REVISTA EL COMEJEN 02 AFRODESCENDENCIA Y ESCLAVITUD

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1 Número Especial CASA /2011 2011 Segunda número 1,| PREMIOS julio- agosto dede Segunda época,Época, número 2, septiembreoctubre 2011


Índice

El Comején Boletín de las Bibliotecas del estado de Oaxaca Segunda época, número 2,

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Presentación

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Color y olor de los dioses negros. Del Quinto Sol a la Conquista. Elodie Dupey García

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Asiento de Madrid. Penélope Orozco

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Origen de la diáspora negra en México. Xicohténcatl Gerardo Luna Ruiz

septiembre - octubre de 2011 Instituto de Artes Gráficas de Oaxaca, Secretaría de las Culturas y Artes de Oaxaca, Sociedad de Amigos del IAGO y del CFMAB. Consejo Editorial: Alonso Aguilar Orihuela, Luis Manuel Amador, Alejandro de Ávila, Adriana Castillo

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Tierra adentro, mar en fuera, de Antonio García de León. Elisa Ramírez Castañeda Lo que se quedó. Santiago Olguín

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Breves notas sobre el aporte africano a los repertorios musicales novohispanos. Daniel Ernesto Gutiérrez Rojas

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Amapa: : un asentamiento cimarrón, rebelde y negociador a fines de la Colonia. Luis Alberto Arrioja Díaz Viruell Poesía de los negros oaxaqueños. Ramón Pardo

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Una parte de la historia de la tercera raíz en la Nueva España, escrita en los documentos del Archivo Histórico de Notarías de Oaxaca. Lérida Moya Marcos

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Independencia y esclavitud. Proceso de liberación de los esclavos del Ingenio de Ayotla. Maira Cristina Córdova Aguilar

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La Escuela Rural Federal en Collantes, un pueblo afrodescendiente de la Costa Chica de Oaxaca. Erick Fuentes Horta Origen. Fernando Guadarrama

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El padre Florencio Castillo y la defensa de la ciudadanía de los negros. P. Manuel Benavides Barquero Refranes de Belice

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El reino de este mundo, de Alejo Carpentier. Elisa Ramírez Castañeda Curros y curras. Elisa Ramírez Castañeda

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Bob Marley o la glorificación de la alteridad en la industria cultural. Antonio Emmanuel Berthier

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Carta de Navegación. Alfonso Gazca

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Langston Hughes y el Nuevo Negro de Harlem: una poesía de la identidad. Araceli Mancilla Freedom’s Plow. Langston Hughes El negro habla de ríos. Langston Hughes

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De la ignorancia a la arrogancia y vuelta a empezar. Arte de sombras de Kara Walker. Elisa Ramírez Castañeda El Jazz un sentir razonado. Guillermo Zaragoza El Jazz. Andrés Gaytán

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La identidad novohispana en el arte: los estudios sobre pintura de castas. Juan Manuel Yáñez García

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La sangre histórica de “Los treinta y tres negros”. Hiram Villalobos Audiffred

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El Negrito Poeta, versos iconográficos. Paola Rebeca Ambrosio Lázaro El poeta Dionisio Hernández Ramos. Manuel Matus Manzo

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Viñetas “de color”. Armando Bartra

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Cin/esclavitud. Nelson Medina

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Las mujeres negras y el telar. Alejandro de Ávila Blomberg La novia no sabe jilá. Gutierre Tibón

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Por muchos caminos. Padre Glyn Jemmott

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Nota final. Kamau Brathwaite y sus 21 días. Elisa Ramírez Castañeda

Alonso, Víctor de la Cruz, Guillermo Fricke, Elisa Ramírez Castañeda, Luciano Ríos, Francisco José Ruiz Cervantes, Francisco Toledo Director invitado: Francisco José Ruiz Cervantes, Instituto de investigaciones en Humanidades, UABJO

Jefe de redacción y coordinación: Elisa Ramírez, Alonso Aguilar Orihuela Diseño editorial: Carlos Franco, Yeimi Yuriko Zárate Ilustaciones: © Kara Walker. Cortesía de Sikkema Jenkins & Co., Nueva York Portada: http://www.authentichistory.com /diversity/african Versión digital: http://elcomejenoaxaca.blogspot.com revistaelcomejen.blogspot.com

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Presentación …la fortaleza se iba edificando como comejenera, como casa de termes, con aquellos granos de barro cocido que ascendían hasta ella, sin tregua, de sol a lluvias, de pascuas a pascuas. Alejo Carpentier, El reino de este mundo

El Consejo Editorial decidió dedicar la segunda entrega de la revista El Comején a la población negra en México y otras partes del mundo. El acuerdo fue oportuno, pues 2011 es considerado por la Asamblea General de la Organización de Naciones Unidas (ONU), Año Internacional de los Afrodescendientes. Además, hace poco meses se presentó en uno de los espacios asociados a la revista el libro que vincula al África con América y México. El tema supuso un reto pues además de algunas generalidades, nos dimos cuenta que había que trabajar fuerte para presentar un resultado atractivo para nuestros lectores. Salir al paso del tema en corto tiempo no era sencillo pues parafraseando a alguno de los amigos que inquirió sobre el nivel de nuestros conocimientos sobre la temática, ¿qué sabíamos sobre los negros? Y ahí se reveló una de las virtudes de todo grupo colegiado: la de aportar ideas, recuperar lecturas, proponer invitaciones, revisar libros e iconografía. En fin echar el hombro para la tarea común. Se trataba dijimos, de presentar un acercamiento sobre esta presencia en la población mexicana actual y en particular debíamos particularizar en la región de la Costa Chica oaxaqueña, espacio geográfico donde fueron asentados por decisión de los conquistadores hispanos en los tempranos tiempos coloniales. A partir de ese acuerdo y de la definición del director invitado para este número, nos reunimos varias veces en “el IAGO de arriba” para ver cómo se hacía el acopio de material. Invitaciones personales de viva voz o a través de los correos electrónicos se cruzaron al principio del otoño, la respuesta a esa convocatoria la encontrarán los lectores en las páginas que siguen. El resultado obtenido nos confirma que estamos ante una temática que apenas vamos descubriendo, en particular por lo que hace al ámbito oaxaqueño; además caímos en cuenta que en algunas bibliotecas locales, aún en las supuestamente especializadas en las disciplinas humanas, el material sobre la negritud es exiguo. Pero por otro lado es alentador saber que desde hace tiempo y desde la sociedad civil hay organismos trabajando por hacer visible las especificidades de “la tercera raíz”, particularmente en la Costa Chica oaxaqueña. Una particularidad de este número es la abundancia de textos que tienen una perspectiva histórica, derivada de la activa respuesta de cultivadores de los campos de Clío, lo cual nos habla de un interés creciente y de la fuerza de una presencia que es imposible soslayar; pero este énfasis no excluye otras producciones vinculadas con la música, la antropología, la narrativa y la creación como se darán cuenta al dar la vuelta a las páginas de El Comején. A quienes con sus artículos y sugerencias respondieron a nuestra demandas perentorias les extendemos nuestro reconocimiento puntual. Comentamos también que este número tiene una réplica digital que encontrarán en los sitios electrónicos de las entidades que dan vida a El Comején. Incluso encontrarán material adicional y las ilustraciones específicas de algunos textos, las que por razones de diseño no aparecen en la versión en papel. Por cierto, las imágenes que ilustran este número fueron elaboradas por una artista norteamericana de raíz africana llamada Kara Walker, de polémica producción como lo verán y leerán en el texto introductorio a su trabajo. La portada, en cambio es una de las muchas imágenes racistas que ridiculizan a los negros de Estados Unidos. Una de las formas despectivas de llamarles fue “cebo de cocodrilo”, ésta es una ilustración de dicho nombre. Como se escribió en la presentación del número anterior, refrendamos la invitación a la lectura de esta propuesta, a que se comuniquen con el equipo Comején, sugieran temas, mejoras posibles; textos que den cuenta desde sus ámbitos de semejanzas con los que aquí se narran, etcétera, etcétera. Con sus aportes sin duda crearemos una sección de correspondencia y mejoraremos las entregas “comejenas”. Salud.

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Color y olor de los dioses negros. Del Quinto Sol a la Conquista Elodie Dupey García*

Las obras plásticas y pictóricas que nos heredó el México prehispánico son testigos del aprecio que los mesoamericanos tenían por la policromía. Al acercarnos a ellos, principalmente a los códices elaborados en el centro de México durante la última etapa de la historia precolombina —que los indígenas llamaron Quinto Sol—, constatamos que el color negro fue uno de los más empleados para pintar toda clase de personajes, particularmente a las divinidades. La importancia de este color es corroborada por los textos que, después de la Conquista, redactaron cronistas y religiosos españoles acerca de los usos y costumbres de los indios nahuas que poblaban el Altiplano Central mexicano. Esta literatura nos informa sobre el uso de una serie de sustancias negras para adornar el cuerpo de los hombres, pero también el de los dioses. Tras el desembarco español en la costa oriental de México, estas sociedades fueron las mismas que descubrieron, con asombro, a los hombres de piel negra que acompañaban a los conquistadores. Ahora bien, dado el claro interés que los indígenas manifestaban por el color negro en sus prácticas sociales y rituales surge la pregunta: ¿cómo se percibió la negrura de estos seres, nunca antes vistos? El negro: un color preponderante en la sociedad náhuatl prehispánica

Numerosos son los testimonios coloniales acerca de la costumbre que tenían los antiguos sacerdotes nahuas de cubrirse integramente el cuerpo con materias negras. Este hábito llamó particularmente la atención de los autores españoles pues, al ser en su mayoría miembros de las órdenes religiosas, la interpretaron como una señal inequívoca del carácter diabólico de la religión de los nativos. Lo expresa con claridad fray Toribio Benavente Motolinía, uno de los primeros franciscanos desembarcado en tierra mexicana para participar a la conquista de las almas: Estos ministros o carniceros del demonio, que en su lengua, como está dicho, se llaman tlenamacazque, que eran los mayores sacerdotes de los ídolos, […]

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muchas veces se tiznaban de negro, que no solamente parecían ministros del demonio, más ese mesmo demonio.

El dominico Diego Durán, por su parte, puntualiza que cuando iban a realizar ofrendas en las montañas, los sacerdotes indígenas untaban sus cuerpos con un ungüento negro, que se conocía como “alimento divino”, y que se preparaba triturando hollín, tabaco, cenizas de insectos y reptiles ponzoñosos, así como la planta alucinógena que los nahuas llamaban ololiuhqui. Revestidos de tal mezcla era imposible, según el buen padre, que los oficiantes no se volvieran demonios o pudieran comunicarse con él. Sin despertar tanta curiosidad en los españoles como el ennegrecimiento de los sacerdotes indígenas, el empleo de distintos productos negros en las prácticas rituales, así como cosméticas de los antiguos nahuas se encuentra bien documentado. Así, sabemos que para participar en los bailes religiosos, los guerreros adornaban sus caras con una compleja pintura negra: después de cubrirse el rostro con una tinta elaborada con negro de humo, procedían a salpicárselas con apetztli, una suerte de arena negra y brillante que no ha sido identificada pero que recuerda la pirita o la marcasita.1 Este material también se usó en la pintura facial femenina, pues formaba parte del atavío de las vírgenes consagradas al culto de la diosa del maíz y de las novias, el día de su boda. En el caso de las mujeres, sin embargo, el polvo oscuro y brillante no era sembrado sobre una capa de tinta, sino encima de una sustancia negra y pegajosa: el betún llamado chapopotli en náhuatl y chapopote en español de México. Más allá de esos usos rituales, tal betún era un componente esencial de la paleta de maquillaje de las damas de la clase dominante, las cuales también recurrían a un lodo negro llamado palli para teñirse el cabello.

La marcasita y la pirita son dos minerales a base de sulfuro de hierro que se caracterizan por su brillo. Dada su fuerte semejanza, fueron confundidos y llamados indiferentemente “marcasita” hasta el siglo xix.

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Dime qué negro llevas y te diré quién ereS

En tiempos precolombinos el recurso de utilizar una multitud de productos para colorear los cuerpos de negro no sólo respondía a necesidades técnicas o económicas, también obedecía a fines simbólicos. Esto se debe a que, según la mitología mesoamericana, las materias con virtudes colorantes encerraban una pizca de la divinidad primigenia, la cual fue despedazada y repartida en todos los elementos naturales cuando ocurrió la creación del mundo. A los ojos de los antiguos mexicanos, los colorantes no eran solamente sustancias inertes destinadas a embellecer la vida cotidiana, sino que aparecían como portadoras de una compleja identidad. De ello son claras ilustraciones los ejemplos de ennegrecimiento corporal con el betún chapopotli o con el mineral apetztli anteriormente referidos, pues el uso de estos materiales para confeccionar atavíos negros era determinado por el valor simbólico de cada uno. Así, el chapopote se imponía como el cosmético por excelencia de las mujeres, por cargar con una fuerte connotación femenina. Ésta se manifestaba, por ejemplo, a través del tabú que regía el uso del chicle fabricado con este betún: se reservaba a las mujeres, especialmente a las jóvenes y a las solteras que tenían el privilegio de poder mascarlo en público. En cuanto a los hombres, si llegaban a masticar chapopote para limpiarse la boca no podían hacerlo abiertamente, so pena de adquirir la reputación de homosexuales. Este carácter “femenino” del chapopote resultaba de su origen marítimo —los antiguos lo recogían en las playas— y de la incidencia del ciclo lunar en su emanación, pues los nahuas encasillaban el mar y la luna en la esfera inferior del cosmos, que concebían como un ámbito femenino. El adorno facial con el mineral apetztli, en cambio, no obedecía a criterios de género, sino que era distintivo de los individuos que tenían el estatus de combatientes. Lo lucían los hombres valientes en el curso de los bailes rituales, así como los niños que recibían una educación marcial. Esta arena negra y reluciente era además 5


un atributo de las novias, cuya condición de futuras madres las equiparaba a los guerreros, pues dar a luz era una actividad que, para los nahuas, equivalía a cautivar un prisionero en el campo de batalla. Lo que valía para los hombres, también valía para los dioses. Así, los materiales negros que intervenían en la confección de los atavíos divinos eran seleccionados minuciosamente con el afán de plasmar los rasgos de personalidad y las funciones de cada deidad. A este respecto, el caso de Tlaloc, el dios de la lluvia, resulta interesante porque se creía que su cuerpo estaba recubierto de una capa de hule derretido, cuyo simbolismo reflejaba cabalmente el papel desempeñado por esta entidad en el crecimiento de las plantas. Los nahuas no ignoraban que la goma del árbol de caucho es una de las únicas materias negras de origen vegetal, y la consideraban a la vez próxima a los líquidos nutritivos y fertilizantes como son la sangre,2 el semen y la leche materna. Por sus propiedades físicas y sus funciones, el hule se parece desde luego a la sangre, pues ambos fluidos circulan en el interior de organismos y brotan al ser éstos cortados, para luego coagular formando costras. Por otra parte, si para los antiguos mexicanos el semen y la leche materna eran los alimentos de los niños por nacer y de los niños de pecho,3 la sangre y el hule constituían el sustento de las divinidades, que se deleitaban con los olores desprendidos al ser quemadas estas sustancias. Por pertenecer al grupo de materiales con virtudes fertilizantes y nutritivas, el hule aparece como un revestimiento idóneo para Tlaloc, que era el fecundador de la tierra al ser el repartidor de la lluvia.

diferentes productos que servían para ennegrecer a los hombres y los dioses transmitían connotaciones tan diferentes que seguramente no hubiera tenido sentido para los antiguos mexicanos hablar, sin más, de un cuerpo negro. La singularidad de esta relación precolombina con el color incita a preguntarse ¿cómo percibieron los indígenas la piel negra de los africanos que escoltaban a los españoles en el descubrimiento y conquista de los territorios mexicanos? La pregunta parece justificada si tenemos en cuenta que los nahuas —y especialmente su emperador— reconocieron en estos recién llegados, fueran blancos o negros, a entidades divinas. Así, los informantes del franciscano Bernardino de Sahagún puntualizan que: Motecuzoma […] pensó que [los españoles] eran dioses, los tomó por dioses, los veneró como dioses. Los llamaban, los nombraban “dioses venidos del cielo”. Y de los negros, se decían que eran dioses sucios.

En la versión original de este texto en náhuatl, la palabra utilizada para aludir a los “dioses sucios” es teocacatzactli, en la cual encontramos asociados el nombre teotl, “dios”, y el término cromático catzactli, que solía calificar cosas ennegrecidas por suciedad. Ahora bien, el recurso a esta palabra es significativo porque revela que al hacer su entrada los africanos en el escenario mesoamericano, los nahuas se cuestionaron sobre el origen de la negrura que recubría a estos curiosos y nuevos dioses. Su veredicto fue que tal coloración no procedía de la aplicación de un pigmento, sino del ensuciamiento del cuerpo de estos entes, una señal de su impureza. Otros pasajes de la obra de Sahagún revelan que los nahuas recurrían al campo léxico procedente de catzactli no sólo para nombrar a los africanos, sino también para describir los seres y los materiales negros vinculados con lo putrefacto y lo hediondo. Por ejemplo, el adjetivo catzauac se apli-

caba a los granos de maíz podrido que corrompían la blancura inmaculada de la harina, y al plomo, que se concebía como el excremento de la Luna. Este término cromático calificaba también al zorrillo y al buitre, porque los efluvios nauseabundos del primero lo asociaban a la inmundicia, mientras que el segundo era llamado “devorador de lo apestoso, comedor de basura”, por alimentarse de carroña. Si estos ejemplos comprueban la existencia de un léxico náhuatl para hablar de las cosas negras, sucias y malolientes, desafortunadamente no manifiestan por qué se les asignaron a los africanos los mismos calificativos que a la suciedad y a la peste. Al descubrir tal uso lingüístico, lo primero que viene a la mente es que los indígenas adoptaron la misma visión negativa hacia los negros que traían consigo los invasores españoles: durante la Edad Media, la negrura de la piel era interpretada como una señal de la maldad del alma albergada por los

cuerpos de los africanos. No obstante, el hecho de que algunas deidades prehispánicas fueran untadas de materias negras con virtudes aromáticas como el hule, mientras que los nuevos dioses negros eran tachados de sucios y apestosos, sugiere que la adopción de la perspectiva occidental se debió de realizar porque coincidía con la mirada que los indígenas tuvieron sobre los seres negros recién desembarcados en su territorio. En efecto, no es descabellado pensar que al recurrir a un término peyorativo para calificarlos se buscaba subrayar la diferencia radical que existía entre Tláloc, el dios negro autóctono que despedía un agradable olor a alimento divino por estar untado de hule y que garantizaba la subsistencia humana al distribuir las lluvias y favorecer el crecimiento de la vegetación, y los nuevos dioses, cuya negrura significaba suciedad y hediondez porque, junto con los españoles, sembraban plagas y calamidades.

Fray Diego Durán, Historia de las Indias de Nueva España e Islas de la Tierra Firme. México D. F., CNCA, 1995. Dupey García, E., “Lenguaje y color en la cosmovisión de los antiguos nahuas”, Ciencias, núm. 74, 2004. M. Pastoureau, Negro. Historia de un color. Madrid, 451 Editores, 2009. Bernardino de Sahagún, Historia general de las cosas de Nueva España. México, CNCA, 2000. Este libro y el de Durán se encuentran en las bibliotecas de Oaxaca. * Becaria del Programa de Becas Posdoctorales en la UNAM, Coordinación de Humanidades, Instituto de Investigaciones Históricas.

El color y el olor de los nuevos “dioses negros”

Este recorrido en pos de los seres pintados de negro en la cultura náhuatl muestra que es preciso hablar de materias coloreadas, más que de color, cuando nos acercamos a las creencias religiosas, así como a las prácticas cosméticas y rituales propias de esta sociedad prehispánica. En efecto, los Las culturas mesoamericanas atribuían una virtud fertilizante a la sangre, razón por la cual una parte significante de sus ritos agrícolas consistía en realizar libaciones de sangre sobre la tierra para procurar que rindiera abundantes frutos. 3 Existía en la época precolombina una creencia según la cual el semen del hombre alimentaba y fortificaba al bebé que crecía en el seno de su madre. 2

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Asiento de Madrid Penélope Orozco*

En la Biblioteca Francisco de Burgoa de la Universidad Autónoma Benito Juárez de Oaxaca, se encuentra un asiento emitido en Madrid en julio de 1662.1 En él, Domingo Grillo y Ambrosio Lomelín se comprometen a llevar a las Indias veinticuatro mil quinientos negros en el transcurso de siete años. Empezarían el primero de marzo de 1663 y tendrían que introducir tres mil 500 negros cada año. La corona española a través de la persona designada por el rey, recibiría cien pesos de a ocho reales de plata por cada negro, en el lugar en donde se desembarcara. Una de las condiciones que estipula el documento es que los negros deben ser piezas de Indias, es decir, tienen que medir siete cuartas de alto (aproximadamente 1.46 m) y estar en buena condición física, fuesen hombres o mujeres. Menciona que no son piezas de Indias los ciegos, tuertos o con algún otro defecto que aminorara su valor. Entrarían por los puertos de Cartagena, Portobelo y Veracruz, y en caso de que se abriera comercio en el puerto de Buenos Aires, también se le incluiría. Si en el traslado hubiera pérdidas por asaltos de piratas o combate de enemigos, se descontaría la obligación

Documento mediante el cual se concede el monopolio sobre un ruta de comercio o producto, en este caso la venta de esclavos en las Indias.

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del pago de cien pesos por el concepto de derechos. A partir de este asiento, durante los siete años siguientes no podrían entrar negros por ningún puerto si no era por orden de Domingo Grillo y Ambrosio Lomelín. La introducción de los esclavos se haría en cinco navíos de quinientas toneladas aproximadamente. En el documento se solicita que en cada navío hubiera dos o tres hombres que sirvieran de intérpretes para las transacciones, con previo registro en la Casa de Contratación, para evitar que pudieran quedarse en las Indias. Se pide en el documento que el Rey despache una cédula para que, si en la travesía hubiera necesidad de provisiones o reparaciones, los barcos fueran asistidos como si fueran suyos y de sus Reales Armadas, encargando a los Ministros y Justicias de dichos puertos que no los agravien ni les impidan proseguir el viaje por ninguna razón. De los tres mil quinientos negros que se entregarían, quinientos estarían destinados al servicio de los astilleros y fábrica de navíos. Los tres primeros años se entregarían en La Habana y se indicaría después en qué puerto se entregarían los años restantes. Al final del documento se encuentra la “Transacción ajustada que hubo sobre este assiento y prorogación del”, datado el 5 de septiembre de 1668, en Madrid. Allí se menciona que se otorgará una prórroga para la introducción de esclavos a Domingo Grillo y a los herederos de Lomelín, ya que no pu-

dieron cumplir con la cuota con que se habían comprometido. Yo la reyna. Por mandato de su majestad, Don Juan del Solar. Por las marcas de fuego que observamos en cada uno de los lados del libro podemos deducir que perteneció a la orden dominica; después de la secularización de los bienes eclesiásticos pasó a formar parte de la Biblioteca del Instituto de Ciencias y Artes del Estado, ahora forma parte del acervo antiguo de la Universidad Autónoma “Benito Juárez” de Oaxaca. El documento se encuentra encuadernado con otros documentos legales. *Biblioteca Francisco de Burgoa. UABJO.

Origen de la diáspora negra en México Xicohténcatl Gerardo Luna Ruiz*

Uno de los atractivos que nos trajo el nuevo milenio es la reivindicación cultural de las poblaciones negras en México, que reclaman ser reconocidas como diferentes: desde la Costa Chica de Guerrero y Oaxaca, pasando por algunas comunidades negras en las regiones de la Cañada y el Istmo de Tehuantepec, y hasta la costa veracruzana. Un pilar fundamental para que el conocimiento de la población negra que llegó a México desde la Conquista, y sin el cual ignoraríamos la existencia de este importante segmento de población en México, fue el veracruzano Gonzalo Aguirre Beltrán, primero destacado médico de profesión, y doblemente destacado antropólogo e investigador de la población indígena, negra y muchos temas más. Pero dejemos que hable Aguirre Beltrán sobre el origen de las actuales poblaciones negras que existen en México. El antropólogo reconstruyó las regiones culturales africanas de donde provenían los esclavos mexicanos y dio la pauta para saber cómo se reprodujo la cultura africana en tierras mexicanas. Según Aguirre Beltrán, la población negra de México no llegó de todos los lugares del continente africano. Al iniciar el siglo XVI, los portugueses tomaron el puerto de Zafí o Azafí —situado en el actual Marruecos, inmediatamente al septentrión del Cabo Guer—, estableciendo una factoría de donde flamencos y genoveses mandaban mercancías hacia México, entre ellas esclavos. Los primeros esclavos fueron blancos nativos de Marruecos —bereberes, moros, judíos y loros—, quienes llegaron a las Indias Occidentales con sus amos y conquistadores. Sin embargo, por ser considerados infieles en las nuevas tierras donde pretendía implantarse la Santa Fe Católica, no pasó mucho tiempo antes de que fueran expulsados. Los primeros esclavos negros procedían de extensas sabanas conocidas como Bilad-es-Sudán. Ahí se sucedieron antiguos reinos, conquistados culturalmente por árabes y bereberes, como el de Ghana, Soso, Mandingo,

Zonghoi, Mossi, Bambara, Fulah, Tucolor y Haussa. Individuos de estos reinos fueron conocidos en Arguín, factoría situada en una pequeña isla de la costa berberisca, fundada por los portugueses en 1448. Arguín fue, en los primeros años del siglo XVI, la llave de comercio con las tierras interiores. Poco después la factoría perdió importancia, pero de ahí fueron arrancados los primeros negros conocidos en los mercados de Europa y América. Los que llegaron a México más temprano, durante toda la centuria del siglo XVI, procedían del gran grupo mandé. También eran conocidos como mandingos y dejaron en la Nueva España un conjunto de nombres de accidentes geográficos como recuerdo; el gentilicio, es una forma de referirse al demonio. El segundo grupo, conocido como mandé-fu, estaba formado por las tribus que descendían de los Sosos —conocidos en México como Xoxo— vivían en las tierras altas de la Guinea Francesa, Sierra Leona y Liberia. Los grupos vivían cerca del mar y fueron conocidos por los tratantes que comerciaban en Guinea y Malagueta. El tercer grupo, llamado Mandé-tan de las costas de Sierra Leona y Liberia; las tierras altas de Costa de Marfil, y del territorio del Alto Senegal Niger. Los bambara entraron a lo que ahora es México con el nombre de Bambura. Ubicados en el Alto Senegal Níger se extendieron hacia el Sudán en una gran zona, que incluía a los grupos del círculo Issa–Ber en el extremo este, a los que habitaban Kaarta en el extremo oeste y a los establecidos en el extremo sur, en el círculo de Odiene de la Costa de Marfil. El verdadero nombre de los bambara era bamana, los que ocuparon Kaarta fueron los que seguramente engrosaron el mercado esclavista. El contacto entre personas de diferentes grupos dio origen a nuevas tribus. Quienes llegaron a la Cuenca del Papaloapan procedieron de puntos definidos. Al inicio de la Colonia, muchos esclavos fueron sacados de Cabo Verde, región ubicada en el occidente africano y donde actualmente se encuentra el puerto de Dakar. Durante

1542, el centro comercial y político de la región se encontraba ubicado en la isla de San Iago, ocupada por los portugueses, donde establecieron su más importante y famosa factoría. A San Iago llegaban todas las mercancías —incluidos los esclavos negros— procedentes de las costas y de los ríos. Aguirre Beltrán dice que al ingenio de Tuztla, ubicado en la cuenca del Papaloapan, llegaron negros caboverdianos, quienes eran designados según la tierra o nación de procedencia. De acuerdo a una antigua práctica romana, los españoles solían poner a sus esclavos negros un nombre en cristiano, y como apellido el nombre del origen tribal. Por ejemplo: Rodrigo Biafara; Jorge Bran; Juan Mandinga; Antón Zape, por otro nombre Cazanga; Alonso Zape, por otro nombre Obero, de tierra Zape Zimba; Diego Bran; Manuel Berbesí; Catalina Biafara; Francisco Cengue Cengue, de casta Zape; Antón ‘Ñengue ‘Ñengue, de casta Biafara; Francisco Cazambungue; Juan Congo; Catalina Chongolo; y otros. Algunos individuos fueron sacados de la isla de Gomera, en las Canarias; otros del Congo; sin embargo la inmensa mayoría eran caboverdianos. En el siglo XVI los esclavos africanos procedían de las regiones de Senegal Francés, Gambia Británica y Guinea Portuguesa; eran negros conocidos como “verdaderos negros o negros del Sudán”. Al inicio de la nueva centuria la procedencia de los esclavos varió. La mayoría procedían del Congo y Angola, en África Occidental, conocidos como “negros bantús”, racial y culturalmente diferentes de los negros de Sudán. Algunos más eran de Nigeria. Al entrar en contacto amerindios, africanos y españoles en la Nueva España, como resultado de la convivencia de diferentes tipos de seres humanos en un estrecho territorio, los dominadores españoles se preocuparon por establecer distinciones entre ellos. En primer lugar estaban los conquistadores y pobladores españoles, en segundo sitio aborígenes vencidos y, en un tercer sitio, los negros esclavos importados. Al iniciar el siglo XV, el rey católico 9


Tierra adentro, mar en fuera, de Antonio García de León Fernando de Aragón impuso por condición a todo esclavista que quisiera introducir esclavos de color: que fueran cristianos. Para cumplir lo exigido por el rey era indispensable la permanencia más o menos larga del esclavo en tierras de cristianos, aunada a una educación religiosa que sólo era posible cuando el neófito lograba conocer el idioma castellano. Este conocimiento valió al esclavo de color el calificativo de negro ladino, por extensión de la voz ya aplicada a los moros que amén de su lengua sabían el español y que durante la época de la Reconquista fueron apellidados moros latinados o ladinos. En la convivencia con sus negreros, al aprender su lengua y religión, el negro fortaleció la noción de sus derechos como hombre, haciéndole difícil de manejar por sus amos, que pretendía hallar en él una simple bestia de carga. Los religiosos fueron los primeros que se quejaron por esta condición del rey y pidieron que se abrogara, que se introdujeran negros bozales, porque los otros salían muy bellacos. Lo económico privó por sobre la religión y el emperador olvidó que la esclavitud se había justificado con la conversión de los nativos africanos. Entonces, claudicó al aceptar que entraran a la Nueva España negros bozales —término utilizado para el ganado como sinónimo de bruto, salvaje o cerril— en lugar de negros ladinos. La presencia africana en México ha sido sumamente importante. En el país habitaban aproximadamente 450 mil negros, tan sólo entre 1521 y 1640. Era uno de los dos grandes importadores de esclavos africanos al Nuevo Mundo, ya que transportó más de 110 mil negros desde África Central y Occidental. Probablemente llegaron al país hasta 200 mil esclavos africanos durante esta época; a lo largo del siglo XIX y principios del XX siguieron llegando miles de negros. El flujo más importante de negros se llevó a cabo durante la época colonial. Hoy se sabe que los africanos formaron parte de las fuerzas de exploración y de conquista de la mayoría de las expediciones en el Nuevo Mundo, y que la Nueva España no fue la excepción.

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Posiblemente, Juan Cortés fue el primer esclavo en pisar tierra mexicana. Llegó con Hernán Cortés en 1519, y se dice que los indígenas lo creyeron un dios, debido a que nunca antes habían visto a un negro. Aguirre Beltrán estima que seis negros participaron en la conquista militar de Tenochtitlan, mientras que otros dicen que participaron varios cientos en las conquistas de Yucatán, Michoacán, Zacatula y Baja California. La población negra llegó a México debido a la catástrofe demográfica de la población indígena, pues entre 1519 y 1640 disminuyó 90 por ciento, aproximadamente, a causa de las epidemias traídas por los españoles: viruela, sarampión, tal vez tifo o fiebre hemorrágica. Sin embargo, las enfermedades no fueron causa única, también el desarrollo económico colonial, a través del descubrimiento de yacimientos de plata, principalmente en Zacatecas y Guanajuato, impulsaron la llegada de población africana. En 1570, casi 35 por ciento de los trabajadores de las minas eran esclavos negros y en el siglo XVII aproximadamente la quinta parte de los trabajadores de las minas de Zacatecas eran negros. Los ingenios azucareros establecidos a lo largo de las costas, fueron muy importantes; a mediados del siglo XVII entre ocho mil y diez mil esclavos vivían en las costas del Golfo, desde tierras bajas y hasta las laderas de la Sierra Madre Oriental: más de tres mil esclavos negros trabajaban en los ingenios azucareros. Pero la mayoría de población negra era atraída sobre todo por las zonas urbanas, ya que 55 por ciento de los esclavos negros eran absorbidos como mano de obra doméstica. En 1640 el comercio de esclavos decayó significativamente. Los portugueses se independizaron de España, por lo que se interrumpieron los contratos con los esclavistas. Sin embargo, el comercio de esclavos se mantuvo como institución. La población negra continuó trabajando en los obrajes de paño en las ciudades de México, Valladolid y Querétaro, y continuó haciéndolo en las plantaciones azucareras. Durante el siglo XVII la población negra ya era muy importante en la

mezcla racial de la Nueva España, en parte como resultado de la violencia sexual contra las esclavas, aunque en otros casos la mezcla racial fue voluntaria. La mezcla se dio de diferentes maneras: por un lado, algunos esclavos consiguieron mujeres indígenas, con la idea que sus hijos fueran libres: por otra parte, los negros libres se casaron con mestizas, indígenas y de vez en cuando con blancas, por supuesto pobres. Vinson III y Vaughn, investigadores norteamericanos de la negritud en América Latina, señalan que estos procesos se llevaron a cabo con tanta rapidez gracias a los afromexicanos, que pudieron convencer a las poblaciones blancas e indígenas más reacias a unirse con gente de fuera de su grupo. Sin embargo, Aguirre Beltrán, estuvo más preocupado por el tema del mestizaje que por la negritud, puesto que consideraba al mestizo como la expresión dominante de lo “mexicano”. Fue el primero en clasificar a algunas de las poblaciones coloniales como afromestizas, indomestizas y euromestizas, en La población negra de México; y así las conocemos ahora, sobre todo a los descendientes de la población negra de México. Ven Vinson III dice que México es el único país en América Latina donde algunos investigadores aún se refieren al negro como afromestizo, a pesar que individuos que se definen a sí mismos hoy como negros no presentan más características de lo “mezclado” que el resto de los negros que se encuentran por muchas partes del mundo. Gonzalo Aguirre Beltrán, La población negra de México. Estudio etnohistórico. México D. F., Universidad Veracruzana/ INI/ Gobierno del Estado de Veracruz/ FCE, 1989. ________, Pobladores del Papaloapan: biografía de una hoya. México D. F., Publicaciones de la Casa Chata, 2008. Ben Vinson III y Bobby Vaughn, Afroméxico. Herramientas para la historia, México D.F., CIDE/ FCE, 2004. *Antropólogo social. Jefe del Departamento de Investigación de la Dirección General de Población en Oaxaca.

Elisa Ramírez Castañeda

Mar en fuera

Veracruz fue la llave del reino español a tierra firme y a su más próspera y preciada colonia. Sus playas sirvieron como gozne a los poderes del Altiplano y los españoles, reuniendo lenguas, razas y culturas en mezclas tan variables como las miasmas de sus arenales, separadas del resto del país por intrincadas sierras y cruzadas por ríos navegables. La geografía de la región determinó su economía y su particular cultura; su historia y desarrollo reflejan el complejo rejuego de conflictos en tiempos pasados entre las potencias mundiales: arreglos y desavenencias, guerras y negociaciones, repartos y escisiones. Este territorio fue la única entrada a las flotas ultramarinas a las colonias —todo el comercio del Pacífico debía pasar, a su vez, por la aduana de Veracruz. Fue la segunda ciudad más rica de la Nueva España, y por allí se realizó todo tránsito hacia Europa. Todas las influencias externas se mezlaron y dejaron su huella aquí: desde la expedición de Fernández de Córdova y Grijalba, hasta la salida de los españoles de San Juan de Ulúa, último bastión colonial, en 1825 —periodo que abarca este libro. **** En 1519 desembarcaron en costas mexicanas una decena de naves, 500 españoles, algunos negros ladinos, y unas decenas de caballos. Fue fundada la Villa Rica de la Vera Cruz —la Antigua— donde Bernal Díaz del Castillo aseguraba haber sembrado el primer naranjo de tierra firme. Desde aquí se gestó la inserción de América al capitalismo mundial primitivo, la pésima administración, las redes ineficientes y corruptas de control y distribución, los monopolios y el proteccionismo que aún sufrimos hoy en día. Desde el Puerto se tejieron las vías entre las ciudades españolas y la de México; en las redes fluviales alternas, se asentó el contrabando —ambas acompañadas del permanente bandolerismo en tierra firme y piratería en mar abierto.

