La lluvia

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LA LLUVIA Jesus David Ortiz Querubin


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La lluvia Jesús David Ortiz Querubín. Quedaba suspendido en el aíre el eco de los gritos en que se habían manifestado las últimas palabras; se miraron como sorprendidos de verse agitados, respirando aceleradamente y con un rostro congestionado. Se miraron como intentando recobrar la calma mientras el fantasma de las ofensas dichas seguía enrareciendo el ambiente. Carmen lo sintió, el deseo de salir corriendo; de perderse en las calles, de difuminarse con el paisaje, de volver cuando todo lo dicho hubiese sido devorado por el olvido voluntario. Nunca desaparecían esas discusiones últimamente tan continuas, sólo se transformaban en el sacrificio de la cotidianidad. Ella llegaba, a veces oliendo a tabaco, a alcohol, a Andrés; ocupaba su espacio en la cama intentando sentir aquel lugar como suyo, rememorando los días en que no deseaba salir de allí. Diego volteaba y la contemplaba con los ojos húmedos, esperando tal vez unas palabras, una sensibilidad inexistente que dilatara un poco ese vacío que iba dejando la acumulación de decepciones; al verse vencido por ese silencio culposo empezaba, casi que a escupir, relatos de su día, de su niñez, de sus sentimientos. Intentaba olvidar a la fuerza y con lágrimas en los ojos se hacía a la idea de otra realidad atrapada en sus recuerdos.

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Esta vez era diferente, la lluvia caía copiosamente en la calle y ella no intentó correr, ansiando tal vez, cambiar el rumbo de ese ciclo y usando el fenómeno natural como excusa para su propia y mortificada consciencia. Él esperaba su reacción determinada, aguardaría a que cerrara la puerta de un golpe y se sentaría a mirar el álbum de fotos; intentaría enamorarse de ella nuevamente, con su sonrisa, con sus deseos de vivir, con su ansia loca por amarlo, por pertenecerle; se consumiría en el ritual de su ausencia porque eso era el amor, o al menos la idea que de ese sentimiento le iba quedando. Era diferente, ella lo miró desafiándolo y él se sintió vencido, no tanto por el odio de esa visión como por el azul enternecedor que sentía ya tan lejano. Más que sentarse se derrumbó en el mueble y con los ojos llenos de lágrimas contenidas miró la ventana; observaba las gotas intentando unirse al cristal y éste haciendo todo lo posible por retenerlas; se maravilló con lo inútil de la labor, ellas caerían del cielo una infinidad de veces y él vidrio se quedaría acá, esperando, sabiendo en el fondo que las gotas no le pertenecían, que solo las podría amar mientras caían una tarde negra y que luego ellas buscarían el suelo para enterrarse y seguir su ruta al cielo, si, al cielo, allá iban a parar siempre aquellos espíritus volátiles; esos amores líquidos.


No podía evitar esos pensamientos, más que profundos nostálgicos, que venían a su mente en tiempo de crisis. Carmen lo vio dirigirse al mueble y ya no sentía culpa por su derrota, ya no había ganadores, ambos estaban a dos líneas de perderlo todo; ella lo sabía con la misma convicción en que años atrás profesaba su amor. Observó a través de la ventana la entrometida lluvia deseando que el día estuviese soleado, deseando salir corriendo para evitar este golpe de realidad. Recordó cómo muchos años atrás, en un día de sus vacaciones, su padre las llevó a ella y a su prima Laura a la finca heredada por la familia; era un día tan oscuro como este, era un día inundado por el llanto del cielo. Se vio sentada, sin nada que hacer, pensando en que la lluvia transformaba en adultos los sentimientos más infantiles; que convertía en sala de espera el mundo entero y que en ese momento los pensamientos más profundos y a la vez más desgarradores salían a flote como impulsados por la fuerza del agua. No necesitaba ser adulta ahora, no lo quería; no quería pensar en el odio que le iba creciendo hacía Diego cada día. No quería recordar con culpa a ese cúmulo de idealizaciones que había amado una vez pero que se murió con una fuerza de tempestad una tarde en que le ofreció una taza de café.

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Lo odiaba, sí, odiaba su manera de atenderla, odiaba su respiración cada noche, odiaba su amor lento en la cama, odiaba sus incesantes historias por contar; lo odiaba por haber muerto tan rápido, por ser inventado. Pero lo que más odiaba era su amor, su amor inagotable; su manera incondicional de resistir, su masoquismo que la convertía en sádica. Miró el exterior pensando que el cielo estaba llorando por ella, por ellos. Diego la encontró con la mirada pensando que era ese un vestigio de la conexión propia de los enamorados, esa febril actividad de buscar los ojos del otro para decir algo escondido en sus almas; Carmen posó su atención en él por el instinto de sentirse observada de una manera tan lamentable que esforzaba, de manera inconsciente, una mirada de lástima. Él ya tenía un olvido preparado para la situación, ella ya tenía una decisión que cambiaría su vida y afuera, afuera no paraba de llover.

Jesús David Ortiz Querubín Estudiante de Bibliotecología E.I.B. jdmax310@hotmail.com

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