Libro . Taller 3 C . Lucía Bengoa

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ANTOLOGIA * Mientras duren las palabrAS

Esta antología está compuesta por relatos breves, de distintas autoras: Cecilia Anglada * Marta Tomenello * Sara Isabella Bonfante * Patricia Alejandra Coria * Marcela Chiquilito * Andrea Vivenca * Charo Muiño

Mientras duren las palabras aNTOLOGÍA


ANTOLOGIA * Mientras duren las palabrAS

Esta antología está compuesta por relatos breves, de distintas autoras: Cecilia Anglada * Marta Tomenello * Sara Isabella Bonfante * Patricia Alejandra Coria * Marcela Chiquilito * Andrea Vivenca * Charo Muiño

Mientras duren las palabras aNTOLOGÍA


Mientras duren las palabras

AntologĂ­a de cuentos cortos AUTORAS ANTOLOGIA

ANTOLOGIA

Mientras duren las palabras

Cecilia Anglada Marta Tomenello Sara Isabella Bonfante Patricia Alejandra Coria Marcela Chiquilito Andrea Vivenca Charo MuiĂąo


Marca a color, esca de grises y 1 tinta

club de lectura

ESCALA DE GRISES:

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NEGATIVO / 1 TINTA:

antología

A COLOR:

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1 TINTA / BLANCO Y NEGRO:

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1 TINTA / BLANCO Y NEGRO:

antología

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A COLOR:

MIETRAS DUREN LAS PALABRAS

Cecilia Anglada * Marta Tomenello * Sara Isabella Bonfante * Patricia Alejandra Coria * Marcela Chiquilito * Andrea Vivenca * Charo Muiño

ESCALA DEESCALA GRISES: DE GRISES:

club de lectura

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NEGATIVO / 1 TINTA: NEGATIVO / 1 TINTA:



Mientras duren las palabras


Bonfante; Tomenello; Anglada; Coria; Chiquilito; Vivenca; Muiño Mientras duren las palabras; antología.- Buenos Aires: Metanoia, 2020. ISBN 968-81-2403-577-0 1. Narrativa Argentina I, Título CDD E863

Mientras duren las palabras

Todos los derechos reservdos. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni parte, ni registrda en, ni trasmitida por, un sistema de recuperación de información, en ninguna forma, ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia o cualquier otro, sin permiso previo por escrito de la editorial.

Publicado por Club de Lectura METANOIA Diseño: Aguirre Bengoa, Lucía Impreso en Argentina

ANTOLOGÍA


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Al lado de mi cama encontré zapatos que no son míos Cecilia Anglada

Amor en tiempos sin luna Marta Tomenello

Ayer, hoy y mañana

Sara Isabella Bonfante

¿cafecito?

Marta Tomenello

Diario de cuarentena

Sara Isabella Bonfante

El aárbol de fuego Andrea Viveca

El misterio del adiós que trae el tren Marta Tomenello

El pulso de todas las cosas Charo Muiño

41 45 49 53 57 63 65 67 73 77 81 85

El secreto de los jardines Patricia Alejandra Coria

La china y su teoría de las partes Charo Muiño

La cuchara y la sopa Charo Muiño

Amor en tiempos sin luna Marta Tomenello

La tormenta

Cecilia Anglada

La trampa del olvido Marcela Chiquilito

La voz del espejo Andrea Viveca

Mi padre y el tren

Patricia Alejandra Coria

pies en el barro, ojos en el cielo Marcela Chiquilito

sonidos de mi infancia

Patricia Alejandra Coria

Un cuento de navidad Cecilia Anglada

y ahra te llaman margot Marcela Chiquilito


PRÓLOGO

Esta antología tiene como objetivo recopilar cuentos breves de diferentes autoras que nos transmitirán emociones, distintas sensaciones con las que conviviremos con el pasar de las páginas... Quizás con algunos nos sentiremos identificados por su retrato de la cotidianeidad, de la vida común. Con otros nos encontraremos atrapados en un clima de misterio e intriga, o tal vez conectaremos con aquellos que hablan del amor, de sus diferentes formas, o con aquellos que nos dejan una sensación de nostalgia cuando hablan del pasado.


Cecilia Anglada

Al lado de mi cama encontré zapatos que no son míos

Llegué a casa después de un día agotador, no encendí la luz del comedor. Tiré todo sobre la mesa y cuando pasé por la cocina vi platos sucios y cosas desparramadas, y pensé: esto no es mío, pero era mi casa, la llave abrió la puerta, así que definitivamente era mi casa. Fui sacándome la ropa por el camino y sabía que al otro día iba a estar molesta por tener que levantarla. Cuando llegé a la cama iba a sacarme el jean, pero al sacarme los zapatos palpé algo al lado de mi pie. No me dio la gana de pensar qué podía ser, estaba demasiado agotada. Cuando fui a levantar la almohada para sacar el camisón, me resultó muy pesada y pensé si la habría usado de biblioteca como siempre lo hacía, pero no lo recordaba. Me metí en la cama al fin, y al rozarla mi mano se paralizó, mi pulso se aceleró, una sudoración fría recorrió

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mi cuerpo. Pude moverme y bajé mis pies para correr y al lado de mi cama encontré zapatos que no son míos. El miedo se apoderó de mi y pensé: un ladrón no se va a acostar a dormir, pero ¿si lo hacía? Mejor correr y llamar a un vecino que me ayude, me dije. Golpeé la puerta de mi vecina y le expliqué, llamamos a la policía. Cuando la patrulla llegó, entramos al departamento, yo detrás de ellos. Les dije donde era e irrumpieron. —¡Quédese quieto, está detenido! —¿Por qué si es la casa de mi hermana? —Señora, acérquese, ¿este es su hermano? —Sí, este estúpido y negligente que no sabe dejar una nota es mi hermano. Fue una larga noche de discusiones por dejar sucia la cocina, por no escribir una nota que no hubiera visto, pero no lo iba a reconocer, por haberme dado el susto de mi vida, por no haber llamado y por toda recriminación que se me ocurrió desde niña hasta el día de la fecha.

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Marta Tomenello

amor en tiempos sin luna

Está oscureciendo, el día se acorta, va llegando el invierno; para él hay que prepararse. Andrés recorre los pasillos iluminados con luces Led. Casi nunca ve el cielo, siempre anda en lo subterráneo. —Hola, Wilfred, ¿cómo estás hoy? Wilfred es su amigo, trabaja en otro sector. —Buenas, Andrés. Yo bien y ¿vos? —Bien, bien, gracias. ¿Preparaste el nuevo panel? —Sí, está listo. Cuando regrese la luz lo instalo. —Está llegando el invierno, tan crudo, y no sé si tenemos suficiente energía acumulada. —Sí, tenemos, amigo, no te preocupes. —Iré a ver por mi zona si todo está bien. ¿Mejoraron tus dolores? —Sí, sí. Nos vemos.

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—Wilfred, amigo, si casi no nos hemos visto, nuestra comunicación es casi exclusivamente telefónica, no la perdamos. Podríamos ponernos de acuerdo para encontrarnos, en el metro o en los pasillos de la planta, y así vernos en persona, ¿te parece? —Por supuesto, hasta luego. El metro los lleva de casa al trabajo y viceversa, siempre su vida es subterránea, para protegerse. Salen poco al exterior ya que el calor es intenso en verano y el invierno muy frío. Muy de vez en cuando salen al aire libre, un poco de sol y aire siempre es bueno para estar más sano. Andrés llega a su zona de trabajo. —Hola, Mildred. —¿Qué tal, Andrés? —¿Ya sabés algo de tus padres? —Están bien, ya volvieron de Colombia. —Me alegro. Voy a ver la carga de los transformadores, ¿me acompañás? Nos espera un invierno intenso, es probable que esta vez llegue a -70°. —Puff, consumimos tanta energía solar para mantenernos vivos, pero también de la nuestra para conseguirla, ¿verdad? —No es fácil nada, no tenemos mucho descanso. Esta noche voy a descansar un poco y trataré de leer. Estoy con un libro muy interesante. —Hay que trabajar holgazán, ja, ja, ja. —¿Te parece que no lo hacemos? Te cuento que estoy leyendo un libro muy bueno, con información de una historia muy lejana, de cuando nuestros ancestros vivían más cerca de los polos. Mis antepasados eran de Argentina y ¿los tuyos? —Es verdad, de muy lejos. Los míos eran de Canadá. —¿Viste? Así es. Ahora la vida en esos lugares es inviable.

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En Canadá siempre es noche y en Argentina, siempre día. —Qué buena suerte la nuestra de haber nacido cerca del ecuador. —Sí, aunque cuentan que antes por aquí, en Venezuela, había hermosas playas, de arena blanca. Nosotros conocemos sólo esto, el agua cubriendo todo, casi hasta las zonas altas. —Aun así, si deseas, un día de estos, antes de que comience el invierno, te invito a ver el mar. Llevo algo de comer. Debe ser durante nuestro breve día libre. Caminan por los pasillos bajo tierra, esos que los protegen del clima intempestivo. Es de noche, ellos ya saben que es muy oscura, ya que alguna vez se asomaron por curiosidad, con muchas estrellas brillantes en el cielo negro. Su mundo es limitado, no pueden salir demasiado al exterior. Trabajan para mantener el sistema que los sostiene con vida, no duermen, casi no descansan, por lo que su vida es corta, sus cuerpos se deteriorarán pronto. En medio de tanta hostilidad del planeta, entre estos seres humanos aún existen sentimientos fuertes de amistad y amor que los mantiene vivos. Se consume mucha energía para mantener todo funcionando, sobre todo las luces permanentes. Se utiliza la energía solar, ya que en el hemisferio sur siempre es de día y el sol omnipresente por lo que se hace casi insoportable. Crearon unos enormes paneles solares. Andrés y Mildred llegan a los grandes transformadores. Todo parece estar en orden, tocan algunos botones de ajuste. Antes, en los pasillos, se encuentran con compañeros de trabajo, como siempre apenas se saludan. Mientras controlan, Andrés cuenta sobre el libro que está leyendo:“Dicen que todo ocurrió lentamente, los hombres

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no lo reconocieron, salvo los astrónomos, hasta que los cambios ya fueron muy grandes. Según cuentan, antes existía un astro brillante en la oscuridad de la noche, al que los poetas le escribían y los enamorados se sentaban a contemplar. Era como un globo sostenido en nuestra atmósfera. Un día se fue alejando lentamente y el único satélite que tenía el planeta, bello para verlo desde aquí, cada vez se fue viendo más pequeño; hay muchas crónicas de ello. Hubo un desequilibrio y de pronto salió de la influencia de la Tierra y la llamada Luna desapareció del cielo”. Mildred comentó que era una historia extraña y que debía ser lindo vivir en el planeta en esos momentos. —Claro que sí —respondió Andrés—. La Luna mantenía un equilibrio en el clima y en el mar, el cual tenía mareas, o sea subía y bajaba por su influencia; los hombres cultivaban el suelo guiados por sus fases. Cuando la Luna desapareció hubo una gran hecatombe y todo cambió. El eje de la Tierra se inclinó mucho más y se derritió el hielo de la Antártida. En ese momento muchos murieron, muchos… —¡Qué suerte no haber estado allí! —Las personas que sobrevivieron fueron emigrando hacia el ecuador, y por eso estamos aquí nosotros. —Bueno, ya basta, que me vas a quitar años por la tristeza y quiero aprovechar la vida que tengo. —Sí, tenés razón. Vení, dame la mano, vamos detrás de ese transformador. Ya que aún estamos bien vivos y porque me gustás mucho, lo sabés. —Vivamos —dijo Mildred con una sonrisa pícara. Andrés y Mildred se desearon y se amaron con toda la intensidad con que lo han hecho por siglos, desde los tiempos de la Luna, todos los amantes de la Tierra. La noche será

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corta y también su vida. El ser humano ha de tener una lucha terrible por sobrevivir, pero ellos sienten la alegría de estar aún vivos.

