Cosas de Sentimentales. 1º 2010.

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Jaime Calatayud Ventura


Ahí va. Siempre vestida de negro y gris; de negro con la ropa que se ve, pero de gris con la otra, la interior, porque ya se sabe que el color del azabache sobre la piel de según qué partes se suele identificar con un perverso afán de provocación a la libido; aunque en este caso no pudiera ser más que a la miserable libido de la soledad y el espejo. ¡Pobre Devota! Con su estricta circunspección, con su recato enfermizo; marcando las distancias entre ella y el mundo. Mi pobre hermana. Arrugada, vieja a los cincuenta y tres años, teñido ya el rostro de ese color grisáceo que toman con el tiempo las faces de los tristes, marchita, declinando por la vida perpetuamente asfixiada por un corsé ideológico de los que llaman –pero están muy mal llamados; están indecentemente llamados– morales, un tipo de mutilación engendrado e incubado en ciertos ambientes fanáticos. Y así le va, a la desgraciada, a la decentísima mujer; varada entre dos monotonías: la de los rezos en la iglesia y la de las tareas en la tienda –Mercería La Cenefa–, tareas que, dicho sea de paso, no solamente dan para que pueda vivir ella, sino también yo, que la piso –me refiero a la tienda, naturalmente–, cuando más, cuatro o cinco veces al año. Y esa generosidad para conmigo –si bien hay que precisar que el negocio lo heredamos ambos– añade a la imagen de Devota, en el sentir popular, la condición de extremadamente bondadosa según unos y de tonta de capirote según otros. Sin embargo, en algo coinciden las dos corrientes de opinión: la suma de la pudicia con la bondad o con la tontera les da un mismo resultado: la santidad. Convienen todos en que mi hermana es una santa, como, según ellos, lo fue también nuestra madre. Yo, la verdad, jamás he sentido ningún remordimiento por el hecho de dejarme mantener y pasarme la vida sin dar golpe, dedicado tan sólo, y aún de uvas a peras, a escribir, –devaneo más o menos intelectual al que, como es notorio, nunca debe considerarse un verdadero trabajo, pues no pasa ser una burda excusa empleada por determinadas gentes, en su mayoría de mal vivir, para enmascarar su holgazanería–, si bien quiero puntualizar, porque considero de justicia hacerlo, que esa tranquilidad de conciencia de la que disfruto con respecto a mi condición de mantenido tiene su fundamento en la razón y, si me apuran, hasta en la generosidad, porque, al fin y a la postre,

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Devota, iglesias aparte, no tiene más que La Cenefa –quiero decir que esa ocupación es la que llena su vida–, y es evidente que allí no hay trabajo para los dos. Lo mío, pues, bien podría llevar el muy digno nombre de renuncia. Pero el principal protagonismo de esta historia no recae en mi hermana, sino en el personaje que aparecerá de aquí a unas pocas líneas, justo después de que os comente que en mi existencia, imagino que como en la de cualquiera, hay algunos enigmas sin descifrar, y uno de los más intrigantes es el que plantea cómo del producto de una sencilla mercería –a la que, además, el paso del tiempo no ha dado ese aspecto prestigioso que envuelve ya a algunos comercios contemporáneos del nuestro, esa pátina de abolengo; a La Cenefa se la ve vieja, pero no antigua– hemos podido subsistir durante tantos años mi hermana y yo. Y esto no es lo más prodigioso del caso, porque durante un largo período, cuando aún estaba mamá tras el mostrador, éramos cuatro los que vivíamos de la tienda, ya que a mi padre –he aquí al protagonista, y con él nos metemos ya definitivamente en el meollo de esta evocación en forma de relato–, administrativo en una empresa de corte y confección, el sueldo apenas le alcanzaba, pobre hombre, para sus apuestas en el frontón y el canódromo, y cuando alguna vez las jugadas eran rentables –¡ay!– los beneficios corrían a fundirse al calor voluptuoso de cualquier pupila de doña Encarnación Salaz, viuda de Pravada, más conocida como Choni la Nacarina. De esto me enteré, siendo aún muy joven, gracias a una confidencia de mi primo Ángel, que tenia unos pocos años, creo que cinco, más que yo. Fue el día memorable, sobre todo para él, en que mediante la cata del material averiguó personalmente por qué a la tal Choni la apodaban la Nacarina: por el color de sus nalgas y las de sus cortesanas. Aquella meretriz había hecho del tono pálido y lechoso en los antifonarios el distintivo característico de su establecimiento. Y es que en aquel selecto lupanar, donde nunca llegué a poner los pies –lo cual me ha pesado siempre, y mucho–, fueron famosos mi padre y su hermano Pablo, y más tarde lo fue también el hijo de éste, o sea, mi primo Ángel Custodio, a quien, sin duda por tratarse de otro miembro de una