Por Veracruz pasaron inmigrantes, mercancías, armas, decretos y noticias, correo y publicaciones, autoridades e indianos, esclavos y productos ultramarinos, azogue para las minas y plata para sostener el esplendor de su Sacra y Real Majestad. En sus mesones descansaban viajeros y comerciantes; en sus bodegas se acumularon productos llegados de toda Nueva España y desde otras colonias para abastecer los navíos. Veracruz, además de su riqueza, siempre tuvo el tinte negro de los estibadores —500 hombres libres a finales del siglo XVI—, el ilegal del contrabando, el lascivo que tienen todos los lugares de paso y con marinos recién desembarcados, el transhumante que le daban diligencias que llevaban a los recién llegados hacia sus destino, guardias, funcionarios, mulas, arrieros y el de muy poco control ante tan bullicioso tránsito. Tras el traslado, en 1597, de la antigua Vera Cruz al lugar donde se encuentran ahora el Puerto de Veracruz y el fuerte de San Juan de Ulúa, se desarrollaron nuevas poblaciones: Alvarado, Tlacotalpan, Acayucan, Coatzacoalcos, Tuztla en Sotavento y Jalapa, Córdoba, Orizaba, Perote hacia la capital del Virreinato. Con el tiempo las rutas tierra adentro se trazaron pasando por Orizaba o por Jalapa, pero la aduana comercial siempre estuvo en el Puerto. La constante histórica de Veracruz fueron el ir y venir de flotas, el acarreo, las epidemias y los huracanes. La riqueza atrajo, desde tiempos tempranos, a los piratas. Los primeros en llegar fueron John Hawkins y Francis Drake, éste tomó San Juan de Ulúa —tan odiosas les eran sus hazañas a los españoles, que Lope de Vega escribió La Dragoneta celebrando su muerte, años más tarde. No bien hubo arrasado Veracruz, El Draco se dirigió, atravesando Centroamérica, hasta Huatulco, que atacó un año después. Ante las constantes amenazas, se organizó la defensa armada de los litorales. La inseguridad de las costas obligó a aumentar las fortificaciones y se creó la Armada de Barlovento, en la cual participó la Santa Hermandad, que incluyó españoles, negros y criollos. Hubo también milicias de negros,

mulatos y pardos libres. A lo largo de los siglos, siguieron custodiando las costas del golfo. Se calcula que el comercio legal era duplicado por el ilegal: entre mitad o las tres cuartas partes de mercancía de la Nueva España era irregular. Los monopolios españoles hacían las transacciones caras, encombrosas e ineficientes; una sexta parte, casi, de todas las mercancías —esclavos incluidos— venía de Tenerife para escapar al control sevillano, de allá proviene también la devoción a La Candelaria. La lentitud, burocracia y onerosos impuestos favorecían la venta ilegal, pero más variada, de productos e importaciones ingleses y holandeses. En 1670 en los países europeos se retiró la patente de corso y en 1697 se dio el último ataque pirata en el Caribe. Con el tiempo, terminó el monopolio comercial de Sevilla y se permitió la participación en las transacciones al puerto de Cádiz. Para entonces la Nueva España tenía ya importantes mercados internos y se inició el intercambio comercial con otras naciones. Durante siglos, Veracruz fue peón de las potencias europeas en pugna. La llegada de los Borbones al trono español, a principios del siglo XVIII, coincide con el auge inglés y la mayor prosperidad de las colonias francesas en el Caribe: se requería un nuevo reparto del mundo. En 1739 españoles, ingleses y franceses competían por el control de privilegios sobre mercados; los ingleses tomaron La Habana, que se intercambió por bastiones en Centroamérica, el Mississippi y Walix (Belice). A partir de entonces, Inglaterra, dominó el comercio en el Atlántico; así como el contrabando en Sotavento y, por vía fluvial, con Villa Alta, donde había un importante mercado de telas, tintes y madera. Los españoles conservaron su potestad sobre el puerto de Veracruz y participaron del auge mundial pero, con el tiempo, tuvieron que compartirlo con los otros países. La feria de Jalapa se creó para permitir que los extranjeros llegaran hasta allá con nuevas mercaderías. Las potencias no luchaban ya — como lo hicieron en el siglo XVI y XVII— por territorios, sino por el control de mercados y de rutas 11


comerciales. El tráfico de esclavos era una de sus más prósperos negocios. Tierra adentro

Sotavento, mucho antes de recibir tal nombre, fue cuna de la cultura olmeca, paso al mundo maya y lugar mítico por excelencia donde se iniciaron patrones y núcleos culturales persistentes y comunes de los pueblos mesoamericanos. Los primeros españoles llegados a las costas veracruzanas, fundaron la Villa Rica de la Vera Cruz. El lugar era insalubre. Desde los primeros tiempos, hubo una lucha enconada por los linderos entre pueblos, encomiendas, mayorazgos donde se fundaron las primeras fincas de ganado y plantaciones de azúcar; se disputaban las rutas comerciales y hubo querellas constantes por el control de la riqueza expoliada. Los pleitos por el poder entre familias y consorcios dieron lugar a complicidades, prebendas y corrupción. La amenaza de los piratas y el combate al contrabando los mantuvieron siempre alertas y en armas. La integración regional se dio lentamente, brindándole a la zona, por sus circunstancias geográficas e históricas, una cultura peculiar. Tras el despojo de las comunidades indígenas, éstas se sometieron como tributarias y languidecieron con el tiempo reunidos en Repúblicas de Indios. En 1575, el noventa por ciento de los indígenas de Veracruz pereció víctima de una terrible epidemia de vómito negro y tifo; de los 150 mil tributarios originales, quedaban apenas seis mil a fines del siglo XVI. La escasez de población en la región fue su mayor problema. No se lograron fundar grandes poblaciones ni la iglesia logró gran penetración. Se promovieron las migraciones y hubo arribados de Puebla, Campeche y Oaxaca. Estos estuvieron asociados al tráfico comercial que movían todas

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las mercancías desde la ciudad de México y Acapulco, a donde llegaban las flotas de Lima, Quito y Manila. En Veracruz se embarcaban azúcar, pieles curtidas o ganado en pie —segunda y tercera exportación después de la plata— víveres, tintes, tabaco, cacao, sal, cera y madera producidas en la región y transportados por vías fluviales — por el río Papaloapan, el Coatzacoalcos, o las lagunas— lo cual favoreció el florecimiento de nuevos poblados y rutas entre Veracruz, Campeche y Oaxaca. Los negros

Todos los esclavos de lo que hoy en día es Estados Unidos y de la Nueva España, en una primera etapa, pasaron por Veracruz. A principios de la Colonia, y hasta 1640, controlaban el tráfico los criptojudíos portugueses. Tras la separación de Portugal y España, el comercio quedó en manos de genoveses. Para el siglo XVIII se había saturado el mercado: los genoveses llevaban negros a España, los ingleses a Jamaica, los holandeses a Curazao. Los límites y cuotas impuestos por las potencias nunca fueron respetados, a mediados del siglo XVII, se exportaron 480 mil esclavos cada año. También entraban negros al país por Acapulco, vía Manila, que se supone debían ser vendidos exclusivamente en México o en Veracruz; aunque existen documentos que muestran que también se vendían en Orizaba, Jalapa, Acatzingo, Puebla y Teposcolula —por lo menos. Los negros importados trabajaban en la minería, ganadería, plantaciones o como domésticos. En Veracruz, la esclavitud fue sui géneris. García de León se aleja de la visión tremendista común y nos muestra que, a pesar de todo, en esta región la esclavitud fue más benévola que en otros lugares. El territorio se dividía en Repúblicas

de Indios y de Españoles y los negros no cabían en ninguna de ambas categorías: su estatus legal siempre fue ambiguo porque en Veracruz siempre hubo más negros libres que esclavos y fueron el segundo grupo de población por su número y, en algunas zonas, los únicos pobladores. En los primeros tiempos, dada la escasez de negras y con el afán de tener hijos libres, los negros dieron en ayuntarse con indias. Las razas mezcladas no sufrían las restricciones impuestas a los indios ni a los esclavos. Como los hijos de negros e indias eran libres y tenían derecho a tierras, los esclavos que permanecieron en Veracruz rara vez tuvieron descendientes esclavos. Su fuerza de trabajo era indispensable, así que se hacía caso omiso de los negros y tributarios indios huidos, del asentamiento ilegal de españoles pobres, del generalizado mestizaje entre indias y negros y de otras irregularidades demográficas y migratorias: la mayoría de los afrodescendientes de Veracruz pertenecían, pues, a castas. El mestizaje temprano fue inducido y solapado, para despojar a los indios de sus tierras. Los negros veracruzanos fueron de muy diversos estratos: urbanos, rurales, esclavos, domésticos, de comunidades mixtas, integrados a Repúblicas o pueblos de indios y a pesquerías solamente de negros. Al normalizarse las plantaciones y estancias ganaderas, la inversión en esclavos resultó poco productiva, el trabajo asalariado era más redituable: los negros eran mejores jornaleros y más baratos siendo libres. Además se prestaban mejor a ciertas actividades que los indios, quienes por ley no podían dedicarse a la cría de ganado, al gran comercio, ni montar, ni portar armas. No así los negros, mulatos y pardos libres, huidos o alquilados que siempre tuvieron más movilidad y en

Veracruz se dedicaron a oficios muy señalados: en el siglo XVII gran parte de ellos practicaba la arriería; eran también vaqueros y, en menor proporción, sirvientes domésticos en las ciudades. Trabajaron en las grandes estancias ganaderas como capataces y vaqueros—en La “Estanzuela”, por ejemplo, había 28 mil animales y doscientos trabajadores de nación mandinga procedentes de Costa de Marfil; sólo veinte de ellos eran esclavos. Todo esto les permitió y exigió transhumancia permanente; su presencia era constante en las ferias ganaderas. Los urbanos formaban parte de la “chusma mixta” de las ciudades, con barrios propios. A pesar de que hay pocos juicios de la Inquisición donde se les acuse de brujos, enveneneadores y heréticos, los negros tuvieron esa fama. García de León dedica un amplio capítulo de su libro —“Los amores del diablo”— a discutir la presencia negra en el imaginario popular: se supone que hacían pactos con el demonio, participaban en la práctica de la magia popular — que lindaba con la brujería y las ciencias ocultas— mezclada con la medicina tradicional nativa y transatlántica. Los diablos y brujas, que se supone encarnaban, responden mucho más a las características que les atribuyen la iglesia y la Inquisición que a las que les asignaban quienes fueron importados desde África —como el vudú o la santería del resto del Caribe. En México, las prácticas y mitos negros y mulatos se aunaron a los indios: duendes y otros seres malignos —tan abundantes en la narrativa veracruzana—, son producto de dicha mezcla. Sin embargo, es casi universal en el campo mexicano, y especialmente en tierras jarochas, la figura negra del diablo, montado a caballo, que trata a las almas como mulas, es traficante, pirata, arriero o ventero. Su atuendo consta de espuelas, sombrero, chaparreras. Posee una gran riqueza —maligna y corruptora. Quien hace pactos con él tiene suerte con mujeres, dinero, barajas. El diablo —no sólo aquí— representa todo lo no propio, lo ajeno, lo deseado, lo prohibido. La población que no era negra, pero se amamantaba con la mala leche de sus nodrizas, heredó toda esta imaginería. Los gritos, modos y vida de los negros vaqueros pasaron a ser del diablo —carnavalesco o mítico—, y como ellos atajaba al ganado con hechizos o versos de El Corán, portaba amuletos, llevaba consigo librillos o nóminas,

yerbas para protegerse, y acudían a lugares mágicos para reforzar sus poderes —La Cueva del Mono Blanco, en Catemaco, reconocido hasta la fecha por sus brujos. Al tratar los “lugares comunes”, Antonio García de León nos cuenta la verdadera historia de La Mulata de Córdoba y de los 33 negros, de manera algo distinta a la versión decimonónica. En Veracruz, la rebeldía de negros o de indios siempre finalizó con la negociación. El levantamiento en 1609 de Ñanga o Yanga y su segundo Francisco de Matosa, insumiso de nación angola, terminó con la fundación del Pueblo de San Lorenzo de los Negros tras complicadas negociaciones; en 1746 contaba con 68 familias, ocho de ellas de indios. Los rebeldes pedían tierra y libertad, servicios religiosos y ser súbditos directos del rey. Juraron fidelidad a Dios y el rey y se les dio un pueblo, a la manera de las Repúblicas de Indios. Se comprometían a no dar asilo a cimarrones y ayudar a recuperarlos. Comenzó así la captura de fugitivos, que las milicias cazadoras revendían. La suya fue la primera rebelión exitosa en treinta años. Tras la fragmentación del movimiento, se acogieron a la clemencia. La cimarronada emigró después hacia el sur de Sotavento. La gran cuenca de Córdoba se pobló de fugitivos y salteadores. Se formaron sociedades paralelas de cimarrones negros en mocambos, palenques o quilongos también en Villa Alta, Oaxaca. Persisten hasta nuestros días las comunidades negras en Guerrero y Oaxaca; en Veracruz los fugitivos se integraron al resto de la población. Para contrarrestar a los cimarrones, se fundó La Cofradía de San Benito de Palermo. En el convento de San Francisco, en Puerto, hubo cofradías de negros criollos, bozales y libres. Los urbanos nunca se sumaron a los rebeldes y sentían gran desprecio por sus hermanos vaqueros, “jarochos” o cimarrones. En 1735 los insistentes rumores de abolición, preparados ante salida de jesuitas, provocaron nuevas rebeliones. En junio, la destrucción de los trapiches, anunció la rebelión de dos bozales y un mulato. Batidos durante cinco meses, fueron aprehendidos y se condenó a la horca a quince rebeldes y dos líderes. Otra vez se levantaron en 1741 mejor organizados. Se les ofreció su libertad si se reducían a pueblos y ayudaban a capturar a los no acogidos a la amnistía. Apareció entonces

otro pueblo, Santa María Guadalupe de los Morenos de Amapa, hoy Tuxtepec, Oaxaca, formado por 52 familias. Este cimarronaje tutelado, aunado al cimarronaje hormiga, pretendía minar el poder de los esclavistas conservadores que fueron grandes hacendados y terratenientes. Una de la últimas rebeliónes negras fue la de Mandinga. La crisis del azúcar promovía las fugas de las plantaciones y las pequeñas granjas donde se cultivó tabaco. En 1805 se formó el pueblo de San Carlos de los Indios de la Florida, hoy Úrsulo Galván, y se decretó que no podían aceptar gente de otra condición: indios, fugitivos o blancos. A cambio, podrían conservar sus propias autoridades. **** Mucho antes de la Independencia la esclavitud en Veracruz era obsoleta e incosteable. A finales de la Colonia, los negros y sus descendientes eran el diez por ciento de los hablantes de “español”; nahuas, mulatos, negros, popolocas, españoles y toda clase de combinaciones poblaron nuevamente el territorio de Sotavento. La recuperación poblacional permitió la movilidad de clases y castas. Desde fines del XVII sólo hubo pequeños enclaves de esclavos negros en las fincas azucareras, la integración en Veracruz fue total. Las barreras naturales y las más diversas influencias formaron lo que hoy conocemos como la cultura jarocha —palabra procedente de joro: puerco o de garrocha— heredada de zambos libres (india y negro); pero que abreva también del folklore y cultura andaluces. La huella negra en la historia del Sotavento, donde casi no hubo presencia de la iglesia, satanizado de su presunta sexualidad, lenguajes y costumbres desenfrenadas, debe mucho también a su actividad ganadera: zona poblada por pequeños agricultores, artesanos, jornaleros, arrieros —en constante transhumancia—, ajena a las Repúblicas, la fe, el rey. Su música, tanto urbana como rural, negra y española, incorporó versos al modo del Siglo de Oro y fiestas, cultura, lenguaje y relajamiento generalizado. Negros, mulatos, zambos, pardos rurales y su contraparte india, participaron en la creación y difusión de sones, congas, décimas, versos, tonadas, fiesta, y fandangos; en procesiones, carnaval, mojigandas, tocotines y saraos participaban todas las razas y castas por igual 13


Lo que se quedó Santiago Olguín* Aunque soy de raza Conga yo no he nacido Africano soy de nación Mexicano y nacido el Almolonga José Vasconcelos, El Negrito Poeta

La historia no nos enseña la forma en que despojaron a los pueblos que arribaron de África a Nueva España: a los obrajes de caña, de algodón y minería, tabaco y ganadería, llegaron encadenados, para ser esclavizados por la vieja monarquía. De la trata clandestina que a muchos embarcaba por Acapulco llegaba: era la Nao de China, que traía la seda fina, malayos y filipinos, polinesios con beduinos, eran todos del destierro para estarse bajo del fierro sin distingo, todos chinos. Ante tanta explotación muchos de ellos escaparon, algunos se organizaron e inició la rebelión, nació el negro cimarrón que se refugió en la Sierra. Yanga encabezó la guerra la libertad dio comienzo, y fundaron San Lorenzo cuando España dio la tierra.

Llegada la Independencia con Morelos y Guerrero, que afrodescendientes fueron, nace una nueva conciencia, termina la indiferencia, proclaman la abolición, surge una nueva nación donde todos son iguales, mas no terminan los males de la discriminación. Se cree que estas culturas congo, mandinga y bantú, yoruba y zacamandú no tuvieron sepulturas, pa’ desgracia de los curas los pueblos tienen memoria, sus ánimas en la gloria bailan y hacen remembranzas con los diablos y sus danzas que nos reviven la historia. Un rasgo donde se ve la misma africana influencia, no sólo el color fue herencia, es el son del chuchumbé. ¿Veracruz o malinqué?, no importa quienes cantaron, los versos improvisaron con marimbol y marimba y arriba de una tarimba muchos sones nos dejaron. *Antropólogo y decimero.

—pidiendo aguinaldos, zapateando al estilo flamenco y con repentistas versificadores de décimas clásicas. Las milicias jarochas lucharon contra los últimos realistas de la Nueva España. Tras el fin de las flotas españolas, el mar quedó realmente en fuera. Los veracruzanos siguieron siendo comerciantes tras la Independencia, pero los ojos del mundo voltearon hacia el Istmo y sus posibilidades de tránsito transoceánico. En 1905, se descubrieron los grandes veneros de petróleo y se comenzó la explotación en Minatitlán y Tampico; en 1907 se inauguró el Ferrocarril de Tehuantepec que comunicaba los puertos de Coatzacoalcos —Puerto México por entonce— y Salina Cruz. En 1906, la rebelión de Acayucan —de liberales y comuneros popolocas de Soteapan— anunciaba la magnitud de los conflictos que se avecinan y, a principios de 1910, el PLM y sus militantes del anterior levantamiento, se aliaron con Santanón: rebelde, alto, audaz, de sangre negra y libertaria murió antes del estallido de la Revolución, en tierra jarocha. **** A pesar de sus casi mil páginas, que podrían intimidar a algunos lectores, este libro es de lectura amenísima y se convertirá en consulta indispensable para los interesados en la historia colonial veracruzana o el tráfico colonial de esclavos; los amantes la cultura jarocha; quienes indagan las intrincadas relaciones entre la Nueva España y Europa, o para quienes buscan los orígenes de los vericuetos de la corrupción política mexicana; también permite confirmar la semejanza entre los países del Caribe —costas del Golfo incluidas— derivada, sobre todo, de su herencia negra. Resulta una lectura de lo más amena; agradecemos al autor su pluma, su ligereza, y el hacernos amable y accesible la minuciosa y extensa investigación documental emprendida durante años en archivos de Puebla, Oaxaca, Veracruz, Madrid, Guatemala, Gran Canaria, Londres, el de Indias y el Colombiano, entre muchos otros más. Antonio García de León, Tierra adentro, mar en fuera. México D. F., FCE/ Gob. Edo. Vercacruz, 2011. Los interesados en música jarocha pueden consultar Fandango. El ritual del mundo jarocho a través de los siglos. México, CNCA/ Programa Cultural del Sotavento, 2005. Disponibles en la biblioteca del IAGO.

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Breves notas sobre el aporte africano a los repertorios musicales novohispanos Daniel Ernesto Gutiérrez Rojas* La polémica en torno a la africanía de la música mexicana

Las pocas pero significativas nueve páginas que dedica Gabriel Saldívar al aporte que tuvo la población africana en los repertorios musicales vernáculos del país en su libro de 1934, Historia de la Música en México, muestran por lo menos tres puntos que me interesan resaltar: los albores de los estudios afromusicales en México; el poco interés que los investigadores de la música habían prestado, hasta ese momento, a la influencia y producción musicales de la población africana durante la Colonia y los primeros años del México independiente, y por supuesto, la latente contribución de los esclavos y su descendencia a la música novohispana1. Para ese entonces, 1934, este historiador de la música no sólo ya intuía el aporte de la población negra a las músicas autóctonas del país, sino que había corroborado en diferentes archivos la participación activa de la población negra en una buena cantidad de situaciones donde el baile y la música se encontraban presentes. Doce años más tarde, en 1946, el antropólogo veracruzano Gonzalo Aguirre Beltrán publicó la obra que serviría como piedra de toque para los estudios afromexicanos: La Población Negra de México, que corroboraría, fehacientemente, la participación activa del africano en todas las esferas del México colonial. Tanto Saldívar como Aguirre Beltrán anunciaron por sus respectivos medios la africanía en diversas expresiones

Este texto pone de manifiesto algunas consideraciones respecto del aporte que pudo tener la población africana en algunos de los repertorios musicales novohispanos; el escrito es de carácter general, será en otro lugar donde amplíe y argumente las meditaciones que aquí vierto. Por tal razón, sólo se presentan textos pertinentes para los objetivos del trabajo, omitiendo otros que, para muchos, resultarían importantes e indispensables; lo mismo ocurrirá con tópicos que sería obligatorio tocar para comprender y fundamentar los procesos transculturales mediante los cuales la música africana logró plasmar su huella en algunas de las expresiones musicales y dancísticas de México.

culturales del México novohispano y contemporáneo. El primero apuntó algunos rasgos en la música mexicana a través del análisis de documentos inquisitoriales y colecciones musicales. En cambio el segundo fundamentaría, a lo largo de su prolífica obra, no sólo la contribución de la población negra en la configuración del país, sino que propondría una hipótesis afrohispánica de la música llamada “mestiza” que para ese momento resultaba no sólo sui generis sino controversial, y que a la postre contribuiría para cambiar la imagen de la música mestiza mexicana como la fusión de lo español y lo indígena. Planteamiento, afirma Carlos Ruiz, que le granjearía algunos desencuentros con investigadores de la talla de Gerónimo Baqueiro Foster y Vicente T. Mendoza.2 La polémica se dio en el contexto del IX Congreso Mexicano de Historia celebrado en 1949, en Chilpancingo, Guerrero. Allí se definieron, dos posiciones respecto a la música de Veracruz y la Costa Chica. La primera, representada por Baqueiro Foster, negaba la influencia africana en las mencionadas entidades; en cambio la segunda, sostenida por Aguirre Beltrán, argumentaba que dicha influencia era patente, sólo que al negro siempre se le ha negado su contribución en las distintas expresiones culturales. Este pasaje de la historia de la investigación musical en México, contada por Moedano, remonta la hipótesis africanista de la música mestiza mexicana a 1949.3 La proposición de Aguirre Beltrán planteaba que la música (baile y canto) mestiza era el resultado, principalmente, de la interacción entre españoles y negros.

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La propuesta del mencionado antropólogo puede rastrearse por lo menos en dos textos: véase Gonzalo Aguirre Beltrán, “Bailes de Negros”, 1970. Gabriel Moedano, “Comentario”, 1995. Carlos Ruiz, apud, Moedano, 1995. 3 Para una visión panorámica sobre los estudios afromusicales en México puede verse el artículo de Carlos Ruiz Rodríguez; este ensayo constituye una excelente introducción a los trabajos que se han venido realizando desde el texto pionero de Gabriel Saldívar. 2

Sería hasta la década de los ochenta del siglo XX cuando la tesis del autor tlacotalpense habría de ser rescatada y comprobada mediante procedimientos (etno)musicológicos rigurosos. Tocaría al etnomusicólogo cubano Rolando Antonio Pérez Fernández dar fundamento y argumentación musicológica a la proposición afro-hispánica de Aguirre Beltrán. Pérez Fernández aportaría los primeros elementos sobre la influencia africana en la música mexicana en su libro La Binarización de los Ritmos Ternarios Africanos en América Latina (1986). Pero sería hasta la aparición del libro La Música Afromestiza Mexicana, publicado por primera vez en la Habana en 1987, donde el autor despliega su aparato analítico para identificar, caracterizar, jerarquizar y comprobar la presencia y permanencia del sistema rítmico africano en un corpus musical que incluía sones, chilenas y jarabes de diferentes partes de la república. Desde aquel encuentro realizado en Chilpancingo, los trabajos sobre la presencia africana en México han ido en aumento y se han consolidado. El camino que han recorrido ha sido largo y sinuoso, hay muchas veredas por explorar todavía, entre éstas puedo mencionar la contribución musical del africano a los repertorios seculares y religiosos de los siglos XVI, XVII y XVIII. La pregunta sobre el aporte de la población negra, y sus descendientes, a los repertorios arriba mencionados ha sido un tema poco retomado en el gremio. Presencia africana en los repertorios novohispanos

Desde muy temprano en la Colonia pueden encontrarse documentos que señalan la posible presencia africana en las prácticas y repertorios musicales novohispanos. Desde la vivaz zarabanda4 para cinco voces de Gaspar Fernández, cuya obra lleva el interesante título de Guineo, hasta las

Robert Stevenson, “The afro-american musical legacy to 1800” y “La música en el México de los siglos XVI a XVII.” 4

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colecciones de canciones folklóricas españolas y villancicos de los siglos XVI y XVII, denominadas negros, negrillas y guineos analizados por Robert Stevenson en algunos de sus trabajos, donde discute la posible reproducción del habla y música negra; o las crónicas que relatan el paso de músicas por los tablados del Coliseo con nombres tan sugerentes como el minué afandangado5 o congó, y sin dejar de lado, por supuesto, los numerosos documentos coloniales donde se atestigua y relata la presencia de población de origen africano en las diferentes actividades económicas, pero también en oratorios, escapularios, bureos, fandangos y saraos.6 Esto no debiera sorprendernos pues México recibió entre 1519 y 1650 al menos a 120 mil esclavos, la mayoría de ellos provenientes de la zona occidental de África, cifra que constituía alrededor de las dos terceras partes de todos los africanos importados a las colonias españolas en América durante el periodo señalado.7 Si bien es cierto, la población africana nunca rebasó a la población nativa en números totales, en algunos lugares los esclavos junto con las castas llegaron a competir con la población india. Resulta pues natural que la población negra, que se introdujo al entonces virreinato, haya dejado su impronta en diferentes manifestaciones sociales, entre éstas, por supuesto, la música y la danza. No podríamos pasar por alto las múltiples referencias a su presencia en bailes, fandangos y escapularios en las obras de Saldívar, Aguirre Beltrán, Stevenson, Ochoa y González Casanova, o los instrumentos, músicas y danzas con nombres que provienen claramente de lenguas africanas8 ni por supuesto, las investigaciones actuales que han demostrado

Robert Stevenson, 1968b, 1977, 1978; Ramos Smith, 1990. Para más información sobre la etimología africana de la expresión fandango, consúltese “Notas en torno al origen kimbundú de la voz fandango” del etnomusicólogo Rolando Antonio Pérez Fernández. Dicho textos será publicado próximamente en el libro Expresiones Musicales del Occidente de México. 6 Saldívar, 1934; Aguirre Beltrán, 1989 [1946], 1994 y 2001; González Casanova: 1986; Pérez Fernández: 1987, 1996, 1997, 2003; Ngou-Mvé: 1994; Martínez Montiel: 1997; Ochoa Serrano, 1997, 2001, 2008, 2005, García de León: 2009. 7 Pérez Fernández, 1987. 8 Fara, 1980; Contreras, 1988; Pérez Fernández, 1996,1997 y 2001; Chamorro, 2000; Brenner, 2007. 5

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La riqueza musical de la catedral de México no se quedaba sólo en el templo, sino que se desparramaba a otros lugares. El maestro de capilla era, sin duda, la autoridad en materia de música en Nueva España; a él acudían maestros de capilla de distintas catedrales para consultar sobre materias del arte culto. Las obras de los maestros de la catedral de México eran solicitadas por otros catedrales y templos del país. […] Por otra parte, los músicos de la catedral participaban en festividades profanas con mucha frecuencia. Fue costumbre que para los acontecimientos de nota, de un nuevo virrey o celebraciones de índole parecida, se encargara al maestro de capilla de la catedral la composición de obras que eran ejecutadas bajo su dirección. Los mismos maestros de capilla y los músicos de la catedral andaban en serenatas y saraos. […]12

la presencia de patrones rítmicos subsaharianos en la música tradicional de México.9 Con fecha del 23 de septiembre me ordena vuestra Señoría relacione sobre el baile que llaman el chuchumbé; las circunstancias con que se bailan y informado por dos sujetos, me dicen que las coplas que remití se cantan mientras los otros bailan, o ya sea entre hombres y mujeres, o sea bailando varias mujeres con cuatro hombres, y que el baile es con ademanes, meneos, sarandeos, contrarios todos a la honestidad y mal ejemplo de los que lo ven como asistentes, por mezclarse manoseos, de tramo en tramo abrazos y dar barriga con barriga, bien que también me informan que éste se baila en casa ordinarias de mulatos y gente de color quebrado, no en gente seria, ni entre hombres circunspectos y sí soldados, marineros y brosa.10

El paso de la población negra ha dejado huellas aquí y allá, ya sea en los archivos inquisitoriales, en las formas musicales actuales, en las dotaciones instrumentales de distintas agrupaciones del país, incluso en las notas de partituras descubiertas en archivos catedralicios o en viejos compendios musicales compilados en el periodo colonial por algunos músicos, donde se intuye una mezcla interesante de músicas autóctonas, españolas y africanas.

Resulta importante reparar en estos compendios, sobre todo en ciertas piezas que inducen a pensar que para ese momento la transculturación había ya amalgamado en los repertorios novohispanos elementos españoles, africanos e indígenas. Algunos casos representativos lo constituyen el método de cítara de Sebastián de Aguirre, aparecido en Puebla, y el de la tablatura anónima para guitarra de cinco cuerdas, procedente de León, Guanajuato. El muestrario de música y danzas que nos presentan ambas antologías es amplio y dan una idea de la música que se ejecutaban por aquella época. Posiblemente estas piezas fueron enseñadas y difundidas por maestros como Gregorio García y Alfonso Pineda en Puebla, Antón Luna en la ciudad de México o por Joseph Chamorro en Oaxaca, éste último presumiblemente mulato. No está por demás decir que la profesión de músico era recurrente entre la población afrodescendiente.11 Los repertorios se bailaron y tocaron por diferentes regiones del territorio, anduvieron metidos en Guatemala, Antequera, Valladolid, Puebla y la ciudad de México, y de ahí a saber por donde más. Para finales de la Colonia géneros “populares” y “cultos” se bailaban por igual en plazas y salones. Maya Ramos Smith nos recuerda que: […] se bailaron en el Coliseo, entre

Koetting, 1977, Pérez Fernández, op. cit.; Chamorro, 1995 y 1997; Ruiz, 2007b. 10 AGN. Inquisición, 1057.20. Citado por Aguirre Beltrán, 1994. 9

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Saldívar, op. cit.

otros “sonecitos”: La bamba poblana, Los bergantines, El curritico, Los chimiztlanes, El churripampli, La cosecha, El perseguido, La jarana —considerada “un sonecito harto lúbrico”—, El gato, Los negrillos, El fiscalito, El toticonichi, Los tajamaniles, El zanganito. Las danzas españolas más bailadas en el teatro fueron zapateados, peteneras, boleros, tiranas, gaitas, seguidillas, y el fandanguillo de Cádiz. […] También aparecieron variantes de danzas de corte, cuyos nombres indican mestizaje e influencia negra, especialmente en el caso del minué. Se bailaron alemandas, contradanzas, baile inglés, polcas y minués alemandado, avalsado, campestre, de la corte, afandangado, congo o congot y tache.

Las antologías como la citada de Ramos señalan un aspecto fundamental que me interesa destacar: los nombres que aparecen en éstas hacen suponer, junto con los contextos de su ejecución, que las formas europeas habían sufrido los embates de la transculturación musical al circular en las metrópolis y villorrios de la Nueva España. Afrodescendientes, españoles, indios y mestizos convivían en actividades musicales. La población negra trajinó por diferentes derroteros, fueron introducidos como esclavos a las minas, a los cañaverales y trapiches, trabajaron como servidumbre, anduvieron pastando el ganado de los “señores blancos”, laboraron en los obrajes y la arriería. No sería ilusorio pensar que en los reper-

torios llamados “cultos”, seculares y religiosos, hayan quedado plasmadas las huellas de los esclavos negros, no sólo como una representación del otro en la música o como recurso literario del teatro hispano y novohispano, sino como un fuerza que insufló vitalidad y forma a las músicas que circularon en las colonias americanas. Si bien es cierto que se debe tomar en cuenta que los villancicos sirvieron, por mucho tiempo, como medio por el cual se personificaba a los distintos grupos sociales que convivían tanto en España como en sus colonias, también es cierto que estas escenificaciones poético-musicales no pueden verse exclusivamente como una mera representación del otro, donde los ibéricos seleccionaban a su gusto elementos de la población africana y donde el negro no intervenía directamente. Los procesos sociales se dan en todas las culturas tanto el plano horizontal como vertical, no son unidireccionales. ¿Acaso no fueron miembros de la orquesta del Coliseo músicos de la talla de Ignacio Jerusalem y José Manuel de Aldana, a donde, de hecho, concurrían sectores de todas las clases y se tocaba por igual un sonecito de la tierra que un minué o un ária? No es difícil pensar que éstos retomaran elementos que les hayan interesado de las músicas “populares” para plasmarlos posteriormente en sus respectivas obras.

No podemos pensar en los llamados villancicos de negros de manera aislada, omitiendo el contexto social e histórico en el cual se produjeron y se difundieron; son en gran medida resultado no sólo de una inspiración artística de una determinada época, sino de procesos que incluyen variantes económicas, políticas, demográficas y sociales en general. Si el negro se constituyó en un personaje importante del teatro del Siglo de Oro y de la música novohispana, no fue sólo por el mero interés de los literatos y músicos en el “otro” exótico; las condiciones sociales estaban echadas y eran propicias para el intercambio cultural que implicaron los viajes transoceánicos. Incluso, los villancicos de negros podrían caracterizarse como símbolos de una época donde confluyeron diferentes culturas. Constituían en sí, una sección sui géneris del servicio religioso, pues se escenificaban en lenguas vernáculas de diversos grupos étnicos. El español bozal es un ejemplo de cómo el habla de los africanos era usada como “recurso” en el teatro novohispano. Al respecto, veamos la siguiente cita: Si escribes comedias y eres poeta sabrás guineo en volviendo las RR LL y al contrario: como Francisco, Flancisco: primo, plimo.13

Husmeando en distintas fuentes puede rastrearse el trajín del negro, el mulato, el sambo y otras castas por los confines del territorio de lo que fuera

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Estrada, 1980. Santamaría, 2005.

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Amapa: un asentamiento cimarrón, rebelde y negociador a fines de la Colonia el virreinato de la Nueva España, así como la impronta que dejaron en las distintas expresiones artísticas del periodo colonial. Ya sea en las músicas vernáculas contemporáneas o en las notas de viejas partituras halladas en vetustas catedrales, el aporte de los esclavos traídos del África occidental debe reconocerse. Agawu, Kofi, “The Rhythmic Structure of West African Music”. The Journal of Musicology, vol. 5, núm. 3, 1987. Aguirre Beltrán, Gonzalo, “Bailes de Negros”. Revista de la Universidad de México, vol. 25, núm. 2, 1970. Aguirre Beltrán, Gonzalo, La Población Negra de México (1946). México, Universidad Veracruzana/INI/Gobierno del Estado de Veracruz/ CIESAS/FCE, 1989. _________, El Negro Esclavo en Nueva España. La Formación Colonial, la Medicina Popular y otros Ensayos. México, Universidad Veracruzana/ INI/Gobierno del Estado de Veracruz/CIESAS/ FCE, 1994. ________, “Baile de negros”. Desacatos. Revista del Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social, núm. 7, 2001. Brandel, Rose, “África”, en Harvard Dictionary of Music. Cambridge, Harvard University Press, 1972. Brenner, Helmut, Marimbas in Lateinamerika: Historische Fakten und Status quo der Marimbatraditionen in Mexiko, Guatemala, Belize, Honduras, El Salvador, Nicaragua, Costa Rica, Kolumbien, Ecuador und Brasilie. HildesheimZürich-New York, Georg Olms Verlag, 2007. Contreras Arias, Guillermo, Atlas Cultural de México. Música. México, SEP/INAH/Planeta, 1988. Chamorro, Arturo, “La herencia africana en la música tradicional de las costas y las tierras calientes”, en Agustín Jacinto (ed.), Tradición e Identidad en la Cultura Mexicana. Zamora, El Colegio de Michoacán/CONACYT, 1995. _________, “El fenómeno de la rítmica combinada en grupos de tambores y ensambles de cuerdas rasgueadas en la tradición del son”, en Ma. Guadalupe Chávez (coord.), El Rostro Colectivo de la Nación Mexicana. Morelia, Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo,1997. _________, Mariachi antiguo, jarabe y son. Símbolos compartidos y tradición musical en las identidades jaliscienses. Zapopan, El Colegio de Jalisco, 2000. Estrada, Jesús, Música y Músicos de la Época Virreinal. México, SEP Setentas/Diana, 1980. Martínez Montiel, Luz María. Presencia Africana en México. México, CNCA, 1997. Fara, André et al, “El marimbol, un instrumento musical poco conocido en México”, en Antropología e Historia. Boletín del Instituto Nacional de Antropología e Historia, núm. 31, 1980.

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Luis Alberto Arrioja Díaz Viruell*

Corría el año de 1784. En la oficina del asesor letrado del virrey de Nueva España se trataba una queja interpuesta por don Joaquín Camaño, vecino y comerciante de un pequeño asentamiento ubicado en las planicies costeras del Golfo y adscrito a la alcaldía mayor de Teutila. Por medio de una misiva que estaba plagada de rogativas y suplicas, Camaño se dirigió a las autoridades para que intervinieran en este lugar llamado Amapa con el objeto de corregir las conductas de la población “más numerosa” y evitar el sufrimiento del resto del vecindario. Ante esta petición, el asesor letrado se dio a la tarea de investigar y documentar el caso, concluyendo dos meses después con la invitación a todos los vecinos de Amapa a preservar el orden y la vida en policía para el bienestar de aquella localidad.1 Es de advertir que tanto la queja de Camaño como la respuesta del asesor escondían hechos intrigantes. Regularmente, los conflictos entre vecinos de un mismo lugar no sólo involucraban reclamos y diatribas de las partes, sino también posturas muy claras de las autoridades con el objeto de resolver diferencias. Este caso no fue así. Además, tengo la impresión de que la respuesta del asesor letrado no derivó del desconocimiento sobre las relaciones sociales en Amapa y, mucho menos, de las posibles contrariedades que experimentara el alcalde mayor de Teutila para investigar lo sucedido. Muy probablemente, este tipo de respuesta se cimentó en el amplio conocimiento que tanto las autoridades virreinales como provinciales tenían de Amapa; es decir, de una localidad pequeña, de aproximadamente quince o veinte familias, que estaba en medio de una ruta comercial importante —entre la Sierra Mazateca, las Planicies Costeras del Golfo y la Sierra Zapoteca— y que

“Joaquín Camaño, vecino del comercio de Amapa jurisdicción de Teutila, contra los negros vecinos de allí sobre perjuicios y otros puntos, (1784)”, AGNM, Civil, vol. 965, exp. 5.

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al igual que otros asentamientos de esta región su vecindario se componía de un puñado de familias españolas y mestizas, y numerosas familias de negros cimarrones y mulatos. Sobre esto último, el mismo Camaño refirió que los pueblos limítrofes a Amapa se habían distinguido en el pasado por tener población indígena; sin embargo, para 1784 no se tenía noticia de este contingente humano debido a su poca parcialidad con los negros y mulatos. Antes de regresar al reclamo del comerciante, conviene referir que la presencia de población negra o afrodescendiente en la provincia de Oaxaca data de los siglos XVI al XVII y se explica en la expansión del sistema económico colonial, especialmente a través del surgimiento y la evolución de unidades agrarias de producción —como la hacienda, los ranchos y los trapiches—, el empleo de fuerza de trabajo esclava y la expansión de cultivos que eran dominados por las manos negras —como la caña de azúcar y el arroz. Dado esto, no es casualidad que la población afrodescendiente se extendiera a lo largo del territorio oaxaqueño, con especial énfasis en la Costa Chica, el Istmo de Tehuantepec, la Cañada y la Cuenca del Papaloapan. Sobre esta última región, se sabe que las cifras de esclavos se multiplicaron durante el periodo 16001690 debido a una importación masiva de negros destinados a suplir —en la medida de lo posible— el declive de la población indígena en las planicies costeras del Golfo. Obviamente, esta importación también obedeció al avance de la frontera agrícola y ganadera en la Cuenca Baja del Papaloapan.2 Así

Para ampliar el conocimiento sobre estos procesos históricos, véanse Gonzalo Aguirre Beltrán, La población negra de México. México D. F., Fondo de Cultura Económica, 1989; Gonzalo Aguirre Beltrán, Cuijla, esbozo etnográfico de un pueblo negro. México, Fondo de Cultura Económica, 1989; Patrick James Carroll, “Mandinga: The Evolution of a Mexican Runaway Slave Community, 1735-1827”, en Comparative Studies in Society and History, vol. XIX, núm. 4, 1977; Patrick James Carroll y Aurelio de los Reyes, “Amapa, Oaxaca. Pueblo de cimarrones”, en Boletín del INAH, núm. 4, 1973; Juan Manuel de la Serna Herrera, “La esclavitud africana en Nueva España.

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las cosas, para el siglo XVIII, la población afrodescendiente estaba presente de manera significativa en la estructura racial de Nueva España, en general, y de Oaxaca, en particular. Tan sólo una revisión panorámica del Theatro Americano de Joseph Antonio de VillaSeñor y Sánchez, revela que para el periodo 1742-1746 más del treinta por ciento de las familias que radicaban en la Cuenca era de origen negro. Tal vez más significativo es el hecho de que cinco décadas después, las estimaciones del censo de Revillagigedo registraran para esta misma región un contingente de población negra y castiza que oscilaba entre el 39 y 40 por ciento de los habitantes. Desde mi punto de vista, este incremento demográfico revela dos cosas: por un lado, la continuidad del proyecto que impulsaba la importación de fuerza de trabajo esclava a territorio novohispano; por otro lado, la capacidad de reproducción biológica de este sector poblacional, ya sea preservando sus relaciones de parentesco o recurriendo al denominado “mestizaje afromexicano”. Sea de ello lo que fuera, lo cierto es que para el último cuarto del siglo XVIII la población negra de la Cuenca no sólo era numerosa, sino también representativa en el desarrollo de ciertas actividades económicas, tales como la crianza y arreo de ganado mular, el cuidado y la matanza de vaquerías, el manejo y control de piraguas, la producción y el comercio de aguardiente, etcétera. En el caso particular de Amapa, los negros se empleaban —mayormente— como arrieros en los caminos, brechas y veredas que surcaban las planicies y las montañas del entorno. Fuentes de la época suelen referirlos como operarios de las recuas que transitaban el camino real que partía de Orizaba y pasaba por San Lorenzo de los Negros,

Un balance historiográfico comparativo”, en Iglesia y sociedad en América Latina colonial. Interpretaciones y proposiciones. México, UNAM, 1999; Brigida von Mentz, Pueblos de indios, mulatos y mestizos, 1770-1870. México, CIESAS, 1998; José Velasco Toro, Tierra y conflicto social en los pueblos del Papaloapán veracruzano (15211917). México, Universidad Veracruzana, 2003.

