La voz de san roque, número 4

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Badajoz · NOVIEMBRE 2010 · número 4, año I

LA PICURIÑA,

historia de silencios Álvaro Meléndez Teodoro • Enrique Vidarte José Luis Fernández Pérez • Pedro Montero Montero


Obispo San Juan de Ribera, 11 • Telfs.: 924 22 42 61 - 924 22 42 58 Avda. Santa Marina, 2 • Telf.: 924 25 73 01 Ricardo Carapeto, 78 • Telf.: 924 23 04 86 • BADAJOZ •


ficha técnica “La Voz de San Roque” Nº 4 • Año I • Noviembre 2010

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Edita: Medios Urbanos de Comunicación (MUC) Tel. 924 244 940 e-mail: mucsr@yahoo.es web: http://vozsanroque.blogspot.com/

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Director: Juan Antonio Méndez del Soto Fotografía: © HooK, Rosario Seller

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Actualidad Redacción

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Documentos para la historia de San Roque (I) Álvaro Meléndez Teodoro

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Una mala época, el sino, el fuego y el olvido Juan Antonio Méndez del Soto

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Una historia para La Picuriña. Estrella Boza Juan Antonio Méndez del Soto •3•

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por Juan Antonio MÉNDEZ DEL SOTO

editorial

Fuera lo que fuese a mí me gustaba No es el mismo revellín de San Roque o el “Revellín” —como usted lo prefiera— que veo ahora, que el de días atrás. Aquél que lucia una torre blanca y altanera que te indicaba fuera de toda duda que estabas entrando en la barriada. Una torre sin ningún valor arquitectónico, según los expertos, sin tiempo suficiente —1945, pese a que algunos se empecinen en datarla repetidamente en 1970— para haber adquirido la solera necesaria a fin de obtener el derecho a la conservación, al indulto Parece ser que todos los “guardianes” de la ciudad se han alegrado de su desaparición. Así he podido leer: “…la Asociación solicitó al Ayuntamiento precisamente la demolición de este elemento extraño y ajeno al sistema abaluartado, la torre de bomberos que sobresalía de manera ostentosa por encima del Fuerte desvirtuando por completo su carácter defensivo.”

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“Guardianes” a los que respeto, admiro en algún grado y animo desde estas páginas a continuar su labor a favor de nuestra ciudad y su patrimonio. Labor en ocasiones ingrata y poco reconocida. Carácter defensivo, cierto, es la utilidad para la que se construyó. Un fuerte, un ángulo mortal que apenas se distinguía del terreno yermo que lo rodeaba, sin adornos a fin de no llamar la atención, sobrio como toda construcción militar. Un obstáculo, en la carrera hacía la ciudad, que llenaba de horror a los ojos de aquellos soldados de ejércitos de otros países, a los que muchos de ellos nunca regresaron. Historias de tiempos remotos, de cuando las guerras se hacían con mucho ruido de pólvora en avancarga, espadas y la batalla no estaba ganada hasta que no llegaba al objetivo la infantería. En la recuperación de su antigua imagen, ¿será dotado de una nueva guarnición de tropa y armamento?, para así recuperar


totalmente su carácter defensivo. ¿Qué defenderá hoy? ¿Qué ha de defender mañana? ¿Esperamos un nuevo conflicto de arcos y flechas? Sin lugar a discusión alguna, el “Revellín”, hoy es algo de la Historia de Badajoz que tenemos que conservar, como hubo que hacerlo con el de La Picuriña, Pardaleras y tantos lienzos de muralla. No estaría mal que la propuesta de su recuperación se llevara a cabo por algún medio. Aún a riesgo que esta ciudad pueda parecer un parque temático, más vale turista con euros en mano, que cientos estudiando y luego años restaurando. El revellín de San Roque tendrá un uso que dista mucho del bélico y se construirá con materiales modernos de hoy, un albergue juvenil y despachos para asociaciones, nada que ver con lo militar, insisto. ¿Impedía la torre de los bomberos ver lo que queda del revellín? ¿Lo afeaba? ¿Se derribó solo por quedar en fuerte como se hizo? ¿Cuántas capas, estratos, edificios… tendríamos que eliminar para encontrar y dejar la tierra como se la encontró el ser humano por primera vez? ¿Tenemos que seguir adelante o nos volvemos a los orígenes? Para mi era la imagen de San Roque, esa torre ostentosa por encima del fuerte, saludo cuando entrabas en él desde la Ronda del Pilar, por la carretera de Circunvalación… El hasta pronto o el “aquí te espero” de la salida. Bien podía haber sido la imagen, el escudo del Barrio, como lo es ese ancla, por cierto de un barco que jamás fondeó en Badajoz, para Santa Marina, su insignia. La “Torre” estaba muy bien en su sitio, prepotente, vigilante, acogedora como un faro en la costa, dando una identidad inequívoca a todo un barrio. Quizás adaptándola de la mejor manera posible a las nuevas construcciones y acondicionando su interior para mayor utilidad, no hubiera sido un trasto más que desahuciar.

