Simon Rodriguez Biografia 1771 1797

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BIOGRAFÍA DE SIMÓN RODRÍGUEZ 1771 – 1797 Simón Rodríguez llegó a la vida en Caracas, el 28 de octubre de 1771. ¿Quiénes fueron sus padres? Los escritores venezolanos del siglo pasado, Ramón de la Plaza y Arístides Rojas -que pudieron recabar información de primera mano en las familias caraqueñasexpresan que el padre se llamó Alejandro Carreño y la madre Rosalía Rodríguez. El niño Simón adoptó el apellido materno; no así su hermano, quien prefirió el paterno. Las gentes en Caracas les llamaban a los dos indistintamente: los hermanos Carreño. Durante el lapso colonial, en América, los hijos, legítimos o ilegítimos, tomaban el patronímico con libertad de escogencia.

Arístides Rojas agrega que el padre de los dos expósitos murió temprano y que éstos quedaron bajo la tutela del tío, el presbítero José Rafael Rodríguez -“sacerdote muy respetado y de gran saber”-, quien se encargó de la educación de ambos


El año del nacimiento de Rodríguez, la ciudad de Caracas se aproximaba a los 25.000 habitantes. Había en ella, como en el resto de Venezuela, una estratificación étnico-social que, para todo el país, hallábase clasificada así (hacia el año 1800): blancos peninsulares y canarios y blancos criollos, el 20,3 %; pardos, negros libres y manumisos y negros esclavos, el 61,3 %; negros cimarrones, indios tributarios, indios no tributarios y población indígena marginal, el 18,4 por ciento. La descripción de la ciudad la hicieron tanto el historiador José Oviedo y Baños como Alejandro Humboldt, en muy notable coincidencia de detalles.


A este ambiente, que achica y agranda los ojos del niño Simón Narciso, requiérese añadir lo relativo a la moral, las costumbres, los fanatismos e injusticias. No hubo en Venezuela, tal vez, la misma corrupción desaforada que hallaron en el Perú, la Nueva Granada, el Ecuador, los comisionados regios Jorge Juan y Antonio de Ulloa, en el dieciocho; ni se produjeron, quizás, las comprobaciones del obispo Federico González Suárez en el Archivo de Indias de Sevilla, relativas a la bajísima moral social en esas regiones, durante la colonia, pero tampoco Venezuela pudo constituir excepción.

La obra en varios volúmenes de Monseñor Martí -Relación de la visita general que en la diócesis de Caracas y Venezuela hizo el Ilmo. Sr. Dn. Mariano Martí (duró doce años, entre 1771 y 1783)- trae abundante información relativa a la conducta de las gentes de los diversos niveles sociales.


En todo caso, frente a esta problemática moral, ideológica y sociológica, y desde el altozano de la educación, actuará Simón Rodríguez, ya para denunciarla, ya para enrumbarla. Forjado él mismo por un sacerdote de principios, severos -que también los hubo entonces- puede hablar con claro conocimiento de lo positivo y de lo negativo. Sin perder la sistematización típica del clero y el férreo enrumbamiento, desembocará, no obstante, en la mar de lo innovador ideológico, de lo aglutinador sociológico, de lo educativo puro. Quizás obraron para ello las muchas condiciones negativas aquí señaladas, y a las que hubo de retar.


El germen inicial de conocimientos para Simón Narciso debió de provenir de la escuela pública. Todo cuanto diga más tarde sobre las formas educativas vigentes, se fundará en la experiencia personal. Tres escuelas tenía entonces la ciudad: la adscrita a la Universidad, regida por un religioso capuchino; la del convento de San Francisco, a cargo de Fray Jesús Zidardia; y la pública, fundada en la segunda mitad del dieciséis. No interesa que Simón y su hermano hubiesen concurrido a uno u otro de esos establecimientos: en los tres se enseñaba lo mismo y regían idénticos métodos.

Se instrumentan en Venezuela en el siglo dieciocho no pocas innovaciones de entidad políticoeconómica, que hacen, en cierto, modo, contraste con la congelada marcha de la educación pública.


