Foie Nature

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Tercer premio concurso de relatos Victor Chamorro 2011 (Hervás, Cáceres) Ramón Cabrera Naveiras

FOIE NATURE Un médico me hace un sinfín de preguntas a los dos días de mi ingreso en el hospital. Hasta entonces, me dice, he estado inconsciente. Debe de ser verdad. De ese espacio de tiempo sòlo puedo recordar que, a ratos, el arco iris bailaba ante mis ojos entre nubarrones negros como el carbón. Nada más. Y de antes mi deseo, frustrado, de quitarme la vida. No es fácil morirse. El topetazo tuvo que ser de órdago pero me salvó -¿que otra palabra he de emplear?- el toldo de una tienda de electrodomésticos. Asi que por desgracia sigo vivo, ligeramente magullado, con la misma leche agria y parecido desencanto. Debe de ser genética esta dificultad en irse de este mundo. Mi padre lo probó en varias ocasiones con pésimos resultados. En el primer intento se rompió las dos piernas y quedó con una cojera vitalicia; después del segundo, la acidez de estómago que le produjo el veneno le impedía dormir y se pasaba las noches de un lado a otro de la casa con los nervios a flor de piel; en el tercero y último acabó medio lelo, incapaz de repetir un nuevo ensayo. Tuvimos que aguantarlo varios años, babeando, ensuciándose encima, blasfemando a todas horas como un condenado. Murió del corazón, que es la muerte más vulgar que existe. Lo del médico no son preguntas, es un interrogatorio en toda regla disfrazado de auxilio psicológico. Pese a sus esfuerzos, muy poco amable. Da por probado que quise matarme, y es obvio que eso no es del agrado de los responsables del hospital, por lo que él, imagino que más burocráta que galeno, y en consecuencia lameculos, adopta ante mí aires de inquisidor. Un suicida frustrado debe de ser, para las arcas del Estado, para los funcionarios ocupados en sumar, restar y cumplimentar impresos y formularios, un individuo tan nefasto como el enfermo de cáncer de pulmón por culpa del tabaco. Un irresponsable. Alguien que debería apañárselas solo, sin ocupar la plaza de quienes pese a toda su prudencia caen enfermos. Es la conclusión a la que llego escuchando al doctor. Pero también me digo que si tarde o temprano hemos de acabar palmándola, ¿qué mas da la manera? ¿Y no es mejor así,


antes de hora, con el consiguiente ahorro de pensiones para la seguridad social? Eso es lo que pienso, aliviado por constatar que, pese al fracaso de mi intento, la cabeza me funciona, y eso es lo que me gustaría largarle al médico que anota mis respuestas. Sin embargo no están mis ánimos para perder el tiempo con él. Andaba algo bebido después de una fiesta, el alcohol me nubló la cabeza, tropecé y di un mal paso. Por desgracia la ventana estaba abierta de par en par. Sí, eso fue, le aseguro. Más que un mal paso, una mala caída. Desde un tercer piso. Él continúa arañando en mi subconsciente. ¿Que le importarán a él los motivos? Yo no deseo ayuda. Ya no la quiero. Lo del suicidio es una invención suya, le digo. Pero él menea la cabeza, negando. -Lo hice como protesta por la globalización –confieso finalmente al médico, harto ya de sus pesquisas y poco dispuesto a desvelar mi intimidad. Y cierro los ojos. Cuando el ruido de sus pasos me confirman que, decepcionado y rabioso, ya se ha ido, los abro de nuevo. El paciente de la cama contigua, con más aspecto de muerto que de vivo, me observa con atención. Una atención cabreada, muy cabreada. Hay muy mala leche en este hospital, por lo que veo. Hace un esfuerzo y se medio incorpora. -Hay que joderse -me suelta con voz cavernosa, de acento portugués-. Yo quiero vivir, y no puedo. Estoy en lista de espera para un higado que no llega. No me salen donantes compatibles. Y tú te quieres morir, y tampoco puedes. ¿Hay quien lo entienda? Esto no es justo. -Expuesto así, no, no hay quien lo entienda -reconozco. Quiere añadir algo más pero vacila. Al final lo escupe. -A lo mejor tu higado me va bien... Mejor dicho, sé que me irá bien. -No. -Pretendo hacerte entender que ya que vas a intentar suicidarte de nuevo, y espero que con éxito, deberías cedermelo. Tú no lo vas a necesitar una vez muerto. Sé agradecer los favores. -¿No oiste que no quise suicidarme, que se trató de un accidente? -En serio, entiendo que quieras dejar este mundo de mierda si lo pasas tan mal. ¿Quien ha de reprochartelo?


