Número 2 - Revista VuelaPluma

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Número 2   —  22 . 09. 2014

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Revista Vuelapluma Número 2. Revista bimensual. 19 de septiembre de 2014.

Quienes somos Dirección: Noe C. Castillo (@NoeCC) Colaboración: Tanis Barca (@Tanis_Barca) Adri “Stelios” Moreno (@AdriStelios) Corrección: Tanis Barca Maquetación: Noe C. Castillo Páginas colaboradoras: La Era de las Mariposas http://mipropiahistoria92.blogspot.com.es/ Ilustración de la portada: Jesús Campos “Nerkin”.

Los principios de VuelaPluma Este es un ejemplar gratuito, realizado con fines culturales y divulgativos. Queda prohibida su venta o comercialización, o difusión que pueda tener fines comerciales. Revista VuelaPluma pretende publicar los trabajos escritos, plásticos o fotográficos de artistas tanto principiantes como experimentados, sin dejar fuera ningún estilo ni género. En esta revista no se publicarán trabajos con derechos de autor registrados, derivados de otras obras ya comercializadas. Es decir, no se publicará ni fanart ni fanfiction. Todos los trabajos publicados en cualquier número de VuelaPluma pertenecen a sus respectivos autores, cuyos nombres o alias aparecerán junto a él. Dichos autores no nos ceden sus derechos de autor en ningún momento, si no que nos otorgan el derecho a publicar la obra de forma íntegra y gratuita, en uno o varios números de la revista.

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Introducción La Silla del Director ¡Aquí está el Número 2! Esta vez nos ha costado un poco, ¿será por el verano? Hemos notado una bajada en la participación y hemos tenido que retrasar un poco la salida, pero ¡al fin sale! Muchas gracias de nuevo a los que habéis participado, bienvenidos los nuevos y también los que colaboraron en el primer número. Y también gracias a los que nos leéis y nos ayudais a dárnos a conocer. Este verano se ha pasado rapidísimo, al menos a mí. Hace nada estábamos publicando el Número 1 y de pronto se nos echa encima septiembre. Septiembre, el lunes de los meses. Por aquí empezamos con energía y ganas de hacer un Número 2 tan especial como el primero. Lo que no hemos recibido ha sido ningún comentario o sugerencia, ¿eso es que os gusta todo como está? Nuestro buzón de e-mail está abierto para lo que sea, e intentamos responder lo más rápido posible.

La Taza del Café ¡El segundo número!

Tampoco recibimos casi dibujos o fotografía, ¡ojala hubiera más colaboración en ese sentido! Nos gustan mucho los relatos, poesías y textos que enviáis, pero también quisiéramos publicar ilustraciones que dieran variedad y color. No os asustéis por pensar que no tenéis mucho nivel dibujando, que no vamos a rechazar a nadie. Y con estas pocas palabras os dejo que disfrutéis de lo que realmente importa en VuelaPluma, ¡vuestros trabajos! Muchas gracias por participar y leer. Noe C.C.

Seguro que algunos pensaban que no se llegaría a esto, por envidia, rabia o cosas por el estilo, pero después de todo, después de los retrasos por falta de material, estamos aquí, al pie del cañón, y dispuestos a continuar todo el tiempo que se precie. Desde aquí quisiera animaros a escribir más, a dibujar, hacer fotografías... Os animo a expresar vuestro arte y a intentar sacar adelante algo que quizá penséis no vale la pena. Nada de encogerse en un rincón a llorar porque nadie os lee u os comenta. Si uno lo que busca de primeras es la aprobación del Mundo, el Mundo le dará la espalda. Estas cosas tienen que gustarte y salir del corazón, hacerlo para uno mismo y luego ya, si eso, enseñarlo para buscar impresiones y mejorar. Vivir para esperar que alguien lea o vea lo que hemos hecho y recibir halagos sólo provoca frustración. Por eso, cread al gusto, sin pensar en si alguien lo leerá, porque al final, aunque sea en esta humilde revista, nosotros al menos lo leeremos. ¡Hasta el próximo número! Tanis Barca


Poesía

1º!

El primer aporte El primer aporte de este número también ha sido de poesía, esta vez de Celia Prados:

El corazón que ríe Pocas veces nos llamamos por nuestro nombre «No lo desgastes con tu boca No te acostumbres al sonido» ¿O te da miedo morir y besar al olvido?

Bóveda Nocturna las sombras sepultaron tu voluntad se entremezclaron con el aire que atravesaba tus pupilas vacías y una voz queda maúlla y una luna ya no brilla

Pocas veces nos miramos a los ojos bajo la luz pálida «No los dejes brillar No te deslumbren el alma» ¿O te asusta que existan miradas que ardan?

quedan dos en tu bóveda nocturna su órbita se estremece su negrura adolece y no encuentras ninguna cura sale el sol y se iluminan las promesas de unas sombras que no pueden hablar y te crees a salvo y te ves temblando sujeto de delirios que no puedes ignorar

Pocas veces nos abrimos de par en par con pureza «No lo quiebres corazón No te deshagas del frío» ¿O te aterra que alguien colme de amor tus vacíos? Y no pocas veces juzgamos de ficticio lo innato de fuego la lividez de ensueño lo opaco ¿No te ahogas de pecar de vulgaridad?

Iluso. La noche no es su único escenario. Celia Prados

Los que callan Los que niegan Los que cierran Los que adocenan Dejad de temer a los versos Dejad de temblar si me salto una estrofa o dos Celia Prados


Poesía

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Este número viene cargado de poesía, también Irina García y Korvinian han querido volver a participar., y además contamos con un poema escrito por “Writer of Dreams”.

Requiem He aquí mis entrañas. Arranca de ellas mi último aliento y deja la ceniza del tiempo en mi vientre. Viste con tuétano, y hueso y veneno tu simiente, mi muerte. Que sea el retoño que horade mi alma. Disfraza de amor tu opiáceo sueño, eviscera los besos que dejé durmiendo en tu cuello. He aquí mis ojos. Míralos y miénteme, di que todo lo hiciste por un futuro eterno. Siempre juntos, palabra inerte: siempre. Bailamos apuñalando un sentimiento, haciendo el amor a la suerte.

Cruel Realidad

Besando los labios de la barbarie, acariciando suavemente sus pechos, falsedad e hipocresía.

Líneas invisibles

He aquí mi cuerpo.

Líneas imaginarias

Observa esta muñeca de trapo descosida.

Líneas que no están

Era tu vida, sus remiendos tus mentiras.

Líneas que se desdibujan

Cubre sus ojos, tápalos con miel

Aire que respiras

y brillantes promesas: convierte sus lágrimas en cristal y mortaja.

Aire que te falta

Di que me amas, di que la amaste.

Aire que no hay

Limpia esta sangre y enmascara tu culpa. Cierra los ojos y vete. Luz que se apaga

Eduardo “Korvinian” Corral

Luz que desaparece Efímera luz Tiempo que se escapa Irrecuperable tiempo No busques donde ya no hay nada

Writer of Dreams


Poesía Espejismo No hay tiempo ni historia en las sonrisas a medias. Cuando recuerdo los momentos de ayer, algo se rompe por completo. Nunca supe si verdaderamente fuimos protagonistas o antagonistas.

Tan sólo otros tiempos Eran otros tiempos cuando

Ni siquiera sé si existen los héroes.

sonreías al recordar el mar

No sé decir si me sentí a salvo.

e injuriabas a Madrid sólo

Tan sólo fuimos,

por tener ríos.

sé que existimos,

En otro tiempo te encantaba

pero tal vez nos dejamos impresionar. Aunque lo que realmente sorprende son las despedidas.

dibujar las rosas que no podían

Me dejé llevar por un sueño,

crecer en tu balcón.

por una ilusión,

Eran otros tiempos.

por una alusión de mis necesidades.

Cuando caminabas sin rumbo

Es cierto que cuando deseas algo extremadamente,

porque amar era encontrar calles

se te aparece en forma de espejismo.

que no tienen destino.

Creo que fui feliz amándote.

Cuando el músico te regalaba

Queriéndote,

su compás y tú a cambio,

sin alcanzarte. En medio de un desierto donde la desesperanza es el sol, y el amor mis ganas de encontrarte. Pero no se puede amar algo que no existe. Y aunque sé que fuimos,

donabas esperanza. Eran otros tiempos el impedir a la memoria no ser juez de los instantes.

en realidad tu no existías.

Otros tiempos eran cuando

Tan sólo en mi mente,

el rosa del atardecer emocionaba

En mi puño.

y el amor era eterno en el beso.

La mano que te entregaba mi vida.

Y ya no queda tiempo. Tan sólo otros tiempos.

Irina García

Irina García

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Fantasía

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Sueño de Media Noche Lady Turbalina "Gracias a Bou y a Haru por darme el empujoncito que me faltaba para decidirme a escribir esta historia, si no fuera por vosotras no me habría animado. Y gracias a mi hermana por ser mi primera lectora y tus consejos."

En los últimos meses conciliar el sueño por las noches le había resultado todo un reto. A Edgar le habían diagnosticado insomnio y ya había sido advertido de que si no lo corregía pronto cabía la posibilidad de que se agravara a un insomnio crónico. Nadie entendía cuál podía ser la causa, ya que su cómodo cuarto era acogedor y el caro colchón de látex sobre el que descansaba debería propiciar el descanso; ser miembro de una familia adinerada y de alta reputación debería privarle de desvelos típicos de la clase baja y además había sido tratado por los mejores médicos y psicólogos del país. Aún así, tenía preocupaciones, preocupaciones que nadie más podía entender y que golpeaban su sueño y lo destruían cada vez que cerraba los párpados. La ciudad de Kernel Bhanu había sido siempre su hogar y desde hacía décadas su familia había pertenecido a una clase bastante acomodada, viviendo así en uno de los edificios más altos de la ciudad de ni más ni menos que 15 pisos. Cuanto más alto era el estatus familiar y las riquezas que se poseían más alto era el edificio en el que se vivía, “cerca del cielo”, como decía su padre. Así, la ciudad estaba formada por miles de grandes rascacielos, algunos de ellos colosales; y en la parte exterior, una muralla que señalaba los límites de la ciudad. Su dormitorio se encontraba en el tercer piso y básicamente era como su propia residencia: tenía su propio baño, cocina, salón y biblioteca. ¿Qué más podía pedir? Se preguntaba esa misma noche igual todas las noches pasadas. Un ruido repentino lo sobresaltó. Había sonado en el balcón, estaba seguro, y lo que fuera que hubiera golpeado el balcón era algo grande… podía ver su silueta redondeada iluminada bajo la luz de la luna desde su cama. Al principio dudó un poco sobre cómo actuar, ¿debería llamar a algún criado o a su padre? Rápidamente desechó la idea: ya había cumplido diecisiete años y no tenía porqué pedir ayuda a cada impedimento. Se levantó de la cama y sintió el frío bajo sus pies descalzos cuando comenzó a caminar hacia “aquello” que había aparecido en el exterior. El pijama le cubría por completo brazos hasta las muñecas y piernas hasta los tobillos pero aún así sintió un escalofrío por todo el cuerpo. —“Se está moviendo”—pensó mirando la figura que

