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Druk: Vinterberg y la embriaguez de la existencia

Por: Azucena Mecalco (19-)

Me horrorizan los valores establecidos, que en vez de explicar la realidad, la domestican para uso que se pretende que sea colectivo, pero que finalmente no sirve a nadie» (Fellini, 1998, p. 67) aseguró alguna vez Federico Fellini. Como prueba consistente entre sus palabras y la realidad fílmica que decidió transmitir, creó una serie de universos en los cuales los valores obedecen de manera exclusiva a la particularidad del personaje que dibuja. Sin embargo, no es errónea su percepción, las películas, en su calidad constitutiva de universos fílmicos, siguiendo la línea de pensamiento de Étienne Souriau (1953), se constituyen al interior siguiendo una lógica determinada por las posturas creatoriales, en palabras del propio autor. Algunas de ellas aparecen en el filme de manera involuntaria y otras se encuentran ahí de forma descarada con un fin específico.

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En esta era de lo «políticamente correcto» en la que de acuerdo con Slavoj Žižek (2015) la corrección política hace que «prácticamente todo lo que hagas pueda ser malinterpretado» (p.92), es cada vez más complejo encontrar productos cinematográficos que no busquen la inclusión a costa de la estética o el argumento. Poco a poco nos quedamos con obras que apelan por completo a «lo obvio» y eliminan «lo obtuso» de las producciones; ese grano que Barthes encontraba en el cuerpo del artista al interpretar una canción y no en su técnica.

Sin embargo, aún existen obras que desafían la corrección política para construir historias, universos en los cuales se entabla una conversación con el espectador a través de los bienes simbólicos que crea para su diégesis por medio del sonido y la imagen; y que, como tal, al ser interpretadas hablan más de nosotros en la película que de ella en sí misma.

Una obra con estas características sólo podía ser llevada al cine por un artista de amplio espectro, quien a lo largo de su carrera hubiese combatido contra los cánones en pos de consolidar una propuesta estética y audiovisual. Dicha propuesta además abre un contenido vastísimo, haciéndole posible crear una espiral de significados que sale de la pantalla, cual Tom Baxter (The Purple Rose of Cairo, Woody Allen, 1985), para embeber al espectador en una experiencia fílmica completa, en la cual se le concibe como ente comunicante capaz de completar el sentido de la imagen en su propia experiencia vital. Ese cineasta es sin duda Thomas Vinterberg, quien en su última producción, Druk (2020), reestableció la idea de «libertad» tanto dentro como fuera de la pantalla.

La premisa del filme se centra en la historia de Martin (Mads Mikkelsen), como personaje principal, y su grupo de amigos en un punto secundario para llevarnos a las entrañas de la monotonía: ¿qué pasa cuando la pasión de extingue? ¿somos nosotros quienes la agotamos o ella a nosotros?

Luego de una junta con los padres de familia del grupo de último grado, Martin comienza a preguntarse a dónde fue la euforia de sus años juveniles, cuando era capaz de motivar a la clase entera, satisfacer a su esposa y agradar a sus colegas. Auspiciado por el vino y el vodka, decide compartir la frustración con sus amigos. Al escucharlo, Nikolaj (Magnus Millang) le explica que puede llegar a ser «eficiente» de nueva cuenta:

lo único que necesita es un 0.05% de alcohol en su sangre de manera cotidiana, de acuerdo con un renombrado investigador.

De esta manera, Martin emprende la búsqueda de su vitalidad extraviada. Pronto sus compañeros se suman al experimento y sus vidas comienzan a girar de forma drástica.

Con un argumento que podría considerarse incluso criticable por algunas mentes puritanas o por aquellos que se detengan en la primera capa interpretativa del de la película, Vinterberg logró consolidar una historia en la que las situaciones y personalidades se revelan lentamente a la curiosidad del espectador en tanto más se sumerge él en la complejidad que entraña «lo cotidiano».

En Espejo de fantasmas: de John Travolta a Indiana Jones (1993), Román Gubern explicaba de forma clara cómo los melodra-

mas, las películas de aventura o aquellas pertenecientes al cine de terror «interpelan muy directamente a las regiones más oscuras de vuestro psiquismo con el lenguaje de la emocionalidad pura» (p.9-10) y de ello depende tanto la identificación del público como el éxito taquillero del filme. Pero no sólo son estos géneros los que intentan incitar en el público la aceptación e identificación con el universo construido para generar ganancias; sino también todos aquellos que intentan sumergir al espectador en su propio mundo, hacerlo resonar con las imágenes y provocar en él una reacción que vaya más allá de comprar un boleto en taquilla, para transformarse en la apertura a un nuevo punto de vista, pues como explica Christian Metz (2001):

No nos vinculamos a los personajes como si fuesen seres de carne y hueso, pero tampoco vemos en ellos únicamente a seres de película. Son más bien siluetas del recuerdo, de la ensoñación, los refugiados de una infancia esencial. De nuevo, lo irreal (p.17).

