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AÑO I

NÚMERO 2

MAYO 2014

EL EXPEDIENTE

OCTAVIO PAZ VS ELENA GARRO

REDES, SELFIES, FOTOS: L A N U E VA T I R A N Í A V I R T U A L

OTRA INDUSTRIA JUARENSE: LOS DIVORCIOS AL VAPOR DE MEDIADOS DEL SIGLO PASADO



índice 8

La soledad de América latina

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burritos De lengua

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En memoria de Paz y Elena Garro

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EL EXPEDIENTE OCTAVIO PAZ VS ELENA GARRO

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OTRA INDUSTRIA JUARENSE: LOS DIVORCIOS AL VAPOR

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FUT DOMINGUERO

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DE CASQUETE CORTO EL REGRESO A LAS PELUQUERÍAS

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REDES, SELFIES, FOTOS: LA NUEVA TIRANÍA VIRTUAL

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México:

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¿Cómo enseñaban los maestros de la vieja escuela del parque? El secreto de los buenos

DE MEDIADOS DEL SIGLO PASADO CAMPOS DE ILUSIONES

donde ninguna región env idia a la otra

profesores

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VOLANDO VOY…

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la imposicion de La moral sexual

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Verdad, terror y tecnología

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COSAS DE OTRO MUNDO

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monos enlazados

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El recetario popular de Homero el Cocinero

atentado

a la intimidad

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Editor: Raúl Flores Simental Coeditores: Andrés Pedroza García Pablo Hernández Batista

Rector Ricardo Duarte Jáquez Secretario General David Ramírez Perea Secretario Académico Manuel Loera de la Rosa

Cuerpo de colaboradores: Óscar Altamirano, Rohry Benítez, Óscar Vázquez, Santiago Gallur, Socorrro Aguayo, Jorge Salas Plata, Guadalupe Santiago, Antonio Ochoa, Félix Lazos, Jesús Antonio Camarillo, Héctor Rogelio Pedraza, Luis Pegut, Blas García, Horacio Manzano, Guadalupe Valdivia y Sergio Domingo Fotografía: Francisco de Santiago, Pablo Hernández Batista Luis Pegut Diseño: Thomas Schreiber Sifuentes En la portada: Ilustración de Daniel Treviño Carrillo

Escanea para la versión digital

De verde y colorado es un suplemento de la Gaceta Universitaria de la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez, editado conjuntamente por la Coordinación General de Comunicación Social y el Programa de Licenciatura en Periodismo e impreso en los talleres de la Imprenta Universitaria. INDAUTOR Certificado de reserva de derechos al uso exclusivo núm. 04-2007050416154500-102 / ISSN 2007-0438. Terminado el 12 de mayo de 2014 e impresa el 13 de mayo de 2014. Año I, Número 2. Se reciben colaboraciones que se ajusten al estilo de la revista, pero no se regresan originales, sean publicados o no. La decisión de publicación recae en los editores. Todo el material puede ser reproducido libremente a condición de que no se mutile, edite o modifique y que se den los créditos correspondientes al autor y a la publicación. Las opiniones son responsabilidad de sus autores. Domicilio: Av. Plutarco Elías Calles, núm. 1210, FOVISSSTE Chamizal, Ciudad Juárez, Chih. Teléfonos: (656) 688 2270 y 688 2264 Correos: rsalcedo@uacj.mx y apedroza@uacj.mx

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Editorial

Al Gabo… Periodista

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on un dejo de tristeza este número de la revista va dedicado a la memoria de Gabriel García Márquez.

Todo aquel que se identifique de una o de otra manera con el periodismo, a través de alguno de sus géneros, sentirá, sin duda, ese lazo invisible que lo conecta a la labor y pasión del Gabo. Puede parecer moda subirse al tren de la melancolía activada por la partida de García Márquez, pero preferimos correr el riesgo antes que perder la oportunidad de evidenciar, desde nuestra perspectiva, la gran labor que este célebre escritor y periodista hizo por el periodismo iberoamericano. En octubre de 1994, en Cartagena de Indias, Colombia, se estableció la Fundación para un Nuevo Periodismo Iberoamericano (FNPI) como resultado de una antigua preocupación del Nobel de la Literatura por estimular la vocación, la ética y la buena narrativa dentro del periodismo. Fue así como estas premisas llegaron hasta estas lejanas tierras del norte de México, en donde se busca hacerlas patentes en las clases de periodismo que desde hace apenas siete semestres se imparten en la UACJ. Adiós al maestro, adiós al escritor que en sus descriptivos y vívidos reportajes supo conducirnos por los páramos ardientes de Macondo hacia lo sublime de la escritura. Que esta revista sepa andar por buen cauce, impulsada por la brisa de los textos del Gabo, sin perder nunca de vista que lo único que busca es hacer de la lectura uno de los placeres más gratificantes en la vida.

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La soledad de América latina Discurso del escritor colombiano al recibir el Premio Nobel de Literatura el 8 de diciembre de 1982

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ntonio Pigafetta, un navegante florentino que acompañó a Magallanes en el primer viaje alrededor del mundo, escribió a su paso por nuestra América meridional una crónica rigurosa que sin embargo parece una aventura de la imaginación. Contó que había visto cerdos con el ombligo en el lomo, y unos pájaros sin patas cuyas hembras empollaban en las espaldas del macho, y otros como alcatraces sin lengua cuyos picos parecían una cuchara. Contó que había visto un engendro animal con cabeza y orejas de mula, cuerpo de camello, patas de ciervo y relincho de caballo. Contó que al primer nativo que encontraron en la Patagonia le pusieron enfrente un espejo, y que aquel gigante enardecido perdió el uso de la razón por el pavor de su propia imagen.

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Este libro breve y fascinante, en el cual ya se vislumbran los gérmenes de nuestras novelas de hoy, no es ni mucho menos el testimonio más asombroso de nuestra realidad de aquellos tiempos. Los Cronistas de Indias nos legaron otros incontables. El dorado, nuestro país ilusorio tan codiciado, figuró en mapas numerosos durante largos años, cambiando de lugar y de forma según la fantasía de los cartógrafos. En busca de la fuente de la Eterna Juventud, el mítico Alvar Núñez Cabeza de Vaca exploró durante ocho años el norte de México, en una expedición venática cuyos miembros se comieron unos a otros, y sólo llegaron cinco de los 600 que la emprendieron. Uno de los tantos misterios que nunca fueron descifrados, es el de las once mil mulas cargadas con cien libras de oro cada una, que un día salieron del Cuzco para pagar el rescate de Atahualpa y nunca llegaron a su destino. Más tarde, durante la colonia, se vendían en Cartagena de Indias unas gallinas criadas en tierras de aluvión, en cuyas mollejas se encontraban piedrecitas de oro. Éste delirio áureo de nuestros fundadores nos persiguió hasta hace poco tiempo. Apenas en el siglo pasado la misión alemana encargada de estudiar la construcción de un ferrocarril interoceánico en el istmo de Panamá, concluyó que el proyecto era viable con la condición de que los rieles no se hicieran de hierro, que era un metal escaso en la región, sino que se hicieran de oro. La independencia del dominio español no nos puso a salvo de la demencia. El general Antonio López de Santa Anna, que fue tres veces dictador de México, hizo enterrar con funerales magníficos la pierna derecha que había perdido en la llamada Guerra de los Pasteles. El general Gabriel García Morena gobernó al Ecuador durante 16 años como un monarca absoluto, y su cadáver fue velado con su uniforme de gala y su coraza de condecoraciones sentado en la silla presidencial. El general Maximiliano Hernández Martínez, el déspota teósofo de El Salvador que hizo exterminar en una matanza bárbara a 30 mil campesinos, había inventado un péndulo para averiguar si los alimentos estaban envenenados, e hizo cubrir con papel rojo el alumbrado público para combatir una epidemia de escarlatina. El monumento al general Francisco Morazán, erigido en la plaza mayor de Tegucigalpa, es en realidad una estatua del mariscal Ney comprada en París en un depósito de esculturas usadas. Hace once años, uno de los poetas insignes de nuestro tiempo, el chileno Pablo Neruda, iluminó este ámbito con su palabra. En las buenas conciencias de Europa, y a veces también en las malas, han irrumpido desde entonces con más ímpetus que nunca las noticias fantasmales de la América Latina, esa patria inmensa de hombres alucinados y mujeres históricas, cuya terquedad sin fin se confunde con la leyenda. No hemos tenido un instante de sosiego. Un presidente prometeico atrincherado en su palacio en llamas murió peleando solo contra todo un ejército, y dos desastres aéreos sospechosos y nunca esclarecidos segaron la vida de otro de corazón generoso, y la de un militar demócrata que había restaurado la dignidad de su pueblo. Ha habido 5 guerras y 17 golpes de estado, y surgió un dictador luciferino que en el nombre de Dios lleva a cabo el primer etnocidio de América Latina en nuestro tiempo. Mientras tanto, 20 millones de niños latinoamericanos morían antes de cumplir dos años, que son más de cuantos han nacido en Europa desde 1970. Los desaparecidos por motivos de la represión son casi 120 mil, que es como si hoy no se supiera dónde están todos los habitantes de

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la ciudad de Upsala. Numerosas mujeres encintas arrestadas dieron a luz en cárceles argentinas, pero aún se ignora el paradero y la identidad de sus hijos, que fueron dados en adopción clandestina o internados en orfanatos por las autoridades militares. Por no querer que las cosas siguieran así han muerto cerca de 200 mil mujeres y hombres en todo el continente, y más de 100 mil perecieron en tres pequeños y voluntariosos países de la América Central, Nicaragua, El Salvador y Guatemala. Si esto fuera en los Estados Unidos, la cifra proporcional sería de un millón 600 muertes violentas en cuatro años. De Chile, país de tradiciones hospitalarias, ha huido un millón de personas: el 12 por ciento de su población. El Uruguay, una nación minúscula de dos y medio millones de habitantes que se consideraba como el país más civilizado del continente, ha perdido en el destierro a uno de cada cinco ciudadanos. La guerra civil en El Salvador ha causado desde 1979 casi un refugiado cada 20 minutos. El país que se pudiera hacer con todos los exiliados y emigrados forzosos de América Latina, tendría una población más numerosa que Noruega. Me atrevo a pensar, que es esta realidad descomunal, y no sólo su expresión literaria, la que este año ha merecido la atención de la Academia Sueca de las Letras. Una realidad que no es la del papel, sino que vive con nosotros y determina cada instante de nuestras incontables muertes cotidianas, y que sustenta un manantial de creación insaciable, pleno de desdicha y de belleza, del cual este colombiano errante y nostálgico no es más que una cifra más señalada por la suerte. Poetas y mendigos, músicos y profetas, guerreros y malandrines, todas las criaturas de aquella realidad desaforada hemos tenido que pedirle muy poco a la imaginación, porque el desafío mayor para nosotros ha sido la insuficiencia de los recursos convencionales para hacer creíble nuestra vida. Este es, amigos, el nudo de nuestra soledad. Pues si estas dificultades nos entorpecen a nosotros, que somos de su esencia, no es difícil entender que los talentos racionales de este lado del mundo, extasiados en la contemplación de sus propias culturas, se hayan quedado sin un método válido para interpretarnos. Es comprensible que insistan en medirnos con la misma vara con que se miden a sí mismos, sin recordar que los estragos de la vida no son iguales para todos, y que la búsqueda de la identidad propia es tan ardua y sangrienta para nosotros como lo fue para ellos. La interpretación de nuestra realidad con esquemas ajenos sólo contribuye a hacernos cada vez más desconocidos, cada vez menos libres, cada vez más solitarios. Tal vez la Europa venerable sería más comprensiva si tratara de vernos en su propio pasado. Si recordara que Londres necesitó 300 años para construirse su primera muralla y otros 300 para tener un obispo, que Roma se debatió en las tinieblas de la incertidumbre durante 20 siglos antes de que un rey etrusco la implantara en la historia, y que aún en el siglo XVI los pacíficos suizos de hoy, que nos deleitan con sus quesos mansos y sus relojes impávidos, ensangrentaron a Europa como soldados de fortuna. Aún en el apogeo del Renacimiento, 12 mil lansquenetes a sueldo de los ejércitos imperiales saquearon y devastaron a Roma, y pasaron a cuchillo a ocho mil de sus habitantes. No pretendo encarnar las ilusiones de Tonio Kröger, cuyos sueños de unión entre un norte casto y un sur apasionado exaltaba Thomas Mann hace 53 años en este lugar. Pero creo que los europeos de espíritu clarificador, los que luchan también aquí por una patria