Todo esto ya es “pólvora mojada”. Nadie nos escuchó a tiempo. Álvaro Meléndez decía en nuestro número dos: “…que conllevará la desaparición de todo el proyecto anterior, incluida la torre. Cosa que estimo inadecuada, ya que la torre se ha constituido como elemento significativo del paisaje urbano sanroqueño.” Y en el mismo número, en el artículo El Revellín será albergue juvenil: “En nuestra opinión debería conservarse…” Desgraciadamente sólo era una pobre torre de bomberos, sin arte, sin edad, construida con materiales pobres. Total, haber sido un elemento más del paisaje de la ciudad, en particular de San Roque, que la gran mayoría de los pacenses de hoy conocen desde que nacieron, con poco más de medio siglo, no han constituido argumentos suficientes para su indulto. Tampoco nadie levantó la voz para oponerse, ni en Badajoz, ni en San Roque, que ha perdido parte de su historia como barrio, que comenzó hace tan solo, noventa y ocho años, treinta y tres años más que la “Torre de los Bomberos”, que descanse en paz. Si la Historia de un pueblo es importante, mucho más lo es el presente, pues es donde estamos fraguando la historia para futuro. Nada carece de importancia por el simple hecho de ser nuevo. No sé si estas frases las ha podido decir alguien antes que yo, dicen que todo está inventado, pero por si acaso, sepa que por lo pronto son mías y que nadie me las quite, por muy recientes que sean. Echaré de menos la “Torre de los bomberos”. ¿Y vosotros: Monago, Galache, Manolo, José Luis..? Ya no será lo mismo. De lejos, nada que sobresalga ostentosamente llamándote la atención, te indicará donde empieza San Roque. Bueno sí, al otro lado, la gasolinera.

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Fuera lo que fuese a mí me gustaba. •6•


REDACCIÓN

actualidad

La accb y sus propuestas para la recuperación de los parques de San Roque en el número 14 de “O Pelourinho”

A

comienzos de este mes fue presentado en el Salón de Columnas de la Diputación, el número 14 del Boletín de Relaciones Transfronterizas “O Pelourinho”, que dirige Moisés Cayetano Rosado. Este nuevo número en sus páginas nos ofrece tres interesantes trabajos: “Fortificaciones abaluartadas de la raya hispano-lusa”, bajo la reconocida firma del director de la publicación. “Las murallas de Badajoz”, un amplio estudio de gran valor a cargo del profesor de Geografía e Historia Julián García Blanco. “Plan de rehabilitación y revitalización del recinto amurallado de badajoz” de la Asociación Cívica de la Ciudad de Badajoz, que ha sido realizado por un equipo formado por miembros de la asociación y asesores externos. Este trabajo supone un ambicioso cúmulo de propuestas a fin

De derecha a izquierda: Julián García Blanco, Moisés Cayetano y Presidente de la ACCB.

de lograr la mayor recuperación posible de las murallas de nuestra ciudad –lienzos desaparecidos, puertas, fortines…– Pero por lo que respecta a San Roque, tenemos que destacar su Anexo I, el cual hace referencia a los Jardines de San Roque o de la Legión. Según a ACCB, los parques hoy son toda una ruina. “… Pero ha sido la dejadez la que ha sumido al parque en una ruina social…”. El anexo muestra varias fotografías, unas tomadas en 1960 y otras en la actualidad, en las que se puede observar con claridad la degradación que ha sufrido en los últimos años. Este boletín, “O Pelourinho”, que es editado por la Diputación Provincial de Badajoz, es de distribución gratuita, una razón más por la que no puede faltar en la biblioteca de un sanroqueño preocupado por su Barrio.

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Documentos para la historia de San Roque (I)

por Álvaro MELÉNDEZ TEODORO

El voto de Badajoz a guardar la fiesta de San Roque. Creo importante, para la labor que esta asumiendo esta publicación, ir aportando documentos que vayan trazando el perfil de éste, y de todos los barrios de nuestra ciudad, que es en definitiva la historia de todos nosotros. Éste documento que a continuación trascribimos es muestra de ello. Es, sin duda, la Ermita el centro fundamental de esta ubicación y el culto a San Roque de los antiguos en nuestra ciudad. Son retazos de nuestra memoria y de nuestra historia. Para comenzar y merced a la amabilidad de doña María Dolores Gómez-Tejedor, Archivera Municipal de Badajoz, reprodu-

cimos la trascripción del Acta del Cabildo de 16 de agosto de 1637, en que la Ciudad de Badajoz hace Voto de guardar la fiesta de San Roque: …San Roque: En la ciudad de Badajoz a los dieciséis días del mes de agosto del año de mil seiscientos y treinta y siete, en las casas del ayuntamiento de esta Ciudad se juntaron S. Med. Don Sebastián de agüero, corregidor de esta ciudad y algunos caballeros regidores y dijeron que por cuanto hoy, dicho día es el en que se celebra el tránsito del glorioso San Roque, esta ciudad por lo que le toca y en nombre de sus vecinos ha de votar su fiesta y para que conste la forma del dicho voto acordaron se haga en la manera siguiente:

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Voto que hizo esta ciudad de guardar el día de San Roque. En la muy noble y muy leal ciudad de Badajoz, a dieciséis días del mes de agosto de mil seiscientos y treinta y siete, el Sr. D. Seb. de Agüero, corregidor y justicia mayor por S. Mgd. De esta dicha ciudad de Badajoz y su partido, y los demás Srs. Justicia y regimiento de esta dicha ciudad, por ciudad y como padres de la república y en nombre de todos los caballeros hijosdalgos, oficiales y hombres buenos y demás vecinos y moradores, estantes y habitantes en ella, dijeron que a honra y gloria de Dios ntro. Sr. y pª que su Divina Majestad sea servido de mirar a esta república con ojos de misericordia, favoreciéndola en sus aflicciones y trabajos como piadosísimo padre y particularmente librándola de pestilencia y de todo mal contagiosos por los méritos e intercesión del bienaventurado S. Roque, a quién eligen por particular abogado, hacen voto y promesa públicamente y en presencia de todo el pueblo de guardar por día de fiesta, en esta ciudad de Badajoz el día en que la Iglesia celebra el gloriosos tránsito del bienaventurado San Roque, que es a dieciséis días del mes de agosto de cada año, pª siempre jamás, desde hoy en adelante, la cual dicha fiesta quieren guardar y que se guarde según y como se guardan las demás fiestas de guardar que celebra y guarda la Sta. Madre Iglesia por días festivos en esta ciudad, al cual dicho voto y promesa se obligan en nombre de todos sus ciudadanos y demás personas, y a que guardarán la dicha fiesta y harán que los demás la guarden, y piden y suplican al Sr. D. Gabriel Ortiz de Sotomayor, obispo de este obispado, del Consejo de S. Mgtd. sea servido de confirmar este dicho voto y festividad interponiendo para ello su autoridad judicial decreto y conceder cuarenta días de perdón y a los Sres. Deán y Cbdo. de esta Sta. Iglesia, y demás prebendados eclesiásticos de esta ciudad y clerecía de ella, el consentimiento, ayuda y favor para que se guarde y celebre la fiesta del dicho santo con la solemnidad que las demás fiestas que se guardan en esta ciudad, y lo firmaron. [Firma del corregidor y 19 regidores y del escribano Manuel León] Y acordado el dicho voto se remitió un traslado firmado para su merced el dicho corregidor. D. Gómez de Solís, alguacil mayor, D. Juan de Alvarado, Diego de la Rocha de Cáceres y Pedro Sánchez Doblado, regidores, a su Señoría D. Gabriel Ortiz de Sotomayor del Consejo de su Mgtd. Obispo de este obispado y remitido salieron en cuerpo de ciudad con sus maceros del dicho Aytº a la Sta. Iglesia Catedral de esta ciudad donde tomó su lugar y asientos, y estando en ella se comenzaron los oficios divinos y se hizo procesión por el claustro de la dicha Santa Iglesia y acabada volvió a tomar su lugar, y recomenzó la misa mayor y a la oración del ofertorio de ella pasó el cabildo eclesiástico y el dicho Sr. Obispo del coro al altar mayor y estando en él se publicó en el púlpito de la dicha Santa Iglesia el dicho voto hecho por esta ciudad, y la aprobación del dicho Sr. Obispo, y así hecho y publicado S. Merced, el dicho corregidor, por lo que le toca y D. Fernando Becerra Guevara, alférez mayor, como voto más preeminente en nombre del regimiento dijeron “ansi lo prometemos” luego el dicho Sr. Obispo y prebendados volvieron del dicho altar mayor al coro y se prosiguió la misa y, acabada, salió esta ciudad en la forma referida hasta las casas del Ayto. donde se deshizo el cuerpo de ciudad. Manuel del León [rubricado el original]. •9•



Una mala época, el sino, el fuego y el olvido

por Juan Antonio MÉNDEZ DEL SOTO La Picuriña

El recuerdo es patrimonio de los viejos. Tiene su lógica, ya que es más el tiempo pasado que el que queda por vivir. Los que nos reunimos aquella tarde para conversar sobre el tema que nos ocupa, no nos consideramos viejos, aun cuando alguno pasaba los sesenta y el resto contamos ya con el medio siglo a las espaldas. Todos guardaban sus recuerdos, más o menos lejanos en el tiempo de: Una Mala Época, los grises y largos años transcurridos desde la posguerra y el final de esos a los que eufemísticamente se les llamó: “el año del hambre”, el año… El Sino, quizás mejor hubiéramos podido titular: La Mala Suerte. Pero no, porque hubo quien llevó aquellas carencias como una salvación a lo que les podía haber ocurrido en sus lugares de origen y el penoso peregrinar de los años anteriores.

historia de La Picuriña. De aquella Picuriña oscura, marginal y temida que tuvo su inicio veinticuatro años atrás. Todo comienza en el frío y lluvioso Noviembre de 1948, en el preciso instante que tres familias llegan a las inmediaciones del fuerte de La Picuriña, en las que ya se levantaban diez grandes pabellones de viviendas. Pero ellos no iban a vivir en ninguna de aquellas casas, de unos cincuenta metros cuadrados, ya que estaban habitadas hacía tiempo. A las tres familias se les habían concedido unos cuantos metros al otro lado del fuerte, a espaldas de la carretera de la Corte y por encima del vertedero de la ciudad, para que se construyeran como buenamente pudieran los cuchitriles en los que iban a pasar los próximos años. Nadie podía prever cuantos serían con exactitud.

El Fuego, que todo lo arrasa, y también purifica, y en este caso libera. El Olvido, simple y llanamente porque lo malo cuando se cambia a mejor se olvida y porque durante casi tres décadas de los habitantes de aquellas casas de tablas y latas nadie se acordó al apartarlos de la vista, al esconderlos en un lugar de poco tránsito. “La Picuriña”, un tema que siempre se ha circunvalado y del que hoy queremos hablar en estas páginas. Los comienzos En agosto de 1972 un incendio, que no causó daños personales, acabó con la • 11 •


Aquél año, como tantos otros, el Guadiana se desbordó y una vez más se llevó con el las chabolas de Las Moreras, ocurrió por “ Todos Los Santos”. Los damnificados fueron acogidos en el Hospital de San Sebastián y un comedor social de la calle San Agustín, por un corto espacio de tiempo, hasta que las aguas que anegaron sus viviendas regresaron a su cauce que fueron devueltos a Las Moreras. Modesto Murillo, uno de los artífices de este articulo, nacería siete meses después en el seno de una de aquellas familias que, a diferencia con los otros afectados y sin saber la razón, fueron trasladadas directamente a La Picuriña, con exactitud en la que formaba su madre Antonia Maldonado, más conocida por Antonia “La Quincallera” y sus cuatro hijas. Las otras dos las componían su abuela con nueve hijos y una señora procedente de Olivenza, de nombre Mariana y cuatro o cinco hijos. De inmediato, solo un corto tiempo para intentar creer en la cruda realidad en la que se encontraban inmersos, comenzaron la construcción de sus casas de

