Dark Butterfly (muestra)

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Xina Vega

Dark Butterfly



No era inquietud propiamente dicha, sino una extraña tristeza que tenía poco de humano, porque no comportaba ni valentía ni esperanza. Así es como los animales esperan la muerte. Así es como el pez atrapado en la red ve pasar una y otra vez la sombra del pescador. Irène Némirovsky, Suite francesa

Creo que no hay palabras, no hay nada que decir. Hay que dejar de enseñar palabras. Hay que cerrar las escuelas y ampliar los cementerios. De todos modos, un año, cien años, da igual; antes o después todos tenemos que morir, todos. Y eso, eso es lo que hace que los pájaros canten, que los pájaros rían. Bernard-Marie Koltès , Roberto Zucco



I In hac lacrimarun valle –En este momento no puedo atenderte, deja tu mensaje cuando suene la señal. –¡Hola! ¡Hola!… ¿Estás?… ¿Estás ahí?… ¡Tienes que estar! ¡Hoy sí!… Venga, ¡ahora sí!… ¡Ven!… ¡Descuelga!… ¡Escúchame!............................................ ....................................................................................... .................. No estás… ¡Nunca estás!… ¡Y yo necesitaba tanto que estuvieses!… Escucha… se ha roto el resorte… Ahora ya es tarde… No aguanto… ¿Estás ahí?… ¡Dime que estás!… No quisiera irme así… sin darte un beso… Mi cabeza revienta; no debo seguir. Y no hay ningún remedio. Nadie me va a levantar el castigo.

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Mujer de 20 años de edad. Ingreso en el Servicio de Urgencias por intoxicación por benzodiacepinas. Se procede a aplicar una vía endovenosa con solución salina; lavado con sonda nasogástrica; carbón activado 50 g; intubación endotraqueal.

Hay un claror, una luz dura haciendo palanca en las rendijas de los párpados. Cierro los ojos, balbuceo un no. Un enorme cansancio. Siento que me arrancan de una agradable conciencia de abismo, de un yermo caliente. Alguien insiste en rescatarme. Quiero huir, dejadme ir, caer un poco más, descender hasta donde no puedan encontrarme; pero mi cuerpo revive a mi pesar, nada hacia la luz. Emerjo. Una luz pesada y sucia. El rumor distante de las voces. Poco a poco las voces se hacen más nítidas. Escucho un suspiro. Me despierto. Es difícil volver cuando has tomado la decisión de no hacerlo nunca más; es doloroso y también grotesco. Una sensación de humillación y de vergüenza. No, yo no me alegro por volver a ser, por volver a tener el peso del mundo sobre la espalda y, además, ahora está el sufrimiento que he causado. Ahora puedo ver los rostros de mi familia, sentir la desesperación de sus abrazos, una carga de afecto que ya no necesito. Artificial world, artificial love, artificial tears. Lo que yo quería que velasen era mi cadáver; me complacía la idea de un final triste e intenso: lágrimas de amor verdadero mientras yo estaba lejos, en algún lugar silencioso e inmóvil. Sin embargo, ahora tendré que soportar la compasión. Pienso fugazmente en lo 10


que me aguarda: el recelo, la mirada extrañada. Yo como una rara especie zoológica, la de los suicidas fracasados. Pienso también en la fuerza de mi determinación. ¿Estaba realmente preparada? ¿Por qué hice aquella llamada? ¿Por qué dejé que mi hermana pudiese parar mi muerte? Imprisoned again! Y, aun así, yo, de verdad, no quiero vivir. O, quizás, de lo que tengo la certeza es de que yo no podré vivir. Yo me doy miedo.

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Lista de tentativas malogradas: – Abrirme las venas. – Ahogarme en la playa. – Engullir al azar pastillas del cajón de las medicinas. – Valium 10 mg.

Tentativa número 1 Siempre me gustó el cuadro La muerte de Marat, también el de La muerte de Ofelia. Con esas dos imágenes amparándome me encerré en el baño y llené la bañera con agua caliente. Un gesto reflejo me llevó a buscar el jabón –recuerdo sonreír al darme cuenta de que era innecesario–. Encima de una banqueta dejé dos brillantes hojas Gillete. Anticipé la escena: mi cuerpo rodeado de fulgor púrpura, mi melena caoba refulgiendo sobre la cerámica blanca. Pensé que estaba bien; una buena imagen para la despedida definitiva, un tránsito suave: de la bañera al ataúd. Me desnudé mientras le decía adiós a mi cuerpo reflejado en el espejo. Pensé en el poco gozo que había sacado de él, en los placeres que no conocería. De pronto me alegré, me marcharía casi limpia, casi pura. Sentía una especie de orgullo anticipado por mi cadáver, con certeza hermoso. El contacto con el agua caliente me proporcionó un placer que no deseaba, que me ligaba a la vida de la que quería deshacerme. Pero las lágrimas que comenzaron a salir de mis ojos, el sollozo brutal que me nació dentro, hizo que buscase decidida las láminas de acero. 12


