Ánima Barda Nº8 Oct-Nov 2012

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EL CUADRO DE LOS BRADBURY versión o si alguien manipulaba los hechos. —Sí —respondí con firmeza—, quiero verlo. —¡Pues lo verá! —repuso él con voz ahogada, apartando su cara de la mía. Los dos nos quedamos mirando el lienzo, alumbrados por la llama del pesado candelabro de bronce, mientras la luz que entraba por las ventanas disminuía, hasta desaparecer. Me acerqué un poco más y observé que el hombre inclinado tenía las manos en la garganta del que estaba tumbado. Lo estaba estrangulando. También pude ver que el cuadro que estaba detrás de ellos tenía pintada una escena similar, en la cual un hombre sujetaba por el hombro a una mujer mientras le clavaba un cuchillo en la espalda. Por la ropa, debían de ser del siglo pasado. —¿A quiénes representan las dos figuras principales del cuadro? —pregunté. —Uno es mi padre, el otro no lo sé —contestó Bradbury con una extraña calma. Le miré con sorpresa. Luego pregunté: —¿Y de quiénes son las figuras representadas en el pequeño lienzo que se ve al fondo? —De mi abuelo paterno, no recuerdo quién era la mujer —respondió con igual tono—. En el lienzo que aparece en la escena, siempre pinta en miniatura el asesinato anterior. —¿No ha conseguido comunicarse con él cuando se le aparece? —No —dijo—. Solo me mira en actitud suplicante. Lo veo en la biblioteca, a los pies de mi cama, siguiéndome por los pasillos, en los armarios. Siempre vigilando y suplicante. ¡No sé qué quie…! No llegó a terminar la frase. La puerta se cerró con un portazo, un reflejo de color brilló con violencia en el espejo y un murmullo se dejó oír en la habitación. La llama del candelabro se apagó y nos quedamos a oscuras. —¡Maldito! —gritó Bradbury descompuesto—. ¡Maldito seas mil veces! ¡Déjame en paz! —¡Tranquilícese! —exclamé nervioso mientras un frío intenso me corría por la espalda—. ¡Y encienda el candelabro, hombre!

Oí sus manoteos. Busqué la caja de cerillas en mis bolsillos, saqué una y la encendí. A su luz, pude ver al pobre hombre dando golpes al aire, con el candelabro apagado. Rápido, me acerqué a él, se lo quité de las manos y aproximé la cerilla. La luz pareció tranquilizarle. Le tomé del brazo y lo arrastré fuera de la habitación. La cerilla se me cayó de la mano. Bajamos al salón, le hice sentarse y le preparé un coñac. Yo me tomé otro. Mientras bebíamos, le observé. Estaba ensimismado, poco a poco recuperaba el color y la cordura. —¿Cree usted que eso lo ha provocado él? —le pregunté. —¡Sí! Lo hace para asustarle a usted y molestarme a mí. —¿Lo suele hacer con tanta intensidad? Me miró. —¿Le ha sorprendido, verdad? —murmuró. Luego dio otro sorbo a la copa y se quedó pensativo—. Suponiendo que haya sido él, no, normalmente no suele ser tan agresivo. —Levantó la cara—. Pero se habrá dado usted cuenta de que en la habitación no había corrientes de aire. —Es cierto, no había corrientes de aire — coincidí—. A pesar de todo me cuesta creer su historia, debe comprenderlo. —En la habitación me dijo que quería ver cómo cambiaba el contenido del cuadro, ¿no es así? —Sí, eso dije. —Pues ahora él lo ha oído, y actuará en consecuencia. —¿Piensa usted que empezará a pintar el cuadro de nuevo? —pregunté con interés. —¡Sí! Empezará pronto, ya lo verá. Ahora no se le puede parar. —Pero, ¿qué relación hay entre el cuadro y los asesinatos? —Es como si él, a través de la pintura, influyera en la voluntad del asesino para que cometa el crimen. Así ha sido en las ocasiones anteriores. —¡Bien! Entonces quiero asegurarme de que la habitación permanezca cerrada, y

Ánima Barda - Pulp Magazine

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