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grande más humana y más justa, podrían ayudarnos mejor si revisaran a fondo su manera de vernos. La solidaridad con nuestros sueños no nos hará sentir menos solos, mientras no se concrete con actos de respaldo legítimo a los pueblos que asuman la ilusión de tener una vida propia en el reparto del mundo. América Latina no quiere ni tiene por qué ser un alfil sin albedrío, ni tiene nada de quimérico que sus designios de independencia y originalidad se conviertan en una aspiración occidental. No obstante, los progresos de la navegación que han reducido tantas distancias entre nuestras Américas y Europa, parecen haber aumentado en cambio nuestra distancia cultural. ¿Por qué la originalidad que se nos admite sin reservas en la literatura se nos niega con toda clase de suspicacias en nuestras tentativas tan difíciles de cambio social? ¿Por qué pensar que la justicia social que los europeos de avanzada tratan de imponer en sus países no puede ser también un objetivo latinoamericano con métodos distintos en condiciones diferentes? No: la violencia y el dolor desmesurados de nuestra historia son el resultado de injusticias seculares y amarguras sin cuento, y no una confabulación urdida a 3 mil leguas de nuestra casa. Pero muchos dirigentes y pensadores europeos lo han creído, con el infantilismo de los abuelos que olvidaron las locuras fructíferas de su juventud, como si no fuera posible otro destino que vivir a merced de los dos grandes dueños del mundo. Este es, amigos, el tamaño de nuestra soledad. Sin embargo, frente a la opresión, el saqueo y el abandono, nuestra respuesta es la vida. Ni los diluvios ni las pestes, ni las hambrunas ni los cataclismos, ni siquiera las guerras eternas a través de los siglos y los siglos han conseguido reducir la ventaja tenaz de la vida sobre la muerte. Una ventaja que aumenta y se acelera: cada año hay 74 millones más de nacimientos que de defunciones, una cantidad de vivos nuevos como para aumentar siete veces cada año la población de Nueva York. La mayoría de ellos nacen en los países con menos recursos, y entre estos, por supuesto, los de América Latina. En cambio, los países más prósperos han logrado acumular suficiente poder de destrucción como para aniquilar cien veces no sólo a todos los seres humanos que han existido hasta hoy, sino la totalidad de los seres vivos que han pasado por este planeta de infortunios. Un día como el de hoy, mi maestro William Faulkner dijo en este lugar: “Me niego a admitir el fin del hombre”. No me sentiría digno de ocupar este sitio que fue suyo si no tuviera la conciencia plena de que por primera vez desde los orígenes de la humanidad, el desastre colosal que él se negaba a admitir hace 32 años es ahora nada más que una simple posibilidad científica. Ante esta realidad sobrecogedora que a través de todo el tiempo humano debió de parecer una utopía, los inventores de fábulas que todo lo creemos nos sentimos con el derecho de creer que todavía no es demasiado tarde para emprender la creación de la utopía contraria. Una nueva y arrasadora utopía de la vida, donde nadie pueda decidir por otros hasta la forma de morir, donde de veras sea cierto el amor y sea posible la felicidad, y donde las estirpes condenadas a cien años de soledad tengan por fin y para siempre una segunda oportunidad sobre la tierra.

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burritos

De lengua

Sección que lucha por la reducción del maltrato a la lengua española De la Redacción de Verde y Colorado

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ontra lo que se piensa, no solamente en barrios, callejuelas, mercados y antros se vapulea al español. No, también es agredido en las llamadas redes sociales, obviamente en los mensajes de celular y, desde luego, en las universidades, donde profesores y alumnos por igual le asestan sus buenos golpes. El lenguaje académico es ya reducto favorito de las incorreciones y de las modas. Así como en la televisión agarran sus muletillas, así también en aulas y gremios universitarios se adoptan palabras y expresiones que son verdaderos golpes al buen decir y al buen escribir. Van algunos ejemplos.

Socializar. Cuando los académicos terminan sus reuniones es común que las rematen con expresiones como: “nomás les pedimos que socialicen el documento que se presentó”. Con esto, quieren decir que el texto se difunda, se distribuya, se regale, pero quizá para ellos resulte más elegante el mal uso de un verbo que 12


decir las cosas de manera sencilla. Sobre esto no hay duda, la Real Academia dice muy claramente que por socializar deben entenderse dos cosas: Una, transferir al Estado, o a otro órgano colectivo, las propiedades, industrias, etc. y, otra, promover las condiciones sociales que, independientemente de las relaciones con el Estado, favorezcan en los seres humanos el desarrollo integral de su persona. ¿Más claro? Dígase entonces: copien el documento, hagan copias y distribúyanlas, repartan copias a todos. Tan sencillo como eso.

Aplicar. Ahora resulta que cuando un estudiante aspira a estudiar filosofía, los profesores dicen que aplicó para filosofía. Peor aún: cuando brillantes universitarios con grado de maestría quieren estudiar un doctorado, dicen que van a aplicar para el doctorado y también van a aplicar para una beca. Barbarismo claro, traído brutalmente del inglés. En español se dice solicité ingresar al doctorado, aspiro a una beca, soy aspirante a ingresar a la universidad, hice dos solicitudes al posgrado. Lo más grave de todo es que la expresión se ha colado ya hasta en las páginas oficiales de casi todas las universidades. Tan sencillo como revisar (checar, dirían los que aplican) el diccionario para confirmar que en ningún momento el verbo aplicar tiene la acepción que le cuelgan. Evidencia. Se ha popularizado también el uso del sustantivo evidencia. Muchas veces mal utilizado por el abuso y por el desconocimiento de su significado. Aun cuando el título de doctorado es evidencia de tener ese grado, resulta por lo menos cursi pedir “copia de la evidencia de su grado”, cuando es más sencillo pedir una copia del título. Se llega a veces al exceso grotesco de autoridades universitarias que exigen “compartir las evidencias de sus grados”, cuando es mucho más sencillo, correcto y hasta elegante pedir copias de los títulos. El asunto se complica cuando se piden evidencias del libro o de la ponencia. ¿Qué es una evidencia del libro? ¿Qué acaso el libro no es evidencia de sí mismo? Y, ¿cuál es la evidencia de una ponencia? Quizá es más propio decir: traiga el texto de la ponencia y una constancia de que fue presentada. O traiga un ejemplar del libro y una constancia de que se encuentra agotado en la editorial. Desde luego que hablar claro puede resultar más sencillo. Y con frecuencia las burocracias prefieren lo oscuro y falsamente profundo. Ph. D. Aunque son muchos los grados académicos que

se otorgan en el mundo y todavía se discuten sus equivalencias, es claro que en México hay básicamente tres: licenciatura, maestría y doctorado. El más alto grado que se reconoce es el de doctor (la RAE también reconoce doctora) y así han de ser llamados quienes lo posean. Es entonces incorrecto colocarse las letras Ph. D. después del nombre. Obviamente tras esto está la intención de dejar claro (Malinche, no te has ido) que el grado se obtuvo en una universidad del extranjero, particularmente de Estados Unidos. Pero aunque el título esté en inglés, chino o ruso, en español sólo existe la palabra doctor y es incorrecto escribir Pedro Juan Hernández González Ph. D. Debe entonces decirse y escribirse: Dr. Pedro Juan Hernández González.

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En memoria de

Paz y Elena Garro Héctor Pedraza Reyes

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l día en que estaban celebrando los 100 años del natalicio de Octavio Paz, los asistentes al evento tuvieron que guardar un minuto de silencio en honor de quien fuera su hija, Helena Paz Garro, fallecida precisamente un día antes, a los 74 años de edad. De esa manera, en la magna celebración del poeta premiado con el Nobel de Literatura, se apareció el fantasma de su primera esposa, Elena Garro, autora de una novela traducida a varios idiomas, Los recuerdos del porvenir, en 1963. Garro ha sido reconocida como precursora del realismo mágico que después hizo famoso a Gabriel García Márquez con Cien años de soledad. Elena Garro acompañó a Octavio Paz durante más de veinte años, desde los lejanos tiempos en que ambos, recién casados, viajaron a Madrid para brindar apoyo irrestricto a la República española, asaltada por los fascistas de Francisco Franco y por las hordas hitlerianas. Para principios de los sesenta, Octavio Paz promovió el divorcio, aquí en Ciudad Juárez, en la época de los “divorcios al vapor” y, tras aquel trámite, contrajo nuevo matrimonio con una joven francesa, Marie Jo.

