Transformar la universidad para transformar la sociedad

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Ana l í a Mi nte g u i ag a

por qué en esas instancias no puede tener voz también el Estado como partícipe de ese interés común –por ejemplo, en las agencias gubernamentales específicamente dedicadas al tema de la educación superior–. Pareciera que la única relación de «resguardo y protección» que debe tener la universidad es frente al Estado, casi bajo una visión satanizadora. Pero, ¿no ha habido de hecho diversidad de actores con capacidad de limitar la libertad esencial de las universidades? Esto nos debería hacer reflexionar sobre lo que sucede en otros países en donde el Estado logró establecer relaciones virtuosas con las casas de estudio, sin comprometer su autonomía y asegurando mejores regulaciones y niveles de excelencia. Relaciones que se tradujeron en participaciones activas en los organismos de regulación y evaluación. También deberíamos preguntarnos cómo llegar a organismos en donde su misión sea más el mejoramiento permanente de las regulaciones y la misma calidad, que su simple control y vigilancia. Esto implica entre otras cuestiones que las acciones se extiendan a futuro, mediante ayudas genuinas a quienes fueron observados por incumplimiento o mal evaluados a través de mejoramientos recomendados. Por otra parte, se requiere actuar articuladamente con unas universidades que reconozcan la regulación y la evaluación como una función más de las actividades académicas e investigativas que realizan y como un mecanismo de reflexión constante sobre su accionar y su capacidad de autocrítica. Es decir, se necesitan instituciones universitarias con mayor autonomía y autorresponsabilidad con su tarea y su impacto social. Y esto solo podrá lograrse en la medida en que estas tareas sean vistas como una tarea permanente, íntimamente ligada con la acción y con la reflexión sobre el sentido de los propósitos de la universidad y las estrategias que utiliza para alcanzarlos y no como labores esporádicas planteadas por alguna gestión, como reacción a problemas puntuales ni como mecanismo para la obtención de recursos. En el caso específico de la evaluación de calidad, de lo expuesto se evidencia la importancia de que los criterios de evaluación dependan de los fines que se propone la educación superior y, específicamente, de la particular definición que de esta se tenga. Por ejemplo, partir de la idea de la educación superior como derecho ciudadano y bien público no mercantil, cuyos fines debieran estar ligados a la generación de capacidad creadora, espíritu crítico, concepciones y prácticas democráticas, sensibilidad social y comprensión filosófica e histórica, además de la formación científica y profesional, hará diferente y al mismo tiempo más compleja cualquier evaluación que se emprenda (Giustiniani y Carbajal, 2008: 113). Pensar los ejercicios evaluativos desde la idea de la neutralidad valorativa resulta ingenuo, por decir lo menos. La evaluación es también, además de técnica, una práctica social que supone definiciones sobre los problemas «sociales» que subyacen a los procesos educativos, por ejemplo la democratización del conocimiento o su contribución al desarrollo nacional. No solo se trata de las problemáticas de la universidad sino de aquellas que acompañan su trabajo. Por ejemplo no es lo mismo generar conocimiento para el patentamiento que para satisfacer las

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