El accidente

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Marzo 2016

Equipo de trabajo: Carolina Ramírez Chica. Estudiante de Archivística Directora encargada Editora Sección académica Programadora y diseñarora

Solangy Carrillo Pineda.

Estudiante de Bibliotecología Directora encargada Editora Sección Cultural Programadora y diseñarora

Colaboradores externos: Mariana Jiménez Álzate Bibliotecóloga

Martín L. Rocha Rincón Bibliotecólogo

Juliana Sepulveda Hurtado Estudiante de Bibliotecología

David Carazo Parra

Estudiante de derecho

Oscar Alberto Rivera

Estudiante de bibliotecología

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El Accidente Anibal Jesús Santillana Santiago tenía cuatro años cuando, luego de celebrar las fiestas navideñas del año 1978, tendría una de las experiencias más fuertes de la vida que conmocionaría a toda la familia. Era un niño tranquilo, el menor de tres hermanos, muy querido por la familiares, amigos y conocidos. Además, amante de la naturaleza, un poco tímido, le gustaba jugar con un barquito de papel en el jardín interior de la casa, el cual hacía navegar por los surcos de tierra que bordeaban el jardín. Sin embargo, no carecía de amigos. Los ojos negros, de mirada melancólica y profunda, así como la contextura corporal, de brazos y piernas delgados, pero de prominente abdomen debido a su buen apetito, mostraban a un niño sano de carácter sensible. La familia de Santiaguito pasaba por dificultades, sus padres no se llevaban bien, las peleas verbales eran continuas y vivía en un ambiente en donde no existían carencias materiales; pero si había inseguridad y falta de equilibrio en las relaciones familiares. La mañana del día lunes, todos se levantaron temprano, el padre de Santiago después de tomar el desayuno se despidió con un gran beso de todos sus hijos. Luego subió al carro, encendió el motor y Benjamín, quien era el encargado de limpiar la casa, abrió el portón de madera del garaje y salió el vehículo. Doña Gracia, madre de Santiago, estaba bañándose, pues, tenía que ir a comprar algunas cosas para la casa y los hermanos mayores que ir al colegio para participar en un campeonato deportivo. Todos los niños estaban de vacaciones. Santiago estaba jugando como de costumbre en el jardín cuando surgió en él el deseo de jugar con Pirula la perrita cocker spaniel, que se encontraba en el segundo piso. Se levantó con entusiasmo dirigiéndose hacia el pasadizo que comunicaba con el jardín interior con el hall del primer piso en donde se encontraba la escalera de tipo caracol con gradas de caoba, estructura de fierro pintada de blanco y una sólida baranda.


Paso a paso subía por los escalones que conducirían hacia el pasadizo del segundo piso en donde se encontraba la puerta de tipo mampara de madera y vidrio que comunicaba con el patio en donde estaba Benjamín alimentando a Pirula y recogiendo las excretas. Benjamín volteó la cabeza en dirección a la puerta al escuchar un pequeño ruido. Solo entonces pudo observar como Santiaguito se esforzaba por abrir la puerta. Después corrió hacia ella, colocando la mano izquierda sobre el marco de madera y con la otra detenía a Pirula que al ver a Santiago: saltaba, movía la colita, se contorneaba, manifestando de esta manera la alegría que experimentaba al verlo – Pirula tenía apenas 1 año y por lo cual era una perrita muy activa, así como traviesa. Además Benjamín no quería que el niño ingresara al patio en ese preciso momento porque no le permitiría continuar con el trabajo con la tranquilidad habitual. Los hermano mayores – diez y nueve años respectivamente- salieron de la casa despidiéndose de la madre, la cual estaba terminando de arreglarse. Luego atravesaron la cocina, el gran patio, abrieron la puerta del portón cerrándola con fuerza, se dirigían rumbo al colegio para volver a la hora del almuerzo –eran las 9:00 am y el campeonato se iniciaría a la 9:30 am, terminando a las 12:00 pm. La madre, como se mencionó anteriormente, tenía que comprar algunas cosas para el uso diario de la familia y para lo cual no demoraría más de diez minutos, no consideró necesario llevar a Santiago, pues podría quedarse con Benjamín como en otras ocasiones –Benjamín y Santiaguito se querían como si fueran hermanos, el joven gozaba de la confianza de la familia. La Señora estaba por salir de la cocina hacia el patio, eran las 10:00 am, cuando se escuchó un sonoro ¡¡¡Crashh!!! ¡¡¡Plump!!! ¡¡¡Guau!!! ¡¡¡Guau!!! Y gritos en el segundo piso. Lo primero que vino a la mente de la madre fue el rostro del pequeño Santiago, el corazón y los ojos se sobresaltaron en gran medida. Se agarraba con las manos la cabeza, las piernas, así como las manos empezaron a temblarle. Doña Gracia era una mujer de mediana estatura, de ojos verdes, finas facciones, contextura gruesa, pero no por ello obesa, de temperamento nervioso e impresionable. Benjamín quedó atónito cuando Santiaguito insistía en golpear la luna de la puerta hasta que la traspasó por la parte inferior de la mampara. Nunca imaginó el terrible desenlace. El niño cayó al piso en medio de una gran cantidad de vidrios de diferente tamaño,