Así nos acercamos al tedio de Martin con el close up que nos lleva, por medio del coro interpretado por los músicos del restaurante, a «lo no dicho». La cámara, transformada en la visión del protagonista nos muestra cómo el fondo se transforma en un ambiente lejano del cual no puede participar. La disociación entre su presencia física y sus marañas mentales se visualiza en 10 segundos de paneo a la mesa donde Martin se siente ajeno. Pero es parte de un grupo, de un conjunto de cuatro hombres que se encuentran en las mismas condiciones que él aunque en distintas etapas de la vida. Los encuadres grupales, con la cámara como testigo aburrido o participe de los actos, nos arrastra a esas interacciones dadas por la costumbre en el ámbito de lo cotidiano:

En suma, el espectador se identifica a sí mismo, a sí mismo como puro acto de percepción (como despertar, como alerta): como condición de posibilidad de lo percibido y por consiguiente como una especie de sujeto trascendental, anterior a todo hay (Metz, 2001, p. 63).

Vinterberg no se molesta en crear escenas rápidas, tampoco recurre con frecuencia al cliché de lo contemplativo como vía de acercamiento: maniobra con el tiempo de lo vivido. Mikelsen, pero no en sí mismo; sino en Martin, mueve la trama a su paso, lento o agitado

de acuerdo con su estado de ánimo. Nos posiciona en medio de una paleta de colores vívidos en contraste con la gris personalidad que comienza a fundirse con la paleta conforme avanza la trama, hasta encontrar un color propio y definido.

Y justo en el centro de la fábula, como detonante visual, artístico y estético, se encuentra el alcohol, un leitmotiv recurrente que nos habla de todo menos de un estado etílico, porque no es su función moralizar, tampoco juzgar; sino ser parte de un rango de interioridad superior en donde las construcciones sociales se miden con la balanza del éxito y como tal existe su opuesto: «El fracaso produce un sentimiento de soledad, y esto no es divertido» (Fellini, 1998, p. 67) aseguró Fellini al hablar del choque entre la realidad y lo que uno espera de ella, y es precisamente en ese contexto en el que se inserta esta película, en la cual la música de John Mogensen, Maurice Brown, Franz Schubert, Pyotr Ilyich Tchaikovsky o Scarlet Pleasure ilustra la fusión insidiosa de emociones que se pueden aglomerar en un solo individuo y cómo éste logra compartirlas de una manera u otra con su grupo social:

La ficción puede conducirnos a una verdad más aguda que la realidad cotidiana y aparente. No es necesario que las cosas que se muestren sean auténticas. Generalmente es mejor que no lo sean. Lo que tiene que ser auténtico es la emoción que se experimenta viéndolas y expresándolas. (Fellini, 1998, p. 117)

Y gracias a esta asombrosa conjunción de elementos audiovisuales Druk se transforma en una experiencia audiovisual única, mostrando que tal como aseguraba Óscar Wilde: «Vivir es lo más asombroso de este mundo, la mayor parte de la gente existe y nada más». Y con ello Thomas Vinterberg no sólo muestra una nueva faceta de su genio creativo, le permite a Mikelsen y compañía presumir su talento histriónico y al espectador reflexionar; sino también reitera que Wilde tenía razón: no hay cabida para la moral en el arte.

Fuentes de consulta:

Barthes, R. (1986) Lo obvio y lo obtuso. Imágenes, gestos, voces. Barcelona, España: Paidós

Fellini, F. (1998). Fellini por Fellini. Madrid, España, Editorial

Fundamentos.

Gubern, R. (1993). Espejo de fantasmas: de John Travolta a Indiana Jones. Madrid, España:

Espasa Hoy, 1993.

Metz, C. (2001). El significante imaginario. Barcelona, España: Paidós Comunicación

Souriau, É. (1953). L´univers filmique. París, Francia:

Flammarion

Vinterberg, T. (director). Sabine Hviid (productor). Druk [cinta cinematográfica]. Dinamarca: Zentropa Entertainments, Film i Väst y otras.

Žižek, S. (2015). Pedir lo imposible. Madrid, España: Akal