yacía en el exterior—. “Es un ser vivo, pero no es nada que yo haya visto hasta ahora”. Caminó sobre los suelos de madera y atravesó el dormitorio con más decisión de la que sentía en realidad, abrió la puerta de cristal del balcón y se quedó petrificado ante lo que vio. Hecho un ovillo se encontraba en el suelo lo que parecía un hombre de unos 23 años, sino fuera por las alas que sobresalían a su espalda y las plumas que pudo ver también intercaladas en su cabellera. —Un ángel…—se dijo a sí mismo en un susurro. Su abuela le había contado historias sobre ellos—. No, espera tú eres… Desde luego hubiera preferido que se tratara de un ángel, pero era imposible, las leyendas contaban que se habían extinguido y hacía años que no se veía a ninguno. Contuvo el aliento cuando el desconocido se levantó lentamente ante él. Sus ojos amarillos lo miraron asustados tras los cabellos y plumas castaños revueltos, y así parado delante de él pudo comprobar que medía casi dos metros. Vestía con una imponente túnica negra con adornos florales grises casi imperceptibles y llevaba los pies desnudos. No era un ángel, era un búho. —¡No te acerques!—le advirtió—. Quédate quieto. Enseguida se dio cuenta de lo estúpido que sonaba, el búho no podía entender sus palabras. Su sospecha quedó confirmada cuando éste le respondió en una lengua seseante que no había oído nunca, su voz era grave y pronunciaba las palabras entrecortadas, posiblemente presa del pánico. En ese momento comprendió que la extraña criatura quizá tenía más que temer de él que él de ella. Se veía verdaderamente angustiado y tenía un ala torcida la cuál suponía que se habría lastimado al caer sobre el balcón. —“Los búhos no son como otras criaturas mágicas, Edgar—recordaba las advertencias de su abuela—. No son como las hadas que juguetean con los niños en los jardines, tampoco son como los duendes de los bosques que se divierten haciendo bromas pesadas a los viajeros, éstos son criaturas viles y engañosas, cogen a los niños pequeños como tú y ¡ZAS! se los llevan volando a su bosque y allí se los comen de un bocado o practican magia negra con ellos. Si alguna vez ves un búho, debes alejarte de él y pedir ayuda.”


Fantasía Lo miró durante unos instantes, tenía que actuar deprisa si era cierto lo peligrosos que eran esos seres, pero por algún extraño motivo no le pareció para nada amenazador. —Tú eres el que necesita ayuda, no yo… Y dicho esto, Edgar tomó de la mano a la extraña criatura y la condujo a su habitación. Sabía que posiblemente estaba cometiendo un error por varios motivos: no sabía muy bien cómo socorrer al búho, tampoco cómo comunicarse con él e intentar comprender cómo y porqué había llegado hasta allí, y lo más importante de todo era cómo iba a ocultarlo. Nadie debía enterarse de que estaba allí, sino seguramente lo capturarían y tras eso… no quería pensar en qué harían con él. Su nuevo amigo, si es que podía llamarse así, comprendió al instante la ayuda que se le estaba dando, Edgar podía ver la gratitud que transmitían esos ojos amarillos que lo miraban atentamente. Lo llevó hasta la cama y le indicó con las manos que se tumbase. —No te muevas, necesitas que te cure eso—dijo señalándole el ala, la mirada del muchacho se ensombreció—. Tranquilo, sé perfectamente lo que tengo que hacer. No le entendía pero sin duda captaba el mensaje que le quería transmitir y permaneció inmóvil mientras que Edgar palpaba su ala buscando los daños. Su padre era médico y su abuelo lo fue en su día, él continuaría la tradición familiar como se esperaba y por lo tanto con 17 años tenía conocimientos médicos muy precisos. Para alivio y sorpresa de éste el ala no estaba rota, mostraba una leve malformación que sería de nacimiento y por la cual el búho tenía las alas levemente desiguales entre sí… debía de haber sido una tortura para él volar en esas condiciones puesto que el ala con la malformación sufría durante el ejercicio y se resentía con facilidad. Eso al menos explicaba el porqué el desconocido había ido a estrellarse en su balcón. —Soy Edgar— se presentó señalándose a sí mismo para que él comprendiera—. ¿Y tú? El silencio tomó el protagonismo por lo que pareció una eternidad y finalmente respondió, abriendo sus finos labios y mostrando unos dientes afilados y perfectamente alineados. —Midnight. —¡¿Me entiendes?! No pudo evitar el asombro, aunque también podría ser que simplemente hubiera soltado una palabra cualquiera en su idioma y él la hubiera interpretado como una respuesta. —Me cuesta, pero sí. No sabía decir porqué pero en ese momento Edgar se sintió muy feliz.

—Necesitas recuperarte… en tu estado no creo que puedas volver a tu hogar, el Bosque del Norte, ¿cierto? Además, me gustaría saber qué haces aquí exactamente… es la primera vez que veo uno de los tuyos. Nadie iba nunca al Bosque del Norte, que delimitaba con la ciudad, ya que tenía la fama de ser peligroso. —No. Sonó rudo, tajante y lleno de miedo. A pesar de ser una criatura tan grande y majestuosa a Edgar también le pareció tremendamente frágil. De distinta manera él y Midnight eran iguales. —Puedes dormir aquí puesto que necesitas descansar. Mañana te ocultaré y… ya veremos lo que hago contigo. Como no obtuvo respuesta creyó que si Midnight lo había entendido, era conforme. Se acurrucó a su lado en la cama, no iba a quedarse durmiendo en una silla ni nada parecido. Midnight se mostró molesto y desconfiado y se movió al extremo opuesto. “Parecemos un matrimonio peleado” pensó y tuvo que contener una risa. Se dio cuenta en ese momento de que nuevamente uno de sus sueños se había cumplido: un ladrón le había visitado a media noche, ¿era Midnight un ladrón? Lo averiguaría al día siguiente. Miró a la foto que tenía en la mesita, en ella se encontraban su padre, su madre y él mismo hacía unos diez años aproximadamente. Siempre que la miraba sentía una dolorosa nostalgia. Entre pensamiento y pensamiento se durmió preguntándose si esa noche podría tener un descanso reparador, sin ningún sueño o pesadilla que amenazase con convertirse en realidad al día siguiente. Ésa noche por primera vez en muchas, no soñó con nada. —Edgar, Edgar— la voz de Midnight le despertó—. ¡Edgar! Abrió los ojos y se encontró en la penumbra. Miró el reloj de la mesita, en realidad era de madrugada. —¿Qué ocurre? Midnight estaba señalando con su mano derecha hacia la puerta del dormitorio con un nerviosismo palpable. —¡Un humano… antes!— no parecía saber muy bien cómo elegir las palabras correctas para lo que tenía que decir.— Me ha visto. —¿Estás seguro de que te ha visto? ¿Cómo no iban a haberlo visto? Si había entrado Marie, la criada que se ocupaba de las estancias de ese piso, habría ido corriendo a contárselo a su padre; y si había sido su padre… no había sido él, de lo contrario lo habría levantado entre gritos y le hubiera preguntado por


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qué demonios estaba “eso” en su habitación. Tenía que hablar con Marie antes de que ésta informara a su padre de que Midnight estaba ahí. —¡Maldición!—dijo para sí—. Métete dentro del ropero, voy a solucionar esto, ¡No salgas! Le señaló el mueble y Midnight asintió aunque de mala gana y se dirigió a este. Aún se sorprendía pensando en cómo lograban entenderse más o menos, ya le preguntaría más adelante dónde había aprendido a hablar su idioma. Salió deprisa del dormitorio dando un portazo, ni siquiera se molestó en vestirse apropiadamente antes de salir aunque su padre era muy estricto con los modales incluso dentro de casa y se notaba en cada detalle. La vivienda del Dr. Ivory estaba siempre totalmente limpia y en un orden matemático. Recorrió el pasillo blanco y bajó de dos en dos los peldaños hasta que llegó al piso inferior, pasó de largo del despacho de su padre que se encontraba a la derecha y corrió de nuevo por el pasillo de la izquierda hasta alcanzar su meta: el cuarto de la colada. Allí encontró a Marie poniendo una lavadora con la ropa sucia que habría cogido de su habitación hace tan sólo unos minutos. Cuando la menuda mujer miró a Edgar pareció mitad enojada, mitad abochornada. —Edgar…—hizo una pausa, sus grisáceos ojos inquisitivos miraban fijamente al muchacho—. Ésta vez se lo ocultaré a tu padre, pero que sea la última vez que me encuentro a uno de tus amoríos por la mañana; haz el favor de ser más discreto la próxima vez y saca a esa chica de la casa antes de que tu padre se dé cuenta. Edgar no podía verse a sí mismo pero sabía perfectamente que se había puesto rojo como la grana. Él y Marie siempre se habían llevado muy bien y no tenían una relación de cortesía basada en criada y señorito, como su padre deseaba, sino que para él Marie había sido siempre como de la familia así que no le sorprendió que le hablase sin tapujos… aún así estaba muy avergonzado a pesar de no haber hecho nada de lo que se le acusaba. —No volverá a pasar. Y gracias por cubrirme, eres un encanto. Le dio un beso afectivo en la mejilla, ya se le pasaría el enojo. Tras esto, subió a todo correr las escaleras hasta su cuarto. Un fastidio que la casa fuera tan grande a veces, él hubiera preferido una vivienda más pequeña. Abrió la puerta de su cuarto entrando atropelladamente y la cerró tras de sí de un portazo, la estancia ya estaba iluminada por la luz de la mañana desvelando un cuarto sencillo pero visiblemente lujoso: muebles y suelos de madera junto con sábanas y cortinas de diseño.

