AMBAR ES

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Didier L贸pez Carpio Ambar es la botella



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Didier L贸pez Carpio Ambar es la botella


Primera edición 2009 Colección: Parajes Serie: Narrativa Ámbar es la botella DR © Didier López Carpio DR © Secretaría de Cultura del Gobierno del Estado de Oaxaca Calzada Madero No. 1336, esquina Avenida Tecnológico colonia Linda Vista, c.p. 68030, Oaxaca, Oax. ISBN: Ilustración de portada: Diseño de portada e interiores: Este libro no puede ser reproducido parcial o totalmente sin autorización de los editores. Impreso y hecho en Oaxaca, México


A Carmen





el monte everest No sé por qué pero me gustan las mujeres peludas, de esas cejijuntas que portan bigotes y sus patillas son dignas de un judío ortodoxo. Ha de ser un contracomplejo de Edipo, pues mi madre era más lampiña que la palma de una mano. O quizá un cariz homosexual que se patenta en éxtasis al besarles y sentir sus mostachitos que se mojan con mi saliva. Sabrá Dios, pero así es. He tenido amantes prietas de vellos negrísimos; güeras, casi albinas, con matas descoloridas pero abundantes; mujeres de pelo en pecho, alrededor de los pezones; mujeres de pubis arrebolados, de un triángulo tan grande que el monte de Venus acaba siendo el monte Everest. Todo de mi vida sentimental y sexual había sido tan pleno y lleno de gracia hasta que llegó a mí una maniática, pervertida, que tenía por fantasía que le rasuraran allá abajo, completito completito, hasta dejarla pelona y desprotegida del roce de las pantaletas y la fricción del coito. Ni un solo acostón duró aquello y se los cuento a continuación: Resulta que la conocí en el gym, sudadita, sobre una bici de spinning. Lo primero que me llamó la atención, claro, fueron sus brazos plenos de vellos en cascada, y se me vino a la mente lo raro que es encontrar en un lugar palaciego de la vanidad (porque déjenme decirles que a los gimnasios se va más por estética que por salud) una hembra que no se depilara, ni los brazos, ni las cejas, ni los bigotes… Ésta no se me va viva, me dije, y no tuve mucha dificultad para que accediera a salir conmigo a comer al día siguiente una nutritiva, • 11 •


pero insípida, ensalada de tomate, lechuga y berros. Esta chava no bebía, ni fumaba, no ingería azúcares, y todo en su pinche vida era laig; pero, ah, qué caliente era. Desde nuestro primer encuentro le noté esa coquetería perniciosa de las que les encanta las actividades de cama; entonces mandé al diablo mis prejuicios contra las niñas saludables y me lancé a la conquista de su entrepierna. Como al tercer día de conocernos fuimos al cine, que por supuesto no incluyó palomitas ni refresco, y al medio de la función, como cualquier pareja de chamacos cachondos, nos miramos un ratito con cara de comámonos y pusimos a forcejear nuestras bocas. Era un faje de aquellos que hasta la gente alrededor dejó de ver la película y cambiaron de espectáculo. Entre beso y beso me llevó a su departamento (muy lindo y organizado) en el que su mamá dormía angelicalmente su sueño de ballena y me metió a su cuarto despojándome de todo lo que traía encima. Me tiró sobre la cama y, tras un rito de bailarina exótica, quedó como una amazona peluda esperando a que yo me la comiera pelo tras pelo. Pero no fue así. Una vez denuda se metió a su baño y me dejó un buen tiempo con el miembro inflamado, hasta que un ratito después regresó con el pubis espumoso y en las manos un par de Guilletes recién desprendidos de su estuche. ‘Rasúrame, nene’, me exigió. En ese momento lo que era una preciosa erección -pocas veces lograda ante extrañas- se transformó en un colgajo de pellejos indigno de cualquier masculinidad -propiamente dicha-. Me negué rotundo, tras lo cual, inesperadamente, de un golpe directo a la mandíbula, me noqueó sobre su colchón edredonado. Cuando me recuperé, un minuto después, la mujer me estaba rasurando las nalgas. No pude más y me levanté dándole un empujón bestial que la dejó turbada; me puse la ropa y salí despavorido a la calle predicando peace and love. Tomé entonces un taxi y me fui a ver a la amiga • 12 •


más peluda que tengo, a recostarme sobre su ombligo hirsuto, contando uno por uno los pelos que tiene, sin acabar, pues sus filamentos no tienen número como no lo tienen las arenas del mar. Di gracias a Dios que no a todas las niñas peludas les avergüenza su pelambrera. ¿Qué sería, entonces, de los que nos gusta las chichis con pelos, las bocas rojas y bigotonas, los domingos de peluche, el durazno y el kiwi…?