los cuales causaron cortes profundos en el brazo izquierdo y el mentón. La sangre empezó a brotar a borbotones, la perrita que antes estaba alegre empezaba a ponerse muy nerviosas y lamía las heridas como si entendiera que estas eran de suma gravedad al punto de causar la muerte de Santiago. -¡¡Santiago!! ¡¡Santiaguito!! ¡¡Hijito!! ¿Para qué empujaste la luna de la puerta? –dijo Benjamín con llanto incontrolable. Mientras que con la pierna derecha sostenía el lomo de la perra en la herida profunda del brazo, rasgó el polo que llevaba puesto para aplicar un fuerte torniquete en el antebrazo con tal fuerza que Santiago quedó adormecido en aquella parte de su cuerpo; pero la cantidad de sangre no disminuía. -¡Todo va ha salir bien hijito! –dijo Benjamín llorando con una presión en el pecho. -¡¡Buuu!! ¡¡Buuu!! Benjamín me duele mucho –dijo Santiago. Mientras veía como un chorro delgado de sangre en forma de arco salía de la herida más profunda del brazo. El muchacho estaba dirigiéndose con Santiago hacia la escalera de emergencia que comunicaba el segundo piso con la cocina cuando los dos escucharon a Doña Gracia. -¿Qué pasa? ¿Qué sucede? ¿Por qué tantos gritos? ¡¡Santiago!! ¡¡Benjamín!! –dijo Doña Gracia con angustia entre gritos. -¡¡Es Santiaguito señora!! ¡¡Ha roto la luna de la mampara y se ha cortado!! –dijo Benjamín asustado y nervioso. Doña Gracia no había visto todavía a su hijo sino recién cuando Benjamín y el niño bajaban por la escalera hacia la cocina para encontrarse con ella. -¡¡Dios mío!! ¡¡Mi hijo se desangra!! –dijo la madre que al ver al hijo no se percató del chorro delgado de sangre que brotaba de la herida más profunda. El cual se estrelló en su hermosa blusa crema salpicando su rostro. Debido al temperamento nervioso de la madre de Santiaguito se encontraba al borde de un infarto; pero como fiera o leona al cuidado de sus cachorros sacó fuerzas de lo más profundo de las entrañas. Tomó al hijo, lo llevó al caño de la cocina echando un poco de agua en la herida y tratando de taparlas con secadores limpios haciendo pequeños torniquetes para evitar que se desangre aún más. El niño tenía la


ropa totalmente ensangrentada, la cual se coagulaba progresivamente. La madre de Santiago no tenía mucho tiempo. Santiaguito había perdido mucha sangre y ella lo sabía, el niño se sentía mareado, se estaba desangrando rápidamente. Entonces atravesó el patio, abrió la puerta del portón ante la mirada de los transeúntes y conductores quienes contemplaron aquella escena salida de una crónica policial. Anta la indiferencia y el miedo de los espectadores, todos quedaron sorprendidos por la actitud de una madre en la desgracia del hijo. -¡¡Deténganse!! ¡Deténganse!! ¡¡Mi hijo se desangra!! –dijo doña Gracia en medio de la pista deteniendo el tráfico. No era una heroína perteneciente a alguna película de ciencia ficción, era una heroína real, ¡una madre! La madre de Santiaguito se había olvidado de sí misma, no le importaba arriesgar la vida con tal de salvar la vida del hijo amado, no lo iba dejar morir. -¿Señora, está loca? ¿Quiere que la atropellen? –dijeron los conductores que por tal acción frenaron de golpe derrapando. -¡¡Señora Suba!! –gritó entre el bullicio de los claxon uno de los conductores que se ofreció a llevarlos a la clínica más cercana. -¡Mamá! ¡Mamá! –llamó el niño mareado mientras se dirigían a la clínica. -¡Aquí estoy mi amor! ¡No te preocupes, ya llegamos! –contestó doña Gracia con ternura en los ojos y fuerza especial en el alma. Al llegar a la clínica, el niño fue llevado inmediatamente en una silla de ruedas hacia el tópico de emergencias y colocado sobre una camilla. Benjamín se encargó de avisar a la señora Carmen, abuela de Santiaguito, la terrible noticia, y a su vez esta al padre del niño, el cual al enterarse del accidente salió rápidamente de la oficina para dirigirse hacia la clínica. La abuela materna que también se llamaba Carmen, ya se encontraba en la clínica acompañando y asistiendo a su hija. En la camilla y con mucho cuidado el médico comenzó a inyectar anestesia local


