La calida luz de la esperanza. 2º 2009.

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LA CALIDA LUZ DE LA ESPERANZA por José Luis Bragado García El pueblo asciende por la ladera del cerro. Las casas descansan pensativas permanecen estáticas mientras ven como la calle trepa y alarga su brazo, intentando limpiar la noche para abrir claridades, para dejar ver el gris rosado de un cielo muy bajo. Un cielo denso, que fuerza la respiración y deja su vaho sobre los tejados.

Ayer nevó. Algunos cerros, en torno a la elevación que cobija el pueblo, conservan chafarrines blancos. En las tierras, a trazos, hay zonas nevadas que comienzan a enturbiarse haciendo contraste con la blancura. Los árboles sin hojas tallan el paisaje, grabando sobre él, sus perfiles de color ocre de tierra húmeda y sombría.

Fue el canto del gallo el que despertó a Alicia. Pero, ¿Cómo va a fiarse de un viejo gallo que canta a deshoras, que en su desvarío no distingue el día de la noche? De buena gana lo habría guisado; se salva. porque que sus hijas lo tienen un gran cariño, y a pesar del hambre, no se lo comería ninguna.

Son las ocho de la mañana. El frío adormece los músculos. La temperatura es muy baja. Con el hurgón atiza las brasas y acomoda unos troncos sobre ellas. Bebe una taza de achicoria hirviente para entonar el estómago. “Zar”, el perro famélico que en estos instantes siempre la acompaña, gesticula mendicante, para que le arroje un pedazo de sobra con que mitigar la angustia mañanera.

A estas horas, cuando al alba sólo se le intuye empañado como está con un tenue vapor de luz; el pueblo y las tierras que lo rodean suelen cobijarse con una niebla abarrotada de matices blanquecinos.

Alicia piensa que hoy no se podrá arar aunque es época de hacerlo. Quizás mañana ya no quede nieve sobre las tierras y se pueda empezar la ardua faena. Las manos de Alicia están pobladas de 1


sabañones y callos, descarnadas, maltratadas por la tierra y los arañazos, por el agua helada que muerde en las coladas del río y por los golpes de azadón.

La lumbre se anima. La leña ya arde. La cocina comienza a caldearse.

Teresa tiene siete años. Se ha levantado pronto, hay obligaciones que cumplir. Barre el suelo terroso de la casa de adobe. Después lavará a Juanito que, con sus pañales meados y su nariz mocosa, lloriquea clamando atención.

Muy poco después Ángel, que tiene diez años y es el responsable del ordeño, regresa a la cocina desolado. Anoche los tres corderos se escaparon y tuvieron los “mamoncitos” toda la noche para tragarse el caliente líquido blanco que guardan las ubres de sus madres. La leche caliente del desayuno tendrá que postergarse para el siguiente día. Otra ocupación más para Alicia. Es imprescindible reparar bien el cercado, para que no vuelva a suceder.

La escuela del pueblo está cerrada. El maestro enfermó y no hay sustituto, pero ninguno de los hijos de Alicia irá a ella cuando se reabra. Ninguno. Ella necesita de las manos de sus hijos para atender la casa, la labranza y al pequeño de dieciocho meses.

No tiene medios para hacer las labores del cultivo y éste es puntual, no se hace esperar. En su impaciencia la tierra se parece al hambre; apremia hasta el extremo del agotamiento.

Ahora la cocina está bien caldeada. Todos se reconfortan un poco al fuego recién nacido. No se oye nada. El pueblo duerme o lo aparenta. Sólo el leve crepitar de las llamas, y algún que otro quejido de Juanito quiebran el silencio y la abstracción de Alicia ante las llamas.

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Escudriña con la vista la cocina. Los niños han desayunado poco y notan la parvedad en sus estómagos. La trébede está huérfana de pucheros. Está huérfana como sus tres hijos. Luís, su marido, murió en el otoño pasado.

La muerte, que no entiende de edades, madrugó pronto para despojárselo. Los centelleos hacen que Alicia rememore las tristes páginas de su vida. Y recuerda esa carnicería íntima ante la rojiza reverberación de las brasas.

¿Quién vuelve de pronto –piensa- la página de la vida y la mancha -otra vez- de oscuridad?

El fallecimiento de Luís fue muy rápido. Allí fueron los gritos. El espanto medroso. Esos tumultos de muerte cuando ha habido desgracia, una desgracia inmensa para ella y sus hijos, resumida en un cuerpo inerte. Los ojos desencajados de Luís, como estirados por la desmesura. Con las florecillas silvestres para Alicia… “Tanto amor y no poder con la muerte”

Ya iban los habitantes del pueblo por el camino hondo, en cortejo humillado.

Sin encajar el dolor, Alicia. Sin comprender nada, los niños. El rapto del destino. Los murmullos pesarosos -“qué bueno era, ya estará en el cielo”- y abajo un hueco frío, agrandado por las cuatro paladas de tierra. El lívido resumen de una vida, y –ya entonces- el cabezazo de la rebeldía de Alicia -¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué? Como respuesta, la cobardía grotesca del silencio.