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FELICIDAD No alcancé a llegar a buen tiempo al concierto del europeo y me conformé con oír su magnífica música desde la calle. El evento era de acceso libre, y aquello estaba a tope desde tres o cuatro horas antes, así que tristemente me resigné a no echar una vista al espectáculo de aquel orquestón. ‘Bum bum bum, bumbum bum’, me alegraba el corazón; pero estar de pie tratando de estirar el esqueleto en puntas para ver si alcanzaba a divisar algo me cansó la espalda baja. Muchas cabezas oscilando, elevándose, interrumpiéndome; vaya, nunca me dejaron reconocer al director ni de lejitos, ‘Maldita gente’, y me maldecía a mí mismo por una labor en la iniciativa privada que me refundía en los claustros de un horario que, dividiendo el día en dos, me despachaba a la calle pasadas las ocho de la noche; en diferente caso, enrutado en las filas del gobierno estatal, podría desde las cinco aparecer en la Plaza de la Danza aparcado en un lugarcito seguro sin esta ciática juvenil, con las nalgas entumidas, sí, pero cómodo, vista preferencial, juzgando a los demás asistentes: ‘Hola Luis, Paty, Gerardo’, gritándoles desde lejos que compartíamos —duchos de nosotros— la exclusividad de un lugar ganado a fuerza de premura y conservado con paciencia, así de básico. Pero no, repito, como cualquier pelele que sólo curiosea en algo que le es desconocido, hasta atrás de todos penduleaba con técnica de boxeador. Y finalmente me cansé y me fui sentar a la acera de enfrente para acabar de oír el concierto. Me enteré que ya había concluido cuando después de un potente y largo aplauso una bola • 14 •


de gente empezó a desprenderse de la plaza. ‘Listo, ahora a cenar’. Me juzgué el bolsillo derecho del pantalón, el del dinero, y sólo había un billete de cincuenta, y dos monedas de a peso, ‘¡Chaz!, a echarse una clayudita’, y justo atrás de mí, en la calle perpendicular a la plaza, un puestecillo de antojitos alumbraba sus viandas. Apuré el paso, no fuera a ser que alguna de aquellas almas que brotaba del tumulto se adelantara con el hambre abrasiva de quien ha estado cantando y bailando por horas en una procesión de melómanos, y no sólo un alma sino dos o tres, y me fuera a quedar sin asiento otra vez esperando el décimo turno al bat para zamparme vencido una clayuda con harto quesillo y salsa de pasilla. ‘Apura el paso’, me dije, casi corriendo, pero no corriendo, pues ante todo hay que cuidar el estilo, para no dar motivo al escarnio y las murmuraciones, porque no faltaría quien dijera; ‘Mira, ese pobre infeliz se va meando o cagando’, y lo último que se les ocurriría en sus juicios molones es que en ese momento yo moría estertóreamente de hambre, como un perro famélico y esmirriado de mercado; antes que eso habrán perjurado que estaba en camino a la notaría diez a recibir herencia, que si bien me caería de perlas en mi condición proletaria, no cuento en mi extensa parentela con un familiar millonario o por lo menos dueño de terrenos e inmuebles cualesquiera. Veloz, entonces, llegué al puesto y con voz de soberano ante una tribuna parlamentaria pronuncié: ‘Me podría usted proporcionar una clayuda’. Ni más ni menos. ‘Ah, y con harta salsa, por favor, madre’. ¡Fiu!, gané, fui el primero; y efectivamente como lo vaticiné, llegaron otros moribundos a pedirse desesperados su cena, pero se jodieron, yo fui primero, primerito, ‘Ustedes tuvieron la mejor vista del concierto, ahora no sean culeros y reconozcan que los vencí, que soy el primer lugar de esta ridícula, pero vital, competencia por tragarse la primera clayuda del • 15 •


momento. Qué chingón me sentía, y con esa fabulística euforia le di las inaugurales mordidas a aquella delicia culinaria de la cocina oaxaqueña. En eso andaba cuando en la cauda de gente que subía por aquella dirección a tomar sus coches o simplemente irse caminando a sus sacrosantos hogares, venía un par de tórtolos arrejuntados en un abrazo aprensivo; eran pareja, no había duda, y vaya pareja, qué pareja. Al acercarse poco a poco al sitio donde yo comía comencé a notar sus horrendas diferencias, y esto no sólo entre ambos, porque luego había que ver la languidez y miseria del aspecto de cada uno por separado. Para empezar, el hombre era un anciano como de setenta y cinco añejos, y la dama una chicuela de veintitantos, más cerca de los veinte que de los treinta, y aunque no es raro esta disparidad generacional en cualquier lugar del orbe la aberración se acentuaba con las características de cada individuo; vamos a describirlos: el adulto mayor o senecto o anciano (como eufemísticamente se le quiera imponer) era espigado y corvo, de cabellos blancos al rape pero mal cortados, cara enjuta y ensimismada; cada vez que hablaba mostraba la penumbra de los desdentados -los incisivos superiores, los demás dientes estaban casi invisibles por el sepia de la nicotina-, andaba entre mano y boca un cigarrillo a medio chupar; sus ojos eran pequeños y creo que azules o desteñidos por las décadas, su nariz aguileña, mentón corrugado y prominente; de camisa sesentera, ‘Algún hippie nostálgico’, pensé, porque también le vi una arracadita plata en una oreja —imposible no hacer la analogía con Mick Jagger—; pantalón de mezclilla desgarrado que evidenciaba las dos tiras huesudas de sus piernas, y para rematar una botas petroleras medio peladas. Herencia de la era industrial. Por su parte la leydi sí que andaba a un paso de las momias guanajuatenses, era la mismísima calaca flaca envuelta en pellejitos —¡Ay, Dios mío!—. Pero • 16 •


