluciente de Correos al fondo, y en el centro la fuente de la diosa Cibeles, montada en su carro tirado por dos leones. Me hubiera gustado mucho acercarme hasta ella para verla más de cerca pero lo prometido es deuda, y además no era posible pues, aunque entonces había menos coches que hoy, la diosa estaba como en una isla rodeada de un mar de tráfico. Aun así, pude ver lo majestuosa que lucía sobre su carro, entre los surtidores de agua, con toda la luz de la tarde cayendo sobre ella y aunque su cara era seria (pues todas las esculturas de dioses tienen una cara bastante seria), me pareció que entre los reflejos del agua y de la luz, me guiñaba un ojo y sonreía. Yo le devolví la sonrisa y la saludé: “¡Hola, diosa Cibeles!” Y me di la vuelta, desandando el camino andado. En mi trayecto de vuelta pasé otra vez por delante del escaparate de la joyería donde el collar de las tres turquesas volvió a mandarme, con los destellos de las chispitas de plata, su mensaje: “Llévame, llévame”... Ya me gustaría a mí, pensé ilusionada. Y seguí andando, mirando los altos


edificios, las tiendas, las librerías, hasta llegar a la Plaza de España, donde me acerqué a Don Quijote y Sancho Panza, cada uno en sus monturas. Madrid me estaba resultando una ciudad de verdad fascinante. Por la noche, ya en mi habitación, no podía dormir. Era muy tarde, quizá las tres o las cuatro de la mañana. Hacía mucho calor y daba vueltas y vueltas en la cama. De pronto me pareció oír unos sonidos extraños que venían de fuera. Me levanté y abrí las ventanas: todo estaba callado y quieto, ahora el silencio era absoluto, el cielo se había vuelto completamente oscuro y las luces de la Gran Vía emitían un débil resplandor. Entonces ocurrió lo maravilloso, lo mágico: vi cómo de la parte alta de la Gran Vía bajaba el carro de la diosa Cibeles, tirado por sus dos leones, despacio; ella ahora era de carne y hueso, no de piedra. Y era más hermosa de lo que nadie se pueda imaginar. Yo no daba crédito a lo que veían mis ojos. El carro bajaba parsimoniosamente, los leones tranquilos volviendo rítmicamente sus cabezas a un lado y a otro. No había nadie por la calle, ni una persona, ni un coche, y la diosa miraba interesada los escaparates. Cuando llegó delante de la joyería Aleixandre el carro se detuvo: y pude observar cómo la diosa se bajaba e iba hacia ella. Yo tenía que asomarme mucho y girar completamente la cabeza para poder ver lo que estaba pasando. En ese momento la diosa alargaba la mano, tocaba el cristal justo donde estaba el collar de las tres turquesas y de pronto, mágicamente, el collar estaba entre sus dedos. A la diosa Cibeles, como a mí, el collar le había encantado. Después, volvió al carro y siguió su camino justo hasta llegar bajo mi ventana. Yo sentía el corazón latiendo muy deprisa: estaba un poco asustada aunque a la vez todo lo que estaba viendo me parecía maravilloso. La diosa alzó la cabeza, me miró, me guiñó otra vez el ojo, se rió esta vez más que cuando estaba en la fuente y poco a poco hizo girar su carro y emprendió el camino de regreso. No dejé de mirarla hasta que desapareció en la curva final y la noche volvió a ser la noche de siempre. Había pasado la hora mágica de Madrid. A la mañana siguiente, cuando mi padre y yo salíamos del hotel me llamaron de recepción para darme un pequeño paquete que alguien anónimo había dejado para mí. Lo abrí... Y ¿qué crees que encontré en su interior?


FIN




Juan el Limpiabotas

M

adrid tuvo sus horas oscuras, cuando pasó sobre ella el horror de una guerra que dividió España en dos mitades y cada una de ellas luchaba

a muerte contra la otra. En aquellos días Madrid estaba asediado y los tiros y las metrallas del frente se oían desde la Plaza de España, y por encima de la Gran Vía los aviones intentaban derribar con sus bombas el edificio de la Telefónica, el primer rascacielos de España, cosa que no consiguieron si bien la imponente y orgullosa torre no se libró de algunos boquetes. Fueron horas oscuras en que la hora mágica de Madrid no tenía muchas oportunidades de poder mostrarse. Aunque quién sabe si entre aquellos bombardeos, la agitación y el miedo de la gente, en algún momento un deseo muy intenso no consiguió que esos instantes mágicos, llenos de un silencio vibrante, se manifestara iluminando el corazón y la vida de alguna persona. Cuando la guerra terminó, durante los años cuarenta, Madrid ya no era ni la sombra de lo que fue: antes repleta de coches y gente elegante, de tiendas, grandes almacenes y grandes hoteles, de luces de cafés y de salas de baile. La Gran Vía quedó triste como el invierno en la calle mayor de una ciudad de provincias. Pero aun así, durante el día seguía teniendo su vida, la gente vendía y compraba muchas cosas por la calle; se necesitaba de todo pues después de una guerra un país queda exhausto y sin recursos. Fue un periodo muy duro y esta historia ocurrió precisamente en estos momentos de gran pobreza donde casi no había para comer, ni para


vestirse, y donde había también una gran pena pues muchas familias habían perdido en la guerra a alguno de sus seres queridos. Nuestro héroe se llamaba Juan y era un limpiabotas de la Gran Vía que se situaba para trabajar en el tramo de los números 10-12, donde se encontraba (y hoy todavía se encuentra) uno de los bares más famosos de Madrid, el bar de Perico Chicote. Juan tenía bastante trabajo por las mañanas, cuando militares y funcionarios cumplían su jornada laboral y querían hacerlo con sus botas y zapatos relucientes. Se sentaban en su banqueta de limpiabotas y posaban primero un pie, luego el otro, y se ponían a leer el periódico o a conversar con algún vecino cercano. Juan comenzaba entonces su labor. Era una maravilla verle. Primero quitaba rápidamente el polvo que traían los zapatos o las botas, pasándoles una bayeta; luego esparcía finamente con un pequeño cepillo el betún por encima, y finalmente con otro cepillo que manejaba a gran velocidad, les sacaba un brillo esplendoroso, dejándolos casi como si fueran de charol. Mientras trabajaba, Juan se enteraba también de muchas cosas de dentro y de fuera de la ciudad, como que ya estaban terminando de tapar los boquetes que durante la guerra habían hecho al edificio de la Telefónica, que los cócteles del bar de Perico Chicote eran los mejores del mundo, o que fuera de España había otra guerra. A veces se sentaban a limpiarse los zapatos hombres con aspecto extraño, ¿cómo describirlos? Como los que se ven en las películas de gángsters, con sombrero y gabardina grises, que a Juan le infundían un poco de recelo, y que, sin embargo, querían llevar también sus zapatos relucientes. Estos hablaban poco pero cuando lo hacían con otros hombres de su mismo aspecto decían cosas como esta: “Ha llegado una partida importante. Esta noche no faltes, nos vemos donde siempre”. O como esta otra: “He encontrado a alguien a quien le interesa lo que tienes. Luego hablamos”. Juan no era curioso ni se metía en la vida de los demás pero reconocía que aquellas breves frases le llenaban de curiosidad. Y poco a poco iba dándose cuenta de que por la Gran Vía, entre los militares de altas botas, los funcionarios de trajes grises, las señoras de vestidos largos y oscuros y los curas de negras sotanas, también circulaban aquellos hombres extraños de largas gabardinas y sombrero, que se traían algo entre manos y que no querían que la gente se diera cuenta de ello. Él lo había descubierto gracias a aquellas breves frases que oía entrecruzarse en sus escuetas conversaciones. Un día llegó uno de esos hombres y puso su pie sobre la banqueta de limpiabotas de Juan. Se le notaba intranquilo y miraba de un lado a otro