“mampostería”, que decían ellos, con los materiales que tenían a mano: tablas, latas, cartones y algunos ladrillos de adobe. Un poco después, cuando ya habían terminado sus chabolas, una nueva riada los desahuciara una vez más a los vecinos de Las Moreras, pero en esta ocasión no fueron acogidos en el Hospital y el comedor social, fueron conducidos a La Picuriña, a bordo de camiones del Ejercito dirigidos por Juan Alba, para asentarse en ella junto a las tres primeras familias, en unos terrenos propiedad o que le fueron cedidos a un tal Barrera. Pasado el tiempo. llegarían más habitantes, en los últimos años mayoritariamente de etnia gitana. Salubridad Fueron años muy largos y difíciles para la gran mayoría de los vecinos de Badajoz, mucho más para aquellos que abandonaron sus localidades, Cheles, Villanueva del Fresno, Olivenza…, que perdieron sus casas, tierras, trabajo y no en pocos casos a sus maridos durante la contienda, o tras ella por el acoso y represalias a las

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que fueron sometidos por los nuevos vencedores. Vinieron a la capital buscando el anonimato, sosiego y nuevas oportunidades. No sé si lograron el anonimato y el sosiego, las nuevas oportunidades no, con toda seguridad, pero al menos encontraron un cobijo en aquellas “casas de tablas”. La nueva urbanización, por llamarla de algún modo, carecía absolutamente de todo. No había electricidad, por lo que las noches eran largas, muy largas y llenas de intranquilidad, que solo lograba quebrar las notas de alguien, que sentado en el umbral de una puerta, entonaba una copla. Oscuridad, que ahuyentaba aún más a los fieles creyentes de la leyenda negra, que tempranamente comenzó a circular por Badajoz y fue creciendo desmesuradamente. “Era más la fama”, me dice Modesto, “En otros barrios incluso hubo muertes, en La Picuriña no.” Tampoco se disponía de agua corriente, había que llevarla desde la fuente hasta las tinajas, que poseían la mayoría de las chabolas colocadas en el lugar más umbroso, para que en los secos veranos, aquellos de “la pertinaz sequía”, se mantuviera fresca. “Los más afortunados ó los que por la edad o estar impedidos les era imposi-

José Manuel Ferrera Boza

ble ir a la fuente, podían adquirírsela a los aguadores que recorrían las calles, ofreciéndola a veinticinco céntimos el cántaro.” Añade José Manuel Ferrera, otro de los contertulios que nació y vivió en “La Picu”, como él la llama. Las aguas mayores, menores, intermedias, todas las aguas a falta de una mínima canalización sanitaria, corrían libremente cerro abajo desde las embarradas calles. El olor que desprendían aquellos lodos saturados por las aguas negras, se unían a los del vertedero. Un olor acre, denso, graso envolvía al aire, insufrible para los foráneos que se acercaban a la zona, pero a los de casa no les hería el olfato, estaban más que acostumbrados. “La mierda de uno no huele”. Asevera uno de nuestros invitados con cierta ironía. En los tiempos que recuerda José Manuel Ferrera, el vertedero ya no estaba allí, fue trasladado al cruce de la Carretera de la Corte con la Nacional V. Al olor de aguas fecales y desperdicios se les unía el aroma muy particular de las piaras de cerdos que hocicaban en las basuras, bajo la vigilante mirada de los porqueros, los cuales vivían allí mismo, en una de las dependencias del fuerte.

Modesto Murillo Maldonado

Pese al entorno insalubre en que se desarrollaba la vida, parece ser, que la si• 13 •


tuación sanitaria de los vecinos, difería poco de la del resto de la ciudad. Según nuestros entrevistados, no se conoció ningún caso de Tuberculosis, a diferencia del gran número que se detectaron entre los años cincuenta y sesenta en Badajoz. “Más mató la Cirrosis y el Tabaco”. La atención médica, cuando era necesaria, la encontraban en “Los Pinos”, “Hospital Provincial” y “Cruz Roja”. En cuanto al aseo personal no era muy diferente al de otros barrios, exceptuando los de nueva construcción, como por ejemplo “Santa Marina” o “Grupos de José Antonio” que ya poseían cuartos de baños con bañera y ducha, aparte del lavabo, inodoro e incluso bidé. En verano ningún problema con el agua, incluso estaban la de los ríos, claras y limpias, pero en invierno… Más de una mañana, Modesto tuvo que romper la gruesa capa de carámbano que cubría el agua de la panera, donde solían lavarse la cara. Para aseos completos: baños de zinc y ollas de agua caliente, como mucho una vez a la semana y, por supuesto, compartidos con los hermanos. Día a día La vida cotidiana era cordial. Existía un espíritu de solidaridad y ayuda, aunque, como en cualquier lugar, había de todo y estos que nadaban contra corriente eran casos puntuales. Pese a ellos, las puertas de las casas siempre estaban abiertas. Algo lo que se le otorgaba mucho valor, casi exigido, era la Lealtad y se podía decir que entre todos los vecinos existía un pacto de silencio en todo los ámbitos. Un pacto de silencio, me temo, que aún se mantenga inconscientemente. Un pacto comprensible hasta cierto punto, ya que en La Picuriña vivían auténticos

fuera de la Ley, de las leyes que imperaban en aquellos años de penurias. Que se recuerde, el mayor delito que se ocultaba, dentro de los límites de La Picuriña, era el contrabando. Actividad de la que no poseía la exclusividad, ya que conocemos contrabandistas en La Moreras, El Progreso, Cerro de Reyes… Lugares, que como el que nos ocupa, atesoraban todo tipo de necesidades, incluida la falta de trabajo. El arriesgado contrabando paliaba levemente algunas de las carencias de muchas familias inmersas en pobreza total. Una dedicación penosa y repleta de peligros, a la que únicamente se optaba al no quedar otra salida. Me equivoco, existía otra, siempre hay otra salida, en este caso la de perecer. Así se asumía el continuo riesgo de ser detenido por la Guardia Civil e incluso terminar en aquellas cárceles de entonces. El no escuchar o no obedecer el célebre ¡alto!, se podía traducir en una bala “perdida” o “rebotada” que atravesaba fortuita y certeramente el corazón. Lo mínimo que podía ocurrir era perder la carga. Mínimo mirando desde aquí, desde la distancia, desde la comodidad, porque para ellos aquellas cargas podían suponer la vida de todos lo suyos. En aquellas mochilas, a veces fardos, se encontraba invertido todo el dinero que poseían, en ocasiones prestado y que tenía que ser devuelto con exquisita puntualidad. Aquellas cargas eran variopintas, las más conocidas eran las de café torrefactado, negro como la noche, porque daba mas de sí que el de tueste natural, en paquetes cilíndricos de diferentes pesos. Tabaco rubio, mayoritariamente sin filtro, de marcas portuguesas ya olvidadas: “Tip – Top”, “Tres Veinte (20 20 20), Sintra… y otras inglesas para caprichosos de codo en la barra, palillo entre los labios y lim-