Caminó hasta el ropero y lo abrió despacio para no asustar a Midnight. —Soy yo, puedes salir. Era bastante chistoso el cuadro que se encontró: el hombre sentado con las rodillas abrazadas en el suelo del ropero, con los cabellos revueltos y la ropa que estaba colgada apartada a un lado hecha un montón. —No quiero estar encerrado—se apresuró a decir y salió estirando los brazos y las alas. —No pretendía tenerte encerrado, pero si te ven no puedo saber cuál será su reacción. Le habló de manera pausada intentando asegurarse de que lo entendía. Midnight se limitó a mirarle atentamente con esos ojos amarillos que le habían sorprendido desde la primera vez que lo vio, en los humanos nunca había visto unos ojos tan luminosos y llenos de vida. —Gracias— respondió—. Eres un humano diferente, Edgar. —Los propios humanos también me lo dicen, Midnight. Los dos sonrieron ante la afirmación, ¿era posible que fueran ya amigos? No, solo se conocían de unas horas. Todavía no podía confiar en él o eso era lo que quería pensar. Tenía que averiguar primero unas cuantas cosas. —Tienes que marcharte, pero antes de eso quiero una explicación a varios asuntos. La sola perspectiva hizo que la expresión de Midnight cambiase, ahora estaba alerta. Iba a ser difícil arrancarle las respuestas que deseaba oír. —No puedo marcharme, no durante el día –Edgar lo encontró lógico, cualquiera que viera a plena luz del día salir volando de su balcón a un búho avisaría de ello a los oficiales de la ciudad—. Y no sé dónde ir. —Al bosque donde vivís vosotros los búhos, el Bosque del Norte, ¿no es así? –Fue oír “El Bosque del Norte” y Midnight trasladó su mirada al balcón, quedó contemplando la lejanía, su hogar—. No puedes volver, ¿cierto? —No es asunto tuyo, humano. Edgar se sintió decepcionado, toda la gratitud que parecía haber mostrado Midnight ante el refugio que le había proporcionado se había esfumado. Entonces recordó su sueño y lo comprendió. —Desde tu aparición anoche esto también es asunto mío. No puedes volver porque has robado algo, ¿verdad? ¿Eres un ladrón? Había sonado demasiado brusco, pero ya estaba dicho. Intuía que estaba en lo correcto, siempre que soñaba algo así sucedía y no dudaba de que esta vez hubiera sido así también.


Fantasía —¡No soy un ladrón! ¡Sólo…!— se ofendió. —¿Sólo qué? Un ladrón es un ladrón después de todo, da igual si es la primera vez que robas algo. Ya no tenía sentido ocultar nada. Midnight le habló del Bosque del Norte, de cómo sus habitantes vivían en pequeños poblados y tenían prohibido acercarse a la ciudad humana. Afirmaban que antiguamente ambas civilizaciones convivían juntas pero se separaron porque los humanos envidiaban la magia de los búhos y los búhos la tecnología de los humanos. Le contó también cómo siempre le habían inculcado que si veía un humano este le robaría sus alas y lo metería en una jaula, que jamás confiase en los humanos. —Todos me han enseñado eso, excepto mi madre. Ella fue la que me enseñó a hablar como los humanos, pensaba que estábamos equivocados con respecto a vosotros. La palabra “madre” despertó de nuevo ese sentimiento de nostalgia en Edgar. —Si tenéis prohibido entrar en contacto con nosotros, ¿qué hacías volando sobre nuestra ciudad? — Huía de los míos, sabía que no me seguirían si sobrevolaba la ciudad humana pero mis alas me fallaron…—Midnight cerró los ojos, tocó instintivamente con la mano derecha su ala más pequeña y dio un hondo suspiro, los volvió a abrir y prosiguió—. Esto es lo que robé.

Sacó de una de las mangas de la túnica un objeto y se lo mostró a Edgar. Era una brújula plateada cuyas agujas tenían forma de plumas, a Edgar le pareció muy hermosa, ¿pero por qué habría robado ese objeto Midnight y había sido motivo suficiente para que éste fuera perseguido? —Está rota, no apunta hacia el norte —observó Edgar. —No está rota, esta brújula no apunta al norte, al propietario le indica la dirección a su destino. Edgar se quedó atónito, la brújula le apuntaba a él.


Arte Digital

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Unas cuantas ilustraciones en medio de la sección de Fantasía. Ya conocísteis los dibujos de Nerkin en el Número 1, y volvemos a tener otro de portada, ¿no es increíble su Thunder Raider? Y para este número las dos cabecillas de VuelaPluma se han animado a colaborar con algo de su “Arte Digital”. Tanis Barca con Ex Umbra In Solem, una ilustración que hace referencia a una historia de mafiosos que escribió ella misma hace tiempo; y Noe C.C. con Argentum, paladín de la luz, protagonista de numerosas partidas de rol de Dragones y Mazmorras.

Argentum Noe C.C.

Podéis visitar sus deviantArt: http://nerkin.deviantart.com/ http://artaniscfd.deviantart.com/ http://tracialawliet.deviantart.com/


Ex Umbra In Solem Tanis Barca

Thunder Raider Jesús Campos “Nerkin”


Fantasía

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El guardián de esculturas Alejandro Fernández Márquez

Casi media vida de esclavitud, encerrado en aquel frío y deprimente mausoleo, cumpliendo las escuetas órdenes de una mala arpía por fin llegaba a su fin. Las puertas se abrirían de nuevo, aunque debía cumplir un último mandato de Arenia antes de poder abrazar la libertad. Entonces sus servicios habrían terminado y, de nuevo, Canter volvería a ser hombre libre. Recorrió el panteón por última vez ignorando las voces que habían sido sus «amigas» durante veinticinco años. Sólo le importaba su libertad. No sabía cómo había obtenido el perdón de la bruja ya que, desde que fue encerrado allí, ella únicamente le había dictado las directrices para su castigo. Nunca le había dado oportunidad para hablar con ella en persona. Paseando por las pequeñas galerías de la cripta, Canter comenzó a rememorar su vida y cómo cambió cuando conoció a Arenia. *** El viaje a la capital estaba siendo realmente pesado y el viejo carro se resentía por los años. Canter y su mujer, Lyse, estaban cansados de la traqueteante travesía, y los parones se había vuelto más recurrentes por las náuseas que sufría Lyse debido a su embarazo. Caía la tarde cuando su mujer le dió la feliz noticia: había roto aguas en el carro y pronto nacería el bebé. Canter no pudo evitar emocionarse a pesar del riesgo del parto, antes de que la noche cerrase sería padre y eso siempre era motivo de alegría siempre que fueran bien las cosas. Por fortuna se encontraban cerca de un pueblo, de modo que Lyse no daría a luz en medio de la nada. Los habitantes les indicaron el camino al médico del pueblo, que resultó ser una mujer. Aunque Canter no estaba muy convencido de dejar a Lyse en manos de aquella mujer —las curanderas no le inspiraban demasiada confianza—, los gritos de dolor de su esposa hacían más mella en él que sus prejuicios. Después de todo, las mujeres eran buenas comadronas, no tenía por qué pasar nada malo. Al anochecer, cuando ya aparecían las primeras estrellas en el cielo, los chillidos de Lyse todavía tronaban en la cabaña de la curandera. Canter nunca

la había oído gritar tanto como en ese momento y le preocupaba. Las horas pasaban, la oscuridad se cernía cada vez más sobre él y el pueblo, pero el bebé no llegaba. Arenia, la curandera, le explicó a Canter que la criatura estaba naciendo al revés, por los pies y que había pocas posibilidades de que su esposa y el hijo o hija sobrevivieran. Al ver a Canter tan abatido, Arenia le ofreció una alternativa, una con la que su esposa y su hijo o hija podrían salvarse, a cambio de que él le sirviera. Canter no dudó en aceptar la proposición con tal de que su mujer y el bebé viviesen, de modo que Arenia cumplió y poco más tarde una niña lloraba en los brazos de Lyse. Sin embargo Canter no pudo verlas. Perdió el sentido antes de cruzar el umbral, mientras oía los gritos de su esposa. Despertó sobre un suelo frío, de mármol, de lo que le pareció un largo y pesado sueño. Estaba en el interior de un mausoleo y a su lado, de pie, se encontraba Arenia. Canter quiso hacerle mil preguntas, pero de su boca no salió ni una palabra. La mujer realizó unos gráciles movimientos con sus manos, le levantó del suelo sin tocarle y le mostró la cripta en la que se hallaban. Canter lo entendió entonces. Había hecho un trato con una bruja, una de las criaturas más despreciables del mundo. La mujer disfrutó con la pena de su prisionero, que ya empezaba a comprender la magnitud del compromiso. Una vida se pagaba con otra. Sin darle tiempo a llorar, Arenia le indicó cual sería su trabajo: Velar por los infelices que pronto llegarían, otras personas que sucumbirían a los pactos de la bruja. Pocos días después, Arenia se personó en el mausoleo y le dio a Canter una pequeña escultura. Le


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indicó donde debía ponerla y se marchó sin más. No tardó muchos días en volver con otra escultura y poco a poco se fue construyendo la rutina del castigo. Arenia regresaba al panteón con una escultura que le entregaba y luego se marchaba, para volver a aparecer a los días, o a las semanas, con otra más, que progresivamente llenaban la cripta. Canter vivía entre paredes de mármol gris y esculturas de personas con rostros llenos de tristeza y miedo en sus miradas. Tan profundas les parecían que le daba la impresión de que estaban vivas... hasta que descubrió, por desgracia, que así era cuando comenzó a escuchar voces. Al principio pensó que el fenómeno era el reflejo de su locura ante la soledad de los años, pero luego se dio cuenta de que provenían de la estatuillas, que como él, eran prisioneros de los ardides de Arenia. Muchos únicamente habían pedido un favor para ayudar a algún familiar a las puertas de la muerte, pero la mayoría habían acudido a la bruja con deseos egoístas, buscando la muerte de algún enemigo. Durante su cautiverio, las estatuas fueron sus amigas, esculturas frías e inertes que evocaban sus pesares del pasado, llorando eternamente sus errores y lamentaban cada segundo por haber confiado en Arenia. Los años pasaban y le entregaba más víctimas inocentes que llenaban el mausoleo. Los llantos se multiplicaban y las voces que oía Canter eran cada vez más numerosas en su cabeza. No había sala en la cripta en la que pudiera esconderse de las voces de los malditos y por muchos años se instaló en el jardín trasero de la misma, esperando a que los pobres infelices se cansaran de llorar y lamentar su penosa vida de mármol. Cerca de su vigésimo quinto años de esclavitud, Arenia le comunicó que iba a ser libre y que las puertas del mausoleo se abrirían para darle su libertad. *** Canter ya se aproximaba a la salida, dejando atrás los tristes pensamientos de esos veinticinco años de cautiverio. En la puerta esperaba su carcelera, arrogante y egocéntrica mientras sujetaba una pequeña estatuilla. Arenia se la tendió. Era la figura

de una muchacha joven arrodillada y llorosa, como si suplicara por algo. Entonces la bruja sonrió y dijo: —Adivina quién es. Es tu último encargo. Canter tardó unos cuantos segundos en deducirlo, pero al final lo hizo y cayó de rodillas al suelo abrazando la estatua. Arenia soltó una carcajada y desapareció junto con las maldiciones de Canter. Ahora entendía su libertad. Una vida por otra. Su hija por él.