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Sara Isabella Bonfante

Ayer, hoy y mañana

Todo comenzó cuando con solo mirar hacia adentro nos dimos cuenta de que teníamos un espacio desconocido, poco habitual, a pesar de que hacía años que vivíamos allí. Era el primer día, no supimos qué hacer con esas horas. Y nos dimos cuenta de que habíamos hecho de la belleza un culto viral, teníamos mucho ruido. El mundo aullaba, las calles ululaban con sus motores y gente y micros y bocinas. Una, dos y tres horas en el regreso a casa ya que todos los semáforos estaban siempre en rojo. La caída de la noche nos encontraba en el frenético andar de las autopistas. Y las luces pasaban, las bajadas de las autovías eran un atolladero, y al menor descuido de un automovilista otro vociferaba su bronca, su hastío. La calle era un catálogo de sensaciones hostiles. Nunca consideramos que la

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Marta Tomenello realidad era tan conflictiva como nosotros. Ahora estamos cuidándonos de nosotros y de los otros porque un estornudo hizo temblar al mundo. Una corona amenaza nuestro lento discurrir de días monótonos… Y con asombro nos dimos cuenta de que la quietud nos dio oídos para escuchar los latidos y ojos para contemplar la simpleza de la ciudad. Esperanzados en la rendición de la amenaza nos basta salir para batir las manos en un aplauso que agradece y nos acerca. Por eso hoy a la nueve de la noche, y mañana. Hasta que el mundo se ponga de pie.

¿cafecito?

Se levantó temprano, se duchó, se maquilló. Tengo suerte este día. Voy presentar mi proyecto, pensó Lucrecia. Por fin le darían, en la empresa, la oportunidad de sobresalir, quizás de ascender. Tiene treinta y cinco años y mucho de trabajar en ese lugar, con ahínco y dedicación, pero siempre estuvo relegada por sus compañeros varones. Me tomo unos matecitos antes de salir y voy, se dijo. Se perfumó y puso su traje verde claro, la camisa blanca. Estaba elegante, el peinado recogido le daba un aire distinguido, con los zapatos de tacón y su ataché; buscó su automóvil, y salió hacia el centro de la ciudad. Todo era frenético, el tránsito muy intenso, los semáforos rojos, y pasaban los minutos No voy a llegar a tiempo, pensó. El edificio vidriado la recibió apurada. A pesar de todo

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llegué, se dijo. Y Lucrecia corrió por los pasillos. Encontró el ascensor, como siempre, lleno. Estaba siendo una mañana complicada. En la sala de reuniones ya estaban casi todos, la esperaban. Algunos conversaban, quizás demasiado. Comenzó la reunión. Lucrecia se percató de que, con el apuro, se había olvidado de pasar por la toilette. “¡Ayyy, ayyyy! ¡Qué ganas de mear!, no sé si podré aguantar…”. Faltaba poco para la presentación. “No puedo retirarme ahora, justo cuando están por llamarme”. Mientras que las conversaciones eran intensas, ella casi no podía pensar. Es terrible como el cuerpo nos domina, a veces. Aunque en su mente trataba de pensar en la presentación, le venían imágenes de ríos que corren, cataratas que caen, canillas abiertas. “No…no. ¡Por favor!”. Se levantó de su asiento y fue a la pequeña habitación contigua, donde preparan el café. En un rincón, con la mayor discreción, fue llenando algunos vasitos con el líquido ámbar y tibio. Los fue dejando sobre la pequeña mesada. Después del alivio, recordó que tampoco tenía papel, con ese destino perpetuo de las mujeres buscando, pidiendo un trozo de papel: ¿Tenés papel? ¿Hay papel? En este caso una servilleta puede servir. Como una lady regresó a su asiento, cuando una amiga le hacía señas de que la habían anunciado. Ya había llegado el momento. Lo hizo muy bien, con certeza, detallista, resolviendo algunos problemas futuros de la empresa. El suyo era un buen proyecto y ella lo sabía, pero en la sala había muchos cuchicheos y algunas burlas entre dientes. Cuando ella concluyó, sin embargo, el presidente del Di-

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rectorio le dijo: Muy interesante, lo tendremos en cuenta. La felicito. Lucrecia buscó su ubicación en los asientos, mientras su amiga le hacía gestos con el pulgar hacia arriba, y todos la miraban. Dejó sus cosas a un costado y regresó a la salita del café. Qué rico, un café para distenderse, pensaba, mientras preparaba algunos un poco mezcladitos. Llevó a la sala de reuniones una bandeja con varios vasito ¿Muchachos, un cafecito…?

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Sara Isabella Bonfante

diario de cuarentena

Día uno Estoy feliz por quedarme en casa. Me da un tremendo optimismo saber que este bichito, si estamos adentro, muy adentro, no va a atacarnos. Y para hoy hice una lista de todo, todo lo que nunca pudimos hacer. A saber: 1-Arreglar los placares. Esto me toca a mí. 2-Desocupar el cuartito del fondo. Esto lo hará Jorge, mi esposo. 3-Catalogar los libros de la biblioteca. Esto lo hará Juana, nuestra hija de diecisiete años. 4- Pintaremos la fachada del P.H. En familia. 5-Hice una lista de platos que siempre quisimos comer. Me encanta la cocina, por supuesto que esto es para mí. 6-Pintar los zócalos de toda la casa. Ninguno quiso. Lo sortearemos.

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7-Limpiar las canaletas del techo. Veremos si Jorge se anima. (Habrá que conversarlo. Él sufre de vértigo). 8-Pintar las macetas y hacer un patio tipo andaluz. Las ferreterías estarán abiertas, por suerte. Y me pareció que ya era suficiente, la idea era pasarla bien. Tampoco matarse. Día 40 Lo que en un principio eran catorce días se fueron alargando. En las primeras jornadas, estábamos exultantes. Una experiencia única que estuviéramos todos juntos en casa. Hicimos más de lo que yo había propuesto. Pasaban los días y queríamos estar arriba todo el tiempo, pero las noticias empezaron a bajar nuestras expectativas. Terminamos sucumbiendo, nos habíamos prometido no ver ningún canal que transmitiera las veinticuatro horas el tema. Nos ganó la realidad. Pensábamos que estando en casa, juntos, muy juntos sería más fácil. El primero en caer fue Jorge, y no solo por el encierro. El negocio se transformó en una fuente de desdicha. Tuvimos que pagar el alquiler con los ahorros. Jorge mira cómo se junta el polvo sobre la mercadería. Los chinos son los depositarios de nuestra bronca. Día… Sin novedades en el frente. Como decía mamá. Día… Día… La realidad nos pasó por encima, sin embargo, yo traté de levantarles el ánimo. Hice unos videos que estaban buenísimos, y los subí a la cuenta de Instagram. Empecé a tener seguidores que esperaban ansiosos mis chistes y morisquetas. Hasta me llamaron de un canal para hacerme una entrevista. Esto a Jorge lo ayudó. Y se puso a vender por Internet, nos

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vino un subidón que por un tiempo estuvo bien. Día… Tampoco sé que día es hoy o ¿es ayer? No sé cuántos días llevamos. De todos modos, estamos esperanzados. La naturaleza se está reseteando. Vimos animales salvajes caminando por grandes ciudades. Se limpiaron los canales de Venecia. Se escuchan las resonancias. El cielo está magnifico para este otoño que parece primavera. Día… Mientras esperamos habituarnos a la nueva realidad: Sonrío. Bailo. Leo. Como. Leo. Duermo. Sonrío. Bailo. Leo. Como. Leo. Duermo. PIENSO LUEGO EXISTO.

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Andrea Viveca

El árbol de fuego

En la estancia de los Hernández pasaban cosas raras. Sin embargo, Ana no era supersticiosa y no se dejaba llevar por las historias que se contaban en la zona. El campo en el que vivían desde hacía varios meses, estaba ubicado en Junín de los Andes. En ese paraíso donde la naturaleza se entregaba por completo era sencillo distenderse. Más allá de las inclemencias del clima, allí se estaba en paz, en armonía con lo que la vida ofrecía a cada instante. Santiago se acercó con un mate en la mano y se lo ofreció a su esposa. Ana lo invitó a sentarse en esa galería que le resultaba encantadora para hacer un paréntesis en las tareas cotidianas. A ella le gustaba saborear esos momentos que compartía con su flamante marido y, si bien estaba muchas horas sola, se estaba acostumbrando al silencio cargado de

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sonidos en los que nunca antes había reparado. Cuando Santiago se alejó para continuar con las tareas de cuidado y protección de los animales silvestres de la zona, a las que estaba destinado, Ana se dirigió al interior de la vivienda. Junto al fuego se dispuso a escribir, lo suyo era contar historias. Un silbido le llegó de lejos y de pronto se sintió observada. No le dio importancia y se propuso escribir al menos un nuevo capítulo de la historia que había empezado hacía unos meses. Se acomodó en la silla y comenzó a dibujar la escena con sus palabras. Se detuvo en la descripción del espacio sobre el que sus protagonistas caminarían sus días. Unos ojos inquietos la miraban desde algún lugar. Le habían contado en el pueblo que en esa casa, hace muchos años, había muerto una niña y que los antiguos moradores no pudieron tolerar su presencia. A ella esas cosas le parecían puro cuento, que se trasladaba de boca en boca y que no tenía ningún fundamento. María y José eran los caseros de la estancia. Estaban ahí para ayudarlos en las tareas cotidianas. Como gente de campo que eran ellos sí creían en las muchas cosas que se decían, pero, sobre todo, en aquello que habían podido experimentar. Esa tarde, María entró en la sala con un té para la señora y, una vez más, la vio acuclillada detrás de la chimenea. Siempre era igual. La niña se escondía detrás de ese fuego que se la había llevado. De todas maneras, ella ya no le temía. Se había acostumbrado a verla ir y venir por las escaleras, de arriba abajo y de abajo arriba, una y otra vez, como si en la eternidad en la que se encontraba, se obligara a repetir el intento de salvarse. Después siempre terminaba igual, anudada, junto al fuego que la había convertido en una roca