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piabotas a sus pies. Comida, preferentemente queso y harina. Y algo que valía oro y salvó muchas vidas: Penicilina. Cargas que en ocasiones llenaban los bolsillos de otros que sabían moverse mejor y hasta con menos riesgos en el mercado negro, en el que los productos podían volverse diamantes. No dudo y creo que nadie lo pueda rebatir, al menos en gran medida, que a causa de estos hombres y mujeres se instituyó aquél pacto de silencio, este pacto de silencio, que pese a no existir los temores de antaño se mantiene hoy, en ocasiones por ocultar que en la familia hubo un “mochilero”, que con su esfuerzo la sacó para adelante y ayudó a otros, totalmente desconocidos, a paliar su hambre y enfermedades El contrabando, para la Justicia un delito. En La Picuriña simplemente un medio de vida, un trabajo, que junto a los que tenían algo que ver con la albañilería suponían las fuentes de ingresos más comunes.

Hubo quien se hizo con algún capital gracias a la trapería, recogida de cartones y chatarra. Otros trabajaron de aguadores, areneros, braceros y en todo aquello que le proporcionara una ganancia económica por mínima que fuera. Un caso excepcional, recuerda Modesto, el del señor Manuel, que trabajaba en Hacienda y le impartió clases particulares. Desconoce las razones por las que vivía allí. ¿Infancia? ¿Juventud? Ser niño en La Picuriña fue difícil. Pronto se tenía que perder la inocencia para poder seguir viviendo en un mundo sin oportunidades, en el que lo que había era para el primero que llegara. El entorno no se prestaba a la dulzura de la candidez ni tiempo para fantasías. Con la recogida de chatarra y cartones, los niños, con los primeros pelos del bigote, generaban sus primeras ganancias que ayudaban a la economía familiar, tras vender lo encontrado a “Bru” o “Ramalle-

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da”. Más adelante serían contratados por Sotoca y Pedro Amapola para hacer alguna chapuza que otra. A la escuela no comenzaron a asistir hasta que no estuvo construida la primera nave del colegio “Virgen de Guadalupe” o como era llamado por los jesuitas el “Pabellón A”, lo que ocurría en 1963. Las clases, en un principio, les eran impartidas en el horario nocturno de nueve a diez. Es de justicia mencionar el importante vínculo de los jesuitas y de las Escuelas Profesionales “Virgen de Guadalupe” con La Picuriña, sin olvidar a la de “San José”. Desde los comienzos del barrio dieron su ayuda. Recordemos las célebres campañas del padre López o “Padre Perra Chica”, que solía llevar a cabo acompañado de un pequeño asno. En el colegio, el más cercano, se han formado la mayoría de los muchachos, hoy grandes profesionales en mecánica, electricidad, fresa, torno… Sin embargo, los que por circunstancias familiares o falta de capacidad tenían que abandonar los estudios, se enfrentaban de inmediato a la vida laboral, normalmente como aprendices. José Manuel confirma con la cabeza y añade: “La mayoría no cobraba hasta que se les reconocía que estaba capacitados en el oficio. Aprender se aprendía y a conciencia. Yo empecé de aprendíz de camarero de barra y hasta los seis meses no me dejaron servir una cerveza y siempre bajo la mirada del encargado o el jefe de barra”. En ambas épocas, me refiero a las de Modesto y José Manuel, tenía grandes dificultades ser niño y se era por poco tiempo, enseguida te hacían un “hombre”. “Había que arrimar el hombro” para que la familia prosperara, pero de cualquier forma siempre se sacaba un rato para el

juego y las aventuras, las cuales también podían ser provechosas, sobre todo si la aventura era ir a cazar ranas, pájaros, conejos o berros, cardillos… cualquier cosa que se pudiera comer o vender o trapichear. En los tiempos de Modesto, las aventuras a la puerta de casa, había mucho que investigar y descubrir en la zona, el Fuerte guardaba muchos misterios. En sus muros se podía encontrar balas de plomo deformadas por el impacto y en sus alrededores se hallaron innumerables bolas negras de hierro, que no eran otra cosa que balas de cañón de cuando la Guerra de la Independencia, que acabaron en alguna chatarrería a cambio de algunas pesetillas. Parte de ellas distraídas en algún pequeño paquete de polvo de algarroba, confites o en el humo compartido de un primer cigarrillo a escondidas. Se cuenta, que cuando se descubrió un enterramiento, creo que visigodo, un chaval encontró un anillo de cobre, pero le perteneció por escasos momentos, pues de inmediato le fue arrebatado por un policía. Otro una espada, un yelmo, un collar… Incluso se habló de un gran tesoro que sacaría a todos de la pobreza, pero nadie lo vio. El resto de los juegos no difería mucho de a los que practicaban los niños de la ciudad: desafíos futbolísticos, La Picota, El Aro, con las primeras lluvias el Pinche, Rescatar, bolindres, chapas, al pañuelo. Las niñas a La Role, La Comba, El Guarino, a Mosca sin reír y sin hablar, ¡arriba mosca!... No puedo mencionar, aunque así lo calificara José Manuel, como un juego a las célebres “guerrillas”, que se solían mantener contra los niños de otros barrios a pedrada limpia. Cuantas “piteras” siguen picando con los cambios de tiempo.