¿No tengo bastante con el médico que encima he de cargar con las intromisiones de este individuo? -Hablas de lo que no sabes. Y no he pedido tu parecer –le digo. -Sé más cosas de las que imaginas. Una de ellas es lo que ya te he dicho. Que allá –y mueve la mano derecha en un gesto vago- no sirve para nada un hígado. -Ni allá ni aquí. El mío flota en alcohol barato. Aunque fuera compatible te produciría vómitos, malhumor y jaquecas. Olvídalo. Calla unos segundos, pero enseguida vuelve a la carga. -Menudo motivo más estúpido te has inventado. Yo ya he olvidado todo. -¿Qué motivo? -El que dijiste. La globalización. -Bien –Quiero zanjar el asunto con ironía. Al fin y al cabo es un enfermo desahuciado que dice sandeces-. Te cedo lo que quieras. El hígado, el corazón, los pulmones, el pancreas y lo que tengo entre las piernas. Soy tuyo. Será como no morir del todo. Tiene su gracia eso. -¡Je, je! Si tu última donación fuera posible... Con tantos medicamentos para el higado hace ya años que no funciono –La sonrisa se le congela de repente-. Oye, ¿no te estarás cachondeando, eh? Cuando yo hablo, hablo muy en serio. Quiero vivir. En mis circunstancias no bromeaba al pedirte el hígado, ¿vale? Veo en sus ojos que, en efecto, no está para chistes. Hundidos en las órbitas, son como dos charcas pútridas. El tío tiene toda la pinta del que es capaz de darte con una silla en la cabeza. Por el órgano que le falta haría cualquier cosa. Hasta dar su vida, si no la tuviese ya perdida. Valga la paradoja. -Perdona –me excuso-. En las mías es natural el sarcasmo. -Claro, si –reconoce, ya algo relajado-. Tendrás que volver a empezar y eso jode mucho. Es evidente que no lo planeaste bien. Hay que mirar desde donde se tira uno al vacío, o escoger bien el veneno, o comprobar que hay balas en la recámara. Siento lástima de él, de su apego al mundo que le ha tocado vivir. Aunque quien sabe, a lo mejor


fue feliz alguna vez y el recuerdo le basta, es el madero que de momento le impide ahogarse en el naufragio, en el que confía para llegar a alguna playa. Yo seguiré siempre a la deriva, hundido, pero lamentablemente con aire en los pulmones para que la agonía perdure. Jamás fui dichoso. ¿Por que iba a serlo a partir de ahora? -Dije al médico lo primero que se me pasó por la cabeza. Una estupidez. Porque mis razones, de tenerlas, no importan a nadie. Con un suspiro de fatiga apoya de nuevo la cabeza en la almohada. -Eso es cierto. Y también lo es que, sean cuales sean, mi propuesta es firme. Pago –susurra- lo que en diez vidas no ganarías haciendo lo que has hecho hasta ahora.. -¿Pero sabes si mi hígado va a servirte? Yo mismo me asombro de la pregunta. ¿De que voy? ¿Qué me importa a mi eso? Su voz, respondiéndome, me llega mezclada con mis propias cavilaciones. - Sé positivamente que tu higado es el único que me conviene. Es obvio que tendrás que someterte a unos análisis antes de suicidarte de veras. Pura rutina, una simple comprobación. Del papeleo legal prescindiremos. Esas cosas las resuelvo yo a mi manera. Me sobra dinero e influencias para que ese detalle sea una minucia. Se te congelará el hígado, o tú entero, y allá, en Brasil, de donde soy, me harán el trasplante. Entran dos enfermeros para llevarse a mi compañero de cuarto. A lo mejor disponen de un donante para él. Ya me empezaba a incomodar su presencia. Al pasar junto a mi cama me dice por lo bajo: -Luego seguiremos hablando, no lo olvides. ¿Tozudo, no? Pero me suenan a amenaza sus palabras. No tardan en aparecer tres tipos sin afeitar, con el pelo revuelto, tejanos rotos y oliendo a sudor. Quieren utilizar mi caso en defensa de la antiglobalización. -Nadie ha llegado tan lejos como tú. ¡Autoinmolarse, como un bonzo! Serás nuestra bandera. -¿Globalización? –Me echaría a reir en otras circunstancias-. ¿Eso dije? Estaría pirado. A mi las hamburguesas me ponen. La verdad es que intenté suicidarme como protesta por la pena de muerte.