había algo que le restaba horrendez, la niña era bonita o anotaba lo que alguna vez fue bonito, porque a esas alturas de lo raquítico nadie parece bello, si acaso subyace la noción nostálgica de que ahí, en el mismo lugar del rostro de ahora, existía otro muy honroso y quizá hasta soberbio, incomparable y, exagerando, carismático, así pues, su carita reducida exponía hondonadas oscuras en donde ya debe suponer se fincan cuando la gente está chupada. Por lo demás sólo resta decir que era blanca, de vestido a hombros descubiertos y con una melena pirotécnica que se le proyectaba sobre las cabezas de los demás oscurecidas por la noche. En fin, y como lo dije, par de desdichados, es posible que se encontraran en la vida por divino destino para consolarse mutuamente de sus males y carencias. Cuando los vi venir andaba yo a media clayuda y con la boca asida a la tortillona, así que quedé detenido in fraganti por tal revelación; si hubiera sido otro, de alma débil y corazón de pollo, la cena se me habría cebado y me iría a casa con la indigestión de la penuria; pero he visto mucho, creo yo, para apantallarme por tales casos de la vida. Pero ahí no quedó la cosa. Resulta que cuando aquellos dos pasaron frente a mí, enredados en tropelía entre los transeúntes, la garganta se me contrajo dejando a merced de su apretón el amasijo del bocado en turno. ‘¡Es ella!’ Y antes de continuar con lo que sucedió a mi contracción de cogote contaré un poco sobre esta mujer que una vez me endulzó la vida. Se llamaba Perla o se llama, si es que vive. Hace un par de años la conocí en un cafecito ya desaparecido donde solían asistir a reunirse cofradías espeluznantes de escritorcillos como yo y donde también hacían guardia pretendientes a serlo. Entre estos poetastros y cuenta chiles andaba ella: alta, delgada (no morticia), blanca, ojos vivos, acompañados por otros tantos calificativos empalagosos que suelen colgársele • 17 •


a quién te impresiona de súbito acalambrándote la ingle. Acompañaba a una vieja cotorra que se daba ínfulas de poetisa consagrada a sus veinte años sólo porque ganó un concursillo universitario —que por cierto yo serví de jurado—, y si su madre la hubiera parido buenona le habría reservado mis perdones todos a su carácter pretencioso y pedestre. Esta última me había llamado para invitarme para conformar un colectivo de poesía bajo tutela de su universidad, institución de dudosa excelencia académica, que sólo por ser de paga se ufanaba mejor que la estatal; habrá sus dudas, pero accedí porque me pegó un tiro directo al ego; en sus palabras: ‘Quisiéramos, estimado amigo, que nos honre con su capacidad en las letras para presidir y monitorear el colectivo universitario “La Troje”, etcétera’. Bueno, me dije, algo bueno ha de salir de esta chingadera; siempre hay chicuelas dispuestas a ser dirigidas por un buen pastor... amén de güeyes pretenciosos que seguramente han de ser mampos (me disculpo porque mil veces han pensado esta tendencia de mí). Esta loquita dicharachera me citó un día en el café a las cinco de la tarde. Recuerdo que hacía un chorro de calor y pedí a la mesera una lager sin vaso: ‘Dengo dengo dengo’, la bebí de dos tragos aprovechando que aún no llegaba mi entrevista; eructé en silencio la mezcla sabora de la cerveza y los cacahuates rancios, y en ese momento arribaron las dos, mi aduladora y Perla. Me enderecé, luego me paré de súbito y saludé de beso a cada una; de intermedio la justa ceremonia de la presentación: éste es tal y ésta tal, mucho gusto, es un placer, ‘estás bien buena, nena, a ver si luego nos vamos por la chela y me hablas más de ti’; claro, frases habladas y frases pensadas, no vayan a creer que estoy loco, y así después de una hora de conversar estupideces y megalomanías de un proyecto zángano acepté cuanta pretensión me proponía aquella tipa; cuando por fin dijimos ‘Bueno, ya • 18 •


quedamos en algo, nos llamamos la próxima semana’, les propuse lo de la cerveza, ‘para seguir hablando del proyecto, sin formalismos, alivianados...’. Ajá, sí cómo no. En realidad reflexionaríamos sobre poesía, y luego sobre poesía erótica, y después sobre erotismo y sexo, y al último sólo sexo y cachonderías; para tal instante ya andaríamos endulzados de espíritu con ocho cebadas cada quién, lo que sería el preámbulo perfecto para un menage a trou sin precedentes. Pero la invitación, en un principio casi festiva, se nubló tenebrosamente con la negativa de la gargolina chamaca del colectivo. ‘¡Maldita vieja pedorra! Ya me fastidiaste’. Pero como artilugio de derviche la cosa recobró vida. Perla, antes dubitativa, mostró su determinación individualista y mandó a volar a su compañera: ‘Yo sí voy. La neta hace calor. Si quieres, linda, te hablo mañana para comer’. ¡Toma! Cortó de tajo a la mustia y me dijo: ‘Si quieres vamos ya, ¿dónde sería?’. Entonces pagué la cuenta de una lager y dos cafés y salimos del local. Nos despedimos de la pituca, que se fue como pensando en nuestro desprecio y adivinando, mórbida, en qué acabaríamos; me la imagino: ‘Perla es una facilota, no puede ser que apenas se conozcan y vayan a emborracharse juntos’, algo así creo que ha de haber pensado; insípidas como esa creen que en el mundo sólo hay buenos y malos. ¡Cómo se atreve a hacer poesía! Al fin y al cabo a mí me valía un bledo qué pensara esa changa, yo estaba entusiasmado con la idea de embriagarme con aquella Perla y seducirla con mis múltiples carices de playboy. En todo caso, haciendo retrospectiva, observé una cosa que no se qué en su mirada allá en el café... ‘Sí, ándale, me comía, me devoraba, azuzaba los nervios sexuales con el contoneo de su cuerpo, su sonrisa crápula, sus ojos...’ Parecía una broma de púberes irredentos que se esconden en los resquicios de los parques a pecar (entonces ella me diría: ‘Papi, sí, papi, desde que te vi en • 19 •