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familia tan apreciada en aquel lugar como lo era la mía, la propia Choni se brindó a estrenarle. Y el relato de aquel acontecimiento fue uno de los impactos más impresionantes de mi adolescencia. Escucharlo me provocó una envidia abrasadora. “¿Y cuántos años tiene esa Nacarina?”, recuerdo que pregunté. “Unos cuarenta y cinco debe de tener”, me informó mi primo, sin darles ninguna importancia a los casi treinta de diferencia que había entre Choni y él; y yo, entusiasmado y ardoroso, no tuve que pensármelo mucho para decidir que tampoco a mí me importaba en absoluto el desequilibrio de edad, y para jurarme que en cuanto tuviera posibles iba a financiar con ellos mi personal descubrimiento de tan reputadas nalgas. Una explosión de gas lo impidió, destrozando el hermoso piso del logroñés barrio de Varea, la fontanería de la planta baja y la pierna y el testículo derechos de Luis, el fontanero que tanto había contribuido a la higiene del establecimiento, un auténtico experto en lavabos, retretes y saneamientos en general a quien conocí porque también se ocupaba en mi casa de los trabajos de su ramo, dada la fraternal amistad que mantenía con papá –y es que hay inclinaciones que unen muy especialmente–. Luis presumía entre sus íntimos de haber instalado en el negocio de Choni los primeros bidés habidos en un prostíbulo de Logroño. “¡Y vaya si se notó! Cuando, a medida que avanzaba la jornada, a las querindangas de los otros burdeles ya se les iba pudiendo barruntar los bajos a una cierta distancia, en los de las odaliscas de “La Nacarina” aún se hubiera podido comer sopas”, solía fanfarronear al respecto aquel gran profesional que, por cierto, cobraba siempre en especie sus servicios en el burdel, y que había establecido, de acuerdo con la clienta, una tabla de equivalencias. Por ejemplo: si tenía que desembozar un desagüe y no había complicaciones, sólo le correspondía cierto masaje manual, pero si el asunto se complicaba –y, sospechosa pero comprensiblemente, el asunto casi siempre se complicaba– el masaje pasaba de manual a oral; cuando a la mano de obra había que añadir material: un grifo, un sifón, una boya…, el pago ya incluía yacimiento con penetración; y así progresivamente. Le recuerdo ya viejo, cojo y huevimanco, según él mismo se calificaba, y vuelvo a ver como se le humedecían los ojos cada vez

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que repetía su memoranza favorita: “El día que le instalé a Choni la bañera significó el punto culminante de mi carrera profesional. Porque la bañera ni estaba prevista en la tabla, pero, ¡qué señorío el de la Nacarina! ¡Cómo supo corresponder! ¡Qué cuatro noches seguidas, cada una con dos palomitas diferentes! Aquel es uno los tres recuerdos imborrables de mi vida. Los otros dos son la muerte de mi padrino, que era anarquista y reventó al explotarle una granada que llevaba en la fiambrera –era la hora de comer y no se acordó del cargamento mortífero que había escondido bajo los macarrones; clavó el tenedor, hambriento, y la mala suerte hizo el resto– y la noticia de que mi hermana gemela, entonces en el noviciado, había colgado los hábitos y se había fugado con un rejoneador colombiano. ¡Y es que hay que ver de qué modo se amalgaman los sentimientos en el mortero de la memoria!”. En fin, el resultado de aquella catástrofe fue que, aparte del piso, la fontanería, los pedazos de Luis y mis ilusionados proyectos, la explosión se llevó también a Choni y a dos de sus pupilas, estropeando la carrocería a otras dos –a una la cara y a la otra las tetas–, y al único cliente que se encontraba allí a aquellas tempranas diez de la mañana: un representante de lencería que, al parecer, también cobraba en especie y había ido a que le liquidaran una factura pendiente. Y aquello fue para mi pobre padre un golpe demasiado fuerte, del que ya nunca pudo recuperarse. La añoranza le abrumó. Apenas sobrevivió un par de años al infausto accidente, y desde aquel día aciago los achaques no le dejaron en paz: el riñón, el hígado, el estómago…, ¡a él, que siempre había gozado de una salud de hierro! Pero se había quedado sin el lugar donde depositaba sus amarguras; ya no podía desaguárselas, se le quedaban todas dentro, y la amargura pudre, envenena y mata. Mi tío y mi primo se apresuraron a descubrir nuevos lugares de esparcimiento –¡será por casas de putas!–, pero mi padre era alguien muy especial. “Yo siempre he sido muy fiel a mis ámbitos –dicen que dijo–. Soy hombre de una sola ramería; en otra, ya nada sería lo mismo”. Cosas de sentimentales…