Los jóvenes, en Caracas, viéronse impelidos a ponerse al día, por lo mucho que ya había introducido la empresa comercial Guipuzcoana y lo que llegaba en cada navío. Se palpaba, o se intuía, que mucho diferente existía en Europa. La juventud es curiosidad y urgencia de saber. Simón Narciso Rodríguez, Andrés Bello, entre otros, entraron a tomar conocimientos, conceptos, con sentido dinámico y tenaz.


En la escuela, el niño Simón Narciso no debió de aprender sino aquello poquísimo que él mismo, ya de maestro, denunciará en un trabajo enviado al Ayuntamiento. Lo sólido y constructivo, en punto a carácter, hubo de recibir, en labra sistemática y lenta, del sacerdote su tío, persona docta y austera que vivía con él. En sustancia, se sembraron en el infante gérmenes destinados a hacer de la existencia un ascenso, una fragua, en medio de rezos y de adoctrinamientos de fe cristiana.

Los sacerdotes, al margen de su comportamiento moral, en cuanto clase, eran necesariamente instruidos y hasta sapientes, por obligatoriedad de su condición; mantenían, por consecuencia, fuerte sentido de autoridad en el medio social; el pueblo acataba ese saber, otorgándole reverencia; los clérigos llevaban el título de doctores. El niño, así, fue amoldando su carácter en la severidad y la disciplina, sometido a horas exactas y ejercicios rutinarios inevitables.


Esa incipiente vida empezó a sentirse “con destino”. Los dos expósitos, en casa del sacerdote, tomarían derrotero de precisión, cada cual según su personal tendencia. Cayetano será el católico ejemplar hasta su muerte en 1836. Simón tomará otras calles, por el mundo. Todos los valores de entonces, universitarios o no, hicieron su ruta erudita por personal esfuerzo, autoeducándose, leyendo.


Puede suponerse, por deducción, que Rodríguez, tal vez entrado apenas en la pubertad, haya sido admitido como ayudante del educador Guillermo Pelgrón, maestro principal de primeras letras, latinidad y elocuencia. Su natural tendencia era enseñar; su pobreza exigíale trabajar, las lecturas le habían enrumbado. Algo más tarde el propio Pelgrón le avalará ante el Cabildo para que se le dé la dirección de la Escuela Municipal. Una ayudantía era un aprendizaje, una marcha necesaria de primeros pasos, en una ciudad donde nadie preparaba educadores. Rodríguez va formándose aceradamente en una ciudad de estamentos y clases, de algunos escándalos, de muy contrastadas divisiones políticas, invadida subterráneamente por los principios de la Enciclopedia y de una educación dañosamente estancada.


Y se produce la fe de bautismo profesional de Simón Rodríguez: el Cabildo de Caracas le otorga el título de maestro el 23 de mayo de 1791, “a consecuencia de lo representado por don Guillermo Pelgrón, maestro principal de primeras letras, latinidad y elocuencia de esta capital, proponiendo para servir la escuela de niños de primeras letras a dicho don Simón Rodríguez, de este vecindario, y a consecuencia de lo que han expuesto los alcaldes ordinarios acerca de su conducta y habilidad; gozará del sueldo de cien pesos”.

A esta remuneración se sumarán las cantidades que le abonen los padres de los estudiantes en cuotas de 20, 16, 12, 10, 8, 6 y 4 reales; los pobres, no pagan nada. Abre la escuela. El maestro de veinte años se entiende desde el principio con numerosos estudiantes, que llegarán a la cifra de ciento catorce. ¿Qué otra presión podía incidir ahí sino la del entusiasmo, la vitalidad creadora y el sentido de lucha, además de una inmensa paciencia?


La mayoría de los educandos pertenecen a las familias de mayor prestancia en la ciudad; probablemente se practicó alguna selección. Como entre los niños hay nueve expósitos, los Cabildantes se alarman, pero no determinan medidas en contra, tal vez para respetar así la situación del propio maestro, expósito también.

Según una lista firmada por Rodríguez, que se guarda en el Archivo del Concejo Municipal caraqueño de los años 1778 a 1799, aparecen allí, entre muchos, estos nombres de escolares: Mariano Montilla Padrón, Francisco Alcántara Piñango, Simón Bolívar Palacios, Ignacio del Toro Ibarra (hijo del Marqués del Toro), Francisco Nicolás Tovar Guía, Juan José Díaz Ureta, Francisco Negrete Betancourt, Manuel María España Tinoco, José María Monagas Yépez, Timoteo Llamoza Chasín, Nicolás Antonio Toro Barba, Mateo Plaza Aristeguieta, Diego Parra Piñango, Timoteo Bello Rodríguez. Apellidos, en su mayoría, de significación político-social. Los que figuran como pobres -unos cuarenta-, nada pagan dice el maestro, a no ser “una vela, un huevo, medio real o un cuartillo de los que corren en las pulperías”. El joven maestro comienza su andar de varón estoico.