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Duendes Tanis Barca

Me llamo Arturo, acabo de independizarme y mi casa está llena de duendes que sólo yo puedo ver. Bueno, creo que el vecino de al lado también, pero esa es otra historia aparte. Vivir solo es lo que tiene, que al final acaban mudándose contigo cosas que nunca esperarías que se mudaran. Menos unos duendes. Y vivir con ello no es tan sencillo, la verdad. Todos los días pierdo algo que reaparece al cabo del tiempo en un lugar completamente insospechado. Da igual qué objeto sea —aunque les gustan más los que brillan—, déjalo encima de la cama, bien visible y a tu alcance. En el momento que le des la espalda, los duendes se lo llevarán sin dejarte esperanzas de encontrarlo después. A veces, si lo pides con educación, te lo devuelven en poco tiempo, aunque la mayor parte de las veces lo descubrirás en lo alto de un armario, debajo de un tablón del suelo, o en el alféizar de la ventana. Una vez colgué un caza-sueños de campanitas en la ventana. Muy zen, muy relajante… Lo tuve que quitar a los tres días porque, ventana cerrada y todo, los duendes tuvieron a bien columpiarse en él día y noche, creándome auténticas psicosis con el puñetero ruido al romper el cristal de la ventana. Hasta que les descubrí in fraganti, claro. Se enfadaron mucho conmigo cuando lo quité, no encontré mi cartera en toda una semana —y por eso mi hermano pequeño, Alfredo, tuvo que pagarme el transporte durante dos semanas. Fue un verdadero calvario—. La cocina les gusta mucho. Su rastro son la migas de galletas que no me como, y las se esparcen por todas partes para gran jolgorio de los pocos ratones de la casa. Les encanta ducharse en las gotas de agua que caen del grifo, así que da igual lo mucho que yo apriete la manija, siempre gotea. Son limpios respecto a su persona, estos duendes, todo hay que decirlo. A veces también me encuentro hojitas en el armario de la despensa. Hojas desconocidas que no son laurel, ni perejil, ni nada que yo reconozca. Puede que las usen como manteles o que me las traigan de regalo. O quizás quieran envenenarme con ellas para echarse unas risas. Nunca me las como, les doy las gracias haciendo reverencias y las tiro discretamente a la basura. Yo no sé si será el olor de la comida o el calor del fogón, el caso es que más de una vez uno se descuidó y le di un puntapié sin querer. Sé que se lo di porque aunque no suelo verles —son muy rápidos y juguetones y nunca me dejan mirarlos más de un segundo—, noto como si pateara algo blandito. En una memorable ocasión escuché hasta un ¡YIP! in-

dignado. Los duendes, como los niños, no deberían rondar por las cocinas, en mi opinión. Luego están esos otros, los del sótano. Un bullir incierto que no se oye y que se siente cuando bajas los escalones a oscuras. Siempre me tomo mi tiempo para encender la luz porque me gusta ver sus ojos observándome desde los rincones. Pero estos duendes son mucho menos sociables que los otros y prefieren que se les deje a oscuras y en paz. Muy pocas veces salen del sótano y, cuando lo hacen, una cierta malignidad se extiende por la casa haciendo que los otros, bulliciosos y amistosos, se replieguen temblando debajo de mi cama entre los almohadones de pelusa que guardan celosamente y que ninguna escoba es capaz de eliminar del todo. Un duende está sentado en mi hombro mientras escribo esto y patalea de gusto al ver que lo estoy haciendo sobre ellos. Son muy vanidosos y quisieran que hablara de ellos todo el día. Pero no lo hago, no se toman bien las críticas, y un duende paseando con aire inocente cerca del ordenador es un presagio de faltas de ortografía, finales que se pierden, y textos que desaparecen en la nada… Por cierto, siempre me preguntan en general sobre ellos, pero fue Alfredo el que volvió a hacerlo hace poco. Aunque lo niegue sé que él es el que más se interesa. —¿Cómo es posible que creas en duendes? —Parecía otra vez ese niño curioso e inocente de antaño, que corría hasta mi cuarto para que le leyera un cuento antes de dormir. Sonreí de lado, mirando por la ventana mientras sostenía una taza de porcelana que humeaba té con limón, y contesté: —No importa si yo creo en ellos o no, son ellos los que creen en mí.


Reflexión Segundas Oportunidades Vanesa Domínguez Acercó un taburete de madera a la barandilla del balcón y se encaramó a él para poder ver la calle. A su madre no le gustaba mucho que hiciera aquello porque podía caerse, pensó, pero le encantaba pasar allí el tiempo observando a la gente que iba y venía un poco más abajo. Se entretenía imaginando dónde irían o de dónde regresaban, o qué pasaba en esos instantes por su mente. Había quienes paseaban tranquilamente; otros que siempre tenían prisa; algunos cargados de bolsas, maletines, maletas o bolsos; o quienes sin embargo iban libres y movían los brazos para hacer algo con ellos. Desde su posición veía a ancianos, niños y niñas como ella de la mano de algún mayor, adultos estresados por tareas que ellos se habían buscado, jóvenes con la ilusión pintada en su rostro... Todo tipo de personas pasaban por allí, y daba gracias porque su calle fuera tan transitada. Si no, su juego sería muy aburrido. Sí, le gustaba observar el mundo.

Lo que más le agradaba de aquel pasatiempo era intentar descifrar lo que cada viandante llevaba en su mirada. A veces era difícil ver los ojos de la gente, pero por fortuna no vivía en un piso alto y era capaz si estaba atenta. Entonces ella se daba cuenta de que muchas veces la ilusión y las ganas de soñar iban desapareciendo a medida que esas personas crecían, como si se cayeran igual que los dientes de leche. Solo que en ese caso no tenían un premio después, o al menos ella no lo veía. No le complacían esos adultos que siempre tenían prisa y que nunca miraban a su alrededor. Parecía que no tuvieran sueños que cumplir, algo que perseguir y alcanzar. Ella tenía muchos sueños, ¿dónde estaban los de esas personas de semblante tan serio? Solo algunos mayores transmitían las ganas y la capacidad de imaginar. Ellos sí le deleitaban. Tenían una mirada alegre, vivaz, con hambre de vida.

Puedes visitar el blog de Vanesa en esta dirección: http://petiteecrivain.blogspot.com.es/

De repente todo eso se esfumó. Se vio de nuevo sentada en el sofá hundido del salón, con la televisión apagada y mirando a los lejos a través del ventana abierto que daba al balcón. Ya había crecido, ya no quedaba esa inocencia con la que de pequeña lo miraba todo. Muy a su pesar, reconoció que tampoco había ya rastro de los sueños, la imaginación y la ilusión que tanto apreciaba cuando las encontraba en los transeúntes que divisaba. Solo entonces comprendió que se había convertido en lo que antes detestaba. Ahora era ella la que recorría la ciudad sin ver por dónde iba y lo que tenía alrededor, o quizás sin atreverse a hacerlo. Ahora era ella la que tenía la mirada vacía y la agenda apretadísima para llenar el agujero de su interior, el agujero que ya no ocupaban los sueños. Únicamente tenías metas. Una vez más, recorrió su trayectoria desde esos momentos en el balcón observando a la gente y se observó a ella misma. ¿Era eso o que había querido desde niña? Evidentemente, no. Más bien, era todo lo contrario. Pero, ¿cuándo había ocurrido? ¿Cuándo cambió tanto el rumbo de su vida como para que ni ella misma se reconociera ya? Reflexionó largo rato, dándole vueltas y vueltas a los acontecimientos que la habían marcado, a todo lo que le había sucedido. Y tomó la decisión. La decisión de darse una segunda oportunidad. Una segunda oportunidad para ser, simple y “complejamente”, ella.

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Fotografía

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En este número tenemos una página doble de fotografías, ¿qué os parecen? Las envían Tanis Barca (las tres de la izquieda) y Miriam C. C. (las dos de la derecha). Todas las podéis encontrar en mejor calidad en sus respectivos deviantArt: http://artaniscfd.deviantart.com/ http://littlelunaticworld.deviantart.com/

Just a ship Tanis Barca

Water and Gold Tanis Barca Roman Fishes Tanis Barca


FotografĂ­a Laberinto Miriam C. C.

U.S.A. Miriam C. C.

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Soldados de Acero. Capítulo 2 Suzume Mizuno

La cuidad de los soldados Ciudad de Athal, territorio de los Soldados de Acero, Circo central La Soldado Noel trazó un arco con la pierna y hundió el pie en el rostro del raptor. Sintió cómo se quebraban los huesos bajo su tacón de acero reforzado. El ser no reaccionó con dolor, sino que extendió una de sus retorcidas extremidades y la aferró por el muslo. Pero Noel fue más rápida. Apuntó con su pistola y disparó cuatro veces seguidas, sin miedo a errar el tiro: su puntería era impecable. Los proyectiles, con un pequeño sistema explosivo en su interior, penetraron en la gruesa piel del raptor y reventaron. El brazo salió volando entre regueros de sangre negra y Noel saltó hacia atrás una, dos, tres veces. Apuntó con una nueva pistola a los ojos de su objetivo, oscurecidos por la membrana nictitante, y los hizo desaparecer bajo una ráfaga de balas. Pero ni siquiera cegado dejaba de ser peligroso. Por ello Noel mantuvo una cautelosa distancia. Esta vez no malgastó munición; ya había perdido demasiadas para arrebatarle un brazo. Se consoló pensando que al menos había acabado con sus ojos. Otros puntos débiles eran la boca o el cuello retráctil, pero la criatura estaba a la defensiva y no era tan estúpida para mostrar su garganta a un enemigo que no podía ver. Mientras giraba alrededor del monstruo esquivando sus violentas acometidas y los golpes de su miembro restante, terminado en afiladas garras, a la espera de que mostrara algún hueco en su defensa, Noel observó al raptor.