como si esperara a alguien, o como si tuviera miedo de que alguien llegara. Juan había empezado su trabajo y ya estaba comenzando a esparcir el betún por el zapato abotinado de aquel hombre, cuando éste, de repente, se levantó apresuradamente, metió en la caja donde Juan guardaba sus instrumentos de trabajo un pequeño envoltorio, marchándose después a gran velocidad. Pero no había andado unos cuantos metros cuando Juan vio cómo otros dos hombres, también de gabardina y sombrero, le agarraban cada uno por un brazo, le ponían unas esposas en las muñecas y se lo llevaban en un coche. Juan no se atrevió a mirar lo que había dentro del pequeño paquete y decidió abrirlo cuando volviera a su casa. La casa de Juan era una vieja casa que se encontraba en una estrecha calle adyacente a la Gran Vía, allí vivía con su madre y su hermana pequeña. El padre había muerto en la guerra y la madre trabajaba duramente para sacar adelante a sus dos hijos. Juan la ayudaba por las mañanas con su trabajo de limpiabotas y por las tardes iba a la escuela. Aquel día Juan encontró a su madre muy pálida y cansada y se dio cuenta de que estaba enferma. Su madre le explicó que había estado en el médico y que éste le había dicho que necesitaba mucho descanso y respirar el aire puro de la sierra pues tenía en los pulmones el comienzo de una grave enfermedad… Con aquellos cuidados podría curarse. Juan se quedó callado y luego, nervioso, preguntó: “¿Y el médico no te ha dado ninguna medicina? ¿No hay ninguna medicina que cure esa enfermedad que tienes?” La madre le contestó que sí, que había una medicina nueva, recién descubierta en Inglaterra, llamada penicilina, pero que no llegaba a España, aquí no se podía comprar. No podían hacer nada por ella. Juan lloró mucho aquella noche. ¿Qué podía hacer? Tenía que haber alguna manera de que su madre se curase, tenía que conseguir aquella medicina. A la mañana siguiente su madre le animó: “Ten confianza. Verás cómo todo se arregla y me curaré”. Juan se había olvidado del envoltorio que el hombre de la gabardina había metido apresuradamente en su caja de limpiabotas. Pero antes de salir de casa, de repente, se acordó del paquete que todavía guardaba. Lo abrió y dentro encontró una pequeña llave con un cartelito colgando en el que aparecía escrito: “casillero número 163, bar Perico Chicote.”. Era el bar famoso de la Gran Vía, situado muy cerca de donde él trabajaba y a él se dirigió Juan. Justo en el vestíbulo de su entrada estaba el mostrador del ropero y en la pared del fondo de éste, las taquillas donde los clientes dejaban sus cosas, bolsas y paquetes. Juan


conocía al botones del bar y éste le dejó pasar. Abrió la casilla número 163 y vio en su interior una caja metálica cerrada. La cogió. Cerró de nuevo el casillero y volvió derecho a su casa. Su madre y su hermana ya habían salido y él, con mucho cuidado destapó la tapa que encajaba perfectamente con los laterales de la caja, dejándola herméticamente cerrada. Dentro, las paredes eran dobles, había entre ellas un espacio aislante para preservar el interior del calor exterior. Allí, colocadas en perfecto orden, se veían diez ranuras aterciopeladas, cada una de ellas con diez pequeños frasquitos de cristal, herméticamente cerrados con tapones de goma sellados. Juan sacó uno de ellos y leyó, no dando crédito a lo que sus labios pronunciaban: ¡cien miligramos de penicilina!

FIN




El Papagayo Blanco

E

n los años cincuenta Madrid vivía momentos de escasez y desánimo; una terrible guerra había terminado no hacía mucho y todavía se sufrían

las secuelas que acontecimientos tan tristes dejan a su paso. Había pobreza y en muchas familias no alcanzaba el dinero que ganaban los padres para llegar a fin de mes. Esta situación también afectaba a la vida de muchos niños que muy pronto tenían que ponerse a trabajar. Esto es lo que le ocurrió a Miguel, el héroe de nuestro cuento. Miguel era el mayor de cuatro hermanos y sus padres decidieron que por un tiempo, el más breve posible -sólo mientras salían del mal momento por el que estaban pasando- dejara de ir a la escuela y se pusiera a trabajar. Miguel tenía doce años, era un muchacho listo y alegre y, lo que más le gustaba sobre todo en el mundo era la música. Habría dado lo que fuera por poder aprender a tocar el violín. Era su sueño maravilloso. Comenzó a trabajar de botones en uno de los hoteles más elegantes de la Gran Vía de Madrid: el Hotel Atlántico, un hotel de la Belle Epoque, de blanca fachada, con balcones y ondulados miradores en los pisos más altos, y que estaba coronado por una cúpula redonda y azulada. El oficio de “botones” siempre lo ejercía un chico de alrededor de catorce o quince años pero, como Miguel, además de listo, era alto y fuerte, aunque tenía doce años, lo admitieron. Un botones era un chico que hacía los recados, pero en el caso de un hotel tan chic como el Atlántico, lo que Miguel hacía era ayudar a los elegantes viajeros que salían y entraban. Les ayudaba a llevar sus paquetes y grandes maletas, a abrir y cerrar las puertas de los