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A partir de ese momento, Elena Garro recorrió todos los caminos de la angustia y la desesperación, acompañada siempre por la hija que le había dado a Octavio y que permaneció a su lado en su periplo por Europa, en medio de carencias económicas y denostada por toda la élite cultural y política del país. De hecho, vivían del cheque que de vez en cuando —y al parecer cada vez más raquítico en su monto— les enviaba Octavio Paz. Pero Elena Garro será más recordada por su novela Los recuerdos del porvenir, situada en los lejanos años veinte, en Iguala, Guerrero, en los tiempos de la guerra contra los cristeros, y que fue el lugar y el tiempo donde Elena creció en medio de las ruinas dejadas por la Revolución y los conflictos religiosos. En la novela, Iguala es llamada Ixtepec, un pueblo que, gracias a la imaginación poética de Elena Garro, narra su propia historia, como si las paredes, las calles y los edificios pudieran hablar y tuvieran memoria para recordarnos lo que ha sucedido a sus gentes. Ixtepec es habitado por beatas dolorosas, señoritas quedadas, católicos fervientes y familias de ricos venidos a menos, que intrigan contra el poder y pretenden dar marcha atrás al reloj de la historia. Se confrontan dos fuerzas antagónicas, la modernización y la tradición; los militares surgidos de la Revolución y élites de los más rancios abolengos que no quieren perder sus privilegios. El Estado mexicano, que se propone afianzarse en aguas turbulentas, se ve desafiado por las fuerzas de una reacción impotente pero dispuesta a todo. Pero más que hablar de nuestra dolorosa historia política, Los recuerdos del porvenir es una obra poética y fascinante, donde la gente es capaz de recordar todo lo que no ha vivido todavía, como si estuviera consciente de su destino. Se ha dicho que esta novela de Garro perdurará tanto como la obra de Juan Rulfo. Tan grande es su penetración en las profundidades del alma humana. Y la memoria de Elena Garro también está destinada a p e r m a n e c e r. Dicen que allá por España, en el viejo convento de Santa Teresa de Ávila, se aparece el fantasma de Elena. Y a todos los que pasan por allí les comunica que no le ha llegado el chequecito de Octavio Paz.

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EL EXPEDIENTE

OCTAVIO PAZ VS ELENA GARRO

Jesús Antonio Camarillo

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e 39 fojas, allá por el año de 1959, bajo el número de identificación 1267, el expediente relativo al juicio de divorcio de Octavio Paz Lozano y Elena Garro Navarro se radicó en el Juzgado Tercero de lo Civil del Distrito Bravos, en Ciudad Juárez. Hoy, el legajo luce con una carátula de cartón amarillento, menguado por la polilla. Una hoja hace las veces de antesala de los autos. Expone en cuatro líneas, escritas a mano, un “resumen”: “El juicio está terminado y se fija la pensión mensual. Se anexan las copias del acta de matrimonio y la de nacimiento de la hija. Todo es actuado por el apoderado legal Esteban Briones Martínez”.

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Ese tal Esteban Briones, apoderado del escritor, y cuyo despacho se ubicaba en el número 4 del segundo piso del emblemático cine Reforma, con el lenguaje performativo y al mismo tiempo ficticio de la figura de la representación, demandó a Elena Garro Navarro “de Paz”, la disolución del vínculo matrimonial que los unía. Era el 8 de junio de ese año, cuando Briones rubricaba la demanda en contra de Garro. Con firma de litigante que todo lo puede, Briones seguramente se dio vuelo con el garabato, quizá consciente de que encarnaba la voluntad de uno de los más importantes literatos del siglo XX. Lo digo porque la línea curvada que envuelve lo que pretende ser su nombre, abarca casi tres cuartas partes del ancho de la última hoja de la demanda. Paz había contraído matrimonio con Elena el 25 de mayo de mil novecientos treinta y siete, en la Ciudad de México. Tal vez sin pensar en futuras desavenencias, sujetaron su enlace al régimen de sociedad conyugal. Dos años después, el doce de diciembre de mil novecientos treinta y nueve nacería Elena Laura Paz Garro. Si las cuentas no nos fallan, Elenita tenía ya veinte años cuando su padre decide presentar la demanda de divorcio, en un proceso que se siguió, contrario a lo que muchas personas creen, por la vía contenciosa. Pese a ser la vía idónea para expresar las presuntas causalidades más oprobiosas, el laureado escritor y su apoderado se portan a la altura. Sin embargo, eso genera que la narración de los hechos que originan la demanda se caracterice por su ambigüedad. En la descripción del tercer hecho, el apoderado Briones señala que “[A] últimas fechas y por múltiples razones que sería prolijo enumerar, la vida matrimonial de mi poderdante y su esposa se desenvolvió en un ambiente poco cordial que dio como resultado la separación de dichos señores. Posteriormente la demandada en unión de su hija, se trasladó a los Estados Unidos de Norteamérica, y tiene mi poderdante conocimiento de que más tarde se dirigió a Europa, aunque ignora su actual domicilio”. Paz y su abogado omiten sacar todos los trapitos al sol e invocan la causal de incompatibilidad de caracteres en grandes trazos, sin especificar un aspecto toral en la invocación de los motivos: las circunstancias temporales y espaciales particulares que generen la convicción en el juez de que, en efecto, la vida conyugal ya es imposible. Así, en el número cuatro de la descripción de los hechos, de nueva cuenta, la amplia textura abierta de la narración se hace presente: “En vista de lo anterior y teniendo en cuenta básicamente el hecho de que no obstante los esfuerzos realizados por ambas partes para normalizar sus relaciones conyugales, no ha sido posible la convivencia, dentro de un clima de entendimiento y comprensión, y tomando en cuenta también, los prejuicios que esto supone para la educación de la niña, vengo en nombre de mi poderdante a demandar la disolución del vínculo matrimonial que lo une con la señora Elena Garro de Paz, aduciendo la causal de incompatibilidad de caracteres”. En el quinto hecho, Paz manifiesta que no quiere pleito con relación a la custodia de su hija, aún menor de edad para la legislación de aquel entonces. Vierte entonces su consentimiento para que Elenita se quede bajo la guarda y “depósito” de su madre, pero “sin menoscabo” del ejercicio de la patria potestad.

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En el sexto hecho se alude a la pensión que el poeta se compromete a entregar a las Elenas. Tres mil quinientos pesos mensuales. Como para que no quede duda de la, hasta la fecha, controvertida generosidad de Paz para con su hija y su ex esposa. ¿Y qué hay de los bienes adquiridos durante el matrimonio? No hay bienes, dice Paz, en pluma de su apoderado, el licenciado Briones. La demanda del Premio Nobel siguió su curso, Garro fue notificada por edictos, en el Periódico Oficial del Estado, del Estado de Chihuahua. Una página de ese viejo diario se encuentra anexada al expediente. En estas fechas que se ha declarado el 2014 como el “Año de Octavio Paz”, no deja de resultar curioso que el Periódico Oficial donde consta la notificación de la demanda del poeta, se aprecie la rimbombante leyenda “Año del presidente Carranza”. Elena Garro no contestó la demanda, quizá ni se enteró a tiempo de su existencia. El juez la declaró “rebelde” a petición del apoderado de Paz, por ende, la ley presumió que ella había contestado en sentido afirmativo los dichos expuestos por el actor y su apoderado. Ya no había necesidad de ofrecer mayores medios de prueba, salvo la confesional a la que Elena, por obvias razones, tampoco compareció, quedando confesa de los hechos controvertidos expuestos por Octavio. Siete años después, Elena promovería un juicio de amparo en contra de la sentencia de divorcio. No prosperó. La sentencia fue confirmada. En el resolutivo segundo de la resolución de amparo se puede leer: “Se sobresee el presente juicio constitucional instaurado por Elena Garro”. Ya no había vuelta de hoja.

¿Nieva o neva? El diccionario de la Real Academia de la Lengua

es muy claro. No hay necesidad de discutir ni de pelear. Lo correcto es nieva. Debe entonces decirse: en Juárez ya no nieva cada año. Es correcto también decir: no sé si nieve este invierno. Como el verbo es difícil, se sugiere consultar el diccionario de la RAE en http:// www.rae.es/drae.

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OTRA INDUSTRIA

JUARENSE:

LO S DI V O R CI O S A L VA P O R D E M E D I A D O S D E L S I G LO PA S A D O

Bette Davis, Ingrid Bergman, Roberto Rosellini, Carlo Ponti, Sofía Loren, Frank Sinatra, Mia Farrow, entre los divorciados

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urante casi dos décadas —los cincuenta y los sesenta— Ciudad Juárez fue la meca de los “divorcios al vapor”, a la que acudieron toda clase de personalidades del mundillo artístico para conseguir una rápida casi fulminante separación de su ya no muy querido cónyuge, al que solo le ataba cierto interés. Incompatibilidad de caracteres, era la causal más frecuente a la que apelaban las parejas para conseguir el divorcio. Esta incompatibilidad en los caracteres de las pareja les hacía buscar la manera más rápida de separarse, sin las complicaciones que la ley de su país le exigía para lograrlo. Por una ley inscrita en el Código Civil del Estado de Chihuahua, un bufete de abogados de los Estados Unidos encontró que se podía lograr un divorcio rápido y sin muchas averiguaciones en el norte de México. Bastaba con que los extranjeros acreditaran su estancia en el país, bajo un registro que se llevaba en el Ayuntamiento, para que con una celeridad de veinticuatro horas, los abogados locales tramitaran un divorcio “al vapor”, al que técnicamente se le denominó “juicio especial de divorcio”. En esa época Ciudad Juárez se hizo famosa en el mundo porque aquí se podían divorciar los extranjeros sin muchos trámites. Entre los casos más sonados se encuentra la separación de

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Mia Farrow y Frank Sinatra. El cantante solamente envió una carta poder a su abogado juarense para hacer los trámites legales de la separación. La que sí vino a Juárez fue Mia Farrow, a quien el representante de Sinatra describiría como una “muchacha flaca, pecosa y sin mucha gracia”. Para poder sustraerla de la curiosidad de la prensa sensacionalista y de los juarenses, la actriz fue introducida al palacio municipal por la puerta trasera. Dentro, los esperaba el juez, y como estaban hechos ya todos los procedimientos, Farrow se limitó a firmar para luego, a través de la misma puerta, salir de regreso a Hollywood con un flamante certificado de divorcio en sus manos. En los cincuenta había poco más de medio centenar de abogados titulados en Ciudad Juárez, aunque no todos se dedicaban a juicios de divorcio. Fue entonces cuando un bufete de abogados de Nueva York y California se puso en contacto con los litigantes juarenses por medio de un despacho de abogados de El Paso, con el que mantenía excelentes relaciones. Y así se comenzó a enviar a Juárez a las parejas que querían separarse. Con la euforia de los divorcios “al vapor”, en el resto de la República se comenzó a sospechar que éstos se hacían con procedimientos no muy legales. Si bien esto se podría pensar, los abogados que llevaban los juicios de divorcio para conseguirlos se basaron en la ley y en los procedimientos penales de entonces. Se hacía la demanda, la contestación de demanda, la confesión y luego la resolución que era firmada por un juez. Y como generalmente la pareja acudía a los tribunales de mutuo acuerdo en su separación, los trámites se abreviaban. Una vez dada la resolución, el certificado de divorcio era enviado al consulado americano, en donde por solo 2.75 de dólar se hacía el reconocimiento final del documento. Fue así que varias estrellas famosas de Hollywood consiguieron una rápida separación de su pareja en esta ciudad: Bette Davis, Ingrid Bergman, Roberto Rosellini, Carlo Ponti, Sofía Loren, Frank Sinatra, Mia Farrow y otras personalidades que vinieron desde Europa y Sudamérica para disolver su matrimonio en esta frontera, aunque hubo otras que se casaron.