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Y, como era de esperar, en cuanto desapareció papá, mi madre se apresuró a cortar las relaciones con tío Pablo, prohibiéndonos, a mi hermana y a mí, incluso nombrarle. Y, por extensión, que no por conocimiento de sus tendencias, se nos prohibió también ver a mi primo. Tardé bastantes años en tener noticias de ellos, porque yo, por aquel entonces, temía demasiado a mi madre y, por lo visto, ellos también. Fue poco después de quedarme del todo huérfano cuando recibí –por coincidencia absolutamente casual, no porque el remitente conociera el hecho de mi recién estrenada orfandad– una carta de Ángel Custodio. Según él, todo les había ido viento en popa desde que se marcharon de España –ni de esa marcha me había enterado yo– y no tenían ninguna intención de regresar. Su padre y su madre eran ya bastante mayores, claro, pero estaban bien y vivían felices juntos. Mi tío había dado por terminadas sus correrías y era un marido dócil y fiel. Residían en Costa Rica, y Ángel Custodio se había casado con –según sus propias palabras– “un magnífico ejemplar, cruce de irlandés y jamaicana” y había montado un cabaret de lujo en San José. Allí, su mujer cada noche se disfrazaba de Gilda y cantaba el Amado mío y el Put the blame on mame entre el entusiasmo de los espectadores. Luego, para ser respetuoso con el mito –porque mi primo era un apasionado cinéfilo, y a ciertas películas las consideraba algo poco menos que sagrado–, él mismo salía a la pista y le soltaba a la señora un par de buenas bofetadas, una en cada pase, que ponían en pie al personal enfervorizado. Bien, eso era lo que se me contaba en la carta, porque, pasado un tiempo, un antiguo compañero suyo de colegio que acababa de volver de un viaje a aquel país centroamericano, me aseguró haberle visto tocando la armónica en plena calle con un acompañamiento muy especial: un mono que sacudía unos platillos, una cabra que bailaba y un loro que los jaleaba. Cuando me lo contó, la verdad, no me lo quise creer, me gustaba mucho más la historia del cabaret de lujo, pero un detalle me hizo dudar: dijo que a la cabra mi primo la llamaba Gilda, y que al terminar la actuación le tocaba las ubres con mucho mimo y le daba un beso en los morros. A saber qué había de realidad y qué de imaginación en cada una de aquellas dos historias. Yo, probablemente, moriré con esa duda.

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Llegados a este punto de la narración, supongo que ya se habrá podido deducir que mi madre y yo no congeniábamos mucho y que en cambio con mi padre, a pesar de sus debilidades, o quizá –y se podría eliminar tranquilamente este quizá– gracias a ellas, nos entendíamos muy bien. Papá y mamá eran tan diferentes como la noche y el día, y viéndonos a mi hermana y a mí se diría que se nos repartieron para proyectarse cada uno de ellos en uno de nosotros, pero eso no sería verdad más que en apariencia, porque hay un detalle principal, y delator, a tener en cuenta: Devota sí que es como es porque mi madre se lo impuso; yo soy como soy porque he querido serlo. Papá nunca intentó imponer nada a nadie. Sucedió, simplemente, que él y yo éramos muy afines, que nos gustábamos y que yo me complacía en parecerme a él. Lo cual no quiere decir que coincidiéramos en todo, ya que, por ejemplo, a mí jamás me ha interesado lo de las apuestas –que, como he dicho al principio de esta evocación, era, Nacarina y pupilas aparte, la gran afición de mi progenitor–, y si durante bastantes años estuve jugando todo un número a la lotería de Navidad no fue, ni por asomo, debido a ninguna paternal herencia ludópata, sino por una cuestión sentimental. Lo cuento: en vísperas de Nochebuena, yo, que soy un tradicionalista, siempre iba a comprar mi cartón de cajas de condones –ya se sabe que en fiestas se suele fornicar bastante más de lo habitual– a un establecimiento de mucha alcurnia: Gomas La Gallega, y la patrona, mujer de gran tronío y mayor aún higiene –como es propio de las de su oficio–, que me tenía especial afecto y consideración, me obsequiaba con un enorme cigarro habano, con funda metálica y de clara connotación fálica, de la muy romántica marca Romeo y Julieta. Para mí tengo que era una indirecta, o sea, que me estaba tirando los tejos, pero nunca quise darme por aludido. Luego, al salir de la tienda, me asaltaba la hermana de la Gallega, una jorobada que vendía lotería, y yo, para corresponder a la amabilidad familiar, le compraba todo un número. Entonces ella se volvía de espaldas y me invitaba: “Toque, toque la chepa, don Pedro, que trae suerte”. Y yo le sobaba un poco la giba procurando que no se me notara avariento, sino cariñoso, y creo que lo lograba, porque la pobre mujer siempre dejaba ir un suspiro y después el comentario nostálgico: “¡Ay, don Pedro!... Igual de duras que esa joroba que palpa usted