coches, a recoger y llevar mensajes a las habitaciones, a subir hasta ellas el té o el café, y por las mañanas a dejar el periódico ante las puertas. Los botones además iban vestidos de un modo especial: pantalón largo y chaqueta de cuello cerrado y alto, generalmente de color gris claro, la chaqueta abrochada de arriba abajo con una hilera de pequeños botones y ribeteado su borde en dorado, y en la cabeza llevaban un gorrito redondo, sujeto por una goma. A Miguel le sentaba muy bien aquel uniforme que le había proporcionado el hotel y empezó su nueva vida de trabajo. Todos los días llegaba por la mañana muy temprano y se marchaba por la tarde hacia las seis. Subía por la acera de los números impares, pasaba por delante de La Casa del Libro, de muchas tiendas y cafeterías y enseguida giraba por una bocacalle para llegar lo antes posible a su casa, que se encontraba en una de las oscuras y estrechas callejuelas traseras de la Gran Vía. Como entonces no había euros, le pagaban en pesetas, no mucho, es verdad, pero aquello ayudaba a la escueta economía familiar. En el hotel, Miguel cada día se sorprendía con los huéspedes que llegaban: una veces, era una bellísima actriz norteamericana con los ojos verdes, decían, más hermosos del mundo; otras, era un escritor muy famoso del que todo el mundo hablaba por su vida aventurera y por lo mucho que bebía y se emborrachaba; otras, era por los extravagantes millonarios o por los exquisitos aristócratas británicos. Pero un día, a principios de diciembre, llegó el huésped, o mejor dicho, la huésped más fascinante que Miguel podía imaginar. Era una auténtica princesa de la India, la joven más hermosa que en su vida había visto, de grandes ojos oscuros y misteriosos, pelo negro como la noche y un pequeño diamante en el entrecejo. Y entre las múltiples maletas y bolsos de su equipaje la princesa llevaba ni más ni menos que un precioso papagayo blanco, en una jaula de filigrana de plata. A Miguel le tocó subir la jaula con el papagayo hasta las habitaciones de la princesa, pues habían reservado para ella y su séquito una gran suite más tres habitaciones. Mientras Miguel subía al papagayo, éste empezó a hablar, más bien, empezó a hablarle a él porque claramente se notaba que el papagayo se dirigía a Miguel por la forma en que inclinaba la cabeza de un lado a otro mientras sus ojos del color del oro no dejaban de mirarle. Y decía claramente en su parloteo: “¡Malita! ¡Malita! ¡Twentyfive, Nine, Four, Two! ¡Malita! ¡Malita! ¡Twentyfive, Nine, Four, Two!”. ¡Aquello parecía inglés! Pero Miguel no sabía inglés y se preguntaba cuál sería el significado de aquellas palabras que el papagayo repetía. La misma


princesa, con una sonrisa, se lo dijo, en un español bastante claro y bien pronunciado: “Mi papagayo Bouskoura te está diciendo unos números: 25, 9, 4, 2. Y Malita, en nuestro país, es un nombre de mujer”. Y cogiendo su jaula entró en su habitación. Miguel se quedó sin saber qué pensar de todo aquello, pero no volvió a acordarse del papagayo blanco hasta que una semana después tuvo que llevar hasta la suite de la princesa un telegrama. Cuando entró en la habitación, el papagayo blanco, que estaba en su jaula de plata junto a un gran ventanal, moviendo la cabeza y sin dejar de mirarle, volvió a repetirle las mismas palabras: “¡Malita! ¡Malita! ¡Twentyfive, Nine, Four, Two! ¡Malita! ¡Malita! ¡Twentyfive, Nine, Four, Two!”. “Sin duda –le dijo la princesa- mi papagayo Bouskoura quiere decirte algo. Tendrás que descubrir lo que es”. Ahora Miguel empezó a preocuparse de verdad, ¿por qué el papagayo de la princesa le decía aquellas palabras y le nombraba aquellos números?; y más cuando, por tercera vez, al subir un día a la princesa el periódico de la mañana, el papagayo blanco volvió a repetirle, rítmicamente, como si estuviera recitando una letanía, las mismas palabras y los mismos números. Era ya el 20 de diciembre y Miguel volvía absorto por la tarde a su casa, pensando en el papagayo de la princesa y en las misteriosas palabras y números que aquél repetía siempre que él aparecía. Pasó ante la Casa del Libro y luego se fijó en una gran cola de gente que salía de una tienda en la que hasta entonces no se había fijado. Al llegar a la entrada donde terminaba la cola se dio cuenta de que aquello no era una tienda normal, sino un lugar donde se vendía lotería, y vio escrito en un cartel: “Último décimo de la serie: 25. 942”. A Miguel le dio un vuelco el corazón. Esos eran los números que repetía el papagayo siempre que lo veía. Alzó la vista y vio el nombre del despacho de lotería: “Doña Manolita”. ¿Manolita? ¡Manolita! Malita, Malita es un nombre de mujer, había dicho la princesa. ¡Malita es Manolita!, repetía excitado Miguel y corrió hasta su casa a pedir a sus padres dinero para comprar el décimo, el último décimo que quedaba de la serie del número 25.942. Su madre le dijo que no, que aquello era imposible, una locura ¿cómo iban a gastar el dinero que les quedaba para terminar el mes, en un décimo de lotería? Pero Miguel insistía e insistía: el papagayo blanco de la princesa era mágico, venía desde la India y quería que ellos salieran de la pobreza, ¡quería ayudarles!


La madre, al final, no sabía qué decir para calmar a Miguel que además añadía: “¡Démonos prisa, mamá, no vaya a ser que alguien se nos adelante y se lleve nuestro número!”. Llegó el padre del trabajo y se encontró con aquella excitación, o ya no excitación sino llanto de Miguel, pues Miguel lloraba. Estaba seguro de que aquel número era el del primer premio, el premio gordo de la lotería de Navidad, y lo iban a perder. El padre le escuchó; escuchó también a su mujer y sus sensatas razones; miró a sus otros tres hijos que observaban aquella escena entre curiosos y asustados, y finalmente dijo a su mujer: “Creo que debemos atrevernos por una vez, creo que debemos probar fortuna, y si perdemos, ya encontraremos el modo de acabar el mes y de pasar la Navidad”. A la mañana siguiente, muy pronto, Miguel estaba el primero de la cola ante el despacho de lotería de Doña Manolita para comprar el último décimo que quedaba del número que le había repetido tantas veces el papagayo blanco de la princesa. Y cuánta fue su alegría la siguiente mañana, la del día 22, cuando por la radio del hotel pudo oír cómo uno de los niños que cantaban la lotería, cantaba el premio gordo con su número, el 25.942. Por fin, se acababa la pobreza, podría volver al colegio, sus padres podrían comprar una casa nueva, sus hermanos estudiar lo que quisieran, y él matricularse en el conservatorio, comprarse un violín y cumplir su maravilloso sueño de hacerse músico. Cuando subió a la suite de la princesa para contarle lo que había ocurrido, ella salía de sus habitaciones con su séquito y equipaje. Dejaba Madrid para proseguir su viaje por Europa. Miguel bajó la jaula del papagayo blanco, mientras le decía: “¡Gracias, Bouskoura, gracias Bouskoura!”, y el ave ahora repetía alegremente: “¡Be happy! ¡Be happy!”

FIN




El Ave Fénix

P

ablo era un niño muy curioso y siempre que paseaba por Madrid acompañado por su padre, no dejaba de hacerle preguntas sobre todo cuanto

veía. A veces iban los domingos al Retiro o a pasear por el centro de la ciudad y recorrían las arboledas de la Castellana, el Paseo del Prado o la Gran Vía, admirando los grandes palacios. Y siempre que Pablo se acercaba al comienzo de la Gran Vía, por la parte de oriente, esa donde se encuentra la plaza con la fuente de la diosa Cibeles, levantaba los ojos hacia lo más alto de la cúpula del primer edificio de la Gran Vía. Allí, majestuosa, se alzaba la silueta de un gran pájaro y sobre éste, la figura de un chico que con la mano en alto saludaba. Pablo siempre respondía al saludo y decía: “¡Hola, amigo de las alturas! ¡Qué suerte tienes de poder volar sobre ese gran pájaro!”.