Alicia, a pesar de su juventud -tiene treinta años-, es como una sombra vieja, un espectro que parece estar en tránsito de este mundo al otro. Es lo que aparenta con las holgadas ropas de luto que fueron de su madre. Los atavíos de los pobres ya se sabe, sirvieron para vestir a los padres y vestirán a los hijos. 3


Antes de que amanezca del todo, tiene que ir al bardal para intentar atrapar un conejo sin que nadie la vea. ¡Está prohibido cazar! El hambre ¡No! En éstos tiempos, sólo comen, cazan y piensan los que tienen dinero; los demás; son un olvido en la sombra

Sale al corral y entra en la cuadra. Saca al hurón de su jaula entre palabras cariñosas y mimos; lo mete en la huronera que lleva cubierta junto a su pecho y la cierra. Prepara unos cordeles y se los guarda entre los faldones.

Este invierno del 39 está siendo muy cruel. Por las penurias y por las delaciones. Con mucha precaución mira a un lado y a otro de la calle. La nieve comienza a derretirse, pero aun se estampan sobre ella las pisadas. Tendrá que disimularlas cuando llegue a los huracos. No se ve a nadie. Entre el denso vapor de luz de la niebla no podrán descubrirla. Camina rápido para calentarse y dejar de tiritar. Hace mucho frío.

Para Alicia este hurón es la vida. Lo saca en las ocasiones en que la necesidad es muy acuciante. Siempre con cuidado de que no la vea nadie.

Una vez encontrada la hura hace nudos corredizos y los fija en el suelo junto a la boca. El hurón se impacienta, tiene hambre. Con cuidado sitúa la huronera en la boca de la madriguera y el “carnicero” sale disparado. No se oye nada. En ocasiones ocurre que la coneja no está en la madriguera y encuentra a los gazapos. Ellos no pueden huir y el hurón los va devorando sin prisa, deleitándose en el festín. Pobres desdichados. Comidos en la oscuridad. Sin escapatoria, sin saber qué pasa o quién los mata. Le dan pena. A Alicia le desagrada esta forma de caza. Odia la violencia incluso en sus amagos, pero sus hijos y ella tienen hambre ¡Mucha hambre! Y tiene que luchar.

Cuando se quedó viuda la pérdida del marido le desgarró la vida como la uña de la carne. Él, era el que sustentaba a la familia con sus múltiples oficios: Agricultor, pastor en la otoñada, vedijero de 4


temporada, albéitar cuando el asunto lo requería, dulzainero en las fiestas, jornalero de día, soñador en la noche. Y pobre; de pobre ejerció siempre. Y como le gustaba ser poeta, sus pareados colmaban de rimas y risas la casa hasta hacer tambalear sus cimientos. Así, la alegría caldeaba el alma y los corazones de la familia, fundiendo la escarcha de los duros inviernos.

Al morir su marido, Alicia estuvo un mes muda, ausente, embriagándose con aquella angustia de la pérdida, sin dejar que nadie la consolara, encerrándose en aquel cuartucho mísero donde le veló cuando la muerte se lo llevó con premura. Sintiendo un dolor desesperante que le arrancaba el alma.

Hasta que un amanecer, cuando estaba abatida en la desesperanza de la noche; Alicia guardó todas los objetos de su marido en un cajón. Abrió su vida de par en par. Abrazó fuertemente a sus hijos contra su cuerpo, debilitado por el dolor y el ayuno; y desafiando al futuro, se dijo que pelearía hasta el final; pugnaría sola para sacar adelante a sus tres hijos.

La mañana se ha saldado con dos conejos. Sus sentidos atrofiados por el frío entran en calor por la ensoñación de los aromas del guiso; y con parsimonia, van recobrando su libre funcionalidad. La magia salvadora y sencilla de la comida llena a Alicia de esperanza y de aromas olvidados. Conejo estofado, hogaza caliente; leña de enebro requemada. Habrá para hoy y mañana.

Al día siguiente, ya no queda rastro alguno de nieve en los campos. Se van llenando los cielos de cobrizo temblor. Las gotas de la helada nocturna, todavía gloriosas, brillan un instante al trasluz como diamantes. Amanece un día que no parece de este mundo.

Alicia y su hijo Ángel conducen dos mulas alquiladas para arar la tierra. Dos ovejas y sus crías son el precio que han pagado. Sólo dejaron una para poder tener algo de leche. Ningún niño quiso

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estar presente cuando el arrendador vino a por el atado. Las tenían tanto cariño…

Con premura

fueron cargados en un carro y con rapidez desaparecieron.

Hincan la reja en la tierra. Esta es tierra casi en sagrado, necesita de un milagro para ser generosa. Alicia, sin experiencia en apuntar surcos derechos, se cogió a la mancera animosa. Ángel irá delante para igualar a las mulas, para tirar de ellas como una fuerza más.

Apuntó el sol una corta llama tras la costanera. Fue un momento. Y Alicia gritó. ¡Arre!