Pero el educador caraqueño, de veinte años, no le toma al pensador ginebrino sino con timidez, en las doctrinas que no sean educativas; tiene que vivir y operar en un ámbito colonial superabundante en prejuicios y casi pétreo en costumbres; le será vedado, por fuerza, hablar de libertad e igualdad; no podrá, siquiera, referirse a la Revolución Francesa, acabada de producirse; la mayoría de los padres que le han encomendado sus hijos no lo toleraría. Pero aprovecha, en cambio, las formulaciones del Emilio, en dos rumbos: para educar con ellas como patrón y guía, a su discípulo Bolívar, niño en el cual se cumplen, por extraña casualidad, las condiciones exigidas por el teorizador europeo para el logro de una formación nueva destinada a excepcionales rendimientos; y para pedirle al Cabildo caraqueño una reforma de la educación.


Las maneras en que actúa y los términos en que habla Rodríguez no podían proceder de otra fuente que la del pensador suizo; eran ideas y métodos ignorados por todos cuantos no hubiesen leído a Rousseau, y no podían encontrarse sino en este escritor; las normas pedagógicas de ese tiempo hallábanse en Venezuela en niveles mucho más bajos que los vigentes en la Península hispana, cuyo retraso, por otra parte, era grave, muy grave, en comparación con lo que se había alcanzado en las otras naciones europeas. En la Metrópoli nada se innovaba ni creaba; en la América española, por lo mismo, ninguna novedad se conocía, ni ninguna iniciativa plasmaba, y las expresiones de queja e inconformidad perdíanse en los archivos oficiales.


A escasa distancia de un año de haber conocido a su discípulo Bolívar, se casa Rodríguez con María de los Santos Ronco. La esposa, de origen modesto como él y asimismo pobre, no le dará hijos en los cuatro años de su relación. El matrimonio, en cuanto contrato social, le significará al educador una mayor solidez en su labor: habrá más confianza en él, que apenas si ha sobrepasado los veintiún años. El juvenil maestro defiende su mañana en su hoy. Hay que establecer el principio de que para Rodríguez no tuvieron especial significación ni el amor, ni la mujer en general -exceptuando el propósito de educar también a las niñas-.

Ni en sus cartas, ni en sus obras todas hay referencia a lo uno o a lo otro. Con o sin matrimonio -se casará dos veces y es posible que haya tenido alguna amante (en más de una ocasión le acusaron de “vivir mal”, expresión que en lenguaje popular- significa presencia de una concubina)-, su encuentro diario, tenaz y ascendentemente luminoso, era con las ideas. No fue ni varón enamorado, ni un divagador, ni un imaginativo, sino sólo un poderoso razonador. Pareciera que en su organismo hubiera un macrocefalismo. Hombre de inmensa inteligencia, original por la vía de la lógica, pensador esencial, no se distrajo en escarceos.


Rodríguez, en su escuela, en el ambiente de la ciudad, observa que mucho, muchísimo podría y debería ser cambiado, o cuando menos mejorado. Rectificación, reforma, innovación son términos con esencia de lucha. En la apatía y en la aceptación de situaciones oscuras, injustas, depresivas, hay complicidad. No podrá él inscribirse entre los resignados; espíritu empotrado en rebeldía, necesita erguirse contra lo establecido y tomar, en la respiración de altura, el derrotero de la indignación. Pero su medida de hombre en ese lapso de experimentaciones iniciales, no es sino la batalla de la razón. Y prepara un documento muy importante, destinado a exigir cambios. Lo presenta al Ayuntamiento el 19 de mayo de 1794 con el título de “Reflexiones sobre los defectos que vician la Escuela de Primeras Letras de Caracas y medio de lograr su reforma por un nuevo establecimiento”. Estas veinte páginas se dividen en dos partes: la de crítica, en “seis reparos”; y la constructiva: proyecto de reforma, en tres capítulos.