Un día su padre le explicó que aquel pájaro era el ave Fénix y contó a Pablo su leyenda. Fénix era un ave del tamaño de un águila y se decía que cuando veía que se acercaba su fin, formaba un nido de maderas y resinas aromáticas, que exponía a los rayos del sol para que se quemaran, y adentrándose en esas llamas él mismo ardía hasta consumirse. De la médula de sus huesos surgía otra ave Fénix; renacía fuerte y vital, y otra vez, era sano y joven. Vencía siempre a la muerte. El padre de Pablo le explicó que esa leyenda significaba el poder que tienen los hombres de recuperarse de las grandes pérdidas, desdichas o catástrofes; el poder de reconstruir lo que había sido destruido por el fuego, o devastado por el agua. Y le dijo


también que todos llevamos dentro de nosotros un pequeño ave fénix que nos ayuda a sobrevivir y a recuperarnos de las pérdidas y cambios que necesariamente habremos de padecer a lo largo de nuestras vidas. Los madrileños admiraban esta hermosa estatua desde que se inauguró la Gran Vía, en 1910, y la consideraban como la imagen de la voluntad, del deseo de la ciudad de renovarse y mejorar, de dejar atrás lo viejo y de resurgir como una ciudad nueva. Pablo escuchaba con mucha atención las explicaciones de su padre y observaba con admiración y respeto a la majestuosa ave, preguntándose por su pequeño ave Fénix, escondido quién sabe dónde, en alguna parte de su interior. - “¿Y el chico que va encima del Fénix? ¿Quién es?”-, preguntó Pablo. Aquí el padre no supo qué contestarle. No lo sabía. No sabía qué chico podía haber sido tan valiente como para atreverse a acercarse al ave y montar sobre ella; o qué chico podía haber tenido la suerte de que el ave Fénix lo invitara a cabalgar sobre su ella. La verdad es que Pablo envidiaba al muchacho que alegremente saludaba, que alegremente –le parecía- le saludaba a él. ¡Cómo disfrutaría montado él sobre la gran ave volando sobre Madrid! Poder ver toda la ciudad desde lo alto, el serpentear de las calles estrechas, el trazado de las grandes avenidas como la Castellana, la calle Alcalá o la Gran Vía; sentir el aire en la cara, subir quizá hasta una nube… Pablo muchas veces soñaba despierto con estas hazañas mientras se preguntaba quién podría ser aquel chico que había tenido la suerte de volar sobre el ave Fénix. Una noche de luna llena, en el mes de julio, Pablo estaba acostado en su habitación. Esta se encontraba en el último piso de la casa y tenía un balcón, que daba sobre una amplia terraza, y que por el calor de la noche había dejado abierto de par en par. La luz de la luna inundaba la habitación. Pablo estaba despierto y sintió que algo mágico estaba a punto de pasar: era tal la claridad de la luna, la luminosidad del cielo, el silencio de la noche… De pronto oyó un suave aleteo al que siguió un silencio; después se escuchó el ruido de un pequeño salto y tras unos segundos la voz de alguien que le llamaba suavemente. Se levantó con algo de miedo y despacito se asomó a la terraza, y puso un pie sobre ella. Un miedo inmenso se apoderó de él pues en el borde de la baranda de la terraza vio posado un enorme pájaro, un águila, le pareció. Iba a dar un grito cuando delante de él se


plantó un chico que sonriente ponía su dedo índice en los labios y le decía: “¡Chiss! ¡Chiss! No tengas miedo, soy tu amigo, al que siempre saludas cuando pasas por la Gran Vía, soy Ganímedes”. Pablo se recuperó un poco pero no podía dejar de mirar asombrado y asustado a la vez, a la gran ave posada en el borde de la terraza. “¡No tengas miedo. Fénix es mi amiga y no te hará nada. He venido a saludarte pues yo tengo por costumbre devolver el saludo a quienes me consideráis vuestro amigo, como lo haces tú, siempre que pasas por la Gran Vía”. Pablo poco a poco se iba tranquilizando y empezaba a darse cuenta del momento maravilloso que estaba viviendo: el ave Fénix con el chico que lo montaba habían venido a visitarle, y a saludarle, a él. Habían dejado la cúpula de la Gran Vía y habían volado hasta su casa que estaba en las afueras de Madrid. Pablo se atrevió entonces a decirle: “Me alegro mucho de saber tu nombre pues mi padre no ha sabido decirme quién eres. Yo me llamo Pablo y tú has dicho que te llamas…”. “¡Ganímedes!”, dijo el chico y se rió. “¿Te parece un nombre muy raro?”. “Pues sí, no lo había oído nunca”, dijo Pablo. “¿No has oído nunca mi historia?” le preguntó Ganímedes. “¿Quieres que te la cuente? Pablo, que era un chico a quien le encantaba aprender cosas nuevas, estaba ansioso por saber cómo Ganímedes y el ave Fénix se habían hecho amigos. “Yo vivía feliz, hijo de un rey de Troya -comenzó Ganímedes- y era el joven más hermoso entre los vivientes de entonces, tanto que los dioses del Olimpo me eligieron para ser copero de Zeus, el padre y señor de todos ellos. Zeus entonces se transformó en águila y me raptó. Me llevó al monte Olimpo, me hizo inmortal, y allí me convirtió en su copero: tenía que servirle el vino en la mesa y no sólo a él sino también al resto de los dioses. Como puedes imaginar, aunque en el Olimpo todo era bienestar, yo no tenía más remedio que estar todo el día sonriendo a los dioses y poniendo


vino en sus copas, así que me sentía totalmente desgraciado. No veía la hora de poder escaparme y constantemente pensaba en cómo podría hacerlo. Un día en que estaba alejado de todos, en una parte muy escondida de una de las laderas del monte, vi cómo una gran ave, muy vieja, después de hacer un nido de ramas secas y resinas que empezó a arder, se arrojaba al fuego y se consumía totalmente por las llamas. Al principio me puse muy triste, pero al poco la vi resurgir de las cenizas, completamente esplendorosa y llena de vida. Me acerqué a ella maravillado y decidido a pedirle ayuda. Le supliqué que me sacara del Olimpo, que me llevara donde quiera que ella fuese, con tal de estar lejos de aquel montón de dioses que no dejaban de celebrar banquetes y de beber vino. Fénix accedió y, montado sobre ella, escapé. Al principio me llevó tan lejos que Zeus no pudo encontrarme hasta que, después de algún tiempo, él y los dioses se olvidaron de mí… habían encontrado a otro copero, y yo finalmente pude regresar a la casa de mi padre”. Ganímedes guardó aquí silencio. Parecía no querer seguir contando su historia y, de repente, cambiando el tono de su voz, hizo a Pablo una proposición: “¿Te apetecería volar sobre Fénix? Ella está dispuesta a llevarte. Fíjate que hermosa luna hay; precisamente he esperado una noche de luna como esta para invitarte a un vuelo sobre Fénix”. Pablo dijo que sí pero en el fondo seguía teniendo miedo. Así que añadió: “De acuerdo. Pero… ¿Te importaría venir tú conmigo? ¿Podrá Fénix con los dos?” “¡Claro que sí!” contestó Ganímedes. Se subió al borde de la terraza con Pablo e hizo que éste se montara sobre Fénix, luego se acomodó él delante mientras le decía que se agarrara fuerte rodeándole la cintura con los brazos. Fénix abrió sus enormes alas -¡tenían una envergadura de cuatro metros!- y se echó suavemente a volar. No es posible describir las sensaciones de Pablo durante aquel vuelo en la noche, mejor, en el claro de luna de la noche, y todo cuanto veía bajo sus pies: las luces de Madrid que poco a poco se acercaban, pues era allí a donde se dirigían. Fénix no subió demasiado alto pues sabía que Pablo podría


