La necesidad de regular la globalización

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La necesidad de regular la globalización Ysrrael Camero

Por un nuevo Bretton Woods

Desde el Consenso de Washington y la caída del Muro de Berlín se estableció una actitud general, no sólo en las elites políticas y económicas a escala mundial, sino también en una parte importante de la ciudadanía del mundo desarrollado y en vías de desarrollo. Esta actitud puede caracterizar a la última década del siglo XX: la audacia de las ilusiones optimistas. Hoy esta actitud parece haber tenido un fin tragicómico. Para nadie es un secreto que nos encontramos viviendo una nueva crisis del sistema capitalista. No se puede negar que la fiesta terminó, se acabó lo que se daba. A pesar de que muchos lo negaban, los ciclos han vuelto, más allá de la ilusión optimista el mundo sigue girando, y la economía parece encaminarse a su crisis más difícil desde el crac de 1929. Desde 1994 las ilusiones de crecimiento autosostenido y permanente comenzaron a quebrarse. El “efecto tequila” que, iniciándose en México, se extendió por el planeta entero, fue la primera campanada. Ya muchas han sonado: Rusia ha caído, los tigres asiáticos han perdido su carácter felino junto con su bonanza económica, en el Japón la crisis se agudiza y hace tambalear al gobierno, el euro no levanta vuelo mientras las “vacas locas” se unen a la “aftosa” para destruir a la ganadería europea, Turquía parece ir a la bancarrota, y el Mercosur se derrumba en una recesión hemisférica (de la cual Argentina es el caso más grave) y, para terminar, el supuesto aterrizaje suave de la economía estadounidense se ha convertido en forzoso, amenazando con arrastrar en su caída a toda la economía del hemisferio y del planeta. El gran protagonista de la bonanza previa ha sido el mercado financiero, han sido las bolsas de valores, y el capital especulativo que, cual veloz golondrina, recorría el mundo más rápido que la luz. Pero un detalle se había olvidado: la diferencia entre el movimiento del capital especulativo y el crecimiento de la producción real se iba haciendo abismal, la burbuja creció a niveles demasiado altos para no llamar a una reflexión. Y a la reflexión se llamó. La economía especulativa es falsa. Como su nombre la indica, tiene como base la esperanza, o la confianza que los inversionistas tengan en la productividad futura de una empresa. Una sobreexpectativa crea una burbuja ficticia que infla los precios de las acciones a valores que poco tienen que ver con el valor real de las empresas, dañando al sistema entero. Dichas expectativas crean una burbuja que, al explotar, deja un saldo de crisis real. El caso más destacado es el trágico derrumbe de la llamada “nueva economía”, el índice Nasdaq ha sufrido la caída más brutal en su corta historia, haciendo evidente que el rey estaba desnudo. No se puede decir que no hubo advertencias, Noam Chomsky, John Kenneth Galbraith, George Soros, y el mismo Alan Greenspan,