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oscura que sus padres no se atrevieron a tocar. Tal vez, si alguien se atreviera a moverla, ella podría descansar en paz, pero era evidente que nadie se animaba a tocar lo que el tiempo había petrificado, junto con el dolor y los recuerdos. Por la ventana, una brisa suave se precipitó de pronto sobre las hojas que Ana tenía desparramadas sobre la mesa. No había viento afuera y, sin embargo, ese soplo había atravesado las cortinas y se había convertido en un remolino que se llevó los papeles. Ana comenzó a sentirse incómoda, había algo en el ambiente que le impedía continuar con la historia que escribía. Sus personajes se resistían a contar lo que ella ponía en sus bocas y en sus gestos. Los ojos que la miraban desde la estufa a leños no podían ser reales. Sin dudas estaba cansada. Mejor seguía mañana. Se levantó de la silla con intención de ir al piso de arriba para darse un baño reparador. Mientras subía las escaleras le pareció que algo se enredaba en sus pies. María se dio cuenta y decidió acompañarla. La niña estaba inquieta ese día. Algo quería decir o pedir, pero ¿cómo le explicaba eso a la señora Ana? La noche llegó pronto para Santiago que se había retrasado en sus tareas. Además, no sabía si el clima le iba a permitir regresar del pueblo, donde se había trasladado esa tarde para comprar unos medicamentos. La joven cenó temprano y decidió ir a descansar para desprenderse de esas sensaciones que la estaban agobiando desde el mediodía. Afuera había comenzado a nevar. Un frío inusual atravesó su cuerpo a las tres de la mañana.

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Se removió en su cama y recordó que Santiago no vendría esa noche. Por primera vez tuvo miedo. Encendió la luz, como si de esa manera pudiera espantar a los fantasmas. Tal vez tanto cuento la estaba predisponiendo a tomar por ciertos los chismes que llevaban años viajando entre las lenguas supersticiosas. Intentó recuperar el sueño. En la oscuridad una figura blanca flotaba en el aire de su habitación y la observaba con ojos vacíos. Se sentó, presa de un pánico que no le era propio. Las manos le transpiraban y sus músculos temblaban ante la presencia de esa extraña figura que se recortaba en el fondo negro de la noche. No podía ser verdad. ¿Estaría soñando? Volvió a encender la luz de su velador. Salió de la cama y decidió ir a la planta baja por un vaso de agua. El temporal que se había desatado afuera provocó un corte de luz. Con la poca batería que le quedaba en el celular, trató de iluminar los escalones que la conducirían a la cocina. Cada paso que daba iba acompañado de otros pasos, más pequeños, cansados de transitar una historia incompleta. Un pie pequeño enredó a otro y éste perdió el equilibrio, arrastrando a Ana por la larga escalera de madera. El golpe fue fuerte y terminó en desmayo. Sobre su cuerpo, una niña reía y se desplazaba divertida hacia la chimenea que la contenía. Cuando abrió los ojos ya estaba en su cama. Santiago no podía entender la historia que le contaba. Creía que su mujer se había dejado llevar por los relatos de aquella gente que se perdía en leyendas. Tres días después, Ana descubrió entre los leños algo extraño que las llamas no lograban atrapar. Se quedó mirando esa danza circular entre el objeto y el fuego, fusionados en una

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simbiosis que los atraía, unidos por el tiempo. Entonces, en medio de las lenguas que abrazaban la oscuridad de aquella especie de roca basáltica, la pudo ver. Unos ojos vacíos crepitaban en chispas que, enfurecidas, se perdían en el aire. Allí estaba, una niña blanquísima convertida en carbón. Un espíritu errante que buscaba el consuelo y la paz. Empujada por las circunstancias, se tomó tiempo para apagar el fuego. Las llamas se deshicieron en un lamento, y cuando solo quedaron cenizas, ella tomó entre sus manos los vestigios de otro fuego. Envolvió la piedra en una manta blanca, la llevó al jardín y la enterró debajo de un ciruelo. Unos ojos vacíos tomaron vida. La niña descansaba en paz y ella tendría una historia que contar. Cuentan en el pueblo que, junto al ciruelo, brotó con el tiempo un extraño árbol de hermosas flores rojas. Cada una de ellas había absorbido la furia del fuego atrapado para siempre en el alma de aquella niña errante.

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Marta Tomenello

El misterio de adiós que trae el tren

A ver, Marita… ¡Abrí los párpados! Sabés que estás despierta, dale, de a poco, un hilito de luz apenas, vas a tener que comenzar el día. ¿Ves qué lindo el sol que entra por la ventana? Uhhh, anoche me olvidé de cerrar las persianas, no recuerdo cuándo me dormí. Ayyy, ayyy, Marita, creo que ayer no tuviste un buen día, pero hoy será fantástico. Pongo un pie a la vez en el piso frío. ¡Me gusta tanto andar descalza!, además es más fácil para caminar entre tantos bollos de papel arrugado. ¿Qué era todo eso?, ahhhh, sí, intenté escribir algo ayer y el día anterior y no me inspiré para nada. También está ese estúpido telegrama de mierda hecho un bollito. Hasta la compu dejaste abierta, estabas recansada anoche, creo que también tomaste demasiado, pero hoy será un gran día. Si mirás a través de la ventana, verás las margaritas flo-

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recidas, todo será realmente bueno el día de hoy. ¡Vamos, Mari ¡! Mirá por la ventana, ya! Ni pienses en ese gordo desagradable, el editor de MG, con el que te tuviste que revolcar ayer ni pienses, Mari. No te quedó otra, nena, lo sabés. Tuviste que tomar mucho cuando volviste, sí, para olvidarlo, mucho, mucho e igualmente, ¡qué ganas de vomitar, qué asco! Mejor será que vayas al baño y vomites y te lo saques de encima de una vez. Era pesado el gordo y transpiraba como cochino, pero no tuviste otra. Mejor que vomites ya, y te quites el llanto de hace meses, que te quedó atravesado en la garganta, cuando Julio te dejó, como una pelotuda, que no le servía ya para nada, cuando lo peor era que él tenía todos los contactos, los grupos, las relaciones, y ahora tenés que acostarte con cualquier gordo basura, para que te publique algo, y para colmo no te sale nada, nada bueno, al menos. Y encima, ese telegrama…, ni pienses ni te acuerdes. Tenés que ir al baño y vomitar, bien, bien lindo, porque hoy va a ser un gran día, lo presentís, Mari. Ayer cuando tenías al gordo encima pensabas en mami y en Margarita, en cuando éramos chicas y salíamos a jugar al patio, debajo de las glicinas, y éramos tan felices y nos reíamos tanto. Ayyy, Marita, qué manera de vomitar, ja, ja, ja, ya está; pero qué cara tenés, nena, horrible, son feas estas ojeras, muy feas. A lavarte la cara, Mari, refrescate un poco, que se te va a hacer tarde y tenés que salir rápido. Ahí están las margaritas, como mi hermanita, frescas, blandas, puras, seguramente me darán suerte hoy, todo va a salir bien, comienza un tiempo mejor. Este maquillaje te va a mejorar la cara. Nadie debe notar que ayer tuviste un mal día, ja, ja, ja, nadie; maquillate bien fuerte, ponete mucho corrector de ojeras, esta sombra celeste te agranda los ojos,

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el iluminador iluminará, ja, ja, como en la canción, el labial rosa Dior te va a dar calidez y juventud, a ver, Mari… Tenés que lustrar los zapatos, sacarles un poco la tierra, que se juntó de tanto caminar, de andar pateando cuadras para ahorrarte un peso. No entiendo por qué cuando lustro los zapatos me viene mamá a la cabeza, debe ser porque ella siempre me los lustraba para ir a la escuela. ¿Cómo estás, viejita? Seguramente así nomás, bien viejita ¿no? Todavía están bastante pasables estos zapatos, para ir a trabajar, tenés que ir a ese trabajo, lo necesitás, dale. Aunque ese telegrama… Querés escribir, cuando vuelvas, más tarde, seguís, al fin de cuentas la creatividad no viene sola y vos la estás buscando desesperadamente, pero tenés siempre la sensación de estar dando un salto al vacío todo el tiempo. ¿Y julio? Julito te ayudaba, además te gustaba, mucho te gustaba, pero eras una carga para él, vivíamos una cotidiana pesadilla, tuvo razón, es mejor soltar y fluir, como te decía. Busquemos mejor las llaves, Mari, qué sé yo dónde las dejaste anoche, tenés que salir de acá rápido porque se te va a hacer tarde, y vas a ver lo maravilloso que va a ser hoy. Acá están las putas llaves, abajo de todo este papelerío, después tenés que ordenar un poco todo esto. Creo que tenés un puchito en la cartera, fumatelo en el pasillo, el último pucho, para no andar fumando por la calle, te da tiempo de mirar un rato más las margaritas de la vecina, que son tan bonitas y te van a dar tanta suerte. Acomodate la blusa un poco, porque seguro que te vas a cruzar con alguna chusma del barrio, y que no ande diciendo que estás hecha un desastre, justamente hoy que es tu gran día. Son siete cuadras, las de siempre, las que siempre hacés casi corriendo, para llegar a la estación, no es mucho, uff, ahí

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Charo Muiño viene Silvia vas a tener que saludarla si no qué va a pensar. —Hola, Sil. —Hola, Marita, parecés apurada, se te hizo tarde hoy. —Sí, sí, apuradísima, es el horario del tren. —Por suerte hay sol, no como anteayer que llovía tanto, y vos corrías debajo de la lluvia. —Cierto, ahí es cuando las cuadras parecen más largas. Chau, Silvia. —Hasta luego, Marita. Hasta luego, hasta luego, que te importa luego, ni las cuadras. Sólo el sol y las margaritas, y hablando de flores podés pasar por la florería, ahí está de paso, para que te guarde unas margaritas, así las ponés en la mesa y son más tuyas. —Buenas, doña Paulina, ¿cómo está?¿ Tiene margaritas? —Hola, señora, tengo de esas amarillas, parecen doradas, ¿ve? —Pero esas no son margaritas, esas son “culo de vieja” y no me van a dar suerte. Adiós. Te falta una cuadra, apurate ya es la hora. Justo a tiempo, ya viene el tren, tocando furibundo su bocina, anunciando que viene, pero a mí siempre me parece un canto de adiós, y esto que voy a hacer cómo será, como un abrazo fuerte que te daba Julito o como el peso del gordo encima tuyo, será doloroso como ese aborto que te hiciste a los dieciocho o será quedarse dormida como cuando te tomás todo el vodka. A ver, Marita, es un solo paso delante del tren…

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El pulso de todas las cosas

Había llegado el día, faltaban apenas unos minutos para la hora. Y empezaba a ponerme nerviosa. Todos los objetos tenían una historia, aunque para mí eran algunas un poco ficcionadas y otras no. Muchos venían con una historia antes de entrar en mi casa. ¡¡Sonó muy fuerte el timbre!! Me resigné a que van a sufrir marcas de experiencias sin mí porque no voy a estar para cuidarlos. Van a ir a una especie de galpón, un lugar de casas en pausa, un lugar donde hay otros conjuntos como ellos, pero quién sabe por cuánto tiempo y a quienes pertenecen y si los quieren como yo los quiero. Se acercaron los dos chicos que se encargaron de subir todo a una camioneta, algunas cosas las subí yo, no solo por mezquina, quizás no quise que nadie las tocara.