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Amapa, Tuxtetepec, Otatitlán y la barra de Alvarado; asimismo, de los hatos mulares que iban desde los llanos de Tesechoacán y Tatahuicapa hasta los pueblos serranos de la alcaldía mayor de Villa Alta. Con el paso del tiempo, la multiplicación genética de los negros cimarrones de la Cuenca del Papaloapan fue muy evidente. Retomando el reclamo de Camaño, salta a la vista que —en 1784— la sangre de origen africano era la más común en la pequeña Amapa. Predominio que no sólo era 20

acrecentado por la cantidad de almas sino también por las historias estigmatizadas que se tejían sobre este sector poblacional; factores que —en su conjunto— aumentaban la inquietud que provocaban los negros y sus descendientes frente a la minoría española y castiza. Dado esto, no es casualidad que el comerciante Camaño refiriera con detalle las complejas relaciones de convivencia que enfrentaban los españoles con los cimarrones de Amapa, quienes no dejaban pasar ocasión para hacer valer su superioridad numérica,

estigmatización histórica y unidad racial. En opinión del comerciante, el pasado inmediato de Amapa se traducía en una historia donde los cimarrones de las haciendas y ranchos de la Cuenca del Papaloapan se habían congregado —poco a poco— en este lugar a través de un plan de pacificación, amnistía y poblamiento que impulsó el virreinato —entre 1750 y 1767— en las alcaldías mayores de Teutila, Cosamaloapan y Córdoba; espacios que históricamente habían sido dominados por los negros cimarrones de Mazateopam.

Hasta donde puede observarse, este plan pacificador se concretó en 1769 con la formación de un asentamiento denominado Nuestra Señora de Guadalupe de los Morenos de Amapa y con una agenda que obligaba a los cimarrones a concentrarse en el núcleo de población, convertirse al cristianismo, deponer las armas en favor de la Corona, ayudar a la captura de esclavos rebeldes, convivir en paz con blancos y castas, y guardarle respeto al alcalde mayor de Teutila.3 Ciertamente, los diversos contingentes de población de Amapa convivieron bajo cierta armonía por espacio de dos décadas; no obstante, entre 1783 y 1784, las cosas cambiaron, especialmente cuando los negros experimentaron un “aumento en el vecindario y en el control de los efectos que la tierra produce…”4 Desde la perspectiva de Camaño, estos hechos fueron capitalizados por los cimarrones para apoderarse de la república que gobernaba la localidad, de la totalidad de tierras cultivables y ganados, e incluso de las mejores casas que existían en el diminuto asentamiento. La situación llegó al extremo en septiembre de 1784, fecha en que los negros justificaron estos hechos bajo el argumento de que

Para ampliar el conocimiento sobre este proceso histórico, véase “The Foundation of the Nuestra Señora de Guadalupe de los Morenos de Amapa, Mexico (1769)”, en Kenneth Mills, William B. Taylor y Sandra Lauderdale Graham, Colonial Latin America. A Documentary History, Lanham, S. R. Books, 2004. 4 “Joaquín Camaño, vecino del comercio de Amapa jurisdicción de Teutila, contra los negros vecinos de allí sobre perjuicios y otros puntos, (1784)”, AGNM, Civil, vol. 965, exp. 5. 3

eran los “primeros fundadores y dueños del terreno…, mantenían la especie de superioridad… y mandaban en todo…”5 Como era de esperarse, esta situación provocó que las pocas familias de españoles y castas dejaran el lugar y solicitaran asilo en la cabecera política de Teutila. Más allá de estos hechos tan evidentes —y presagiados desde la misma fundación de Amapa—, resulta interesante el discurso planteado por el comerciante Camaño en el entendido de ser un representante del grupo español que padecía los estragos de una historia; es decir, Camaño se pronunció a título de la población no negra para que los afrodescendientes dejaran de cometer vejaciones en su contra y para que las autoridades comprendieran que los “negros no tienen autoridad para cometer semejantes tropelías, pues disimulándoseles lo que han estado practicando es regular que hostigados los vecinos vayan desamparando la población aún con abandono de sus intereses y contra el santo fin de las Leyes de estos reinos…”6 Como puede observarse, estos hechos refieren un proceso histórico complejo en que las poblaciones cimarronas de la Cuenca del Papaloapan hicieron valer su ascendencia para reivindicar su realidad, ganar espacios frente a otros sectores de la población y —especialmente— poner en práctica una serie de acuerdos y prebendas recibidos por la Corona al tiempo de negociar su pacificación, amnistía y congregación. El resto de las conduc-

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tas reveladas por Camaño fueron parte de un proceso de identidad social en que la ascendencia, la cultura y la historia de grupo conformaron una base potencial. Obviamente, ni el asesor letrado del virreinato ni el alcalde mayor de Teutila cuestionaron estos hechos, conocidos de por sí desde tiempo atrás e incluso negociados con los mismos negros al tiempo de concertar su pacificación. Finalmente, debo apuntar este tipo de tropelías de parte de los negros cimarrones de Amapa continuaron vigentes y fueron tolerados por la autoridad después de 1784. Obviamente, con el paso del tiempo, estos acuerdos velados se salieron de control y terminaron causando una serie de problemas a las autoridades españolas. Una prueba de ello fue la rebelión que experimentó el subdelegado de Teutila en 1808 y, sobre todo, los hechos armados que protagonizaron los cimarrones y mulatos de las planicies costeras entre 1812 y 1814 bajo el mando del insurgente Manuel Sesma. Así las cosas, bien puede decirse que —desde 1769 hasta 1814— el poblado de Nuestra Señora de Guadalupe de los Morenos de Amapa fue un asentamiento marcado por la negritud cimarrona, la rebeldía y la negociación política.

* El Colegio de Michoacán.

Ibid. Ibid.

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Poesía de los negros oaxaqueños Ramón Pardo* El alma de los negros es esencialmente sensible, romántica por naturaleza, ama esa naturaleza en que vive; para él tienen palabras la soledad de los bosques, el ruido tumultuoso de las playas y el ambiente cálido que respira; el color de su cara y de su cuerpo, lo presenta como un tipo aparte en la especie humana; pesa sobre él el aislamiento y por lo mismo siente, más hondamente, las vibraciones de su ser; la injusticia humana ha puesto una gota de amargura sobre su yo, la flor silvestre que se abre a las suspicacias y a las sutilizas de los hombres. Yo me imagino al negro saliendo de la alquería, cruzando, como una sombra, por los campos de algodón, sintiendo las tristezas del crepúsculo y dando sus quejas al viento, cuando dice: En oscuros peñascales Y en los bosques más sombríos Me puse a llorar mis males Y también mis desvaríos. ¡Oh! Qué tiempos tan fatales, Qué sufrimientos los míos. Y camina, camina por la ribera del río, aspirando el perfume de los limoneros en flor y la brisa que viene de las cañadas florecidas llegan a él como un consuelo para su nostalgia infinita y la copla brota, como la queja de un alma profundamente dolorida: Verdes limones del río, Rosales de la cañada, ¿Qué tienes corazón mío, Que no te divierte nada? Y la gota de amargura se extiende a los amores del poeta y aparece en el verso como el reproche infantil, como el reclamo suave y resentido de algo que se esperaba y que por fin ha llegado, llenando la mente de tristeza: Me dijiste que me amabas, Que jamás me olvidarías, Y lo primero que hiciste Fue olvidar a quien querías. Te lo dije, corazón, Cuando te estaban amando, Que en la mejor ocasión Te habían de dejar llorando. Es el negro en plática confidencial y querella con la negra, el dulce encanto de los ojos y el adorado tormento de su corazón. Y, cosa curiosa, esa amargura, a veces, se separa del cantor y se pone en el amor de la amada y entonces aparece el negro, el Don Juan burlador y voluble: Dices que mucho me quieres, Nomás no lo andes contando. No te vayas a quedar Como los guajes, colgando.

Y tal es la fuerza de la ironía, que el cantor juega con ella, aplicándola a su sentimiento: Cada vez que paso y miro La casa donde vivió, Me divierto con la jaula Porque el pájaro voló. Pero el sentimiento que da vida a la copla no siempre se entretiene en la burla, da también lugar unas veces al pensamiento que inclina a la renunciación, como cuando dice: Una vela se consume Al cabo de tanto arder, Así se consume el hombre Cuando quiere a una mujer. Y otras a la decepción definitiva, con el arañazo brutal: Malhaya quien dijo amor Pudiendo decir veneno, Malhaya quien come suyo, Pudiendo comer lo ajeno. Y el negro de la costa oaxaqueña asimila de la civilización lo poco que la civilización le da, y uniéndolo a su amada naturaleza y a su propio sentimiento, adorna el verso con delicadeza y con gracia: Sobre una mesa te puse Cuatro varas de listón, En cada esquina una rosa Y en medio mi corazón. Y cuántas veces, al pasar por las avenidas de la metrópoli, viendo a esas muchachas ligeras, sembradoras de miradas provocativas, y que pasan repartiendo sonrisas, con esa boca de la que parece que va a desprenderse el beso; he evocado la figura grotesca del negro, dando palmaditas en el hombro de la muchacha y diciéndole al oído: No hagas común el rubor De tu rostro soberano, Pues se marchita la flor Si pasa de mano en mano.

Tomado de la revista Mexican Folkways, publicación trimestral en inglés y español, dedicada a usos y costumbres mexicanas, México D.F., vol. 4 (1), enero-marzo, 1928. Disponible en la Biblioteca Henestrosa. *Médico. Director del Instituto de Ciencias y Artes del Estado de Oaxaca durante las primeras décadas del siglo XX.

Una parte de la historia de la tercera raíz en la Nueva España, escrita en los documentos del Archivo Histórico de Notarías de Oaxaca Lérida Moya Marcos*

Este fondo alberga cientos, por no decir miles, de contratos de compraventa de esclavos, donaciones y cartas de libertad o alhorría. Estos contratos de venta de esclavos se registran en el acervo desde el último cuarto del siglo XVII; asimismo, podemos encontrar la presencia de esclavos en los recibos de dotes, en los inventarios de bienes de monjas y religiosos del clero regular y secular. En la escritura de venta se puede identificar una clasificación tipológica de los esclavos, como: “negros”, “negros atezados”, “mulatos”, “mulatos blancos”, “mulatos cochos” y “lobos”; el nombre, la edad, precio y quiénes fueron sus últimos dueños. Además, podemos desplazarnos por las rutas comerciales de los esclavos, que bien se enviaban a la ciudad de México, al puerto y ciudad de Veracruz o venían de Guatemala, o se quedaban en las jurisdicciones de la provincia de Oaxaca, como Nejapa, Cuicatlán, Jicayán, Villa Alta y Teposcolula. El comercio de negros en la ciudad de Antequera fue una realidad muy palpable a lo largo de los siglos XVII, XVIII y hasta principios del siglo XIX, como se puede ver en los contratos de compraventas ya mencionados. Igualmente, en los documentos del archivo hallamos esclavos lo mismo en una declaración de bienes que como parte de una herencia, en los inventarios de trapiches de azúcar, pues su condición de esclavos los obligaba a realizar labores pesadas e insalubres. Por lo regular, los dueños de esclavos tuvieron recursos, oficios o propiedades que demandaban esta mercancía; únicamente ellos podían comprar esta fuerza de trabajo. Tenemos el caso del maestro pintor Antonio de Paz que vendió a un negro en 1720,1 o a Joseph

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AHNO. Libro, 31, escribano Joseph Manuel.

Sebastián Gracida, maestro dorador, que compró una mulata de 29 años en 1700.2 En el archivo podemos encontrar un sinfín de historias de esclavos que nos conmueven: las ventas de niños de tres meses, de uno o dos años; en muchas ocasiones los padres esclavos que trataban de juntar dinero para poder alhorrar a sus hijos; negros recién llegados del África, los nombrados bozales, que tenían un costo mayor a los nacidos en Nueva España o los criollos; las mujeres o hombres piadosos que deciden otorgarles la libertad por haberles asistido muy bien durante el tiempo que estuvieron a su cargo; o la historia de Francisca Escobar, parda libre y dueña de una casa que llamaban de Nieto, que había logrado su libertad y era poseedora de mesón.3 Podemos encontrar también a una parda libre, Mariana de Sufias, que casó con el capitán de pardos, Luis Sufias, que liberta a su esclava para convertirla en su esposa. De la misma forma podemos mencionar una carta de libertad para 98 esclavos negros, entre hombres, mujeres y niños durante la tercer década del siglo XIX, cuando de acuerdo con la constitución del Estado de Oaxaca del año de 1826 ya nadie podía tener la calidad de esclavo y se liberó a los trabajadores del trapiche de San Nicolás Ayotla, en el partido de Teotitlán del Camino.4 Estas y otras historias más pueden encontrarse y armarse en el Archivo Histórico de Notarías que se alberga en el Ex-convento de Santo Domingo de Guzmán, Centro Histórico de Oaxaca de Juárez. *Licenciada en Historia, Universidad Veracruzana.

Albarez de Aragón, 1720, f. 94v. 2 AHNO. Libro, 153, escribano Diego Benaias, 1700, f. 549. 3 AHNO. Libro, 288, escribano Carlos Joseph de Pinos, 1754, f. 272v. 4 AHNO. Libro, 579, escribano Jose Ignacio Salgado, 1826, f. 131

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Independencia y esclavitud. Proceso de liberación de los esclavos del Ingenio de Ayotla Maira Cristina Córdova Aguilar*

Nuestra historia oficial proclama que somos un pueblo mestizo, producto de la unión entre el español e indio, olvidando la presencia africana que llegó a la par de los españoles, durante el periodo colonial. Generalmente, cuando se habla de población negra en México, se remite a las costas del país: Veracruz, Oaxaca y Guerrero, donde los habitantes conservan el fenotipo de origen africano. En algunos casos, se tiene conocimiento de la población mascoga, que habita en el municipio de Múzquiz en Coahuila. La herencia africana en México es aún visible en rasgos físicos y culturales, sin embargo, todavía no se le reconoce. La población de origen africano en México ha sido y sigue siendo significativa, pues su presencia hizo posible el engrandecimiento de las colonias de ultramar de España. En el interior de los virreinatos, ciudades y casas, los afrodescendientes aportaron trabajo y cultura; dejaron parte de sí en el mestizaje con el español e indio. La presencia de esclavos procedentes de África en la Nueva España, no sólo se explica por el descenso de la población natural debido a las epidemias, sino también por el crecimiento económico que tenía la Colonia. De acuerdo con Eric Williams, este crecimiento económico influyó en el auge y declive de la esclavitud. Inclusive el autor menciona que el trato hacia el esclavo estuvo ligado a las circunstancias económicas.1 Por tal razón, durante los primeros años de la Colonia, en los sectores ganaderos, textiles, agrícolas y mineros crecieron y demandaron trabajadores que cumplieran con las labores. El crecimiento en la producción en empresas civiles y eclesiásticas permitió la inversión e importación de mano de obra esclava, ya que ésta garantizaba la producción. A diferencia del

Ben Vinson III, Afroméxico. Herramientas para la Historia. Afroméxico: el pulso de la población negra en México; una historia recordada, olvidada y vuelta a recordar. México D.F., Centro de Investigación y Docencia Económicas/ Fondo de Cultura Económica, 2004.

trabajo de los esclavos, los naturales proveían su mano de obra por medio de repartos, los cuales eran inestables y fluctuantes. Asimismo, la inconstancia y continua renovación de personal, obligaba a los beneficiados del reparto, a capacitar constantemente a los nuevos trabajadores. Por lo anterior, la compra de esclavos fue una opción para asegurar la producción de las empresas novohispanas. Un caso particular y significativo del destino de esta mano de obra fueron los trapiches o ingenios de azúcar. En dichos lugares, el trabajo esclavo fue el más recurrente, pues representaba una mano de obra estable que podía llegar a especializarse, como es el caso del “maestro de hacer azúcar”. Uno de los trapiches más importantes durante la Colonia, en el actual estado de Oaxaca, fue el Trapiche de Ayotla, ubicado en Cuicatlán, propiedad de la Compañía de Jesús. Abundar

sobre el proceso de crecimiento y dinámica de trabajo durante la Colonia no es el propósito del presente trabajo, el eje principal es el proceso de liberación de la población de origen africano en condición esclava, que habitó en el lugar hasta principios del siglo XIX. El 6 de diciembre de 1810, en la ciudad de Guadalajara, el cura Miguel Hidalgo y Costilla declaró la abolición de la esclavitud, sin embargo, esta declaración fue tan sólo el inicio de una larga lucha, dando fruto el 24 de octubre de 1821 cuando una comisión de la Junta Provisional Gubernativa, del órgano legislativo, se pronunció por la abolición de la esclavitud. Años más adelante, en 1828, de forma oficial, por medio de un decreto pronunciado por el Congreso, quedó formalmente abolida la esclavitud en México. El caso de la liberación de los esclavos en el Ingenio de Ayotla es muy interesante, debido a que ocurre durante los años posteriores de la consumación

de la Independencia. En este proceso es el Estado quien se encargó de la liberación de la esclavonía que habitaba el lugar. La premisa para realizarla se asienta en la primera constitución política de Oaxaca, la cual menciona:

económico necesario para la liberación de la esclavonía del ingenio de Ayotla. En vista de la solicitud, el Congreso, en un artículo único, facultó al gobierno nueve mil pesos para el “rescate” de los esclavos de Ayotla:

El estado está obligado a conservar y proteger por leyes sabias y justas, la igualdad de todos los individuos que la componen, y de todo hombre que habite en él, aunque sea extranjero y en clase de transeúnte. Por tanto, prohíbe que se introduzcan esclavos en su territorio: se encarga de libertar a los que actualmente existen en él, indemnizando previamente a los propietarios; y declara libres a los hijos que nacieren de aquello, desde el día en que sea publicada la Constitución en la capital.2

Se aprueba que el gobernador del Estado tome de los caudales públicos la cantidad de nueve mil pesos para libertar a los esclavos del trapiche de Ayotla conforme a la contrata que tiene celebrada con el propietario de aquel ingenio. Dado en Oaxaca a 27 de septiembre de 1825.3

Lo anterior, significó el compromiso del Estado de otorgar la libertad a quienes fueran sujetos de esclavitud, sin que éste proceso afectara de manera substancial a los propietarios. La manumisión de los esclavos por parte del Estado, consistió en una indemnización significativa, que no necesariamente correspondió al monto invertido en los esclavos. De esta manera el gobernador Ramón Ramírez de Aguilar, solicitó a la legislatura estatal el apoyo

1

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H. Congreso del Estado Libre y Soberano, Las constituciones políticas de Oaxaca. México, LVII Legislatura Constitucional de Oaxaca/ UABJO, 2001.

De acuerdo con el documento el dueño del trapiche, Teniente Coronel Don Matías Valverde, dio poder a don Manuel Ensiso, vecino de la ciudad, para que se tasaran sus esclavos. Esta valuación se hizo en presencia de Manuel Romualdo, mayordomo de trapiche el día 6 de enero de 1825. La valuación comprendió todos los esclavos del trapiche, los cuales para poder ser identificados se agruparon en dos grupos. El primero: varones casados, sus mujeres, viudos e hijos sumaban la cantidad de 17 mil 345 pesos. El segundo grupo de doncellas, solteras, viudas e hijos, quienes sumaban la cantidad de 6 mil 820. El total es de 24 mil 165 pesos. De esta forma, al realizar un balance del número de pobladores en condición esclava en el trapiche de Ayotla, resultaron: 50 varones, 34 mujeres y 3 niños, siendo un total de 87 esclavos. Al momento de ser tasados los esclavos, éstos se valuaron de acuerdo a las habilidades que poseían, tal es el caso de un maestro de calderas que tenía un valor de 350 pesos. En otros casos, como los guarda caña de entre 20 y 40 años de edad, el valor era de 250 pesos, mientras que un esclavo con la misma actividad, pero con de 65 años de edad, valía 150 pesos. Las actividades que tenía cada esclavo se encuentran especificadas en el avalúo, por ello podemos conocer de manera general cada una de las actividades asignadas al interior del trapiche como director de campo, peón, guarda caña, maestro de calderas, arreador y portero. Como se ha mencionado, el proceso de liberación fue realizado por medio de una indemnización pagada por el Estado al dueño del trapiche. En este caso, el pago se realizó por medio de un convenio, en el cual el

Estado únicamente se comprometió a pagar la cantidad de 6 mil 200 pesos por los esclavos del trapiche. De esta manera, se le pagó a don Matías Valverde, dueño del trapiche, la suma de dos mil 200 pesos y el resto de cuatro mil pesos, se convino liquidarlo mediante un pago mensual de 500 pesos. Esta situación fue compleja, pues finalmente el Estado no pagó el precio en el cual fueron valuados los esclavos, tampoco el monto destinado para dicha liberación, que era de 9 mil pesos. En un documento se escribieron seis artículos para establecer el convenio de libertad de los esclavos. De manera particular el artículo cuatro especifica: Que si de los individuos constante en el abaluo y operación echa por el citado ciudadano Almonte faltaren uno o mas se rebajará su valor y presio por rigurosa quenta de proporción respecto a los seis mil doscientos pesos que por libertarlos da el Estado. En inteligencia de que habiendo mayor numero del que designa dicho abaluo se la pagaran a la parte del dueño de Ayotla observándose la misma regla de proporción.

El artículo quinto menciona: ...que si se hubiese fugado alguno o varios de los que resa dicho avaluo, y pudiere el dueño del trapiche precentarlos en lo venidero, o ellos se precentasen voluntariamente, le bonificara el Estado su presio también, a justa proporción de los seis mil doscientos en que se ha conbenido, como ahora se le rebajan por no estar existentes en el lugar.4

El artículo sexto expresa que todos los esclavos que se fugaron antes del avaluó quedaban también libres de la esclavitud, y que su indemnización estaría contemplada dentro de los 6 mil 200 pesos que el Estado otorgaría. Finalmente, el documento expresa que todos los esclavos quedaban libres de “todo cautiverio, servidumbre, opresión y patronazgo”, incluyendo también a aquellos que se hubiesen fugado anteriormente a avalúo. En razón de lo anterior, el Estado otorgó a la esclavos del trapiche las facultades de todo ciudadano debía gozar para iniciar una nueva vida como ciudadanos libres.

*Maestra en Historia de México, UNAM

2

Colección Luis Castañeda Guzmán, Colección Leyes y decretos del Estado Libre de Oaxaca 18231850. 3

4 Archivo de Notarias de Oaxaca, escribano José Ignacio Salgado, libro 580, f. 135 v.

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La Escuela Rural Federal en Collantes, un pueblo afrodescendiente de la Costa Chica de Oaxaca Erick Fuentes Horta*

Collantes está situado a veinte kilómetros al sur de la cabecera municipal de Santiago Pinotepa Nacional, de la cual depende administrativamente.1 La localidad se comunica con la cabecera municipal por una pequeña y deteriorada carretera que atraviesa algunos pueblos rodeados de cerros de poca altura. A escasos kilómetros del Océano Pacífico se encuentra este pueblo afrodescendiente, dentro de la húmeda Planicie Costera y en la vertiente del río La Arena. De acuerdo con historiadores y antropólogos la población afrodescendiente de la Costa Chica,2 región en la cual se encuentra ubicado el pueblo de Collantes, llegó en diferentes momentos y circunstancias luego de haber fundado Pedro de Alvarado la primera villa de españoles en esa región en 1522. Por otro lado, de acuerdo a los viejos de Collantes, las primeras familias afrodescendientes que dieron origen al pueblo llegaron entre 1820 y 1830.3 Según su tradición oral, con la

De acuerdo con el Conteo de Población y Vivienda 2005, Collantes tiene una población total de 2,167 habitantes. Instituto Nacional de Estadística y Geografía. 2 La región de la Costa Chica es un espacio continuo que se sitúa sobre la franja costera del Océano Pacífico, entre los puertos de Acapulco, en el estado de Guerrero, y Santa María Huatulco, en el estado de Oaxaca. En el estado de Oaxaca comprende los municipios de Jamiltepec, Juquila y Pochutla. Las condiciones fisiográficas diferenciadas permiten la existencia de diversos pisos ecológicos. José Francisco Ziga, El Castillo De Naipes: Tiempo, Sujeto y Desarrollo. Tesis para obtener el grado de maestro en sociología rural. México, Universidad Autónoma de Chapingo, 2004. 3 Gonzalo Aguirre Beltrán, Cuijla. Esbozo etnográfico de un pueblo negro. México, FCE, 1989; Martínez Gracida, 1883, 1907; Takahashi, Hitoshi, “De la huerta a la hacienda: el origen de la producción agropecuaria en la mixteca costera”, en Historia Mexicana. México. vol. XXXI. No. 1. 1981; Darío Atristáin, Notas de un ranchero. Relación y documentos relativos a los acontecimientos ocurridos en una parte de la Costa Chica, de febrero de 1911 a marzo de 1916. Pinotepa Nacional, México, 1964. En la localidad se llama viejos 1

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llegada de un español llamado Manuel Collantes,4 de quien se toma el nombre del pueblo, se establecieron las primeras familias afrodescendientes como trabajadores libres, para explotar tierras de la finca La Guadalupe, propiedad del español Cosme del Valle.5 Desde ese momento y tras la instalación de una desmontadora de algodón a finales del siglo XIX,6 la oferta de trabajo en las tierras de la finca La Guadalupe fungió como imán que atrajo a diferentes familias trabajadoras, quienes emigraron de otros pueblos afrodescendientes —Estancia Grande, Tapextla y Santo Domingo Armenta en Oaxaca; Ometepec y Cuajinicuilapa, en Guerrero— para instalarse más cerca de la Costa, donde había trabajo en la siembra y cosecha de algodón. […] aquí nací […] Mi mamá, pues, de Santo Domingo Armenta; eran negros de los Corcuera. Ya mi papá era de Ometepec, de por allá, de Guerrero […] mi abuelo era de Santo Domingo, de

a las personas adultas mayores, quienes saben y/o narran la historia del pueblo. Ante preguntas sobre el pasado de Collantes es común que los collanteños contesten que los viejos de Collantes, que ya son pocos, son quienes saben. 4 El nombre de Collantes se hace oficial en el periodo posrevolucionario. Documentos del AHSEP de 1926 se refieren a la localidad como la ranchería o cuadrilla de Collantes. Durante el periodo revolucionario en la región, entre 1911 y 1916, se llama a esta localidad “Finca la Guadalupe”, o “Guadalupe”. 5 Información recopilada por el Comité de Cultura de la Casa del Pueblo de Collantes, presidido por Leoncio Rojas. Antecedentes históricos de la danza de los diablos de Collantes. México, PACMYC-CNCA, 2007 6 En 1870 el estadounidense John A. Smith, sería el mayor productor de algodón en la región de la Costa Chica de Guerrero y Oaxaca. En una extensión de 125 mil hectáreas, el hacendado instaló 11 desmontadoras de algodón, desde Nexpa, Guerrero, hasta Jamiltepec, Oaxaca, donde dio trabajo, en tierras prestadas, a población mayoritariamente afrodescendiente, sin cobrarles o aceptando una cantidad simbólica por la ocupación de la tierra, pero obligándolos a vender la fibra a sus agentes o dependientes; provocando que los pueblos negros nunca pudieran alzarse con las cosechas y partir hacia otras jurisdicciones, quedando, desde entonces, sujetos a la tierra (Aguirre Beltrán, 1989).

por allá de los Corcuera […] Se vinieron cuando ya comenzó a trabajar esta máquina. Ya toda la gente se recargó pa’ acá; pa’cá se vinieron todos a vivir. Sí, pues, con eso. Aquí tenían todo, había dinero, había todo, decían Collantes, ándenle, pacá, pacá toda la gente […].7

En 1916, el pinotepense Darío Atristáin, en una relación sobre datos estadísticos y geográficos de Santiago Pinotepa Nacional, informaba al señor Gral. Brigadier Juan José Baños que la finca La Guadalupe, con desmontadoras de algodón, fábrica de aceites y jabones, y criaderos de ganado mayor, ubicada en lo que hoy es Collantes, seguía funcionando a pesar de las incursiones de las “chusmas zapatistas”, gracias a la defensa que de ella hacen los pobladores quienes, de raza negra, forman la mayor parte de la tropa de resistencia en el Distrito, debido, como señalaría don Darío Atristán, “tanto por su carácter belicoso y el gusto por la portación de armas, cuanto porque cuando las cosechas se pierden, no tienen ya qué cuidar, y de soldados están en su elemento y tienen asegurada la subsistencia”.8 Desde su establecimiento a principios del siglo XIX y debido a su cercanía con Puerto Minizo, la finca La Guadalupe, ofreció trabajo a varias generaciones de familias afrodescendientes, hasta que dejó de funcionar entre 1955 y 1960.9 Así se entiende hoy en día por qué varias personas mayores dicen haber trabajado en la finca desde jóvenes, además de realizar labores domésticas y trabajo agrícola de autoconsumo. Los hombres estuvieron dedicados a la siembra, cosecha y elaboración de pacas de algodón, así

Conversación con Victoriano Ayona, febrero de 2010. 8 Atristáin, op. cit. 9 En el Puerto Minizo se embarcaba la pluma de algodón, carne de res deshidratada, jabón, azúcar, para llevarlas al Puerto de Acapulco. Asimismo, ahí llegaban por barco mercancías para venderse en los pueblos circunvecinos como la manta, mandiles, casimires, prendas de vestir de mujer, de hombre, calzado, sombreros, etc. Conversación con Evencio, febrero de 2010. 7

como al transporte de las mismas hacia Puerto Minizo, y la labor de carga y descarga de los barcos con diferentes productos de la región. Entre las mujeres las actividades eran las tareas domésticas, el acarreo de agua, salitre, cuidado de los menores de edad. En la finca no cesaba el movimiento, donde hombres y mujeres despepitaban el algodón a mano, hacían jabón, cuidaban el ganado y se encargan de los cocotales. Se vivía bien, había de todo, se ganaba dinero y a veces no había en qué gastarlo, por lo cual se guardaba o se enterraba.10 La escuela pública llegó al pueblo de Collantes en la década de 1930 —y aunque los maestros insistieran en el carácter obligatorio de la educación primaria—, pero la enseñanza en el aula se vio obstaculizada por el he-

Conversación con Victoriano Ayona y Griselda Bacho, febrero de 2010.

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cho de que el trabajo de los niños era necesario para los padres, ya fuera despepitando algodón, en labores domésticas y/o agrícolas; además, la alfabetización era poco atractiva debido a la falta de coherencia práctica con la vida de la Costa. No obstante, la labor del maestro no se limitó al aula, sino que desarrolló acciones más amplias que facilitaron la aceptación de la escuela entre los afrodescendientes. El establecimiento de la escuela

Nacional). A estas escuelas, “mal servidas”, asistía sobre todo la población mestiza y eran mantenidas por los padres de familia y por la municipalidad.11 La presencia de la población afrodescendiente en dichas escuelas no fue algo generalizado, ya que habitaba principalmente en rancherías o cuadrillas cerca de la costa, en localidades apartadas de las cabeceras municipales y donde no era común que hubiera escuelas públicas durante el siglo XIX.12

rural en Collantes

En un informe oficial de la tercera década del siglo XIX, un maestro dio noticia de las catorce Escuelas de Primeras Letras establecidas en los principales pueblos del distrito de Jamiltepec: como Juquila, Tututepec, Huazolotitlán, Tetepec, Mechoacán, Chayuco, San Lorenzo, San Juan Colorado, Pinotepa de Don Luis y Pinotepa del Estado, (hoy Santiago Pinotepa

Archivo General del Estado de Oaxaca (AGEO). Instrucción Pública, Instrucción de los distritos. Serie: Jamiltepec. Legajo 1, Exp. 1. Año 1831. 12 En 1916 Darío Atristáin advertía que en Pinotepa Nacional la población indígena era la más numerosa, no sólo en la cabecera, sino en todo el municipio. Según él, la población, dividida por razas, estaba compuesta en “cincuenta por ciento, indígenas de raza mixteca; treinta y cinco por ciento pertenecientes a la raza blanca; y quince por ciento de la africana.”, op. cit. 11

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Los censos escolares e informes oficiales que realizaban los maestros rurales a partir de la creación de la Secretaría de Educación Pública en 1921 utilizó la categoría “raza” para clasificar a la población escolar a la que se daría instrucción y debido a que los maestros e inspectores de la región costa de Oaxaca distinguían razas mestiza, “raza mixteca” y negros de “raza negra” o “raza africana”, podemos saber que se estableció una Escuela Rural Federal en Collantes entre su población afrodescendiente a principios de la tercera década del siglo XX, casi cien años después de documentarse el establecimiento de la Escuela de Primeras Letras que daba instrucción a los mestizos en las principales ciudades rurales de la región.13 Los viejos de Collantes mencionan constantemente el nombre de un maestro: Elías Alarcón Díaz; fue el primer maestro en atender la primera escuela, desde 1937 hasta finales de la década de 1950.14 Su labor como instructor es recordada con aprecio por los viejos de Collantes con frases como: “ese sí era maestro, no como los de hoy”, “¡ay, el maestro Elías!, ése sí enseñaba”, “todos lo querían”, “era un buen consejero”. Esto se debe a que ante a los problemas de salud, higiene y de pobreza material que enfrentó la comunidad, las acciones del maestro Elías Alarcón traspasaron los límites del aula.

El censo que acompaña la propuesta señala que, de establecerse la escuela en la localidad daría instrucción a niños de raza negra (49 hombres y 74 mujeres), que estarían a cargo del maestro Apolonio Arellanes. Semanas después, la propuesta fue aceptada por el jefe del Departamento de Enseñanza Rural y Primaria Foránea, quien recomendó al maestro hacer las gestiones necesarias para adquirir un terreno de cultivo para la parcela escolar con la cual debiera contar la escuela, según los reglamentos de la SEP.16 No obstante, fue hasta 1937 cuando se estableció la primera una Escuela Rural Federal Ignacio Zaragoza, a cargo del maestro Elías Alarcón. Su labor como maestro comenzó con las gestiones en la comunidad para obtener un local donde se ubicaría la escuela, además de organizar el tequio, o trabajo colectivo, para construirla provisionalmente con materiales disponibles en la localidad.17 Convenciendo, obtuvo el solar y se construyó lo que sería la escuela. Sin embargo, aunque algunos miembros de la comunidad cooperaron dotando a la escuela con mobiliario improvisado, no fue posible cubrir todo lo necesario. La comunidad, con apoyo del maestro, solicitó directamente al Presidente de la República, Lázaro Cárdenas Del Río (19341940), el material correspondiente. […] siendo en su mayoría nuestros padres pobres […] no pueden proporcionarnos los útiles y mobiliario necesarios para que aprendamos a leer y a escribir como son sus deseos; contamos con un reducido número de bancos rústicos construidos de otate y un jacalón […] pero no tenemos las comodidades indispensables para que sin preocupaciones nos dediquemos a nuestras labores […] Por lo anterior pedimos a usted conociendo su noble corazón y el noble sentimiento de redimir a las clases humildes como es la nuestra; le pedimos se nos ayude a levantar un edificio y obtener mobiliario para que nuestra escuela sea más cómoda.18

Aquí en esta casa había un maestro que cuando llegué, ya tenía 10 años de haberse jubilado. Él era anteriormente el maestro. Por su trabajo, por su dedicación, por el empeño a la educación era aplaudido, elogiado, era considerado el ídolo del pueblo, lo quería mucho la gente del pueblo. A este maestro lo obedecía el pueblo.15

El maestro llegó a ser consejero, alfabetizador, médico, educador, entre otras cosas. Su trabajo es recordado con aprecio, ya que siempre tuvo el objetivo de mejorar las condiciones de vida de la gente.

La propuesta de fundación de una escuela en Collantes data de 1934.

La carta se envió al Secretario de Educación Pública para que se atendiera la petición, pero el material nunca llegó. Las condiciones geográficas y la falta de recursos económicos limitaron

Archivo Histórico de la Secretaría de Educación Pública (AHSEP). Dirección General de Educación Primaria en los Estados y Territorios. Caja 58, Exp. 16, Foja 1. 14 Conversación con Manuel Peláez, maestro retirado, febrero de 2010. 15 Íbidem.

AHSEP. Dirección General de Educación Primaria en los Estados y Territorios. Caja 58, Exp. 16, Foja 1-2. 17 Conversación con Griselda Bacho, febrero de 2010. 18 AHSEP. Dirección General de Educación Primaria en los Estados y Territorios. Caja 58, Exp. 16, Foja 4.

Escuela y labor social

la asistencia material hacia las comunidades de la región. Esto hizo que el trabajo del maestro traspasara el ámbito de la instrucción para llevar a cabo acciones encaminadas a mejorar las condiciones materiales y de vida de las comunidades. El mismo gobernador del estado, Anastasio García Toledo, en 1934 hizo notar que mientras el nivel económico y material de la población no se “elevara”, sería casi imposible incorporarla como se deseaba, “al torrente de la vida civilizada”,19 es decir, a las costumbres y valores de la cultura occidental. No obstante la falta de apoyo gubernamental, la comunidad de Collantes y el maestro lograron establecer la primera escuela, un salón de 64 metros cuadrados con techo de palma y paredes de madera, donde se coeducaría a 62 alumnos de una población total de 259 niños en edad escolar.20

La labor social que los profesores debían realizar con base en los reglamentos de la SEP (campañas de higiene, antialcohólicas, de desfanatización, de alfabetización, vacunación, huerto escolar, etc.), se desarrolló de manera diferente en cada comunidad. En Collantes, el clima de la costa y la falta de higiene de las viviendas propiciaban el desarrollo de distintos tipos de enfermedades. En uno de los primeros informes de labores que el maestro Elías Alarcón envió a la SEP, advertía que la lepra era una de las enfermedades más graves y peligrosas de la población y no había sido atendida por ninguna instancia oficial. El maestro priorizó las actividades relacionadas con la higiene personal y la vivienda. Una vez al mes el maestro se dio a la tarea de realizar visitas a los hogares con el fin de ejercer vigilancia sobre la alimentación, abrigo y reposo de los niños.21 Daba consejos sobre la necesidad de la higiene personal y la de sus habitaciones, instaba a usar los baños, y recomendaba el uso de mosquiteros o mantas en las ventanas para evitar la transmisión del paludismo. Asociado a estas labores de convencimiento, de manera parale-

Biblioteca del Archivo General del Estado de Oaxaca (BAGEO), Informe de Gobierno, septiembre de 1934. 20 AHSEP. Dirección General de Educación Primaria en los Estados y Territorios. Caja 58, Exp. 16, Foja 11. 21 AHSEP. Dirección General de Educación Primaria en los Estados y Territorios. Caja 58, Exp. 16, Foja 8.