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Fue ésa la época de oro del divorcio. Los abogados que llevaron estos juicios hicieron mucho dinero, afirmó alguna vez el licenciado Carlos Ayala, quien recuerda que uno de ellos tenía una camioneta especial para recoger a sus clientes en El Paso, traerlos al juzgado de esta ciudad y regresarlos al aeropuerto. Muchas de estas personalidades famosas permanecieron en Juárez por espacio de unas horas; las necesarias para firmar y de inmediato retornar a sus lugares de origen. Desde su creación hasta su derogación, esta ley, inscrita en el Código Civil del Estado de Chihuahua, funcionó —afortunadamente— solo para los extranjeros. Nada más a ellos les interesaba encontrar una manera rápida de separación, porque fueron muy pocas las parejas mexicanas que buscaron la disolución por este medio. Tomado del libro de Raúl Flores Simental, Efrén Gutiérrez Roa y Óscar Vázquez Reyes, Crónica en el Desierto, Quadra Comunicación, 1994.

¿Financia o financía? Puede sonar raro, pero lo correcto es fi-

nancia. Hay que recordar que el verbo financiar se conjuga como anunciar. Lo correcto entonces es decir quien me financia mi casa, como si dijéramos: quién me anuncia mi casa. No hay lugar a confusiones. En caso de duda ir a http://www.rae.es/drae.

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FUT DOMINGUERO

Fotografía: Óscar Vázquez

C A M P O S D E I LU SIO N E S

“Por acá no hay cámaras ni cronistas que den cuenta de sus hazañas. Los gatos y los cuates de ahora son sucesores de los que juegan al lado con barrigas voluminosas, calvas incipientes, hijos cargados y termos llenos de cervezas”

Óscar Vázquez “¡La semana pasada me quebraron al Chaparro...! Se le fue con toda la intención, escuché cuando dijo que lo iba a quebrar. Ya puse una queja en la Liga, pero no creo que pase nada…” Del campo se llevaron al Chaparro a que recibiera atención médica. La quebradura fue de clavícula y lo dejaría fuera de circulación como un mes y medio. Fue lo de menos: en dos semanas ya estaba de regreso, aunque fuera como espectador, en uno de las decenas de juegos de su equipo FC Quintana, en la futbolera liga dominical. Las caídas y los choques son cosa común en estos campos, acá por el rumbo de Las Fuentes. El color impecable con que los uniformes arriban cada mañana, termina opacado por el polvo; y aunque la mayoría de las piernas y brazos lucen heridas de combate, hay de lesiones a lesiones: no es lo mismo 25


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Fotografía: Óscar Vázquez

si toca caer en blandito en alguno de los muy esparcidos lunares de pasto, que desparramarse en la vil tierra que completa el rectángulo o, peor aún, sea donde sea, ser objeto de una agresión directa. En el caso del Chaparro, el portero del otro equipo le cayó encima a propósito y, como está muy robusto, de plano lo fregó, cuenta reflexivo y aún con coraje su entrenador. El regreso del Chaparro es explicable: entre cervezas, cigarros, crudas, palabrotas y pláticas sobre ligues de la noche anterior (cosas poco deportivas, dirán unos; más deportivo no se puede ser, dirán otros), a estos campos los mueven ilusiones. Para muchos representan la entrada al paraíso de las ligas mayores donde se recrean los lances y haceres de sus figuras preferidas; para otros, son reminiscencia de épocas de sueños olvidados, vistas lejanas a fuerza de madurez y golpes de vida; y para muchos más, una suerte de limbo o purgatorio donde expían pecados a la espera de una oportunidad que los llevará al estrellato. La jornada aquí empieza temprano. En procesión, los jugadores entran y salen de los campos a medida que les llega su turno: termina un partido y empieza otro, con apenas el tiempo justo para patear bola y calentar un poco. A merced del clima, los


Fotografía: Óscar Vázquez

juegos pueden ser terrosos, calurosos, templados, fríos, o todo a la vez. Los peores, sin embargo, son los ventosos; entonces la tierra se levanta, engruesa las pieles, pinta de blanco y café, se mete por todos lados, alza las cachuchas protectoras, esconde las pelotas en jugadas ajustadas y se las lleva hacia donde nadie quiere: lejos del compañero, de la portería y del gol soñado. A falta de redes, los partidos son promiscuos, pues los balones se pasean de campo en campo, en una madeja desordenada de ires y venires donde las desatenciones pueden ser fatales. Es holgorio familiar, ocasión para descargar frustraciones. “¡¿Pues qué estás ciego...?! ¡te vamos a mandar al 20 de Noviembre para que te entrenes!”, increpa al árbitro una señora, llegada a medio partido, ni bien instalada en una silla cervecera, ni bien enterada de que el de negro con motivos verdes y amarillos fluorescentes (como se estila ahora) ha tenido un desempeño más que decente. Es cuestión de costumbre: el árbitro trasciende la Semana Santa y por los siglos de los siglos es el Judas de las canchas, el que compromete su alma repartiendo traicioneros besos, rojos y amarillos. Está hecho a la medida de las señoras, jóvenes y maduras, que marginadas al papel de simples acompañantes y cuidadoras de escuincles necesitan desfogarse, desgañitándose contra quien se deje; las gritonas son al mismo tiempo modelo para las nuevas generaciones de hinchas, los niños y las niñas que, muy gallos, en repetición instantánea, ya le mientan la madre a medio mundo, y más si se trata del Judas en piel silbante. El campo es oportunidad de iniciación; mientras da un toque a su cigarrillo, el portero instruye al novato: “no tengas miedo, necesitas meter más la pierna, sin miedo”. Mientras, de arriba abajo, sin miedo, “Los Gatos” pelean incesantemente la pelota. La providencia les dio el mismo apodo y en cierto modo las mismas cualidades; son de lo mejorcito, hacen diferencia en cada juego. Atrás, El Cuate es imbatible; quiere ser delantero,

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Fotografía: Óscar Vázquez

pero lo tienen en la defensa porque, si no, el equipo haría agua. Con trampa de velocidad cómplice, como rayo, algunas veces se escapa hacia adelante. Las gambetas y fuerza de los tres son dignas de la tele y de la repetición con las Phantom, sin embargo, sus esfuerzos se diluyen: por acá no hay cámaras ni cronistas que den cuenta de sus hazañas. Los gatos y los cuates de ahora son sucesores de los que juegan al lado con barrigas voluminosas, calvas incipientes, hijos cargados y termos llenos de cervezas. Son parte de los muchos gatos y cuates que se congregan cada domingo aquí y en otros campos juarenses; de los cientos de gatos y cuates en el estado; de los miles en el país. Llegar a lo más alto requiere no sólo ser excepcional, sino también un toque de suerte, dice su entrenador. Luis Montes, el juarense que está en la selección nacional, es un garbanzo, el de a libra, la aguja en el pajar. “A veces me dan ganas de ya no venir, tengo que recoger muchachos desde temprano, me estreso mucho y me pongo mal por la alta presión”, dice el entrenador de FC Quintana vaciando frustraciones como vacía de agua el termo que refrescó a su equipo. Mientras, heridos por el sol, por los rivales y por los regaños habituales porque sus bríos nunca son suficientes, en fila los jugadores abandonan los campos, haciendo camino desde ya para los próximos domingos…

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DE CASQUETE CORTO

EL REGRESO A LAS PELUQUERÍAS Andrés Pedroza García

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ace apenas un par de años que volví a una peluquería. Fueron casi veinte los que duré siendo cliente de las tan de moda estéticas. En mi primera visita de esta segunda temporada reviví aquellos días en que mi padre me llevaba, casi a rastras, a cortarme el pelo. —Casquete corto— gritaba triunfante, y a mí se me escurrían las lágrimas nomás de pensar que al otro día me iban a gritar por todo el vecindario ¡Adiós orejón! Pinches peluqueros —pensaba—, ojalá se mueran. Y sí, se murió uno de ellos. Aquel viejito de espalda encor vada ya no está. —No muchacho— me dijo uno de ellos, hace tres años que murió. Con su ausencia tomaron fuerza mis recuerdos y mis añoranzas. Me di cuenta que ya ni siquiera sé cómo pedir el corte. Ahora sólo sé pedirlo con el número dos. Los casquetes cortos, largos, el desvanecido claro y oscuro han perdido su significado para mí. Mientras pensaba en mi pasado, llegó un señor con su hijo adolescente. Uniformado este, no le vi ni una lágrima de desconsuelo, al contrario, iba contento de rebajarse aún más su corte militar. O es la moda, o se acostumbró, pensé. Y mientras veía a ese padre acompañando a su hijo, el mío llegó a mi memoria. Y lo imaginé sentado frente a mí, sonriéndome desde su lugar, contento de ver que al fin uso el pelo tan corto como a él siempre le ha gustado. Llegué a la casa y le marqué: Viejo —le dije—, fui a la peluquería. Se murió don Raúl. Sí, lo supe. El moño duró como seis meses sobre la puerta. Ni hablar... ¿Y por qué fuiste? No sé, se me ocurrió. Pues ojalá no dejes de ir. Son ya dos años desde que volví a las peluquerías. Desde ese entonces cada vez que voy y me enfrento al aroma, la música, la plática, el perchero, los periódicos desperdigados y vueltos a acomodar, la sensación tibia de la crema de afeitar, el frío de la navaja y a la frescura del corte, recuerdo mi infancia y descubro, sin resentimientos, que empiezo a envejecer.

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REDES, SELFIES, FOTOS:

LA NUEVA TIRANÍA VIRTUAL

Sergio Domingo

“Carcajadas, bromas, charlas entrecortadas y meseros que se acercan. Sobre la mesa, infaltables, los smartphones y los platos que recién han sido llevados. Unos comensales toman los cubiertos y otros no sueltan el teléfono. Los pocos, en su e-mail; los más, en el face.”

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na del grupo toma una foto a su platillo y la sube. Otra se toma una selfie (autofoto, en español, aunque suene menos sofisticado) y también la sube. Y mientras llegan los ansiados comentarios al face, todos comen, en una mesa donde lo que menos llama la atención son los platillos. Tampoco importa lo que los otros platiquen, o la decoración del lugar, o que los más nunca hayan estado en ese sitio. Los príncipes del lugar son los teléfonos y las reinas son las redes sociales. Su majestad el face reina en esas y en millones de mesas, como poder absoluto que aniquila conversaciones, chismes, albures, confesiones y hasta negocios. Todo puede esperar, detener su marcha. El mundo entero puede dejar de respirar, pero nada, absolutamente nada, puede detener la presencia apabullante de sus señoras: las redes sociales, dadoras de vida y de sosiego. ¿Qué es un humilde mortal sin likes? ¿Qué le espera a aquel miserable al que no le comenten su platillo, cuya foto acaba de subir? ¿Qué mayor desdicha que no causar impacto con las selfies del día? En esa mesa, como en millones de mesas en el mundo, nadie lleva la conversación, porque no hay conversación. Hay palabras entrecortadas, frases sueltas, oraciones que se interrumpen.