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Patricia Alejandra Coria Las mesitas de luz que tienen una historia conmigo desde hace poco más de veinte años, que guardan cosas incontables que me abruman, pero las necesito porque son testigos. Sin ellas no tendría una historia que contar, pensé. Cuando llegamos al lugar vi un frente rojo pintado a medias que el sol hacía más brillante, pero igual no me gustó, de todos modos, ya estaba resignada a que todo lo que era yo iba a quedar ahí, por quien sabe cuánto tiempo. El dueño tardó en llegar y quedamos los cuatro sentados sobre mis muebles en la vereda. Los chicos del flete, mi vecino y yo, todos sentados al sol con charlas y sonrisas incómodas. Yo en el sillón que, de todos, era el menos unido a mí; el vecino y uno de los chicos, con tonada simpática, sobre el cordón de la vereda; y el cuarto sobre mi mesita de luz. Me gustó el gesto, me pareció que él también la había apreciado. Me pareció que el también conocía su historia.

El secreto de los jardines

Con su fulgor de rojos y naranjas, el cielo despedía a una noche de insomnio y malos presagios para Muriel. Desde el alféizar de la ventana de su cuarto, una pareja de ruiseñores estrenaba la luz del día. La espuma tibia, con aroma a vainilla, intentaba lavar la pena de su corazón. Profundas sombras surcaban sus ojos y un velo de nostalgia enturbiaba el verdor de su mirada. Bajó a desayunar y advirtió el ritmo frenético de la mansión. El personal se ufanaba en el lustrado de la platería, encerado de pisos y preparación de exquisiteces para el día siguiente. Muriel apenas saboreaba el frugal alimento que llevaba a su boca. Sus pensamientos estaban lejos de ese salón comedor donde la elegancia y fastuosidad vestían muebles y ventanas. Su padre la observaba fingiendo no advertir

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la desazón de ese espíritu a punto de quedar cautivo para siempre. La joven aprovechó el llamado del capataz a su padre para escabullirse a las dependencias de servicio y, desde allí, escapar hacia el jardín trasero. Con semejante batahola nadie advertiría su ausencia. Caminó bajo la sombra rosada de los lapachos en flor hacia uno de los jardines de la casa. Su madre, una mujer sensible y amante de la naturaleza, había contratado a los mejores paisajistas de Córdoba para diseñar los cuatro remansos que eran su orgullo. Muriel atravesó la arcada de piedra con cartel de madera de quebracho donde, en letras blancas, podía leerse el nombre del jardín: “Némesis”. Los jacintos color púrpura recibían el rocío de esa mañana fresca de primavera, recordándole a la joven la aflicción que la había mantenido en vela. Una suave brisa arrastraba a unas nubes oscuras que se detuvieron sobre el sauce llorón bajo el cual Muriel se había sentado, anticipando unas lágrimas. Sólo el silencio acompañaba su angustia; ningún ave alegraba el lugar con su trino. Unas gotas marcaron su vestido de seda color malva; no fue el sauce, no fue la lluvia ni fue el rocío. Mirando al cielo dio un profundo suspiro y comenzó a transitar su hastío por el sendero bordeado de anémonas silvestres, en dirección al Jardín de Elpis, quien quizás un día le diera sus favores. Se quitó los zapatos para disfrutar del contacto del mullido césped bajo sus pies y corrió detrás de una mariposa que fue a posarse sobre las azaleas de flores blancas, rosadas y lilas; de algunas de ellas recibiría la templanza. El sol poco a poco ganaba fuerza. El viento mecía a los geranios escarlata que crecían sobre una lomada de tierra fértil y húmeda; de ellos esperaba el consuelo. La mirada de Muriel cobraba un brillo sutil mientras oía el canto del agua al caer de la fuente que destacaba el

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centro del jardín. Cortó un clavel rojo de uno de los canteros y, enhebrando el tallo en su cabello recogido, siguió camino descalza. En el Jardín de Iris, anhelando un mensaje que aliviara su pena, la joven recogió la falda de su vestido y se recostó sobre la hierba, inhalando el embriagador perfume de las gardenias, cómplices de su amor secreto. El sol, a punto de alcanzar su cénit, acariciaba los grandes maceteros repletos de amapolas que daban color a los sueños de Muriel. El ardor del mediodía la despertó. Bebió agua del pequeño arroyo donde danzaban nenúfares violáceos y blancos, y corrió con el corazón agitado de pasión hacia el Jardín de Afrodita. La exuberancia de las pasionarias casi ocultaba al bebedero de granito donde unas aves se refrescaban. Muriel soltó su cabellera del color de la miel y colocó en su escote el clavel que había cortado. Agobiada por el calor, se sentó bajo la pérgola cubierta de glicinas rosadas y blancas, buscando asirse a su amor prohibido. El sol se reflejaba en sus ojos, un pájaro se agitaba en su pecho anhelante. En su boca, un durazno maduro desprendía su néctar. Francisco la sorprendió, oculto entre los cerezos y las madreselvas. Enlazándola por la cintura cubrió la boca de su amada con un beso prolongado y dulce; la pasión latía en sus sienes y sus cuerpos. Él cumplía su promesa. La ilusión de una vida compartida apuraba sus pies hacia el auto, que los esperaba en marcha. En la suntuosa mansión continuaban los preparativos para la fiesta de compromiso de Muriel y Rodrigo, el hijo del gobernador. El dueño de casa aguardaba ansioso el momento de entregar la mano de su única hija, quien formaría parte de esa ilustre familia cordobesa. Confiaba en que, muy pronto, esa “niña caprichosa”, como solía llamarla, se olvidaría de

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Charo Muiño ese revolucionario idealista que jamás sería capaz de darle una vida digna. Rodrigo le había prometido a su suegro todo tipo de favores económicos y políticos, poco le importaba ser correspondido en su capricho disfrazado de amor. Todos envidiarían su suerte: Muriel era la joven más bella de toda la provincia. Muy lejos de allí, en un camarote de tercera clase, Muriel y Francisco surcaban el océano para vivir su amor en libertad. A la joven nada le importaba la ambición de su padre; jamás vendería su alma en un casamiento arreglado. En la que fue su casa, pesadas cortinas cubrían los amplios ventanales de la mansión, que hacía días permanecía cerrada y en penumbras. El personal de la casa festejaba en susurros la valentía de su querida niña Muriel.

La China y su teoría de las partes

—¿Otra vez? Apurate y cerrá la puerta... Ayudame con la cómoda, dale…, dale que está viniendo —gritó la Gringa. La pobre China estaba paralizada con la mirada fija en su pijama todo mojado, no sabía cómo, pero había pasado de nuevo. Quizás eran los ruidos que venían de la otra habitación o la cantidad de soda que había tomado durante la cena. Una cena que ya sugirió que el aire estaba espeso. Su madre había corrido hacia ellas y en un segundo ambas niñas pusieron la cómoda contra la puerta para que Él no pudiese entrar a pesar de sus golpes. — ¡Tenés fiebre, hija! ¿Te sentís bien? Duérmanse, duérmanse las dos que ya va a dejar de patear y mañana arreglaremos la puerta. —Ojalá viviésemos las tres solas en una isla donde no esté

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—dijo la China. —¿Podemos jugar a la brujita de los colores? Total, hablamos bajito. Preguntó la Gringa pensando en que si jugaban un rato a la China se le pasaría el miedo, y se quedaría dormida sin darse cuenta. Ella total sabía que su vigilia la mantendría alerta, porque ya sabía cómo eran estas cosas, bastaba que su mamá fuera al baño para que terminara de nuevo en su habitación y al día siguiente todo continuara normal, aunque por algunos días deberían andar en puntas de pie. Sin embargo, a pesar del carácter que tenía la Gringa, prefería que la mañana siguiente fuera de lo más común y todos desayunaran en sus lugares en la mesa, habiendo olvidando los destrozos de la noche anterior. La China siempre quiso ser como ella. La Gringa era chiquitita, siempre estuvo entre las del medio de la fila, pero tenía mucha fuerza y no le tenía miedo a casi nada. Ni siquiera a Él. Una vez cuando habían roto un jarrón que era de la madre, de la abuela, de la tía, ella le dijo: —China, tenemos dos opciones: o decimos que fui yo o nos vamos a dormir antes de que llegue. Nadie despierta a un chico para retarlo, ¿qué decís? Y la pequeña China con el temor que lograba cortarle la respiración dijo: —Gringa, hagámonos las dormidas, en el mejor de los casos llega tarde y ni se da cuenta. Dejaron el jarrón arriba de la mesa de mármol, apoyando las piezas como si estuvieran jugando al yenga. Quedó casi perfecto, de modo tal que se le caería al próximo que lo tocara y podrían zafar de esa. Se fueron a la cama sin cenar, como a las siete. En la casa, solo estaban ellas y Polilla, su hermano mayor, que ni

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siquiera reparó en lo raro que podría ser que un niño se fuera a dormir con la luz entrando aún por las ventanas. Sin poder dormir, pensando en los ruidos de la casa para adivinar cuando llegase, la China se quedó con la imagen del jarrón antiquísimo, todo roto y pensó que si nadie lo advertía jamás, entonces el jarrón no estaría roto más que para ellas. Puso el despertador, tres alarmas cada cinco minutos, aunque la China solo necesitaba la primera. Ya que jamás llegaba tarde a trabajar. A veces, la cama grande le quedaba grande, a veces las flores de su acolchado, comprado con su primer sueldo, la hipnotizaban y la ayudaban a conciliar el sueño. Al final, logró dormirse, pensando en que todos estamos hechos de pedacitos de nosotros mismos. El tema es saber ubicar las piezas en donde estaban para no desarmarse y así seguir acolchonando el dolor, tal como a la golpiza que se habían ahorrado aquella noche.