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vas a la escuela de qué van a ganar, no hay empleo, ¿quién te lo paga?” El traía administrador de Jamiltepec, de Oaxaca venían los administradores. De ahí pa’cá pura gente burra. Y cuando llega mi papá aquí, él traía la primaria y pues a él luego luego lo acaparó él, era abusado. Conocía pues. Enseñaba mi papá a los adultos, a sus amigos les ayudaba, les enseñaba a leer y él [el finquero] decía “no, no quiero que hagas eso”. Entonces para que no lo hiciera se hizo compadre, fue padrino de nosotros.27

La alfabetización

Para finales de la década de 1930 el profesor consigna que el pueblo de Collantes tenía una población de 878 habitantes, de los cuales 835 eran analfabetos.23 El alto analfabetismo puede considerarse como consecuencia inmediata de la carencia de escuelas, ya que ésta tenía poco de haberse instalado en la comunidad. Asimismo hay que mencionar que en Collantes vivían algunos “blancos” de Pinotepa y de la ciudad de Oaxaca, encargados de la finca y quienes probablemente representaban a la mayoría alfabetizada. Me metieron a la escuela pero yo no aprendí porque ya, como estaba yo grandecito, me echaron a trabajar. Aprendí el campo […], el machete. De chamaquito, a los diez años […] Me pasaban al pizarrón y ya hacía yo las letras […] Pero ya, me sacaron pue’, no

Primero la salud

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la el maestro contaba historias sobre la Revolución y sus efectos sociales, como parte del mensaje de igualdad y justicia social.22

me dejaron estudiar. No aprendí a leer pero aprendí a trabajar.24

Para el afrodescendiente, la lecto-escritura representó por mucho tiempo una pérdida de tiempo y de energía, en detrimento de la jornada laboral en el campo y las tareas domésticas; como no tenía utilidad práctica y cotidiana dentro del ambiente laboral, provocaba el olvido de la lecto-escritura.25 Además, Elías Alarcón advirtió a la SEP que algunas autoridades del pueblo obstaculizaban su labor.26 Aunque el maestro no explicaba quién y de qué manera, los viejos de Collantes señalan que los administradores de la finca y aduaneros de Puerto Minizo obstruían las actividades de la escuela. […] ellos no querían que la gente estudiara. […] ¿por qué? Porque no les convenía a ellos que alguien se les rebelara, pues. […] Ismael Walls decía: “¿para qué quieren la escuela?, no les sirve de nada. Vas trabajar, te voy a pagar tus tres pesos y ya tienes para comer, y si

AHSEP. Dirección General de Educación Primaria en los Estados y Territorios. Caja 30, Exp. 11, Foja 30. 23 AHSEP. Dirección General de Educación Primaria en los Estados y Territorios. Caja 58, Exp. 16, Foja 11. 24 Conversación con Tomás Ayona, febrero de 2010. 25 Conversación con Epimenia Mariche, febrero de 2010. 26 AHSEP. Dirección General de Educación Primaria en los Estados y Territorios. Caja 58, Exp. 16, Foja 8. 22

El hecho de que el maestro denunciara estos obstáculos muestra que estaba en desacuerdo con los administradores y sus intereses, para mantener cierto control sobre la población afrodescendiente y garantizar la mano de obra en la finca. Pese a ello, aunque incipiente, su labor alfabetizadora en la población continuó. Una muestra fue el trabajo del centro nocturno de alfabetización, donde, a luz de una lámpara de petróleo, el maestro daba instrucción a unos cuantos adultos, después de la jornada laboral.28 Algunas personas recuerdan que se trataba solamente de fragmentos y recitaciones que el maestro enseñaba para los festivales cívicos29, donde también había espacio para obras de teatro y dramatizaciones alusivas a la cuestión campesina del país y los beneficios de la Revolución Mexicana,30 con textos de Rafael M. Saavedra.31 La fiesta cívica

Al fomento material y trabajo social se asoció una labor ideológica. Para ello, la fiesta cívica representaba el mejor momento. En Collantes, la organización de las fiestas cívicas no fue exclusiva de los maestros. Antes de la llegada de la Es-

Conversación con Leoncio Rojas, febrero de 2010. 28 AHSEP. Dirección General de Educación Primaria en los Estados y Territorios. Caja 58, Exp. 16, Foja 8. 29 Conversación con Claudina Domínguez, febrero de 2010. 30 AHSEP. Dirección General de Educación Primaria en los Estados y Territorios. Caja 58, Exp. 16, Foja 11. 31 Periodista, actor, escritor teatral y guionista cinematográfico. Nació en Orizaba, Veracruz en 1903. Su obra se destaca por abordar temas de corte folklórico e indigenista, además de aquellos relacionados con la historia, la geografía y la literatura mexicana. Hacia 1923, la Secretaría de Agricultura y Fomento a cargo del arqueólogo Manuel Gamio, patrocinó la puesta en escena de obras de teatro en San Juan Teotihuacán, bajo la dirección de Rafael M. Saavedra. Estas obras tenían como objetivo principal, difundir la música y las danzas indígenas del centro del país. 27

cuela Rural, en la década de 1930, los jefes de la aduana de Puerto Minizo y administradores de la finca la Guadalupe celebraban y organizaban algunas fiestas. Entre éstas estaban la fiesta patronal de la Virgen de Guadalupe, debido a que la finca fue fundada un 12 de diciembre, y las fiestas patrias del 15 y 16 de septiembre. Estas fiestas eran grandes, había música de viento, mucha comida, baile y duraban días. Hubo mucha gente […] aquí, blanca. No eran de aquí pero como aquí vivían, aquí nacieron varias gentes bonitas […] ya aquí nacían sus hijos, se registraban. Porque aquí se registraba, no como ahora que se registra en otro lado. […] En aquellos tiempos, aquí casaban por el civil, aquí en Collantes […] El 16 de septiembre se celebraba en Collantes la fiesta, alegre. Estaba alegre porque había los jefes de la aduana, había mucha gente. Había mucha gente; por eso salían buenas las fiestas del 16, había mucha gente a trabajar en la máquina.32

Sin embargo, aunque la fiesta era organizada por “los blancos” la mayoría de los asistentes eran las familias de los trabajadores de la finca y de otras comunidades afrodescendientes cercanas a Collantes, como La Boquilla y Paso del Jiote. Eran días de asueto muy esperados. Pero las familias de los administradores y aduaneros abandonaron sus casas en Guadalupe y Minizo a causa de la violencia durante el periodo revolucionario, para refugiarse en Colima, Acapulco o la ciudad de México. Con estas familias también se fue la celebración patria; sin embargo, ésta se trasladó a la cabecera municipal, y aunque la fiesta estuviese lejos, algunos collanteños emprendían la caminata un día antes, hacia Pinotepa Nacional para asistir a la fiesta del 15 y 16 de septiembre, sorteando al tigre y otros peligros del monte.33 Para finales de 1937, cuando se estableció la escuela, esta situación provocó problemas al maestro Elías Alarcón, ya que la comunidad se encontraba relativamente abandonada durante estas fechas porque la población se trasladaba a la cabecera municipal. Ante este escenario y para poder realizar los festejos de una de las fiestas nacionales más importantes marcadas en el calendario escolar, el maestro acordó con la comunidad celebrar el día de la Consumación de

Conversación con Ángel Castañeda, febrero de 2010. 33 Atristáin, op.cit. Conversación con Griselda Bacho, febrero de 2010. 32

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la Independencia, haciendo lo mismo del 15 y 16 los días 26 y 27 de septiembre, costumbre que permanece hasta el día de hoy. Así, los festejos de la Independencia del país se celebraban tanto en Pinotepa Nacional como en la propia localidad, pero en ésta última bajo la organización del maestro Alarcón. Aquí celebran el 27 de septiembre porque hubo un maestro que llegó a Collantes y él puso esa fiesta del 27, pero aquí se celebraba el 15 de septiembre. Estaban los jefes de la aduana que celebraban aquí la fiesta del 15 de septiembre aquí en Collantes, […] del puerto de Minizo. […] Entonces se celebraba el mero 15 y 16. Y ahora no, el señor que vino, el maestro, […] Elías Alarcón, les dijo a los viejos, como era blanco, dijo que mejor se celebrara el 27, ya lo cambiaron del 16 al 27. Así que aquí ahora festejan el 27.34

Para los gobiernos posrevolucionarios las fiestas cívicas eran de suma importancia para “glorificar la memoria de nuestros hombres distinguidos en las luchas civiles y militares […], ya que el culto a los héroes debe mantenerse siempre vivo en el alma popular, como enseñanza y devoción magníficas que perfeccionan y elevan la condición moral de los pueblos estimulándolos a seguir su ejemplo”35, y “fomentar el amor y las buenas costumbres y los recuerdos gloriosos de los antepasados”.� Como parte de las labores que realizaba el maestro y como acto público dirigido a toda la comunidad, las celebraciones cívicas tenían el propósito de dar a conocer la historia, los valores y los símbolos de la nación a todas las comunidades dentro del territorio nacional; traspasando las fronteras del aula. El objetivo de los maestros era fomentar entre la población rural la apropiación de una historia de luchas y conquistas sociales de las cuales había surgido la nación mexicana y los derechos con los cuales sería beneficiada toda la población campesina y obrera (particularmente con los Artículos 3°, 27° y 123° de la Constitución de 1917). Si bien desde el centro del país se incitaba a los maestros a tratar de transformar y/o erradicar hábitos y costumbres de la cultura local de la población campesina e indígena (religión, lengua, vestido, hábitos alimenticios y de higiene, entre otros) considerados

“salvajes” en contraposición con cultura occidental y forma de vida urbana, considerada superior, el maestro fomentó la cultura local en estas fiestas.� En 1935 el gobernador Anastasio García Toledo señaló también el valor de estas fiestas y el papel que jugaban los maestros para llevarlas a cabo; además solicitó a los profesores de todo el estado, la realización obras de teatros y concursos de canciones revolucionarias, regionales, obrero-campesinas, señalando el éxito de los temas contra el alcoholismo y la exaltación de los valores regionales y del estado.� De esta manera, se podía escuchar música de viento, fandanguillo, chilenas;36 se realizaban bailes locales, como la danza de los bailantes,37 de origen afrodescendiente. En resumen, si bien el maestro, como representante del gobierno, debía utilizar la escuela y las fiestas patrias como vehículo de la ideología y cultura nacional, con el apoyo de la comunidad fomentaba expresiones de la cultura local. A manera de conclusión

La SEP, a partir de su creación en 1921, trató de llevar la escuela a zonas que por su diversidad cultural y aislamiento consideraba menesterosas en el rubro de la instrucción y que requerían un mejoramiento material. Debido al contexto de Collantes cuando se estableció la primera escuela entre la población afrodescendiente, el trabajo del maestro tuvo que enfocarse a la resolución de problemas inmediatos, en detrimento de la labor de instrucción. Además, el maestro asociaba su labor asistencialista con las actividades cívicas. Debido al interés del maestro por las manifestaciones de la cultura local, se revaloraron las fiestas patrias y se fomentaron la música y las canciones de la región, así como danzas locales, lo que lo convertía al mismo tiempo un miembro reconocido de la comunidad y un representante del gobierno que los protegía y aseguraba su bienestar. Elías Alarcón fue el único maestro en Collantes durante más de 20 años. Su labor y su condición como habitante del pueblo le permitió tener un acercamiento más estrecho con la comunidad. Su labor trascendió el aula, y su compromiso con la comunidad es recordado con afecto por los viejos de

Conversación con Evencio Martínez, febrero de 2010. 37 Conversación con Griselda Bacho, febrero de 2010. 36

Conversación con Ángel Castañeda. febrero de 2010. 35 BAGEO. Informe de gobierno, 1919. 34

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Collantes. Cuando el maestro, ya jubilado, falleció en la ciudad de Santiago Pinotepa Nacional, el pueblo pidió que el cuerpo del profesor se velara en la comunidad de Collantes. Los familiares del maestro aceptaron y el cuerpo fue trasladado a la comunidad, donde, al cabo de la ceremonia luctuosa, el ataúd fue alzado en hombros por la población y conducido hasta las afueras del pueblo para enterrar al maestro en el panteón municipal de Santiago Pinotepa Nacional.

*Escuela Nacional de Antropología e Historia.

Origen Fernando Guadarrama Sembraron mi mestizaje en la ermita del Rosario, a un ladito del Santuario de aquel Cristo del Buen Viaje, de ahí viene mi linaje, de la espada y de la cruz, soy indio, negro, andaluz, soy la selva, el mar y el río, de ahí viene el verso mío, de la Antigua Veracruz. La sangre de mis abuelos enfrentados en mil guerras, se hizo una en estas tierras después del fragor y el duelo, violación y desconsuelo, vencedores y vencidos, fueron los abuelos míos agua de tantas corrientes, unidas violentamente como el agua de los ríos. Fui la punta de obsidiana en la flecha del guerrero, y también fui cañonero de las veleras hispanas, y fui la espalda africana que llevó cargando el oro, de las minas y el tesoro de los pueblos mexicanos, para entregarlo en las manos del rey que venció a los moros. Fui la espada del pirata y el fuego de sus cañones, bucanero en lo galeones cargados de oro y plata, fui rabia india y mulata en mi pueblo dominado, fui látigo de hacendado y fuete de mayoral, y fui la espada mortal del esclavo liberado. Yo soy el hijo menor de la guerra más antigua, cuando a la verde manigua llegó el colonizador, traigo mezclado el color de rojo, moreno y claro, traigo a Jesús en mi amparo y la bendición del trueno, y nunca me siento ajeno en la tierra en que me paro. Mi sangre llegó de lejos en barcos negros de esclavos, de sus pueblos arrancados por Alvarado y Montejo, mi sangre es el fiel reflejo de ese original despojo,

y es también el cielo rojo que marcó el amanecer de otro pueblo que al nacer dejó atrás odio y enojo. Pues lo que fue alguna vez cruel violación y conquista, por obra de un Dios artista se volvió el mundo al revés, y con la mezcla de tres culturas del mundo entero, a la orilla de un estero y entre la selva escondida, mi pueblo surgió a la vida, el jarocho fandanguero. Traigo culturas diversas corriéndome por las venas, traigo a los griegos de Atenas, a los mayas y a los persas, de mil dioses traigo fuerzas para sentirme seguro, traigo el brillo de lo obscuro y lo negro de la luz, traigo al que murió en la cruz y al rayo como conjuro. Soy de mar y de montaña, soy de café y de maíz, tengo abierta la raíz, soy de amaranto y de caña, soy de México y de España, soy nieto de indios y moros, soy el jaguar, soy los toros, caribe y mediterráneo, y amo el verde momentáneo de una parvada de loros. Soy la montaña y el mar y soy la niebla que viaja, agua que lloviendo baja y vuelve al mismo lugar, torrente que al reventar se desmenuza en rocío, soy el viento húmedo y frío que viene de la cascada, y soy la selva nublada que amanece junto al río. Tengo sangre amestizada de indio negro y español y toda la luz del sol en esta sangre mezlada, que hoy es fronda en la enramada de mi suelo americano, como la ceiba en el llano con raíces tan profundas, así se nace y se funda mi pueblo veracruzano.

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¿Quien fue el inventor del son? Tal vez no fueron porteños pero al Puerto regresaron, porque por el Puerto entraron los viejos cantos cuenqueños, antes los ritmos mareños de síncopa y contratiempo, llegaron como los vientos que nuestro Puerto recibe, de los mares del Caribe al rumbo de tierra adentro. ¿Quién fue el inventor del son, quién descubrió el universo de los ritmos y los versos, quién dibujó su creación? Pocos me han dado razón de ese señor en el rumbo, dicen que era un negro zumbo de pelo chino de pasa que el domingo iba a la plaza después de fumar guarumbo. Cuentan que se había escapado de un rancho de Tuxtepec y siempre traía en la red un guiro bien charrasqueado, un calabazo alargado más rayoneado que un tigre y una puya del calibre para cantar su poesía, y entre cada Son bebía aguardiente con jengibre. Dicen que ya bien servido le entraba la inspiración y empezaba a cantar Son con acento distinguido, sacaba en verso corrido, décima, sexta y cuarteta, y traía senda escopeta en la silla del caballo, y era bueno con los gallos ese negrito poeta. Traía cruzada una faca del tamaño de un machete y en el cinturón un fuete del mercado de Oaxaca, se hizo famoso en La Huaca por curador y versero, negro de origen llanero, de vaquería y caña criolla, que nació y creció en la Olla, al pie del monte cerrero.

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Prendía tabaco en carrujo para limpiar los caminos y arreglaba los destinos con viejos sones de embrujo, y su canto era un influjo que ayudaba a bien morir, rezando solía decir que con un Son de angelitos la gracia va derechito a donde tiene que ir.

Ese brujo cimarrón que llegó sin avisar puso a la gente a bailar al ritmo de su pregón, y un día entre la confusión de la charrasca y la rima, alguien trajo la tarima y una guitarra puntedada, y el Son surgió de la nada cual viento de hoja de lima.

Rápido la voz corrió, llegó a la Iglesia el aviso y a ese negro castizo un Padre le preguntó: “¿y Usted en donde aprendió a cantar esa poesía?”, “Yo canto la santería —contestó el negro al momento— si no existe impedimento de su alta feligresía”.

No faltó una bailadora con aire mas bien flamenco que se incorporó al elenco una noche en buena hora, no paró hasta ver la aurora esa parranda mestiza, y el negro entre verso y risa, bajo la sombra de un mango, le puso al baile Fandango, como quién nombra y bautiza.

El Padre le autorizó porque era negro también y todo fue un parabien con la bendición de Dios, pero a cambio le pidió que fuera negro cristiano, tocaría su Son pagano con permisos celestiales si en las fiestas patronales llevaba un Cristo en la mano.

Nadie ya recuerda cuando ese negro charrasquero trajo aquel canto primero también llamado huapango, otros “de más alto rango” se ponen la investidura, pero cual fruta madura cae la verdad por su peso, pues fue del negro aquel rezo que dio inicio a esta cultura.

Pero ese negro, se cuenta, sabía otros ritmos bravíos, que crecían como los ríos cuando venía la tormenta, y que la gente contenta bailó primero en el suelo, y después en el revuelo taconeaba en la madera sobre una tabla cualquiera que alguien trajo en los desvelos. Al ritmo del guachareque soltaba el negro su verso como semilleo disperso que va detrás del espeque, y se armaba un zarambeque donde ese negro llegaba, porque ese hombre cantaba la copla como ninguno, con su jarabe gartuno “que a los muertos levantaba”.

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El padre Florencio Castillo y la defensa de la ciudadanía de los negros P. Manuel Benavides Barquero*

El presente artículo se ocupa de la defensa realizada en las Cortes de Cádiz por el padre Castillo de la ciudadanía de los negros y sus descendientes libres1. Conviene que se tengan en cuenta unos pocos datos sobre quién era este sacerdote y qué fueron las Cortes de Cádiz. En cuanto al personaje, nació en Costa Rica en 1778, en el pueblo de Ujarrás situado en la actual provincia de Cartago; sin embargo, a los dos años de edad fue llevado a San José, actual capital de los costarricenses. Ahí inició sus estudios que luego completó en el Seminario de León, Nicaragua, culminando el proceso con su ordenación sacerdotal en 1804. Fue bachiller en Filosofía y en Derecho Canónigo, convirtiéndose en catedrático de la primera materia en el mismo seminario. Los estudios que realizó y la realidad que observó en su país, en Nicaragua y en Honduras, le dieron un amplio horizonte de la situación de los habitantes de América, entre ellos, la de la población negra y de los que llevaban sangre africana por alguna línea, personas con las que convivió desde joven pues su mamá tenía esclavos que realizaban la tarea de sirvientes en su casa. Esta experiencia va a ser fundamental para la defensa que realizó de esta gente en las Cortes de Cádiz, para las que fue elegido como diputado el primero de octubre de 1810, como representante de Costa Rica. Estas Cortes fueron citadas para solucionar el vacío de poder que produjo la invasión a España realizada por Napoleón Bonaparte, quien además se llevó preso a Francia al rey del imperio español. Esta reunión de diputados fue la primera que se hizo de acuerdo a un sistema liberal y democrático, teniendo para América un significado 1 Universidad de Costa Rica. Este artículo junto con sus fundamentos documentales estaba basado en: Benavides Barquero, Manuel. El presbítero Florencio Castillo. Diputado por Costa Rica en las Cortes de Cádiz. Costa Rica: M.J. Benavides B., 2010.

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muy importante, pues era la primera vez que la invitaban a participar en condición de iguales, con derecho a voz y voto. Funcionó este congreso de 1810 a 1814. En ella, el padre Florencio Castillo sobresalió por una serie de intervenciones en variadas materias, que lo caracterizaron como uno de los pocos diputados americanos que no sólo lucharon por la región que representaban, sino también por hacer progresar a todo el imperio, razón por la cual su imagen se agrandó ante todos los diputados quienes, entre otros cargos, lo eligieron como presidente de las Cortes en 1813.2 De la región centroamericana fue el que más se destacó, junto con el diputado Antonio Larrazabal, representante de Guatemala. Ambos apoyaron y a la vez fueron apoyados por varios diputados mexicanos que abanderaron las mejores ideas y proyectos en favor de América, entre ellos se encuentran Guridi y Alcocer, Miguel Ramos Arizpe, Gordoa y Barrios. En el contexto de la discusión de los artículos de la que sería la famosa Constitución de Cádiz, publicada y jurada el 19 de marzo de 1812, se encuentra la intervención del padre Florencio Castillo en favor de los negros y sus descendientes que gozaban de la libertad en América, tema que se pasa a exponer. En 1809 el padre Florencio Castillo escribió desde Nicaragua, a su hermano Rafael, en Costa Rica, indicándole que ya había recibido el “mulatillo” que heredaba de la mortual de su madre Cecilia. Este esclavo, llamado José Cornelio Castillo, tuvo junto a su amo una vida muy intensa y fue testigo de la lucha que este entabló en las Cortes de Cádiz en favor de sus hermanos que ya gozaban de la libertad. Una de esas luchas sucedió precisamente hace doscientos años. El 4 de septiembre de 1811 el padre Florencio pidió la palabra para defender los derechos ciudadanos de los negros y mulatos libres del imperio español. Si bien las Cortes de Cádiz

2 Este cargo duraba un mes y varios diputados americanos lo ocuparon.

declararon la igualdad de los americanos frente a los españoles de la península, hubo aspectos que contradictoriamente no reflejaron la mencionada igualdad. En el caso concreto que aquí nos ocupa, algunos artículos de la Constitución, especialmente el número 22, privaron de sus derechos políticos a los negros y a todos los que por alguna línea tuvieran sangre africana, al no admitirlos como ciudadanos. La intención principal de los diputados españoles con esta norma era evitar que América tuviera más diputados en el Congreso, sin embargo, los defensores de los negros y mulatos libres desbordaron este aspecto, valorando más allá la dignidad de esta parte de la población y el gran aporte que brindaban a la Corona española. Si se observan los bien fundamentados argumentos de los americanos y la fuerza con que los defendieron, se concluye que los españoles, quienes nunca dieron el brazo a torcer para conceder la ciudadanía a esta parte de la población, padecieron de un verdadero miedo, pues temían que con esta acción el número de los diputados americanos aumentara; superando al de los de España, terminarían gobernando el imperio quienes antes eran súbditos. El contacto que tuvo desde niño el padre Florencio con los esclavos de su casa le permitió conocerlos de manera más humana. Lo que observó en Nicaragua y Honduras respecto a sus capacidades intelectuales, su alta moral, su religión, su mística en todo tipo de trabajo y otros aspectos, le ayudó a completar la comprensión de su igualdad respecto a los otros sectores de la sociedad y luchar por el respeto a su dignidad humana. Unido a esto, la responsabilidad con que asumió la oportunidad que se le dio de estudiar, le permitió oponerse a los argumentos de los españoles con razones tomadas de las ciencias exactas, del derecho natural, el civil y el canónigo, por ejemplo, atacando desde la física experimental cualquier intento de defender la desigualdad basados en el color de la piel. Rechazando el argumento de que los privaban de la ciudadanía porque eran descendientes

de esclavos, se atrevió a enrostrar a los españoles, desde la ciencia de la historia, sus orígenes multiétnicos, que los colocarían como candidatos a la desigualdad que aplicaban a los negros libres y sus descendientes en América, sin dejar también de evidenciarles la contradicción en que entraban al dar la ciudadanía a los siervos que habían en España y no a los siervos americanos. Además de sostener el principio de que la ciudadanía se adquiría por nacimiento, cuando los españoles quisieron dejar a este sector fuera de los censos que se tomarían como base para saber cuántos diputados le corresponderían a América, el 14 de septiembre de 1811 el padre Florencio demandó el derecho de los negros y sus descendientes libres a tener representantes que los defendieran en los congresos, de lo contrario “no se diga que son parte integrante de la nación; dígase más bien que son esclavos, o que no son hombres.” Defendió su alta moral indicando que en su opinión sólo debía “atribuirse a la religión que profesan”. Suplicando a las Cortes deponer cualquier idea prejuiciosa que tuvieran sobre esta parte de la población, expresó las siguientes palabras, que van más allá de una defensa fría y legal: ...nosotros hemos nacido entre aquellas gentes, nos hemos criado con ellas y acabamos de dejar su compañía, y todos los diputados americanos tuvimos el honor de hablar (...) de su bella índole, honradez y aún de sus virtudes, de su buena disposición para las artes, de su aplicación a la agricultura, a las minas y a todo género de labor.

Todo esto justifica que le escribiera a las autoridades costarricenses exponiéndoles que, como diputados, no apoyaron esta injusticia porque no encontraron razón “para privar a muchos semejantes nuestros de esos derechos que deben ser comunes a todos los que sufren las mismas cargas.” Al fracasar todos los esfuerzos para que se diera la ciudadanía a los negros y sus descendientes libres, el padre Florencio hizo una proposición a favor de ellos aprovechando la única puerta

que dejaron abierta los españoles para que pudieran obtener la ciudadanía: la carrera de los méritos, camino difícil porque hasta entonces se les habían cerrado los canales oficiales de aquella sociedad para hacer méritos, razón por la cual hizo una proposición indicando “que si no basta a consolar del todo a aquellos infelices habitantes, pueda a lo menos enjugarles las lágrimas”. Pidió que los originarios de África y los que por algún lado llevaran su sangre pudieran ser “admitidos a matrículas y grados de universidad, podrán entrar de alumnos en los seminarios, serán admitidos en las comunidades religiosas de ambos sexos, y en todas las demás corporaciones, oficios o empleos en que por constitución o ley se requiere la cualidad de español, como no sea de aquellos que exijan la de ciudadano o nobleza.” Dicha petición fue concedida. La lucha por los derechos de los negros y mulatos libres del padre Florencio culminó en un hecho que hace ver la altura de su nobleza y la visión de la dignidad humana que defendió desde un cristianismo humanizador, pues le dio la libertad a su esclavo José Cornelio Castillo para ser consecuente con sus ideas, una razón más del porqué es Benemérito de la Patria en Costa Rica y merece que se relean sus discursos a favor de los negros y mulatos. A manera de conclusión, podríamos observar en la tarea del padre Florencio en favor de los afrodescendientes de América un puente entre dos épocas que nos traería hasta el presente, punto a destacar con mayor fuerza en este año que, además de cumplirse el bicentenario de estas acciones, fue declarado por la ONU como ocasión especial para el rescate del aporte de los afrodescendientes en las construcción de nuestros países. Por un lado, el padre Florencio se apoyó para fundamentar su defensa en todo la contribución que por 300 años de Colonia habían dado a la sociedad y, por otro lado, los ligó a la época siguiente al defender los derechos ciudadanos de todos ellos, materias que fueron vitales en tierras americanas después

de su independencia.Este esfuerzo por el respeto de los negros y sus descendientes nos lanza hacia el presente, reconociendo dos siglos de lucha por parte de esta población para deshacer mentalidades racistas que si no en la ley, en la práctica no les permiten el disfrute pleno de estos derechos. La mezcla de sangre de la que proceden muchos sectores de América, debería ser otra razón para sentirnos orgullosos de la defensa que realizaron de estos principios varios diputados americanos en las Cortes de Cádiz, y el compromiso que de ellos se desprende debe motivar las acciones de los ciudadanos del presente.

*Universidad de Costa Rica.

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El reino de este mundo, de Alejo Carpentier Elisa Ramírez Castañeda

Este libro abre con la imagen de Ti Noel, quien acompaña a su amo a Ciudad del Cabo para elegir un caballo. Mientras su amo se acicala, él mira el lugar a donde éste entró, desde la acera de enfrente. La escena plasma la coexistencia de mundos separados y contradictorios: el francés está en la peluquería donde cuatro cabezas de cera sostienen y anuncian empolvadas pelucas entre potes de perfumes y pomadas; en la vitrina de la carnicería de al lado ve una cabeza de buey con una rama de perejil sobre la lengua, entre cazuelas y aderezos; la tienda que le sigue vende estampas con la efigie del rey y de varios funcionarios, que cuelgan con pinzas delante de la librería: —Es el rey de tu país —le aclara el vendedor. Ti Noel no sabe leer pero prefiere a Kakán Muzá, rey mandinga que no usa pelos ajenos y que conoce a través de los relatos de Mackandal en el trapiche: este rey —a diferencia del francés— es guerrero, juez, sacerdote y cazador. En África los reyes son hijos de arcoiris, tienen cientos de descendientes y son auxiliados por animales míticos en sus contiendas. Tal es la diferencia entre Europa y el Gran Allá de caudalosos ríos. Mackandal, negro bozal de Sierra Leona, impone silencio con sus recuerdos de un lugar donde

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se convoca la lluvia con tambores, se forjan los metales, se rige sobre las cuatro direcciones. Mackandal pierde un brazo en la molienda y se encarga ahora del ganado. Errando en los montes, guiado por una vieja ermitaña, se adentra en los secretos de los “ensalmos licantrópicos” —transformarse en animal, nagualismo diríamos nosotros—, de las yerbas y de los hongos en espera del momento. Un día desaparece, pero el amo considera que no vale la pena ir tras un baldado. Se sabe que todo mandinga oculta a un cimarrón; si tienen tan mal precio, es porque nunca dejan de soñar con el monte. Ti Noel se aflige al perderse las historias, pero un día la vieja lo lleva a la cueva, donde Makandal lo prepara con muchos otros más. En la isla, comienzan a morir los animales, a pudrirse las higueras. La muerte por veneno entra a las casas y aterroriza a los blancos. Se declara estado de sitio, se toman todas las precauciones, pero la muerte sigue apareciendo en los lugares más improbables. Por fin un negro torturado confiesa que Mackandal ha decretado el exterminio de todos los blancos y el Imperio de los Negros Libres en la llanura, poseído por el Señor de los Venenos. La cacería comienza, pero no hay ni un rastro del instigador. Los tambores lanzan mensajes a lo largo de todo la isla. Mackandal visita a los negros con

disfraces diversos de plumas y agallas, pelo y pezuñas. Anuncia su retorno simultáneamente en los lugares más distantes. Todos esperan la hora y el día. Cuatro años después regresa con gran resoplido de caracoles y ecos de tambores, sobre sus dos piernas. Los blancos se preparan y lo apresan, condenándolo a la hoguera. Ante la mirada indiferente de los negros, se enciende el fuego y los esclavos ríen al verlo arder. Los blancos desaprueban la insensibilidad ante el sacrificio de su instigador y sigue la gran fiesta. Mackandal permanece en el reino de este mundo tras emprender el vuelo. Esa noche, Ti Noel preña a una cocinera de jimaguas —manera caribeña de llamar a los gemelos. Veinte años después, Ti Noel aún relata las historias de Mackandal y espera su retorno. Bouckman, un jamaiquino, informa a los negros que en Francia se ha decretado la libertad de los esclavos. Los hacendados de las colonias, indignados, comienzan la guerra civil contra la Asamblea, que les otorga derechos ciudadanos. Comienza nuevamente la espera de los signos para lanzarse a la guerra contra el dios de los blancos, que apaga su sed con lágrimas de negro. Al iniciarse el levantamiento hay robos, incendios, pillaje y violaciones. Los franceses emprenden la huída y se refugian en Santiago de Cuba; los rebeldes son apoyados por españoles

y jacobinos, enemigos ambos de los franceses realistas. Por fin Bouckman es degollado, en el mismo sitio en el que antes se levantara la hoguera donde Mackandal terminó sus días como hombre. El exterminio fue total y los pocos lugares donde no cundió la rebelión fueron arrasadas por la revancha sanguinaria que castigó por igual a rebeldes, esclavos inocentes y negros libres. En Santiago, los hacendados pudientes comenzaron a plantar café o a invertir su dinero en Nueva Orleans; tras vender a sus esclavos, mueren en la ruina —es así como Ti Noel cambia de amo. El esclavo se convierte al catolicismo en su exilio cubano. Las iglesias del lugar tienen un acento vudú que nunca vio en Haití; en los altares aparecían santos con caballos, dragones, leones y bueyes. Santiago mismo era Ogún fai, mariscal de las tormentas, bajo cuyo conjuro habían iniciado la primera rebelión. En el muelle, Ti Noel ve un día los perros que llevan a Haití para comer negros huídos y hace correr la voz, asustado, en creole. También pasa por el puerto el general Leclerc, quien se dirige a combatir a los alzados; la hermana de Napoleón, su esposa, dormía desnuda sobre cubierta y ensayaba su papel como gran soberana de la próspera colonia con su amante, un actor. La isla le recordaba las novelas pastoriles, y tomó para su servicio personal al negro Solimán, quien antes había trabajado en unos baños: la masajeaba, depilaba y solapaba a sus amantes. Pero la realidad la saca del idilio a Paulina, obligada a refugiarse en la Isla Tortuga, para escapar del veneno, las epidemias y la guerra. Su marido, gravemente enfermo, agoniza mientras Solimán y ella hacen conjuros: el terror la vuelve supersticiosa. Tras la muerte del general, el Eleguá negro de los santeros le abre los caminos para volver a Roma, enloquecida. En Haití, los perros se ceban con los negros enmontados; la colonia huele a cadáver y podredumbre. Por fin Ti Noel, quien cuidaba el ganado de un santiaguero, compra su libertad y regresa a Haití, marcado por dos amos pero al fin libre. La esclavitud había sido abolida por entonces de la isla. Camina por la llanura hasta la

antigua hacienda. Nada quedaba en pie: añilería, secaderos y establos estaban destruidos. Un día llega hasta Ciudad del Cabo donde soldados uniformados a la manera napoleónica —con mayor pompa aún— vigilaban y arreaban con látigos a los negros que, a pesar de ser libres, hacían trabajos forzados. Los capataces que los persiguen y hostigan eran tan negros como ellos. Ti Noel se acerca a un palacio, SansSouci, donde desfilan ministros, militares, orquestas, carrozas, damiselas, criados. Las mujeres, con elegantes vestidos, son asistidas por lacayos con pelucas empolvadas. Desde los húsares hasta la virgen misma, son todos negros. Es la residencia y la corte del Henri-Christophe, ahora rey, cuya efigie aparece en todas las monedas. Sus hijas son mecidas en columpios y un maestro francés enseña Plutarco al príncipe heredero, el Delfín. Ti Noel es apresado, se le obliga a subir y bajar ladrillos para la construcción de un palacio enclavado en los cielos. En lo alto de la montaña, se levanta un gorro de obispo: la ciudadela de La Ferrière, laberinto cruzado por túneles, corredores y escaleras que se asemejan a las construcciones de Piranesi. La mezcla se hace con sangre de toro: suben por centenares mientras quienes llevan el material son arreados a punta de látigo y fusil. La fortaleza defensiva está llena de cañones y bodegas. Es medianoche cuando Ti Noel llega por fin a su destino. Se trabaja sin descanso colocando andamios, construyendo semejante comejenera de barro cocido. Así, durante doce años. Es más humillante todavía la esclavitud cuando quienes apalean son negros, y mostraban poca misericordia, ya que nada costaban sus vidas ahora que eran libres. Murieron por miles quienes edificaron el sitio donde ni una sombra debía caer sobre Henri-Christophe: quienes intentaran una reconquista jamás le alcanzarían, pues la fortaleza era capaz de albergar a quince mil habitantes con suficiente dotación de pólvora o maíz. Era un reino dentro de otro. No bien pudo escapar, Ti Noel regresó a la antigua hacienda en ruinas y no volvió a salir. Un día, la soledad le empujó hasta Ciudad del Cabo, donde

el confesor del rey había sido emparedado vivo por expresar su deseo de marcharse de la isla. El obispo pardo fue inmediatamente sustituido por un español, quien ofició misa a la siguiente semana, cuando por fin cesaron los gritos de su antecesor. Fuerzas y señales hostiles comenzaron a cernirse sobre el rey: se escuchaban tambores, era frecuente ver su figura atravesada por alfileres; un rayo quebró la torre de la iglesia, liberando al espíritu del confesor. Poco después, durante la misa, el rey escuchó tambores que no eran sino su propio pulso y fue llevado en brazos a su palacio, paralizado y enfurecido. Auxiliado por los remedios de su lacayo Solimán se recuperaba de un infarto cuando estalló la revuelta. Todos sus súbditos le abandonan excepto los tres “Bombones Reales”, muchachos africanos que no tenían a dónde ir. Sentado en su trono, enloquecido por el avance de los rebeldes, el rey recita el encabezado de sus todos escritos y actos de gobierno: Henri, por la gracia de Dios y la ley Constitucional del Estado, Rey de Haití, Soberano de las Islas de la Tortuga, Gonave y otras adyacentes, Destructor de la Tiranía, Regenerador y Bienhechor de la Nación Haitiana, Creador de sus Instituciones Morales, Políticas y Guerreras, Primer Monarca Coronado del Nuevo Mundo, Defensor de la Fe, Fundador de la Orden Real y Militar de Saint-Henry, a todos los presentes y por venir, saludo... El vudú de los rebeldes y sus tambores se acercaban. Los incendios y la guerra frenética no tenían nada de afrancesado. El monarca pidió ropa limpia, vistió su traje de ceremonias y se dio un tiro en la sien al ver su reflejo en un espejo en llamas. Llevando el cadáver en una hamaca cargada por sus pajes, Solimán dirige a la reina y los infantes hacia la ciudadela. Entretenidos en el saqueo, los alzados los dejan huir y pueden llegar a su destino: zambuten al monarca muerto en la argamasa del último muro en construcción de la fortaleza, que le servirá también de mausoleo. La reina María Luisa, rescatada con sus hijas por los ingleses tras la muerte de Henri-Christophe y después de la ejecución del Delfín, vive en Roma 37


con su lacayo. Solimán es la sensación del lugar, los niños le confunden con el rey Baltasar y él recuenta la historia de Haití reinventándola a su modo. Más adelante, el negro se hace amante de una de las fámulas del Palacio Borghese, donde una noche, borracho perdido, entra a la galería de pinturas y estatuas. En una cámara, sola, encuentra la Venus de Canova. La toca: reconoce cada uno de los rasgos de Paulina, quien sirvió de modelo al escultor. Su piel marmórea y su frío, indican al negro que aún podría volver a la vida. Grita pidiendo ayuda y cuando es acorralado por los gendarmes se arroja al vacío. No muere. Agoniza cuidado por la reina y sus hijas. Ti Noel participó en el saqueo general de Sans-Souci que siguió la rebelión y así logra amueblar las ruinas de la hacienda. Envejecido, pasa los días cultivando un pobre huerto; para entretenerse, da cuerda a una cajita de música, juega con las muñecas; usa una casaca de seda con puños de seda sobre el pecho desnudo, un bicorne de paja, un cetro de palo de guayaba y hace solemnes discursos a solas, dando órdenes al viento. Un día, llegan los agrimensores de Port-au-Prince, parcelan las tierras y se inician los trabajos obligatorios de los refugiados, azuzados por látigos de mulatos republicanos. Los nuevos dueños de haciendas y privilegios muestran que las cadenas no tienen fin. Es entonces Ti Noel cuando comienza a disfrazarse al modo de Mackandal, como distintos animales. Un día se convierte, no sin cierta dificultad, en ganso. Su primer patrón los había traído para aclimatarlos, que también se hicieron cimarrones. Los otros jamás le aceptaron: no todos son iguales, ni cualquiera podía ser ganso, decían estos franceses acriollados. Descubre entonces que su maestro se transformaba para ayudar a otros negros, no para huir. Se declara nuevamente la guerra y un gran ciclón arrasa la isla. No vuelve a saberse nada de Ti Noel, tal vez convertido en aquel buitre que voló en Bois Caimán. En el prólogo, Carpentier relata su visita a Sans-Souci, la ciudadela La Ferrière, Ciudad del Cabo. En Haití vio advertencias en los caminos, señales 38

atadas a los árboles, escuchó diálogos de tambores. Acomete entonces contra los fallidos intentos de suscitar lo maravilloso en Europa. De los surrealistas en adelante, opina, siempre convocaron fantasmas truculentos y a través de fórmulas acartonadas provocan solamente resultados artificiales y previsibles. Lo maravilloso en América, en cambio, es inesperada alteración de la realidad (milagro), revelación privilegiada, iluminación singular. Presupone una fe para no ser mera artimaña literaria. En Haití encuentra lo real-maravilloso cotidiano: el mito de Mackandal, una ciudadela alucinante, tiranos realmente padecidos. América entera, es venero de mitologías no agotadas. Los sucesos de Santo Domingo, asegura, fueron puntualmente documentados; Cuidad del Cabo es el punto nodal de las Antillas, su encrucijada mágica. Con El reino de este mundo, inicio de su ciclo americano. Ti Noel es el narrador de este libro y el hilo conductor de una historia que abarca más de medio siglo. Entre grandes saltos temporales y espacios dislocados por el exilio y la añoranza, el punto a donde siempre se retorna es la hacienda en Haití donde nació y alguna vez este negro fue esclavo. El desarraigo de Makandal —sacerdote rebelde y vudú— y sus historias del Gran Allá, África, le llevan a fundir su nostalgia de un lugar con su urgencia de libertad, que logra trasformándose en distintos animales y al remontarse al cielo tras su muerte, prometiendo volver. Paulina Bonaparte, regente de “la más floreciente gema de la corona”, Saint-Dominigue, añora el boato napoleónico e intenta sanar al general agonizante Leclerc, su marido, con rituales negros. Henri-Christophe, negro educado y antiguo cocinero de La Corona, crea un reinado afrancesado, hace Delfín a su hijo, construye un castillo de tan desproporcionadas dimensiones, que recuerda la locura posterior de Ludwig. Solimán, lacayo de la esposa del primer rey de Haití, duerme en el Coliseo y relata sus proezas caribeñas en Roma. Solamente permanecen estables y arraigadas a su tierra la voz de Ti Noel, los ciclones y epidemias, la rebelión cíclica, la cir-

cularidad del relato. Como en su cuento “Viaje a la semilla”, todo retrocede desde la muerte, todo avanza hacia su nacimiento. Entretejido en la trabazón de su peculiar lengua, este diacronismo se desarrolla y culmina en apenas cien páginas; el prólogo, en otras cinco, expone la teoría de Carpentier sobre lo real-maravilloso. Dar la voz cantante a un esclavo liberto, que termina en su delirio convirtiéndose en parodia de HenriChristophe —o en ganso acriollado— es una postura tanto literaria como política. A través de los ojos de Ti Noel, las señales no provienen de los decretos de la Revolución Francesa ni de las justas demandas de libertad ilustrada, sino de milagros, prodigios y señales que permitirán su realización. Esta interpretación animista de la historia le da su peculiar tono al libro, pionero y fundacional de las letras latinoamericanas. A la vez, reivindica la independencia y autonomía del poder político con el relato de la primera revolución negra triunfante del mundo y la celebración de la derrota de las tropas napoleónicas, antes de Waterloo —así sea auxiliados por ciclones, venenos, hechizos y epidemias— y confirma que el reino conquistado aunque frágil, incomprensible y circular, es ciertamente de este mundo —y a este mundo, pertenece Haití, primer país independiente de América Latina.