Era repugnante. Tenía una forma humanoide y podía caminar de pie si así lo deseaba; tanto las articulaciones de los brazos como las de las piernas podían doblarse en un círculo de ciento ochenta grados. Y eran potentes, le permitían dar inmensos saltos. Si no estuviera atado a un poste central en la arena, a esas alturas Noel habría sufrido algo más que un par de contusiones y un zarpazo en el costado que derramaba hilillos de sangre. Cuando un raptor moría, su piel adoptaba un color marrón oscuro, casi negro. Pero por lo normal era imposible distinguirlo porque su piel había sido fabricada para mimetizarse con el ambiente como si fuera un camaleón. Una habilidad irritante. Sin embargo, con gafas apropiadas o la vista de un soldado se podía discernir tanto su espectro de calor como los contornos de su figura. El raptor era musculoso y estaba recubierto de piel dura y áspera, casi coriácea. Tenía una cabeza pequeña y una boca que, al abrirse, le dividía la cabeza, decorada con cuatro hileras de afilados dientes. Sus garras eran tan resistentes y afiladas que podían hundirse en cualquier roca y partir en dos a una persona. Habían sido, después de todo, creados específicamente para cazar humanos. Para entrar en las fortalezas y, silenciosamente, como fantasmas, acabar con todo lo que encontraran a su paso. Para colmo, se reproducían a velocidades estremecedoras. Por suerte, no eran demasiado listos. Fue la única concesión que le hicieron los científicos a las futuras

generaciones. Noel suponía que se dieron cuenta de que si unas criaturas así superaban el ingenio humano, la raza sería barrida por completo. Irónicamente, aun así, el futuro había acabado por ser el mismo. O estaba a punto de serlo. Todos los Soldados de Acero sabían que a los homo sapiens no les quedaba demasiado tiempo. El público rugió una advertencia y Noel se fijó en que las extremidades del raptor se habían flexionado. Maldijo para sus adentros: se había detenido, le había dado tiempo a localizarla mediante el olor. No tuvo más que una fracción de segundo para arrojarse a un lado, agradeciendo internamente la potencia de sus músculos artificiales. La zarpa de la criatura emitió un silbido al cortar el aire, pero no la alcanzó. Si hubiera reaccionado un poco más tarde, Noel habría perdido el cuello. Entonces la cadena que sostenía al raptor se tensó por completo y el monstruo dio un brusco frenazo. ¡Ahora! Noel se arrojó sobre él e introdujo la pistola láser en miniatura que siempre llevaba atada a la muñeca en la boca del raptor. Disparó. La cabeza de la criatura explotó. La ovación del público arrancó una sonrisa a Noel, que por si acaso, y sólo por si acaso, cercenó la cabeza del raptor con una cuchilla de knix negro. A veces los raptores eran capaces de dar zarpazos por acto reflejo si no se interrumpía su sistema nervioso, y no quería perder una pierna por un despiste.


Ciencia Ficción Miró entonces los relojes que marcaban en lo alto de las gradas el tiempo: 14:53. Eso la hacía quedar tercera. ¡Nada mal, teniendo en cuenta que era su segunda vez en los campeonatos! Aunque, claro, quedaban todavía bastantes rivales. Y muchas otras rondas. Al menos no había sido como el año pasado, que perdió a los diez minutos de haber puesto un pie en la arena. Parecía como si hubieran transcurrido siglos desde entonces. Mientras dos soldados se llevaban el cuerpo mutilado del raptor, Noel agradeció los aplausos con una reverencia. Luego se dirigió con buen paso hacia la salida, donde los otros participantes le palmearon la espalda y los hombros, felicitándola. Se pasó una mano por la frente, apenas sudada a pesar del intenso ejercicio, y se dijo que se merecía ir a comprar una bebida mientras veía el resto de enfrentamientos. **** —Así que cuarta. ¡Eso no está nada mal! —comentó su compañera de cuarto, Ruth, mientras bajaban junto a un grupo de integrantes de la Unidad 34 y atravesaban la vía principal, camino de la puerta del Este. —Podría haber sido mejor. Pero me deja en buen lugar para la ronda de mañana —confirmó Noel, disimulando a duras penas su satisfacción. Los siete llevaban una ropa similar, de corte militar, oscura y sencilla que les permitía desplazarse y pelear sin problemas y que, a la vez, estilizaba sus figuras y se adecuaba a la estricta moda de los Soldados. En los cinturones llevaban pistolas cargadas y sobre sus pecheras se resaltaba con letras negras el número de su Unidad, así como su generación. Todos habían sido concebidos en el mismo mes y habían nacido en la misma sala del hospital central. Les criaron los mismos tutores y crecieron, junto con otros treinta niños soldado, en la misma escuela.

No empleaban esa palabra ya que el concepto no terminaba de cuajar en una sociedad como la suya, pero, en cierta manera, se consideraban hermanos entre sí. Algunos incluso sospechaban por sus rasgos que compartían algún progenitor. Pero se trataba de temas vedados y sobre los que no se habían molestado en indagar. Noel en concreto guardaba cierto parecido con Ruth; ambas tenían el pelo negro, con peinado corto casi idéntico. De piernas largas, espalda ancha y rasgos rectos y secos, aunque elegantes; las dos tenían la tez pálida, las cejas finas y los ojos castaños rodeados por pestañas oscuras. Pero Noel era más alta, más estilizada, con la nariz algo más grande y con menos tendencia a vestirse bien que Ruth. Por ejemplo, ella jamás se recogía el pelo con horquillas metálicas por coquetería, ni tampoco llevaba cinturones de más para que quedaran estéticamente agradables. Le parecían detalles superfluos y que podían causar mala impresión en otros soldados de mayor rango. Se detuvieron para dejar pasar un par de jeeps cargados de provisiones para el almacén central y luego cruzaron la acera a un paso casi sincronizado. Podrían haber cogido uno de los tantos aero-raíles que cruzaban el cielo de la ciudad como si fueran telas de araña, pero después del subidón de adrenalina de haber asistido a los torneos querían caminar, moverse…

Y, para qué negarlo, jugar fuera de la ciudad. Un juego en el que sus vidas no estuvieran en peligro. Comentando las mejores actuaciones que habían visto en el campeonato, llegaron a las puertas de Athal, donde mostraron sus pases. Los Soldados que custodiaban la entrada reconocieron a Noel y le desearon suerte: —Mañana no será tan fácil como hoy. ¡Dos raptores! Te deseo suerte, joven. —¡Gracias, señor! —respondió Noel, realizando un saludo militar. Cuando pudieron continuar con su camino, su estómago era un nudo de nervios. Intentaba no pensar en ello y se repetía a sí misma que el orgullo no era más que un estorbo para un soldado, ya que desataba unas emociones completamente innecesarias. Pero no le gustaba la idea de perder mientras la animaban sus amigos y rivales. Ni tampoco sus superiores durante el examen. No si quería ser reclutada, cuando cumpliera la edad necesaria, para un traslado al centro del imperio. Así que no era cuestión de un sentimiento egoísta, sino que, si quería hacer algo con su vida, con lo que sus genes le pedían… Debía ganar. Sus tutores siempre les habían dicho que habían nacido para ser grandes, pero que nada se conseguía sin su propio esfuerzo. Por eso, Noel estaba determinada a viajar a las ciudades centrales, a prestar su apoyo al Gobierno. A ser un mecanismo clave para la raza. —¡Eh, Noel! —Ruth le dio un puñetazo en el hombro. A una persona normal le habría dejado un moratón. A alguien como Noel, con fibras de acero entremezcladas en los músculos, le provocó un

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cosquilleo—. ¡Baja de las nubes! —Del bolsillo de la chaqueta había sacado unas pequeñas esferas de metal que relucían bajo la suave luz que se colaba a través del velo de cirros—. ¿Empezamos? Noel comprobó que sus compañeros se estaban poniendo en posición, formando un heptágono separado por más de quince metros de cada esquina. Sonrió. Aquello era un juego de niños en comparación con luchar contra un raptor. Pero no dejaba de ser entretenido. Fue al trote para ponerse en posición y dobló las rodillas, con los puños preparados. Eva, quien había mostrado siempre una gran capacidad de liderazgo y siempre era la jefa de grupo en las misiones, sacó sus propias esferas. —¡Preparados! —Todos apretaron en una mano sus bolitas, que desprendían un agradable frescor. Cuatro por persona—. ¡Ya! Noel lanzó una al aire, cogió impulso, y la golpeó con sus nudillos, lanzándola en una dirección aleatoria. Hizo lo mismo con las demás, una tras otra, siempre intentando calcular la distancia para que no salieran del perímetro que habían trazado. El aire se llenó de inmediato de agudos silbidos. Hubo un resplandor. Noel rechazó con la palma de la mano una esfera que volaba a toda velocidad hacia ella y la lanzó contra Ruth. Antes de poder ver si su lanzamiento hacía impacto, recibió un golpe en la sien. Contuvo su frustración, recogió la bola antes de que cayera y la volvió a lanzar contra Ren. El juego se basaba en reflejos y suerte. Nadie sabía si sería un objetivo o no. Podían transcurrir varios segundos sin que ningún disparo te acertara. O también, como le sucedió a Ren, que te lloviera encima una avalancha de esferas. La regla era no mover los pies más allá de unos centímetros. Por tanto,

cuando Ren tuvo que arrojarse a un lado, quedó inmediatamente descalificado, junto con todas las bolas que le habían acertado. Riendo, los jóvenes soldados se apresuraron a cerrar filas. Ahora que la distancia era menor, resultaba mucho más probable caer. Pero también era más excitante. A lo largo de diez minutos aguantaron sin bajas, hasta que Ruth fue derribada. Tengo que deshacerme de Ivan, pensó Noel, clavando los ojos en el robusto soldado que estaba en uno de los extremos. Era el más fuerte de todos, con diferencia, y también el que menos controlaba sus instintos. Una vez, Noel acabó con un brazo partido porque a Ivan le sacó de quicio que fuera más rápida que él abatiendo blancos móviles. También ella tuvo parte de culpa por haberse burlado. Pero, aunque luego hicieron las paces, Noel no se había permitido olvidar que ese chico era competitivo a muerte. Sus ojos se encontraron con los de Eva. La líder sonrió. No hizo falta más. Giró el cuerpo para poder dirigir con el golpe dos esferas seguidas contra Ivan. Por el rabillo del ojo, vio cómo las detenía. Pero, para eso, tuvo que virar hacia ella y darle ligeramente la espalda a Eva. Recibió las de esta en plena nuca, con tanta fuerza que se tambaleó al frente y cayó sobre una rodilla. —¡Mierda! Noel reprimió una sonrisa y, al igual que Eva, evitó encontrarse con la mirada de su temporal aliada. Pero, desde luego, se sintió mucho mejor cuando Ivan comenzó a despotricar y a recoger sus esferas. Quedaban cuatro. Fue entonces cuando Ren exclamó: —¡Mirad! ¿Eso no es un barco homo sapiens?