asustarse, ni tampoco voló demasiado deprisa. Movía sus alas pausadamente como si se dejara arrastrar por la cálida brisa del viento de verano. Sobrevolaron Madrid, toda la Gran Vía y los barrios de alrededor. Era lo más bonito que Pablo había visto en toda su vida. Finalmente volvieron a la terraza de su casa y allí se despidieron. Ganímedes le dio la mano sonriente y le dijo: “No sé cuánto tiempo más estaré en Madrid. Quizá me vaya pronto”. Pablo le dio también la mano y le dijo: “He sido muy feliz conociéndote, Ganímedes. No me olvidaré nunca de ti, ni de Fénix”. Él añadió: “Ni tampoco te olvides del pequeño fénix que llevas dentro de ti”.

Pablo estuvo insistiendo a su padre durante las semanas siguientes para que le llevara a la Gran Vía, en concreto al comienzo de la calle, donde en las alturas se alzaban el ave Fénix y su jinete. Pero entre unas cosas y otras, su padre no pudo hacerlo hasta bastante tiempo después del maravilloso vuelo. El día que finalmente volvió con su padre a pasear por el centro de Madrid, al llegar al punto exacto, Pablo alzó los ojos hacia la cúpula azulada y su rostro cambió cuando vio que allí ya no estaban ni el ave Fénix ni Ganímedes. Ambos habían desaparecido y en su lugar se alzaba otra figura: parecía la estatua de un ángel, o de una mujer alada. Aquella nueva imagen miraba altiva hacia el horizonte... No era tan bonita como la de su amigo Ganímedes y lo que era más importante, no le saludaba.


FIN




La Duquesa

E

ste cuento, es una historia de amor.

Para construir la Gran Vía hubo que demoler todo un viejo barrio, de oscuras y estrechas calles, viejas casas, e incluso algunos palacios. Uno de estos palacios se alzaba en la calle principal del barrio, la calle San Miguel, que no desapareció porque por ella iba a transcurrir el primer tramo de la Gran Vía, sólo que en el proyecto de la ciudad esta calle iba a transformarse en la ancha y suntuosa avenida a partir de la calle de Alcalá. Todos los edificios que bordeaban la calle de San Miguel fueron demolidos y entre ellos un vetusto palacio en el que vivió una duquesa hasta que fue destruido. Desde muy joven hasta que murió, esta duquesa estuvo enamorada de un empleado que trabajaba a su servicio pero nunca se atrevió a confesarle su amor. Lo veía llegar todas las mañanas y se llenaba de felicidad: “Hoy se lo diré… Hoy haré algo para que se dé cuenta de que estoy enamorada de él; le diré cuánto me gustaría hablar con él, pasear con él por el jardín…”. Pero el día iba pasando y la duquesa no encontraba el momento, no se atrevía a acercarse a él, ni hacía ningún gesto que mostrara sus sentimientos. Pesaban sobre ella las normas sociales: una aristócrata no se podía fijar más que en un hombre de su posición y clase. ¿Qué irían a decir sus parientes y amigos si anunciaba que se había enamorado de un hombre del pueblo? De este modo, el joven empleado de la duquesa no se daba cuenta de nada pues tampoco él podía imaginarse que su señora, una dama


de tan alta alcurnia, hubiera podido fijarse en él, un simple trabajador del palacio. Y no es que no le pareciera bonita su señora; no, al contrario, la encontraba muy guapa y atractiva pero… inalcanzable para él. Así que el mozo, como cualquier joven del pueblo, se fijaba en muchachas de su misma clase social. Un día, la duquesa finalmente se atrevió a decirle: “Esta tarde, antes de que te marches, quisiera hablar contigo”. Y preparó en su saloncito privado una mesita con té y pastas, y para tener más empuje y arrojo al hablar, una copita de vino de oporto. Empezaron a conversar como siempre, de los asuntos de palacio hasta que finalmente ella se atrevió a preguntarle, dando un rodeo antes de entrar en lo que realmente le interesaba: “¿Y tu vida fuera del palacio, cómo va? ¿Le van bien las cosas a tu familia?”. Él entonces le contestó que todo le iba muy bien, a él y a su familia, y que además estaba muy contento porque muy pronto iba a casarse. La duquesa al oír esto no pudo articular una palabra más; tristemente esperó a que el joven acabara el té mientras ella dejaba sin tocar la copa de vino de oporto, y como todas las tardes se despidieron hasta la mañana siguiente. A partir de ahora, le vería venir todas las mañanas y marcharse todas las tardes, ya sin esperanza alguna, sin dejar que nunca él conociera su amor. Y poco a poco los dos se fueron haciendo viejos hasta que el palacio tuvo que ser abandonado por la duquesa para ser demolido, y ella murió pocos años después. Así termina esta triste historia de amor ocurrida en un palacio que ya no existe y donde ahora en su lugar se alza un elegante edificio que puede competir con los más hermosos palacetes de Berlín, París o Viena: El Casino Militar, en el nº 15 de la Gran Vía. Las cosas, sin embargo, no siempre terminan como parece que terminan, ni tampoco la historia de amor de la duquesa del antiguo palacio de la calle de San Miguel. Estaba yo no hace mucho tiempo, pensando en esta triste historia, sentada al aire libre, un día lleno de sol y de luz, en un café de la Gran Vía, muy cerca del elegante edificio que ahora se alza en el lugar que ocupaba el palacio de la duquesa. ¡Cuánto deseaba que se hubiera podido cumplir el deseo de la duquesa y que su amor hubiera sido correspondido! Y pensaba yo: “¡Qué distinta habría sido su vida con tan solo haber nacido cien años después de cuando nació, en nuestra época en que, hasta el mismo hijo del rey ha podido casarse con la mujer que ha querido. La duquesa