El reino de este mundo (1949). Primera reimpresión en México en 1983. Obras Completas 2. Undécima edición. México D.F., siglo XXI editores, 2001. Otras obras de Alejo Carpentier son La Guerra del Tiempo, El Acoso y otros cuentos, Concierto Barroco, El Arpa y la sombra, El recurso del método, La Consagración de la Primavera. Con ensayos, críticas y sus tempranas obras afrocubanas, completan los doce volúmenes de sus Obras Completas. El número 28 de la revista Casa de las Américas esta enteramente dedicado a este autor. Para éste y otros artículos pueden consultarse Biografía del Caribe (1945) de Germán Arciniegas en la Biblioteca Henestrosa. Al igual que todos los libros de Carpentier, pueden consultarse en la biblioteca del IAGO, el número 10 de El Alcaraván de julio-septiembre de 1992 dedicado a Piranesi. El libro Kanaval. Vodou, Politics and Revolution on the Streets of Haiti, con fotos y textos de Leah Godon muestra la representación de la independencia de este país hecha por las comparsas carnavalescas.

Refranes de Belice Los refranes generalmente usan lenguaje y expresiones arcaicos. Esta compilación es producto de un proyecto más amplio de lexicología; en el folleto aparecen los refranes en creole, con traducción al inglés y una breve explicación de las ocasiones en que se usa. Por ejemplo: Tigger maaga but e caca tarry. Literalmente: The tiger is thin but its shit is sticky. Significado: Decir de alguien que “e caca tarry” generalmente significa que tiene un talento inesperado, cualidades especiales como la valentía o la astucia. Las piedras del fondo del río no se enteran si el sol calienta. No hay zopilote que no diga que su hijo es güero. El que no tiene quehacer, camina hasta el llano para saludar a las vacas. El cangrejo camina hasta toparse con la tenaza caliente. Un saco vacío no se para; uno muy lleno, no se dobla. No cambies un perro negro por un mono. El que tapa sus oídos, tiene que ir al mercado dos veces. No le digas hocicón al lagarto hasta que cruces el río. El tigre es flaco, pero su caca embarra. Más largo es el tiempo que la cuerda. No diario es domingo.

Cada quien sabe dónde gotea su casa. Mejor fijarse dónde pisa uno que andar pidiendo disculpas. Al que ha picado una víbora, hasta de las lagartijas corre. Para agarrar a los pollos, hay que aventarles maíz. Cuando el negro roba, roba algo; cuando el blanco roba, roba todo. El machete español, de los dos lados trae filo. La escoba nueva barre mejor, pero la vieja ya conoce los rincones. La leña vieja fácilmente arde. Que quien soltó al tigre vuelva a amarrarlo. Quien te odia, te regala una canasta para acarrear agua. Muy pocos huesos le tocan al perro con muchos dueños. No se mata un piojo con un solo dedo, ni se aplaude con una sola mano. Nadie apedrea un árbol sin mangos. Lo que ha de suceder ha de suceder. ¿Qué haría el buitre antes de que se muriera el burro? Suénate la nariz donde agarraste la gripa. El diablo regañando al pecador. Creole Proverbs from Belize, recopilados por Colville N. Young. Edición privada, Ciudad Belice, 1986. Traducción de Elisa Ramírez.

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Bob Marley o la glorificación de la alteridad en la industria cultural Curros y curras Elisa Ramírez Castañeda ¿Qué clase de gente encontramos aquí? El que no tiene de congo tiene de carabalí. Refrán cubano

Fernando Ortiz, gran folklorista, dejó entre sus libros inéditos uno dedicado a los negros curros; inició su investigación sobre el tema en 1909 y lo trabajó a lo largo de los años, sin publicar nunca una versión final. Se calcula que en Cuba, hacia el año de 1855, cincuenta y dos por ciento de la población era negra o mulata. En la isla hubo negros esclavos y negros orros (que compraban su libertad) o libertos (liberados por sus amos), y negros y mestizos libres de nacimiento. Los negros del campo eran de las mismas clases, y además cimarrones. Otras variedades de negros exclusivos de la isla fueron los negros curros, especie particular de negro o mulato que provenían de España, no de África, previamente aculturado; los negros ñáñigos provenían de África, tuvieron sociedades secretas defensivas y fraternidades jerarquizadas, exclusivamente masculinas. No eran religiosos, como los vudú o los santeros, que se asociaban en cofradías religiosas y practicaban la magia y hechicería en otros lugares, además de Cuba. Las tres categorías de negros compartían espacios: vivían en Regla, en los Mangles, en otros barrios “extramuros”. Como los ñañigos, urbanos, los negros curros desaparecieron de la ciudad a fines del siglo XIX; ya solamente aparecen en escritos judiciales, costumbristas o, más adelante, como personajes carnavalescos. Los negros curros venían —o decían venir— de Sevilla; se distinguían por su atuendo, lengua, andares, adornos y mala vida. Eran “retadores, referteros y fáciles a las cuchilladas. Desalmados, de costumbres relajadas, entregados al hampa, perdularios sin oficio, camorristas por hábito y por índole”, se criaban en las calles de La Habana y vivían exclusivamente de la rapiña. El curro, con su compañera curra, buscaba solamente el provecho personal. Recibía los nombres de currutaco o taco, chulo, carraú, jifero, rufián, jácaro, pícaro o ñongo. El curro era negro o mulato, sin profesión u oficio, bien trajeado, valiente, amujerado, bravo o guapo. El escritor costumbrista del siglo XIX, José Victoriano Betancourt, citado por Ortiz, los describe así:

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…bastaba verlos para clasificarlos como tales: sus largos mechones de pasas trenzados, cayéndoles sobre hombros y cuello a manera de grandes mancaperros, sus dientes cortados a la usanza carabalí, la camisa de estopilla bordada con candeleros, sus calzones blancos casi siempre, o listados de colores, angostos por la cintura y anchísimos en las piernas, el zapato de cañamazo, de corte bajo con hebilla de plata, la chupa con olancito de cortos y puntiagudos faldones, el sombrero de paja afarolado, con luengas, colgantes, y negras borlas de seda y las gruesas argollas de oro que llevan en las orejas, de donde cuelgan corazones y candados del mismo metal, forman el arreo que sólo ellos usan; conóceseles además por el modo de andar contoneándose como si fueran de gonces, y meneando los brazos adelante y atrás; por la inflexión singular que dan a su voz, por su locución viciosa, y en fin, por el idioma particular que hablan, tan físico y disparatado, que a veces no se les entiende…. Para nuestro mayor entendimiento, las notas del editor nos explican que el mancaperros es un reptil manchado, los candeleros son una clase de bordado, físico es locución vulgar que significa lo mismo que retórico. Las curras usaban multitud de pañuelos uno sobre otro, dos en la cabeza y en el cuello mantones, enaguas y entrambos; ejercían la pillería y la prostitución, como sus semejantes en Cádiz. La ostentación fue su cualidad más sobresaliente y acentuadamente andaluza. Nunca fueron orgullosos de sus antecedentes negros: llevaban mala vida en España, y peor aún en La Habana; aespañolados, agitanados, son la “ardería de rompe y raja”. Sin organización, música, arte ni gracia propios. Como la autoridad les impedía portar puñales, los curros lo llevaban por dentro de la manga y a modo de tatuaje en el brazo, las marcas de los homicidios cometidos. Sus cuchillos tenían cachas adornadas y eran diestros en desenvainarlos y clavarlos sin el menor asomo de culpa o conmiseración, por precio o por personal arrebato. Fernando Ortiz, Los Negros Curros. Texto establecido, prólogo y notas aclaratorias de Diana Iznaga. La Habana, Editorial de Ciencias Sociales, 1995 (Pensamiento Cubano).

Antonio Emmanuel Berthier*

La redituable alteridad

Visto con cierta distancia, el cinismo de la industria musical alcanza niveles de escándalo. Pareciera operar con una lógica perversa que somete a sus artistas a un mecanismo contradictorio: por un lado estigmatiza aquello que le resulta atractivamente ajeno, exaltando su diferencia para asimilarla como creación original, y por el otro, pervierte su esencia hasta que logra destruirla. Baste atestiguar en nuestros días casos lamentables como el de la joven cantautora colombiana Shakira Mebarak: de inicio una cándida adolescente autóctona con guitarra colgada al hombro y un puñado de canciones sin pretensiones, convertida ahora en voluptuosa femme fatal. Condenada por su origen y por su disposición anatómica a representar el papel de exótica diva del soft porn musical, da lo mismo a los altos ejecutivos que administran Live Nation Entertainment (el emporio de venta de boletos y mechandising que comercializa a la oriunda de Barranquilla) si balbucea en sus canciones motivos pretendidamente latinos, gitanos o africanos. Para la industria, la señorita Mebarak es un activo cuyo carácter híbrido resultará rentable mientras permita a los consumidores anglosajones acceder al placer ajeno, a la mujer salvaje (en este sentido resultan ilustrativos los títulos de sus últimos hits: “She-Wolf” y “Rabiosa”), mismos que un caballero blanco no podría degustar en casa, salvo quizá con la voluptuosidad domesticada, inofensiva y necesariamente incompleta de una Katie Perry. Es claro entonces que para los encargados del departamento de Artist and Repertoire (A&R) de las compañías disqueras, hoy en aparente crisis, el valor musical de un artista —y de su obra— debe traer incorporado un elemento distintivo que lo haga comercializable. Un aire de alteridad que motive la curiosidad del escucha ávido de novedades que, sin embargo, no rompan demasiado con sus hábitos auditivos confeccionados por la industria. Siguiendo esta lógica, es posible

sumar el caso de Bob Marley, el legendario rastaman jamaiquino y líder de los Wailers, a la lista de víctimas de la industria musical cuyo común denominador y mérito fue la otredad. La modernidad inacabada

Dependiendo de las fuentes que se consulten, se puede establecer que Robert Nesta Marley nació el seis de abril o el seis de febrero de 1945 en Saint Ann de Parish, Rhodam Hall, al norte de Jamaica. De lo que se tiene certeza es que fue el hijo mestizo de Cedella Booker, una joven negra de sólo dieciocho años de edad, y del capitán Norval Marley, hombre blanco de cincuenta años al mando de un destacamento de la marina británica emplazada en Jamaica. Considerado extraño dentro de su propio hogar, el pequeño mulato pronto adquirió conciencia de su doble alteridad: era demasiado blanco para sus connacionales y demasiado negro para el resto del mundo. Persiguiendo el sueño de la modernidad, la familia Marley dejó su hogar y se dirigió a Kingston cuando el despabilado Robert contaba apenas con catorce años de edad. La familia se estableció en el barrio de Trench Town donde el hijo del capitán Marley conoció la vida de la calle y con ella sus dos pasiones (por lo demás, muy británicas): el soul y el soccer. La música le llegó de la mano del perspicaz Neville O’Riley Livingston, posteriormente conocido como “Bunny” con quien eventualmente formaría su primera agrupación musical. Marley y Livingston unieron fuerzas con el guitarrista Winston Hubert MacIntosh y pulieron sus cualidades vocales mientras absorbían la gran tradición de la música afroamericana por la vía de las ondas radiofónicas que viajaban desde los Estados Unidos hasta la isla. En medio de la noche jamaiquina, el trío forjó su sensibilidad musical con las voces de Ray Charles, The Drifters y muy especialmente con las armonías vocales de The Impressions, comandados por el sumo sacerdote del soul y el rhythm & blues, Curtis Mayfield, quien dejaría su impronta indeleble en la espiritualidad musical del joven Marley.

En Jamaica, la industria de la música se origina a mediados de siglo XX como un juego de mímica en el traspatio del emporio musical norteamericano. En un panorama semidesértico y una infraestructura minimalista, el empresario Leslie Kong pone sus ojos en el trío de Marley-LivingstonMacIntosh pero dubitante con respecto al éxito de la fórmula, decide grabar sólo a Marley. De estas sesiones realizadas en 1962 surge lo que será su primer single para la historia: “Judge Not”. De éxito moderado, el tema servirá de pretexto para la formación de los Wailing Wailers, quinteto vocal con Marley, Livingston y MacIntosh en las voces principales, y Junior Braithwaite y Beverley Kelso en las voces de apoyo. En 1964, la agrupación graba el sencillo “Simmer Down” de la mano del veterano productor Clement “Coxsone” Dodd y con la guía del también viejo soldado del pop jamaiquino Joe Higgs. En la mejor tradición de explotación de la industria musical, los Wailing Wailers engarzaron una serie de éxitos sin recibir a cambio mayores regalías, lo que acarrearía su temprana separación y el exilio de su líder a Newark, Delaware. En su breve estancia en la tierra de la libertad y la oportunidad, Marley, refundido en una fábrica de vehículos, conocería desde sus entrañas al capitalismo norteamericano y vivirá las vicisitudes de ser un afro-jamaiquino en América. Una comunión exitosa

Con el año de 1966, inicia la revolución espiritual y musical que le ganaría al oriundo de Saint Ann su lugar en la industria cultural. En ese año, Ras Tafari Makonnen, convertido en emperador de Etiopía y rebautizado como Haile Selassie, visita Jamaica en medio de una vorágine de seguidores que, auspiciados por el empresario-venido-a-líder-religioso Marcus Garvey, lo consideran el rey negro que liberará a su raza del dominio blanco y les llevará de vuelta a África (en un paralelo con la semántica de la “tierra prometida” característica de las religiones abrahámicas). Basado en esta creencia, Garvey se ocupó de fundar toda una religión alrededor de la figura 41


mesiánica de Selassie, misma que denominó Rastafari. Con veintiún años encima, un matrimonio a cuestas, una carrera musical frustrada y sus vivencias en Estados Unidos que parecía ser la reminiscencia del pasado esclavista de Jamaica, el líder de los Wailers abrazó la religión Rastafari y reagrupó a su banda bajo la batuta del disc jockey, productor y escritor musical Lee “Scratch” Perry. Es precisamente aquí donde cambia la historia. Si pudiéramos aislar los elementos que dieron su perfil distintivo los nuevos Wailers y que los introdujo al mainstream de la industria musical, debemos regresar a nuestra hipótesis acerca de la asimilación de contrarios y ver cómo ésta se encuentra representada no sólo por la figura glorificada de Marley, sino además (y sobremanera) por su música. El primer elemento de la síntesis lo constituye el contenido espiritual y los compromisos religiosos que permeaban las letras de Marley y que encontraron el vehículo perfecto en 42

la mezcla musical debidamente atemperada entre el soul norteamericano y las tendencias musicales autóctonas que desde los años cincuenta dibujaban el perfil de la música popular de Jamaica. Este bagaje musical había sido heredado a los Wailers por el propio “Coxsone” Dodd. Pionero de la industria musical local, Dodd había grabado en su sello Studio One a bandas legendarias como los Skatalites, cuyo ensamble de metales definieron la identidad sonora del ska. El nombre del primer género musical jamaiquino parece provenir del reiterativo golpe musical que, a contra-ritmo, producía la guitarra en temas emblemáticos de los propios Skatalites como “Malcom X” o “Sound of Freedom”. Montado en su furgoneta adaptada con primitivas tornamesas y bocinas, bautizada como Sir Coxsone Downbeat, Dodd difundía por las calles de Kingston la música que grababan sus artistas en Studio One, dando origen a la tradición callejera de los Sound Systems que, en las calles de Nueva York, produciría la

revolución del rap. De este ritual callejero se desprendió una evolución musical que inició con el ska y se continuó con el rocksteady y el reggae. De hecho, por el tiempo en que los tres integrantes de los Wailers se suman a las filas del movimiento Rastafari, el rocksteady es el lenguaje predominante del pop jamaiquino. En esta derivación sonora, la furia del ska ha mermado y asume ritmos y texturas más cercanas al R&B norteamericano, con las que Marley y sus secuaces se sienten plenamente identificados. No se podría comprender la propia evolución de los Wailers del ska al reggae sin la influencia rocksteady recibida de artistas como Alton Ellis, autor de temas que ponen de manifiesto un origen nebuloso como “Valley of Decision” que bien pudieran disfrazarse de sonido motown o figurar en el repertorio del Señor Sensualidad, Marvin Gaye. Es precisamente en la confección de ese sonido americanizado donde interviene el genio de “Scratch” Perry. Para 1969, el productor tiene claro que las letras de Marley debían ser cantadas a ritmo de reggae: nombre y ritmo provenientes del tema “Do The Reggay” de Toots Hibbert & The Maytals, e interpretado a base de un dinámico walking bass y el punteo obstinado de órgano y guitarra. Pero ello suponía que los Wailers abandonasen el formato de quinteto musical, para ese momento pasado de moda, y se convirtieran en ejecutantes de sus propios instrumentos. Con esta idea en la cabeza, Perry suma al trío de Marley, Livingston y MacIntosh (ahora renombrado Peter Tosh) la base rítmica de los Upsetters, conformada por Aston “Family man” Barrett, en el bajo y su hermano Carlton Lloyd “Carly” Barrett, en la batería. De esta forma, los renovados Wailers conjugarán la profundidad de un contenido lírico que arraiga en la espiritualidad de un pueblo que busca su libertad, con la contundencia de una forma musical que dialoga con el rock británico y el americano, utilizando su mismo lenguaje. La historia que viene después es harto conocida: los primeros éxitos acompañados de giras europeas y dos álbumes (Catch de Fire y Burnin’) que marcarían el inicio de una leyenda.

Pero con las mieles del éxito llega también ese desdoblamiento de la personalidad del artista industrializado que se suma al concierto de la identidad planificada (y plastificada) desde la diferencia. Peter Tosh y “Bunny” Livingston (ahora conocido como “Bunny” Wailer) se marchan de la banda, el primero para encontrar la muerte prematura durante un robo a mano armada, y el segundo para escribir con letras de oro, aunque de pocos quilates, su propia leyenda. En la misma dinámica tanto perniciosa como redituable, propia de la producción musical heterónoma, Marley expande el cuerpo instrumental de la banda —que ahora incluye al trío I-Threes en el que figura su esposa Rita— y la rebautiza como “Bob Marley & The Wailers”. Con este movimiento inicia en 1974 su espectacular ascenso a la cumbre de la industria cultural grabando para dos sellos disqueros: Tuff Gong de “Scratch” Perry para su natal Jamaica y Island Records propiedad de Chris Blackwell para Europa y Norteamérica. Para ese momento, Bob Marley es un hombre bifurcado: es simultáneamente ego y alter en dos espacios distintos. Con ese aire permanente de extraño, de hombre espiritual que vende millones de discos, de revolucionario tercermundista que concede entrevistas en Nueva York, de profeta del amor universal envuelto en relaciones extramaritales, en suma, con su doble carácter de artista y mercancía, Bob Marley sobrevive a un intento de asesinato en su natal Jamaica (perpetrado tras su participación en un concierto políticamente manipulado) pero no sobrevive a la contradicción que encierra su figura. Como para coronar su propia paradoja, la muerte le llega apenas un año después de que el álbum Uprising se convierte en su máximo logro a escala global. Bob Marley muere de cáncer el 21 de mayo de 1981 en Miami con sólo treinta y seis años de edad. El blues del mestizo

Como en el caso del blues, podemos encontrar algo de primitivo, de basal en la música de los Wailers y que adquiere la forma de un lamento originario. Es el canto del nativo que toma

prestado el lenguaje de la modernidad y que, a fuerza de rasgueos de guitarra y de redobles de timbales, lo hace propio y lo usa para narrar las vicisitudes de las culturas que conquistó occidente. Hay cierta belleza bíblica en el canto de este pueblo empobrecido y subordinado por la espada anglosajona que inicia su propio éxodo bajo la pregunta retórica “Are you satisfied with the life you’re living?” con la que el profeta Marley lo invita a regresar a la tierra de sus ancestros. En muchos sentidos, Marley fue un personaje extraño y poderosamente atractivo para la industria del rock. Su posición fue siempre la de un outsider. Incluso su negritud resulta ajena para la cultura musical afroamericana: el jamaiquino no poseía el timbre delicado ni el estilo vocal de los cantantes de Motown o de Atlantic Records que tanto admiraba. Era enteramente distinto su feeling al de los bluesmen de Chicago, de Memphis o del delta del Mississippi y la cadencia y el colorido de sus yelds eran demasiado “étnicos”. Pero su atractivo consistía precisamente en que representaba un hombre del tercer mundo que había decidido tomar por asalto el mainstream. Un David mulato que al grito de “don’t let’em fool ya” se erguía dispuesto a restregar en el rostro del Goliat alguna vez esclavista y ahora venido a demócrata, que no se dejaría engañar nuevamente. La tragedia cultural que encierra Marley es precisamente la del artista que pretendió vencer a la industria del entretenimiento —último bastión del intrusivo capitalismo europeo— y falló en el intento. Su empresa tuvo por fatal y quizá irremediable destino la asimilación, la condescendiente adaptación y la participación resignada en la construcción de su propio mito. Marley aceptó convertirse en estrella y en ello le vino bien hasta la trágica muerte: ya no sólo fue el hombre pintoresco que refrescó con sus ritmos nativos la escena del rock and roll, sino que ahora además se convirtió en una leyenda. Nada más apropiado como título para la portada de sus greatest hits. Hoy la música de Bob Marley ha perdido su contexto. Resulta irónico ver

cómo se inserta una canción urgente como “Redemption song” en el playlist de un Ipod entre “Telephone” de Lady Ga Ga y “¿Qué será de ti?” de Thalía (ya sería demasiada buena fortuna si se tratara de la versión original del brasileño Roberto Carlos). Perdido en esta avalancha de descargas de música gratuita, convertido en un buen afiche para una playera y en un ídolo de los “revolucionarios” que hacen fila fuera de las Apple Store para adquirir su nuevo Ipad (cueste lo que cueste), el heroísmo, la hombrada de Robert Nesta Marley se desluce, pierde el brillo y se confunde con el paisaje gris de la falta de compromiso y el relajamiento existencial característicos de la cultura juvenil posmoderna. El mensaje espiritual de “People Get Ready” se ha diluido, la contundencia ideológica de “Get Up, Stand Up” ha perdido contexto y queda reducida a consigna profiláctica y políticamente correcta vertida en un MP3. Lo que queda, plena de sentido y de autenticidad en sí misma es la música de los Wailers: la resultante de la comunión afortunada de fraseos musicales y un lirismo tributario de una época y una efervescencia política que ya no son las de Jamaica y que, honestamente, nunca fueron las nuestras.

*Profesor de la licenciatura en Comunicación de la Universidad Anáhuac, sede Oaxaca.

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Carta de navegación Alfonso Gazga*

Lo que nos amenaza es la indiferencia. Habituados como estamos a esta certeza la dejamos estar, la toleramos y, en un juego de manos casi imperceptible, permitimos que se diluya en la urdimbre de nuestras cotidianidades. Pero en el fondo lo sabemos. Hace mucho que lo sabemos: el peligro, allí donde peligramos, es la indiferencia. Es decir: el engranaje de criterios que seleccionan lo pertinente de nuestra pertenencia —cultural, histórica, discursiva, racial— y que se encarga de eludir la presencia de lo diferente. Este engranaje acelera su marcha, nada más el rostro (de eso) diferente aparece en escena y se reclama en nuestra pertenencia —nuestra porque precisamente no le pertenece. Su presencia, su onerosa e impertinente presencia, se convierte así en riesgo, es decir: se vierte en hostilidad. Por eso, para conjurar el rostro amenazante de lo que no nos pertenece, de lo que no es per-

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tinente, no tenemos más opción que afinar y emplazar nuestra estrategia: ese gesto displicente, convenientemente displicente, que nos arroja a la inmunización de lo que no somos, ni tú, ni yo, ni nosotros. Bien lo dijo Nietzsche —ese otro impertinente que no nos pertenece—: “nuestro problema es que seguimos creyendo en la gramática”. Y la gramática funciona, se realiza y se in-corpora en nuestros hábitos más nimios, en nuestros amores y desamores, en nuestra grafía ósea, en nuestro trato con lo que no es ni tú, ni yo, ni nosotros. El silencioso escamoteo del pronombre. Pues lo que queda es él. El tercer pronombre del singular. Y lo singular del tercer pronombre reside precisamente en su impersonalidad: “La persona —escribe Benveniste— no está propiamente sino en las posiciones “yo” y “tú”. La tercera persona es, en virtud de su estructura misma, la forma no personal de la flexión verbal”. La indiferencia es emplazada así como nuestra estrategia de inmunidad frente a él, cuyo efecto

(gramatical y político) es alienar el derecho al primer o segundo pro-nombre del singular. Como en una asíntota, el progresivo y virulento derrotero que se pone en operación con este mecanismo nos conduce a una nueva certeza: no hay él, sólo habemos yo, tú, nosotros. Quiero decir: aquí estamos (siempre estamos) yo, tú, nosotros, pero él no tiene lugar, no merece lugar, aunque se entro-meta a veces, aunque pretenda inter-venir, es decir, venir a(l) nosotros; pero aquí seguimos (yo, tú) para apartarlo, para alejarlo, para evitar el riesgo de su contagio, la mácula de la impersonalidad. Pues no hay lugar para él entre nosotros, no lo hay y nunca lo ha habido. Y, sin embargo, aunque lo apartemos, él vuelve, regresa, asoma su rostro por detrás de nuestras puertas tan celosamente resguardadas y anuncia que aquí está, que siempre ha estado. Pero ahora, despojado de pronombre, el que se inmiscuye —él, que se inmiscuye— es diluido, nulificado. Es decir: es nada, él no es nada. Este es el

resultado del gesto de la indiferencia, es decir, el modo en que lo diferente —el diferente: diferenciado y diferido, para no olvidar la sugerente e impostergable indicación derridiana— se desvanece en el horizonte. Se entiende —sin que sea necesario emprender aquí el inventario atroz de las infamias que nos concurren— la articulación ideológica que este gesto supone dentro de la eficaz y eficiente operatividad política y económica de nuestras tardías modernidades. El otro, lo otro de(l) nosotros (tú, yo) es nada, siempre será nada: sólo llegará a ser (algo) en tanto el emplazamiento productivo lo llame a cuentas, en tanto sea conminado a persistir como útil, herramienta de trabajo, enser, dispositivo, medio de producción. Un medio de pro-ducción ya siempre sin dicción, pues lo que él dice no es más que balbuceo, flatus vocis, sonidos inarticulados que nada dicen, donde (la) nada se dice. Así, en un movimiento histórico ampliamente referido y a través del cual nos re-conocemos —aunque se pretenda muchas veces eludir este reconocimiento por medio del conveniente tráfago de la fría y burocrática acumulación de archivos— el racismo vendría a ser no la exclusión del Otro (puesto que no hay otro, éste es nada, el no-lugar del pronombre) sino el Imperio de lo Mismo donde todos (nosotros y los otros) se miden en función de su cercanía a esto Mismo que se recrea una y otra vez. El resto, lo que resta, es la pesadilla, ese sueño atroz donde nosotros, los mismos, nos confundimos con lo que no somos, con ese residuo cualificado adjetivamente como bárbaro, animal, primitivo, inhumano. El racismo, en su versión occidentalizada —y Occidente indica siempre una categoría en constante movimiento que, por supuesto, no se agota en geografías puntualmente localizables— esconde así, entre sus pliegues, la exigencia de un baremo único, unívoco, monotemático y monocromático desde el cual mediar el resto: hasta el límite, donde lo que se aleja definitivamente no es ni lo Mismo ni lo Otro, strictu sensu no es, es nada, nulidad plena. La práctica del racismo en Occidente —una práctica cuyo análisis exigiría, prima facie, evitar la premura del ropaje teórico que parece sustentarla— no es de hecho ni de derecho una estrategia de exclusión, sino de diferenciación liminar, de provocación mimética hacia lo que despunta como Único, original, modélico. Por eso, decimos, el peligro es la

indiferencia, es decir: la anulación de toda diferencia, de todo Otro posible. Pues el límite mismo, donde ya nada se con-funde (porque no hay nada ni nadie que venga a con-fundirse) es el emplazamiento de el como artículo determinado y nunca como pronombre. Lo que queda en el extrarradio, eso que no es ni Otro ni Nosotros, es el lugar de la in-mundicia (en los dos sentidos de la expresión: suciedad y carencia de mundo). La publicación de AFRO. ÁfricaCuba-México (Oaxaca, 2011) es en buena medida un ejercicio mnemotécnico frente a la amenaza que supone la indiferencia. Este trabajo editorial independiente (bajo la coedición de Marabú Ediciones, el Centro Fotográfico Manuel Álvarez Bravo y la editorial francesa L´atinoir), cuyo elocuente título deja en claro que no se trata sólo de continuar la estela de los diversos tratamientos que en tiempos recientes ha recibido el tema de la afrodescendencia y de los pueblos negros en México, integra en un esfuerzo colectivo el trabajo literario, la antropología y las artes visuales. El resultado es el trazo de una sugerente, provocadora e inédita carta de navegación que nos muestra algunos de los múltiples trayectos imaginativos y visuales entre África, Cuba y México. Con entrañables fotografías que nos muestran una Cuba intimista y cotidiana, para después transitar por el amplio registro fotográfico realizado por Alberto “El Negro” Ibañez en algunos pueblos negros de Oaxaca y Guerrero, así como por la potente narrativa visual de Ivan Alechine —en una serie fotográfica realizada hace 40 años en el país Mongo de la República Democrática del Congo —este libro teje una urdimbre de imágenes donde el signo mayor de África se recrea a través de algunas de sus modulaciones americanas, dando lugar a un vínculo visual donde se diluyen las estrictas y taxativas distinciones entre lo real y lo imaginario. Rostros, danzas, caminos, máscaras (rituales e ideológicas) se entretejen en una escenografía donde el tiempo y el espacio, donde lo sagrado y lo profano, donde el olvido y la persistencia entablan un fecundo diálogo desde algunas de las distintas latitudes americanas en las que la cultura de los pueblos negros ha mostrado su riqueza. En una latitud cercana que sin embargo supone un clima y paisaje propios —con su temporalidad irreductible, sus mitologías privadas, sus

enseres domésticos y sus taxonomías cromáticas que resquebrajan gran parte de nuestras certidumbres —la obra plástica de Rubén Leyva y de Francisco Toledo incluida en esta publicación, anuncia y enuncia que en la travesía sugerida a lo largo de este libro no se pretende disimular la infamia y el suplicio. Si por un lado el potente trazo lúdico de Leyva trae a escena la luminosidad y la sonoridad de las culturas negras —se entiende: una sonoridad no sólo festiva, basta con recrear el canto doliente de los esclavos hacinados en los barcos que los traían de África hacia Ámerica para constatarlo—, el inquietante trabajo de Toledo (a través de una serie de radiografías intervenidas) nos recuerda que la memoria de nuestras osamentas está marcada a hierro y fuego por el engranaje atroz de los instrumentos de tortura, ese inventario terrorífico que incluye cadenas, clavos, cigüeñas y herrajes que nunca claudican en su oficio de dolor y que signan sobre los huesos la escritura de la infamia. La singladura de las artes visuales dialoga en este libro con una serie de ensayos de escritores cubanos y oaxaqueños, quienes analizan y discuten, desde diversas perspectivas, algunos de los aspectos históricos, culturales, sociales, políticos y antropológicos de las culturas y los pueblos negros. Así, en el ensayo del escritor cubano Tomás Fernández Robaina, el autor realiza una rápida revisión histórica de las relaciones entre África y Cuba, reconociendo la relevancia que tiene la presencia de los afrodescendientes en la configuración cultural y política de la sociedad cubana contemporánea. Una presencia que, pese los esfuerzos de lo que el autor califica como “nuestro proceso revolucionario”, no los hace inmunes a prácticas discriminatorias y racistas. El ejercicio crítico que Robaina emplaza en su ensayo culmina con una conminatoria a vindicar los resultados que en las últimas décadas se han dado respecto al reconocimiento jurídico de las minorías (raciales, sexuales y culturales) en Cuba. Abraham Nahón, escritor oaxaqueño, en un sugerente ensayo crítico intitulado “La rebeldía solar de la negritud” empieza por consignar lo que de tan evidente llega a ser convenientemente olvidado: la presencia incesante del racismo en nuestras sociedades contemporáneas. En un arco discursivo donde se intercalan persistentemente elementos literarios 45


Langston Hughes y el Nuevo Negro de Harlem: una poesía de la identidad y poéticos (sin caer en ese lirismo farragoso de la Academia donde la retórica es paliativo, cuando no sustitutivo, del análisis y de la crítica) Nahón pasa revista inicialmente (a modo de pórtico discursivo) por lo que bien podría calificarse como la historia económica y empresarial de la esclavitud en la Europa de los siglos XVI y XVII, para dar después paso a una somera genealogía de los trabajos que desde la investigación social se han realizado en torno a los pueblos negros en México desde el siglo pasado. A la par de esta vertiente académica, Nahón destaca e insiste en la importancia de reconocer la presencia histórica de distintos movimientos de rebelión y de resistencia de los pueblos negros en las colonias americanas durante los siglos en que la esclavitud fue una práctica jurídicamente reconocida. Precisamente, el signo mayor de este trabajo reside en esta exigencia de reconocimiento y de re-invindicación de las estrategias organizativas que los pueblos negros gestionaron para rebelarse frente a su sometimiento como esclavos. Junto a su aspecto polémico y crítico, este ensayo pone en evidencia la raigambre teórica en la cual Nahón abreva (Benjamin, Adorno y el recientemente fallecido Bolívar Echeverría) y desde la cual, sostiene el autor, es posible “afinar el oficio del cimarronaje cultural”. René Bustamante, coleccionista de máscaras rituales de origen o ascendencia africana, traza un recorrido histórico en torno a la empresa europea de la esclavitud donde se destaca la atroz conversión que padecieron miles de hombres y mujeres de distintos lugares de África al ser reducidos a mera moneda de intercambio. Bustamante destaca a este respecto el carácter de mercancía que los pueblos negros adquirieron para las potencias europeas en los albores de la Modernidad. Un último ensayo incluido en esta publicación es el de Roberto Zurbano, escritor cubano quien, en una prosa que transita entre ruidosos callejones, departamentos jazzeados, grises oficinas de gobierno, luminosos atardeceres en La Habana y la puntual referencia a Pablito Milanés (sic) nos 46

invita, desde un “yo” —permítase el pleonasmo personalísimo, a repensar la persistencia del racismo en Cuba, un racismo que (a decir de Zurbano) está presente en todos los ámbitos de la sociedad cubana, incluidos sus intelectuales y artistas. Afortunadamente, la prosa de este autor elude eficazmente tanto la premura del flagelo como la tentación de la autocomplacencia, para mantenerse en una tonalidad lúdica y festiva desde la cual se pone en evidencia que la crítica y la lucidez no están reñidas con el humor. Así, en uno de los múltiples pasajes jubilosos de este trabajo, Robaina nos narra la extrañeza que su look afro (con pastas sueltas y sin peinar) suscitaba entre sus amigos y conocidos: “Péinate, me dicen algunas amigas y amigos... Yo sonrío, soy muy sonriente; y recuerdo que la melena clara y lacia de Nicolás Guillén no me sirve para compararme, a aquella melena de un viejo león cansado aunque también risueño, no la devoraron las miradas de esta ciudad (…) Mi pelo irredento atraviesa el Vedado, Centro Habana, El Cerro, Miramar y desde algunas guaguas me gritan “péinate”, y los negros trabajadores de la construcción del FOCSA me gritan “¡Eh, llegó Bonny M¡”, y mis amigas me recuerdan a Ángela Davis y los más cultos y respetuosos al Pablito Milanés de los sesenta y setenta y los más respetuosos —sólo dos personas— comparan mi pelo, no mi cabeza, con Wole Soyinka...y yo sigo sonriendo”. Y nosotros, por supuesto, también seguimos sonriendo, identificándonos en ese racismo que (nos) pervive más allá de lo que muchas veces somos capaces de reconocer. La multiforme presencia de estos trabajos ensayísticos se ve enriquecida con el trabajo de Antonio García de León quien narra, en un texto que por momentos nos recuerda al Borges de la Historia universal de la infamia, una historia de dolorosa moraleja en torno a la melancolía negra, ese morbus que llevaba a los esclavos negros a preferir la premura de la muerte que a continuar en su infame condición. Esa condición in-diferenciada (ese no ser ni yo, ni tú, ni nosotros) que los arrojaba al abismo de la in-humanidad.

Pues la indiferencia, decíamos líneas arriba, es lo que realmente nos amenaza. El riesgo de la nulidad. Afro. África-Cuba-México es, de algún modo, una exigencia por reconocer a esos otros excluidos de la trama de sentido de nuestra epidermis cultural, reconocerlos como Otros: distintos, diferentes y diferidos. Otros que no somos nosotros. A través de la multiplicidad de sus miradas (resultado del esfuerzo colectivo impulsado y coordinado por Rubén Leyva) este libro nos permite así transitar entre diferentes y diversos (aunque, en última instancia, no divergentes) registros temáticos, eludiendo finalmente la esterilizante exigencia de monocromía disciplinar que, en su travestismo de seriedad, termina muchas veces por cercenar la policromía de la imaginación y de la belleza. Esos ámbitos —entre muchos otros— en los que el tercer pronombre del singular sigue mostrando su fecundidad.

AFRO. África-Cuba-México, Oaxaca, Marabú Ediciones/CFMAB/Editions L´atinoir, 2011. * IIH/UABJO.

Araceli Mancilla

Cuando Langston Hughes era un joven adolescente y volvió a encontrarse con su padre después de muchos años de vivir lejos de él, conoció uno de los mayores dolores de su vida: descubrió que podía odiarlo. Ese sentimiento lo enfermó, pero fue inevitable. Aquel hombre, a quien siguió hasta México con la esperanza de conocerlo mejor y buscando un apoyo para alcanzar su aspiración de estudiar en Nueva York, en Columbia, le mostró cuánto rechazaba su propia raza, condenada al sometimiento y la vejación por el poder blanco que limitaba sus derechos y libertades civiles a través de las leyes

segregacionistas Jim Crow. De ahí que la mirara con desprecio, pues desde su óptica, el único horizonte para los afroamericanos era el de la docilidad servil, a la que el hijo no estaba dispuesto. Justo por esa razón James Nathaniel Hughes había decidido establecerse en un país cuya población, en el fondo, menospreciaba, aunque, según los recuerdos que guardó de él su hijo, en general fue un hombre poco dispuesto al amor por nada que no fuera su apurada ambición de hacer dinero y acumularlo. Langston resultó ser el reverso de la moneda. Desde muy pequeño tuvo un enorme cariño, una gran compasión y simpatía por su gente. Los negros de

todas las gamas —oscuros, mulatos o sólo con un toque de color— con vidas azarosas, como la de su madre, Carrie Langston —siempre urgida de trabajo, quien mudaba con frecuencia de residencia para obtenerlo y cubrir los elevados costos de alquiler que en aquella época se imponían a la población negra a cambio apenas de habitaciones miserables— acapararon desde niño su aguda mirada y fina sensibilidad. Durante toda su niñez y adolescencia, Langston corrió los apuros de una vida forzada a ser itinerante por las necesidades económicas familiares. Joplin, Missouri, donde nació (el 1º de febrero de 1902) fue la primera de más de una decena de ciudades en las que viviría, principalmente con su abuela, hasta la muerte de ésta; entre ellas estuvo Lawrence, en Kansas. Después vendrían otras donde estaría ya sólo al lado de su madre y su nuevo marido. En Lincoln, Illinois, Hughes cursó la escuela primaria —ahí lo nombraron poeta de la clase, por ser negro y, en consecuencia, dar por hecho que estaría dotado de ritmo, lo que dio ocasión para que escribiera su primer poema— y residió también en Cleveland, Ohio. Su empeño por obtener trabajo en los oficios más diversos: fue peón de campo con dos jóvenes hermanos, agricultores griegos, en las afueras de Nueva York, durante un hermoso verano, que disfrutó con alegría durmiendo al aire libre y comiendo manjares de la comida mediterránea, pese a la extenuante rutina. Fue también marino en el S.S. Malone, con el que recorrió la costa del África Occidental y en la cual descubrió, para su sorpresa, que entre los africanos no era considerado negro. En París obtuvo lugar en la cocina del club nocturno Le Gran Duc, al cual llegó después de un arduo mes en el desempleo, tiempo en el que compartió habitación con una bailarina rusa, Sonya. Su rubia amiga lo mantuvo ese periodo una vez que se conocieron en Montmartre, en aquel entonces punto de encuentro de numerosos artistas negros norteamericanos, músicos y cantantes que actuaban en los principales centros nocturnos con gran éxito.

