Malvinas. Operación Chaff

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Ernesto V. Michelli

Malvinas: Operaci贸n Chaff Un Secreto Juego De Espejos


Michelli, Ernesto Víctor Malvinas : operación chaff, un secreto juego de espejos / Ernesto Víctor Michelli ; ilustrado por Ezequiel F. Martínez. - 1a ed. - Beccar : Grupo Abierto Libros, 2012. 240 p. ; 22x15 cm. - (Alas con historia) ISBN 978-987-25314-6-1 1. Narrativa Argentina. 2. Novela. I. Martínez, Ezequiel F., ilus. II. Título. CDD A863

© del libro Ernesto V. Michelli © de esta edición Grupo Abierto Libros Buenos Aires, Argentina 1ª edición diciembre 2011 En tapa “M5 vs Plymouth” en contratapa “Gambeteando misiles” por Exequiel Fernando Martínez Texto: Ernesto Víctor Michelli Diseño de tapa e interior: Claudia Maddonni Queda prohibida su reproducción sin la autorización del editor. Grupo Abierto Comunicaciones S.R.L. www.grupoabierto.com grupoabiertolibros@hotmail.com jaime@grupoabierto.com 500 ejemplares Hecho el depósito que marca la ley 11.723 ISBN: 978-987-25314-6-1 Impreso en la Argentina Imprenta Americana Labarden 157 - CABA - Argentina Tel. 4911-0016


Chaff: Contramedida de radar accionada por dispositivos o dispensadores instalados en las aeronaves, navíos o vehículos de guerra modernos como sistema de autodefensa. La contramedida consiste en propagar señuelos acordes con lo detectado ante la inminencia de un ataque con misiles. Estos señuelos son pequeñas láminas de aluminio, plástico metalizado u artificio pirotécnico (bengalas) que generan ecos, reflejos múltiples o emisiones térmicas como falsos objetivos que provocan perturbación en el sistema de guiado de los misiles autopropulsados con el propósito de dificultar el alcance sobre el objetivo real.

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Para mis nietos: Nicolรกs, Federico, Julieta, Fernando, Tomรกs y Natalia.



“En la guerra, la verdad tiene tanto de valor, que siempre debería ir protegida por una escolta de mentiras”. Winston Churchill “A fines de los años 50, un niño soñaba con ser piloto y volar hacia las islas Malvinas y luchar por esas tierras de ser necesario. A comienzos de los años 80, ese niño se había convertido en uno de los pilotos argentinos que entraba en combate por primera vez en su historia. Así, descubrió muy pronto que para enfrentar a un enemigo que tenía un enorme poder tecnológico, solo contaba con su destreza y su coraje sin igual, porque las fuerzas a las que pertenecía no disponían de ningún medio técnico que pudiera equiparársele. En ese lejano lugar del Atlántico Sur, en el que las distancias siempre son desmesuradas y el clima es hostil, esos hombres escribieron una de las páginas más heroicas de la historia de la aviación mundial. En nuestro mundo occidental, en el que la cobardía compite con la estupidez, el heroísmo de los aviadores argentinos es como un faro luminoso. Rindo homenaje a esos pilotos. Para mí, ellos ganaron la batalla aeronaval contra la flota inglesa. Para mí, que soy latino, eso fue un orgullo.” Pierre Clostermann, octubre de 1982 Luego de finalizado el Conflicto de 1982: “Ciertamente algún día se solucionará la disputa. Pero Malvinas demandará un tiempo muy largo y, de todos modos, habrá Gran Bretaña para rato en el Atlántico sur”. Embajador Lucio García Del Solar Símbolo del reclamo diplomático argentino por Malvinas