Escapan decepcionados. A las dos horas se presentan otros. También sin afeitar, con el pelo revuelto, tejanos rotos y oliendo a sudor. En este hospital las noticias vuelan. -Nadie ha llegado tan lejos como tú –afirman, repitiendo la misma cantinela-. Serás nuestra bandera contra la falsa democracia norteamericana en manos de Bushes y Schwarzenerges. ¡Abajo la silla eléctrica y la inyección letal! Por lo que veo todos buscan lo mismo, un pardillo. Con parecidas palabras. Pero éstos me caen simpáticos. Desde el punto de vista propagandístico un moribundo es siempre más rentable que un tipo sano. Al informarles enseguida de que no tengo nada grave, le es imposible ocultar su desencanto. Seguro que me quieren tetrapléjico, los cabrones. Los envio a la mierda. -Lo hice por la Pantoja -les grito mientras salen. Desde la puerta se despiden de mi con un corte de mangas. Otro psicólogo del centro no tarda en visitarme, afeitado y bien peinado. Es un individuo insignificante, calvo, viscoso y melifluo. Me coge una mano con ternura. Demasiada. Me mira, me sonrie, y me habla de algo que no entiendo en su jerga freudiana. -El motivo real fue un amor imposible -murmuro, procurando que mi voz tiemble de emoción. -¿Isabel Pantoja? Las noticias, en efecto, van a la velocidad de la luz.. -No, usted -, y entorno los párpados. Suelta con brusquedad mi mano, y deja de mirarme y sonreir-. Le amo -prosigo decidido-. Le he amado siempre. Se levanta como movido por un resorte. -Pero si no me conoces -protesta. -Pues debe ser por eso. Se va sin darme la espalda, seguro de que le estoy tomando el pelo. No sé para que coño sirven los psicólogos si no son capaces de discernir si uno es un bromista o un loco. Yo, la verdad, desde unos años para acá ando trastornado. Cualquier imbécil lo intuiría. Y es que no solamente no lo disimulo, si no que incluso lo exagero.


Al cura ya no le permito ni abrir la boca. No tolero que Dios se inmiscuya en mis pobres asuntos. En mi individualidad. Un Jefe de Estado, y Dios es el Jefe Supremo de todos los Jefes, ha de tener objetivos más amplios y generales. Propongo que se ocupe del hambre, por ejemplo. No de mi hambre, si no del hambre en mayúsculas. Salto de la cama como si hubiera visto al demonio, me visto y telefoneo por el móvil a mi mujer. Me cuelga al oir mi voz. Llamo luego a mi hija. Como siempre no se digna responderme. Entonces salgo a la calle a toda prisa, cojeando. Sin preocuparme del alta médica. Por el pasillo me cruzo con mi compañero, que espera a que lo devuelven en camilla a la habitación. -¿Pero a donde vas? –me pregunta con brusquedad. Se le nota que ya me considera parte de su propiedad privada. -No te va a servir mi hígado. Déjalo correr. Me agarra del brazo y acerca mi cara a la suya. Me susurra al oído: -¿Has leído a Cohelo? Se ha vuelto majara. Esa cuestión sólo las plantean los imbéciles. -¡Por supuesto que no! -Pues deberías leer “Las confesiones del peregrino” -¿Ah, si? -He tenido visiones recurrentes, como él. Sueños en los que un suicida disponía de un hígado que me salvaba la vida. No he venido aqui por otros motivos. En esos sueños lo he visto todo: España, el Hospital de La Paz, el suicida a mi lado en una habitación compartida de mierda… Pero hay que hacer caso de las señales, ¿me entiendes ahora? ¿comprendes porque te insisto? No es fortuito nuestro encuentro. Está escrito que... Me suelto antes de que me cuente el final de la historia, y a trancas y barrancas avanzo por el pasillo hacia la salida. Le oigo aullar exigiendo a los enfermeros que no me dejen escapar. Pero yo ya estoy en la calle. Me duele la cadera, de modo que no voy más allá de un parque cercano. El día es espléndido. Me da igual, es sólo una constatación que también haría si lloviera o nevara. Nada me importa. Vivir o