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Los niños de la “Picu” llegaron a combatir en zonas tan apartadas como los bloques de pisos del Puente Nuevo. Eran muy temidos por su arrojo y contundencia. El temor interno, y el externo también Los niños cambiaron al igual que el entorno en el que se criaron e hicieron hombres duros, sin miedo a las dificultades. Desapareció el vertedero, gran parte del fuerte y los pabellones, de los que solamente se mantuvo en píe uno, el más alejado, hasta 1978. Llegaron los gitanos y con ellos algo comenzó a terminar. Las costumbres de los recién llegados eran muy diferentes, al poco tiempo de asentarse campearon como si todo les perteneciese e intentaron imponer su Ley. La convivencia habitual se resintió notablemente, los viejos vecinos cerraron sus puertas y dio comienzo el tiempo de: “Cada uno en su casa y Dios en la de todos”, pero no se les dio la espalda. Si La Picuriña ya sufría con la idealización negativa que de ella tenían los vecinos de Badajoz, incluidos los más cercanos, a partir de la llegada de los nuevos moradores se convirtió en un verdadero geto de innumerables peligros. Aunque Félix, cobrador de “Garcinuño”, cuenta que él allí no padeció ningún problema, que po-

día dejar la moto en la que se trasladaba aparcada y fuera de su vigilancia, nadie la tocaba, pero en otros… como el Cerro de Reyes, allí sí que existía el auténtico peligro, en el le llegaron a robar, las cosas cambiaban mucho. De cualquier forma, pocos eran los que se atrevían a adentrarse más allá de los grupos “Ruiz de La Serna” o de la calle de Los Milagros. Andrés otro de nuestros contertulios y también vecino de La Picuriña, es radical en su opinión: “Si no llega a incendiarse, aquello hubiera terminado siendo peor que “Los Colorines”. Fines y finales Modesto y José Manuel hacen un gesto queriéndome indicar que Andrés exagera, pero el se ratifica y pone ejemplos de estos días. En lo que todos parecen estar de acuerdo, es en la labor que desarrollaron el párroco de La Santísima Trinidad, don Lorenzo y su coadjutor don José Manuel, ya casi al final, cuando La Picuriña gozaba de electricidad, alcantarillado y agua corriente y en otras zonas de la ciudad, que se extendía a pasos agigantados, se construían nuevas viviendas sociales como las del

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Cerro de Reyes o Suerte de Saavedra, de mejor calidad que las hechas en lo que se llamó “La Uva”, por Unidad de Viviendas de Absorción, o bien “Las Ochocientas”. Recuerdos, un tanto velados, desvaídos, con poco color. Recuerdos de nombres muy conocidos por ellos, de Joaquín “el barbero” y Miguel “el loco”, una pareja que discutía eternamente por cualquier asunto, en particular de política, cada uno era de una opinión diferente. Antonia “la quinquillera”, dueña de una de las tres tiendas del lugar, a la que hoy, a sus noventa y dos años, continúan visitando los antiguos vecinos con asiduidad. Ayudó a mucha gente en los tiempos difíciles. La señá Manuela, otra dueña de tienda. Estrella Boza, que solucionó algunos males del cuerpo con su saber sobre hierbas medicinales, hierbas que vendió durante muchos años en la calle Zapatería. Tantos y tantos nombres, todos porque a fin de cuentas todos se conocían, así como sus alegrías y sus penas. A la postre priman los buenos recuerdos. El 3 Agosto de 1978, el fuego arrasó completamente una hilera de chabolas. El incendio, cuyas causas nunca han sido conocidas, se inició en las chabolas de la parte de poniente, propagándose rápidamente ayudado por los materiales con los que estaban construidas las viviendas. Ardieron por completo sesenta edificaciones y con ella sus respectivos enseres.

Gracias a la rápida intervención de los bomberos municipales —el Parque de Bomberos se encontraba en el revellín de San Roque—, que contó con la ayuda del Servicio Contra Incendios de la Base Aérea de Talavera y la colaboración de la Policía Armada y la Guardia Civil, pudo evitarse que la catástrofe tomara mayores proporciones. No hubo que lamentar daños personales. El número de personas que perdieron su hogar ascendió a 378, que fueron alojadas provisionalmente en la poterna de Menacho. Se contaron muchas cosas sobre las posibles causas que pudieron originar el incendio, unos que si había ocurrido por un ajuste de cuentas entre gitanos, mas nadie detectó ninguna reyerta previa al incendio entre ellos. Sobre La Picuriña y sus vecinos corrieron muchas historias, muchas de ellas auténticos infundíos. Otros que alguien con mucha influencia sobre los vecinos dijo: “Si queréis que os den una de esas viviendas nuevas, prenderle fuego a estas”. Tampoco hay nada que pruebe esto, pero lo cierto es que tras el incendio los vecinos del asentamiento, que comenzara veinticuatro años atrás, comenzaron a ser realojados en las nuevas casas del Cerro de Reyes, Suerte de Saavedra y también en La Uva. La Picuriña de hoy es el lugar en el que se hayan un campo de fútbol y de los pocos y ajados restos de un fuerte que recuperó su nombre. La Picuriña de la marginalidad se fue diluyendo paulatinamente, ya sólo queda la evocación, recuerdos un tanto almibarados por los años, por la extraña costumbre de la mente a primar los buenos y porque tienen un alto contenido en silencios.