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Amigos de juerga: Henestrosa y

Renacimiento Negro

Cartier Bresson

Hughes tuvo contacto con todas las manifestaciones de la cultura afroamericana a su alcance y se interesó en sus variados aspectos: desde la sencillez y precariedad de la vida cotidiana de la mayoría trabajadora, marginada de los beneficios sociales y económicos reservados a los blancos; hasta la relación con los destacados literatos, artistas y pensadores (Claude Mc Kay, Alain Locke, Zora Neale Hurston, Rudolph Fisher, Wallace Thurman y Carl Van Vechten, este último un importante crítico y escritor blanco, entre otros) que serían reconocidos más tarde, igual que el mismo Hughes, como los representantes del Nuevo Negro de Harlem, movimiento de creadores que preconizaba, en los años veinte del siglo pasado, el orgullo del surgimiento de una importante literatura negra, inscrita dentro de un fenómeno mayor conocido como Harlem Renaissance, del cual Hughes fue una de las figuras sobresalientes. Sin embargo, la relación de Hughes con las raíces profundas de la negritud en su país, no estuvo libre de conflictos y severas reflexiones. La vasta experiencia humana y comunitaria que adquirió a lo largo y ancho de Estados Unidos una vez que decidió —al concluir sus estudios universitarios en la Universidad de Lincoln y publicar su primera novela, Not Without Laughter, a los veintiocho años, en 1929— vivir dedicado por entero a la escritura; en especial durante su recorrido por los estados del sur. Lo escucharon hombres y mujeres del pueblo trabajador, líderes sociales como Mary McLeod Bethune y también muchos jóvenes, quienes recibieron ávidos su poesía itinerante con la admiración de ver reflejada en ella aspectos cruciales de su vida e historia, librada de la esclavitud en 1865 gracias al triunfo de la Unión de los estados del norte sobre la Confederación de los estados del sur en la Guerra de Secesión —una guerra con un trasfondo de intereses predominantemente económicos—, pero sometida desde 1876 a las humillantes prácticas segregacionistas impuestas por los conservadores de los estados sureños.

Hughes estuvo enfocado desde el principio a obtener recursos para sus viajes y aventuras. Siempre acababa sin un centavo pero cargado de experiencias ricas en detalles y anécdotas con personajes inolvidables, como Andrés Henestrosa y Henri Cartier Bresson, quienes fueron sus compañeros en un apartamento de la Lagunilla, en la ciudad de México, durante un gozoso invierno, y con quienes compartió la intensa vida bohemia de los artistas mexicanos de los años treinta. Miguel Covarrubias y su esposa Rosa Rolando, Guadalupe Marín, Diego Rivera, Nellie y Francesca Campobello, María Izquierdo, Manuel Álvarez Bravo y Rufino Tamayo, fueron algunos de sus muchos y queridos amigos mexicanos. Casi siempre estaban quebrados de dinero, recuerda. “No le hace”, cuenta que le decía Henestrosa: siempre habría modo de entrar a los lugares de diversión, hacer excursión en los alrededores o tener una buena fiesta. Todas sus experiencias en el extranjero durante su activa juventud las recreó en sus memorias, novelas, cuentos, piezas teatrales, ensayos, canciones y poemas, como autor prolífico que fue, con un lenguaje directo, atractivo y lleno de sentido del humor. El sentimiento de identificación de Hughes tanto con la gente ordinaria de su raza como con los intelectuales y creadores negros que fueron sus coetáneos, se robusteció por medio de aquellos ilustrativos viajes, que, paradójicamente, le permitieron experimentar, fuera de su país, la libertad de no ser discriminado por su color; de poder entrar en cualquier sitio donde un blanco se encontrara sin temor de ser violentamente rechazado, y sin el riesgo de que se le obligara a ocupar un espacio aparte, destinado a los negros, o de ser tratado con una rudeza extrema sólo por el tono de su piel. Sus escritos autobiográficos documentan con amplitud las situaciones lamentables de este tipo que afrontó, sobre todo durante su itinerario poético en los estados del sur de la Unión Americana, e incluso en Cuba, sometida entonces a la influencia estadounidense. 48

Hughes hace en su autobiografía un amplio recuento del Harlem Renaissance, nombre con que se denominó el creativo esplendor que tuvieron, durante los años veinte, los artistas afroamericanos de aquel barrio neoyorquino, en todas las áreas: música, danza, literatura, teatro, pintura, revista musical; y también la atracción que cobró el lugar en sí, con sus originales espectáculos en pequeños y grandes escenarios dentro del corazón mismo de Nueva York. Pero Hughes no deja de observar y analizar la decadencia de este fenómeno cuando en Harlem se empieza a condescender con los intereses lúdicos de los blancos y con la seducción de comercializar el encanto de ese florecimiento cultural y artístico comunitario que fue el Harlem Renaissance, al que, pese a su importancia, la gran mayoría de los negros del país fueron ajenos, según el poeta. Al mismo tiempo, Hughes cuestiona en varios momentos a escritores como Jean Toomer, que llegaron a tener un lugar prominente dentro del mundo y la cultura afroamericana, cuando esa posición la aprovecharon para integrarse al mundo de los blancos, dejando atrás cualquier preocupación ligada al entorno social de los afroamericanos y al espinoso asunto de la segregación racial. Se puede comprender la inclinación amorosa del poeta Hughes hacia sus semejantes de raza, a la luz de su intensa autobiografía, vertida en dos volúmenes (The big sea y I wonder as I wonder) donde narra con magnífica prosa el desarrollo de su niñez y juventud hasta hacerse escritor de tiempo completo, y describe cómo creció escuchando las fabulosas historias sobre gente incansable que buscó la libertad de los negros, contadas por su abuela materna. Su abuela era más india que negra. Una mujer digna y bien plantada que iba poco a la iglesia, nunca aceptó realizar trabajos domésticos para sostenerse y dominaba el inglés. Ella le mostró, a través de sus relatos, el desenvolvimiento de vidas heroicas en las que había lucha, trabajo, pero nunca lágrimas. Así le enseñó la inutilidad de llorar por nada. Langston la quiso y

admiró entrañablemente. Y tuvo el orgullo de ver cómo era condecorada por un presidente, Teddy Roosevelt, ya que fue la última viuda sobreviviente de la revuelta de esclavos impulsada por el abolicionista blanco John Brown, en 1859, para asaltar un arsenal del gobierno en Virginia. En varios de sus poemas, Langston se refiere al asunto de la libertad y la igualdad preconizada por los padres de la patria estadounidense, del cual eran injustamente marginados los negros; y esta palabra, Negro, fue escrita y dicha por el poeta sin eufemismos, con mayúscula, pues consideraba un orgullo serlo. Su poema “Freedom’s Plow” manifiesta con claridad esa postura. Movimientos civiles e identidad

“Dónde no podrás comer… los trabajos que no tendrás… los grupos a los que no pertenecerás… los linchamientos que sufrirás… los lugares a los que no entrarás…” eran parte del dictado aplicable a los negros en el inmenso sur del país y, a través de formas más sutiles, aunque no menos racistas, también en el norte, a donde huía la población negra que no soportaba las pesadas restricciones impuestas por las leyes Jim Crow, todavía en vigor durante más de sesenta años del siglo veinte. Hasta que dio frutos la desobediencia civil pacífica sellada por la acción de Rosa Parks —quien en 1955 se negó a cederle su lugar a un blanco en el autobús— y se consolidó el Movimiento de los Derechos Civiles encabezado por Martin Luther King, que logró, a través de la no violencia —pese a la oposición de movimientos y grupos radicales como el Black Power y los Panteras Negras— pero realizando numerosos boicots y marchas, que se aprobaran en 1964 la Ley de los derechos civiles y en 1965 la Ley del derecho al voto, con lo que terminaban, al menos formalmente, la mayoría de las prohibiciones del apartheid norteamericano. La poesía de Langston Hughes tiene sus raíces en un hondo sentimiento de identificación con sus semejantes de raza. Deviene, sobre todo, de la asimilación ética y estética de una con-

dición de vida segregada en un país que para cuando él nació ya dominaba el orbe. Se alimenta en buena medida de la contrariedad del poeta de pertenecer a una nación que se sabe poderosa, determinante para el mundo, y es, a su vez, el territorio donde a una persona, sólo por ser negra, se le aparta, se le prohíbe. No así en Rusia, Japón, China, ni en la América Latina; tampoco en la España republicana que Hughes visitó, donde tantos voluntarios de color combatieron heroicamente en el anonimato dentro de las Brigadas Internacionales. El rechazo se da en el propio país. Pero resulta que ese país es el mismo en el que un dotado adolescente negro ve crecer ante sí todos los ríos de la tierra cuando se encuentra frente al poderoso Mississipi, río tan suyo y en su alma como esa patria que lo maravilla en la misma medida que despectivamente lo señala diciéndole: nigger. ¿Qué hacer ante ello? Frente a la tremenda contradicción de sentirse vulnerado por el país que ama se abre una herida que atraviesa la poesía de Hughes. Y es una vieja herida. La construcción de la identidad negra dentro de la identidad norteamericana, inició desde el instante mismo en que llegaron los primeros esclavos africanos a las colonias. Fue un proceso doloroso que, sin embargo, llenó de danza, música, canciones y ritmos nuevos —no eran africanos ya, sino otra cosa, a pesar de ser negra su raíz— los campos de algodón, los sitios de labranza, las grandes haciendas sureñas, las viejas casonas de Alabama y Lousiana, y también las productivas ciudades industriales del norte donde se aglutinaban los afroamericanos que huían de los rigores de las leyes. He ahí el nacimiento del blues, del jazz, de La Revue Nègre; el surgimiento de poderosos artistas afroamericanos que traspasaron fronteras como la voluptuosa Josephine Baker quien conquistaría Francia y Europa con su Charleston y su oscura sensualidad; la revista musical Shuffle Along; Louis Armstrong; los coleccionistas de viejas canciones populares; la festiva Lelia Walker; el Harlem Rennaissence.

Freedom’s Plow Langston Hughes … Hace mucho tiempo, pero no demasiado, un hombre dijo: TODOS LOS HOMBRES SON CREADOS IGUALES… DOTADOS POR SU CREADOR CON CIERTOS DERECHOS INALIENABLES…. A LO LARGO DE ESTA VIDA, LIBERTAD Y BÚSQUEDA DE LA FELICIDAD.

Su nombre fue Jefferson. Había esclavos entonces, Pero en sus corazones los esclavos también creyeron en él, Y en silencio dieron por hecho Que lo que decía valía de igual manera para ellos. Esto fue hace mucho tiempo, Pero no mucho después de eso, Lincoln dijo: NINGÚN HOMBRE ES SUFICIENTEMENTE BUENO PARA GOBERNAR A OTRO HOMBRE SIN SU CONSENTIMIENTO.

Había también esclavos en ese entonces, Pero en sus corazones los esclavos sabían Que lo dicho por él valía para todo ser humano O no valía para ninguno. Luego, un hombre dijo: MEJOR MORIR LIBRE QUE VIVIR COMO ESCLAVOS

Fue un hombre de color que había sido esclavo Pero corrió hacia la libertad. Y los esclavos supieron Que Frederick Douglass decía la verdad. En Harpers Ferry, con John Brown, Negros murieron. John Brown fue colgado. Antes de la guerra civil, los días eran oscuros, Y nadie sabía con certeza Cuándo triunfaría la libertad. “O si lo hará”, pensaron algunos. Pero otros sabían que habría de triunfar. En esos oscuros días de esclavismo, Albergando en sus corazones la semilla de la libertad, Los esclavos lanzaron una canción: ¡MANTÉN TU MANO EN EL ARADO! ¡SOSTENLA!

Esa canción significa justo lo que dice: ¡sostente! ¡La libertad llegará! Traducción Araceli Mancilla

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El negro habla de ríos Langston Hughes He conocido ríos: He conocido ríos antiguos como el mundo y más viejos que el fluir de la sangre humana en las venas del hombre. Mi alma ha crecido profunda como los ríos. Me bañé en el Éufrates cuando eran jóvenes los amaneceres. Construí mi choza cerca del Congo y el río me calmó para dormir. Miré sobre el Nilo y levanté las pirámides por encima de él. Escuché el canto del Mississippi cuando Abe Lincoln bajó a Nueva Orleans, y vi su pecho fangoso volverse todo de oro al ponerse el sol. He conocido ríos: Antiguos, oscuros ríos. Mi alma ha crecido profunda como los ríos. Traducción de Araceli Mancilla

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La poesía de Langston Hughes está marcada por esa identidad cultural que no es, como él mismo decía, primitiva ni de otro continente sino norteamericana, y por ello resuenan en sus versos los cantos de otro poeta del cual, aunque de raza blanca, es heredero. Con seguridad un heredero a la altura que el viejo Whitman esperaba: …. El bardo marcha a la vanguardia de su época, guiando a los guías. Su actitud reconforta a los esclavos y horroriza a los déspotas. --Jamás podrá extinguirse la libertad, jamás podrá retroceder la igualdad. Viven en los sentimientos de los jóvenes y de las mujeres más grandes. (Por algo es que las cabezas más indomables de la tierra siempre han estado prontas a caer en aras de la libertad). --Dadle tiempo y la América se justificará a sí misma… si aparecen un día sus poetas, no teman que pueda equivocarse, sabrá reconocerlos. (No los aceptará como suyos hasta que su país los haya absorbido tan amorosamente como ellos lo hubieran absorbido y espiritualizado).

--Quiero que las ciudades y las civilizaciones respeten la esencia de mi persona. He aquí lo que aprendido en América, he ahí la poética que a la vez enseño. --¡Bardos de la gran idea!

De la ignorancia a la arrogancia y vuelta a empezar. Arte de sombras de Kara Walker Elisa Ramírez Castañeda

--¡Bardos cuyos himnos parecerán nacidos de carbones ardientes o de los zizagueantes surcos del relámpago! ¡Mi canto es para ustedes, para ustedes mi invocación! Walt Whitman, “Orillas del Ontario azul” (fragmentos). Langston Hughes, The big sea, An Autobiography. New York, Thunder’s Mouth Press, 1988; I Wonder as I Wander, An Autobiography, New York, Thunder’s Mouth Press, 1989: Selected Poems, New York, Vintage Books, Random House, 1974. Langston Hughes, Mulato. Traducción Alfonso Sastre. Gipuzkoa, Argitaletxe/Hondarribia, 1992. Disponibles todos en la biblioteca del IAGO.

Kara Walker pertenece a una generación negra a la cual ya no le tocó el momento más álgido de la lucha por los derechos civiles en Estados Unidos. Al comenzar su obra creativa se enfrentó con consignas gastadas, personajes e iconos inalcanzables, problemas no resueltos —comunes a todos los ciudadanos de su país, independientemente de su raza. Ya no vivió el periodo de confrontación, sino el de acomodo y pacificación. Ahora, en su país el Presidente es afrodescendiente, lo cual hace unas décadas no era siquiera imaginabale. Enfrentados a tan heroicos antecedentes, el dilema de escritores, artistas y creadores negros es cómo ser específicamente negros sin perderse en lo universal y a la vez tener calidad artística equiparables a la de cualquier otro artista: salir del ghetto o entrar al mainstream globalizado. La artista opta por colocarse en tiempos anteriores a la Guerra Civil y la abolición de la esclavitud, cuando aún no se reinterpretaba la historia de los negros, cuando en los estados sureños aún convivían amos y esclavos. Su propósito no es para nada nostálgico, más bien intenta hacer comparaciones que destraben la discusión en términos críticos —no solamente resignificar las condiciones pasadas y actuales de la población negra de Estados Unidos, sino confrontar la complacencia respecto a una interpretación militante, que ya no le parece pertinente. Dejar atrás la responsabilidad de ser vocera de un grupo para asumir su vocación como artista que elige no dejar de ser negra, a diferencia de su padre, que fue un pintor abstracto. Provocadora, ominosa, traidora, escatológica, crítica —son algunos de los adjetivos adjudicados a esta artista plástica—, nacida en California en 1969 que creció en Atlanta, estudió arte y diseño y actualmente es profesora en Nueva York. En 1992, representó a Estados Unidos en la Bienal de São Paolo. La serie An Abreviated Emancipation (from The Emancipation Approxima-

tion) iniciada en 1995 y reelaborada varias veces a partir de entonces, que reproducimos en este número de El Comején, está formada por perfiles recortados —técnica favorecida por las damas acomodadas del siglo XVIII y XIX, en remedo a su vez de las siluetas en las vasijas griegas, que cayó en el olvido con la aparición de la fotografía. Sombras negras sobre fondos blancos, de tamaño natural —no como las antiguas, que eran miniaturas— estas siluetas ilustran las relaciones interraciales anteriores a la abolición, la segregación y militancia por los derechos negros en Estados Unidos. La artista utiliza un mínimo de elementos para revelar una historia compleja y violenta. Sus frisos narrativos, con grandes huecos blancos entre sí, sin perspectiva, color o matices —como escenarios de teatro de sombras o libros ilustrados de Arthur Rackham o Beadsley— reproducen los lugares comunes del esclavismo: relaciones sexuales entre las negras y sus amos, damiselas sureñas que no miraban lo que sucedía a su alrededor, niños separados de sus madres, diferencia entre esclavos domésticos y de campo, crueles capataces, mulatas seductoras, niños bastardos, blancos amamantados por las negras, familias separadas, fugitivos, linchados, etcétera. Se trata siempre de relaciones desiguales y corruptas (y corruptoras) centrado por la artista en un mundo de mujeres —cuya misión primordial era parir nuevos esclavos. Esta es la respuesta de una mujer negra a una pregunta crucial tras las luchas de los sesenta y setenta del siglo pasado: ¿qué sigue? Demitologizar a víctimas y victimarios, salir del círculo satánico de la culpa y del chantaje, romper con la “moda” de la negritud en el arte y en la vida cotidiana. Terminar con la interpretación unívoca de una historia infinitamente más compleja, aunque no menos sórdida. Su arte debe analizarse ante el tono melodramático estilo Roots —exitosa serie televisiva de 1977 tras la firma de los derechos de los negros— que impera en las artes y la cultura popular “de color”. Al reinterpretar la histo-

ria negra de Estados Unidos como la lucha y resistencia ininterrumpidas y retornar a la figura del “buen salvaje”, pigmentándola y celebrándola, se anula su hondura, ideologizándola, y se elimina su virulencia y diversidad al esquematizarla: declarar el aniversario del asesinato de Martin Luther King fiesta nacional les reconoce, sí, pero también les trivializa. Las sombras negras de papel de Walker representan de manera semejante a negros y a blancos, y retratan así las nuevas relaciones: su simplificación, su fragilidad, su opacidad. La belleza y delicadeza de su técnica y sus líneas contrastan con la violencia del contenido. Incorpora también temas de la mitología clásica: Leda y el cisne, relatos de esclavos y de literatura negra, la película Gone with the wind —el mayor éxito taquillero de la historia—, la frenología y tipologías raciales o los perfiles policiacos, las fotos de pueblos exóticos, comediantes, artistas y cantantes de cabaret —Josephine Baker con su falda de plátanos—, los cuentos populares negros llegados de África y recopiladas en voz del tío Remus —en la serie aparece varias veces el Hermano Rabito—, estereotipos y mitos de la historia estadounidense —Washington y su esposa Martha. He aquí una respuesta a la vulgarización y comercialización del black is beautifull y a la victimización como explicación única de las relaciones amo-esclavo: la relectura de textos ensalzados por los militantes, el cuestionamiento de toda la historia negra y la esclavitud como nuevo objeto de consumo masivo, del cual se han eliminado la complicidad, la anuencia, los arreglos y acomodos necesarios para la sobrevivencia, las negociaciones, la inconciencia y la pasividad — así como la internalización que hace el esclavo de los valores y calificaciones de su amo. La autora no se pronuncia, no hace declaraciones políticas, no justifica su arte; de allí que sus obras enciendan tanta polémica. Porque, además de ser mujer y negra, es joven, bella, talentosa: visible. Su obra ha sido 51


igualmente repudiada por negros, blancos, feministas o ensalzada por las nuevas generaciones de artistas y críticos contemporáneos. Se le ha denostado como colaboracionista, su propuesta es tomada como un contradiscurso de retroceso: en definitiva, es políticamente incorrecta. Su postura no es abstracta, se trata de un arte ante una realidad concreta: los negros en Estados Unidos hoy en día, lejos del engolosinamiento de su negritud. Las feministas la incriminan como si avalara cuanto muestra y propusiera el retorno a las más siniestras relaciones. Betya Saar, artista negra de la generación anterior, autora de La Liberación de Aunt Jemima la acusa de denigrar a su raza; incluso hizo circular una carta de protesta entre todos los artistas “de color” proponiendo un boicot: “desestabiliza, provoca, es un giro atrás, reaviva conflictos, está en contradicción con lo universalmente aceptado”. En Incidents of the Life of a Slave Girl, publicado en 1861, reinterpretado

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por la artista, la joven esclava se declara perdida; no comprende nada, es presa del vértigo. Tal es la situación de los artistas negros comprometidos, en todas las artes cuando se preguntan: ¿más negritud, más protesta y más denuncia? Algunos se niegan: ya no hay que hablar más de arte negro, sino de arte bueno o malo a secas. Esta crisis, mal de la posmodernidad, es compartida por feministas, homosexuales, latinoamericanos, indios y demás ghettos que han perdido al enemigo visible —su principal interlocutor. Los temas y las reivindicaciones no están resueltos, pero la urgencia es otra; permanecer en la misma temática es, también, una táctica de los blancos para mantenerlos segregados. Ya no hay que arremeter contra la cosificación, parecen pregonar los nuevos artistas, hay que meterse en ella, mostrar su revés, sus costuras, su contradictoria historicidad. Narrative of a negress (2003), es una serie-diario en tarjetas de índice,

acompañadas de pinturas pequeñas. Una de éstas, contiene solamente una frase, contra un fondo color malva, crepuscular: From Ignorance to Arrogance, and back again (De la ignorancia a la Arrogancia y vuelta a empezar); parece ser la respuesta ante su negritud y ante su arte. En la biblioteca del IAGO pueden consultarse los siguientes libros: Catálogo de la exposición An Abreviated Emancipation (from The Emancipation Approximation). Ann Arbour, University of Michigan Museum of Art, marzo-mayo de 2002. The Regents of the University of Michigan. Kara Walker: Narrative of a Negress. Catálogo de la exposición en el Museum and Art Gallery at Skidmore College and William College Museum of Art, editado por Ian Berry, Saratoga Springs, Massachusetts, Institute of Technology, 2003.

El Jazz un sentir razonado Guillermo Zaragoza* Lo peor que le pude pasar a un hombre es perder sus raíces

El jazz refiere su columna vertebral a la combinación de estilos, tanto musicales como culturales. Pero no ha de ser jazz sin el aporte musical del negro. Aporte que suena más alto y más profundo en una música marcadamente de minorías, es decir, que el negro esclavo del sur de Estados Unidos no sólo dejó su vida en los campos de algodón, sino también su ritmo: sonido profundo, grave, desgarrador. Es sin duda el sentir del negro esclavo, forzado a llegar a tierras ajenas para trabajar por nada, lo que da un nuevo enfoque a la música —nuevo para los amos blanco, pero bien conocido para el negro. La música básica: el ritmo nacido del sentir que tiene como objetivo el hacer sentir, el hacer bailar, pues esta visión de música no puede separarse de la danza, que también es innata, que también es instintiva. La fusión de música que propone el negro no es para sólo degustar el oído y enriquecer la mente, es para comunicar una sensación y que, al mismo tiempo, se mantenga vivo el recuerdo de lo que fue, o de lo que recuerda que fue su país de origen, en África. Pero este recuerdo cada vez fue más difuso, más turbio, inconstante gracias a la mano del amo, gracias al trabajo excesivo, al trato inhumano, pero que aun así dejó una huella imborrable en aquel ser exiliado de su tierra. Creando una música tan grande, tan profunda, tan negra. Tal fue la marca que quedó en el negro, que logra hacer una música que intuye, que no trata de apegarse al canon del hombre blanco, pero que toma rasgos de él para poder completar aquel sentir complejo y dolido que lleva consigo. Así surge una música que no trata de ser para blancos ni intenta complacer a los amos, sino que es sólo para negros, aquéllos que podrán sentir, escuchar y vivir este ritmo. Pero este trabajo no fue fácil, ni para blancos ni para negros. Si bien el esclavo podía recrearse sólo una vez a la semana, y sabía cómo disfrutarlo hasta el último minuto, haciendo y bailando la música que ellos sabían hacer, el negro podía divertirse más en un día que el blanco en todo un año. Así lograron que la música formara parte importante en la vida del negro, ¿pero acaso algún día dejó de serlo? No. Sólo cambio de forma, de sonidos, de latitud, pero nunca se desprendió del pueblo negro. Llegando a la conclusión de que esta música es un sentimiento, y que con el tiempo se ha ido transformando, siempre en un mismo eje: el pueblo negro. *Fonoteca Eduardo Mata, del IAGO.

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La identidad novohispana en el arte:

El Jazz

los estudios sobre pintura de castas

Andrés Gaytán* Desde los ragtime de Scott Joplin y Jerry Roll Morton, hasta el más delirante free jazz de Ornette Coleman y cubriendo distintas décadas del siglo XX, la importancia de este género reside, en gran medida, en la influencia que ha ejercido, de alguna u otra manera, en el resto de la música popular —y en algunos casos académica o “clásica”— del siglo XX. Ningún género musical ha abarcado una cantidad tan grande de estilos, tan diversos, en un plazo tan corto. Todo comenzó a finales del siglo XIX en el sur de los Estados Unidos, cuando grupos aislados de personas de color se reunían en algún sitio durante sus tiempos libres para expresar mediante danzas y ritmos muy elementales, su necesidad de liberar de alguna forma las emociones y sentimientos que contenían. Esto puede considerarse los inicios de lo que posteriormente sería denominado jazz. Al igual que otras manifestaciones del arte, se trata de una mezcla de distintos elementos culturales: América recibió no solamente negros africanos que fungieron como esclavos durante mucho tiempo, sino también la enorme carga cultural que éstos traían. Sumada a la ya existente tradición musical del Occidente que prevalecía en los Estados Unidos, el feeling y la capacidad creativa de los negros dio como resultado una de las músicas más fascinantes y controvertidas que se hayan realizado. El sincretismo musical puede ser percibido en este género a lo largo de toda su evolución histórica en sus diversos estilos: Dixieland, swing, be-bop, cool jazz, hard bop, free jazz, fusión jazz, latin jazz, etcétera —

estilos aparentemente disímiles pero siempre mostrando un elemento común imprescindible: la libertad de improvisar sobre un tema melódico. Concebida como una expresión esencialmente creada por negros, el jazz, es una de las manifestaciones musicales que mayor identidad artística le ha dado a esta raza y uno de los mayores aportes que ha hecho a la historia musical de los últimos tiempos; aunque pese a su indiscutible origen afroamericano, el jazz goza de una vasta riqueza de elementos tomados de músicas tradicionales de distintas partes del mundo. Podemos mencionar el interés de muchos jazzistas —el clarinetista Tonny Scott es un claro ejemplo— por explorar e incorporar elementos rítmicos y melódicos de la música oriental. Dicho lo cual podemos afirmar, sin duda, que el jazz es una expresión artística que ha sido adoptada por el mundo y no se detiene en nacionalismos absurdos, pues la calidad musical podemos encontrarla desde los más conocidos clubes de Estados Unidos hasta los más aislados cafés de Japón. Actualmente el jazz se ha fusionado prácticamente con cualquier género musical y ha nutrido a muchos más. Naturalmente ha tendido a modificarse con el paso del tiempo, se reinventa constantemente, juega con las formas y las normas, sin perder nunca su esencia. *Fonoteca Eduardo Mata, del IAGO.

Juan Manuel Yáñez García*

La pintura de castas es un género pictórico que se popularizó en el siglo XVIII como representación visual del “complejo proceso del mestizaje entre los tres grupos principales que habitaban ese territorio español: indígenas, españoles y africanos”.1 Los cuadros de castas construyeron, según Ilona Katzew, “la identidad racial” de la Nueva España, en obras que muestran, a manera de ejercicio didáctico, la relación idealizada de los grupos de la Nueva España organizados en familias mestizas. Los grupos raciales representados en los cuadros están signados y graduados de acuerdo a la posición social y el color de la piel. Evidentemente, el elemento blanco y español ocupaba la escala más alta, seguida por el indígena y, finalmente, el grupo africano. A su vez, estas raíces generaron nuevos escalafones que podían ser inagotables, pero generalmente se concentraban en dieciséis castas. Entre ellas el “mestizo”, hijo de español e india; o el “castizo”, hijo de español y “mestiza”. Por su parte, la raíz africana producía una serie de composiciones raciales graduales en el mestizaje con los españoles e indios. El conjunto artístico de Miguel Cabrera, por ejemplo, señalaba que de español y negra se producía “mulato”; la mezcla de español y “mulata” procreaba a su vez “morisca”; español y “morisca” producía “albina” (que era una mujer blanca con raíz negra); y español y “albina” nacía “torna atrás”, refiriéndose al hijo que ha retornado a los rasgos africanos de la madre. En la misma serie se destaca la mezcla de negro e india del que nacía “china cambuja”; y de “chino cambujo” e india nacía “lobo”; de “lobo” e india: “albarazado”; de “albarazado” y mestiza: “barcino”. Al observar las pinturas de castas, Jacques Lafaye —citando a un viajero

Ilona Katzew, La pintura de castas, representaciones raciales en el México del siglo XVIII. Singapur, CNCA/Turner, 2004.

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de finales del siglo XVII— explicaba parte del proceso de mestizaje que ahí se representaba: las mujeres criollas (españolas nacidas en América) preferían desposarse con los españoles peninsulares, de manera que los criollos varones se unían “con las mulatas, de quienes han mamado, juntamente con la leche, las malas costumbres”. 2 La visión negativa de las uniones entre españoles y mulatas, portadoras de “malas costumbres”, aparecía ya en las declaraciones de Thomas Cage en 1648: El vestido y atavío de la negras y mulatas es tan lascivo, y sus ademanes y donaire tan embelesadores, que hay muchos españoles, aun entre los de primera clase, que por ellas dejan a sus mujeres […] La mayor parte de esas mozas son esclavas, o lo han sido antes, y el amor les ha dado la libertad para encadenar las almas y sujetarlas al yugo del pecado y del demonio.3

Pero si dichas uniones eran delicadas, la inquietud por las demás castas provocaba una mayor inestabilidad social. Las diferentes mezclas con “negros”, (“mulatos”, “coyotes”, “lobos”, “moriscos” y “cuarterones”) eran tenidos como focos susceptibles de “perturbar la paz de los pueblos”, según el arzobispo Francisco Antonio Lorenzana.4 Sin embargo, las pinturas de castas no muestran ningún conflicto racial en su representación. Los cuadros, salvo contadas excepciones de violencia, expresan una sociedad multirracial, decorosa, apacible y cargada de rasgos morales positivos, aunque es evidente que declaran una utopía más que un testimonio fidedigno de la tensa realidad novohispana. Ilona Katzew considera que estas imágenes suponían: “una manera de establecer

Gemelli Carreri, citado en Jacques Lafaye, Guadalupe y Quetzalcoatl. México, FCE, 2006. 3 Thomas Gage, 1648, en La pintura de Castas, Artes de México, Nueva Época, núm. 8, Verano de 1990. 4 Elena Isabel Estrada de Gerlero, “La pintura de castas, imágenes de una sociedad variopinta”, en María Josefa Martínez del Río de Redo, Cristina Esteras Martín, et. al, México en el mundo de las colecciones de arte. Nueva España 2. México, SER/UNAM/CNCA, 1994.

orden en una sociedad cada vez más confusa” y que el género fomentaba, desde la élite colonial, una imagen que pudiera hacer frente al temor de una ruptura social.5 Algunos estudios previos habían relacionado la función del género con la mentalidad ilustrada de la época, considerando que las obras respondieron a los intereses etnográficos de la élite española. En uno de los artículos publicados por la revista Artes de México, en su número dedicado a la pintura de castas, Margarita de Orellana, proponía que el género fue producto del espíritu cientificista del siglo XVIII, que perseguía la apropiación racional y el control cultural sobre el otro en una dicotomía civilización/barbarie: “Por un lado, el hombre civilizado clasifica, ordena a las razas, por el otro, los hombres de razas otras se mezclan y producen nuevas castas”.6 Por su parte, María Concepción García Sáiz, en su libro Las castas mexicanas: un género pictórico americano, considera las pinturas de castas como un souvenir exótico destinado al público europeo ilustrado.7 Y Elena Isabel Estrada de Gerlero relaciona los cuadros con la política monárquica de los Borbones y los ideales de la Ilustración española, manifiestos en los valores de limpieza, decoro, moralidad y amor a los hijos que las pinturas de castas proyectaban, destinadas al gabinete científico de los funcionario que querían llevarse un recuerdo de Indias.8 Por otro lado, Katzew afirma que esta relación entre pintura de castas e Ilustración, establecida por sus predecesoras, es un concepto “no sólo reductor sino hasta cierto punto falaz”;9 pues, si bien “la cultura del exotismo” de los europeos subyace tras las pinturas de castas, no deben soslayarse los sentimientos de identidad por parte

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Katzew, op. cit. Margarita de Orellana, “La fiebre de la imagen en la pintura de castas”, en La pintura de Castas, Artes de México, op. cit. 7 Concepción García Sáiz, Las castas mexicanas. Un género pictórico americano. México, Olivetti,1989. 8 Estrada de Gerlero, op. cit. 9 Katzew, op. cit. 5 6

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La sangre histórica de “Los treinta y tres negros” Hiram Villalobos Audiffred*

de los criollos novohispanos del siglo XVIII, al proveer una “imagen positiva de la colonia” que legitima la vida colonial mediante la pintura.10 Bajo los argumentos del criollismo novohispano, las pinturas de castas expresaron también la preocupación “por construir una imagen diferenciada” de una sociedad multirracial, integrada y apacible que “tenían un claro deseo de realzar la opulencia colonial”, en todos los sectores sociales.11 Esto explica la abundancia de la tierra, el tratamiento cuidadoso en los atuendos de los miembros de una sociedad,

10 11

Ibid. Ibid.

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desde la elegancia del español hasta la minuciosa descripción del negro que por su vestimenta se distingue como cochero —una de las actividades más frecuentes para esta casta en la Nueva España. No obstante, el género aún está cargado de códigos visuales a la espera de desentrañarse, y el reciente enfoque de la afrodescendencia, plantea nuevas interrogantes a las pinturas de castas. Los libros aquí enunciados están en las bibliotecas oaxaqueñas y se acompañan de excelentes ilustraciones.

Las pinturas de castas son típicamente americanas, pero no se limitan a la Nueva España. El género se practicó también en Quito y en Cuzco, donde los pintores de estas escuelas retratan a castas e indios de manera semejante —si bien con algunas diferencias estilísticas y castas nativas. Los libros mencionados, incluyendo el de Thomas Gage, pueden consultarse en la Biblioteca del IAGO y la Biblioteca Beatriz de Fuente del IIE, sede Oaxaca (Nota de los editores).

*Actualmente cursa la maestría en Historia del Arte y prepara su tesis sobre los usos y funciones de la imagen en Oaxaca durante el episcopado de fray Tomás de Monterroso (1664-1678).

La Plaza Mayor de la ciudad de México está llena. Como una niebla de rostros anónimos, el gentío borroso observa la cruel ejecución de treinta y tres negros, supuestos conspiradores contra la Corona española y la Iglesia. La plaza y los portales del edificio del Ayuntamiento, ubicado al fondo, están atiborrados por la muchedumbre variopinta, curiosa y contenida por unos lanceros, y una valla de largas picas, que vigilan el evento empuñando su arma y portando su sombrero gacho. Las picas muestran las cabezas de los negros como trofeos de la Audiencia, a manera de ejemplo y castigo para futuras rebeliones. Más altas están las horcas que poco antes cumplieron su cometido y de las que todavía penden cuerpos. Esta litografía no sólo muestra la muerte de treinta y tres negros, sino que nos hace reflexionar en el porqué de la ejecución y de la estampa misma. De las treinta y nueve litografías de El Libro Rojo, de 1870, la que ilustra este relato, en mi opinión, es la que más expresa lo “rojo” del libro. Sus autores, Vicente Riva Palacio y Manuel Payno, recuperan ese momento para la construcción de la historia de México, como uno de los primeros movimientos libertarios, por un lado, y una de las formas de dominación de la Corona española, por el otro. Primero narran un episodio épico. En 1609 un grupo de esclavos negros fugitivos se refugió en las montañas boscosas cercanas al Pico de Orizaba. Luchaban por su libertad. Los españoles emboscados y derrotados por esos subversivos, con el liderazgo de Yanga y Francisco de Matosa, hicieron negociaciones; el Virrey les dio su libertad y un pueblo dónde habitar. Los llegados de África quedaron condicionados a denunciar cualquier otra rebelión de sus iguales y a dar sus respectivos tributos. Después de ponderar este precedente de emancipación, relatan un evento diferente: tres años más tarde en la capital de Nueva España, entre miedos y paranoias de la población peninsular, corrió el temor de una supuesta

conjura de parte de una cofradía de negros. La Audiencia, debido a la muerte del Virrey, tomó las riendas y ejecutó, pasada la Pascua, a veintinueve hombres y cuatro mujeres en la Plaza Mayor. La rebelión de 1609, de los esclavos cimarrones, tuvo éxito y los españoles lograron pacificar esa zona de Veracruz, pero no así la imaginación de sus compatriotas que, pasado el tiempo, en 1612, temieron por una supuesta conspiración de negros. El miedo creció ante la idea de que tales esclavos, salvajes montañeses y paganos, inviertan el orden de las cosas. La Audiencia sucumbió ante el temor y actuó como era de esperarse: con el ejercicio de la violencia, de acuerdo con lo preestablecido. Como escribía Nicolás Maquiavelo en El príncipe, en 1513, la tarea del príncipe es reducir la bestialidad fraticida de su pueblo, consolidando al Estado, sin importar los medios que use. El sociólogo Michel Wieviorka1 señala que la violencia cambia, en su magnitud o sus fines, con el tiempo: cada época histórica está caracterizada por un repertorio de formas de acción; existe una diversidad de tipos con sus respectivas representaciones de la realidad. La representación de la Plaza Mayor de México durante el Virreinato, como espacio de poder político, religioso y económico, se mantuvo constante a través de pinturas y estampas, siendo estas últimas las que registran su carácter punitivo. En un grabado de Francisco Silverio de 1761, Vista del Palacio Real, copiado en el Calendario de Galván de 1845 y en las Disertaciones de sobre la historia de la República megicana de Lucas Alamán en 1849, observamos todavía el tablado donde se alzaba la picota, aparato cotidiano en la vida de los pobladores que mantenía su sentido disciplinario, aportando una imagen de orden y control social ligada a la plaza de la ciudad.