Prólogo La historia comienza en el año 1981, durante un torneo de golf en el que se

conocen Edgar y Linda. Él es un apuesto Aviador Militar argentino; ella, una hermosa funcionaria de la Embajada de los EEUU en Buenos Aires. Edgar tiene un hermano gemelo, Alex, radicado en Boston con su esposa y su hijo. Edgar y Alex son argentinos e hijos de un matrimonio irlandés que luego de vivir unos años en Hurlingham decidió regresar a Inglaterra. Al terminar la escuela media, Alex se orientó hacia la arquitectura y desarrolló una promisoria carrera en un estudio norteamericano. Edgar optó por volver a su país natal y entrar en la Fuerza Aérea. Como buenos gemelos, Edgar y Alex, de chicos, disfrutaron del juego de camuflar sus identidades. Intercambiaban la ropa, los roles y se divertían muchísimo confundiendo a sus amigos que no lograban discernir quién era quién. La bella diplomática estadounidense, el aviador militar argentino, su hermano gemelo y Serafín, un íntimo amigo de la niñez y camarada del aire de Edgar, más los lazos afectivos que los unen y las distintas lealtades que los separan, sirven de punto de partida para la trama de la novela. Un punto de partida que se va nutriendo a medida que el autor nos hace viajar en el tiempo del relato hacia el pasado y hacia lo que vendrá. Así comienza un interminable juego de espejos donde se van presentando nuevos personajes, nuevos ambientes además de las peripecias que afrontan estos hermanos y las mujeres que los aman, para montar una singular y solidaria red colectora de informaciones esenciales para beneficiar al más débil de los beligerantes que se midieron en el año 1982 durante el conflicto en el Atlántico Sur. Con una destreza poco habitual para un autor novato, con la voz y la óptica de un narrador testigo, Ernesto Michelli nos cuenta una historia que lo revela como un hombre maduro que ha vivido y reflexionado. El fruto de esa 9


madurez y reflexión está presente en este entramado de situaciones en el que coexisten diversas realidades. Y en esto reside la virtud de la historia. Poco importa si todo lo que se cuenta es verdadero, aunque sí es verosímil. Prueba de ello, son algunos episodios concretos acontecidos en el atroz y desgarrador marco de la Guerra de Malvinas tomados por el autor y hábilmente engarzados en la ficción de la trama de la novela. Sin lugar a dudas, la lectura de este libro, que se suma para enriquecer la saga de las obras publicadas sobre el mismo tema, nos ayudará a seguir comprendiendo el entramado de intereses y pasiones que se jugaron en esa guerra, y nos hará dudar también, en esa combinación de realidad y ficción, acerca de la veracidad de lo que esta historia nos revela. Lic. Oscar Luis Aranda Durañona

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Prefacio Esta novela, está inspirada en reales y públicas circunstancias relaciona-

das con el Conflicto del Atlántico Sur en el año 1982, protagonizado entre la República Argentina y el Reino Unido de Gran Bretaña. Ciertos personajes, hechos y escenarios en algunos casos son ficticios y en otros han sido tomados de la realidad y usados para dar forma a la trama. Cabe aclarar que cualquier parecido con la realidad será pura coincidencia. Me honra dedicar esta obra, con admiración y respeto, a los héroes argentinos, ciudadanos, civiles y militares de nuestras queridas Fuerzas Armadas y de Seguridad de aire, mar y tierra que, con alto valor y generosidad, participaron y ofrendaron su sangre y sus vidas en combate, y a los que sobrevivieron en tan noble gesta. Hago extensivo mi profundo agradecimiento, por sus nobles e importantes aportes en apoyo a nuestros combatientes en ese crucial evento, a aquellas naciones amigas, personas y organizaciones civiles que, en honor a su afinidad y respeto por nuestra patria, desde donde estuvieran, brindaron su solidaridad a expensas del propio riesgo político, diplomático, profesional o personal.

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“Caminante, son tus huellas, el camino nada más”

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Uno Edgar, Mayor aviador de la Fuerza Aérea Argentina, se aprestaba para