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Ya la gente no se ve a los ojos, ni las mujeres recortan a las otras mujeres, porque las redes, las omnipresentes redes, no lo permiten. Y en las calles, en las plazas, en los centros turísticos, no se cultiva el gusto por la fotografía, ni se buscan las buenas fotos, los ángulos majestuosos o las fotos grupales de los amigos. Ya no se recurre al que pasa por ahí y al que se le hacía la vieja petición: ¿Nos toma una foto por favor? No hace falta, porque ahora sólo hace falta estirar el brazo y juntar las caras para que la selfie esté lista, aunque los amigos salgan como peces pegados al vidrio de la pecera. ¿Para qué se viaja por el mundo ahora? ¿Para tomarse selfies? ¿Para vivir pegado a las redes con la esperanza que los amigos sigan paso a paso al viajero y lo alimenten, retroalimenten? ¿Se viaja para los otros, para las redes, para las selfies? Antes, se daba la vuelta al mundo, o se iba a tierras lejanas para conocer a otros, para comer lo que no se había comido antes, para escuchar lenguas desconocidas, para salir del mundo conocido y entrar a otros que requerían la atención, los sentidos, la curiosidad. Por eso se tomaban fotos del paisaje, de las iglesias, de las calles, de los rostros distintos y novedosos. Las cámaras fotográficas, viejas, pesadas y lentas servían para capturar el mundo, para recogerlo en un rollo de película o en una memoria. Hoy, cuando las cámaras son más potentes, veloces y tienen mil posibilidades, cuando los teléfonos tienen capacidades que ni siquiera se soñaron hace diez años, el mundo se reduce a las selfies. Todo gira en torno a ellas. El mundo existe para ellas.

“sólo hace falta estirar el brazo y juntar las caras para que la selfie esté lista, aunque los amigos salgan como peces pegados al vidrio de la pecera”

Adiós a las fotos de turistas

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Las fotos de los que sí viajaban

Como toda moda, las selfies causan furor. Obama aparece en ellas y las estrellas del deporte y del espectáculo las hacen circular por las redes. Generan reclamos y disputas; se multiplican por millones y dejan de ser propiedad de alguien. Una vez que se suben, su origen se disuelve y su destino es incierto. Son fotos que ya no se guardan en cajitas o en un álbum (¿todavía los venden?), ni se mostrarán a los amigos después de muchos años, porque son volátiles, efímeras… porque existen en la red. ¿Y las viejas fotos que antes tomaban los turistas, las de los paisajes, de los rostros, de la actividad en las calles y mercados? Por el momento están olvidadas, pero es seguro que subsistirán, a pesar de las princesas selfies y su majestad el face. Los fotógrafos seguirán vivos y los que verdaderamente viajan por el mundo para conocer a otros, para oler, para sentir, para sumergirse en paisajes diferentes, seguirán accionado sus cámaras y haciendo fotos, de las viejas, de las tradicionales, de las que se guardan, de las que todavía retratan al mundo en toda su plenitud y no se reducen a la simpleza de los rostros apachurrados. Esas viejas fotos que no se hicieron nomás para subirse a las redes y que no le rinden pleitesía a la tiranía virtual de su majestad la selfie.

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México: donde ninguna región env idia a la otra

Colonial, árido, prehispánico, exuberante Fotos: Luis Pegut Texto: Redacción De Verde y Colorado

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a cámara es el instrumento inseparable de Luis Pegut. Lo acompaña siempre, sobre todo cuando recorre el país. Es su instrumento de vida y de comunicación y a través de ella reseña sus viajes. Le sirve para dejar constancia de la diversidad de paisajes, de climas, de costumbres, de formas de vida. Con ella deja testimonio de los caprichos de la naturaleza y transmite los rigores del clima. Variadas y contrastantes como esta nación, las fotos de Pegut caminan sobre las arenas y flotan sobre las aguas mansas de lagunas; también vibran como las cascadas y tienen la quietud de los parques solitarios.

Una banca en el abandono sirve para evocar todo tipo de momentos, porque las bancas son compañía y son soledad; pueden ser extremadamente cálidas o agresivamente frías. También pueden ser testimonio dulce de un encuentro memorable. Y a la sombra de un árbol viejo se convierten en una especie de sala familiar que invita a la plática y al buen momento.

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Los árboles, caprichosos y de mil formas, pueden ser tranquilos observadores de una laguna mansa o vigilantes de campos dormidos, de sembradíos inmensos donde crece la vida. México da para todo y lo mismo ofrece modestos olmos que álamos añosos o nogales generosos. También da los desviados árboles torcidos que, efectivamente, nunca sus troncos enderezan; y ni falta hace, porque el ingenio popular se ha encargado de darles uso. Y entre ellos pasea la cámara de Pegut, que encuentra los muchos ángulos por descubrir de esos troncos y esos follajes que nunca tienen fin.

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México colonial, México árido, México prehispánico, México de las cascadas. Los arcos, las banquetas de barro, los puentes de madera, la arena fina del desierto norteño, las ruinas casi sepultadas por la hierba y por los siglos. Por todas esa superficies y esas historias se pasea la cámara para comprobar que esta nación tiene territorio vasto con muchas historias contadas y muchas por contar. Las cascadas, se ha dicho, son ruidosas hasta en las fotografías y un hilo de agua con un puente enfrente lo prueba.

En este país generoso, el seco norte no envidia al exuberante sureste. Aquí no hay lugar para envidias, porque la belleza se distribuye casi democráticamente y cada región fue dotada de virtudes únicas, que atraen la lente del fotógrafo para ofrecerle un paisaje nunca repetido. Cada foto es una recreación de lo que ahí está, pero no hay fotos iguales.

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México nunca será capturado totalmente, pero Luis Pegut lo intenta con muy buenos resultados. Y no le hace falta el color, porque este país es impresionante hasta en blanco y negro. Árboles, bancas, cascadas, desiertos, arcos, lagunas, horizontes, nubes, pastos, ruinas, piedras, puentes, selva macetones. Luz, sombras, imaginación. Una cámara. Un ojo que ve más allá de lo que está enfrente. Un país maravilloso, irrepetible, capturado en buena parte por un fotógrafo incansable.

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¿Cómo enseñaban los maestros de la vieja

escuela del parque? El secreto de los buenos profesores

Raúl Flores Simental

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n esta ciudad, muchas veces tan aferrada a su memoria, con frecuencia son recordadas las viejas secundaria y preparatoria que funcionaban, una en la mañana y otra en la tarde, en un edificio pegado al parque Borunda. De la época de oro de esas escuelas se dicen maravillas. Algunos profesores —sobre todo los de las décadas de los cincuenta y sesenta— se han convertido en ejemplo de buenos docentes y sus nombres pasan de boca en boca: Salvador Avitia Domínguez, María Guillermina Diéguez Ornelas, Pedro Rosales de León, María del Carmen Coique Ibarra, Cesáreo Santos de León, Felipe Herrada Salas, Esperanza Rosales, José María Sánchez Meza y muchos más. Hace ya 50 años del esplendor de esas escuelas, y los egresados las han convertido en una institución memorable que a veces alcanza el nivel de mito. Tanto han trascendido, que hace poco en un homenaje al historiador Alfredo López Austin, el discurso principal giró en torno a la vida de esas escuelas, en donde estudió y enseñó el homenajeado. ¿Qué tenía esa escuela que la hizo memorable? ¿Qué la hizo merecedora a esa fama que hoy nadie discute? ¿Cómo pudo reunir a tanto profesor que logró tan buenos resultados? No eran aquellos los años de la competencia educativa, ni se hablaba de excelencia. Tampoco había instrumentos —como hoy— para medir el aprovechamiento, ni se comparaban los resultados de

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los distintos planteles. La secun y la prepa del parque, como eran llamadas coloquialmente, eran de las pocas escuelas en una ciudad que estaba preocupada porque las aulas crecieran. No importaba en esos tiempos tanto la calidad, lo más importante era el número de aulas y de mesabancos. ¿Por qué entonces la preocupación por enseñar bien, por ser buenos profesores? Las motivaciones de los docentes Pedro Rosales de León habría que preguntárselas a ellos, pero lo que los alumnos percibían, recibían y sufrían, era muy sencillo. Los profesores iban todos los días, pasaban lista, exigían silencio en clase, aplicaban exámenes mensuales, terminaban el libro de texto, usaban ordenadamente el pizarrón, exigían que los alumnos llevaran sus libros y les revisaban sus cuadernos de apuntes. Además les pedían forrar sus libros y hacían juntas frecuentes con los padres. No había, obviamente, internet, ni cañones, ni power point. Cuando mucho, unos mapas viejos y unos pizarrones que se repintaban cada año. Con el gis y con la voz, Salvador Avitia llevaba a los alumnos a la Francia imperial y Esperanza Rosales los conducía por todo el mundo en su clase de geografía. Tampoco se contaba con fotocopiadoras y los profesores tenían que hacer su propio stencil que permitía reproducir los exámenes en el mimeógrafo. Los mapas se hacían a mano y los animales se dibujaban, porque no había forma de bajarlos de internet ni de hacer copy-paste. En las clases había orden, el pase de lista era al empezar y se pedía permiso para ir al baño. Durante las clases, los pasillos estaban desiertos, vigilados por prefectas que cazaban a cualquiera que anduviera por ellos. El edificio, alto y de grandes ventanales, siempre lucía impecable, porque nadie tiraba basura. Los profesores no tenían posgrados y posiblemente sus conocimientos no eran muy amplios. En su mayoría, Salvador Avitia eran egresados de alguna normal básica y habían cursado la normal superior, aunque hubo también egresados de universidades, que no ostentaban su grado y simplemente eran llamados profesores. Pero todos ellos estaban ahí porque querían enseñar: querían ser maestros, querían transmitir conocimientos y hacían su trabajo con entrega, con sencillez y con pasión. No recitaban su currículum al empezar el curso y, a pesar de su innegable autoritarismo, no presumían sus conocimientos ni sobajaban al alumno. Nunca hablaron de modelos pedagógicos, ni dijeron ser facilitadores, ni tampoco propiciaban la democracia en el aula.

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Nomás su voz se escuchaba y no había posibilidad de contradecirlos, y pese a ello sus clases se recuerdan a casi cincuenta años. Guillermina Diéguez usaba un librito de ejercicios lexicológicos y a fuerza de repeticiones lograba que sus alumnos aprendieran la diferencia entre azar, asar y azahar. Insistía en las homófonas, en los acentos, en los sinónimos. Con el librito, con el gis y con una disciplina Esperanza Rosales casi militar logró que muchos aprendieran para siempre el buen español. Y como ella, los demás trabajaban con la voz, con la imaginación, con la terquedad, con las tareas. Eran rígidos, duros, inflexibles y posiblemente de mente cerrada en algunos casos, pero funcionaban. Lograban lo que buscaban. Y quizá la fórmula era sencilla: eran profesores por vocación, no llegaron a las aulas casualmente, ni les interesaba obtener posgrados, ni ser bien evaluados, ni andaban a la búsqueda de puntos que los llevaran a un mejor ingreso. No eran evaluados por los alumnos, porque posiblemente los hubieran reprobado, con razones o por venganza. Pero hoy, a la distancia, son recordados con agrado. Y bastantes reconocen que su amor a la literatura, a la geografía, a la química, a las matemáticas, nació en esa vieja escuela del parque Borunda. Muchos de aquellos profesores ya se fueron. Quedan unos cuantos que podrían explicar el secreto de aquella escuela. Para los que pasaron por ahí, basta con hurgar entre los recuerdos: pase de lista, asistencia a clase, disciplina, silencio, libros, cuadernos y, por encima de todo: profesores que enseñaban como si lo que hicieran en esa hora de clase fuera a transformar el mundo. Y lo transformaron. Por lo menos un pequeño lugar del mundo, pero con eso ya es suficiente.