hoy se habría atrevido a confesar su amor a su empleado, y él, estoy segura, le habría correspondido pues siempre la había encontrado hermosa… sólo que inalcanzable”. Estaba yo en estos pensamientos y deseos cuando, de pronto, sentí algo raro… Noté que la luz se hacía más vibrante, más luminosa. Que el color del cielo de Madrid, ya muy azul siempre, se hacía más intenso todavía y que el ruido del tráfico descendía. Entonces me di cuenta de que estaba entrando en el tiempo de la hora mágica, una de esas horas que de pronto acontecen y en las que todo puede ocurrir, hasta las cosas más impensables. Era la hora en que todo quedaba en suspenso y el tiempo se rompía. Entonces me fijé en dos mesitas cercanas a la mía que antes no había visto. Sentada ante la primera, había una hermosa joven de porte aristocrático que bebía una copita de vino de oporto y justo enfrente de ella, sentado en la otra mesa, estaba un hombre joven que tenía servido un té y leía el periódico. Me dio un vuelco el corazón. ¡Eran ellos! Los reconocí enseguida. Era la duquesa a la que el movimiento mágico del tiempo, gracias a su gran deseo, le ofrecía una nueva oportunidad para declarar su amor a su amado. Los dos eran de nuevo jóvenes y estaban allí, uno frente al otro, en mesitas separadas pero muy cercanas, bebiendo ella su oporto y él su té, como aquel día en que ella se decidió hablarle pero era ya demasiado tarde. Yo noté cómo ella le miraba, cómo hacía todo lo posible para que él apartara los ojos de su periódico y se fijara en ella: movía la silla, abría y cerraba su bolso, llamó una vez al camarero para pedirle un vaso de agua, todo para llamar su atención pero sin éxito; él seguía leyendo y de vez en cuando bebía su té. Ella, en un momento dado, volvió la cabeza hacia mí y se dio cuenta de la intensa curiosidad con que la estaba mirando; noté entonces que se ponía muy nerviosa y que, de pronto, hacía un gesto como para levantarse y marcharse. Entonces yo no pude contenerme y en voz bajita pero claramente para que me pudiera oír, le dije: “¡No, no te vayas. ¡Ahora! ¡Haz algo ahora para que te vea!”. Ella me miró con los ojos muy abiertos y me sonrió. Y después hizo algo increíble. Cogió su copa de oporto y se la bebió de un trago; luego se agachó hacia una maceta que estaba a su lado y cogió ¡Una! ¡Dos! ¡Tres! piedrecitas, no muy grandes pero tampoco muy pequeñas, que lanzó directas y de lleno al periódico de él. El hombre se pegó un buen susto, bajó el periódico y la miró sorprendido. Ella tenía los ojos brillantes, estaba sonriente y a la vez asustada:


“¡Perdona, perdona… es que, así, de repente… me has parecido alguien a quien conozco…te he confundido con alguien… y como soy tan… así… tan no sé cómo decirte… tan espontánea…pues…”. “No, no tengo nada que perdonarte –contestó él- tú también a mí me recuerdas mucho a alguien, a una chica que conocí hace tiempo… ¿Te importa si me siento a tu lado?”. Se sentó junto a ella y comenzaron a hablar sin dejar un momento de mirarse a los ojos mientras la hora mágica de Madrid y de la Gran Vía intensificaba su luz y ellos se encontraban de nuevo en el tiempo. Esta vez, para vivir su amor.

FIN




La Caja de Hierro

L

a Gran Vía, no existió siempre en Madrid. Hace más de cien años, justamente el 14 de abril de 1910, comenzaron los trabajos de su construcción.

La Gran Vía fue un proyecto para convertir Madrid en una ciudad tan bella y atrayente como lo eran en aquel momento capitales como Paris y Londres. Y así, se decidió construir una gran avenida, una gran vía (así la llamaron enseguida), flanqueada de grandes y suntuosos edificios, que atravesaría la ciudad de este a oeste, es decir, desde donde se encuentra hoy la plaza de la diosa Cibeles, sentada en su carro con sus dos leones, hasta la Plaza de España, donde pasean tranquilos Don Quijote y Sancho Panza. Pero para poder llevar a cabo aquel gran proyecto, era necesario pasar por encima de muchas y pequeñas calles con sus viejas casas. Fue necesario demoler hasta 312 casas y hacer que desaparecieran 35 calles. Pues bien, en una de las casas de aquellas calles que iban a desaparecer vivía una familia que se componía de un padre y una madre con su pequeño hijo de siete años, llamado Leo, y su abuela Rosalinda. Vivían tranquilos y felices a pesar de que la calle era estrecha y oscura y la casa vieja. Pero en ella había vivido desde siempre la abuela, y en ella también, con los años, habían seguido viviendo su hijo mayor con su mujer y el pequeño nietecito Leo.


Un buen día, llegó hasta ellos la noticia de que se iba a construir una gran avenida en el centro de la ciudad, y de que a causa de ello su barrio iba a desaparecer. Era algo que no les entraba en la cabeza pero las órdenes eran claras: los habitantes de las 35 calles señaladas en el proyecto de aquella gran avenida tenían que abandonar sus casas. No se les echaba a la calle pues el ayuntamiento se las compraba y se las pagaba, pero el resultado era el mismo: todos debían marcharse de allí. Así que la familia decidió mudarse por un tiempo a un pueblecito cerca de Madrid, de donde era originaria la familia de Rosalinda, hasta encontrar un nuevo lugar para volver a instalarse en la ciudad. El hijo de Rosalinda, sin embargo, tenía un problema: cómo decirle a la anciana que su casa de toda la vida iba a ser destruida, no sólo su casa sino que todo su barrio iba a ser demolido para que por él pasara una gran avenida. Una gran arteria que uniría el este con el oeste de la ciudad, una travesía tan hermosa y luminosa como los famosos Campos Elíseos de Paris. Eso no podría entenderlo la abuela, que había crecido, se había casado, había criado a sus hijos allí, es decir, había vivido toda la vida en esa casa y en ese barrio. Así que aunque los hijos no deben nunca mentir a sus padres, esta vez los padres de Leo decidieron no decir la verdad y contaron a la abuela que debían irse una temporada al pueblo mientras hacían en la casa obras para renovarla… Rosalinda tenía que reconocer que la casa estaba muy vieja y necesitaba una reforma. Ya verían con el tiempo cómo darle la noticia. De este modo dejaron la ciudad y se instalaron en el pequeño pueblo. Allí Leo era feliz: en la casa en la que vivían había un perro cazador que se llamaba Gori del que enseguida Leo se hizo amigo. Con él salía al campo cada mañana y Leo se dio cuenta enseguida de lo listo que era Gori: un día, por ejemplo, corriendo junto a un riachuelo al que solía ir a por cangrejos, Leo perdió su pequeña mochila y cuando ya en casa se dio cuenta de ello y volvió a buscarla con Gori, éste en un santiamén le llevó al lugar donde se había caído la bolsa y había quedado enganchada, entre malezas y moreras. Era un perro cazador con un olfato increíble. Por las noches, era un perro tranquilo que se sentaba a los pies de la abuela mientras ella contaba sus historias y hablaba de la casa de Madrid, a la que pronto volverían, cuando estuviera renovada, reparados los viejos y crujientes suelos, pintadas las paredes, modernizada la cocina y el aseo.