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por Juan Antonio MÉNDEZ DEL SOTO

Una historia para La Picuriña

ESTRELLA BOZA La Historia de La Picuriña no es más que un breve capítulo en la vida de las personas que la habitaron. La historias de sus vidas comenzaron algunos años antes de 1948, como pocos una década, antes de que aquellos camiones del Ejército los condujeran, como en un pasaje bíblico, a aquellos terrenos junto al antiguo fuerte, que ellos pensaron que llegaban a la Gloria. Era un lugar elevado, lleno de sol y aire seco. El río más cercano no parecía peligroso y mucho tenía que crecer para llegar hasta allí. Por fin poseían un lugar donde asentarse definitivamente, en el que criar a sus hijos, en el que prosperar y sobre todo dejar de ir y venir de un puente a otro como si de una maldición se tratase. Para desentrañar y comprender todos los misterios que se ocultaron en La Picuriña, solo es posible a través de las historias de los vecinos, de todas juntas y de cada una de ellas por separado, sin excepciones. En ellas se encuentra la clave. Algo a estas alturas casi imposible. No por el ingente tiempo y trabajo que hay que invertir, sino por los años que han transcurrido que nublan el recuerdo, han ocasionado la desaparición de muchos protagonistas y que continua su fatal recorrido por las esferas de nuestros relojes quitándonos el tiempo. Alguien tenía que tomar la tarea y narrar lo más completas posible esas historias

para que no se perdieran irrecuperablemente. Es un buen tema y da para mucho. Nosotros aquí, en esta publicación, por desgracia no tenemos páginas suficientes para abordar con la profundidad necesaria para algo tan extenso. En representación y como homenaje a todos aquellos que pasaron parte de sus años en La Picuriña, ofrecemos un esbozo, un pequeño apunte de la vida de Estrella Boza González, la historia de una de aquellas heroicas mujeres que supieron vencer al destino. Estrella Boza, la protagonista de esta historia que quiero contar y hacer rozar este número de “La Voz de San Roque” con la monografía, llegó a Badajoz como otros muchos desde Villanueva del Fresno, junto a sus padres, Enrique Boza Alcántara y Jacoba González Salgado, y hermanos. Enrique trabajaba en el campo y Jacoba era gran conocedora de hierbas

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medicinales y con ellas sanaba a personas y animales.

dos, en los que ya vivían otras familias que les dejaron compartir el espacio.

Estrella tenía cinco años recién cumplidos. Corría el año 1940, poco después que El Caudillo diera por terminada la Guerra.

Una mañana a primera hora por orden expresa del señor Alcalde, con el fin de librarlos de los rigores de aquél frío invierno, fueron trasladados a un local de beneficencia conocido por “La Casa de Todos”, en la calle San Agustín.

Se instalaron en San Roque, en la casa de unos familiares que le dieron acogida. Los primeros días que aunque apretados fueron llevaderos, pero como suele ocurrir siempre hasta en la mejores convivencias, los roces y pequeñas desavenencias más, en este caso, la escasez del espacio disponible y alimentos, terminaron con ellos en la calle. La bondad como la paciencia no son eternas. Pocos eran los sitios que Enrique Boza podía buscar. En Badajoz la vivienda era escasa, quizás alguna habitación con derechos a cocina, pero para nuestra familia incluso esta última opción estaba vetada a causa de su economía. No es que estuviera maltrecha, simplemente no existía. La calle es grande y el campo más. Lograron cobijo bajo el puente de Gévora, cerca de allí, Enrique había encontrado trabajo. No voy a entrar en las penalidades que ofrece vivir en un lugar como ese, cualquiera, aún sin ninguna experiencia, puede imaginárselo. Bajo el puente tenían un techo, era algo y posiblemente bajo él podían haber permanecido durante más tiempo, pero llegó el invierno y el hambre se agudizó, el entorno estaba esquilmado y lo que podían encontrar, en el mejor de los casos era poco. Se decidió regresar a Badajoz e intentar comer en alguno de los comedores para pobres que existían, como los de “Auxilio Social”. Con respecto a la vivienda, solo cambiaron de arco, el de Gévora por uno de los del Puente de Palmas, hoy cega-

Aquellos fueron años raros en todos los aspectos, hasta en la climatología. El 18 de Febrero de 1941 un gran temporal azotó a casi toda la Península. En Badajoz un ciclón, fenómeno del que no se tenía noticia de que hubiera ocurrido en el pasado, sopló durante ocho horas seguidas, derribando cientos de árboles en lugares como la plaza López de Ayala. Causó un muerto y siete heridos, derribó muros, voló cuantiosas techumbres y la ciudad permaneció a oscuras. En un lugar entre Badajoz y La Roca de la Sierra, el viento arrancó más de dos mil encinas y quinientos olivos. Para los vecinos de la ciudad y para el recuerdo, aquél fue el “Año de Huracán”, para los integrantes de la familia Boza la causa de un traslado más. Debido a los enormes destrozos producidos por el vendaval, fueron muchos los afectados, por lo que se necesitó sitio para acogerlos mientras eran reparados los daños, por lo que los Boza fueron trasladados a un lagar en desuso, tras el Hospital de “San Sebastián”, justo en la calle Zurbarán. Un caserón de grandes puertas pintadas de azul cielo, por las que podían pasar los carros cargados, un gran patio y dependencias al frente, a derecha e izquierda. Un lugar lleno de tristes recuerdos para Estrella. Allí vio impotente como dos de sus hermanos morían de inanición, ¡de hambre!, que para esto nada valen florituras.