—¿Qué? —Noel levantó una mano para detener el juego y se giró. Los alrededores de Athal eran rocosos, ya que la ciudad estaba situada en un gran terraplén, y la vegetación escaseaba en la zona este, menos en los márgenes del río, donde se elevaban grandes molinos. Exceptuando unas líneas de vigilancia, nada interrumpía la vista kilómetros a la redonda. Por eso pudieron distinguir en seguida el barco que traqueteaba por el río. Acostumbrados como estaban a los elegantes veleros de acero que surcaban las aguas como si las cortaran en dos, reconocieron el navío como uno de manufactura humana. —¿Vamos a seguir jugando o no? —Se quejó Eva. —¡Espera! —exclamó Ren—. ¡Quiero ver cómo son! Noel no demostró ningún interés, pero en el fondo compartía la misma curiosidad que Ren. Los homo sapiens no solían ir a Athal; eran los Soldados quienes les enviaban periódicamente alimentos y tecnología. Las dos razas preferían evitarse y convivir a mucha, mucha distancia. Así que, ¿por qué vendrían a Athal? Ruth se plantó al lado de Noel y le dirigió una mirada de interés, con los grandes ojos avellana oscurecidos por las nubes que surcaban el cielo. —Tú habías estudiado sobre el tema, ¿no? —Por encima. Y no a los humanos como tal, sino a la Frontera


Ciencia Ficción —respondió Noel haciendo un gesto con la mano para restarle importancia—. Lo que me quedó claro después de la tesis es que nos odian mucho más que nosotros a ellos. Ruth no comentó nada y se quedó mirando con una mezcla de indolencia y atracción el triste barco, que atracó en uno de los puestos de control. Dos figuras, una enorme y la otra diminuta, salieron y hablaron con los guardias. Como todos sus compañeros, Noel se inclinó inconscientemente hacia delante para ver a los humanos. Su vista perfeccionada le permitió distinguir los rasgos básicos de las máscaras de gas. Siniestros. Les siguieron con la mirada mientras los llevaban rumbo a la ciudad. Entonces Eva gritó: —¡Si no continuamos, me proclamaré vencedora! Noel rió por lo bajo e hizo crujir los puños. —¡Si tanto quieres que acabemos contigo, no tienes más que decirlo! —¡Esa es la actitud que a mí me gusta! ¿Preparados…? **** Inhumanos, pensó Río con una mueca de asco. No puedo creer que tengamos que recurrir a ellos. Los pasos de los dos soldados que los escoltaban hacia las inmensas puertas de la ciudad, situada sobre un alto cerro, repiqueteaban en el suelo y marcaban un ritmo tan perfecto que la estaba poniendo nerviosa. Aferraba su fusil para intentar infundirse seguridad, aunque cada vez era más consciente de que Petros había tenido razón al decirle que, llevando un arma sólo demostraba tener miedo. El corpulento hombre le puso una mano en el hombro y apretó con suavidad para tranquilizarla.

Río gruñó para sus adentros y se dijo que si era capaz de enfrentarse a los raptores, también lo sería de moverse entre esos monstruos de acero. Intentó sujetar el fusil con desenvoltura y estudiar a los soldados. Eran tremendamente parecidos, con unos rasgos equilibrados, espaldas y pechos anchos, altos… Y, claro, sin máscara. Tampoco parecían necesitarla: Río jamás había visto unos rostros tan impenetrables. Era como si estuviera caminando junto a estatuas animadas. Una inmensa sombra se abatió sobre ellos y la muchacha levantó la cabeza para ver cómo el triple muro que protegía a la ciudad de Athal cortaba la escasa luz que caía del cielo. Y se quedó sin aliento una vez más. A su lado, Ahura parecía una muralla de barro. Esta incluso estaba encalada, seguramente para evitar que los raptores pudieran trepar por ella con facilidad. La amargura que había anidado en su interior contra los soldados despertó de nuevo. Todo su interior se retorció, rebelándose ante la perspectiva de poner un pie más allá de los muros. Sin embargo, si no lo hacía, el sacrificio de su madre habría resultado ser completamente en vano. Y ella sola no llegaría demasiado lejos, por mucho que le doliera reconocerlo. Los soldados, en cambio, poseían una tecnología muy superior y podían sobrevivir en la zona contaminada sin necesidad de máscaras. Pero ellos no sabían dónde estaba el Nido. Sólo los humanos de Ahura. Concretamente yo. Tendrían que colaborar. Aunque la idea disgustara a los dos bandos. Llegaron a un puesto de control que protegía la entrada. Mientras Petros se adelantaba para hablar,

Río se fijó en que había soldados jóvenes entre a los que les había tocado proteger la puerta, que medía más de diez metros y debía ser imposible de abrir sin un complejo sistema de poleas. Uno de los chicos se inclinó hacia otro… ¿O era una chica? Con esos uniformes y los peinados prácticamente iguales, Río no sabía si eran hombres o mujeres. Sin embargo, vio que el primero sonreía. Y captó un susurro en el aire: homo sapiens. La sangre de Río comenzó a hervir y se adelantó, furiosa. Antes de que pudiera dar tres pasos, una manaza inmensa la atrapó por el brazo. —No les hagas caso —le espetó Petros, arrastrándola consigo. —¡Pero han dicho…! —¡Pues llámale perros de metal, monstruos artificiales o lo que te dé la gana! Pero céntrate en tu misión. Río forcejeó para deshacerse de su agarre, si bien tuvo que desistir al ver que no iba a ser posible. Tuvo que conformarse con lanzar una mirada envenenada hacia los soldados. En ese momento, el suelo empezó a temblar. Río pegó un respingo, impresionada, si bien ninguno de los guardias parecía sorprendido. Tardó en comprender que lo que sucedía era que las puertas se estaban abriendo. Sin darse cuenta, contuvo la respiración. En toda su vida jamás había visto edificios tan altos y bonitos —aunque, a medida que avanzaban, se dio cuenta de que había algo que la ponía muy nerviosa: todos eran diseños demasiado sencillos, privados de personalidad. Fríos—. Y en muchas de sus ventanas, a pesar de estar en pleno día, había

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luz. Los Soldados debían obtener más energía por mes que la que ellos acumularían en un año con sus antiguos molinos de viento. Algo normal, estando asentados al lado del gran Río del Este. Y no necesitaban purificar el agua, así que no tenían que gastar recursos en las máquinas depuradoras… Las calles eran lisas, tan suaves que se podría resbalar sobre ellas. No olía a suciedad. Todo estaba limpio. Río y Petros se convirtieron en el blanco de todas las miradas por sus máscaras y su ropa, que apenas sí dejaba a la vista un centímetro de su piel, en claro contraste con la moda de los Soldados: podían ir descubiertos sin ningún problema. Casi todos llevaban trajes que parecían la variación de un mismo modelo: camiseta, chaqueta recta y pantalones con botas. Ningún adorno innecesario, ningún color chillón. Y, aun así, parecían miembros de esa antigua raza humana que tan felizmente posaba en las fotos de los libros que habían conseguido conservarse. Los humanos, a su lado, eran fantasmas salidos de una terrible guerra atómica. Fue entonces cuando los hicieron subir en aero-raíl. Río nunca había visto esos transportes que se levantaban del suelo y sobrevolaban la ciudad por unas enclenques vías que parecían telas de araña. Si no hubieran estado mirándola varios soldados, se habría negado en redondo a montar. No pudo contener un gemido ahogado cuando el aparato, con un suave resoplido, se elevó del suelo. Retuvo a duras penas el impulso de abrazarse a Petros, pero no pudo dejar de temblar y de sentir que su estómago se quedaba en el suelo mientras se alejaban más y más de este. Estaba convencida de que caerían y se estrellarían contra los tejados de los edificios que pasaban

por debajo de ellos. A pesar de ello, aguantó con todo el estoicismo que fue capaz. Siguió fingiendo frialdad y autocontrol cuando llegaron a una gigantesca torre. Río estuvo a punto de besar el suelo del edificio de puro alivio. Desde luego, los humanos estaban hechos para quedarse en la tierra. Los guiaron por unos pasillos bien iluminados con luz clara, desprovistos de todo tipo de decoración insustancial, hasta que los dejaron en una sala de estar. Allí no pudo contenerse más y vomitó en una esquina su magro desayuno. **** La rutina de un Soldado era intensa, pero sencilla. Se despertaban siempre antes de las primeras luces —que sólo atravesaban la barrera de nubes a partir de las diez de la mañana en verano y de las doce en invierno—, es decir, sobre las seis de la madrugada. A los entrenamientos matutinos seguía una comida frugal y, luego, las clases. Todos los jóvenes pasaban por una intensa instrucción militar antes de entrar a la edad adulta y dedicarse a combinar distintos trabajos con un servicio al ejército y vivían reunidos en el Centro de Reclutas de Athal desde tierna edad. Con pruebas periódicas para medir sus avances, eran duramente entrenados en todo tipo de tácticas militares. A partir de los quince años, se los especializaba en distintas ramas. Noel y Ruth ya habían apuntado desde su concepción hacia la política, a pesar de ser buenas Soldado especializadas en la lucha cuerpo a cuerpo y, por tanto, con futuro como espías o guardaespaldas… De modo que, del

grupo, eras las que siempre habían asistido a más clases teóricas para adquirir todo el conocimiento que les podría resultar útil en el futuro. Todas las clases, sin embargo, habían sido suspendidas por el torneo del Circo. Eventos así recompensaban el constante esfuerzo de los reclutas con una buena inyección de diversión… Y la posibilidad de ganar puntos ante sus superiores. Todos los participantes sabían que desde las gradas los estudiaban altos cargos del gobierno de la ciudad. Del torneo allí saldrían muchos secretarios, ayudantes y, quizá… Becas de traslado. Noel se despertó aquella mañana llena de energía. Se había acostado pronto para recargar las pilas y desayunó ligero mientras Ruth, que había decidido no presentarse al torneo, repasaba a su lado las listas. —Parece que vas a formar parte del equipo A-E3. Vaya. —¿Qué? —preguntó Noel, mientras apuraba su zumo de frutas. —¡Tienes de tu lado a Eva! ¡Qué suerte! Noel se permitió una pequeña sonrisa. Sí que era una buena noticia. Se entendía muy bien con su líder de grupo, así que enfrentarse a dos raptores sería pan comido. Habían recogido sus bandejas y se dirigían hacia la salida cuando una soldado de rango superior con el característico pelo rapado casi al cero y engalanada en un uniforme plateado, la detuvo y dijo: —Soldado Noel, se requiere tu presencia en el despacho de la Gobernadora. Noel se puso tensa y sintió que la respiración se aceleraba. ¿La Gobernadora? Pero, ¿qué había hecho ella? Si sólo era un soldado de rango inferior, ¿por qué…? Al darse cuenta de que la observaban


Ciencia Ficción con frialdad, se puso firme, dio un taconazo marcial y exclamó: —¡Me presentaré ahora mismo! —Sígueme, entonces. —La mujer dio media vuelta y se alejó. Noel se apresuró a ir tras ella, haciendo un gesto a Ruth para que se quedara tranquila. Su amiga se mantuvo atrás, mirándola con profunda preocupación—. Por cierto, buen combate el de ayer. Sonrió casi sin darse cuenta. —Gracias, señora. —Después volvió a ponerse la máscara de Soldado—. ¿Puedo preguntar por qué se requiere mi presencia? —Hemos recibido una visita —respondió ella, enigmáticamente. Noel frunció el ceño. —¿Y qué tiene que ver conmigo? —Eso se lo tendrá que preguntar la Gobernadora. La muchacha bajó la cabeza, sumisa, pero frunció el ceño mientras sus tacones repiqueteaban en el largo y estrecho pasillo. No tenía un buen presentimiento sobre esa «visita». **** —Descanse, Soldado Noel. ¿Quiere tomar asiento? Noel tragó saliva y ocupó una de las rígidas sillas que había frente al escritorio de la Gobernadora. El despacho era grande y diáfano, con ventanales de cristal que daban hacia el este y que permitían que el cuarto se iluminara con luz natural durante la mayor parte del día, aparte de ofrecer una hermosa panorámica de la ciudad. En realidad, aquellos aposentos eran los únicos que no necesitaban una luz artificial constante; al estar situado en una de las torres más altas, el efecto de las nubes contaminadas era casi nulo.