el café me encantaste, te adoro, papi, ámame toda la noche, papi...’), y aunque no lo crean —y me vale resultó tal cual los signos que sus ojos premonitorios me indicaron. ¡Qué dicha, Señor! Fui de verdad feliz, porque a parte de bella era una perrucha bien hecha: móvil, técnica y a la vez improvisada, un acto de amor casi fílmico. A la media noche Perla se fue de mi casa a la suya como si nada hubiera pasado a soñar con los angelitos. Seguí siendo feliz por quince días seguidos, las cosas evolucionaban, como todo en la vida, nos conocíamos día a día, hurgábamos en nuestros gustos, en nuestras bocas, salían a la luz las actividades favoritas, las revelaciones de familia, las papilas de nuestras lenguas, los pliegues de nuestras carnes, etcétera. Y así supe que había estudiado medicina y que no le gustó, y a los tres años, todos reprobados, ingresó a las filas purulentas de clasemedieros que optan por la carrera de moda (al menos dentro del circuito universitario local de escuelas pobretonas y currículas deformes): ciencias de la comunicación. Así conoció a la loca ya mentada, y pues luego me conoció a mí —qué tal—, su mejor experiencia —¿cómo les quedó el ojo?—. Y justo en sus ojos en los cuales vi alguna vez la fortuna del amor, empecé a ver el amor estacionario, sedicioso, pues, y así me propuso un día, pretextando el mal karma de su familia para con ella, irse a vivir conmigo. ‘Mira que va ser poca madre porque de cualquier forma me van a seguir pagando la escuela; y vamos componer tu casa, porque ahora ya va a haber una mujercita; y podemos hacer el amor todo el tiempo; y si funciona podremos tener hijos en algunos años; y de vez en cuándo te voy a hacer un pollito bien rico; tú me vas a ayudar a crecer y yo te voy a apoyar en todo lo que hagas, mi amor’. ¡Perfecto! Sólo eso me faltaba, correr antes de gatear. Realmente se me oscureció un rato el panorama, luego seguiría el tartamudeo, los peros, las negativas, y por • 20 •


último el no rotundo, y con cada contraataque mío esa hermosísima mujer incendiaba de a poco sus ojos que ya me dejaban claro el punto final de las cosas; así que entre mis sábanas de flores azules los espasmos que otrora fueran orgásmicos ahora eran coléricos, y de súbito, lo perrucha que era en el sexo detonó en una mordida en mi hombro derecho, tan fuerte, que tuve que ir a que me metieran cuatro puntos. No tuve que defenderme porque después de la oclusión se puso la ropa diciendo entre sus dientes tintos obscenidades verdaderamente bestiales y se marchó dejando la puerta de la calle abierta y mis sábanas Vianey herrumbrosas. Pero fui feliz, de verdad. Aunque a veces me cuesta definir la felicidad, cómo es posible y en qué forma se presenta en un niño, en un púber, en un joven soltero, en otro casado, en pareja, en un adulto y en un anciano; y me sorprende llegar a concebir grados, formas, dilemas y variaciones de cada pareja en situaciones diversas, ya sean históricas, sociales, biológicas, sicológicas y otras; cómo se puede ser feliz juntos, individualmente; desde qué principios surge la felicidad, cómo se transforma y a qué velocidad se pierde; cuánta felicidad sentimos, en comparación con quién o con qué; y justamente lo pienso cuando hago el recuento de aquella relación extraña y anodina, y con más razón cuando la vuelvo a ver después de un par de años del brazo de un viejo al que le da besos en su boca roída, aún peor, cuando la veo tan explícitamente ósea como los esqueletos en las clases de anatomía, y me pregunto si en verdad es la Perla que me encantó un día y me hizo feliz, si no es otra que se le parece, o el destino que me burla con un señuelo con el cuál distraerme y me acerca a la muerte recién vista iconográficamente en la huesuda transeúnte y que se patenta en mi laringe obstruida ¿Es feliz Perla en esas condiciones, enferma no sé de qué, anorexia…? No sé, y si es anoréxica por convicción o por • 21 •