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tenía una servidora las tetas, con perdón, a los dieciocho abriles”. A lo cual yo respondía, encarándomela, con una sonrisa crédula, y le dejaba una propina –un procaz papel moneda doblado– en el pico del escote nostálgico que siempre exhibía. “Que Dios le dé fortuna, don Pedro”, me deseaba ella. Ésa era toda mi actividad por lo que a apuestas se refiere. Y ahora ya ni eso, porque un año, no recuerdo cuál, cuando llegué a Gomas La Gallega el establecimiento se había convertido en un comercio de pesca salada, y el amo, que aprovechó la ocasión para venderme medio kilo de cocochas de bacalao –con las que, por cierto, conseguí un pil-pil más que respetable; y es que en la cocina, modestia aparte, me doy muy buena mano–, me explicó que la Gallega y su hermana, a la que llamó la Dromedaria, habían pillado un buen pellizco en el sorteo del Niño del año anterior y decidieron volver a su pueblo, a vivir de las rentas. Confieso que no pude evitar una sensación de cierto disgusto y hasta de desasosiego, ante aquella noticia. Me dolió, la verdad, que la suerte hubiera pasado tan cerca sin rozarme siquiera y siendo yo aún tan joven como era entonces, porque estoy convencido de que ciertas tramoyas de la fortuna solo se componen alrededor nuestro una vez en la vida. Por eso decidí no volver a jugar; y nunca más lo he hecho. No iban, pues, los tiros por el lado de las apuestas en lo de congeniar con mi padre; es evidente que el motivo estaba más relacionado con su otra afición. Y que nadie vaya a creer que papá era un degenerado que se dedicaba a pervertir a su vástago, porque tal creencia sería del todo errónea. Lo que sucedía era que el talante abierto de aquel hombre en lo referente a las cuestiones sexuales no se limitaba a sí mismo, como suele ocurrir, sino que se hacía extensivo a los demás, y yo resulté especialmente beneficiado por aquella circunstancia. ¿Por qué, entonces –se preguntará ya seguramente, a estas alturas del relato, la mayoría de los que lo estén leyendo–, mi padre, un gozador clásico y genuino, aguantó tanto tiempo al lado de una mujer tan distinta a él? Pues, tal vez por apatía, puede que por egoísmo, quién sabe si por temor… Y la verdad es que a mí cualquiera de esas posibles flaquezas de papá me parece de muy poca gravedad si la comparamos con la característica principal de mi madre: el desprecio por esta vida,

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basado en la creencia en otra posterior que es la importante, que acabó por llevarla al único final lógico de ese tránsito errado: el delirio, la chifladura, el enloquecimiento. Pero La Cenefa era de ella –y ya he dicho que siempre ha dado dinero, la puñetera tienda, aunque yo siga sin entender este fenómeno económico–, papá ganaba poco, y unas exquisitas nalgas de nácar resultaban, como es natural, razonable y merecido, especialmente caras. En resumidas cuentas, he de decir que no me extraña que aquel buen hombre sucumbiera a la situación que le tocó en desgracia, porque la falta de dinero, sumada a la falta de voluntad y de decisión son demasiadas faltas para poder reconducir una vida. Sin embargo, yo guardo de él un recuerdo muy entrañable, y estoy convencido de que si le hubieran dejado habría podido llegar a hacer algo realmente notable, algo de lo que son capaces muy pocos, porque se necesitan unas cualidades especialísimas para lograrlo. Eso no está al alcance de arribistas, déspotas, ambiciosos y demás degenerados. Presiento que él habría conseguido, en otras circunstancias, lo más difícil y lo más importante: vivir tranquilo, ser feliz a ratos y morir en paz. Pero no pudo. Era demasiado débil. Y acabó convertido en un hombre agobiado, con una mujer fanática, una hija estúpida… y un hijo gandul, gris en cuanto a talentos, zalamero con las mujeres, eso sí, al que no le apareció la vena fabulista hasta bien entrada la treintena, cuando de aquel desdichado jugador y putero ya no debían de quedar ni los gusanos. Yo habría inventado para mi padre historias de ninfas de pubis dorados y pezones de fresa cuando él ya no hubiese tenido vitalidad para gozarlas con la carne. Alguien que te hubiera querido ayudar, este cuentista tardío, no llegó a tiempo de hacerlo. Lo siento, papá.

¡Me hubiera gustado tanto poder contarte cosas como ésta de ahora! Verás: a casa de Marina –mi Choni, para que sepas por dónde voy– ha llegado una sudamericana a la que llaman la Cascabel, no está claro aún si por lo que tiene de alegre o lo que pueda tener de peligrosa…

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