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Charo Muiño

La cuchara y la sopa

Ella siempre le decía la alegría del hogar. No porque fuera una flor precisamente, ya que la China siempre fue bastante desalineada, pero entraba tan revoltosa que se la escuchaba desde cualquier lugar de la casa con algún cuento o historia que, aunque no fuera tan buena, ella lograba hacerla más disparatada. Para los ojos de abuelita, la China era la mejor versión que podía haber de una niña. Se sentía un poco identificada también, quizás abuelita hubiera sido así toda su infancia. Ambas tenían una marca en común, a temprana edad la vida las había convertido en adultas. Con décadas de diferencia, ellas se sentían felices de disfrutar de paseos, caminatas y risas. Cuando estaban juntas eran de la misma edad. Don Eugenio era un hombre más parco, sin embargo,

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al igual que las revoltosas, también se había convertido en adulto aún a más corta edad que ellas. Había salido a trabajar a la edad de seis años, a descargar bolsas de verduras que llegaban en camiones. Siempre tuvo un semblante hosco con su frente bien estirada levantada, y una postura que imponía respeto. Más allá de su ceguera, dominaba todo a la perfección gracias a abuelita que le había generado una serie de rituales donde todo estaba medido: siempre la cantidad exacta de vino en el vaso para no confundirlo. Su bandeja de comida estaba organizada con una exactitud casi milimétrica para que él siempre diera con el vaso, la banana, los cubiertos y su pedazo de pan que recién comía al final de su cena. Abuelita lo cuidaba con mucho amor, pero a la China todo ese detalle, todo ese esfuerzo la entristecía, sentía que a abuelita se le iba la vida cuidando a don Eugenio. Ese pensamiento le generaba culpa, porque don Eugenio estaba enfermo y abuelita era su amor, entonces así debía ser. A veces pasaban todo el invierno en el hospital y la China estaba meses sin verlos. Eso no solo la entristecía, sino que se sentía huérfana ya que en ese momento ellos lo eran todo. Temía tanto perderlos que la sola idea la hacía romper en llanto. La China quería a abuelita para ella, intacta y jovial. Y el peso de cuidarlo la estaba avejentando. Un día don Eugenio se murió. Fue una mañana de domingo, abuelita dijo que había amanecido así, dormido. Y ya no lo había podido despertar. La China pensó que la cadena de abuelita estaba suelta, pero sufría por Don Eugenio, entonces salió corriendo a despedirse de él. Temía verlo, no quería conocer cómo se veía la muerte y menos de alguien que se quiere tanto, pero quería despedirse. Le habían explicado que don Eugenio iba a estar en un

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cajón y no iba a verle la cara, pero que se podría despedir igual. Ella corrió a casa de abuelita para ver si al menos podía verlo y darle un beso, pero cuando llegó abuelito ya no estaba, se lo habían llevado. El velorio era una de las cosas que menos entendía la China, cuando hacía referencia a lo que más la perturbaba en la vida, la peor cosa era la muerte y sus implicancias. En el medio del velorio abuelita, con su vestido negro de seda impecablemente planchado, pidió volver a su casa a descansar un rato, ya que estaba despierta desde muy temprano. La China no dudó en acompañarla, tenía que ver que estuviera bien y que esa cadena, que para ella se soltaba, para abuelita no fuera tan dolorosa que terminara por estropearla aún más. La China la quería para ella, viva y con ganas de vivir, de hacer cosas juntas, de reírse y disfrutar. La acompañó hasta su casa. Cuando llegaron la China quiso hacer desaparecer todo rastro de don Eugenio que pudiera afectar a abuelita. Ya que ahora iba a vivir sola y no quería que eso la entristeciera demasiado. Fue hasta la cocina lavó los platos, y las tazas de todos los que habían desfilado esa mañana. Se acercó a la heladera y encontró un tazón de sopa con la cuchara puesta. Se quedó inmóvil y se le llenaron los ojos de lágrimas, no podía entender bien por qué. Lo miró durante un rato, no sabía qué debía hacer con él, era el último contacto de abuelito con la vida. No entendía cómo la noche anterior pudo haber estado cenando, saboreando el gusto de la sopa, pudo haber levantado esa cuchara y ahora simplemente ya no existía. Estuvo mucho rato dándole vueltas al asunto. Con el llanto en la garganta entendió que no era algo que ella pudiese comprender a tan corta edad. Era tan complejo que la perturbaba.

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Andrea Viveca Pensó que quizás ese plato que había sido la última cena, el último contacto con la vida debía ser guardado, tenía la marca de la cuchara que quizás él ya no había querido comer y su último movimiento. La China gritó entonces desde abajo de la escalera: Abuelita hay un plato de sopa de abuelito, debe ser de anoche, ¿lo tiro? A lo que abuelita contestó que sí. De nuevo la crisis la rodeó. No entendía cómo algo que para ella parecía tan importante debía ser tirado. Volvieron al velorio. Abuelita estaba entera, cansada, pero menos desgastada anímicamente como si ella hubiera anticipado y se hubiese preparado para el día exacto en que ocurriría esto. Luego fueron todos al cementerio, por supuesto que la China no se separó un segundo de abuelita, iba del brazo de ella a todos lados. El cementerio no le dio miedo, era lindo, había mucho sol y hacía muchísimo calor. Se pararon todos al rededor del cajón y una especie de maquina bajó a don Eugenio. Lo taparon con una alfombra y luego de rezar todos volvieron a sus casas. La China volvió todo el camino pensando, ¿cómo no iba a tirar la sopa si ya ni siquiera existía abuelito, si lo habían dejado ahí a la intemperie tapado con una alfombra y se habían ido a cenar a sus casas? Ya no había energía, ya no había bandejas con comida milimétricamente ubicada, ya no había nada. Ni siquiera quedaban los rastros del día anterior ni la cuchara ni la sopa.

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La textura de una palabra

La desgracia se escondía detrás del arroyo, exactamente en el rancho de los Benítez. Una mañana, como tantas otras, en las que la rutina enhebraba los acontecimientos, sucedió algo que se convirtió en un murmullo de burbujas narradas. Una cosa llevó a la otra y más tarde, el viento lo transportó tan lejos, que pronto se convirtió en leyenda. Más allá del barrio, en una zona donde los límites se desdibujaban, la pobreza se había hecho carne y la tristeza nublaba la vista. Las numerosas casillas de la zona daban cuenta de lo que se vivía entre aquellas calles de tierra, de arroyos desbordados, de pasos dolidos y de sueños truncados. Las ropas gastadas, los zapatos rotos, y, sobre todo, la pena que enmarcaba los rostros de quienes habitaban en

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aquel paisaje recortado de la ciudad eran el reflejo de otras miserias que no solo tenían que ver con el dinero. En el amanecer de un lunes de julio, una casilla ardía al otro lado del arroyo. La familia Benítez se había instalado allí hacía poco tiempo y ocupaba un terreno que no les pertenecía, pero que se les había anunciado como oportuno. Desde entonces, vivían en ese espacio lúgubre, al límite de lo posible. Una imprudencia desató el fuego, cuyas llamas redujeron a cenizas lo poco que tenían, que para ellos era todo. “Había sido el Coco”, se comentaba. “Y menos mal que los hermanitos pudieron salir a tiempo”, agregaban otros. Esos chicos, abandonados a su suerte, tenían un padre alcohólico y ausente y una madre que se iba temprano para regresar por las noches, con las changas del día y con un cansancio adherido al cuerpo, que le estrujaba el alma. Jonathan Benítez, el Coco, era el encargado de cuidar a sus cinco hermanos. A sus once años, cargaba sobre los hombros mucho más que las bolsas de los mandados y los baldes con agua, que traía desde el almacén de don Juan. Como la vida le pesaba, aquel día, se había descuidado y sin quererlo, había dejado abierta la puerta de la desgracia, que sin quererlo se convirtió en tragedia. Las noticias viajaban rápido. Cuando eran malas se enredaban pronto en las lenguas propicias y se desparramaban lejos, hasta donde las bocas que las transportaban deseaban hacerlas llegar. Así fue que lo del incendio en aquella casilla pobre, de una familia numerosa y con más problemas que soluciones, llegó tan lejos como la ayuda que vino desde el otro lado de la noticia. La solidaridad tomó forma de bolsas y de cajas cargadas de los elementos necesarios y urgentes que ayudaron a los Benítez a iniciar un nuevo capítulo en sus vidas.

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Al principio, habían logrado reacomodarse en una especie de carpa armada con lonas y maderas. Todo era por un tiempo, mientras intentaban construir una casita con los materiales que les habían donado. Aunque había cosas que no tenían solución, siempre era posible arañar algún sueño. En eso estaba el Coco, cuando su amiga Moira decidió acompañarlo en una nueva aventura. En una de las bolsas que les habían donado, había varios libros. Para ellos era apasionante entrar en ese mundo mágico de imágenes y de palabras que los ayudaban a viajar allí donde las posibilidades eran otras, donde los colores parecían más brillantes y los problemas se escondían por un rato. Moira se había metido rápido en aquella historia fantástica, tanto que hasta le pareció que las letras se movían. A Coco le había pasado lo mismo, pero ninguno se atrevió a comentarlo. En esa mañana fría, cuando los niños se perdían en ese mundo que ya les pertenecía, sucedió aquello que más tarde se convirtió en leyenda y se perdió en un libro. En una de las páginas, exactamente la 9, porque eso lo recor daría la niña para siempre, una palabra aumentada de tamaño, atravesó los límites del texto y adquirió la textura de una piedra para caer delante de ellos invitándolos a pasar. ¿Pasar a través de la piedra? Sí, había que atravesar la dureza de la roca para llegar al otro lado de la palabra. Minutos después Jonathan Benítez había desaparecido para siempre ante los ojos desorbitados de su amiga. Una cadena de supuestos entrelazados en el tiempo, en la que cada uno aportaba detalles nuevos que borroneaban la verdad, fue lo que vino después de aquella mañana. En ese barrio en el que la pobreza era más que una palabra, alguien había partido para transformarla.