disputar una partida de golf aquel día 13 de marzo de 1980, como lo hacía casi todos los sábados. En esta oportunidad, en un torneo organizado por el Hurlingham Club a beneficio de la Asociación de Damas del Ateneo Celta para obras de Caridad y como festejo previo al Día del Santo Patrono de Irlanda, San Patricio. Había quedado en salir juntos en la misma línea en el torneo con sus grandes amigos, el matrimonio de Brenda Cáceres Conti y el Vicecomodoro Serafín Aldo Lobelli. La pareja de Edgar en este juego sería una amiga de su infancia que pertenecía a una familia tradicional de Hurlingham. Ella era Verónica Sander, una muy buena golfista de bajo handicap* y madre de tres hijos. Con sus treinta y nueve jóvenes años y dueño de un físico y porte envidiables, Edgar navegaba su soltería a gran altura y con viento de cola. Sus ojos pardos y cejas pronunciadas insertadas en una cara recia de rasgos sajones, el pelo rubio y casi un metro noventa de estatura imponían respeto entre los de su mismo sexo. Muy diferente era lo que provocaba entre el público femenino. Para ellas resultaba impactante y, si se lo proponía, cautivador. A pesar de saber que generaba estas reacciones, Edgar era bastante discreto y medido en su mundo de relaciones en el que siempre prevalecía el trato respetuoso y cordial. La amistad estaba en lo más alto de sus convicciones. Ya estaba en la casilla de palos cuando se enteró de que su amiga había tenido un problema familiar y no podría venir. Le gustaba jugar con ella porque lo hacía sin inhibiciones y con gran solvencia, a la par de cualquiera de los hombres con los que le tocara competir. La noticia no le cayó nada bien. Se trataba de un torneo especial fourball mix* y tendría de compañera a una desconocida. Esta circunstancia lo incomodaba. Ya había tenido un par de desafortunadas experiencias: cuando se trataba de competir a pleno en torneos, evitaba hacerlo 15


con alguien que no conociera por cuestiones de trato y confianza. Con Verónica no debía preocuparse por eso. Cuando fue a abonar el green fee* y estaba en la fila frente a la administración del Club, vio que delante de él había una mujer joven, alta, morocha, con un cuerpo tallado por los dioses y unas largas y torneadas piernas que lo dejaron sin respiración. A Edgar se le escapó un silbido de admiración. Ella se dio vuelta de inmediato para intentar localizar a semejante atrevido. Con gran destreza para salir del aprieto, Edgar simuló atarse los cordones de sus zapatos de golf, pero no pudo sobreponerse a la tentación de mirarla. Se encontró con sus claros ojos verdes que buscaban casi furiosos al autor del silbido y que tenían como marco una cara en la que el mejor de los amaneceres del paraíso quedaría desdibujado. Ni bien Edgar llegó a la taquilla, además de abonar y confirmar la salida, pidió a Mario, el cajero, que se fijara quién era la mujer que figuraba en su línea como compañera de juego. Mario revisó el listado y le dijo que su nombre era Linda Russell Perez; con handicap 7, norteamericana, que trabajaba en la Embajada de los Estados Unidos y justamente se trataba de la señorita que acababa de retirarse. El corazón de Edgar dio un respingo, miró su reloj y vio que apenas eran las diez de la mañana. Sin embargo apeló a un gracioso justificativo que un viejo amigo solía usar para adelantar la hora de disfrutar de un buen trago y pensó que en Brasil serían ya las doce. Sin dudarlo, Edgar consideró relajante y justificado ir al bar a tomar una cerveza y comer algo. La salida estaba programada para dentro de cuarenta minutos y necesitaba bajar los decibeles por el impacto que le había producido saber que esa tal Linda iba a ser su compañera de juego. *** Ya en la Salida del Hoyo 1, el starter* controló las tarjetas de los jugadores y, de acuerdo con los hándicaps, fue anotando en cada una los hoyos en los que cada jugador tenía golpes pues se trataba de un “fourball”. Mientras tanto, los participantes fueron presentándose y Edgar aprovechó la ocasión para saludar 16