emulación a su pareja senil, porque busca ser resistente hasta donde sienta ser incólume como rebeldía perniciosa hacia su sociedad —la muy suya—. No llegué a conocerla del todo, pero creo que en aquel acto en el que me muerde al no ceder a su profundo y oneroso deseo, me demostró que la voluntad del ser humano en algunas circunstancias puede convertirse en perversión (no perversidad), y que trasgrede la relación del deseo y el efecto que éste tiene sobre las respuestas que le atañen, y cuando esto sucede hay que tener cuidado del que lo sufre y de la reacción de uno mismo ante él. No me fue tan mal con la mordida como con el ahoguío de la tlayuda. Dicen que me puse amarillo, verde, azul y morado, el arco iris de la muerte por falta de oxígeno, me fui desvaneciendo tras el plato que se me había adelantado al suelo. Un segundo antes de alcanzar la negrura visual y de conciencia, el comensal de al lado (que todos los dioses guarden para siempre) me recogió para apretarme el diafragma y liberar de mi garganta el bolo alimenticio que inmediatamente salió disparado cual bomba de cañón y fue a caer entre las personas de la calle. Seguro que muchos me vieron en aquel trance, pero no creo que Perla y su novio me atisbaran, porque aun con la desilusión en que la dejé, estoy seguro que me hubiera asistido (¿o no?). Luego la perdí de vista, primero por el accidente, luego porque tardé un par de minutos en recomponerme. Di las gracias al hombre que me salvó la vida; hubiera querido besarle la mano, pero ya más cuerdo entendí que iba a resultar embarazoso para él. En eso oí que se acercaba el sonido de una sirena. ‘No había necesidad, pero les agradezco mucho’, expresé, entendí que ellos no entendían y amplié: ‘Por la ambulancia… No era necesario’. Y fue cuando me respondieron que no habían llamado ninguna ambulancia ni nada por el estilo. La sirena ya estaba muy cerca, calculé que a una cuadra, pero ya no le presté • 22 •


importancia. ‘No es para mí, es para otro desdichado; ni modo, así es la vida’. Pagué la cena, di el último buche al refresco y me despedí de mi salvador; di vuelta a la calle y pude ver al final de esa cuadra a la ambulancia en la que atendían una persona en camilla. Me acerqué presuroso como si algo me llamara desde el percance. ‘Pero qué te importa, nomás estorbas’, pensé, pero ahí me asomé entre el borlote de curiosos y entonces vi que los paramédicos de la benemérita Cruz Roja subían a la unidad al viejo novio de Perla; dentro del carro había otra persona atendida que no alcancé a distinguir. ‘¿Qué pasó?’, interrogué angustiado a alguien. ‘Una mujer se desmayó y azotó re feo aquí mismo. La acompañaba ese ruco que, según oí, de la desesperación porque la chamaca no despertaba parece que le dio un infarto; y mire, ahí van los dos, inconscientes’. Y me volví a acordar de la felicidad, y la asocié a los hechos paralelos de esa noche: mientras yo me ahogaba con un bocado de tlayuda, Perla y el viejo caían desfallecidos en la baldosa; yo ahora estoy como si nada, bien vivo, feliz de seguir respirando, venga lo que venga, y estos dos van posiblemente a ser recibidos por la muerte, quién lo sabe. Entonces me pregunté si Perla entreveía en su vida este acontecimiento, y lo digo por lo premonitorio de sus ojos, y se dispuso a ser feliz a costa de intuir su final, al lado de un anciano críptico que aceptó todos sus deseos e intenciones y que probablemente conoció dos o tres o quince días antes y ahora vivía con él y moría con él. Nuevamente quién sabe. Le dije adiós desde mis adentros y marché hacia mi casa con la nuca incendiada con la roja luz de la ambulancia.

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HAMBRE Hay personas a quienes el hambre siempre las persigue, concomitante, diluyente, sus efigies van alargándose entre el viento y se vuelven filos orgánicos que cortan el espacio, existiendo aún entre pensamientos aletargados y memoria moribunda; la desnutrición las cercena, les intoxica de nada: hoy nada, mañana nada; esperan una respuesta de Dios y de los hombres en una actitud mendicante; ven a su alrededor y el mundo se les presenta como el pellejo extendido y seco de un perro muerto en medio del camino, ya no su carne y sus gusanos, sólo la pleura desierta de sus pelos cenicientos que esperan a ser convertidos en el polvo que respiran; los hombres recónditos, las mujeres fantasmales, los niños inmóviles; la humanidad de aquellos seres olvidados por los otros en alguna parte de la tierra, en algún pueblo hendido entre cerros arenosos que la esterilidad va desdibujando y los convierte en dunas gigantescas que reptan las lenguas secas de sus habitantes; los solares de las casas yermos, de los árboles sólo sus troncos desecados, las construcciones salitrosas y el templo de la plaza principal desmoronado; perros (dos o tres) hiriendo el panorama con su velamen de sarna, una res vieja muriendo entre sus garrapatas y las gallinas durmiendo sus últimas siestas en el patio. El mundo para esta gente está por acabarse, pues de nada han servido los cuentos de los abuelos de una bonanza pasada: las milpas con sus mazorcas reverberantes, las tardes con liebres en el regazo, los armadillos en el horno, los pozos llenos de estancia, el aguamiel de los magueyes; de nada ha servi• 24 •