La Corona buscó mantener el orden de las cosas, el orden de los vencedores. Para estos la ejecución de los treinta y tres negros fue valorada como justicia. Dicho acto no sólo tuvo este fin, fue además un medio: castigo ejemplar para escarmentar a la población negra e indígena ante posibles rebeliones. Espectáculo, además, que funcionaba como catarsis social de la población novohispana. Pero la situación de los afrodescendientes no era la misma que la de los indios. Regresemos a la imagen. Los verdugos descuelgan los cadáveres para decapitarlos en un cadalso de madera. En su papel de sayón trabajan españoles e indígenas, diferenciados éstos por su cendal, realizando diferentes ocupaciones: unos sujetan la soga que sostiene a los inculpados, otros los cargan, unos más apuntalan las picas, y en la parte central de la litografía se ejecuta la última sanción de los negros: el hacha ejerce su oficio en el cuerpo frío de un hombre, la cabeza rodará para acompañar a otras dos que yacen, esperando su turno para ser empaladas. Resulta interesante la relación de ibéricos e indios como operadores del castigo. La estructura social en la Nueva España del siglo XVI estaba gobernada por las distinciones, basadas principalmente en tres relaciones: españoles y no españoles; católicos y paganos, y vencedores y vencidos. Aunque estas clasificaciones se referían sobre todo a los españoles y los indígenas, con todos sus matices, también participaban de ellas los negros y demás castas, pero de una forma diferente. Los negros trabajaban principalmente en fortificaciones y puertos, en las haciendas y reales de minas, desempeñándose como servidumbre, pero su trabajo era más duro y su vida más corta, “no hallaban identidad jurídica… que les permitiera una participación política o corporativa tanto en la vida pública como religiosa”,2 careciendo de calidad de “persona”,

Michel Wieviorka, “The new paradigm of violence”, en Jonathan Friedman (ed.), Globalization, the State and violence. Walnut Creek, Altamira Press, 2003.

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Jaime Cuadriello, “Un entre siglo de culturas, mixturas y hechuras: 1650–1750”, en Enrique Krauze (ed.), El mestizaje mexicano. México, Fundación Bancomer, 2010.

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lo que hizo que algunos cabecillas, entre ellos Yanga, cambiaran su situación social: se convirtieron en esclavos cimarrones, es decir, esclavos que se refugiaban en los montes buscando su libertad. Fuera de su situación racial, eran vistos más bien como paganos, y con el antecedente de 1609 los consideraban agentes de contaminación cultural y religiosa, sobre todo hacia los indios. Los negros eran el antagónico del español preciso en la jerarquía social, y el complemento para la clasificación de los indios. La pintura de castas trató de mantener el supuesto orden social a través de la distinción de razas y sus respectivas actividades, siendo los de origen africano identificados con las tareas innobles y prácticas sociales perversas y violentas. Estampas y cuadros de castas, e incluso Claudio Linati en 1828, en sus Trajes civiles, militares y religiosos de México, mantendrían el estereotipo del negro humillado y violento. La jerarquía social estaría retratada incluso en El milagro del pocito del Palacio de Minería, pintado por Rafael Ximeno y Planes, donde aparecen representadas las principales castas a través de tres hombres, a la izquierda del temple, que presencian tan divino momento: el pie derecho del indio hunde y oprime la espalda del negro. Español e indio que, en 1609, ejecutaron la sentencia de muerte para restaurar la estabilidad del cuerpo social. El resultado está ahí, en la litografía: dibujadas con decoro, las piernas torcidas de una negra, vestidas con harapos, están tumbadas en el piso, mostrando los pies enjutos en señal del rigor mortis que esconde la ausencia de su cabeza. El terrible acto de decapitar a los negros, ya muertos, carece de sentido como castigo, pero su propósito es mostrar la cabeza del quien contravino el orden social. Colgar las cabezas o fijarlas en una escarpia es una práctica de la época para disciplinar, como ejemplo de lo que les podría pasar a aquellos que intentaran lo mismo. Pero esta estampa no funge como un testigo presencial del hecho, sino que forma parte de un contexto social y de una cultura visual más amplia y variada, ya en el siglo XIX. El libro rojo, surgió tres años después de la muerte de Maximiliano y de la restauración de la 58

República. El problema del país, para sus autores, era haber recibido en herencia un pasado que hacía imposible la independencia mental, un pasado de deshonra. El programa nacionalista del XIX “negó su propia historia en el sentido de no darle la vida en el mundo nuevo que estaba estructurado. Para ser libre con libertad interior, quitó toda justificación de existencia a su propio pasado.”3 Vicente Riva Palacio, coronel y liberal comprometido, defendía los derechos y libertades republicanas constantemente en sus escritos. Esto se manifiesta en su obra: ni los hombres guiados por Yanga, ni las tropas del mismo Riva Palacio en la guerra contra Maximiliano torturaron ni ejecutaron a los europeos, mientras aquéllos sí lo hicieron. Por esa razón hace énfasis en los hechos históricos “rojos”, sucesos sangrientos como la ejecución de los treinta y tres negros. A la Colonia la ve con ignominia, por lo que resalta los acontecimientos sociales que buscaron la libertad. Esa libertad que consumara el presidente Vicente Guerrero, aboliendo la esclavitud por medio de un decreto, en 1829. Sí, el Vicente Guerrero insurgente, abuelo de Vicente Riva Palacio y de origen mulato. Como historiador, Riva Palacio piensa en términos literarios y dramáticos necesarios para la educación popular, la reivindicación histórica y nacional. Su discurso estuvo orientado en la construcción de la nación mexicana; buscó empatía y solidaridad con los ejecutados otrora africanos, ahora americanos. En un discurso dado en la Alameda en 1867, Riva Palacio dice: quedan marcadas siempre con sangre en los campos de batalla, o en los patíbulos, y en las humeantes ruinas de las ciudades y de las aldeas: la libertad necesita mártires: su sangre debe caer como un rocío benéfico sobre la tierra, y de su sepulcro deben brotar los laureles, a cuya sombra los pueblos emancipados o redimidos escriban tranquilamente sus instituciones…4

Rafael Moreno, La filosofía de la Ilustración en México y otros escritos. México, FFyL/UNAM, 2000. 4 José Ortiz Monasterio, Vicente Riva Palacio y los derechos del hombre, en http://www.bibliojuridica.org/libros/5/2289/29.pdf. 3

La sangre y los mártires que él escribió, y a los cuales representó y puso rostro la técnica litográfica. La litografía ilustró todo tipo de textos, y sobre todo “ilustró” e informó visualmente a la población mexicana. Este tipo de estampas dominó el campo editorial; su idea era informar e instruir, principalmente a través de libros, periódicos y revistas: …Fue en los periódicos liberales donde, junto a prohombres como Guillermo Prieto, Francisco Zarco, Ignacio Ramírez y Vicente Riva Palacio, florecieron los grandes caricaturistas de la época, como Constantino Escalante, Santiago Hernández y Daniel Cabrera.5

Claro está que la gran mayoría del pueblo era analfabeta y no podía darse el lujo de gastar sus recursos en comprar

Rafael Barajas, Contra la historia oficial, en http://www.jornada.unam.mx/1996/09/15/semfisgon.html.

un libro o revista. Aun así, la posibilidad de la reproducción de imágenes en gran número ayudó a que las ideas políticas y nacionalistas se vieran plasmadas con mayor fuerza. Las litografías de El libro rojo son obra de Santiago Hernández y Primitivo Miranda. Parece que “el dibujante visualizó todo lo misterioso siniestro, lo sombrío y lo tenebroso de los relatos de Riva Palacio.”6 Hernández y Miranda convirtieron la imagen en testigo de los hechos y lograron plasmar, gracias a las virtudes del dibujo directo en la piedra y los matices que permiten el graneado y los aceites, ese pathos de los héroes, los mártires y la sangre que necesita la construcción de la historia de la patria. Riva Palacio y Payno se veían como educadores que luchaban contra la ignorancia del pueblo, contra el pasado inme-

diato y a favor del nacionalismo. Estos intelectuales del XIX pensaban constantemente en la labor del arte. La patria necesitaba imágenes nuevas que contrarrestaran el aparato ideológico del pasado colonial y que forjaran a la nación. Para Riva Palacio los “pueblos y los individuos buscan siempre como el primero y principal de todos los bienes, la libertad: y para conquistarla y asegurarla se han empeñado por todas partes mil combates...”7 Los treinta y tres negros es un homenaje a uno de los primeros movimientos libertarios de México y América, una reivindicación a la tercera raíz, rescatando a la negritud como elemento importante dentro de la historia, poniendo de evidencia la opresión de la Corona española y sus aparatos de control, a través de una magnífica litografía. La sangre de los mártires negros posee

el don de conmover a través de un pathos y decoro por demás logrado, y tiene la virtud de darle presencia a lo ausente en la historia mexicana: la negritud y la Nueva España. La versión facsimilar del Libro rojo, de Vicente Riva Palacio y Manuel Payno, México, Editorial del Valle de México, 1972, puede consultarse en la Biblioteca Central de la UNAM y en la Biblioteca Justino Fernández del Instituto de Investigaciones Estéticas de la UNAM. La Biblioteca Andrés Henestrosa en Oaxaca cuenta con una versión de El Libro Rojo, sin ilustraciones. El CNCA publicó una edición en 1989 (reeditada en 2005 y 2006) en su colección “Cien de México” que muy probablemente se encuentre en las bibliotecas que tienen acervos del Consejo. * Actualmente estudia la maestría en Historia del Arte en el IIE, UNAM y prepara su tesis titulada: “Los indios oaxaqueños y sus monumentos arqueológicos de Manuel Martínez Gracida”.

5

6

Eduardo Báez Macías, op. cit.

7

José Ortiz Monasterio, op. cit.

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El Negrito Poeta,

No hay valor, no hay excelencia, no hay, ni ha habido Casa-fuerte.7

Satisfecho y herido, dice la nota del señor Blanquel, quedó el virrey, tanto que se comentó que donó aquella carroza a la iglesia y laureó al poeta, según apunta la pluma:

versos iconográficos Paola Rebeca Ambrosio Lázaro*

“Ningún mexicano debe ignorar que en los primeros treinta años del siglo XVIII, existía en México un negro dotado por la naturaleza con el don de improvisar”,1 uno que cobró rostro a partir de la publicación de un calendario de 1856, dirigido y recopilado por el editor Simón Blanquel. Éste, el grabador y el dibujante, crearon una iconografía compañera de los versos populares durante más de diez años. El reconocimiento brindado por el editor a un personaje anónimo es asignado por la genialidad de las estrofas improvisadas, por su permanencia en la voz popular, pero sobre todo por las conversaciones irreverentes y singulares que entabló este poeta con el resto de la sociedad novohispana. Simón Blanquel mantuvo básicamente su empresa gracias a los calendarios que año con año vendía en su librería ubicada en la calle del Teatro Principal número trece, aunque también llegó a publicar libros religiosos, novelas y cuentos. Quizá el primer motivo que lo llevó a editar éste y todos los calendarios fue la ganancia,2 sin embargo en ese afán, igualmente, encontramos el gusto e interés por recobrar la memoria del pueblo mexicano; sólo así entenderemos las líneas que inauguran la serie del Negrito Poeta: “Todos los pueblos tienen un verdadero placer en recordar el nombre de aquellos genios que han brillado para gloria de su país.”3 Así, la negritud es una gloria más dentro de lo mexicano, donde la improvisación marca al ser nacional. La tarea del editor no sólo fue reunir los versos o comentar el contexto, sino buscar el rostro más verosímil, acorde a las rimas y ocurrencias, a las circunstancias en las que el Negrito quedaba envuelto. De esta manera lo presenta desde una tradición artística anunciada en los cuadros de castas

Simón Blanquel (ed.), Calendario del Negrito Poeta para 1856, 1ª parte. Biblioteca Francisco de Burgoa. 2 No debemos olvidar que ese género sostuvo la empresa de muchos editores, sobre todo durante todo el siglo XIX. 3 Simón Blanquel (ed.), op. cit. 1

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y apoyada en las estampas costumbristas de tipos que circularon durante el siglo XIX. Vestido con un calzón rasgado y camisa de manta, ocupa un espacio cualquiera, un espacio definido sólo por su mosaico que remarca los pies descalzos del poeta; dos atributos necesarios de su andar lo acompañan, el sombrero y el gabán. Sin embargo, hay algo en él que resalta: el frac, acaso porque está fuera de sitio. ¿Cómo es posible esta combinación de manta y traje? ¿Será, tal vez, para señalar el carácter de orador, o será una especie de uniforme del súbdito. Regularmente en las pinturas de castas encontramos a los personajes en actividades y prácticas que les son familiares, y con el vestuario “adecuado” según la situación social y el oficio. Respecto a los negros y su clasificación, sólo la ropa del tente en el aire, camujo o torna atrás fueron representados rasgados, sucios, connotando la pobreza de su condición de súbditos o de servidumbre. En esta litografía no hablamos propiamente de castas; sin embargo, forma parte de la iconografía que se formó en torno a la negritud desde la Colonia. Es interesante plantear la relación de nuestra imagen con las creadas durante el virreinato, como sabemos: En su nivel más elemental, la pintura de castas plasma la legendaria obsesión de españoles y criollos por la genealogía racial. Al principio del periodo colonial, la elite española poseía una idea clara del lugar que habrían de ocupar los distintos grupos de la colonia. Los españoles se situaron a sí mismos en la cúspide de la pirámide social… Los negros pertenecían al nivel más bajo de la jerarquía … El sistema de castas se inventó para clasificar a la gente en función de su supuesto porcentaje de sangre blanca, india o negra, una estrategia de resistencia de la nobleza ante cualquier intento de usurpación de sus privilegios y de su fuente de riqueza.”4

éstas, desconcierta que un personaje del nivel más bajo de la sociedad porte frac y además nos señale la boca con el dedo, hay en ese gesto una tradición corrompida: el índice constituía una actitud de la divinidad, de la realeza o sabiduría. Tan sólo recordemos el emblema planteado por Andrea Alciato: “Tomando la figura de aquel sabio, que a callar muestra con el dedo al labio”,5 recuerda a Harpócrates el dios griego sin lengua, pero con una intención invertida, pues se trata de un dios “oscuro” con lengua, en cuya “naturaleza está improvisar”. Y es que en este gesto recae la sabiduría de la voz popular como una ironía de las figuras de poder. El Negrito es sabio, y eso es demostrado con el dedo al labio, mas no callado, según podemos constatar en su rostro y con las aventuras registradas. Estando el virrey Juan de Acuña y Casafuerte de paseo en su nuevo carruaje, el Negrito lanzó un cuarteto: Esa estufa, Juan, advierte, que sobre ejes de oro gira, es el carro de la muerte, que te conduce a la pira.6

La primera experiencia narrada se basa en los roles de autoridad virreinal, cuando el excelentísimo señor Juan de Acuña y Bejarano, marqués de Casafuerte, quiso que aquél compareciera en la corte, situación con la que ambos adquirirían y reforzarían las funciones correspondientes de “bufón y rey”. Los papeles de autoridad parecen remarcarse cuando el poeta declara sus versos ante el virrey; sin embargo, es el Negrito quien sin consideración le demuestra la opulencia y riqueza desmedida al marqués. Un reclamo a la máxima autoridad novohispana, incluso versificado, provocaría “la muerte en la hoguera”, sobre todo cuando los ibéricos trataban de controlar el desorden social. Sin embargo el primer magistrado de México quedó complacido y quiso una prueba más, entonces el Negro entonó:

Entendiendo las imágenes de poder, de orden y la jerarquía planteada por

Casafuerte premió la sublime habilidad del negro con una buena gratificación; éste se despidió de su Excelencia… un singular benefactor, que sin disputa lo fue su Excelencia del menesteroso cuyas ocurrencias estimó en su verdadero valor sin desconocer el mérito que encontró en un oscuro poeta…8

Hay un doble juego en la publicación de este calendario. Por una parte las ocurrencias del Negro rebasan los roles de poder, topando con el orgullo de la jerarquía, sin embargo se conforma en la negritud la irreverencia, la malicia, la jocosidad y desfachatez del mexicano.9 Desde la portada del calendario podemos percibir un bosquejo de ironía al retratar al poeta con el gesto de silencio, cuando conocemos que un versificador del pueblo lo que menos procura es estar callado. Sin embargo se engalana el mérito del sabio popular que pone a reyes, sacerdotes y delincuentes en su lugar, pues es allí donde se identificarían los ciudadanos con la otredad de la negritud. La intención en la pose del versificador no es fortuita o equivocada, Blanquel —al igual que cualquier otro editor— incluyó referencias de la literatura conocida como culta en sus publicaciones de corte popular. Así encontramos comentarios en el calendario sobre Petrarca y deidades grecolatinas, sobre todo cuando se trataba de comparar las agudezas del Negrito con las de poetas reconocidos. Por ende no es imposible que el editor conociera toda esa emblemática cargada de significados y que con toda la intención haya querido disponer así el rostro de su orador. Por los versos que acompaña la litografía no nos queda duda del ingenio. El mensaje literario conduce y dirige la mirada del retrato en su conjunto hacia el detalle del rostro: ¿Tú eres el negrito poeta? Contestó: Aunque sin ningún estudio, que a no ser por esta geta, fuera otro padre Zamudio.10

¿Sabes que para la muerte no hay humana resistencia?

Ibidem. 8 Simón Blanquel (ed.), op. cit. 9 Un estereotipo que posiblemente originó comics como Memín Pinguín. 10 Idem. 7

Ilona Katzew, La pintura de castas. Representaciones raciales en el México del siglo XVIII. México, CNCA, Turner, 2004. Disponible en la Biblioteca del IAGO. 4

Andrea Alciato, Los emblemas. Lyon, Guillaume Rouille Librarie, 1549. 6 Simón Blanquel (ed.), op. cit. 5

Pero además nos informa de su privación académica. Por la historia conocemos las funciones de sus congéneres que durante el virreinato, sirvieron en las elegantes casas de los españoles y demás gente que los esclavizó y que quizá los privó de todos sus derechos. Sin embargo es preciso preguntar si el ingenio y astucia de nuestro personaje vienen de una tradición cultural, de la prácticas grupales que lo ayudaron y le heredaron un sinfín de conocimientos y habilidades suficientes para construir espontáneamente rimas consonantes que formaron cuartetas. Y hablaríamos de una herencia cultural que al incluir al Negrito conformaría, igualmente, lo nacional. Por otra parte, casi siempre se le asocia con los jesuitas; por ejemplo, la estrofa que acompaña a la estampa nos habla de Zamudio, un sacerdote jesuita, según nos deja ver Simón Blanquel. Si tomamos como referente las acciones educadoras de estos padres, puedo plantear la hipótesis, aún por comprobar, de que la instrucción del Negrito Poeta ha sido garantizada por algún religioso de la compañía de Jesús. Prácticamente se desconoce el origen y vida del poeta, sin embargo durante el siglo XVIII, hubo personajes con su misma singularidad que trascendieron en el tiempo: “Hubo clérigos y artistas mulatos durante la Colonia, principalmente el siglo XVIII, que gozaron de privilegios y renombre, e incluso hubo quienes destacaron en las luchas de independencia, como Bolívar, Morelos o Guerrero.”11 Posiblemente fue pupilo de uno de esos clérigos mulatos, teniendo acceso a la educación y al arte de la versificación. Otra estampa, incluida en el calendario de 1856, despliega a un hombre opulento en actitud de mando, sentado frente a una mesa dispuesta con varios objetos. El Negrito toma dos cucharas mientras mira con ceño de acierto. Sabemos que se trata del poeta, pero la identificación de su misma vestimenta no parece corresponder con la situación dibujada. Por la estrofa entedemos que no está robando aquellas cucharas, sino con permiso del amo las agarra. Se esperaría que lo que los versos aclaran no perteneciera sólo a la lito-

Jaime Cuadriello, “Un entre siglo de culturas, mixturas y hechuras: 1650–1750” en Enrique Krauze (ed.), El mestizaje mexicano. México, Fundación Bancomer, 2010. Disponible en la Biblioteca del IAGO.

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grafía, porque si bien el Negro puede mezclarse con toda clase de individuo e improvisar cualquier picardía, no es violento o delincuente. La imagen y el texto buscaron limpiar el estereotipo que marcaba el costumbrismo. Pensemos en la acuarela de Linati que asoció la negritud con la violencia y el machismo, o los cuadros de castas con las mismas referencias: Mientras que la mayoría de las descripciones de castas con mayor porcentaje de sangre blanca muestran pacíficas, e incluso felices, escenas domésticas, algunas de las pinturas que representan a gente de sangre predominantemente negra e india pueden ser, de vez en cuando, sorprendentemente violentas.12 No así en la litografía del calendario donde “sirviente y amo” son complacientes. En mutuo acuerdo, uno recitará los versos y el otro pagará con algún objeto. La astucia y la composición merecieron la recompensa y Blanquel no dejó de anotar la petición de aquel señor que encargó al poeta: “que a cada alhaja de las que veía, le fuese acomodando un verso y se la tomase a continuación.”13 El Negro con su buena voluntad sólo compuso una estrofa, sin aprovecharse y “con el fin de no pegarle un chasco pesado a su generoso invitador sació su codicia con la friolera dicha.”14 El primer calendario del Negrito Poeta intentaba quitarle peso a la iconografía que retrataba negativamente a este linaje, replanteaba otra cara, una más jocosa y más dignificante, porque ésta, como llegó a apuntar el editor, formaba parte de la sangre mexicana. Así también lo consideró Nicolás León, cuando se dio a la tarea de reeditar los versos de nuestro poeta en el año de 1912, como parte del folklore mexicano. El historiador llevó la ardua tarea de recopilar todos los calendarios alusivos al Negrito y compiló una edición que, aunque sin rostro, permite leer las “agudezas métricas”, donde además proporciona algunos datos del origen del poeta: José Vasconcelos, el Negrito Poeta, nació en Almolonga (Puebla) en la centuria XVIII, y quizá en sus principios, pues en el gobierno de Juan de Acuña…

12 Edward J. Sullivan, “Un fenómeno visual de América”. Artes de México, La pintura de Castas, núm. 8, 1990. Disponible en la Biblioteca del IAGO. 13 Simón Blanquel (ed.), op. cit. 14 Ibidem.

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Viñetas “de color” Armando Bartra*

El poeta Dionisio Hernández Ramos Manuel Matus Manzo Primero se quitó los huaraches, campesino el poeta; se quitó los zapatos, citadino el poeta. Bebió café negro en la madrugada, cruzó las piernas de palo seco, luego de un tragozo de mezcal salió a la calle con pasos descalzos; se lo llevó el viento y anduvo entre zanates buscando granos en el campo. Vuelve como vuelven los zanates. Ya a esta hora dormita en los pasillos de la Casa de la Cultura. Tiene junto a él un vaso de plástico para que quien se acerque le deposite una moneda, aunque sus versos seguirán en su sueño de fauno en siesta. Como verdadero poeta: se niega a trabajar. Ni siquiera va a una lectura de sus poemas, le cuesta trabajo. Le cuesta trabajo ser él mismo. Anduvo largo tiempo en sus vagancias por Oaxaca, México (allí quedó su padre el agrarista), Salina Cruz y decidió Juchitán al amparo del viento. Duerme el sueño de la Batanda: Batanda pasó su primer noche en vela/ a la orilla del camino de la mar muerta./ Cuando el sol salió y empezó a sentir/ como si en los ojos tuviera arena/ voló unos metros y se refugió en la sombra… El apreciado poeta Dionisio Hernández Ramos nace en Zanatepec, municipio del Istmo de Tehuantepec, de la zona zoque. Su obra escrita en buen verso recrea especialmente los mitos y las leyendas de la tradición oral zoque. Los zoques ocuparon e influyeron en territorio oaxaqueño y chiapaneco y en mucho se produjo una mezcla racial en tiempos de las haciendas coloniales, cuando llegan los esclavos de ultramar como fuerza de trabajo. Más tarde la población negra se extiende por pueblos de Tapanatepec, Zanatepec, Niltepec; nombres de origen náhuatl; la lengua del antiguo castellano también permanece. Dionisio ya no habló sino el español con las variantes de la mezcla sonora. Puedo señalar que Dionisio pertenece a una generación brillante de poetas istmeños de los cuarenta del siglo pasado, con Macario Matus, José Luis Colín y Víctor de la Cruz, que luego vino a impulsar, inspirar y a formar las siguientes generaciones.

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Dionisio ha sido escuchado y admirado por su publicación y por sus múltiples participaciones en encuentros y lecturas. Con otros nombres conocemos también a Dionisio: el Rey Gululush, el Zanate de Oro, el Poeta Sandillista, simplemente el Poeta. Proviene ciertamente de humilde hogar campesino, característica que siempre ha hecho honor a su obra. Sin haber escrito “mentiras” muchas veces se le ha escuchado contar este subgénero de la oralidad istmeña. Su piel de pura morenez, su aplastada cabellera china o colocha denotan su ascendencia. Si leemos su obra, libros ya escasos ahora, vamos a encontrar una composición de enorme sonoridad; nos daremos cuenta que son las historias en verso, versos libres, o prosa poética, como si también fueran cuentos cortos, que denotan su encanto. También ha escrito versos líricos, melancólicos, amorosos. De la tradición oral zoque Dionisio escucha las leyendas, cuentos y mitos y se encarga de recrear mediante el verso estas historias del mundo indígena, con palabras elegantes que provienen de la misma zona. Con ello interpreta un imaginario local pero de enorme peso en la literatura indígena, que muy bien deben ocupar un lugar nacional. La Batanda fue un guerrero del rey Gululush/ que antes de quedarse pájaro/ se enamoró de una princesa huave.// Todo pasó en la época de la guerra/ entre los zoques de Zanatepec/ y los huaves de la mar muerta… Estos fragmentos se encuentran en uno de sus libros, El Sueño de la Batanda, publicado por el Instituto Oaxaqueño de las Culturas en 1994. Lo que se cuenta es la memoria oral que Dionisio ha sabido recoger de entre las voces anónimas entre los zoques. Abre un ojo y te pregunta:¿Cuándo llegaste? Ayer te vi en el viento del cielo, andabas divagando como un ángel. ¿Puedes prestarme una moneda? Cada día estoy más negro de ser poeta.

ya vivía… Dada su condición de raza y origen y las circunstancias sociales de su época, fácilmente se puede juzgar cuales hayan sido las ocupaciones de los primeros años de su vida. No hay dato alguno para conjeturar ni aún siquiera si llegó a aprender a leer, ni cómo pudo emanciparse de la esclavitud a que por su nacimiento estaba condenado.15

Más tarde, Artemio de Valle-Arizpe comenta algunas agudezas y refiere que: “Almolonga es una vieja hacienda no lejos de Jalapa, en el Estado de Veracruz, se fundó en tiempos de la Conquista con seiscientos esclavos negros procedentes de África.”16 Lo único cierto en la biografía del Negro es que perteneció a una raza condenada a la esclavitud, y por causas desconocidas se liberó en y por sus versos, formándose como un orador que le infundió carácter a México. Simón Blanquel popularizó lo popular, el destino de sus calendarios iba desde el patio trasero de la residencia de un buen caballero, hasta la recamara de una señora acomodada. De esta manera la negritud se hizo presente en la sociedad decimonónica, de esta manera ha llegado hasta nuestro tiempo, al conservarse algunos de los ejemplares en la Biblioteca Francisco de Burgoa. Agradecemos, pues, el interés por acoger la voz popular en tan distinguido lugar.

Todos somos negros porque todos somos esclavos Memín Pinguín1 El fetichismo de la epidermis es un hijo político del capital René Depestre2

México, como otros países lerdos y demorados, pidió su ingresó a la modernidad endosando y reforzando el racismo imperante en la época colonial. El discurso sobre la igualdad entre los hombres es lujo metropolitano que las naciones periféricas no pudieron darse pues, como señaló René Depestre, negros, amarillos y cobrizos eran el “combustible biológico” de ultramar que alimentó a distancia la segunda revolución industrial. Sin mano de obra forzada el capitalismo orillero no fluía, y la presunta minusvalía racial de la gente “de color” fue coartada perfecta para imponer la esclavitud en nombre del progreso. En un folleto de la Secretaría de Fomento publicado en 1911, posiblemente escrito por el alemán Otto Peust, entonces funcionario del gobierno porfirista, leemos: Las razas se dividen desde el punto de vista económico en tres grupos. El primero comprende los pueblos de raza caucásica, de la cual ha salido la industria transformadora. El segundo, la raza amarilla, sólo ha formado el gremio agrícola y manufacturero, pero parece capaz de imitar el régimen industrial capitalista. El tercero, la mayoría del los pueblos indígenas del África, de América y de gran parte de Asia, dispone de un grupo tan reducido de hombres enérgicos y perseverantes que sólo ha logrado formar el gremio agrícola. Los individuos de este grupo parecen incapaces de imitar la producción capitalista. En relación con el grado de inferioridad de una raza los individuos que la forman resultan por su propia naturaleza, trabajadores libres, obligados o esclavizados.3

*Actualmente estudia la maestría en Historia del Arte en el IIE, UNAM y prepara su tesis titulada “El almacén de los niños, una propuesta ilustrada, entre razón y religión”.

Gran parte de la obra de Dionisio Hernández ha sido publicada en la revista Guchachi’ reza, que puede consultarse en la Biblioteca del IAGO, la Biblioteca Bustamante o la del CIESAS, sede Oaxaca.

15 Nicolás León (comp.), El negrito poeta mexicano y sus populares versos. México, Imprenta del Museo Nacional, 1912. Disponible en la Biblioteca Andrés Henestrosa. 16 Artemio de Valle-Arizpe, Personajes y leyendas del México Virreinal, relatos sobre la vida en la Nueva España. México, Panorama, 1985. Disponible en la Biblioteca Henestrosa.

Citado (o atribuido) en el fancine Malaletra. Resistencia global. México, agosto de 2005. 2 René Depestre, Buenos días y adiós a la negritud. La Habana, Casa de las Américas, 1980. 3 Secretaría de Fomento Investigación sobre el problema obrero rural en el extranjero. México, 1911.

Como se ve, según el gobierno del mixteco polveado en que se transformó Porfirio Díaz, los únicos dotados para la civilización son los caucásicos y entre los incapacitados —amarillos, cobrizos y negros— la diferencia es sólo de grado. Pero este es el racismo de los tecnócratas de hace un siglo importados de Europa por don Porfirio, hombres “blancos” que metían en un mismo saco a todos los que no fueran deslavados como ellos. Otras, en cambio, eran las actitudes discriminatorias del resto de los mexicanos integrantes de una sociedad casi de castas que de antiguo distinguía por su grado de civilidad entre criollos, mestizos e indios. Pese a que fueron traídos a fuerza desde los primeros años de la Colonia, a los afrodescencientes se les veía como inferiores —no tanto como los indios, pues ya para el siglo XIX muchos desempeñaban funciones de capataz— pero también como exóticos. El negrito poeta

Los primeros esclavos africanos llegan a la nueva España en 1528 y para los siglos XVIII y XIX, negros y mulatos representan algo más del diez por ciento de la población, unas 640 mil personas en 1810. El estereotipo de la negritud, que seguirá vigente hasta el arranque del tercer milenio, comienza a formarse en ese entonces, de modo que no es arbitrario sostener que El negrito poeta es antecedente remoto de Memín Pinguín. Agudo epigramista del siglo XVIII, que alfilereteaba a quienes hacían la corte al Virrey Conde de Casafuerte, El negrito poeta devino con el tiempo personaje ficticio y a mediados del siglo XIX Salvador Ayacardo lo retoma transformado en muñeco de titiritero. Así, durante dos siglos al pícaro de piel morena se le atribuyen innumerables versos burlescos. Al negrito poeta le restregaban con frecuencia su “estigma” epidérmico: La Margarita: Negro, el color te agravia. El negrito poeta: No tengo la culpa yo: una mano oculta y sabia ésta piel negra me dio cual si naciera en Arabia.4

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Rubén M. Campos, El folklore literario de México.

Y en otro epigrama revira: Ser negro no es culpa mía. A todos doy alegría y con esto me reintegro.

Así, al pagar su derecho de admisión mediante el humor ácido y chocarrero, el repentista satírico reconoce la doble suerte del diferente: ser visto como menos y al mismo tiempo como más que los comunes y corrientes. El versificador se reivindica porque en su caso la negritud va acompañada de filosa socarronería. Y es que ser extraño entre normales es una suerte de patente de corso que permite decir impunemente lo que a los demás costaría la libertad, si no es que el pellejo. Ventajas del otro: del que nos habla desde el lado oscuro del espejo, desde el inframundo del que los disformes son tanto espantables cuanto seductores personeros. La otredad de la que, según los blancos, son portadores los negros pero también los enanos, los contrahechos, los albinos y demás freaks, puede trivializarse y caricaturizarse. Pero detrás de los estereotipos más risueños y discriminatorios estará siempre el vértigo que suscita lo distinto, lo extraño, lo sobrenatural. La Negra

El comienzo la litografía, después el fotograbado y más tarde el rotograbado propician que desde mediados del siglo XIX se abaraten y multipliquen progresivamente las publicaciones ilustradas. Y con ellas se difunde el estereotipo visual del negro africano: riguroso taparrabo, hueso en el chongo y lanza en ristre. Emblema del colonialismo europeo que la primera globalización massmediática se encarga de universalizar. En los chistes gráficos y en las historietas hechos en México el negrito ingenuo y chistoso, pero inveteradamente caníbal, es una presencia frecuente que sin embargo nada tiene que ver con nuestra numerosa y variopinta población afrodecendiente. Es habitual en las primeras historietas humorísticas aparecidas en los suplementos dominicales de los diarios, que los protagonistas viajen al “continente negro” donde tribus

México D. F., Talleres Gráficos de la Nación, 1929. Disponible en el IAGO y Biblioteca Henestrosa.

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de antropófagos tratan de cocinarlos en el proverbial perol. Tal es el caso de Don Catarino y su apreciable familia,5 de Salvador Pruneda e Hipólito Zendejas, publicada en El Heraldo a partir de 1921. Es por ello llamativo que en la historieta El señor Pestaña,6 del mismo Zendejas y el dibujante Andrés Audiffred, publicada a partir de 1927 en El Universal, además de la pareja formada por Pestaña y Chon Prieto, adquiera un carácter protagónico La Negra, hija del rey de la tribu Wa-ca-le y casi desde el principio de la serie pareja del segundo. A pesar de que cambia eses por zetas y sustituye por eles algunas consonantes, La Negra viste de civil y es la primera heroína mexicana de historietas cuya condición femenina no la condena al papel de esposa oprimida u opresora, de sueño sexual masculino o de comparsa. Al contrario, es ella la que por lo general soluciona con ingenio y sentido común los embrollos en los que se meten Chon y Pestaña. Además de que con sus comentarios distanciados y autocríticos desarrolla una suerte de metadiscurso: “¡Eztoy hazta el copete de aventuraz ridiculízimaz!”. Es también a través de ella que Zendejas despliega sus artes retóricas. Así, para La Negra, Chon es “Kizmolonzito de miz amorez eztridentízimos” y también “ezpozito de miz paziones plimavelalez”. Aunque peina chongo dizque afro, la señora Prieto no es bembona como los negritos adocenados del cómic, lo que acaba de redondear un personaje massmediático realmente excepcional que trasciende la carga racista y sexista omnipresentes en la narrativa y la iconografía de la posrevolución. Y lo hace con naturalidad y sin los desplantes de corrección política que años después serán habituales. El señor Pestaña y en particular La Negra, confirman que aun en un medio tan asiduo a los estereotipos como la historieta, aparecen de vez en cuando series y personajes que se apartan de modelos trillados. En un universo poblado por charros, peladitos, indios “tepujas”, gringos, aboneros, rancheros avecindados en la capital y otros clichés propios de la inmediata posrevolución y propicios al Juan Manuel Aurrecoechea y Armando Bartra, Puros Cuentos. La historia de la historieta en México 1874-1934. México, CNCA/ Grijalbo, 1989. Los tres volúmenes pueden consultarse en la biblioteca del IAGO. 6 Ibid.

tratamiento fársico, sobresale por su grisura hasta fisonómica este trío de clasemedieros urbanos, aún atípicos en los años veinte pues su aparición se anticipa más de tres décadas al México del medio siglo dominado efectivamente por los usos y costumbres del emergente mediopelo. Y para colmo, la tercia protagónica se mantiene a flote gracias a la sensatez de su protagonista femenina, que además es negra. Memín Pinguín

En un país racista la negritud es handicap y la “gente de color” tiene que hacer un esfuerzo adicional para ganarse el derecho de alinear con los demás, a pesar de… Así, El negrito poeta se reivindica por llevado, socarrón y filoso epigramista, mientras que La negra se sobrepone por decidida, claridosa y sensata. En cuanto a los méritos legitimadores de Memín Pinguín, los más obvios son la ingenuidad, la empalagosa ternura y por sobre todo un gran Edipo. La cultura industrial-popular es por definición mimética y en el siglo XX sus modelos fueron los estadounidenses, de modo que es ahí y no en el humus patrio donde primero hay que buscar los orígenes de una historieta hecha en México. Almas de niño, que así se llamó inicialmente la serie protagonizada por Memín, comienza a publicarse en 1944 en la revista Pepín, escrita por Yolanda Vargas Dulché y dibujada Alberto Cabrera. Por esos años se editaba en Estados Unidos el cómic Our Gang, realizado por W. Kelly, que a su vez rendía tributo a los cortometrajes humorísticos del mismo nombre que a partir de 1922 produjo Hal Roch con gags generados por Frank Capra. Uno de los siete personajes de la pandilla protagónica —que incluye un perro— es el negrito Farina, interpretado por cierto por una niña, y del que es indudable remedo fisonómico nuestro Memín.7 Pero ahí terminan las semejanzas, porque el ánimo de Farina y sus compañeros de Our Gang es alborotador e iconoclasta como el del guionista Capra, mientras que Memín y sus amigos son modositos y bien portados. Actitud consecuente con el talante melodramático y sensiblero de la extensa obra historietil de Yolanda Vargas, y que

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Sobre Memín Pinguín, ver Juan Manuel Aurrecoechea y Armando Bartra, Puros cuentos III. Historia de la historieta en México 1934-1950. México CNCA/ Grijalbo, 1994.

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conecta a Memo el pingo con Toño el negro, personaje de la melcochosa película Madre querida, realizada en 1935 por el inefable Juan Orol. Todo corazón, Memín no es para nada un minusválido. Su representación gráfica, que en la primera época de la serie corre por cuenta de Alberto Cabrera y después de Sixto Valencia, prolonga el estereotipo de la negritud pero también le debe algo al look simpático y carácter aguerrido que Will Eisner le dio a Ebony White, el pequeño ayudante del detective enmascarado de la serie The Spirit. En cuanto al guión, la intensidad de los sentimientos materno-filiales atribuida los negros, nos llega posiblemente de Cuba a través de los culebrones radiofónicos y folletinescos de Felix B. Caignet, y sobre todo de la exitosísima radionovela El derecho de nacer, que se difundió primero en

la XEX interpretada por Dolores del Río, y más tarde por la XEW, con Eusebia Conde. Y es que el rebosante amor que une a Memo con su madre Eufrosina —“ma’linda”— no es dolido y gimoteante, como otros, sino gozosamente edípico. “Es que así de fajosos son los negros…”, habrán pensado los lectores. “En Memín Pinguín hay mucho de mí —decía Yolanda Vargas—. La adoración que Memín tiene por Eufrosina yo la tuve por mi madre”.8 Y aquí comenzamos a encontrar un elemento identitario. Porque para un pueblo siempre a la intemperie como ha sido el mexicano la familia, y en su centro la madre, es ancla que protege del vendaval. Tonantzin, Guadalupe, Eufrosina… el refugio último, el tibio abrazo que nos regresa al origen.

Nada peor para un mexicano que no tener madre… o que tener poca. Pero si algo tiene Memín es mucha madre. Y esto lo compensa de ser feo, prieto, torpe y pobre; lo compensa de ser una criatura desvalida como en el fondo somos todos. ¿Memín racista? No sean estúpidos. La cosa es exactamente al revés. Aquí el color importa, claro, pero porque los símbolos que apelan a nuestras pulsiones más profundas tienen que ser morenos. Por eso la del Tepeyac tiene más rating que la de San Juan de los Lagos. Por eso a casi setenta años de su primera aparición — no impreso en la tilma de Juan Diego sino en las páginas del Pepín— la de Memín y ma’linda es la única historieta mexicana que se sigue reeditando.

Yolanda Vargas Dulché, Cristal, una parte de mi vida. Barcelona, Editorial Argumentos, 1979.

*Filósofo, profesor de la UAM-Xochimilco, ensayista, editor de La Jornada del Campo.