Sería bonito poder tener este tipo de luz en mi habitación. Noel pensó en su pequeño cubículo, compuesto por una litera, un escritorio y un diminuto cuarto de baño que compartía con su compañera. No poseía nada más que lo imprescindible. Y una ventana no formaba parte de esas necesidades. Giró la cabeza. Colgadas en las paredes habían fotos de los distintos gobernadores que habían precedido a Amira; todos posando con severos gestos que casi se convertían en rictus en los labios. Una gran estantería llena de libros ocupaba toda una pared e incluso había un ordenador, vieja reliquia de los tiempos imperiales y que apenas se encontraba en las fronteras; un producto de lujo de esa categoría que sólo abundaba en las ciudades centrales. La Gobernadora Amira la observaba desde su escritorio con las manos entrelazadas. Noel tuvo la impresión de que estaba siendo sometida a un examen, por lo que se irguió y trató de mostrarse profundamente respetuosa. El pulso amenazaba con disparársele, pero activó sus endorfinas para mantenerlo y evitar que la respiración se le saliera de control. No te dejes llevar, relájate. Sea lo que sea, no has hecho nada malo. Tiene que haber algo lógico detrás de todo esto… Repasaba a toda velocidad sus acciones de las últimas semanas, pero no encontraba ninguna infracción grave de las normas. En todo caso, hacía cuatro días llegó tarde a una de las lecciones, pero… —¿No va a preguntar por qué ha sido convocada, Soldado? —inquirió la Gobernadora con voz suave.

Los músculos del cuello de Noel se tensaron como cuerdas. —No, señora. —Esperando a que hable yo, ¿no? Asintió rígidamente con la cabeza. Amira sonrió. Lucía un aspecto bastante joven, que apenas superaba los treinta años, pero llevaba gobernando Athal más de setenta. Pertenecía a otro orden dentro de la raza de los Soldado, mucho más longeva, preparada específicamente para dirigir al pueblo. Era un honor que hubiera solicitado su presencia, incluso si era para recibir un castigo. ¡Y qué gran castigo si se lo iba a imponer la misma Gobernadora! ¿Qué demonios estaba pasando? —Perteneces a la Unidad 34, ¿verdad? —inquirió la Gobernadora Amira, hojeando unos papeles que había frente a ella—. Siempre has tenido buenas notas, sin altibajos, aunque tampoco con unos progresos descarados. Apenas has sufrido castigos y estos siempre han sido mínimos. Además, presentaste un buen trabajo sobre la historia de la Frontera… ¿Conoces mucho sobre esta? Noel se contuvo para no removerse en su asiento y dijo: —No, señora. Mi trabajo constaba sobre la información de los Bastiones que han sido tragados por la Zona Negra durante estos últimos doscientos años y de las vías y caminos que había en la misma. Sé sobre esa época, no sobre la actual, que está muy desactualizada ya que es «territorio “homo sapiens”», señora. —Pero para realizar el trabajo estudiaste muchos mapas.

25


Ciencia Ficción —Sí, señora. Frunció el entrecejo, sorprendida por el interés de la Gobernadora en su tesis. Amira sonrió maliciosamente, como si supiera lo que se le estaba pasando por la cabeza. Llevaba el pelo negro recogido en una tensa coleta y sus rasgos eran muy similares a los del resto de la Unidad de Gobernantes a la que pertenecía; ojos azules, nariz recta, rasgos suaves, piel pálida. Prácticamente igual a todos los hombres y mujeres que miraban con severidad a Noel desde sus fotografías. —¿Alguna pregunta, soldado? Tienes permiso. —Sí, señora. Me estaba preguntando… Por qué tanto interés en mi trabajo. —¿Por qué lo escogiste? Noel se mordió el labio inferior. Decir que me interesaba el avance de la Frontera y los esfuerzos de los soldados por detenerla quedaría mucho mejor pero… Miró de reojo a la Gobernadora. No, casi parece como si pudiera leerme el pensamiento. Mejor ser sincera. —Por pragmatismo, señora. La mayoría de mi Unidad había optado por temas relacionados con la guerra contra otros imperios de soldados; las tácticas militares; la tecnología perdida del Imperio o la actual. Pensé que tratar un tema menos habitual daría un aire más fresco a mi trabajo y además me permitiría más libertad y no concentrarme en un tema muy concreto como debieron hacer mis compañeros. Señora. La Gobernadora amplió su sonrisa. —Pragmática, ¿eh? —Eso… Eso pienso, señora.

No me gusta nada ese tono. Amira se incorporó echando la silla atrás y se dirigió hacia una de las ventanas. —Soldado, permíteme que te recuerde qué es lo que juraste cuando te graduaste junto a todos tus compañeros. Pero nada de nada. —Servir por siempre a la causa de los Soldados, señora. Con mi vida, si es necesario. —Pues ha llegado el momento. Los ojos de Noel se abrieron de par en par y creyó que el corazón se le detenía. Amira se volvió hacia ella y la sucia luz del cielo iluminó los contornos de su figura. —No me gusta la idea de enviar a una niña, pero he valorado nuestras posibilidades y creo que tienes el suficiente talento y habilidad para cumplir esta misión. Sin olvidar que eres la única que se ha interesado por la Frontera en décadas. Noel tuvo que hacer un inmenso esfuerzo de voluntad por evitar que le temblara la voz al preguntar: —¿Es que… quiere que vaya a la Frontera, señora? La Gobernadora se acercó y se inclinó hacia ella, poniéndole una mano en el hombro. —Quiero que destruyas el Nido de los raptores de las Montañas Gemelas, Soldado Noel. Es la hora de que los soldados empecemos a recuperar terreno de una vez por todas. **** Río cambió de postura, inquieta, en su duro asiento. Quería quitarse

la máscara y respirar hondo, rascarse y dejar de sentir la dolorosa presión de las correas. Pero incluso si en la habitación había ventilación —una mucho más silenciosa y eficaz que las de Ahura—, el aire estaba contaminado. Sólo hacía falta echar un vistazo a las plantas que había en la esquina: el tono verdoso oscuro tan peculiar de la vegetación que se había adaptado a las toxinas del aire. Se dio la vuelta y se puso de rodillas sobre su silla para mirar por la ventana. La altura a la que se encontraban le mareó, pero, aun así, era preferible ver lo que había fuera a soportar la mirada angustiada que le dirigía Petros. Nunca había visto un cielo tan despejado, acostumbrada a las nubes negras desde que era pequeña. Desde allí había claros que dejaban entrever un cielo plomizo, pero cercano al rojizo atardecer que describían los libros. —¿Por qué? —susurró. Petros, que se había sentado en uno de los sillones negros —la verdad era que todo estaba mucho más limpio de lo que había visto en su vida. Pero el gusto de los soldados era muy severo y poco hogareño— y examinaba el frutero que adornaba la mesa central, suspiró y hundió los cuadrados hombros. —Porque perdimos. Río se cruzó de brazos. Perdieron. Y gracias a ello estaban condenados a morir por la contaminación o por los raptores. Sus antepasados lo habían hecho todo mal.


Ciencia Ficción Gracias a ellos, aunque en Ahura no se solía reconocer, eran subordinados de Athal. De los Soldados, que les enviaban alimentos purificados y les cedían sus tecnologías más anticuadas a cambio de que les mantuvieran informados de los avances de los raptores en la Frontera Negra. Río rechinó los dientes. Les hacían pudrirse con los efluvios mientras ellos vivían tierra adentro. Ellos, que no sufrían por la contaminación. ¿Y tengo que pedirles ayuda? ¿A estos monstruos? Llamaron a la puerta y entró una mujer alta, con el pelo negro recogido en una alta coleta. Jamás había visto una piel tan perfecta, ni siquiera en los bebés. No tenía ni una mancha, ni una imperfección. Antinatural. Era fácil, ¿no? Después de todo, estaban mejorados genéticamente. Y, si lo que le había contado su madre era verdad, tenían implantes de acero. Así cualquiera podía ser tan… sobrehumano. —Soy la Gobernadora Amira. —Se presentó la mujer, escoltada por dos hombres y dos mujeres con un mismo uniforme. Aparte había chica bastante más joven, quizás uno o dos años mayor que Río—. Bienvenidos a nuestra ciudad. He leído la petición de vuestras Ancianas y me gustaría tratarla cara a cara con vosotros. —Para eso hemos venido —declaró Petros, resuelto. Amira asintió y clavó los ojos en Río, que se irguió y echó los

hombros atrás en un arrebato de desafío. —¿Es ella vuestro soldado? —Lo soy. —¿No es un poco joven? —Y miró a Petros como exigiendo una respuesta. —Es buena exploradora. —Creía que los humanos no podíais permitiros perder mujeres en edad fértil —replicó Amira con una ceja arqueada. Río se removió en su sitio y clavó la vista en los pies. —No habrá problema —respondió Petros, evadiendo el tema—. Es joven, rápida y fuerte. Su vista no falla y, lo más importante, se ha presentado voluntaria. Hubo un corto silencio y todas las miradas se clavaron en ella. Río las soportó respirando lentamente, imaginando que cogía su pistola y disparaba al centro de la frente de esos asquerosos cyborgs. Pero el

silencio se extendió hasta que se percató de que estaban esperando a que ella confirmara las palabras de Petros. Respiró hondo para deshacer el nudo que se le había formado en la garganta y dijo con voz ronca: —Sé que es un suicidio. No me importa. Siempre que podamos destruir el Nido. Amira sonrió. —Entonces creo que sólo nos queda negociar.