do ubicar el Apocalipsis dentro de mucho, como si sólo fuera un mito o un cuento de los párrocos, una ablución de conciencias a través del miedo: ‘Prepárense, que el fin está cerca’; y efectivamente, el fin ha llegado, lo anuncian las tripas mullidas y luego estrujadas, los ojos saltados y varicosos —la negrura y profundidad de sus cuencas—, las extremidades enjutas, los cabellos ralos y cenizos, la boca desdentada y chupada como la cáscara de una naranja, los harapos de hace siglos… ’El fin’, así parece; y entre la certeza inminente y el desasosiego instintivo de quien está por morir, un chispazo de esperanza, un latigazo de fortuna, cualquier variación que lo saque de aquel estado perenne, un milagro de minutos como lo es un bocado, o la moneda que va a procurar ese bocado, o la actividad remunerada que le proporcionará todo eso consecuente; a veces eso llega a contrariar la noción de ‘final’ y le regresa al cuerpo una fuerza motora inusitada, la necesaria para catapultarse de la semimuerte a la vida y ubicar la vista en un más allá que no es el limbo de los difuntos sino el mañana, el sol de nuevo, la continuidad vital... Así llegó este lumen glorioso a Ramón y los suyos. Oyó de alguien que en el pueblo vecino un tipo otorgaba dinero para ir a la ciudad y trabajar en ella; apenas la duda cupo en este indio mixteco. ‘Lo que sea, lo que Dios nos mande’, cogió a su esposa y a su niño y perfiló la caminata por el sendero blanquecino rumbo a su salvación. Mientras andaba el camino comenzó con su sueño de pobre –el hambre es un aliciente para la fabulación, más si se le hermana con la esperanza-: Comerían harto, de todo, tamales, café con leche, carne, pescado, ‘¿A qué sabrá el pescado?’; comprarían ropa, una muda para cada quién, a su hijo un carrito de plástico, a su mujer un collar de colores, a su madre unos crisantemos para su tumba; se acordó con esto de una canción que oyó hace mucho en una feria del pueblo: ‘Y alegre el jibarito va, • 25 •


cantando así, sintiendo así, soñando así por el camino, si yo vendo mi carga, mi Dios querido, un traje a mi viejita voy a comprar…’, la quiso entonar, pero no dio cómo, no importaba, la analogía era fútil frente a sus aspiraciones megalómanas, en ese momento veía cerca su redención, el mundo era suyo, o lo sería muy pronto; volteaba a ver a su mujer de quince años caminando a su lado, descalza, ensimismada a veces, con sus propios sueños, la veía tan bonita, aun su vestido ralo de flores intervenido tantas veces por hilachos descoloridos que cerraban las heridas de la tela; su olor, otrora a maíz, ahora ya no existía, la molienda se había quedado lejos en el tiempo y su recuerdo polveaba la piel oscura de sus brazos y sus piernas; el niño lloriqueaba, sus lágrimas hacían surcos entre el sedimento de mugre que apostaba su carita, semivestido con un ropón viejo se zangoloteaba casi ignorado en la espalda de la madre, sujetado a ella por un rebozo como si fuera una mochila, el sol le erosionaba la tez y le cerraba los párpados; los tres eran frágiles espigas transparentes en medio del camino, borrados a veces por ráfagas de viento hirviente que alebrestaba polvaredas; cada paso se llevaba la fuerza nunca almacenada; ni un céntimo de grasa en el abdomen que sirviera de reservorio y providencia; toda energía era obtenida de la carne machacada de sus músculos constrictos; las bocas secas, los intestinos reborbollando, los calambres abdominales —las lombrices—, la vista fija en el espejismo constante e inerradicable del destino, las últimas calorías de su existencia hasta llegar a aquel pueblo casi exacto al suyo, las casas ruinosas entre las laderas muertas de los cerros, los seres vivos espasmosos, la desolación del alma. ‘¿Qué podemos encontrar aquí, Adela?’, le preguntó apagado a su mujer; la oportunidad se disfrazaba de miseria y la desconfianza menguaba los ánimos del hombre. ‘Pregunta en la tienda grande por Don Pedro, es el dueño, • 26 •


él es quien da la chamba’, le indicaron antes de partir de su casa. Identificó la tienda pronto frente a la plaza por una lámina pintada en grandes letras rojas que versaba: ‘Tendejón El Porvenir’, y un poco más abajo en una tablita esmaltada se leía: ‘Hay trabajo’. Entonces Ramón comprendió que no había caminado en balde, su hambre que era muy profunda se vio obnubilada por el regocijo del momento, apuró el paso y entró solo al establecimiento, su mujer esperó afuera bajo la sombra calada de un árbol de huaje, el niño se había quedado dormido. Un muchacho fuerte atendía el mostrador y la caja de cobro. Ramón temblaba de la emoción y también de inseguridad, una línea eléctrica le partió en dos el espinazo a punto de abatirlo. Habló: —Busco a Don Pedro. —¿Qué quieres? —Preguntó el muchacho de la tienda. —Es que… Vengo por trabajo. Me dijeron que…-. Ramón se rascó en la cabeza los piquetes de los piojos. —Ah, sí. Ya le digo, espérate aquí —y el muchacho desapareció en la trastienda. Ramón mientras se dispuso a recorrer con los ojos el lugar: Había tantas cosas para comprar, sobre todo mucha comida, panes, huevos, carne oreada, chiles secos, verduras, frutas, y un gran refrigerador transparente con bolas de queso y carnes rosadas, leche y otros botecitos que Ramón no sabía qué eran, plantó la palma de su mano sobre el vidrio del aparato y percibió con sorpresivo placer el frío de aquella cosa: ‘¡Qué rico!’ —Es un enfriador —un hombre gordísimo de bigotes enormes vino hacia él. Tenía una cara grande y grotesca, mandíbulas fuertes y ojos saltones, pero en ellos había una mirada (a propósito) dulzona y paternal; sudaba copiosamente y olía a vaca vieja, de hecho era un hombre de edad madura; al pararse frente al solicitante • 27 •