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Aquella niña aprendió sin maestros, del dolor, del desamparo, de que solo con el deseo no se obtiene nada y rezar… Dios tenía que andar muy ocupado en aquellos tiempos. Pese a todo nunca perdió la Fe. ¿Qué podía pasar por la cabeza de aquella niña de casi ocho años? A sus pocas experiencias, todas ellas de penurias, se unía otra terrorífica para su edad, la de haber estado cerca de la Muerte y haber comprobado lo fácil que se puede ir la Vida. Cuantas noches de insomnio, cuantas pesadillas. A las desgracias no debe gustarle viajar solas, siempre lo hacen en grupo. A los pocos días de la pérdida de sus hijos, fueron echados del “Lagar”. Sí, así de tajante y parco: Echados. La razón, ninguna. Es muy posible que temieran un contagio por alguna enfermedad de las que circulaban por la época, el miedo siempre ha sido una buena excusa. Siempre crees que cuando la Vida te golpea y caes, que has tocado el fondo, pero de inmediato la Vida te enseña que no existe fondo alguno, que puedes caer más y más y más… Una nueva mudanza y otra vez con el Guadiana de vecino, en la margen derecha bajo los álamos, de lo que años después sería la playa “Amigos del Guadiana”, “La Playa”. Enrique, como siempre con esfuerzo, construyó para los suyos una pequeña chabola. En ella nació otra niña, la última que concebiría el matrimonio. Una nueva hija a la que todos recibieron con alegría. Nadie pensó que era otra boca que alimentar y evidentemente esta nueva hermana no llevaba ningún pan bajo el brazo. Ni el Sino de los Boza cambió. Unos obreros aparecieron sorpresivamente y en un

parpadeo derribaron la chabola por orden del Ayuntamiento. ¿Aquél desvivir no acabaría nunca? Enrique llegó a pensar que había sido objeto de una maldición similar a la del Judío Errante. Una vez más tuvieron que buscar el resguardo del Puente de Palmas. En esta ocasión por mucho más tiempo, hasta que Enrique llegó a ahorrar sesenta pesetas, era el año 1946. Sesenta pesetas de sangre, ahorradas sustrayéndolas a otras necesidades. Con aquella cantidad adquirió un pequeño terreno en Las Moreras, en el que con paciencia volvió a construir otra casa, esta toda de madera. Un lugar estable donde él y Jacoba podían hallar la felicidad que tanto se les había negado. A sus once años, Estrella ya sabía casi todo lo que una mujer adulta tenía que conocer, más lo que su madre le iba enseñando sobre plantas medicinales, sus propiedades y usos. Solo dos cortos años esperó la Naturaleza para decirle a los Boza que habían invertido mal aquellas sesenta pesetas. Era uno de Noviembre, el día de la festividad de Todos los Santos de 1948 cuando un Guadiana enfurecido arrasó Las Moreras. Una vez más nuestra familia se vio obligada a peregrinar. Primero hasta el Hospital

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Provincial y poco después, nuevamente a Las Moreras, cuando las aguas regresaron a su cauce. Con la paciencia que solamente los santos suelen tener, montó un sombrajo en el lugar que antes ocupó la casa de madera. El río, indolente, sordo a las súplicas, ajeno al daño que causaba, creció una vez más y otra vez acabó con los esfuerzos de Enrique. Desesperación, ¿cuántas veces tendría que comenzar? ¿Cuál era el delito cometido para tanta condena? Pero en esta ocasión, los camiones del Ejército no los llevarían a los lugares de siempre, algún pequeño dios debió apiadarse de ellos. Alguien había cedido unos terrenos situados junto al fuerte de La Picuriña. Hasta allí fueron conducidos, junto a sus escasas pertenencias. Volvieron a construir otro hogar de tablas y latas, en aquella parcela de cincuenta metros cuadrados, que se convertiría en el número cinco de la calle Galindo. Años tranquilos, de carencias pero tranquilos al fin. Estrella acompañaba a su madre al campo a buscar las hierbas, a la Plaza Alta donde las vendía y continuaba aprendiendo sobre ellas. A los dieciseis años, toda una moza ya, comenzó a asistir, acompañada de su madre como era de rigor, a los bailes que todos los domingos se celebraban en San Roque. Un domingo de aquellos conoció a Casimiro con el que ya, desde lejos, había cruzado alguna mirada furtiva. Al año siguiente, 1952, contrajeron matrimonio y se ubicaron en el hogar de Enrique y Jacoba. Ya se sabe: donde cabe… La pareja tuvo once hijos que no apartaron a Estrella de sus plantas. Solo empa-

ñaba aquella felicidad la preocupación y el miedo cuando el “palo de espanta a los perros” de Casimiro no se encontraba tras la puerta, cuando amanecía y él no había regresado aún. Venticuatro años de estabilidad, obviando historias negras, dejadez, olvido. Llegó Agosto de aquél 1972, el fuego arrasó La Picuriña. No ardieron todas las chabolas, pero fue suficiente para que todos fueran realojados en unas viviendas dignas. Estrella, Casimiro y su prole, se trasladaron a la UVA donde les concedieron una vivienda. Aquella sí que era una casa de verdad, con paredes lisas y techo claro. Sin rendijas por las que poderse colar el viento. Dos años duró aquella felicidad. El 13 de Mayo de 1974, cuando contaba treinta y nueve años de edad, veintidós de casado y once hijos, Casimiro Ferrera abandonaba este mundo. Rabia, impotencia, sentimientos que muy bien conocía Estrella, que a partir de ese aciago instante, se vio obligada a vender sus hierbas en un puesto en la calle Zapatería, a fin de alimentar a sus hijos. Hoy Estrella Boza disfruta de setenta y cinco años, continua viviendo en la UVA, cobra una pensión mínima de viudedad, goza viendo feliz como sus hijos han sabido prosperar y llevar una vida muy lejana a la que a ella le tocó en suerte. Y sigue con su amor y dedicación a las plantas medicinales sin las que no le sería posible vivir. “Las plantas son su vida”, me dice su hijo José Manuel, poeta y autor de los versos que cierran estas líneas.

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Allí, fui la basura, el chatarrero,/pulmones de hormigón y cemento;/contrabandista ágil,/aguador y carbonero…/El ceniciento: “Vagos y Maleantes”/del Movimiento.

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