VOLANDO VOY…

Santiago Gallur Santorum

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l transporte público es una de las mejores inversiones que el Estado puede llevar a cabo en favor del bienestar social. Permite reducir la contaminación del aire en las ciudades y evita la congestión del tráfico, ya que reduce sobremanera el número de vehículos que circula por la vía pública. Debido a lo anterior, me considero un firme defensor del transporte público y por ello llevo usándolo toda mi vida en numerosas ciudades de diversos países y distintos continentes. Así, por mi amplia experiencia como usuario de transporte público durante más de veinticinco años, puedo señalar que existen códigos no escritos para el disfrute de este servicio ofrecido en cada país. A su vez, en las diferentes ciudades dentro de una misma nación, el transporte público tiene características que lo hacen único y digno de disfrute. Toda una experiencia sobre ruedas. En Ciudad Juárez, las rutas son un signo característico que adorna el paisaje urbano. Pero de entre todas, hay una que hace las delicias de sus usuarios aportando un sinfín de experiencias irrepetibles en cada viaje. Sí, en efecto, se trata de la ruta Universitaria. Cada una es completamente distinta al resto, con un solo elemento en común: el azul, blanco y amarillo que adornan su costado. Esto, unido al inconfundible nombre, las hacen parte de un grupo pero a la vez de una sección única.

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Y es que la homogeneidad no está presente en ninguno de sus aspectos identificativos, lo que le permite añadir diversidad a algo presuntamente definido como es una ruta. Pero estas son distintas, algo las hace únicas: sus choferes. Cada uno de ellos, customiza extraordinariamente un elemento aparentemente insulso, añadiéndole parte de su personalidad y permitiendo así que cada uno de los pasajeros que comparten su tiempo, entre en un espacio público pero íntimo a la vez. Así, en el momento que, con toda la habilidad del mundo, el intrépido pasajero se las ingenia para poner un pie en el primer escalón de las rutas que, como los tiburones, nunca dejan de moverse para no perder su esencia: la aventura comienza. Y como si pudiésemos adivinar qué es lo que está pensando el chofer, nuestros oídos son los primeros invitados a un mar de sensaciones en movimiento. Desde ruidos completamente ensordecedores que apenas te permiten vislumbrar tus pensamientos, hasta una combinación de diversas percusiones producidas por subuffers con demasiados años de uso, pasando por los armónicos y entrañables narcocorridos. No podía ser de otra forma. Una ruta que nos lleva hasta la universidad debe tener carácter pedagógico. De este modo, mientras el increíble volumen que las bocinas estratégicamente colocadas por el chofer nos permite trasladarnos al mismo lugar en el que la famosa banda de narcocorridos ofrece su tema, comienza la lección magistral sobre la historia del narco: Que si el Mayo Zambada, que si El Señor de los Cielos, que si el Chapo Guzmán, que si los Arellano, que si los Zetas… un sinfín de nombres estratégicamente elegidos dependiendo de quien haya sido el que plasmó su autógrafo en el cheque, nos hacen presagiar que lo que nos van a contar está dirigido y controlado por un total y profundo sentimiento de admiración. Tal es el poder de persuasión de estas curiosas canciones que, para cuando nuestro cerebro responde únicamente a los estímulos provocados por el demencial volumen que despiden las bocinas, aquel antibelicista, pacifista que ha decorado su juventud con proclamas en contra de todo tipo de violencia se descubre tarareando como si se tratase de un mantra interminable: “… mi pistola jamás se ha manchadoooo con la sangre de algún inoceeeenteeeeeeeee”.

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Y entre canción y canción, los choques involuntarios contra el tumulto de pasajeros que no paran de ser invitados a subir hasta que la teoría del “espacio vital” se convierte en una fantasía, nos recuerdan la velocidad a la que vamos. Los que tienen suerte y han conseguido sentarse en alguno de los ya maltrechos asientos, observan tranquilos cómo la ley de la gravedad es puesta a prueba en todo momento. De repente, y ante las miradas perdidas de la masa uniforme de pasajeros, una señora a punto de perder el difícil equilibrio mantenido con tres bolsas del mandado en cada mano y dos niños pequeños agarrados, evita la tragedia cuando le sale de la nada un tercer brazo que se agarra milagrosamente a un barra de metal, a veces hasta sujeta con alambres al techo. Ese tercer brazo que todos llevamos dentro —y que solo asoma para evitar la desgracia—, en este viaje rutinariamente hace acto de presencia, mientras la marabunta de gente ni se inmuta. La normalidad es puesta a prueba en nuestro viaje. Es que el espacio finito de las rutas, en realidad es un espejismo, un efecto óptico. Nuestra ruta no tiene fin, es interminable. En ella caben cientos de personas. Y prueba de ello es la voz del chofer que, cuando todo el mundo pensaba que ya no cabe ni un alma más, un grito contundente ruega el milagro: “Pásale para’tras carnal, pásele para’tras que ahí al medio hay espacio”. Mientras, la vista del chofer se fija en el espejo retrovisor interior y observa “el espacio”, como si de un agujero negro se tratase en toda ruta universitaria. Así, violando de nuevo todas las leyes de la física conocidas, un grupo de personas consigue entrar hasta el fondo del colapsado receptáculo de metal, que en algunos casos durante años ha servido para transportar a cientos de estudiantes en el vecino del norte.

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Pero claro, cuando ya medio Juárez está acompañándonos en el viaje, nuestra nave decide parar indefinidamente y ahí la solidaridad de las otras rutas hace acto de presencia. De este modo, una ruta ya medio llena recibe con las puertas abiertas a toda la gente que guste de subir, bien sea en el espacio físico, bien sea en la virtual docena de “agujeros negros portátiles” que nuestra anfitriona porta de serie, como si de la dirección asistida se tratase. Y así, de nuevo, escuchamos la amable voz de nuestro nuevo chofer: “Pásale para’tras carnal, pásele para’tras que ahí al fondo hay espacio”. Pero esta vez no funciona, la gente no se mueve. Parece que ahora sí, hasta los espacios virtuales que sólo ve el chofer se han llenado también. Así que se oye una vez más la frase: “Pásele por favor, pásele para’tras, pásele para’tras, que ahí al fondo aún hay espacio”. Y sí, una vez más tenía razón el chofer, había espacio. La puerta de atrás se abre manualmente con cierta dificultad mientras un grupo de pasajeros decide bajarse en la que todo el mundo prefiere asumir como que es su parada. Y es que al entrar en el mundo personal de un nuevo chofer las gentes invitadas deben saber adaptarse rápido o renunciar al privilegio de poner a prueba una vez más su capacidad auditiva, su sentido del equilibrio, sus destrezas a la velocidad del sonido e incluso su solidaridad. Como no podía ser de otra forma, ésta siempre aparece en el viaje. Una chica joven entra con su mochila y se pone en marcha el mecanismo ritual mil veces ensayado. Si es bonita, un grupo de caballeros sentados se levantan casi a la vez en una competición de velocidad por ver quién tiene mayores reflejos en pararse. Si no lo es, los caballeros se camuflan bajo la apariencia de simples mortales, y todos miran por la ventana como si de repente hubiese algo interesante, digno de contemplar. Nadie se mueve. Esto se repite tantas veces como mujeres suban en el transporte, con una excepción. Por simple matemática, en no muchos kilómetros de trayecto el número de caballeros sentados se agota, al igual que el de simples mortales. Es en ese momento cuando se produce algo curioso: la solidaridad desaparece casi por completo. Da igual que suba una anciana, una mujer emabazada, o una madre con media docena de niños. Los asientos se pegan a todas las chicas sentadas, impidiendo que se levanten. Ni siquiera aquellos sobre los que hay una didáctica señal ilustrativa en la que se especifica que dichos asientos están reservados para personas de edad o alguna dificultad de movimiento. De esa forma, mientras pasan los segundos sin que nadie reaccione, los caballeros (y los que no lo son) ya todos parados, cabecean en busca de algún despistado que todavía permanezca sentado violando las nunca escritas leyes de cortesía. Pero no, no lo hay. Por suerte, una chica, valiente, consigue ganar la batalla contra su asiento y milagrosamente se levanta, ante la atónita mirada del resto. Así, la anciana, mujer embarazada o madre con niños, consigue sentarse, ante el espectáculo de los terceros brazos desplegándose sin parar, mientras sigue intentado batirse la pericia al volante de Fitipaldi. Lamentablemente todo se acaba. Se ve al fondo Ciudad Universitaria. Con pena, los estudiantes agarran sus mochilas,

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volviendo a hacer equilibrios increíbles mientras los topes de la carretera impiden a la ruta ir más rápido. Todos, incluso los del espacio virtual, comienzan a prepararse para el descenso. La música casi ni se siente ya, la velocidad empieza a echarse de menos cuando notamos que no hace falta encaramarse a las barras para no perder el equilibrio y una agradable sensación de alivio recorre nuestro cuerpo cuando por fin podemos respirar con normalidad. La gente comienza a bajar. Invariablemente todos damos las gracias al chofer por este apasionante viaje. Yo, incluso, pienso en darle un abrazo emocionado por permitirme llegar vivo un día más, pero creo que no lo comprendería. No conseguiría entender la agradable sensación de volver a recuperar el oído, el equilibrio aún atrofiado por el sobresfuerzo o la respiración natural sin sentir que se invade el espacio del que está al lado. Él seguirá otros diez o doce viajes más desafiando al cansancio, mientras sus oídos, ya acostumbrados al increíble sonido de los agradables narcocorridos, le impiden escuchar las gracias de los pasajeros al descender. Tan s ol o repite: “Q ue l e v ay a bi en , que le vay a bi e n , qu e l e v aya bien…”.

Aperturar o abrir. Aunque se asombren los banqueros y los

empleados de los departamentos de crédito de las tiendas, el verbo aperturar no existe. Está el verbo abrir y con eso basta. Debe entonces decirse: voy a abrir una cuenta bancaria o me van a abrir una línea de crédito. Decir “le voy a aperturar una cuenta”, es sencillamente una cachetada al español.