Sin Rostro Adrián Moreno Castro

El texto va acompañado del sonido de ambiente “Ambiente oscuro” del juego Slender. Recomiendo el uso de cascos para un mayor efecto. Enlace: https://www.youtube.com/watch?v=X5QM7NcRLHw&feature=youtu.be El centro comercial Washington Street Center estaba en problemas. Hacía ya más de un año que sufría unas pérdidas económicas bastante acusadas, pero lo de aquel último mes iba a suponerle el cierre definitivo. Muchas tiendas abrían y cerraban a las pocas semanas, y, día tras día, eran menos los clientes habituales. Los restaurantes recibían menos visitas, y muchos de ellos habían decidido desplazar su negocio a otra parte. La cada vez menor capacidad adquisitiva de los dueños impedía que las cosas funcionaran como debieran, de tal manera que había bombillas fundidas, lavabos atascados y suciedad en todas partes. La decadencia era cada vez más evidente y el guardia de seguridad James Miller sabía, desde hace tiempo, que aquel trabajo terminaría pronto. Podía ser que en un mes, dos a lo sumo, le llegara la carta que pondría fin a su vida como vigilante nocturno del centro. Eso a él le suponía un problema, ya que ¿quién iba a contratarle a su edad? Cincuenta y nueve años, pelo más blanco que negro, pequeños ojos apagados tras unas gruesas lentes, delgado… Había conseguido aquel trabajo más por su amistad con los dueños que porque estuviera realmente cualificado para ello. Sin embargo, era un lugar bastante tranquilo y apartado y, salvo algunos gamberros de vez en cuando, nunca había tenido un problema. Como otras tantas noches, James paseaba por el enorme pasillo principal del Washington Street Center. Las luces estaban apagadas y la escasa iluminación de la que disponía se componía de una pequeña linterna de mano

y por la luz blanca de la luna que entraba por los ventanales del techo. Su trabajo, aunque aburrido, no era muy difícil. Simplemente debía pasearse por las zonas centrales, vigilando la mayor parte del centro comercial que le fuera posible, planta por planta. Cuando había dinero compartía aquella tarea con otros cuatro hombres, pero de eso ya hacía tiempo. Ahora todo ese trabajo lo desempeñaba él solo. Mientras caminaba, procuraba estar atento a todo su entorno. La escasa luz de la linterna podía resultar engañosa y muchas veces lo que él confundía con un extraño se trataba de una papelera caída. Con el tiempo, se había acostumbrado a toda clase de sombras y formas preocupantes. James, cigarrillo en mano, observaba buena parte del centro comercial a sus pies. Se encontraba apoyado en la barandilla del balcón de la tercera planta, la más alta, desde donde podía ver toda la zona central del complejo. Aquella era una noche como otra cualquiera, sin ningún problema. “Todo tranquilo”, pondría cuando acabara su turno en el informe de las siete de la mañana. Lo mismo de siempre. Sin embargo, aquella noche no era una como otras tantas. Mientras exhalaba el humo de su cigarrillo y observaba el pasillo de moda de la planta dos, se dio cuenta de que allí, frente a una de las tiendas, se encontraba una persona. No estaba seguro de si se trataba de un hombre o una mujer, pero estaba allí, mirando el escaparate. ¿Un ladrón? No estaba seguro, pero aquello era del todo inusual. ¿Cómo

demonios había entrado allí? Había tenido un par de encontronazos con algunos chavales, pero siempre los había pillado intentando entrar, nunca se le había escapado alguno. Además, aquel sujeto no era ningún niño. Parecía un hombre adulto. No lo dudó, se dirigió hacia allí a la mayor velocidad que le permitían sus viejas piernas. Ya no estaba para peleas, pero la 9 mm. en su cintura le daba cierta seguridad. Además, tenía un dispositivo de llamada automática a la policía. Podía detener a aquel tipo y esperar a que las fuerzas del orden hicieran su trabajo. No estaba dispuesto a permitir que se saliera con la suya. Después de todo, los dueños eran sus amigos, y bastantes motivos tenían sus socios para llevarse sus tiendas de allí como para añadir otra razón a la pila. No iba a ser por una negligencia suya, no señor. Pero cuando llegó allí lo que se encontró fue muy diferente a lo que esperaba. Y se echó a reír, de puro nerviosismo, al darse cuenta de su error. Había un maniquí, de pie, frente a aquella tienda de moda. Una figura de hombre, hecha con alguna especie de plástico barato de color blanco, que observaba fijamente el cristal con su rostro vacío. Llevaba puesta una horrenda chaqueta marrón muy gastada. James se acercó a él y observó el interior de la tienda. Tras el vidrio había otros muñecos, todos desnudos y con la misma postura recta. El guardia de seguridad le pasó el brazo por el hombro al maniquí del exterior.

—¿Qué pasa, socio? ¿Te has quedado fuera y echas de menos a tus compañeros? El maniquí no respondió. Se limitó a seguir observando el interior de la tienda.


Aún con una sonrisa nerviosa, James sacó la llave maestra y abrió la puerta de la tienda. Después movió al muñeco hasta el interior. No quería volver a llevarse un susto por aquella tontería. Una vez lo dejó allí, cerró la puerta con llave. Con la linterna, volvió a observar la tienda. El maniquí estaba con sus amigos.

—Deberías deshacerte de esa chaqueta, amigo. No creo que nadie la compre —dijo a la figura tras el cristal. Que aburrido podía resultar aquel trabajo. Sin darle más vueltas, echó a andar por el pasillo, compuesto por tiendas de ropa. Aquel encuentro le había dejado algo intranquilo. Y resultaba estúpido porque solo era un muñeco, pero le había dado un buen susto. Después de todo, él solo, en medio de aquel enorme centro comercial, en la más completa oscuridad… Le estaba dando vueltas a aquello cuando, al torcer la esquina, se topó de frente con el maniquí blanco. Se chocó contra él con tanta fuerza que cayó de espaldas, mientras que el muñeco ni se había tambaleado. Parecía clavado al suelo. Llevaba la misma chaqueta marrón. La mente de James necesitó unos segundos para comprender lo que estaba sucediendo mientras observaba la figura. ¿Qué hacía aquello allí? Él mismo acababa de guardarla, era imposible que estuviera ahí en medio. Se levantó rápidamente mientras notaba su propio pulso como un tambor. No tenía ningún sentido. Al dar unos pasos atrás, retrocediendo y mirando fijamente la figura, se chocó contra algo. Otro muñeco, esta vez sin prenda alguna. La cabeza sin expresión apuntaba hacia él, como si le mirara.

Aquello era demasiado. No entendía que estaba pasando y dejó que el miedo se apoderara de él. Echó a correr, volviendo sobre sus pasos por aquel pasillo hasta llegar a la tienda donde había guardado al maniquí de la chaqueta. Apuntó con la linterna hacia donde había dejado la figura hacía escasos minutos. No solo no estaba allí, sino que no había ningún maniquí dentro de la tienda. “Esto tiene que ser una broma”, intentó razonar James. Si, una broma pesada. Unos críos se habían colado y, de alguna forma, le estaban tomando el pelo. Sólo podía ser eso. Se dio la vuelta hacia el pasillo por el que acababa de correr. No había nada.

—¡Vale, muy bien! ¡Ya nos hemos reído suficiente! —gritó hacia la oscuridad— ¡Podéis salir! ¡Ya veréis cuando vengan vuestros padres! La única respuesta que recibió fue el sonido de un trozo de plástico avanzando por el suelo. Una cabeza de plástico blanco se detuvo a sus pies. James no sabía que estaba pasando, pero no se iba a quedar allí a averiguarlo. En la planta tres estaba la sala de guardia, allí podría refugiarse de quien estuviera acechándole fuera. Llevado por el pánico, pulsó la alarma policial mientras subía las escaleras con rapidez. Al mirar tras de sí, observó una hilera de muñecos, todos en fila, bloqueando el camino que acababa de recorrer. No había vuelta atrás. Estaba tan ocupado mirando detrás de sí que no se dio cuenta de lo que tenía enfrente. Apenas llegó al final de las escaleras, tropezó con la pierna extendida de uno de los maniquíes. Estaba recto, con los brazos paralelos al torso, y la pierna derecha colocada para hacerle caer. Había avanzado tan deprisa, movido por la adrenalina, que, al caer, sus gafas salieron disparadas. Su vista se nubló. Sin embargo, su mente no le daba tregua. Estaba aterrorizado, no com-

prendía nada de lo que estaba pasando. Sólo sabía que aquellos estúpidos muñecos, unos muñecos supuestamente inanimados y aterradores, iban a por él. Lo único que podía hacer era intentar salir de ahí. Se arrastró por el suelo, tanteando en busca de las gafas, cuando notó que un peso enorme le caía sobre la pierna derecha. El crac resonó en el completo silencio del Washington Street Center, así como el alarido de James. Otro muñeco había caído sobre él y pesaba mucho, demasiado para un muñeco de plástico. Sobreponiéndose al dolor, logró liberar la pierna y ponerse de pie. Allí estaba la entrada a la sala de guardia, bloqueada por dos de aquellas estúpidas figuras. Sin sus gafas resultaban más aterradores, como fantasmas humanizados sin rostro. Miró a su alrededor y avanzó por el único camino libre, arrastrando la pierna rota. Se dio cuenta demasiado tarde de que se trataba de un callejón sin salida, el balcón en la que había estado fumando hace unos minutos, antes de que toda aquella locura comenzara. Agarró la barandilla con ambas manos. Su vista borrosa y la oscuridad hacían aquella caída mucho más larga, como si no hubiera un suelo sobre el que aterrizar. Iba a retroceder cuando, a su espalda, notó claramente el empujón de dos manos rígidas y frías. La fuerza con la que salió disparado era imposible. Sin embargo, cayó hacia aquel vacío insondable. La linterna voló de entre sus dedos. Percibió su brillo borroso como un brillo alejándose Seguía con la vista aquella luz cuando impactó contra el suelo de la planta baja del centro comercial. El dolor fue indescriptible. Sentía pinchazos por todo el cuerpo, y notaba en el interior de su cabeza algo parecido a un blub blub. Su mente se apagaba a toda velocidad, se sentía morir. Y lo último que pudo ver antes de que la oscuridad lo tragara fue una figura blanca ante él, vestida únicamente con una chaqueta marrón, inmóvil y recta, con los brazos en paralelo.


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