extendió su mano en forma de sapo y dijo: —Así que andas buscando trabajo… —Sí, señor —respondió Ramón cabizbajo con el tonito suplicante que tienen las etnias al pedir algo. —¿Ya sabes de qué se trata? —Ramón enmudeció— Mira, la cosa es que te vas a ir para la ciudad a pedir limosna —Entonces el solicitante alzó la cara y con incredulidad vio espantado al tipo que le quitaría el hambre para siempre. —No me mires así, hombre, es un buen negocio, para ti y para mí. Yo pongo el dinero inicial y tú vas a hacer que crezca. Te voy a dar una buena lana, no poca, ¿eh? Y con eso te debe alcanzar para vivir tres meses; no vas a gastar en casa porque yo te voy a dar dónde duermas y si tienes familia mejor porque así la gente te va a dar de más, ya sabes que los niños llorones siempre dan ternura y en nuestro caso deben dar lástima, hacer creer que no han comido en días. La cosa, para acabar, es que del dinero que te voy a dar tú me vas a traer tres veces esa cantidad; si sacas más que eso el sobrante es tuyo, ¿entendiste?-. Ramón se acordó de sus plegarias a la Virgen del Rosario y también que se juró no despreciar nada que lo sacara de su adustísima situación. ‘Lo que sea, Señora’, y sin chistar, como asintiendo definitorio, dijo: -Me podría adelantar algo de comer, no hemos tragado nada desde antier. —Está bien, te lo voy a descontar. Supongo que ya te vas a ir a la ciudad… Te voy a anotar dónde vas a llegar y por quién vas a preguntar. ¿Sabes leer...? No, ya me lo imaginaba; bueno, ahí le pides a alguien que te lo lea, pero mejor apréndetelo, llegas a la central camionera y en los baños preguntas por Juanelo, dile que vas de parte del Salado, así dile, no hables de más, él se va a encargar de llevarte a donde te vas a quedar. Acuérdate, Juanelo y el Salado, en los baños, ¿eh? —Con una palmada suave el hombre concluyó—: Ven, te voy a dar el • 28 •


dinero. El camión sale tempranito, a las seis; mientras pueden quedarse en la galera del patio de atrás. Con el estómago lleno y una indigestión feliz, Ramón, su mujer y el niño durmieron profundamente a ras de suelo. El camino no fue tan largo, pero Ramón estaba ansioso de llegar; jamás había salido de su pueblo. En el trayecto vio comunidades prósperas y luego otras igual de pobres como la de él, notaba el cambio de paisajes en la misma serranía, unas veces seco y yermo y en otras verde y profundo, caluroso y frío, seco y húmedo, hasta bajar al valle enorme y urbanizado de la capital, el ombligo de su nuevo mundo, el paraíso consecuente de su purgatorio. Desde su ventanilla de autobús guajolotero vio abrirse a la ciudad en sendas avenidas y edificios gruesos y pintados, casonas resplandecientes y transeúntes seguros y contentos, así se le figuraba; nadie puede de la nada adivinar el profundo desasosiego de vivir en las grandes ciudades, la felicidad trunca a cada instante, el desvarío de un devenir aciago a causa de las correderas y la polución callejera, la inseguridad nocturna, la falta de oportunidades laborales, el constante reacomodo de los grupos sociales —su convivencia—, en fin… Ramón tenía que vivir su propio periplo: llegar, hacer lo que le dijeron, trabajar como le dijeron y regresar con la meta alcanzada, no había más; así que arribó a la central camionera con su mujer y vástago, y preguntando por los baños localizó al mentado Juanelo, que los hizo esperar hasta su final de turno (tres horas después) y posteriormente se los llevó en la batea de una camioneta a su destino doméstico mientras habitaran la ciudad. Todo iba bien. Desde su noche urbana Ramón y su esposa —en la espalda el niño— se encandilaban con los focos de las lámparas y los anuncios de las tiendas, percibían los olores de los puestos de tacos, de quesadillas, miraban pasar autos • 29 •