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la imposición de

La moral sexual atentado a la intimidad

Efraín Rodríguez Ortiz

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or una añeja tradición, muy probablemente por nuestra condición de pueblo conquistado, México es un país autoritario. Las y los mexicanos somos autoritarios. Nos horroriza su diversidad; la autonomía y la libertad de las personas. Y nos sentimos agredidos frente a quien no comparte nuestras opiniones. En México toda discusión, decía Octavio Paz, termina en pleito. Un área donde el autoritarismo muestra más crudamente su cara es en la sexualidad. Existen muchas personas que se sienten con derecho a meterse bajo las sábanas de la cama del prójimo para normar la vida de éste. No hemos aprendido a respetar su privacidad. Por supuesto que las mismas personas que tan irrespetuosamente se comportan no tolerarían que se les interrogara abiertamente sobre los detalles de su vida íntima. Es decir, con la vara que miden no permiten ser medidos. Los talk shows, tan populares entre la población latinoamericana, son un ejemplo patético de esto.

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Cuando una persona sensata necesita los servicios de un carpintero, de entre los artesanos disponibles en la ciudad, procura recabar los datos sobre aquellos que realizan mejor su trabajo y son los más puntuales en la entrega del mueble. Solamente a una persona sexualmente obsesionada se le ocurriría dejar de lado las características propias del oficio y se dedicaría a indagar el con quién, qué y cómo de la vida erótica del carpintero para poder decidir si lo contrata o no. La clase social en el poder impone un código moral a cada sociedad, por lo que es cambiante en el tiempo y en el espacio. Desde que se inventaron las religiones, cada una de ellas le atribuyó la autoría del código moral a su dios y esto vino a fijar a fuego en la conciencia de la gente las distintas normas, con la desventaja de que cuando se requiere adecuarlas se enfrentan serias resistencias al cambio por un infundado temor al castigo divino. No existe una norma moral, sino muchas. Algunas son prosociales y otras son antisociales. Cada grupo humano acepta una norma y cada persona la escoge también. La insistencia en una sola moral crea sociedades deshonestas que terminan predicando una cosa y viviendo una muy distinta con consecuencias emocionales negativas y graves para la población, como la inclinación excesiva al chisme. Un mexicano, el psicoanalista Santiago Ramírez, aseguraba que el origen del chisme como necesidad de indagar la vida privada de la gente es la insatisfacción sexual. Si el maestro Ramírez tiene razón, entonces es esa insatisfacción la que sigue abonando el rating de las telenovelas, esas series que le permiten a la teleaudiencia asomarse a la vida íntima de otras personas sin ser tachada de chismosa. La satisfacción sexual es un aspecto del que se adolece profundamente en este lado del mundo. Hay muchas personas que, movidas probablemente por la angustia que esa insatisfacción les causa, son capaces de dejar de lado toda obligación, hasta familiar, y lanzarse a la cruzada de la moralización de la sociedad y cometen actos absolutamente inmorales cuando arbitrariamente pretenden imponer a todo el mundo su propio punto de vista moral. Con frecuencia los representantes de los poderes institucionales y de facto, como gobernantes, organizaciones empresariales o clérigos, se convierten en rehenes de grupos pequeños en número, pero poderosos económica y políticamente, generalmente se ven obligados a emitir discursos moralistas impertinentes a la realidad actual pero acordes con el conservadurismo de personas con poca capacidad de reflexión y una gran angustia existencial. Esperemos que muy pronto la sociedad mexicana en general —y la juarense en particular—, sea capaz de vencer la vergüenza que les producen sus deseos, sus fantasías y su conducta sexual para llegar a exigir a gobernantes, conductores de medios de difusión, educadores, profesionistas de distintas disciplinas, familiares, etc., el respeto absoluto a la intimidad cuando ésta no afecte los derechos de terceros. Así cada quien dedicará tiempo a las tareas propias de su labor sin perder tiempo y esfuerzo en moralismos que no abonan a la construcción de una sociedad responsable, autónoma y madura.

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Fotografía: Norma López

Verdad, terror

y tecnología Óscar Altamirano Piña

C

uando se busca información en internet, se pueden encontrar verdaderas historias de terror. Recientemente me encontré con una de ellas. Una empresa denominada “Converus” ha desarrollado un dispositivo tecnológico que puede detectar mentiras con solo exponer los ojos a su análisis. Esta empresa de detección de mentiras, con sede en Utah, ha seleccionado la tecnología de seguimiento ocular de la firma Senso Motoric Instruments para incluirla en su dispositivo denominado “EyeDetect”, que en breve se lanzará al mercado. Según su vocero empresarial, la tecnología se desarrolló luego de analizar con detenimiento los cambios sutiles que ocurren en el ojo humano cuando se dice una mentira. La variación de las fuerzas de carga cognitiva producidas con la mentira se reflejan en la pupila del ojo, y pueden ser tan pequeñas como 1/10 de milímetro, lo cual puede ser detectado por el “EyeDetect”. Se trata de una herramienta eficaz, rentable, confiable y no invasiva para la detección del engaño. Y aquí está lo terrorífico: es un producto dirigido al mercado de las grandes empresas, de las instituciones gubernamentales y de los organismos encargados de hacer cumplir la ley. Si esto es así, la eficacia de este nuevo detector de mentiras obligará a que una gran parte del aparato gubernamental encargado de procurar y administrar la justicia desaparezca o se vea disminuido a su más reducida expresión. En un proceso judicial, por ejemplo, bastará con que el acusado sea sometido a una sesión utilizando esta nueva tecnología, para corroborar la veracidad de su confesión. De la misma manera ocurrirá con lo expresado por un testigo. Sus ojos revelarán la verdad o falsedad de su testimonio. Nunca como ahora será más verdadero aquello de que los ojos son las ventanas del alma, sin cortinas ni persianas que oculten su interior.

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No es difícil imaginar que el uso de esta tecnología en el mundo de los litigantes podría producir una crisis sin precedentes. La actividad de los abogados y de los jueces entraría en una parálisis total. Así, en el proceso judicial, donde la actividad se enfoca a la comprobación de un hecho delictivo y a la detección de un responsable, se vería prácticamente desaparecida. Con el uso del “EyeDetect” el proceso penal sería una especie de nanoproceso, en el que bastarán algunas preguntas estratégicamente elaboradas y un breve escaneo del iris ocular para obtener, en automático, la validación de una confesión. En un solo acto procesal aparecería la verdad, sin lugar alguno para la duda. En un efecto de mayor profundidad provocaría cambios radicales en la función jurisdiccional. Por ejemplo, ya no sería necesaria la jurisprudencia construida en años, quizá en siglos, por los jueces y por las Cortes Supremas de cada país occidental, en torno a los parámetros con los que se puede admitir la duda razonable. Ya no habría estudios jurídicos, filosóficos o sociológicos sobre la duda razonable ni sobre la cuestionable verdad procesal, ni discusión alguna sobre si la verdad se debe entender como una correspondencia con la realidad o como un capricho de la subjetividad. La doctrina del derecho penal acerca de la verdad sería sustituida por el tecnologismo del “EyeDetect”. Y si el uso de este nuevo aparato traductor de emociones y de procesos cognitivos relacionados con la mentira es realmente efectivo, entonces, tampoco haría falta la tortura, los tratos crueles, inhumanos y degradantes, ni la intimidación o la amenaza, como instrumentos para obtener una auténtica declaración sobre la verdad. Bastará con someter el ojo del declarante al “EyeDetect” para obtener la verdad. Esta posibilidad acarrearía consecuencias que seguramente provocarían alarma: los aparatos especializados en investigación desaparecerían; ya no serían necesarios los cuerpos periciales tal y como hoy se conocen. Esa actividad se vería reducida a una pequeña oficina equipada con un escritorio, dos sillas, y una computadora cargada con el sistema “EyeDetect”. De igual manera, el médico forense, el dactiloscopista, el grafólogo y todo el equipo de expertos en “la escena del crimen”, ya no tendrían una función que cumplir. El efecto no será menor a nivel internacional. Se concluirían los esfuerzos de consensos internacionales para erradicar la tortura, por lo que ya no sería necesario el protocolo de Estambul, lo que a su vez provocaría que los psicólogos, médicos y abogados especializados en este tópico del derecho penal, dejen de participar en la mesa de discusión de la Corte Interamericana de Derechos Humanos o de la Corte Penal Internacional. El terror seguiría. También podrían desaparecer los abogados, los defensores públicos, los ministerios públicos con todo su aparato burocrático de auxiliares en la investigación, así como los novedosos departamentos de evaluación de la confiabilidad policíaca. Por inactividad, se produciría una total desbandada de profesionales dedicados a investigar el crimen y a defender al inculpado. Los jueces, que ahora se cuentan por cientos, se convertirían en solo unos cuantos —quizá uno solo para cada ciudad—, cuya actividad

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se reduciría a verificar que el operador del “EyeDetect” emitiera el dictamen con el que se decrete el veredicto final. Es posible que ahora sí, la justicia pronta y expedita hiciera su aparición. Sería muy posible que con solo un equipo computacional, quizá una “Tablet”, un “Ipad” o un teléfono celular, se desplace toda una estructura gubernamental dedicada a la procuración y administración de justicia cuyo fundamento operacional es encontrar la verdad. En las universidades el cambio no sería menor. Las antiquísimas facultades de derecho se verían obligadas a reducir sus profusos cursos de derecho penal a un taller básico de computación y de manejo eficaz del “EyeDetect”. Lo mismo pasaría con las facultades de criminología, psicología criminal, medicina forense, mientras que los novísimos posgrados en grafología, vigentes en algunos países europeos, pasarían a ser objeto de estudio de la Historia, cuando no de la Arqueología. Cuando menos, serían estudiados como antecedentes del “EyeDetect”. El desarrollo de esta nueva tecnología es una verdadera historia de terror. Su uso generalizado tiene el potencial de producir desempleo, desaparición de estructuras gubernamentales, cambios profundos en la cultura de la legalidad y en los procesos de administración de la justicia, lo que llevaría a una cascada de secuelas, de entre las que destacan la afectación a la economía nacional y mundial. Afortunadamente, el anuncio de la empresa que desarrolló esta tecnología ha dicho que “en breve” este producto será lanzado al mercado, por lo que todavía queda la esperanza de que ocurran retrasos en dichos planes y que todavía tengamos tiempo de reflexionar sobre la seriedad de la verdad, quizá de la mano de Umberto Eco y sus análisis en torno a una teoría sobre la mentira, o de Paul Ekman, quien ha realizado amplios estudios sobre la manifestación corporal de la mentira. Quizá Aristóteles todavía tenga algo que decir acerca de la verdad y con su ayuda, podamos encontrar argumentos a favor de la libertad que se puede conseguir con la verdad. Puede ser que todavía tengamos tiempo de reflexionar sobre la experiencia que, al menos en nuestro país, se ha vivido con tecnologías similares, como la que nos ha proporcionado el polígrafo, del que existe un uso no siempre racionalmente moderado y del que, esperamos, se acompañe de otros mecanismos de investigación para alcanzar la verdad. Es posible que en cuanto aparezca a la venta el “EyeDetect”, también se ofrezcan reflexiones críticas y estabilizadoras, como aquellas que detallan el uso abusivo del polígrafo, como han sido la recomendación general 6/2004 de la CNDH; el estudio realizado por la oficina de Evaluación de Tecnología del Gobierno de los

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Estados Unidos de América (Office of Technology Assessment) y, el publicado en 2004 por Benjamín Domínguez Trejo bajo el título “El estudio de las mentiras verdaderas. Reseña sobre abusos con el polígrafo”. Mientras eso ocurre, podemos albergar la esperanza de que siga siendo solo una historia de terror de internet y que no se vaya a convertir en una pesadilla tecnológica, como aquella que esta ciudad sufrió con el GT-200, mejor conocido como “detector molecular”, mismo que el ejército mexicano utilizó para la localización y aseguramiento de armas de fuego durante la llamada guerra contra el narcotráfico. Mientras tanto, y sin cerrar la puerta a los beneficios que la tecnología puede aportar, dejemos que la verdad siga provocando la tremenda novedad de su encuentro, al natural, en busca de una mayor libertad.