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Cecilia Anglada Detrás del arroyo, la desgracia se balanceaba entre las aguas de la duda y una vez más, el silencio cubría todo. Con la textura de una palabra nueva, la oportunidad se abría paso en el lado opuesto de la frustración y la indiferencia.

La tormenta

A las seis de la mañana, el sonido de los truenos amenazaba desplomar el cielo sobre el techo de viejas chapas remendadas una y otra vez. Quizás por eso la alarma del despertador pareció más atenuada. Delia sacó la mano huesuda que mantenía bajo la frazada que parecía vieja, un tanto descolorida. Fue tanteando la mesa de luz hasta apagarlo. Se dio vuelta con cuidado para mirar a Julián que dormía profundamente. Él también había escuchado el reloj, pero cada mañana alargaba esos pocos minutos antes de que ella lo sacudiera para ofrecerle el mate del desayuno. . Ella sin pensarlo más, se tiró de la cama y mientras se calzaba las chinelas desteñidas escuchó sonar el teléfono de la cocina. Atendió. Era la mucama del geriátrico, llamó para

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recordarle que hacía dos días le había pedido los pañales para la suegra y hoy, cuando tomó su turno, vio que aún no los había llevado. Delia murmuró una excusa y le cargó la culpa a la obra social, aunque la verdad era que se había olvidado. Prometió llevarlos sin falta ese día. Mientras terminaba la conversación, con la mano libre encendía la hornalla y colocaba encima la pava con el agua para el mate. Por el teléfono o por los truenos los mellizos despertaron y se pusieron a llorar. Las náuseas le revolvían el estómago mientras traspasaba la puerta del baño. Agachada, vomitó apenas y en el esfuerzo quedó en cuclillas en el suelo, abrazando el inodoro. Se puso de pie y se asomó a la piecita de los chicos. Uno de los bebés se había vuelto a dormir y los dos mayores ni se habían despertado. Estaban acostumbrados a los llantos a deshoras de sus hermanos. Delia cargó en los brazos al que todavía lloriqueaba y volvió a la cocina. Con una mano puso yerba en el mate, le agregó el agua que ya estaba caliente y fue hasta el dormitorio. Al escuchar la puerta, Julián abrió los ojos y a modo de saludo le espetó: —¿Quién es el que jode a las seis de la mañana? —Era la mucama del geriátrico —contestó bajito mientras le tendía el mate—. Me olvidé de llevar los pañales y se los prometí para hoy. Si los consigo a la mañana ¿podrías acercárselos antes del mediodía? Está lloviendo tanto que… —A veces pienso que sos tarada. ¿No te das cuenta de que en los días de lluvia es cuando tengo más laburo con el auto? Si por lo menos tuviera un coche bueno podría trabajar en una remisería legal y ganar más, pero parece que en vez de comida en esta casa se come guita.

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Julián le devolvió el mate sin mirarla y salió de la cama. Desperezándose entró al baño y cerró la puerta. El bebé comenzó a revolverse inquieto en los brazos de Delia. Que no empiece a llorar, pensó mientras lo mecía con más fuerza. La náusea la acometió y esta vez fue hasta la pileta de la cocina tratando de sacar algo de su estómago vacío. Cuidando de no apretar al bebé hizo dos o tres arcadas infructuosas. Cuando terminó pudo ver a Julián que la observaba con gesto torvo desde la puerta: —Vos no estarás…—comenzó la frase entre pregunta y certidumbre. —No, cómo se te ocurre. Si estoy tomando las píldoras. Algo que me cayó mal anoche —mintió. —Lo único que falta es otra boca más. A este paso el único coche que voy a poder tener es el coche fúnebre que me lleve al cementerio. Y eso si la guita no se gasta antes en leche y pañales…—siguió diciendo algo más mientras se alejaba de la cocina, pero el ruido de los truenos hizo que ella no pudiera entenderle. Cebó otro mate y fue al dormitorio ofreciéndoselo, pero él lo rechazó con un gesto. Ella se replegó mansamente en la cocina hasta que Julián salió del cuarto y se quedó callado, masticando la bronca de cada mañana, parado frente a la ventana, mirando la lluvia y sin hablar.Delia aprovechó que no la miraba y entró al dormitorio, depositó sobre la cama al bebé que se había quedado dormido y comenzó a vestirse. Cuando intentó subir el cierre del pantalón, comprobó que cada día le quedaba un poco más apretado. Se calzó las botas y volvió a la cocina para empezar con los biberones. Julián seguía mirando por la ventana. De pronto, se cubrió la cabeza con la campera y salió a la lluvia hasta llegar

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al coche que, como de costumbre, se negó a arrancar. Bajó, abrió el capó y se puso a hurgar en su interior mientras la lluvia lo empapaba. Volvió a sentarse al volante y esta vez el motor respondió con un sonido parecido a un quejido o a un reproche y se puso en marcha. Delia respiró aliviada al escuchar que el auto arrancaba y se iba. ¿Y si Julián tenía razón y estaba nuevamente embarazada? Tampoco era su culpa, para hacer un bebé se necesitan dos y así la responsabilidad está repartida. Decidió que le pediría a su vecina que le cuidara a los chicos e iría por los pañales para su suegra y pasaría por la doctora. Llamaría a su vecina para ver si podía llevar a cabo su plan: Hola, Julia, habla Delia. Sí, bien. Te quería pedir un favor… Muchas gracias, es que tengo que ir sí o sí… Imaginate que me llamaron a las seis de la mañana así que no lo puedo dejar pasar. Ella se quedó tranquila al ver que sus hijos estaban en manos de Julia y no de su marido. Él era cada día más hosco y burdo con ella, ya no se entendían como antes. Si no fuera por los chicos…, la cosa sería otra. Se fue a comprar los pañales mientras la lluvia caía a baldazos. El cielo parecía enojado con alguien. Delia intentaba guarecerse donde podía, pero era casi imposible. La lluvia arrasaba con todo a su paso y ella ya estaba empapada. En el geriátrico la atendieron del mismo modo que siempre, de mala manera, como si le hicieran un favor. Bien que había que pagar todos los meses para que cuidaran de su suegra. No fue a verla, porque sabía que era lo mismo, no la reconocería. Sus instantes de lucidez cada vez eran más escaso. Una mujer tan capaz y terminar así, se le helaba la sangre de solo pensarlo. Salió presurosa a lo de su doctora, no podía seguir con esos vómitos y sin saber el porqué. Ella creía que estaba em-

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barazada y no podía seguir ocultándoselo a Julián. Se imaginaba el momento en que se lo dijera, pondría el grito en el cielo, pero después estaría contento o al menos eso esperaba. Llegó al consultorio y habló con la secretaria, le explicó su situación. —La entiendo, señora Delia, pero primero tengo que hablar con la doctora. Ya ve como está consultorio de gente, sin preguntarle no puedo hacer nada. —Está bien, la espero, hable pronto. No puedo faltar mucho más de mi casa. Delia se sentía descorazonada y nerviosa, no quería faltar mucho tiempo en casa por si pasaba su marido, pero igual estaba cubierta con lo del geriátrico. Julia no diría nada de la hora, en el caso de que su marido preguntara, a ella el tiempo le pasaba volando con los niños. —Señora Delia, —llamó la secretaria— la doctora no la va a poder ver hoy. Puedo hacer una cita para mañana. Delia comenzó a llorar de la impotencia y sus lágrimas conmovieron a la secretaria. —Tranquilícese, tome este vaso de agua y siéntese. La doctora la va a atender. Delia lloraba y daba las gracias. Cuando la doctora dijo su nombre, se puso muy nerviosa y la doctora trató de calmarla. Le explicó lo que sucedía y la médica le dio un test de embarazo para que se lo hiciera en ese mismo momento. El test dio positivo, estaba embarazada. Ya no había vuelta atrás, tenía que enfrentar a Julián y contarle su estado. Cuando llegó a su casa, agradeció a su vecina por la ayuda. El día reflejaba su dolor, lloraba el cielo, y ella también, por dentro. Llegó Julián y cuando vio su cara se dio cuenta de que algo pasaba.

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Marcela Chiquilito —¿Qué te pasa que tenés cara de haber llorado? —Es que estuve llorando, pasó algo Julián, sentate. —Uy, otro drama con mamá. No empecemos, almorcemos en paz. —Julián, estoy embarazada. —¿Cómo? ¿Qué decís? —Lo que escuchás, es la verdad. Julián se levantó hecho una furia y la agarró del cuello y la levantó en el aire. Delia trató de soltarse, pero era imposible. Julián comenzó a escuchar el llanto de sus hijos e intentó que se callaran. Delia seguía luchando por librarse de la mano de Julián en su cuello, pero de a poco su fuerza fue cediendo y en un momento no luchó más y su cuello cedió entre los dedos de él. Cuando Julián la miró, vio que la vida se había escapado de sus ojos.

La trampa del olvido

Unos puños color tierra, por efecto del juego, se embardunaron de lágrimas y mocos. Matías buscó la mirada de su madre con el alma llena de preguntas. —¿Sólo una mochila, mamá? —Sí, sólo una. Llevá lo más importante. —¿Y qué va a ser del resto? —preguntó y reprochó al mismo tiempo. —No pienses en eso y apurate. El silencio comenzó a cubrirlo todo y la casa de los recuerdos se llenó de adioses. El corazón de Matías reclamaba en un grito ahogado más explicaciones, pero tras cerrar la puerta de calle, una mano apretada lo hacía caminar contra las agujas del tiempo. Las dueñas de las veredas los vieron alejarse. Parados frente al andén esperaron al destino. Ella soltó

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Andrea Viveca la mano del pequeño, para limpiarse la herida de la ceja y de su pómulo, que se derramaba. No sabía qué le había dolido más si el último golpe o los años perdidos… Unos ojitos curiosos se vaciaron de preguntas y la abrazaron con piedad. Matías apretó fuerte la mano de su madre y cayó sin darse cuenta en la trampa del olvido.