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Cin/esclavitud Nelson Medina*

“Algún día, los esclavos venderán a sus amos y se echarán a volar”1

Muchas películas abordan, a lo largo de la historia del cine, la problemática de la comunidad negra; desde las primeras actuaciones de blancos pintados para parecer negros en El Nacimiento de Una Nación de D.W. Griffith, Lo que el viento se llevó de Víctor Fleming y muchas más. Desde la salida de África y su llegada a diversos países donde fueron recibidos como esclavos trabajaron como mineros, recolectores de algodón, trabajadores de fábricas, mozos. Su historia narra sucesos trágicos de sumisión, persecusión, esclavitud, tortura: fueron aplastados y denigrados por esa diferencia de color. De antemano conocemos la historia; sin embargo más que abundar sobre esa parte conocida y estereotipada, me gustaría otro tipo de acercamiento, a las historias donde han podido ser lo que quieren, donde los motivos de su situación surgen de la parte más íntima del ser humano. Encuentro dos películas que me parece podrán llevarnos hacia estas reflexiones y que mantienen un panorama realista; un poco hacia el documental, con preocupaciones sociales pero también individuales, donde la visión del director no muestra el imaginario usual respecto a esa comunidad, como sucede en El Nacimiento de una nación, donde la difamación y ridiculización pública son el elemento básico y los negros son expuestos como seres con graciosos rituales, descerebrados, que una vez libres no saben qué hacer con sus vidas. La mayoría de películas nos presentan un estereotipo racial antes de acercarnos a intereses sobre el ser mismo, razón por la cual recurro a Cobra Verde, de Werner Herzog y El Cobrador: in god we trust, de Paul Leduc; la primera ubicada a finales del siglo XIX y la otra narrada en presente.

Cobra verde

Desde la aparición del cinematógrafo ha existido un deseo vehemente de documentación. Dziga Vertov decía que no valía la pena filmar teatro, que había que salir a las calles, que el cine debería de ser tomado de la vida misma, de la realidad, y que no era necesario recurrir a montajes; pero ese impulso por documentar se ha transformado en ficción, drama, surrealismo y diversos géneros que han ido surgiendo con el deseo de transmitir diferentes intereses. La obra de Werner Herzog, precisamente, transcurre entre lo documental y la ficción, dando a sus películas la vitalidad y la fuerza de la naturaleza a través de tomas al aire libre, donde se muestra la naturaleza en su aspecto a la vez crudo y bello, mezclando partes documentales montadas posteriormente sobre un guión de ficción. Por esto, en algunos casos su obra a sido catalogada como ficción, cuando en realidad es documental. Cobra Verde (1988) es la última película que Werner Herzog grabaría con

el actor Klaus Kinski. La cinta está basada en la historia que escribió el británico Bruce Chatwin titulada El virrey de Ouidah, en este caso convertido en el bandido brasileño Da Silva, a quien apodaban Cobra Verde. La situación en la que vivían los esclavos en el siglo pasado era socialmente aceptada y se comerciaba con negros. La historia del Cobra Verde comienza en Brasil; mientras el personaje vaga por las calles y aterroriza a los pobladores, es descubierto por el poderoso dueño de una fábrica de azúcar, quien lo contrata para ser el nuevo capataz de sus esclavos. El Cobra Verde se acuesta con las hijas de su patrón y las embaraza a todas, por lo cual es enviado a una misión suicida: comprar negros en África y traerlos a América. La sorpresa consiste en que los propios negros ya consideran la esclavitud como un delito y, por lo tanto, es castigada con la muerte. En África, los negros mismos promovían la esclavitud, pedían armas para la guerra a cambio de esclavos, tenían conflictos internos; el juego sucio es

ya parte de las estrategias para lograr el poder territorial: no es el África de armoniosos rituales, ni tampoco el África espiritual; de hecho sus reyes consideraban a todo el pueblo como servidumbre, a partir del terror que le infundían. En Cobra Verde podemos ver muchas realidades: la esclavitud en Brasil como algo normal, en África con fines ambiciosos; el castigo, los rituales y belleza de las danzas, el amor al poder, pieles al sol, banderas blancas, hileras de cantos que duelen y alegran, un retrato de la esclavitud y la humanidad. Cobrador, in god we trust

Se trata de la última película del director mexicano Paul Leduc, basada en los cuentos del brasileño Rubem Fonseca. El Cobrador narra cómo un esclavo minero en Brasil imagina represalias contra sus agresores; conoce a una fotógrafa Argentina en México y se enamora de ella, ambos se convierten en cómplices para provocar movilizaciones en espacios públicos,

actos terroristas bajo una leyenda: cobraremos lo que nos deben. Cobrador, plantea los alcances de una mente dolida por la situación brutal y devastadora en la que viven los esclavos, donde sólo un pensamiento es capaz de liberarlos de la opresión. Por ese motivo decide cobrarle a Estados Unidos, a los políticos sucios, a los mexicanos corruptos y a todos los que le deben algo: cobrar lo que por derecho le corresponde. Leduc no sólo plantea esto, sino que logra que en cierta medida nos identifiquemos con el protagonista (Lázaro Ramos), al adentrarnos en la trama que nos harán descubrir las razones y los antecedentes que hacen de él un cobrador, alguien violento. Este esclavo negro, no sólo representa la esclavitud pasada sino la esclavitud contemporánea, ésta que se da en oficinas, comercios, escuelas —la que no necesariamente es negra. Desde Estados Unidos hasta Brasil, la violencia, los poderosos corruptos y la esclavitud son un retrato social de este siglo, un deseo siniestro hace que

por amor al dinero y al poder torzamos nuestro espíritu convirtiéndonos en provocadores de futuros males, capaces de borrar la identidad de las generaciones posteriores y hasta de garantizar la esclavitud y la violencia a largo plazo. No hay negros de qué hablar, sino del color de nuestras ideas. No hay esclavitud sin nuestra forma de pensar. Existe sólo un mundo gobernado por leyes que no fueron impresas en una oficina: una causa-efecto de las acciones. Cobra Verde. Director: Werner Herzog. Guión: Werner Herzog (basada en la novela de Bruce Chatwin). Año:1987. País: Alemania. Duración: 111 min. Cobrador: in god we trust. Director: Paul Leduc. Guión: Cuentos de Rubem Fonseca. Año: 2006. País: México. Duración: 90 min. Ambas películas disponibles en la Videoteca El Pochote, en el CaSa. * Videoteca El Pochote

Fragmento tomado de la película: Cobra Verde, dirección y guión de Werner Herzog, 1987.

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Las mujeres negras y el telar Alejandro de Ávila Blomberg*

Gonzalo Aguirre Beltrán (1908-1996) fue el primer investigador social en interesarse por la población de ascendencia africana en México. Originario de Tlacotalpan, sus experiencias de infancia en la cuenca baja del Papaloapan, habitada por gente de afinidades étnicas tan variadas, deben haber instigado su curiosidad intelectual. Se tituló originalmente como médico en la UNAM, pero su trabajo posterior como biólogo en el departamento demográfico de la Secretaría de Gobernación lo vinculó con Manuel Gamio, decano de la antropología mexicana, y esa amistad que marcaría su carrera. Aguirre Beltrán emprendió de 1942 a 1944 una revisión documental voluminosa en el Archivo General de la Nación (AGN) para estudiar a los grupos afrodescendientes durante la colonia. Como resultado de esa investigación, publicó La población negra de México 15191810, trabajo pionero sobre el tema. En 1945 se trasladó a Illinois, donde estudió antropología en la Universidad Northwestern con Melville Herskovits, el especialista más destacado en estudios africanos en esa época. Herskovits se había doctorado bajo la dirección de Franz Boas, figura legendaria en la fundación de la antropología; gracias a Herskovits, los estudios africanos y afroamericanos se reconocieron como disciplinas académicas en las universidades de Estados Unidos. En Northwestern, Aguirre Beltrán adquiriría las herramientas metodológicas para emprender el trabajo etnográfico en la costa de Guerrero y Oaxaca que lo llevó a publicar en 1958 su obra más leída: Cuijla, forma abreviada por la gente de Cuajinicuilapa para referirse a su pueblo, en los límites de los dos estados. La etnografía de Aguirre Beltrán fue innovadora no sólo por referirse por primera vez a una población negra viva en este país, sino por abordar aspectos no registrados en las monografías previas sobre comunidades indígenas, como la literatura oral, la medicina tradicional y la violencia. Cada uno de los capítulos inicia con un epígrafe, tomado de alguno de los cantos y corridos cuijleños, y con una viñeta de Alberto Beltrán, grabador 68

talentoso que nació y trabajó en la ciudad de México, donde fue miembro de la segunda generación del Taller de la Gráfica Popular. El séptimo capítulo, El redondo negro, que describe la traza del pueblo, la vivienda y la impronta espacial de los nexos de parentesco, fue ilustrado con una escena de la vida diaria en esa época: una mujer sentada en el piso teje un lienzo largo en su telar de cintura amarrado a un árbol, mientras la observa una joven que carga a una criatura a horcajadas frente a una casa redonda de bajareque con techo cónico de palma. Al final del capítulo, el texto nos ofrece más detalles: El redondo, uno de los últimos rasgos culturales africanos retenido por los habitantes de Cuijla, está condenado a extinguirse, como se extinguieron otros rasgos ligados a la tecnología africana. El vestido fue uno de ellos... La indumentaria africana, en efecto, sufrió un cambio radical desde el establecimiento de los primeros negros en tierras de Cuijla. Los esclavos llegaron vestidos con esquifazones que denotaban su condición servil. Los cimarrones adoptaron, sin duda, la indumentaria indígena de algodón... Todavía en la actualidad pueden encontrarse negros vestidos con ropa de estilo y manufactura indígenas. Don Juan Bracamontes, prencipal encargado de las funciones religiosas en Cuijla, usa calzón y camisa de tela de algodón fabricada en telar de cintura...

Una nota de pie de página nos explica qué era la “esquifazón” (que en otros contextos se refiere al conjunto de remos y remeros en una embarcación), con base en documentos coloniales del AGN: La esquifazón de la esclavonía de las haciendas costaneras consistía en una camisa de Bramante con bolsa al pecho y faldas amplias que alcanzaban hasta la rodilla y un calzón corto de manta o palmilla sostenido a la cintura por un cordón de pita torcida. Para el tiempo frío se añadía una camisa gruesa de bayeta, también de largas faldas que llegaban a las corvas... La mujer negra era vestida con nagua de Chiapa amarrada a la cintura con una cinta y cuesquemitl indígena... A la mujer se le dotaba, además, de un rebozo...

En los años 1950, cuando Aguirre Beltrán hizo su investigación de campo, las mujeres negras no conservaban prenda indígena alguna: “...usan sin exclusión la indumentaria de la mujer mestiza”. No hay reportes, en efecto, del uso de huipiles o faldas de enredo en las comunidades afromestizas de la costa de Guerrero y Oaxaca. Lo que Aguirre Beltrán no parece haber observado, y que consideramos una de las formas más notables del arte negro en América, son las servilletas y manteles o colchas que se tejían todavía a mediados del siglo pasado en esa misma región. Conocemos una sola fotografía de los años 1960 que muestra a una mujer morena de cabello crespo hilando algodón con malacate; el trabajo textil desaparecería por completo poco tiempo después. Se han conservado unas cuantas muestras en las colecciones de algunos museos. Identificarlas ha requerido hacer trabajo de detective, pues en la mayoría de los casos fueron catalogadas como tejidos “mixtecos” o simplemente “indígenas”. Las servilletas negras representan en nuestra opinión los ejemplos más acabados de dos técnicas de tejido en el sur de México. Ninguna de ellas era exclusiva de las comunidades afromestizas, pero fue en comunidades como Cuijla donde se tejieron las piezas más meritorias que conocemos. La coleccionista Elsie McDougall adquirió en los años 1930 ejemplos de ambas técnicas, que ahora se conservan en el Museo Americano de Historia Natural en Nueva York. La más compleja, desde el punto de vista de su estructura, es una combinación del tejido de tramas discontinuas con el ligamento de gasa (donde los hilos de la urdimbre se entretuercen, entre una y otra trama). El resultado es una tela donde se van abriendo surcos sesgados de textura reticular abierta, en contraste con grandes rombos o triángulos de textura densa. La ortogonalidad del telar se pierde aquí y los hilos hacen acrobacias. Los ejemplos indígenas de la misma técnica son sobrios y recatados; las tejedoras negras parecen hacer alarde de destreza y de seguridad en sí mismas en sus servilletas. Desafortunadamente, no conocemos pieza alguna de este tipo en los museos mexicanos.

La novia no sabe jilá Gutierre Tibón Don Tongo me dijo: —El joven Sanguilán no va a raptar a Cointa Zafra. Este Sanguilán es muy formalito. —¿Entonces? —La pide, la pide. Ahora se reunirán las familias... No, usted no molesta. Hay mucha gente. En efecto, la había; dos familias, casi dos clanes, cada cual por su lado, delante del “redondo”, o sea del jacal circular de los Zafra. Techo de palma real. En la plaza de pueblo africano, rodeada asimétricamente de “redondos”, se erguían dos altas palmas reales. El nombre de esta ranchería de “morenos” es Poza Verde; no queda lejos de Huazolotitlán. Vérulo Sanguilán parecía un áscari eritreo: tez negra como el ébano, pero el pelo liso, la nariz estrecha y bien dibujada, los labios delgados. Estaba de pie, en medio del grupo de los suyos. Cointa Zafra, su novia, era más clara, pero tenía la nariz ancha y chata y una intrincada cabellerita de lana. Sus pestañas, como las de su padre, eran largas y crespas. Quince años, formas ya algo agresivas; un “chic” natural y una sonrisa constante a flor de labio. En los dos grupos había niños, todos panzoncitos, completamente desnudos, y niñas chicas con unas trusas rosas como único vestido; eran los personajes más serios de la reunión. Cointa estaba en medio de su bando, como protegida por los suyos; pero cuando llegué no me pareció que su familia le hiciera mucho favor. Decía, en coro: —La novia no sabe jilá. Con mi sorpresa, el clan del novio contestó, también en coro: —Así la queremoj. —La novia no sabe cosé. —Así la queremoj. —La novia no sabe molé. —Así la queremoj. Se enumeraron todos los quehaceres do-

mésticos, y resultó que la novia no sabía hacer absolutamente nada. Pese a esto, la familia de Vérulo Sanguilán declaraba, con la firme reiteración de las letanías, que así la quería, que así, ignorante e inútil, la aceptaba muy complacida en su seno. Cointa seguía sonriendo como si le hicieran elogios: lo que me hizo pensar que tal vez la muchacha no era tan inútil. Me di cuenta de que se jugaba allí la comedia de la modestia; y recordé a las mamás que a sus más preciosos vástagos les dicen llenas de cariño: “Feo, feo”. Había entre los familiares del novio un anciano, más que octogenario que, al parecer, llevaba la voz cantante en la reunión. —Es don Prisciliano Noyola —me dijo don Tongo al oído. Se le ocurrió a don Prisciliano vitorear a los padres de Cointa y a la propia prometida: —¡Viva el papá de la novia, Pitacio Zafra! —¡Viva! —¡Viva la mamá de la novia...! Aquí se interrumpió; no se acordaba de su nombre. Repitió: —¡Viva la mamá de la novia! ¿Cómo se llama eta mujé? —Felícita Zafra. —¡Ah! ¡Viva Julícita Zafra! —¡Viva! —Viva la novia... Don Prisciliano tampoco se acordaba del nombre de la novia. —Y eta mujé ¿cómo se llama? —Cointa. —¡Ah! Viva la novia Cointa Zafra y viva el novio Vérulo Sanguilán. Contestó un estruendoso “viva” y tuve que tomar, yo también, un traguito de aguardiente de caña a la salud de todos. Gutierre Tibón, “Los afromixtecos”, en Pinotepa Nacional; mixtecos, negros y triques. México, D.F., Universidad Nacional Autónoma de México, 1961.

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La segunda técnica, que parece haber tenido una distribución geográfica más amplia y está mejor representada en las colecciones, es el tejido de confite. Aquí la trama se jala con una alezna o aguja entre dos hilos de la urdimbre para formar figuras en relieve. Los casos mejor conocidos de esta estructura provienen de comunidades indígenas del Golfo: el Totonacapan, la Huasteca y la Sierra Norte de Puebla. En manos de las tejedoras negras de la costa del Pacífico, a partir de esta técnica se elaboraron piezas de gran formato con diseños sorprendentes, lo mismo trazos rítmicos minimalistas que composiciones complejas con iconografía nacionalista: el águila sobre el nopal rodeada de estrellas de ocho puntas y otras figuras. A diferencia de varios ejemplos indígenas, donde la estructura se presta para tejer rizos laxos o flojos, en las servilletas y colchas costeñas los bucles se enchinan apretadamente, pues la trama tiene un alto grado de torsión. Es evidente que

las hilanderas manipulaban con habilidad la fibra al torcerla. El gusto de las tejedoras negras por la técnica de confite nos hace pensar que tal vez les evocaba el comportamiento físico de su cabello encrespado, y la textura afelpada de sus trencillas. Haciendo a un lado las especulaciones, los tejidos negros de confite merecen más atención como manifestaciones de una sensibilidad estética distintiva, no reconocida hasta ahora. Sabemos de dos ejemplos sobresalientes en esta ciudad: una colcha o mantel de gran tamaño, que se conserva en el Museo de las Culturas de Oaxaca del INAH, ilustrado en El hilo continuo publicado por la Fundación Getty, y una servilleta expuesta en este momento (agosto 2011 a enero 2012) en el Museo Textil de Oaxaca. Vale la pena examinarla de cerca.

Gonzalo Aguirre Beltrán, La población negra de México, estudio etnohistórico (1956). Segunda edición aumentada. México, D.F., Fondo de Cultura Económica, 1972. Disponible en la Biblioteca Central. Gonzalo Aguirre Beltrán, Cuijla, esbozo etnográfico de un pueblo negro (1958). México, D.F., Fondo de Cultura Económica, 1985. Lecturas Mexicanas núm. 90, Disponible en la biblioteca del IAGO. Alejandro de Ávila Blomberg, “Threads of diversity: Oaxacan textiles in context”. En Klein, Kathryn (ed.), The unbroken thread: conserving the textile traditions of Oaxaca. Malibú, Getty Conservation Institute, 1997. Publicado en español por Fomento Social Banamex con el título El hilo continuo. Disponible en la biblioteca del Museo Textil de Oaxaca. Start, Laura E, “The McDougall collection of Indian textiles from Guatemala and Mexico”, en Occasional Papers on Technology, núm. 2. Oxford, Pitt Rivers Museum, University of Oxford, 1948. *Doctor en Biología. Jardín Etnobotánico de Oaxaca y Museo Textil de Oaxaca.

Por muchos caminos Padre Glyn Jemmot*

1. HAY UNA DANZA

Hay una danza Que nace de noche En el silencio del cuerpo, Y espera el día. La hermana Sol Con dedos aún tibios Recorre su vestido nocturno, Cosquilleando el cuero tendido; El eterno cielo azul, El tic tac de las horas Invade los poros. El cuerpo escucha. Todo. ¡Despierta Negro! Bajo la mirada sonora Del tambor, Invitando acaricias. Ansiosos dedos Curioseando las heridas De nuestra historia. Cuerpo de negro: Cuculuste, erguida La cabeza, 70

(sin saber por qué); Ojos inquietos Pecho ondulado Espalda arrugada Cintura bipolar. Machete tumba-caña Afilado en largas noches Del barracón. Volcán que avanza, Con zancadas largas, Espera, en pausa controlada, Conspiratoria. 2. DE PROFUNDIS

Piel sonora, Compañera de muchos caminos Atravesando océanos, islas, continentes; Voz incansable, que anuncia El ruidoso secreto de rebelión; Manto que cubre nuestra orfandad, Sacramento de nuestra oscura comunión; Fiel registro de quejidos murmurados De gritos huracanados. Refugio consolador. Texto que inscribe En ritmo de acero,

A veces. A veces “Monocromatic blues’’ Renacen de heridas recicladas De historias olvidadas; Rezos en largas letanías De letras del alma Que rompen En silencio cómplice. Voz de Dos Continentes; Bitácora de barcos hundidos De aldeas abandonadas De techos rotos De cementerios llenos De máscaras ciegas De días sin noche De noches sin alivio De salidas sin regreso Del regreso a ningún lado. 3. PARTITURAS

Larga historia escrita por dedos hábiles. No en flácidas hojas de manuscritos Enterrados en bibliotecas imperiales; Ni en letras de oro sagrado Para adornar mentiras perfumadas De palacios y catedrales.

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No es nuestra una historia Grabada en piedra, en bronce. Letras que adornan textos oficiales De Repúblicas, que alimentan Generaciones, de amnesia. ¿Nuestra? Historia quemada En la piel viva De ébano. Escrita de prisa Golpe a golpe En cuero curtido Golpe a golpe De chivo degollado Golpe a golpe De grito sofocado Golpe a golpe De heridas abiertas Golpe a golpe Del árbol caído Golpe a golpe De tronco ahuecado Quejándose, A cada golpe. Chivo, madera, corazón Que nunca dejan de gritar; Gritos del chivo sacrificado Gritos del tronco ahuecado. Gritos de abuelos que esperan Gritos de mujeres que lloran Gritos de niños que cantan Gritos de bosques que aplauden Gritos de guerreros que regresan Gritos del vientre negrero Gritos de rebeliones sofocadas Gritos de humillaciones disfrazadas Gritos del silencio de ayer Gritos del presente que rebela Gritos del futuro que espera. 4. CAMINO A CHARCO

Nací en Charco Redondo. Aquí me crecí. Me contó mi mamá que a ella la trajeron criando a este lugar. Creció mi mamá y después crecimos nosotros aquí en este lugar. Yo ando en 73 años, y mi mamá primero tuvo mi hermana mayor, y después nací yo. A mi mamá la trajeron de un pueblo que se llama Chicometepec. Mi abuelo era un tal Antonio Gallardo Larrea. Era de Morelos, de Santa María Huazolotitlán. Mi abuelita se llamaba Emiliana Morga Luna, y era de Chicometepec, donde la encontró mi abuelo. Cuando mi mamá era recién nacida, mis abuelos la trajeron aquí. El camino de Morelos se pasaba por un pueblo que se llamaba El Camalote, para llegar a Atotonilco. No pasaba uno por Huazolotitlán. Después caminaba por La Boquilla de Río Verde, y se pa72

saba por Río Viejo. De Río Verde se llegaba a Cuyuche. Estas cuadrillas están todavía. En aquel tiempo no existía El Charquito. El Charquito se formó después. De Río Verde tenía uno que cruzar en canoa, en este tiempo de lluvia. ¡Ay Dios! De casualidad, si se tocaba un mandado y no había cómo pasarse, se iba caminado o en bestia a una cuadrilla que se llamaba El Corozo, donde está el panteón ahora. De allí salió la gente para vivir en Pueblo Nuevo. Pasando por El Corozo, se llegaba a Yagüe. Llegando a Yagüe se salía a una cuadrilla que se llamaba Charco Plata al lado del río. Esa cuadrilla también se desbarató. De Charco Plata se llegaba a Minizundo. Allá estaban las canoas para pasar a otro lado. Cargando su bulto y agarrando su niño, así iba la gente. Por allí pasaba la gente para llegar a Jamiltepec, para Pinotepa. Ese era el camino, cuando no había canoa. ………………………………………. La canoa se hacía de Parota. Eran unos árboles grandes, chulos. Ya no hay árboles grandes, como antes. El canoero más conocido de Miniundo era Daniel Peña. Este Daniel vivía en Charco Plata. Daniel Peña era un hombre chaparro, moreno… negro pues. Tenía su familia y de eso vivía. Cuando dejó este trabajo, salió a vivir en Pueblo Nuevo, porque ya había la balsa. Para pasar en canoa, se cobraba un tostón por cabeza. Por bulto, no me acuerdo cuánto. Era lo que cobraba. Y si se tocaba la casualidad de un muerto, un compromiso, aunque pasaba 20 personas de día o de noche, no se cobraba ni un peso, porque se trata de un compromiso. Antes de Daniel Peña, el canoero era Nacho Serrano, pero no lo conocí yo. Nada más lo conocí de pláticas. Para cruzar el Río Verde siempre era muy pesado. Se iban remando, pegando al pie del cerro (la descuelga); uno con el palo delante y otro remando atrás. Luego se dejaba caer en el plano del agua. Así llegaba al otro lado. De que me acuerdo, nunca se revolcó la lancha, nunca sucedió ningún caso. …………………………………… Cuando llegamos aquí ya había mucha gente. Eliodoro Morga vivía con su esposa, y tuvieron una hija, Leonarda Morga. Eliseo Bernal y su mujer Mónica Salinas. Tuvieron varios hijos, uno de ellos, Andrés Bernal todavía

vive aquí. Otro que vivía aquí era Fidel Morga, hermano de Eliodoro. Su mujer era Delfina Mariscal y tenía un hijo que se llamaba Sebastián Morga. Mucha gente llegaba de otras partes: Ceferino González, llegó de Collantes; Apolonio Figueroa, su hijo Pule vive todavía. Laura Marcial, de Tapextla, llegó con dos hijos, un varón y una mujer. Los dos ya murieron. Mucha gente llegaba, para esconderse, para escapar, no sé; pero siempre llegaba mucha gente a Charco Redondo. Por ejemplo, mi papá era de Tapextla. Llegó aquí a la edad de 18 años y aquí fundó su familia que somos nosotros. Jamás volvió a ir a su tierra. Se llamaba Gabriel Magadán Marcial. De vez en cuando venía su familia a verlo cuando iban caminando a ver la Virgen de Juquila. Se venían caminando desde allá. Desde Tapextla venían con su burro cargado con grandes redes de jícara a vender en Juquila en la fiesta del 8 de diciembre. Venían por el camino de la playa, por la orilla del mar y llegaban para descansar dos días, para ir después a Juquila. La llegada de ellos era como una fiesta para nosotros. Venían a visitar a mi papá, y se iban. De regreso también se pasaba por aquí. Aquí mi papá platicaba con su familia, pero allá no iba. Aquí venía su familia a verlo. Mi papá dio muchos años de servicio al gobierno, porque era comandante del pueblo. Además de jícara llevaban tabaco de Tapextla para vender en la fiesta. Tenemos familia de parte de mi papá, pero nunca hemos ido a verlos. Ahora ha venido un sobrino a visitarnos, y nos ha invitado; algún día vamos a ir a conocer la familia. ……………………………………. Como me crecía con mi mamá, nos manteníamos trabajando en el campo, amarrando ajonjolí, pizcando maíz, algodón, puro trabajo del campo. Siempre me he gustado vender. Vendía tomate pájaro, melcocha, alegrías, chilito. Así me sacaba mis centavos, para vivir. Cuando era niña, no había diferencia entre la gente. Todos éramos negros. El señor Jacinto García, negro, trabajador, campesino falleció él y quedaron sus hijos. Su mamá se llamaba Zenona García. Chacahua era un campo de aviación. Allá íbamos llevando pan, plátano para vender. También el barco llegaba a Chacahua. Cuando yo era chamaca, de 7 a 9 años, el dueño de este trabajo de algodón era un tal Álvaro Calleja. Alto,

grueso, pelón, güero, usaba pantalones de tirantes. Venía con el avión. Después vendió las máquinas a Don Guillermo Rojas que vivía por El Tecolote, delante de Santa Rosa. Ahora pusieron otro nombre a esta cuadrilla, le dicen El Ciruelo. Las máquinas que compró Don Guillermo Rojas fueron llevadas allá. ……………………………………… Yo voy mejor por el camino de los negros. Voy a Chacahua con mi burrito y llego feliz. Es feliz la gente negra, caminando. A la mano de Dios y María Santísima Que me libre Dios en este camino Con compañero o sin compañero ¿Qué dirá Dios? ¿Me dará permiso? Uno va, nomás…. 5. MINITÁN

Tan amante de la vida Pequeño pueblo, Tus muertos se alejan Por el camino del agua; Camino de retorno A la otra orilla. ¿Acaso, se pusieron de acuerdo Estos guardianes de la laguna Minitán y Corralero? ¿A convertir la laguna de Chautengo En el Gran Océano de nuestra travesía? ¿Sus orillas en el paréntesis de nuestra historia: Donde muertos y vivos Donde pasado y presente, Dahomey, Mandinga, Angola, por un lado, Por el otro, Corralero, Collantes y Charco Redondo Estrechan las manos, y se abrazan En desesperada comunión? ¿Envían a sus muertos a otro lado Para que no estorben? ¿O buscan ellos su espacio, descanso Lejos del rin-tin-tin de la vida? Sea cual sea, Por agua regresan Los que por agua llegan A esta orilla de la laguna, del mar, Este continente de vida. El viaje de retorno A fuerza, por el agua; En este frágil barco Inicio mi largo viaje de retorno Con el impulso de dos brazos tiesos. ¿Qué necesidad de barcos Cuando en el mar no hay veredas Y las aguas negras han borrado

Las huellas de nuestro pasado? Bastan dos alas Para levantar vuelo, Retornar a Guinea A los brazos De los ancestros Esperando. Siglos de viajes No han logrado Ahogar el recuerdo Del fatídico día Cuando los ojos de la selva Se humedecieron, Al vernos por última vez Abatidos, en cadenas. Orgullosos árboles Divinos custodios de las veredas De los antiguos secretos Agachadas sus cabezas Brazos lánguidos Sus hojas preñadas de tristeza. Impotente ahora su magia, Sus misterios violados Acompañan sus hijos e hijas En silenciosa procesión Hacia los barcos: Hacia aquellas bestias, Inquietas, esperando, Insaciable su hambre de ébano. Enramadas de verde cielo Que alguna vez techaron aldeas, Abrazaron pueblos enteros, Amamantaron civilizaciones, Saludan ahora en lagrimoso adiós Al barco que se aleja A los hijos que se van. ¿Será que este rincón de África, Minitán, punta de laguna Conserva todavía Siglos después del aquel adiós Su ritual intacto? ¿Será que envuelto en el recuerdo De bosques, de ríos y lagunas Mi frágil barco de parota Alcanza la otra orilla, Y encuentra la vereda Que conduce a la aldea? ¿Serán que los ojos eternos De nuestros ancestros Vigilan todavía nuestros pasos, Desde las sombras de los árboles? ¿Desde cada cruce de camino?

*Sacerdote, natural de Trinidad Tobago. Reside en la Costa Chica oaxaqueña desde 1984. Director de los Talleres de arte de El Ciruelo y de la Biblioteca Tercera Raíz.

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Biblioteca Andrés Henestrosa (BH) Porfirio Díaz esq. Morelos 516- 97 15, 516- 97 50 Lunes a domingo: 9:00 a 20:00 www.bibliotecahenestrosa.com

Biblioteca Beatriz de la Fuente del Instituto de Investigaciones Estéticas, Universidad Autónoma de México (IIE-UNAM). Antonio de León 2- altos 516- 05 41 Lunes a jueves: 9:00 a 15:00 viernes: 9:00 a 14:30 y de 16:00 a 18:00 www.esteticas.unam.mx

Nota Final

Centro de Documentación Guadalupe Musalem, Casa de la Mujer “Rosario Castellanos”

Kamau Brathwaite y sus “21 días” El poeta, dramaturgo, crítico y ensayista Kamau Brathwaite nació en Barbados en 1930. Estudió en Cambridge y la Universidad de Sussex; es uno de los iniciadores del Caribbean Artist Movement y editor de la revista Savacou, que busca restaurar el vínculo entre las islas del Caribe. Fue Ministro de Educación durante once años en Ghana, donde trabajó en teatro infantil antes de retornar a América, en 1962. Ha sido profesor en Nairobi, Boston y Yale y becario de las fundaciones Guggenheim y Fullbright. Fue Consejero del Gobierno de Barbados y es miembro de la Mesa Consultiva sobre Historia de la Humanidad de la UNESCO desde 1979. Recibió el Premio Casa de las Américas en 1976 por Black and Blue, en 1986 por Roots y en 1998 por MR. Asimismo se le ha otorgado el Premio Internacional Neustadt, el Bussa Award y el Charity Randal Price. En 2006 recibió el Premio Griffin de Excelencia Poética por su libro Born to Slow Horses y en 2011 recibió el Premio de Poesía Lezama Lima, de Casa de las Américas, por el libro Los danzantes del tiempo, selección y traducción de sus poemas a cargo Adriana González Mateos y Christopher Winks —única traducción del poeta al español, salvo algunos poemas sueltos en revistas o las memorias del Festival de Medellín. En el exilio, los textos negros son orales y sonoros: la esclavitud y la plantación no promueven ni las letras ni la escritura. La música y la memoria hicieron la travesía atlántica con los esclavos; como los africanos desterrados no tienen un territorio común, la cultura en la diáspora, el lenguaje y la memoria se convierten en la tie74

rra natal. La propuesta de Brathwaite como escritor se arraiga una Lengua Nación, dialecto derivado del inglés con ortografía y tipografía específicos. Además, el autor usa neologismos, aliteraciones, homónimos, asonancias y giros peculiares que sólo permite la oralidad. Su poesía pretende servir como archivo oral, dando cuenta de los quebrantos del espíritu. Escuchar los poemas de Brathwaite es primordial para entender su riqueza rítmica y sonora. Recomendamos el sitio www. griffinpoetryprice.com/seeand-hear poetry, donde lee fragmentos del poema cuya traducción aparecerá en el siguiente número de El Comején, dedicado a la muerte. En una entrevista el poeta explica: la poesía debe centrarse en las relaciones entre los hombres, hemos sufrido ya demasiada fragmentación, demasiados desastres —la poesía es una manera de reunirnos nuevamente. El jurado del Premio Griffin de Excelencia Poética formado por Lavinia Greenlaw (Inglaterra), Lisa Robertson (Canadá) y Eliot Weinberger (Estados Unidos) justifica su dictamen del libro Born to Slow Horses: Leer a Kamau Brathwaite es entrar a un mundo de historias humanas e historias naturales, bellos paisajes y su destrucción, canciones infantiles callejeras, gran lirismo, documentos jurídicos, cartas personales, crítica literaria, ritos sagrados, erotismo y violencia, los muertos y los no muertos, confesiones, reportajes. Esta épica del hombre (que contiene multitudes) en la diáspora africana contiene incluso su propia ortografía y tipografía, que demandan una atención completa al poema e impiden

3ª. Priv. de Guadalupe Victoria 107, Col. Libertad 514- 69 27, 516 -68 10 cedoc@gesmujer.org

una lectura distraída. Born to Slow Horses es un libro relevante de un poeta relevante. Aquí, las relaciones políticas se vuelven complejas y musicales, voces sobrepuestas; la historia se convierte en mitología, los espíritus aparecen fotografiados […]. A través de Born to Slow Horses, como en sus libros anteriores, Brathwaite inventa una nueva música lingüística para un tema que le pertenece solamente a él.

El poema “21 días”, del libro Born to Slow Horses forma parte de la sección “Kumina”, palabra que sirve para nombrar una religión, una ceremonia, su danza, música y tambores. Kumina son los llegados de otra parte, los arribantes. Kumina es también el nombre de la ceremonia fúnebre, que incluye velorio, entierro y honras al difunto. La velación se hace para preparar a los espíritus de los ancestros, que han de recibir al difunto y relatan su viaje. Dura hasta 21 días e incluye canto, baile, tambores y música. El poema de esta ceremonia, en Jamaica está dedicado a Dreamchad: niñaensueño por la muerte de su hijo Marco —marcó este mundo, marcó este lugar más tiempo. Congo es su origen.

Biblioteca de la Escuela de Bellas Artes Ex. Convento de San José, Plaza de la Danza s/n 516- 28 80 Lunes a viernes: 8:00 a 19:00

Biblioteca del Centro Interdisciplinario de Investigación para el Desarrollo Integral Regional (CIIDIR). Unidad Oaxaca, Instituto Politécnico Nacional.

Biblioteca Jurídica

Hornos No. 1003, Santa Cruz Xoxocotlán, Oaxaca 517- 04 00 Lunes a viernes: 8:00 a 15:00 ciidirox@ipn.mx www.ciidiroaxaca.ipn.mx

Biblioteca Municipal Emiliano Zapata

Biblioteca del Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social (CIESAS- Pacífico Sur)

Biblioteca Municipal “Trinidad Carreño”

Dr. Federico Ortiz Armengol 201, Fracc. La Luz, La Resolana, Col. Reforma 502-61 97 Lunes a viernes: 9:00 a 17:00 biciesas@ciesas.edu.mx www.ciesas.edu.mx

Biblioteca del Instituto de Artes Gráficas de Oaxaca (IAGO) Macedonio Alcalá 507 516- 20 45

Extensión Biblioteca y Fonoteca Eduardo Mata (IAGO) Av. Juárez No.222 Lunes a sábado: 9.30 a 20:00 www.biblioiago.blogspot.com

5 de Mayo 205-B3, Calzada de la República, Jalatlaco 518- 70 25

Calle: Emiliano Zapata, esq. Venustiano Carranza s/n. Municipio: Pueblo Nuevo. Cel. 044 951 1 13 85 71 Lunes a viernes 12:00 a 20:00

Hidalgo s/n, Municipio San Felipe del Agua Cel. 0 44 951 1589747 Lunes a viernes: 15:00 a 20:00

Biblioteca Pública Central “Margarita Maza de Juárez” Macedonio Alcalá No.200 516- 41 28, 516- 18 53 Lunes a viernes 9:00 a 20:30 sábado 9:00 a 14:00 bibliotecapublicacentral@gmail.com www.bpcoaxaca.blogspot.com

Biblioteca Pública Municipal de Santa Rosa

Biblioteca de la Fundación Bustamante Vasconcelos

Biblioteca del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH)

Camino Nacional s/n esq. Calle 2 549- 16 69 Lunes a viernes, 12:00 a 20:00 Lupitareyes_s@hotmail.com

Labastida 117 514- 16 74 Lunes a viernes 10:00 a 14:00 y 16:30 a 20:00 fundaciónbustamante@hotmail.com

Pino Suárez 715 515- 04 00, 515 -00 02 inah.biblioax@gmail.com

Biblioteca y Centro de Investigación Welte

Biblioteca de temas oaxaqueños “José Antonio Gay Castañeda” Casa de la Cultura Oaxaqueña, planta alta. González Ortega 403 esq. Colón, ex convento de los Siete Príncipes 516- 24 83 casaculturaoax@gmail.com www.casadeculturaoaxaquena.com.mx

Biblioteca del Centro de las Artes de San Agustín (CASA) y Videoteca El Pochote Independencia s/n Barrio de Vista Hermosa, San Agustín Etla. 521- 25 74, 521- 30 42 Lunes a domingo: 9:00 a 18:00 biblioteca_casa@yahoo.com www.casaagustin.org

Biblioteca del Centro de Educación Artística “Miguel Cabrera” (CEDART) Dr. Pardo 2 Lunes a viernes: 8:00 a 15:00 cedartoaxaca@hormail.com

Biblioteca Especializada en Ciencias Naturales y Agronómicas del Jardín Etnobotánico de Oaxaca. Reforma s/n esq. Constitución. 516- 53 25, 51-6 79 15 Lunes a viernes 9:30 a 19:00 sábado 9:00 a 13:00 jetnobot@prodigy.net,mx

Biblioteca Francisco de Burgoa (BFB-UABJO)

Emilio Carranza 203, Col. Reforma. 513- 83 23 Lunes a viernes: 10:00 a 14:00 welte@prodigynet.mx www.welte.org

Coordinación Estatal de Bibliotecas Públicas del Estado de Oaxaca Francisco Aparicio 100 Lunes a viernes: 9:00 a 15:00 Coord_bib_pub@hotmail.com

Macedonio Alcalá s/n Convento de Santo Domingo 514- 25 59, 516-29 91 Lunes a viernes: 9:00 a 15:00 www.bibliotecaburgoa.org.mx

Hemeroteca Pública Néstor Sánchez

Biblioteca Infantil BS y Biblioteca para ciegos, Jorge Luis Borges

Salas de Lectura de Oaxaca

José López Alavez 1342, Barrio de Xochimilco 502- 63 44, 502- 63 45 Lunes a domingo 10:00 a 19:00 Lunes a sábado, 10:00 a 19:00 www.bs.org.mx

Constitución esq. Reforma 516-72 34 Lunes a viernes: 9:00 a 20:00 Sábados 9:00 a 17:00

http://oaxacasalasdelectura.blogspot. com

The Oaxaca Lending Library A.C. (Circulante) Pino Suárez 519, Int. 3-4

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El Comején es una publicación gratuita de bibliotecas, centros y salas de lectura de Oaxaca. Forma parte del Programa Interinstitucional de Fomento a la Lectura “Oaxaca Lee”. 76


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