COSAS DE OTRO

Fotografías: Pablo Hernández Batista

MUNDO

Este texto hace referencia a la vida rural de los años treinta en el sur de Chihuahua. Forma parte de un libro de relatos autobiográficos de doña Josefina Villalobos de Anchondo. Por su valor testimonial, histórico y sociológico, se reproduce con permiso de la autora. En futuras ediciones aparecerán otros relatos tomados de la misma fuente.

Josefina Villalobos de Anchondo

L

a primera vez que salí del rancho yo tenía cinco años. Me llevó un tío a San Francisco del Oro a conocer a mi papá. Pero además de a mi papá conocí muchas cosas: la luz eléctrica, los carros, las trocas, el tren, el dinero, las uvas, los plátanos, los mangos, las tiendas, el molino eléctrico, la radio, el reloj, los pisos de cemento, el ropero, la estufa, las alcancías… Ese viaje a casa de mi tía Josefita fue inolvidable. De todos los muebles que conocí lo que más me impresionó fue la estufa. En la cocina de mi tía ¡no había chimenea, ni tinamaste, ni comal! ¿Dónde cocinaban?

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Había nada más un armatoste de fierro que le decían “estufa”. El primer día que vi su funcionamiento me quedé impresionada. Por una puerta pequeña metían la leña que ardía de inmediato. Entonces la superficie se calentaba al máximo y allí cocinaban de todo, pasando por cocer el nixtamal y hacer tortillas. Más debajo de esa puerta chica, donde se ponía la leña, había otra más grande. Ese era el horno en el cual mi tía hacía pan de anís y semitas. ¡Riquísimas! Todo era nuevo y aunque San Francisco del Oro no es más que un pueblo minero, para mí, que nunca había salido del rancho, esto era la gran metrópoli. Todas las mañanas en el almuerzo mi tía nos servía avena, café con leche y pan o tortillas, de esa manera conocí la avena que no me gustó por babosa. Yo estaba impuesta a almorzar atole, frijoles, leche y tortillas y, cuando horneaban, pan de anís ¡hum! Delicioso. Quién me iba a decir a mí que dos meses después, eso de la avena iba a ser mi almuerzo diario por los siguientes 16 años. Mi tía también servía huevo en el desayuno; pero no a todos, ni todos los días. La avena sí era de todos, todos los días. Mi tía tenía ocho hijos. Una mañana estábamos todos sentados a la mesa almorzando. Cada quien tenía su plato de avena. Titina estaba a un lado mío y enseguida Neto, a la orilla de la mesa. En eso le ponen a Titina en su lugar un plato con un huevo estrellado. En cuanto el plato está en la mesa Neto estira su manita (era un niño de tres años) coge el huevo y se lo mete a la boquita. Titina grita y Neto sale corriendo. Y Titina tras él y detrás de ella mi tía. Se dieron una buena corretiza por el patio. A mí no se me olvidó que cuando apenas íbamos dejando el rancho de Tenenuco mi tío Sóstenes me explicó lo que era la luz eléctrica y que en la casa de mi tía Josefita la iba a conocer. Por eso en cuanto entré al primer cuarto volteé hacia arriba al techo y efectivamente allí, de un cordón, vi colgado ese artefacto que mi tío me dijo que se llamaba foco. La palabra me la aprendí de inmediato por su fonética muy corta y muy fuerte, sin embargo, no me gustaron los focos cuando los vi. En la noche que encendieron todos los focos, de todos los cuartos, fue mi primer encuentro con la luz eléctrica y me pareció tan lagañosa. No aluzaba lo suficiente. Iluminaban más los quinqués de las casas del rancho. Yo prefería la luz que daba el trozo de ocote encendido y sostenido en la pared a esta cocina de mi tía con el foco aaallaaá y que no aluzaba lo suficiente. Conocí también las uvas, plátanos y mangos. Las uvas me gustaron por jugosas, pero tenían mucha cáscara y semillas. Los plátanos no me gustaron porque no tenían jugo y su pulpa era muy masuda. Los mangos tampoco me gustaron porque tenían el hueso muy grande y muy poca pulpa y muy hebrudos. Las únicas frutas que yo conocía en el rancho eran la sandía, el melón, las naranjas, los duraznos, las manzanas, los chabacanos, los higos, los membrillos, los guajitos y las tunas. En Tenenuco le llamábamos guajitos a los tomates guajes y los comíamos como fruta. En el Oro además de conocer que a los guajitos se les llamaban “tomate guaje” —y que había otro tomate más redondo llamado “bola”—, descubrí que estos tomates los usaban para cocinar. Esto era algo que yo nunca había visto en el rancho.

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También conocí la sopa de fideo y desde entonces se convirtió en mi preferida. Mi tía la hacía con cebolla de cabeza y tomate redondo. En Tenenuco comíamos nueces cimarronas. Son chiquitas y tan negras que te pintan los dedos. Se dan en el monte junto con los encinos. En el Oro conocí la nuez de castilla la que ahora le dicen nuez cáscara de papel. Conocí el dinero a través de las monedas de cobre de dos centavos que eran grandes. Y también las alcancías. Eva, mi prima, era la mano derecha de mi tía en los quehaceres de la casa (andaba entonces en sus once años de edad) por lo que se encargaba de lavar la ropa de su hermanito Neto. Una tarde estaba lavando un pantalón, yo estaba junto a ella, y al tallar las bolsas dijo: -¡Mira esto! De seguro que Neto aquí trae dinero. Luego mete la mano a la bolsa mojada y saca una moneda de dos centavos. -Esta se la voy a dar de comer a mi marranito. Yo no dije nada, sólo me quedé asombrada. Me la pasaba de asombro en asombro. No podía creer que ahí les daban de comer monedas a los marranos. Cuando terminó de lavar y tendió la ropa, nos fuimos al segundo cuarto en el que había dos camas, un mueble que a los pocos días supe se llamaba ropero, la petaquilla de mi tía y la mesita donde estaba la máquina de coser. Eva entonces se dirigió al ropero y sacó una figura que cuando la vi me provocó mucha risa. Era un marranito de barro; era su alcancía (otra palabra que no conocía). Me dio mucho gusto ver un marranito tan bonito, sentado en sus patas traseras. Era de color negro. Yo sólo conocía los marranos de carne y hueso, marranos de verdad, bien marranos. A la mañana siguiente me dieron en el almuerzo un marranito de harina, quesque era pan de dulce. Yo no sabía que los marranos de mi rancho eran tan famosos. Supe del molino eléctrico como un negocio. Aquí las señoras no molían su nixtamal en la

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casa. Todas las mañanas se iban los niños y niñas por la calle con su olla de nixtamal al molino y luego regresaban con la masa lista para las tortillas. El molino sí me gustó. Conocí el reloj y no entendí por qué tenían que verlo para saber la hora. En el rancho no había relojes y la gente sabía, perfectamente, qué hora era con sólo ver la sombra que se dibujaba cuando el sol le daba a las cosas o a las personas. En la madrugada sabían que ya eran las cuatro y media de la mañana, que ya había que levantarse porque los gallos ya habían cantado, ya iba a amanecer. En invierno era igual. Estaba más oscuro y tardaba más en aclarar; pero los gallos cantaban a la misma hora y la gente se levantaba con el canto del gallo. Durante el día te paras en el centro del patio y para donde “caiga” tu sombra sabes si ya va a ser medio día o, si ya pasamos de medio día. Si por casualidad tu sombra no “cae” para ningún lado es exactamente medio día. Son las doce del día cuando el sol está en la mitad del camino, exactamente en el cenit y como estás de pie, bien derechito, los rayos caen verticalmente sobre ti y no va a reflejar ninguna sombra. Y esto la gente del rancho lo sabe perfectamente; bueno, lo sabía en aquellos tiempos. Conocí la radio y con esto sí me quedé boquiabierta, ¿cómo de esa cajita que le daban vuelta a un botón salían voces de gente y a veces música? Esto fue algo que me sorprendió sobremanera. Y para completar, mis tíos y primos platicaban que en unos años más se iba a poder ver a las personas que estaban ahí dentro de la radio platicando o que estaban cantando. Realmente yo escuchaba y veía azorada cosas de otro mundo.

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El recetario popular de Homero el Cocinero

POLLO EN CILANTRO

Y CACAHUATE Ingredientes: — — — — — — — —

Cuatro muslos de pollo sin piel Aceite Pimienta negra molida Ajo en polvo Sal Un manojo grande de cilantro Dos chiles serranos Media taza de cacahuates pelados sin sal

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Caliente un poco de aceite en una cacerola y selle el pollo. Póngale sal, pimienta y polvo de ajo. Cuando esté bien sellado, quite el exceso de aceite. Previamente, habrá molido el manojo completo de cilantro, bien lavado, con tres tazas de agua y los chiles serranos (se sugieren dos, pero puede agregar los que guste para un sabor más picante). Puede dejar los tallos del cilantro. Si el manojo es chico, use dos, porque debe quedar un poco espeso. Agregue esto al pollo ya sellado y déjelo hervir hasta que se cueza perfectamente. Rectifique la sal y cuide que el agua siempre rebase apenas el pollo. Si se consume, agregue un poco, pero que no sea en exceso. Cuando esté bien cocido, muela bien los cacahuates en una taza de agua y agréguelos al guiso hirviente; con esto, además de espesarlo, le dará un excelente sabor. Es importante que el líquido en que hierva el pollo no sea excesivo porque no quedará suficientemente espeso. Debe lograr una consistencia de atole espeso. Si no le quedara así, puede agregar una poca de maizena previamente disuelta en agua. Este pollo puede ser acompañado con un arroz blanco o a la mexicana y unos frijolitos guisados en un poco de aceite o manteca, pero que se conserven enteros. Desde luego que el complemento ideal son unas tortillas de maíz. Es un platillo rápido y fácil, que también puede ser preparado con piernas o pechugas. ¡Buen provecho!

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