formalmente a Linda con un perfecto inglés y una enorme sonrisa. Ella lo miró un tanto sorprendida por el dominio tan perfecto del idioma, pero le respondió con un seco y frío apretón de manos y sin pronunciar otra cosa que: “Linda Russell. Suerte”, después de lo cual dio media vuelta y se dispuso a preparar los elementos de juego para iniciar la partida. Edgar, con handicap 11, se aprestó a dar el golpe de salida en su turno muy nervioso por la presión de tener lograr un primer tiro que fuera por lo menos decente y tranquilizador de cara a los dieciocho hoyos. Supuso que tendría a toda costa que llevar la delantera en eficacia y resultados. Se sentía presionado no por la pareja oponente, sino por Linda. No podía permitirse papelón alguno para que nada afectara su prestigio ni el rendimiento del equipo. A último momento y antes de ejecutar su primer tiro de salida, dudó, repuso el Driver* en la bolsa y sacó la madera número tres. Firme y, quizá demasiado tenso frente a la pelota, inició un swing* tan poco ortodoxo que hizo que el impacto en la pelota fuera defectuoso y describiera una trayectoria increíblemente desviada hacia la derecha del fairway* para terminar pegada al pie de un añejo pino. La pelota había quedado en una posición injugable. A su turno Linda, flexible como un mimbre, golpeó la pelota y el tiro fue perfecto, largo y al centro del fairway. La dejó colocada para un fácil approach* al green*. Cuando Edgar llegó al lugar en el que se encontraba su pelota no lo podía creer. Se sentía totalmente crispado y tuvo que resignarse a perder un golpe. Maldijo por lo bajo, aunque no lo suficiente como para que su compañera no lo oyese. Ya liberado, Edgard ejecutó por fin el tiro al green pero se pasó y quedó en una trampa de arena. Linda permanecía inmutable y ejecutó a su turno con tanta precisión su approach que dejó la pelota a una cuarta del hoyo. Edgar nada podía aportar en el juego de ese hoyo. Linda embocó para un birdie* y los otros dos jugadores anotaron igual. En los siguientes cinco hoyos, el peso del juego era estoicamente soportado por Linda mientras Edgar no daba pie, o mejor dicho, palo con bola, tanto que tiró dos pelotas al agua en el hoyo 6. A esa altura del juego, iban dos golpes bajo el par gracias a la dama norteamericana. Edgar quería esfumarse de la cancha y evitaba mirar a Linda. De 17


pronto, en el trayecto hacia la salida del hoyo 7, Edgar sintió en el antebrazo una mano cálida y tersa que lo tomaba con suavidad. Cuando se dio vuelta, se encontró con esos ojos que ahora eran tiernos, que lo miraban y le preguntaban sin decir palabra qué le estaba pasando. A Edgar no le salían las palabras y ella se dio cuenta, por eso le dijo en un castellano casi perfecto: —Edgar, está apretando el calor. ¿No aceptaría un poco de agua fría de mi termo? La reacción de Edgar fue espontánea. Pasó de la angustia a la felicidad sin escalas pero seguía sin poder articular palabra. Solo atinó a detenerse y extender su brazo para recibir el agua. Mientras bebía, Linda lo miraba con cierto embeleso y, como si se conocieran desde siempre, le pidió en inglés si le podía hacer un favor. Edgar le dijo que por supuesto. En realidad estaba dispuesto a hacer lo que ella le pidiera. Entonces Linda agregó: —¿Por qué no juega como usted sabe? Me encanta jugar al golf y disfrutar del buen juego de los ocasionales compañeros de la partida. En realidad, es un torneo de beneficencia y estamos jugando, nada más. ¿Está de acuerdo? Edgar se sintió aliviado y sus prejuicios acerca de las golfistas, sobre todo mientras Linda le hablaba, le parecieron absurdos. Ella había logrado con sutil encanto tocar su orgullo y liberarlo de la presión que lo tenía inmovilizado. *** Por fin habían llegado al bar del hoyo 9 y podían disfrutar del relax durante el breve descanso. Edgar presentó de manera un tanto formal a Linda a sus amigos, los Lobelli. Ambas mujeres simpatizaron de inmediato y poco después se fueron conversando juntas rumbo al toilet. Apenas ellas se alejaron, Serafín miró con picardía a su amigo y le dijo: —Si vieras la cara de baboso que tenés... Parece que la morocha te fulminó, hermano. Aflojá un poco porque así no llegas al hoyo18. —¿Te parece?... Bah, no es para tanto. —Sí, claro…, lo mismo dijo el zorro de las uvas —se burló Serafín. Cuando las mujeres regresaron y antes de dirigirse hacia la salida del hoyo 18


