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La mirada

La mirada Rosa María García Ruiz

Antonia pasaba las tardes de los viernes por delante de la cafetería, de vuelta ya del mercado. Era una tarea rutinaria, como la de cambiar las sábanas o desinfectar el baño; y, precisamente por eso, la mujer volvía cabizbaja, con el peso del aburrimiento y las preocupaciones sobre sus hombros. Pero siempre miraba hacia el interior de la cafetería. Casi una docena de mujeres, a veces alguna menos, compartiendo una merienda entre risas y chocolate. Alguna cerveza, algún té. Serán de un club de lectura, pensaba Antonia, a quien no habían pasado inadvertidos los libros encima de las mesas. Daba gusto verlas, arregladas como para un evento importante, gesticulando en lo que parecía una conversación amena. Qué buen rato, con lo que a ella le gustaba leer. Y hablar. Aunque cada vez hacía menos de ambas cosas. Ya no te digo reír. Todos los días en tensión, desde la mañana a la noche, para no hacer nada que a él le molestara; una tarea muy difícil de cumplir, porque a Paco le sacaba de quicio hasta su respirar.

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A veces fantaseaba con una hipotética conversación: y he pensado en apuntarme a ese club, iré mañana a preguntar, ¿qué te parece?, le diría mientras le servía sus gustosos boquerones en vinagre sobre una montaña de patatas fritas. Aprovecharía que a Paco le encantan los boquerones, le pondría la cerveza con la servilleta a la derecha, tres aceitunas también en el plato, todo a su gusto; y entonces, como si tal cosa, se lo diría.Y Paco le daría las gracias y luego la animaría a apuntarse, claro que sí, mujer, y así sales un rato y te aireas, que siempre estás metida en casa. Y le besaría en el cuello, como de recién casados, cuando Paco era su Paco.

No. Bien sabía ella que los boquerones acabarían estampados contra la pared del salón y comenzaría ahí una retahíla de reproches, luego de insultos y, en el mejor de los casos, algún empujón o zarandeo. Aún tenía en la mano izquierda la marca del cigarrillo de la última que tuvieron, que tuvo él, no se acordaba ahora ni por qué. Volver a Urgencias en menos de quince días sería mucho.

¿Otra vez le ha saltado aceite, Antonia? No, él no era tonto. Ella sí; y no porque se lo dijera Paco varias veces al día, sino porque así lo sentía ella. En qué momento dejó que todo se torciera, cómo empezó ese viaje oscuro que la había convertido en una mujer tan pequeña. Ay, si se enteraran los hijos. Que una cosa es saber que su padre siempre había tenido mala leche, de un carácter más bien hosco, siempre listo para una disputa, especialista en conversaciones a voces, un faltón; y otra muy distinta es esto. El mayor seguro que le agarraría de la pechera y le echaría de casa sin contemplaciones. Ganas le tenía. Suerte que había puesto kilómetros de por medio. Y su hija, su hija algo se olía, porque siempre que la llamaba insistía mucho en si estaba

bien. ¿De verdad que estás bien? No es casualidad que los dos se hayan ido a vivir tan lejos. La culpa también era suya, según Paco, que no has sabido mantenerles cerca del nido. Han salido a ti de despegados, decía.

Ese viernes Antonia pasó por la cafetería echa un manojo de nervios. En la carnicería no había picadillo de chorizo picante. La carnicera, qué iba a saber ella, comenzó a explicar no sé qué del repartidor, que no había podido traer el pedido. No lo escuchó bien, porque le llegaron las fuerzas justas para abrir el monedero y después recoger todas las monedas que se desperdigaron por el suelo. Pagó y salió sin despedirse. Por el camino ya le iba faltando el aire nada más de pensar en que Paco llegara del bar y no tuviera listo el picadillo junto a un chiquito de vino. Y qué le digo yo a este hombre -el corazón trotando en el pecho-, si no me va a dejar hablar. A Antonia ya le estaban doliendo los golpes en la espalda cuando volvió la cabeza para, por inercia, mirar al interior de la cafetería.Allí estaban ellas, uy, si hoy están todas, con sus amplias sonrisas. Pensó que vivir así sí merecía la pena.Y un llanto amargo se le quedó ahogado en la garganta y cuando una de aquellas mujeres la miró fijamente a través del cristal, pudo sacarlo fuera en forma de gemido. Y no sabe qué la impulsó a entrar en la cafetería y dirigirse hacia el grupo de mujeres.

Entonces Antonia aún no sabía que muchas de las que compartían mesa habían tenido la misma pena que ella, ni que la mujer que le había mirado a los ojos y se había levantado con urgencia para socorrerla cuando entró hipando en la cafetería, iba a ser quien la ayudara con los trámites de la denuncia, quien se encargara de llamar sus hijos, de coger las cosas que se quería llevar de su casa, quien la buscaría un trabajo. Nada de eso sabía Antonia en ese momento en el que, sentada como una más en el grupo y tratando de tranquilizarse, solo acertó a decir: ¿y qué libro estáis leyendo?