para ir extrayendo fragmentos de vidrio que habían cortado varias venas, arterias, así como tendones menores. Santiago veía por primera vez el interior del brazo izquierdo, así como los tendones. -¿Sabes rezar? –preguntó el médico del tópico de emergencias al niño con una sonrisa amable y tranquilizadora. -¡Sí! –dijo Santiago. -¡Eso ayuda mucho! –dijo el médico. El pequeño había contestado que “Sí”; pero por los nervios se había olvidado prácticamente de todas las oraciones y la única parte que se acordaba en aquel instante llegó a la memoria de un niño asustado. -Padre nuestro que estas en el Cielo…Amén. – rezaba el niño una y otra vez. -¿Esto sirve? –preguntó Santiago mirando a los ojos al médico con temor. -¡Claro amiguito! ¡Reza! ¡Reza! –dijo el médico con cariño y seguridad. Santiaguito repitió aquella parte del Padre Nuestro un sinnúmero de veces hasta quedar casi ronco. Era un niño católico, cristiano puro de alma y corazón. Los médicos habían llegado al inevitable diagnóstico: “Tenemos que operar a su hijo, los daños son serios.” En la emergencia el médico de urgencias cerró la herida profunda con una pinza especial y vendó todo el brazo colocando antes con mucho cuidado gasas especiales con cicatrizantes en las heridas menores, la pinza sobresalía de la venda. Luego colocaron al niño en otra camilla para trasladarlo a la sala de operaciones por el ascensor, antes de subir le dieron el encuentro sus queridas abuelas, hermanos y familiares que lo animaban sobando la cabeza entre otras manifestaciones de cariño diciéndole al mismo tiempo: “Todo va a salir bien papito, no tengas miedo todos estamos contigo corazón.” Al llegar a la sala de operaciones, la enfermera cortó la ropa ensangrentada de Santiago quedándose totalmente desnudo con una bata de hospital y observaba a los médicos, enfermeras, así como asistentes desde la camilla cubiertos de la cabeza a los pies con guantes quirúrgicos, mascarillas, cobertores en la cabeza, calzado especial para evitar cualquier riesgo de infección.


-No me gustan las inyecciones –dijo Santiago con temor al médico. -¡No hijito, inyecciones aquí no hay! –contestó el médico principal para tranquilizarlo. -¡Auuu,Auuu! ¡Buuuu! ¡Buuu! –lloraba Santiago mientras miraba al médico. Al mismo tiempo que Santiago conversaba con el médico, el médico anestesista aplicó la anestesia al niño con una inyección intramuscular causando una reacción de molestia en el niño. -¡Usted es malo! Me pinchó –dijo al médico con dolor. -¡Hijito! Si no lo hacemos así te va a doler mucho –dijo el médico anestesista. El pobre niño se sentía engañado y traicionado por aquellos desconocidos; pero realmente era el único camino a seguir y el adolorido Santiaguito no lo comprendía. El niño entre llantos se fue quedando dormido poco a poco hasta quedar inconsciente para ser operado. La operación fue todo un éxito, se cosieron las arterias, las venas y tendones menores. Además se le colocó un dren en el brazo. Luego de unas horas, don Carmelo, el padre de Santiago; lo llevó en brazos totalmente dormido hacia el carro para luego llevarlo a la casa. Los cuidados pos operatorios fueron incontables. Después de dos años Santiaguito se recuperó de las lesiones producidas por el accidente. El proceso de recuperación fue doloroso; pero pudo sobrellevarlo gracias al amor de la familia, la cual había dejado de lado las más profundas diferencias. El accidente fue la puerta que dio paso al amor verdadero, al amor que es entrega desinteresada, olvido de sí mismo y perdón para los demás. No esperes que algo terrible suceda para decidirte a vivir el amor verdadero con los que más amas y con tu prójimo.

Anibal Jesús Santillana Arias. Licenciado en Bibliotecología. Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Lima-Perú.




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