morir son las caras de una misma moneda, la única que tengo, sin valor alguno. Cristo resucitó para subir al paraiso. ¿Cuantos escalones más bajaré yo? ¿Habrá un infierno peor que en el que estoy? Me siento en un banco sin saber que hacer ni adonde ir. No tengo ni un euro en el bolsillo. Hay niños en unos columpios, por supuesto sudamericanas cobrizas que los vigilan, y la estatua de bronce enmohecido de un general a caballo en el centro de un estanque lleno de hojas podridas. Sujeta las bridas de la montura y mira con fijeza obsesiva un descomunal poste metálico de la luz que se alza a un palmo de sus narices. Seguramente no estaba cuando colocaron la estatua, y al general le sería dado contemplar entonces el bosquecillo de árboles frondosos oculto ahora detrás del armatoste. Lástima, porque es un hermoso tipo de largos bigotes con espada al cinto. Pero ya se sabe que la historia es ingrata. Aquí ha convertido al héroe glorioso en aprendiz de electricista. De este militar ya no se acuerda nadie. Languidece sepultado por las deyecciones de las aves a la espera del desguace. Como yo por las de la vida, abandonado por todos y por todo. Dos tipos altos, fornidos, rubios, con pinta de eslovacos o rumanos, se me colocan uno a cada lado en el banco. Encienden ambos un cigarrillo con parsimonia, expulsan el humo. Van bien vestidos, con chaqueta y corbata negra. Uno de ellos, el de mi derecha, se gira y me mira con insistencia. No me agrada su pinta y me levanto para irme. Pero su mano se posa en mi hombro. -¿A dónde vas, hombre? Quedate aquí y escucha. En efecto, es extranjero. Y se ve a la legua que tanto él como su colega no están para bromas. Son dos contra mi. -El jefe espera tu respuesta –prosigue con voz neutra No entiendo nada. ¿Quiénes son estos tipos? ¿Que jefe y que respuesta? Me hago el valiente. -¿Y quien coño eres tu? Me parece que te equivocas de persona, tio. El de la izquierda me da un pescozón mientras dice: -Calla y escucha, imbecil. -Tengo poca paciencia y menos tiempo –prosigue el de la derecha, que parece llevar la voz cantante-. Y el jefe ninguna de esas dos cosas, ¿comprendes? Necesita tu higado, así que espabila y


suicidate ya. ¡Joder, el moribundo del hospital! Curiosamente, ahora me aferro a mi existencia miserable. La situación es preocupante. Aquel hombre hablaba en serio. Intento escabullirme -Yo nunca quise quitarme la vida. Se lo he dicho y repetido. Además… Un nuevo pescozón, ahora más violento, del de la izquierda. -Me da igual lo que hayas dicho y lo que pretendas decirnos ahora. Si el jefe asegura que te querías suicidar es que esa era tu intención y asunto terminado. Asi que, o te vas voluntariamente de este mundo –se abre la chaqueta y me muestra un pistolón de palmo y medio-, o te echo yo de él de un tiro en la boca. Elige. Aunque en este último caso sería una vida perdida ya que tu higado no cumpliría el requisito exigido: que provenga de un suicida. Y perderías un millón de euros. Ese es el precio de la compraventa. Alucino. ¿Un kilo? Miro a uno y a otro con el estómago encogido. Un suicidio no es esto. A un suicidio no te pueden obligar. Entonces deja de serlo. Procuro razonarselo. -Mira, idiota, no me vengas con monsergas. Tarde o temprano acabarás lanzándote de nuevo por la ventana, asi que nadie obliga a nada. Nos limitamos a adelantar lo que sucederá mañana, pasado o el mes que viene. Sabemos todo de ti, y en ti sólo hay mierda. Si, nado en porquería. Sin embargo, ahora que dos tipos tratan de convencerme de que me arroje al vacío, me rebelo. Me asusto. De pronto, pensar en la muerte, una muerte tan cercana como la que me dibujan estos dos individuos, me produce terror. Un suicidio es un acto de libre voluntad, meditado o impulsivo, eso no importa. Nadie hay detrás de ti que te empuje a dar ese último paso. Lo decide uno mismo. Quiero vivir, quiero ser yo quien disponga de mi propia existencia. Acabar con ella cuando y como quiera. Me atrevo a preguntar: -¿Es esto una broma, no? Otro cogotazo casi me saca del banco. -Me estás tocando los huevos. Tu puta madre. ¿Todavía no te has dado cuenta de que esto es muy