Pero un día la abuela Rosalinda se sintió mal y empezó a inquietarse y preocuparse. Llamó a su hijo y le dijo: “Ve a Madrid, a nuestra casa, no estoy tranquila pues aunque la caja de hierro donde guardo mis ahorros -el dinero que ganó tu padre- es una caja indestructible y está escondida en un lugar seguro, no estoy tranquila, quiero tenerla aquí conmigo. Está escondida bajo la tarima del suelo de mi dormitorio, bajo una tabla, al lado de mi cama, que si te fijas está suelta…” El padre de Leo se quedó estupefacto. Era la primera vez que oía hablar de la existencia de una caja de hierro indestructible donde la abuela guardaba sus ahorros. Después de que se hubieran marchado de su casa y sin que la abuela lo supiera, habían sacado de la casa todos los muebles y pertenencias, pero de aquella caja no sabían nada… Y allí debía de haberse quedado. La abuela, esperando volver pronto, no había dicho nada a nadie sobre ella. Ahora, sin embargo quería tener la caja con ella. El padre de Leo, lleno de angustia, viajó hasta Madrid y ¿qué es lo que vio cuando llegó a lo que hasta entonces había sido su barrio y el de la abuela? Una enorme explanada, un desierto lleno de montículos de tierra y escombros en los que todavía se veían algunos objetos que los antiguos dueños de las casas no se habían llevado. El padre de Leo trató de orientarse, trató de encontrar el lugar donde debía de levantarse su casa pero sólo veía escombros y escombros, y alrededor carros tirados por mulas donde los trabajadores cargaban esos desechos para llevarlos fuera de allí. El pobre hombre, desconcertado, empezó a moverse de un lado para otro, ni siquiera sabía si se hallaba en el lugar donde estuvo su casa. Al cabo de muchas horas de buscar, de girar y girar sin rumbo, desesperado, se rindió y abandonó el lugar. Cuando llegó al pueblo, antes de hablar con la abuela, habló con su mujer, lleno de angustia. ¿Qué iban a hacer? ¿Cómo decirle la verdad? ¿Cómo decirle que su caja de hierro, indestructible, estaba ahora entre los escombros de su propia casa, de todo lo que fue su barrio? Todo esto lo oyó Leo que estaba en la habitación cuando sus padres entraron en ella y no le vieron sentado en un rincón, junto a su perro que dormía. Entonces Leo se acercó a su padre y le dijo: “Papá, ¿por qué no llevamos a Gori a ese lugar? Estoy seguro de que, olfateando, encontrará el lugar exacto donde estaba nuestra casa, y luego, nosotros, con su ayuda, encontraremos la caja de hierro de la abuela”. El hombre se quedó perplejo, primero, porque no se esperaba que el niño hubiera oído su angustioso relato y, después, porque no sabía cómo reaccionar ante su propuesta.


Finalmente contestó: “Pero ¡qué cosas se te ocurren, Leo! ¿Cómo va a encontrar Gori la casa de la abuela?” -“Sí, sí, papá, ¡la puede encontrar! Gori tiene un gran olfato y conoce muy bien a la abuela, la ha olido a ella y también toda su casa. Seguro que reconocerá el lugar donde hemos vivido”. Y tan convencido estaba Leo, que sus padres terminaron por acceder y al día siguiente salieron con Gori hacia el lugar que iba a ser el comienzo de la Gran Vía pero que en aquel momento sólo era los restos demolidos del barrio donde habían vivido. Cuando llegaron Leo se quedó pasmado ante aquel inmenso descampado lleno de polvo y ruinas, pero Gori echó a correr, olfateando de un lado para otro; rápido, iba y venía y Leo le decía: “¡Busca, busca, Gori! ¡Busca, la casa de la abuela!”, y le ponía en el hocico un pequeño pañuelo de seda que ella solía llevar anudado al cuello. Hasta que, de pronto, se quedó quieto, fijo, ante un gran montón de pedruscos y de maderos y allí empezó a ladrar con fuerza. Leo y su padre corrieron hacia el lugar. Allí, efectivamente, se veían los residuos de una casa, maderas, tarimas, baldosas y restos de muro. Había que levantarlas, eran muy pesadas pero pidieron ayuda a los hombres que trabajaban cargando los carros. Gori metía su hocico entre los tableros y finalmente en el hueco de un gran montón de piedras al que todavía estaban ancladas unas viejas tarimas, vieron algo de metal, algo que no era otra cosa que… la caja de hierro -indestructible- de la abuela. Menos aquella caja, todo había quedado destruido, es verdad, en lo que había sido aquel viejo barrio. Pero de allí también iba a surgir una de las calles más hermosas de Madrid, la Gran Vía, cuyo primer y elegante edificio iba a llevar en su redondeada y azulada cúpula la figura del ave Fénix, el ave que resurge siempre viva de sus propias cenizas, y sobre el que los madrileños colocarían a un joven que con su mano en alto iba a saludar al nuevo Madrid que renacía.

FIN




Pues si (Texto Alessandra Fernández Scrimieri)

P

ues sí, yo lo he comprobado: hay horas mágicas en Madrid, de noche y también de día. Una hora que puede durar mucho más de sesenta

minutos, porque una hora mágica se sale del tiempo, no tiene tiempo. Y en ella puede ocurrir cualquier cosa. Una noche de agosto de hace mucho tiempo, cuando todavía Madrid descansaba por las vacaciones de verano y se convertía en una ciudad tranquila y silenciosa, esperaba yo sentada en mi coche en la Plaza de España a un amigo que se alojaba en el Hotel Plaza. Juntos íbamos a ir al aeropuerto para tomar de madrugada un avión y salir de vacaciones. Pasaba la media noche y con la ventanilla bajada podía ver muy bien las esculturas de Don Quijote y Sancho Panza frente a mí. Me acordé del lejano tiempo en que los vi por primera vez y la impresión que me dieron de querer ponerse en marcha, de querer empezar a andar y emprender el camino de nuevo. Estando así noté, de pronto, una bajada de la luminosidad en las luces eléctricas y cómo se hacía un gran silencio. Todo quedó en suspenso. Entonces oí las voces de dos personas que hablaban. Podía oírlas tan cerca de mí que miré hacia todos los lados buscando saber quién se había acercado hasta mi coche. Allí no había nadie, pero al momento, mirando hacia las esculturas de Don Quijote y Sancho me di cuenta de que éstas ya no estaban en su lugar; caminando como si fueran de carne y hueso, se acercaban hacia mí e iban conversando: “¡Finalmente!, mi señor Don Quijote, podemos movernos, podemos andar ¿recordáis la última vez que nos pasó lo mismo? ¡No puedo creerlo!...