Las mulas echan a andar. La tierra comienza a abrirse, en herida de surco. Desaparece la corteza apelmazada de la superficie y asoma la carne de entraña, húmeda y negra. En esta “vuelta” a la tierra está encerrado todo. Lo de arriba da paso para que salga a la luz la tierra productora, abierta a la semilla de trigo y al esfuerzo humano.

En el aire helado; el aliento de las mulas se nota caliente, y se observa como se entrechocan sus nubes de vaho. El conjunto de mulas y hombres forman un cuerpo –todo corazón- preñado de exhalaciones y resoplidos. A la vez que esculpen surcos.

Alicia nota como el arado se encabrita en sus manos. El cuerpo vibra como piel de tambor. Sus pies se retuercen al pisar la tierra volteada. Las manos y hombros comienzan a doler. Los riñones punzan sin compasión. Queda mucho trabajo, para que tan pronto el cuerpo se desplome sobre sus pies. Pies que ya no ve, ocultos entre el barro que dificulta sus pisadas. Ya no pisa suelo firme, sólo tierra suelta. Se esfuerza por mantener el mismo paso que las mulas. Éstas cada vez expelen más vapor como si fueran locomotoras.

Ángel mira con susto y preocupación a las mulas y a su madre.

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Un golpe de barro ciega a Alicia. El rebotar y presionar para hundir la reja en la tierra le agota los brazos. Comienza a sudar y nota como la sed le seca, desde los labios, al corazón de la garganta.

Ahora labran la joroba del montículo. La tierra está más dura en este lugar. La desafía, la reta. El trabajo le sacude la médula hasta la cabeza. No siente los brazos. El sabor de la tierra empolva sus labios, se desliza por la garganta y se aloja en el estómago. La tierra se abre y muestra el corazón.

Alicia se seca el sudor con el antebrazo sin soltar el arado. Mira hacia arriba un instante y ve un cielo vacío de luz.

Y vuelven a subir y bajar. Un surco tras otro. Un rasguño a continuación del otro; así, penosamente, embistiendo con dureza primitiva una tierra arcaica y resistente. ¿Cuántas horas? ¿Cuántos días? ¿Cuántos años? Las mulas que van delante son demasiado brutas para saber de tiempos, de minutos. Ella no sabe que existen los segundos. Nunca oyó hablar de ellos. ¿Para qué sirven los segundos cuando te queda tanto trabajo por hacer?

Alicia, para animarse, piensa ahora que hará con el dinero de la cosecha. Una parte para semilla; otra irá a la renta de la tierra; una más para los impuestos. ¿Quedará algo para los hijos? Sabe que a Fernando por no poder pagar le quitaron la casa; a Pedro las tierras; a Juan lo empobrecieron las deudas. ¿Qué le ocurrirá a ella si no logra esta cosecha? ¡Ah, no! Eso no se lo debe plantear. ¡Habrá cosecha!

Concluida la jornada. Agotados, madre e hijo regresan a casa. La luz clava los últimos reflejos en sus ojos. La tarde, vencida como ellos, casi arrasada, pone sobre las tierras unas briznas de resol cárdeno, y un purpúreo reflejo, sobre la orla que corona la cruz de piedra. El pueblo, se tiende en su duermevela, resignado, por la ladera del cerro.

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Alicia de buena gana se iría con su marido, arribaría al cielo. Y dejaría atrás el lecho vacío, el brasero, la azada, la cuadra y el solar de la era. Pero están sus hijos… Contra toda esta suma de carencias se ha impuesto la sangre, se han abierto los ojos, ha empujado el amor. Y hoy se alza contra todos los males, como si en ella se hubieran concentrado todas las ansias rotas, todo el ensueño de sacar adelante a sus hijos. No le legaron nada, pero sí la fortaleza para conseguir luchar. El guisado de conejo está delicioso. Los hijos disfrutan de la cena. Incluso al famélico “Zar” se le desgarra el estómago de alegría por tanto hueso, por tanto festín.

-Mamá –pregunta Teresa- ¿Cuándo vendas la cosecha tendremos para comer todos los días? -Sí, hija ¡Todos!

Sus hijos se aferran a ella, al igual que las aves a los árboles buscando protección en ellos. Se refugian en su fortaleza; en la seguridad que transmiten sus palabras y sus gestos; en el mero vivir y desvivirse; en las lágrimas de su pena transformadas en alegría y en la sangre de sus manos.

Alicia, cuando sus hijos duermen al final de la jornada, se ha sentado junto al fuego a meditar.

Frente a las llamas respira fuego de luz.

Piensa que ella es como la roca de un acantilado que respira en silencio –un imposible-.

Su mente se revela contra la penuria, como la savia de los troncos talados –con impotencia-.

Se ha sentado -en soledad- a sentir como pasa por el cauce sombrío de sus venas toda la luz del mundo. Y poco a poco su pecho se regenera inspirando la luz y espirando la sombra. Su alma se llena de día y expulsa la noche y comienza a notar la ebriedad de sentirse invadida por la esperanza.

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Y nota como la vida la ha herido, triturado, deshecho. C贸mo la ha convertido en substancia.

Esa misma substancia con que la mujer, a trav茅s de los siglos y de sus senos, amamanta a la tierra.

FIN

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