serio? Al jefe le viene de días, o sea que escucha: con un millón, pedazo de idiota, arreglarás todos tus asuntos pendientes. Te rehabilitarás delante de tu mujer, tu hija, tus antiguos amigos. Hemos investigado tus miserias. Dispon del dinero como quieras, déjalo escrito. El jefe es un hombre de palabra y cumplirá tus instrucciones. De todas formas no tienes otra alternativa. Créele. Lo que te ofrece es calderilla para su cartera. Gana eso, y más, en un abrir y cerrar de ojos con sus negocios. Droga, ¿sabes? Y tráfico de mujeres, de órganos… Tendría los higados que quisiera pero, precisamente, ves que mala pata, ha elegido el tuyo. El iluminado de Cohelo tiene la culpa. Nuestro jefe confía en estas cosas raras. Y si te cuento todo esto es porque no vas a tener oportunidad de comentarlo con nadie. O te quitas la vida –se abre de nuevo la chaqueta, para mostrarme el pistolón- o te la quito yo y no cobras ni un euro. A mi no me viene de un difunto. Lo dejé todo en pos de un sueño, y para alcanzarlo me hundí en el alcohol y en la pobreza. No lo conseguí. Antes escribía cosas que a nadie interesaban, pero lo hacía. Ahora no escribo nada porque vivo en mi mismo, y en mí no hay nada interesante. Me he convertido en un proscrito. Bien, está claro que he perdido ya cualquier opción. Estoy acojonado. Soy un reo condenado a la última pena. Ni correr puedo para huir de mis verdugos porque cojeo. Sin darme cuenta se me escapa algo de orina y una mancha oscurece mis pantalones por la entrepierna. Estoy a punto de ponerme a llorar. Un millón… Ese es el precio de mi muerte o de mi vida. Nunca, ni borracho, imaginé que valiera tanto. Una luz se me enciende dentro de las oscuras tinieblas de mi desesperación. Demostrar, aunque sea falso, aunque sea mentira, ¿quién lo sabrá?, que no soy un inútil, que nunca lo fui. Si lo único que puedo salvar es el orgullo, he de hacerlo. Miro al de mi derecha. Me tiembla la voz al decirle: -El millón y un libro. Me observa un rato como el que no entiende nada. -¿Un libro? ¿Qué libro? -La publicación de una novela. Quinientos mil ejemplares, publicidad agresiva, traducción a varios idiomas, distribución mundial. -¿Novela? ¿Cuál?


-Una que tengo escrita y que ninguna editorial quiso publicar. La guardo en mi buhardilla. El dinero a mi mujer y mi hija, a plazos, como si fuesen mis derechos de autor por las ventas. Que tu jefe se ocupe de que sus amistades la compren, o que las compre él, a centenares, a miles, si a pesar de todo nadie se interesa por mi libro. Esta es mi contraoferta. O la acepta o saca la pistola y mátame aquí mismo y el higado se pudrirá con mis huesos. Se encoge de hombros. -Estás loco. Pero a mí me da igual. Aguarda un momento que hago la consulta. Se levanta y unos pasos más allá llama por el movil. Es una conversación breve, de apenas tres minutos, en las que el hombre, al final, se limita a asentir con movimientos de cabeza. Regresa a mi lado. -Será mucho más dinero, supera el doble de lo ofrecido, pero está conforme. Y ahora, tranquilamente, concretemos los pactos del acuerdo. El negocio ha de quedar concluido hoy mismo en todos –y recalca la palabra todos- sus términos. El plazo es de cinco horas –Saca un bloc y un bolígrafo de uno de los bolsillos de su chaqueta y me los tiende-. Anota lo que deseas y como lo quieres. ¡Ah, y dame tu movil! Por si se te ocurre alguna imprudencia. No has de telefonear a nadie, ¿para que? Y toma nota de que seguiremos tus pasos hasta el último momento. Somos tu sombra. Mientras escribo las gotas de sudor resbalan por mi frente. Se me escurre el bolígrafo de las manos. Tiemblo desde la raiz de los cabellos a los pies. Deberé beber, pienso, beber mucho. Borracho he deseado a mi propia hija; borracho la muerte tal vez sea un canto de sirena irresistible. Y me sonrío resignado ante la idea de ser una oca a la que han engordado el higado durante toda su vida para satisfacer el paladar de un poderoso. Foie nature.



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