presidente de la Reserva Federal, llamaron a la moderación, tanta bonanza no podía ser sino un mal presagio. Pero las advertencias no fueron escuchadas, nadie quería oir el llamado a finalizar la fiesta. Y terminó. No es la primera vez que ocurre algo parecido. La economía industrial ha sufrido diversas crisis cíclicas que han derivado en un replanteamiento de las reglas de juego. La última ocurrió en 1929, el crac de la Bolsa de Valores de Nueva York arrastró a la economía estadounidense, y con ella a la mundial, a un estado de caos generalizado que se evidenciaba en las colas de desempleados en los centros urbanos y en la inestabilidad política y social general de la década de los 30. La década finalizó con el inicio del baño de sangre de la Segunda Guerra Mundial. Al terminar la conflagración se percibió la necesidad de establecer un conjunto de acuerdos alrededor de un modelo de desarrollo económico. La Conferencia Monetaria y Financiera de las Naciones Unidas se reunió entre el 1° y el 15 de junio de 1944 en Bretton Woods, donde se firmaron los acuerdos que dieron forma a la arquitectura económica de la posguerra y de la Guerra Fría, al sistema económico del capitalismo tardío, como en algún momento lo nombró Mandel. El Fondo Monetario Internacional, el GATT y el Banco Mundial son criaturas nacidas de ese modelo. Hasta el abandono del patrón oro por los EEUU en 1971 y la crisis petrolera de 1973, el consenso alrededor del modelo keynesiano de crecimiento parecía funcionar sin contratiempos profundos. Luego de esas fechas la economía mundial empieza a echar agua por los costados, déficit fiscal e inflación determinan la sustitución del viejo modelo por nuevas políticas económicas: el neoliberalismo inicia un triunfal discurso que convierte al gobierno en “el problema” y al mercado en “la solución”. Hasta hoy. Con este fin de fiesta que vivimos, muchos expertos se han quedado sin palabras, o sus palabras se han vaciado de contenido. La era de las reformas neoconservadoras ha llegado a su fin. Necesitamos replantearnos las reglas de juego. Hay una necesidad imperiosa de detener, o por lo menos frenar, el maremoto que se nos viene encima, las posibilidades ciertas de un crac del sistema económico mundial. Hay que establecer una nueva arquitectura del sistema financiero global, dicha necesidad pasa por, tal como lo expresó Antonio Guterres en una ponencia durante la reunión de la Internacional Socialista en 1998, “regular la globalización y globalizar la regulación”. Hoy, más de siete décadas después del crac de 1929, y a más de cinco de los acuerdos de Bretton Woods, el mundo, más globalizado todavía, y por ende, mucho más vulnerable a una crisis económica mundial, requiere un nuevo acuerdo que articule y controle los flujos financieros del capital especulativo. Esta percepción no es fruto del radicalismo político ni de un odio visceral contra el capitalismo, sino de la convicción de que sólo una reforma sustancial de su


funcionamiento e instituciones lo hará sustentable a mediano plazo. Diversas propuestas ya empiezan a manejarse con verdadera seriedad, diversos grupos civiles alrededor del mundo, liderados por ATTAC e intelectuales de la talla de Ignacio Ramonet, se movilizan para el establecimiento de una tasa impositiva sobre los movimientos especulativos: la Tasa Tobin. Dicha tasa, propuesta por el premio Nobel de Economía James Tobin, se basa en pechar las transacciones internacionales con un impuesto mínimo (0,1 a 0,5%) para desalentar la especulación en los mercados de divisas (inversiones a corto plazo que crean distorsiones), sin dañar la inversión productiva en la economía real (inversiones a largo plazo). Lo que durante algún tiempo fue percibido con sorna hoy se discute en los parlamentos. El establecimiento de dicha tasa sólo ha de ser el principio. Hay reformas que acometer rápidamente: se impone revisar el funcionamiento de las instituciones financieras internacionales, desde el Fondo Monetario Internacional hasta el Banco Mundial pasando por la Organización Mundial de Comercio, y establecer unas nuevas reglas que aseguran un desarrollo sostenible con la máxima cohesión social. De igual manera las instituciones financieras deben prestar apoyo a los países más afectados, en este caso Japón, Argentina, Turquía, para reducir los riesgos de agravamiento de la crisis y de recesión mundial. La economía mundial está acatarrada. Los estados nacionales han sido minados en sus atribuciones por el proceso, indetenible y paradójico, de la globalización, pero siguen siendo los actores principales del sistema mundial, aún tienen mucho que hacer. La contradicción fundamental se encuentra en una economía que funciona sin fronteras, y unas acciones regulatorias que tienen un ámbito nacional, por ende, no será, de ninguna manera, el proteccionismo nacionalista la solución, sino un pacto mundial producto de una discusión sincera y seria. Si queremos evitar una neumonía global hay que tomar acciones igualmente globales. Sólo un acuerdo general alrededor de una nueva arquitectura financiera estable que garantice desarrollo y cohesión social puede sostenerse en el tiempo. Es hora de establecer una nueva estructura Bretton Woods que nos permita sobrellevar los nuevos problemas de un mundo que nos ofrece tantas posibilidades como amenazas.


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