Voy a bajar de mi Rucio y voy a estirarme pero que muy bien estirado; estoy entumecido de tanto tiempo que no me muevo.” Sancho se bajó de su borrico y empezó a estirarse a gusto. Mientras tanto, Don Quijote miraba a su caballo Rocinante y le daba cariñosas palmaditas en el cuello, le cogía la cabeza entre sus manos y le decía: “Mi buen Rocinante ¿Cómo estás? ¿Tienes hambre? Tenemos que encontrar una buena saca de la mejor cebada para ver si conseguimos que se te alegren esos ojillos.” “No sé, mi señor Don Quijote, dónde vamos a conseguir aquí una buena saca de cebada... Ni un buen pan con torreznos y una bota de vino... Pues, no es por nada, pero yo también necesito alegrarme un poco; ya sabéis lo que dice mi proverbio favorito: de la panza sale la danza”. Don Quijote miró alrededor. Se quitó el baciyelmo de la cabeza y empezó a rascársela, señal de que se ponía a pensar. “¡Ay! ¡Ay!, Sancho, creo que estamos igual que la última vez ¿te acuerdas? Por más que entonces miramos y miramos no vimos alrededor ni una cuadra para nuestras monturas, ni una taberna, ni una posada para procurarnos algo que comer.” Y dejando a Rocinante y Rucio bebiendo en una fuente, Don Quijote y Sancho empezaron a avanzar, saliendo del espacio donde habían estado inmovilizados durante tanto tiempo. Yo, a todo esto, pasmada ante tal visión no me atreví a moverme de mi asiento, no fueran a sorprenderme. Años atrás, cuando leí las andanzas de tan noble caballero, me quedó claro que este personaje podía llegar a tener muy mal genio cuando se torcía su entendimiento. Llegaron a la acera y miraron hacia la derecha, por donde la Gran Vía sube hacia la plaza de la Cibeles, y luego hacia la izquierda, donde comienza la calle Princesa; dirección Moncloa donde está la salida norte de Madrid, hacia la sierra.

“La última vez,” dijo Don Quijote, “nos quedamos aquí parados ¿recuerdas mi fiel escudero Sancho? No supimos qué hacer, estábamos arrobados ante estas altísimas torres que seguro son morada de brujos y encantadores. ¡Ay! Sancho, aquella vez, por más que yo porfiaba para que emprendiéramos


camino y dejáramos este lugar que nos tiene hechizados, tú me decías que no, que no fuera insensato, que quién sabe lo que podría acaecernos al subir por esa calzada, de suelo tan duro y liso, quién sabe a dónde nos conduciría...” “Sí, mi señor Don Quijote, tenéis razón; aquella vez fui muy prudente... o, más bien, anduve amedrentado ante semejante ciudad, hostigada por castillos tenebrosos como el que ante nosotros se alza... Pero esta vez, esta vez mi señor, invoco aquello que tantas veces habéis clamado al cielo: “¡Fortuna, sólo ayudas a los osados!” Así que si queremos librarnos de este hechizado lugar tenemos que atrevernos a ponernos en camino.” “Dices bien, mi buen Sancho”, respondió Don Quijote, “esta vez no podemos perder la oportunidad que se nos ofrece, al poder volver a calzar montura. ¡Vamos a por Rocinante y a por tu Rucio!”. Decididos subieron sobre sus jamelgos y quedaron parados en medio de la calle sin tráfico. “Ahora, mi querido Sancho”, dijo solemnemente Don Quijote, “tenemos que decidir hacia qué lado nos dirigimos. Si emprendemos nueva aventura adentrándonos hacia el interior de la villa por esta gran calle, flanqueada por altísimos palacios y torres, morada de damas y princesas encantadas por el mismo brujo que nos ha tenido a nosotros hechizados. O bien, podemos tomar este otro sendero, a nuestra izquierda, no tan imponente como el anterior pero que parece conducir hasta la salida de este lugar endemoniado... Pero dejemos a Rocinante y Rucio, que con su sabio instinto, sean quienes decidan. Siempre han sabido escoger bien pues presienten la recta dirección donde se puede encontrar un buen cobijo y reparador alimento”. Don Quijote y Sancho soltaron las bridas de sus monturas. Don Quijote dio unas palmaditas a su flaco rocín, diciéndole: “mi fiel compañero de viaje, decide tú el camino que hemos de tomar en esta nueva hazaña pues no hemos de continuar aquí inmovilizados, sin respirar el aire puro de los campos, ni ver el azul de los cielos, y yo a mi dulce señora Dulcinea...” “...y sin yantar un buen guiso y dar, de vez en cuando, un trago de vino”, terminó Sancho. Tras unos segundos en los que parecía que el caballo estaba reflexionando sobre algo muy importante, Rocinante giró y empezó a caminar al paso


hacia aquella gran calle llena de luces de neón… Yo no lo pude evitar, tal era mi curiosidad y bajé del coche para seguir los pasos de ambos personajes que formaban la estampa más extraña que yo haya visto jamás en mi vida. Allí iban, examinando los escaparates de las tiendas, sorprendidos al ver su reflejo en los ventanales del Hotel Senator, perplejos por las luces de los carteles del teatro Coliseum, o de los cines Capitol, y mudos ante tantas imágenes nuevas. “¡Por mi señora Dulcinea!” dijo don Quijote, “que esto no se parece en nada a las aldehuelas de la Mancha que solemos recorrer. Ni siquiera a la ilustre ciudad de Complutum que vio nacer a nuestro creador. Tanto castillo me abruma y confunde mi entendimiento.” Así fueron acercándose a la Calle de los Libreros y al pararse frente a una gran librería y ver que su retrato se repetía en la portada de numerosos volúmenes expuestos en el escaparate, el alucinado hidalgo creyó que aquello se debía al maleficio de algún encantador local y se puso en guardia desenvainando su adarga y lanzando al cielo conjuros que me pusieron los pelos de punta.

Sancho, temiéndose que aquello fuera a acabar mal (como otras veces había ocurrido), enganchó las riendas de Rocinante y lo espoleó para emprender el camino de vuelta a toda prisa antes de que a su amo le diera por emprenderla a garrotazos contra todo lo que encontrara a su paso. Allá iban de nuevo, Gran Vía abajo tan ofuscados que ni siquiera se percataron de mi presencia, atónita, en el centro de la calle observando toda la escena. Cabalgaron veloces hasta hallarse de nuevo en la Plaza de España y de pronto, como por arte de magia, las luces de las farolas empezaron de nuevo a resplandecer, cada vez con mayor intensidad. Cuando llegué hasta donde tenía mi coche, todo volvía a ser como siempre. Con el rumor apagado de los coches que pasaban por la calle, el murmullo de los jóvenes saliendo de los cines Renoir, las luces intermitentes de los semáforos... Me quedé quieta esperando que algo ocurriera pero nada. De pronto noté una mano en mi hombro y pegué un grito nervioso -¡Pero bueno! Dijo una voz familiar, ¿tan feo soy?-


Allí estaba mi amigo, con su maleta de viaje sonriente por mi cara de susto. Se sorprendió un poco cuando le pedí que antes de irnos me acompañara a ver las esculturas de la plaza, -¿Ahora? ¡Anda que no eres rara!- me dijo, pero me acompañó hasta el centro de Plaza de España. Allí estaban, Don Quijote y Sancho sobre sus monturas de bronce, Don Quijote con la mano derecha levantada como si estuviera diciendo algo… Nadie más que yo sabe cuáles fueron esas palabras pronunciadas en los momentos previos a convertirse en piedra. Serán el comienzo de una gran novela.

FIN




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