10, se pusieron de acuerdo en algunas estrategias para encarar la segunda vuelta del fourball, entre otras, la mejor: Edgar, que a esa altura se sentía más que aliviado de la sensación de inquietud que había tenido durante la primera mitad del juego, le propuso que se tutearan y Linda estuvo de acuerdo. El juego fue transcurriendo a la par que aumentaba el esmero y concentración de ambos. Lograron complementarse para ir bajando golpes sin cometer errores porque en esta versión del juego se deben acumular no menos de cinco o seis golpes por debajo del par de la cancha para poder tener alguna chance de ganar. En el hoyo 14, muy peligroso porque tiene un hazard*de agua a la izquierda del fairway, Linda trató de jugarse a fondo para colocar su tiro de salida en un área de fairway estrecho y muy limitado por el agua, con el propósito de quedar en inmejorable posición para llegar al green con su segundo tiro. Lamentablemente su osadía la pagó muy cara pues la pelota cayó en el hazard de agua. Pero ella no se inmutó. Edgar la estaba observando y quedó aún más encantado con Linda. Le gustaron su coraje y su templanza ante la adversidad pues ambos hablaban muy claro de su calidad como jugadora. Este hoyo fue salvado por Edgard que, a pesar de haber decidido salir de manera muy conservadora, logró colocar un segundo tiro al green que fue admirado por todo el grupo. Edgar quiso devolver la gentileza a Linda y la consoló con palabras muy sentidas. Linda lo miró y le dijo: —Edgar, ¡gracias! No te imaginás lo necesitada que estoy de que alguien me reconforte en este momento tan terrible. Ambos se miraron un instante y rieron a carcajadas. *** El juego terminó, los participantes se saludaron, firmaron y entregaron las respectivas tarjetas en el buzón. Los Lobelli se fueron rápido porque tenían el casamiento de la hija de un amigo común y Linda y Edgar acordaron encontrarse en el bar del Club House luego del paso obligado por la casilla de palos y los vestuarios. 19


Reunidos nuevamente en el restaurante del club, se ubicaron en una mesa y ambos ordenaron, de común acuerdo, lomitos completos. Edgar eligió para beber una botella de vino torrontés salteño bien helado. Linda sabía poco de vinos pero le gustó la elección que había hecho Edgar por el aroma y el sabor afrutado. Quizás le recordaba el jerez, bebida que por su madre conocía y la deleitaba. La comida transcurrió de manera muy amena. Hablaron del golf, del torneo en el que habían participado...Y ambos fueron muy prudentes en las preguntas que se fueron haciendo para conocerse. Conversaron algo de sus familias y se contaron para matizar la velada algunas anécdotas entretenidas y graciosas de sus vidas. Lo que quedó claro para Edgar esa noche fue que Linda se sentía limitada con respecto a dar explicaciones o comentar ciertos detalles que tuvieran que ver con sus asuntos laborales y profesionales. Le aclaró que era de la idea de que esto que se iniciaba entre ellos, aunque se tratara solo de una amistad, se mantuviera en la más absoluta reserva. Le pidió que no la llamara ni la buscara. Tenía que esperar siempre que ella lo hiciera. Y que si se daba la oportunidad, debía proponer los lugares donde se pudieran citar, dadas las muy estrictas normas de discrecionalidad y reserva a las que debía ajustarse por cuestiones referidas a su cargo en la Embajada. Edgar comprendió enseguida cómo venía la mano y, cuidándose muy bien de no pisar en falso, le dio a Linda todas las garantías para que ella sintiera que podía confiar en él. También sintió que el diálogo se había vuelto muy acartonado y por eso, parafraseando el pasaje bíblico, le pidió que escuchara muy bien lo que iba a decir y le aseguró que en ella encomendaba su espíritu. Linda lo miró azorada sobre todo por la cara de loco con que Edgar le había hablado. Sin embargo, en menos de un segundo, se dio cuenta del calibre de payaso encantador que había en ese hombre al que apenas comenzaba a conocer. Sus carcajadas llamaron la atención de todos los parroquianos y golfistas de las mesas cercanas. Se quedaron conversando durante más de dos horas, ya eran casi las seis de la tarde y el tiempo había pasado sin que se dieran cuenta. Estaban por levantarse de la mesa cuando apareció el caddie* de Edgar para avisarles que 20


habían salido clasificados en el tercer puesto en el torneo, a solo tres golpes de la pareja ganadora. Linda y Edgard se miraron, se felicitaron, pidieron recíprocas disculpas por los errores cometidos y se prometieron que en la próxima seguramente iban a tener la revancha. —El golf siempre la brinda —aseguró Edgar aunque a esa altura no sabía si hablaba de que pudieran compartir en el futuro una partida de golf o un encuentro a solas. Todo podía ser.

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