En el Ayuntamiento de Caracas van juntos el pasado mental colonial y el sentido de avance; con poder mayor el ayer, la tradición, la costumbre, lo oscuro y caído en atrofia. El Síndico Procurador General del Cabildo piensa como hombre nuevo y aprueba el plan presentado por Simón Rodríguez, sin discutir ni objetar nada. Pero el Fiscal lo rechaza, “por razones legales y económicas”, y su criterio retrógrado prima en la entidad.


Rodríguez ante la miopía oficial evidenciada en el Fiscal, presenta enseguida la renuncia de la dirección de la escuela; lo hace con altivez y dignidad; está sangrando. La torpeza y la obsesión hieren siempre más que el enfrentamiento agresivo. No valía la pena trabajar, para continuar en rutinas. La escuela no era para él un empleo, sino un ideal vital, una decisión de marcha. Este golpe oficial no lo olvidará jamás; pero tampoco se olvidará en Caracas que un modesto maestro poseyó un don creativo suficientemente vigoroso como para haber enrumbado a un Bolívar y para señalar sin ambigüedades la destructora insipiencia de los sistemas educativos impuestos por España. El Cabildo acepta la dimisión -19 de octubre de 1795- y trata de justificar, con el sobredorado de los elogios -recurso leguleyo- lo que en sí era desacierto, ceguera.


Le despidieron con alabanza; ¡pero le despidieron! Y hasta, cínicamente, le encumbraron por haber cumplido las normas tradicionales vigentes, que era lo mismo que desautorizar de frente la iniciativa y originalidad de sus “Reflexiones”. Rodríguez debió de estremecerse de ira. La incomprensión hiere más que una bofetada; el sentido retardatario de la existencia es más dañino que una inquietud anárquica. Entre los firmantes de aceptación de la renuncia está el tutor de Bolívar, Carlos Palacios, y nadie, exceptuado el Procurador Síndico, se hizo presente para apoyar, respaldar o cuando menos invitar a la discusión al valeroso innovador

Reaccionó el espíritu de Rodríguez vehementemente contra una sociedad que, a pesar de haberle admitido como maestro, no le respaldó en el Cabildo. Y generóse en lo más profundo del almario del educador un resentimiento íntimo que se volvió de suficiente potencia para una decisión irrevocable de doble rumbo: conspirar y, en caso de fracasar la revuelta, no volver jamás a Venezuela. Rodríguez cumplió siempre lo que se juró a sí mismo; llevaba dentro línea rígida, aunque muchos hallaban en él bondad, benevolencia, aplicadas al vivir social. Sabía sonreír, sin ceder. No puso nunca bajo arco defensivo su gran orgullo de hombre.


A raíz de su renuncia (hubo de seguir laborando como maestro con los alumnos internos en su casa), el innovador busca otras zonas de acción, en acuerdo con sus ideales y convicciones. Aparece entonces lo que había en él de político; integra conciliábulos secretos, conspira contra el régimen colonial. Lo que no aceptan la monarquía y sus representantes, habrá de imponerse mediante revolución. Así piensa este joven de veinticuatro años, que desde entonces ya sabe penetrar en las ideas grandes. Más tarde, en sus trabajos para periódicos y en sus libros y ensayos, el elemento político -la doctrina liberal, que era la vanguardia en América y Europa- se hará ver reiteradamente y se quedará vigente, expresada, hasta los años finales de la larga existencia del educador-escritor.


Y partió Simón Rodríguez, a ocultas, quizás sin despedirse verdaderamente de su esposa, de su hermano, de su discípulo, de sus alumnos, amigos y parientes. Las playas de La Guaira y la imagen de Caracas se borrarán de su vista para siempre. No lloró, tal vez, ni se estremeció; no era un sentimental. Su discípulo Simón acababa de entrar en el Batallón de Milicias de Blancos de los Valles de Aragua como cadete -en ese Cuerpo había sido coronel su padre-, y empezaba a caminar, así, por la ruta militar que será uno de sus éxitos. Llevaba el viajero la certeza de encontrarse con Bolívar en Europa, pues ya se hablaba de educarle al adolescente en Madrid, al lado de su tío Esteban Palacios.



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