Cogí una de las hojas, tan perfectas, tan frías, en mi mano. Tendría que entrar recta, suave en mi muñeca. Rocé el filo contra mis venas azules… Comenzó a salir sangre, un hilillo muy fino, tanto como el surco leve que había hecho en mi piel. Era necesaria más precisión, hundirse en la carne. Lo volví a intentar, pero mi cuerpo reaccionó, se defendió: alejándose la mano víctima, temblando la mano verdugo. Hice muchos cortes imperfectos, superficiales, un mapa de rasguños. La tarde corría, pronto dejaría de estar sola en casa. Me vendé las muñecas y dejé que el agua se escurriese por el sumidero. Tentativa número 2 Siempre pensé que el agua era el mejor lugar para morir. Imaginaba una restitución esencial a algo amorfo, a un continuo suave donde desleírse. Era una tarde hermosa, el sol doraba el mundo. Caminé en dirección a la playa; la arena, el mar eran también dorados. Había una extraña melancolía, la de la belleza extrema, que me conmovía y me forzaba a seguir, como si lo que hacía fuese algo inevitable. Dejé los zapatos encima de una roca, brillantes testigos de cuero, la última forma de mi huella. Sin desnudarme entré en el agua. Un estremecimiento de océano. La espuma blanca vino a recibirme, dijo: “Entra, estás en tu casa” y me abrazó con sus tentáculos blancos. Con la mirada en el atardecer entré dejándome empapar de algas, de aroma salado, de aire transparente. Caminaba hacia el sol y cuando dejé de hacer pie procuré que mi cuerpo olvidase que sabía nadar. Volvió a rebelarse otra vez, el maldito cuerpo, demostrando que era independiente de mi voluntad. Se empeñaba en flotar sobre 13


el agua, en respirar. Tomé impulso y me sumergí hacia el fondo de arena para permanecer allí como un pez podrido, como una concha abandonada. Pero mi cuerpo protestó de nuevo, se deshizo de mí, me volvió hacia la luz. Tentativa número 3 Pensé que la vía que quedaba era una que hiciese callar mi cuerpo a traición, sin que este se diese cuenta. Para vencer su resistencia debía escoger una solución que no tuviese el rostro definitivo desde el primer instante, una solución tramposa. Las píldoras me daban eso. Fui al botiquín de mis abuelos, una caja enorme, llena de botes, blísteres y ampollas. Allí había veneno, sólo tenía que saber qué cantidad era necesaria, cuál era la mezcla más letal y menos dolorosa. Me decidí por las pastillas para el corazón, una sobredosis que lo hiciese parar en lugar de curarlo. Vacié una caja en un platito de porcelana. Las pastillas parecían caramelos rosados. Agarré un puñado y lo engullí con voracidad, un trago de agua y otro manojo más hasta que no hubo nada en el plato. Esperé una reacción. No noté nada. Pensé que sería bueno aguardar su efecto metida en mi cama; una impresión de orden, de calma. Me arropé con el cobertor y cerré los párpados hinchados por las lágrimas. Unas horas después me desperté. Ganas de vomitar. Fui rápidamente hacia el váter. “Algo te ha sentado mal”, dijo mi madre. Me preparó una manzanilla y me ayudó a acostarme. Me adormecí entre sollozos. ¡Tan difícil era acabar! Tentativa número 4 Busqué información. El camino de las píldoras continuaba siendo el adecuado, sólo necesitaba encontrar la 14


sustancia exacta. Di con ella: Valium 10 mg. Una caja entera: paro cerebral. No teníamos ese veneno en casa. Hacía falta una receta para que lo dispensasen. Convencí a la farmacéutica. Se apiadó de mí, de mis grandes ojeras negras. Me recomendó cuidado en la ingestión, me advirtió de los peligros –los mismos que yo buscaba. A primera hora de la tarde, con la casa vacía, preparé el escenario de mi suicidio. Puse música, escogí un vestido negro, un vestido largo, de fiesta, abrí las cortinas; quería que la luz del sol me acompañase en los últimos momentos. Cogí el paquete y me estiré en el sofá del salón. Comencé a tragar una a una todas las pastillas: veinticinco. Lo hice de un modo maquinal, sin pensar en nada. Ni siquiera lloraba. Los ojos fijos, la luz de la tarde, el alivio de estar pronto fuera de aquí, fuera de mí. Esperé los efectos, sentí torpor, comenzaron a brillar luces azules y rojas delante de mis ojos. De pronto, sentí que había olvidado algo, que debía despedirme. Sentí miedo. Fui hasta el teléfono y con dificultad marqué el número de mi hermana. ¡Adiós, hermana!… Hablé con la grabadora del contestador, hablé con el vacío. Una sensación de amargura se apoderó de mí. Fui de nuevo, con mucha más dificultad, hacia el salón y me acosté en el sofá. Sentí como toda la suciedad de mi vida se desprendía de mi piel, sentí como mi cuerpo ascendía hecho luz blanca, lejos de la tristeza. Salve, Regina, mater Misericordiae, Ad te clamamus Ad te suspiramus gementes In hac lacrimarun valle.

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