La voz del espejo

Una línea desprendida del marco del espejo quebraba la simetría de las imágenes que se reflejaban sobre él, apenas una interrupción en su superficie, una sutileza en mi rostro cambiante. No era que los elementos de mi rostro se modificaran de forma notable, más bien el propio espejo había decidido transformarse para evitar que yo percibiera las sutilezas. A partir de aquella primera línea habían nacido otras, ramificándose en su piel de vidrio hasta formar una red de arrugas inmóviles, talladas sobre la mía. Sin embargo, esa colección de fragmentos de mí misma me devolvía mis zonas olvidadas. En el centro brillaban los trozos de mi cuerpo que permanecían astillados en mi débil memoria. Detrás, podía caminar por un tiempo antiguo y me dejaba llevar por los deseos que escondía entre sus partes rotas,

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Patricia Alejandra Coria tan sólo para sanar las mías. Arriba, en el ángulo derecho, descansaban las risas de mis hijos y, aunque la distancia las había empañado, seguían allí sosteniendo la madera apolillada que amenazaba con dejar caer al espejo. Debajo, justo en el borde, podía percibir el aroma de las magnolias y veía a mi madre yéndose con una luna de marzo. A los costados, superpuestas a un silencio, sus manos recorrían las curvas y borraban las líneas para mostrarme otra vez joven, envuelta en sus brazos fuertes. Ese lunes de enero, peiné mis canas por encima de la superficie astillada, las dejé caer sobre la cómoda, mientras me distanciaba de la vida y de los recuerdos, adhiriendo mi rostro a los fragmentos, buscándome entre sus partes para reconocerme. Una melodía suave me invitó a seguir, como si atravesar el espejo significara un encuentro, como si no hubiera tiempo y la niña siguiera allí, en el comienzo, en un sitio donde la vida y la muerte se fundían, a ambos lados de un vidrio roto.

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Mi padre y el tren

La bocina de un tren resonaba en mi sueño. Uno de esos sueños en los que uno quisiera quedarse, detener el tiempo, apretar fuerte los párpados y anclarse en la inocente ilusión de que todo es posible, pero como cada mañana el reloj sonó con su implacable urgencia, empecinado en regresarme a mis batallas de adulto. Nada puede aliviar la nostalgia que me atrapa cuando los recuerdos se apoderan de mis noches. A la hora de la merienda y los dibujos animados, la bocina del tren alegraba las tardes y ponía a mamá en vigilia. Corría al espejo, cepillaba su cabello largo del color de nuestro perro Arrayán, un setter irlandés que perseguía a los pájaros que se posaban en el jardín. Un día le pregunté si se pintaba el pelo para parecerse a él, pero me dijo que había heredado el cabello de mi abuela, que se había ido al cielo

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poco después de que yo naciera. Mamá tenía pecas; ella las odiaba, pero a mí me gustaban, la hacían diferente a todas las mamás. Cuando se reía, sus ojitos de caramelo se achinaban, y yo creía que sus pecas le hacían cosquillas en la cara. Luego de peinarse ponía la pava en el fuego y se asomaba a la ventana aguardando la llegada de papá. Tomaban mate y conversaban de “cosas de grandes”, como ellos decían, y cuando la yerba se lavaba mamá me convidaba alguno. Una tarde, papá llegó con su cabeza gacha y aspecto de cansado. Colgó la gorra y la chaqueta gris en el perchero y tomó en silencio los mates que mamá le cebaba. Desde la cocina me llegaba una conversación en susurros y oí a mamá llorar; ella nunca lloraba. La espié desde la puerta entreabierta de mi cuarto. Unas lágrimas lavaban sus pecas, y papá, sentado, se miraba los zapatos. El aire se escapaba de la casa, llevándose las voces de mis padres. Armé las vías en el piso de madera oscura de mi pieza y, cuando estaba por poner a andar el tren que mi tío Alberto me había regalado, apareció mi amigo Juani golpeando la ventana. Salí al jardín y nos sentamos en un viejo tronco de eucaliptus que teníamos en la vereda. —Papá volvió triste del trabajo y mamá se puso a llorar. —¿Se pelearon? —preguntó mi amigo. —No, no creo. No los escuché discutir. Papá entró así de la calle. —¿Será por lo del tren? —¿El tren? —Sí, mi hermano llegó muy enojado. Le dijo a mamá que tendrían que salir a protestar por algo de los trenes. No entendí muy bien; algo de una concesión y que todo era una trampa, una mentira. Me parece que quieren que el tren deje de pasar. —¿Estás seguro, Juani? ¿Cómo haríamos sin tren? Mi papá

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y tu hermano tienen que trabajar, y la seño no podría llegar a la escuela. Inventé un dolor de panza, quería entrar a ver a papá. Estaba como lo dejé, sentado en la cocina, mirándose los zapatos. —Papi, ¿es verdad que no vamos a tener más trenes? Levantó la cabeza y me miró con los ojos un poco más oscuros que siempre. —Vamos a pelear para que no suceda, hijo. —¿A pelear cómo? ¡No quiero que te lastimen, pa! −exclamé asustado. Ahora el aire también se iba de mi pecho. Con un rayito de luz en sus ojos tristes me respondió: —Nadie me va a lastimar, Pedro. La pelea la daremos protestando, hablando en la televisión y la radio, publicando solicitadas en el diario. —¿Vamos a ser pobres? —No, hijo, no te preocupes. Vamos a salir adelante, como siempre lo hicimos —respondió mamá sacándose una basurita de sus ojos de caramelo. En la escuela hicimos afiches y pancartas. Un día fuimos todos a protestar a la estación. A papá el traje gris le quedaba un poco más grande, y la gorra le daba más sombra a sus ojos cansados. Con Juani agitábamos unas banderitas argentinas y todos juntos, tomados de las manos, cantamos muy fuerte el Himno Nacional. Unos señores, con unas cámaras muy grandes, nos sacaban fotos y filmaban. Me sentía orgulloso peleando con papá. Soplaba un viento que hizo volver el aire a todo el pueblo. Ojalá se quede, pensaba mirando a mi seño emocionada. Mamá comenzó a preparar pasteles y galletas; las vendía los domingos a la salida de misa y cuando había feria en la plaza. La luna se fue quedando dormida en su pelo, y se mezclaba con algunos mechones que aún le quedaban del

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color de Arrayán. Cuando la veía cocinar, corría a hacerle cosquillas, porque sus pecas se habían vuelto haraganas, ya no la hacían reír. Juani se fue del pueblo con toda su familia. Seguro que ellos también se daban cuenta de que el aire no había querido quedarse. Todos sentíamos una pena que no nos dejaba respirar. Un día papá me sentó en sus rodillas y me anunció que nos iríamos a vivir a lo de mis abuelos. Tenían una casa muy grande, con un garaje donde mamá planeaba poner su máquina de coser y conseguir clientas para hacerles arreglitos o alguna ropa, hasta que papá consiguiera un trabajo. Debí dejar mi escuela, a mi seño y amigos. Cada noche, cuando las luces de esa casa se apagaban, dejaba en mi almohada la congoja que escondía de mis padres y abuelos. Si lloraba, mi papá no iba a dejar nunca de mirarse los zapatos. Tenía que ayudarlo a hacer las paces con la vida. El techo de la vieja estación está casi derrumbado. Las pocas tejas que quedaron se cubrieron de un verde triste. Los rayos de sol apenas hacen brillar algún pequeño tramo de vías que no han quedado ocultas bajo los pastos y ortigas. La mayoría de las casas están a oscuras, rodeadas de fantasmas y nostalgia. Las calles se despoblaron de sonidos y colores. Ya nada queda de aquel pueblo. El aire se ha quedado atrapado en los escalones de quebracho del antiguo puente, donde las palomas anidan y se cuentan que hace mucho tiempo un hombre fue feliz pasando por allí, haciendo sonar su silbato. La lluvia invernal golpea mi ventana y tiñe de gris la mañana. Desde la cómoda de mi cuarto papá me sonríe con su mirada orgullosa bajo la visera de su gorra gris, esa mirada que comenzó a apagarse el día que la bocina del tren dejó de sonar. En las sábanas mueren las lágrimas que lavan mis

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pecas. Nada puede aliviar la nostalgia que me atrapa cuando los recuerdos se apoderan de mis noches.

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Marcela Chiquilito

Pies en el barro, ojos en el cielo

Ojos chispeantes, manos extendidas, sonrisas amplias en rostros embadurnados de mugre. Una docena de cabecitas curiosas, con el pelo cortado a hachazos, esperaba conocer a la persona que estaba en el auto. Al comedor “Dignidad” perdido en la periferia del conurbano, en una calle sin nombre, pocos solían acercarse, hasta a la “Divina Providencia” le costaba llegar. Descendieron del vehículo y los niños gritaron a coro: ¡Es ella!, la de los carteles en la calle, la que quiere ganar las elecciones. Un grupo de mujeres calmó el revuelo y les abrió paso; los entrometidos comenzaron a sumarse. Luego de la bienvenida, Paula, la del corazón generoso, los condujo hasta la cocina donde día tras día, mes a mes, año a año se cocinaba el milagro de compartir.

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El comedor había nacido allá por los años noventa, cuando a muchos amiguitos de sus hijos les hacía ruido la panza. Pasaron épocas mejores y peores en las que sólo se guisaba angustia, pero jamás desesperanza. Pobres, muy pobres…, girones de la vida escuchaban a esa dama de aires extranjeros con ojos deslumbrados, como esperando algo. Ella tocó un par de cabecitas despeinadas al pasar y se encaminó a saludar a una abuela, que con sus huesos doblados amagó a levantarse, apuró el paso para que la anciana no se incorporara y se sentó a su lado. —Ella es María, la abuela de todos, la traen todos los días para que pueda comer —aclaró Paula y la miró con ojos de cielo — Es un ángel la abuela, me ayuda a vigilar a los más chicos para que no me hagan lío — explicó. Se acercó a darle un beso, pero dio un respingo hacia atrás y prefirió tomarle de la mano. —Es un placer conocerla, abuela. ¡Ramirito! Vení por favor —Elevó el tono de la voz y el joven se apersonó—. ¿No nos sacarías una foto? —suplicó con una sonrisa y se quedó un largo tiempo en esa pose. —Con esta facha le voy a arruinar la foto —exclamó la abuela entre risas contagiosas. —¡Pero no! Está hecha una reina. Él es mi secretario —aclaró—. Quiero llevarme el recuerdo de ustedes para que no se borre de mi corazón. —Continuó posando con las mamás que ayudaban, con las que esperaban vida, con las niñas que se sentían importantes junto a ella, con los que tenían caras de vagos y atorrantes. La candidata y Paula conversaron, desde mundos diferentes, mientras atravesaban el patio de los juegos, de la infancia, donde agotaban las horas aquellos pequeños que

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parecían condenados, porque a la igualdad de oportunidades se le daba por jugar a las escondidas con ellos. La candidata se despidió con el brazo en alto, tocando bocina. Hasta pronto amigos, lanzó. Una jauría de perros y niños enloquecidos los acompañaron corriendo hasta la vuelta de la esquina. Apenas el auto se alejó un poco, la candidata se apresuró a decir: —¡Qué tarde, Dios mío! Se me hizo eterna la visita, no veía la hora de irme. —Se sacudió el polvo de los pantalones y el fastidio. —Sentí lo mismo —exclamó Ramiro—. Pero saqué muy buenas fotos, vamos a usarlas en la campaña. Las estoy viendo y vos… ¡estás divina! —subrayó entusiasmado. —Espero no haberme llenado de piojos —refunfuño—. Me tendría que haber atado el pelo, es un detalle que debo tener en cuenta con el próximo comedor. Y esa abuela…, imposible arrimarme, tenía un olor a pis espantoso. —Ramiro lanzó una carcajada que fue apagada por una mirada fulminante de la candidata. —Ya me imagino el afiche, vamos a utilizar la foto que estás con esa abuela sosteniéndole la mano y el slogan podría ser: “Personas reales con candidatos de verdad” —. Fantaseó repasando el material—. Tenemos que pasarle todo a prensa y explotarlo al máximo. —La foto… La de las manos… ¡Alcanzame de la guantera el alcohol en gel, por favor! En el corazón de la villa, Paula reflexionaba sobre la visita ilustre al amparo del mate compartido. —Vieron, chicas…, agradable la señora ¿no? Y se vino hasta acá nomás. Agarraba fuerte la cartera como si se la fuéramos a robar. —Todas se tentaron por ese acto reflejo que

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Patricia Alejandra Coria mostraban las visitas—. Se quedó asombrada con lo grande que es el comedor, con todo lo que hacemos acá, la recreación, la guardería para que podamos trabajar. Me dijo que el lugar está lleno de… ¿cómo era la palabra?... “¡De potencialidades!”. Eso fue lo que me dijo, “potencialidades”... Me causó mucha gracia. —Y rieron a coro—. Acá lo que sobra son sueños.

Sonidos de mi infancia

Escuché un ruido y me escondí en el armario. Fue un ruido entre cientos de ruidos, pero distinto. Hacía tiempo que se oían ruidos en casa, y gritos. Desde que comenzaron, las plantas del jardín trasero se hacían cada vez más grandes, como si esos gritos las hubieran hecho crecer, como si en lugar de savia llevaran por dentro muchos ruidos y gritos. Teníamos un tilo y enredaderas y jazmines y muchas otras plantas que se iban enredando como víboras. Parecía que se abrazaban, como si ellas también tuvieran miedo. El jardín se transformó en un bosque y la luz del sol ya no les llegaba. Era sombrío, frío, sin esas flores coloridas que mamá tanto cuidaba cuando nos mudamos a esa casa. Yo ya no quería ir al jardín. Allí quedaron mi pelota de cuero, los patines y la bicicleta que me habían traído los Reyes, pero no me impor-

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taba. Preferí dejarlos antes que volver allí. Una tarde, los ruidos eran tan fuertes que, por la ventana de la cocina que daba al jardín, que ya no era un jardín sino un bosque, las ramas del tilo y los arbustos comenzaron a colarse entre los vidrios abiertos. Le pedí a mamá que nunca más me sirviera el desayuno y la comida en la cocina; ya no era luminosa y me daba miedo, mucho miedo. Lloraba tanto cuando se lo pedí que ella también se entristeció. Aquel día, mientras merendaba en el comedor, otra vez comenzaron los gritos, y se escuchó un ruido tan fuerte y diferente a todos los ruidos, que salí corriendo a esconderme. No quería ver cómo esas plantas salvajes también me dejaban sin comedor. Comencé a temblar y corrí lo más rápido que pude hasta mi cuarto. Cerré la puerta para que no pudieran entrar y me quedé quietito en el armario, por miedo a que se repitiera ese ruido. Allí todo era quietud; no sabía si era sólo en mi escondite o si toda la casa se había silenciado. Esperé paciente a que mamá me buscara. No quería volver al comedor. Perdí la noción del tiempo. Sabía que mamá ya no vendría y que papá, como siempre, la habría dejado llorando. Quise recordarla tomando sol en el jardín, cantado las canciones que sonaban en su viejo grabador, cuando yo jugaba a la pelota y me miraba sonriendo; yo sabía que controlaba que no le arruinara sus canteros de rosales y margaritas. Su risa contagiosa, música, papá llegando del trabajo, ruidos, gritos… Escuché que alguien me llamaba. No reconocí esa voz hasta que se abrió la puerta del armario. Una luz azul se colaba con intermitencia por la ventana de mi cuarto. El sonido de una sirena me aturdía cuando se llevaba los ruidos y gritos de la casa. —Vamos, Ramirito. Vamos a mi casa así jugás un rato con

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los chicos y te quedás a cenar y a dormir con ellos —me invitó Susana, la vecina de al lado, con los ojos llorosos y una sonrisa dulce. No me animé a preguntarle nada. Temí que las plantas hubieran atrapado a mamá. Nunca más volví a esa casa.

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Cecilia Anglada

Un cuento de Navidad

Preparándose para la celebración de las fiestas, la familia Malone estaba ocupada a pleno. Cada uno tenía una ocupación especial y sabía qué tarea debía llevar a cabo. Los más pequeños se ocupaban de la decoración, los grandes de la cocina y las luces. En medio del ajetreo, uno de los niños decidió poner las luces solo, sin supervisión de un mayor y como las luces no entraban en el enchufe se le ocurrió pegarle con una piedra e hizo saltar la térmica y los dedos le quedaron negros. Enseguida, comenzó a llorar y la familia se acercó a ver qué pasaba. Cuando entendieron lo que había sucedido, llamaron a una ambulancia para que lo atendiera urgente. Cuando llegó la ambulancia el pequeño Bruno, se había calmado un poco, ya no lloraba tanto ni con la desesperación del comienzo.

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—¿Qué sucedió? —preguntó el doctor. —Nadie sabe bien, creemos que golpeó con la piedra el enchufe —dijo el padre. El doctor puso cara de pocos amigos y comenzó a revisar el niño, quien temeroso intentaba escabullirse y hacía más difícil la revisión. Luego de que lograron contenerlo y el médico pudo terminar su revisión, dio su veredicto. —Lo que pasó fue una gran descarga eléctrica y sus dedos actuaron como descarga, también su brazo y el resto del cuerpo. Su corazón no late como debe ser, así que me gustaría llevarlo a la clínica para hacerle un electrocardiograma —dijo el médico. La familia se conmovió por completo y comenzaron a echarse la culpa unos a otros, y los padres intentaron poner orden, pero las peleas no cesaban. —Bueno —dijo el doctor— yo me llevo el niño y me voy a la clínica, ustedes sigan peleándose para ponerse de acuerdo. Yo me voy con el menor. Al escucharlo, todos se callaron y prontamente se pusieron de acuerdo en quien debía acompañar al pequeño Bruno. Fueron su padre y su madre quienes decidieron ir con él. Viajaron en la ambulancia un trayecto corto hasta llegar a la clínica. Cuando arribaron, enseguida lo pusieron en una camilla y lo conectaron a diferentes aparatos para monitorearlo y ahí comprobaron que su corazón latía con un salto intermedio. Les explicaron que podía ser que lo tuviera de nacimiento o que la descarga eléctrica se lo hubiera provocado. Los padres con gran angustia miraban al pequeño Bruno con amor. Los médicos terminaron todos los controles y les explicaron que no le iba a traer ninguna complicación para su vida, que tenía que controlarse cada seis meses y nada más.

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Los padres un poco angustiados volvieron con el niño a la casa donde fueron recibidos con algarabía por el resto de la familia. Y así pasaron otras fiestas, esta vez con un corazón que latía distinto en la casa, pero seguían siendo un Malone de sangre y eso nada lo iba a cambiar.

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Marcela Chiquilito

Y ahora te llaman Margot

Un cuento inspirado en la lectura del querido Negro Fontanarrosa y en una canción bizarra de Arjona.

La Juana era de cascos ligeros. Era lo que murmuraba el barrio cada vez que la veía pasar, con su andar grácil, pies de pluma llevados por el viento. Era un ave de paso en su casa, huía rápido de los reproches. A su pelo largo, sujeto en un nudo, le gustaba caer sobre su espalda y perderse más allá. Ese cabello era una especie de telón tras el cual le gustaba ocultarse y exhibir luego su desnudez. Sus ojos chispeantes, como dos almendras, eran una invitación. Esos pobres padres, el Carlos y la María no sabían qué hacer con esa criatura. El escándalo estalló el día que les dijo que quería trabajar de Venus, de estatua viviente, allá por la zona de San Telmo en donde corrían los dólares extranjeros. La madre tallaba cruces en el aire persignándose, sin poder dar crédito a lo que sus oídos habían escuchado. Si le faltó

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tirarle agua bendita al demonio que había engendrado. El padre le achacaba que había sido su culpa, que no debió dejarla ver tanta novela venezolana, y que de consentida terminó por descarriarse, pero la Juana siguió con sus caprichos, en pelotas se la llevaron presa y fuimos varios a pedir que la liberen. Si hay un culpable de todo, ese es el José, el tapicero. Esa familia entregó el alma cuando le alquilaron el local de adelante a ese tipo de manos grandes y ojos oscuros. Nada se sabía de él, y a su pasado se lo había tragado la tierra. A la mocosa se la compró con dulces, y después ya señorita le llenó la cabeza de pajaritos. Se encerraban por horas a jugar a la guerra de almohadones y la muy boba decía: Me deja que sienta sobre mi piel todas las texturas y las telas, pero amo la sensación de sentir el cuero. Ninguno de nosotros la contradecía, porque la Juana era generosa con sus pechos. El romance terminó cuando en la tapicería se apareció la mujer, medio india, con media docena de críos, que José había abandonado en un rancho allá por el norte. Fue mi primera mujer y la de todos… Senos firmes, besos húmedos, le encantaba desnudarse. Decía “que tenía calor”, y eso nos causaba mucha gracia. Era muy vaga... Con ella aprendí a ser hombre y nunca pidió nada. Aunque yo le hubiera dado todo… Esa mujer no se fue más de mis sueños ardientes. No me importaban las cargadas de los muchachos que me decían que era un “boludo enamorado”. Aprendí con los años que las mujeres y los pibes del barrio no son para siempre, pero la Juana nunca se fue. Ni aun cuando dejó el barrio porque se fue a filmar una película al Paraguay y ya nunca volvió. Las vueltas que da la vida… —Servime otra copa, que esté bien llena como la anterior. —

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Ordenó arrojando un billete sobre la barra—. Vea, mi amigo, esa que está allá, la que arrojó el látigo y el corpiño de cuero, esa es mi Juana. Ahora la llaman “Margot”.

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