de otro mundo relucientes y sonoros, mujeres bonitas, hombres apuestos, casas grandes de varios pisos, cosas de la televisión… Empezaron a alejarse de la muchedumbre y el hacinamiento urbano rumbo a uno de los suburbios. Ahí hay calles oscurísimas y sin pavimento, pululan los perros, esperan en la negrura de los rincones ladronzuelos listos para asestar golpes de todo tipo, con navaja en mano, con pistolas. En una de esas calles sucias y disparejas el Juanelo dio un pequeño pitido, que Ramón y su mujer no percibieron, pues iban en otra frecuencia de pensamiento; entonces de la profundidad de un recoveco entre casuchas surgió una banda de tres mapaches encañonando un rifle: ‘Quédate ahí nomás, cabrón. A ver qué traes...’. El Juanelo bajó y uno de ellos le dio un empujoncito y entró a la camioneta como hurgando en la guantera y bajo los asientos. El del rifle caminó hacia la parte de atrás y miró a los pasajeros que en ese instante espantadísimos bajaban la cabeza casi a ras de la lámina. —¿Y estos pinches indios? —Preguntó. Nadie respondió a su interrogante— Bájense ya, güeyes —Aquellos se bajaron temblando y de inmediato les esculcaron con rudeza tal que parecían marionetas puestas a bailar. ‘¡Cómo apestan!’, dijo uno ciñendo las alas de la nariz con sus dedos. Bajo el pantalón, asida en un amarrijo, Ramón traía la bolsa de tela que contenía el dinero que el cacique le había dado para la empresa. ‘No, señor, por favorcito. No señor’. El hombre lloraba abatido y la mujer metía la cara entre los trapos del niño que en ese instante comenzó a gritar. ‘Hacen mucho escándalo, vámonos ya’, ordenó el del rifle y huyeron ligeros por la bocacalle. Aquellos tristes siguieron su camino hacia una horrenda casa sin repello, alumbrada por una lámpara de gas. —Aquí es donde se van a quedar —el Juanelo abrió • 30 •


la puertezuela metálica— Siento mucho que les hayan robado. Ramón lanzaba sus últimas lágrimas y preguntó: —¿Y ora qué vamos a hacer, señor? —El anfitrión les dio paso hacia el interior de la pocilga, se rascó la coronilla y luego cogiendo del brazo al desconsolado contestó: —Lo que vinieron a hacer muchacho, pedir limosna. Hay que comer, ¿no? Entonces —los fue metiendo con ademán de arriero, les dio un petate de los varios dispuestos en un montón y los metió a un gran cuarto al final del pasillo principal— acomódense donde puedan —en el piso yacían desperdigados los bultos humanos de otros mendicantes, flacos, prietos, sucios y tristes como ellos. Ramón suspiró. —Hay que echarle ganas, ¿eh? Que en tres meses se paga. Mañana le explico cómo funciona esto-, extendió. Luego se internó en un cuarto contiguo que inmediatamente cerró. Ramón, el mixteco, su mujer e hijo se tendieron en el frío del suelo con el petate patinado por la mugre. ‘Vamos a dormir’, le indicó a su esposa, la quinceañera sin ilusiones. El hombre estuvo un rato preguntándose cómo pudo pasar que le robaran, por qué a ellos, y no pudo evitar sospechar de la complicidad de ese Juanelo. Pero no diría nada. ‘Lo que sea, Señora, lo que sea…’. Recordó la promesa a la Virgen del Rosario y que de cualquier forma ‘todo’ era mejor que estar en su pueblo apocalíptico. Se dispuso de costado, montó una mano en la espalda de su mujer y cerró los ojos que poco a poco entraron en su sueño de pobre, el único que ha tenido en su constipada vida, el sueño del que no sueña.

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LA REINA DE FRANCIA Estaba desnuda. Yo nunca había visto a una mujer desnuda; ni a mi madre le recuerdo en esa condición, aun cuando los mejores recuerdos de un hombre deberían ser los de su etapa lactante. Tampoco logré ver así a mi hermana, la mayor, y eso que me esforcé durante mucho tiempo por cacharla en cueros durante intensas sesiones de espionaje por las rendijas de la puerta del baño –a lo mucho la llegué a atisbar en ropa interior un día que se vestía para la escuela; hoy pago mi pecado con la vergüenza propia del incesto-. Entonces observar a aquella mujerzucha desierta de ropas me causó un terrible asombro. Y digo terrible porque todavía siendo un niño de doce años, lo primero que hubiera esperado de la desnudez en una mujer (su revelación) sería una excitación enorme, la versión eréctil de lo religioso, el lado sublime de lo profano, que me provocaría poseerla y cumplir con ese deseo, aún germinal pero intenso, de copular. Mas no fue así, y hasta la actualidad tengo en la memoria los clavos herrumbrosos de esa experiencia horrenda. Iba con mi madre en su coche regreso a casa. Eran como las dos de la tarde y hacía un calor de la chingada que me obligó a quitarme la camisa de la escuela quedándome con la playerita de algodón sin mangas que se suele poner uno debajo para aprisionar el sudor o por ese forzado y absurdo recurso estético de las madres para que la camisa no dejé traslucir las carnes y se vea más blanca. Intentaba rescatar a toda costa entre la • 32 •


mazmorra de mi mochila la libreta de español donde el profesor había dibujado un negro y gordísimo diez como resulto a mi infantil lucidez intelectual. El trabajo a juicio era un ensayo sobre democracia, convivencia civil y nación, algo por el estilo... Una bomba de ingenio literario que asombró a propios y extraños por el oficio imprimido al escrito. Era justo entonces que mi madre, gran impulsora de mi vocación de escritor, se congraciara con la gloria de aquel trabajo escolar que me colocaba en la comunidad estudiantil como la mejor promesa en el futuro literario del barrio y que me pavoneaba como un as entre los chipocludos del gremio. Así que tiraba entusiasmado entre el enredadijo de útiles atorados en la panza de mi mochila para obtener aquel trofeo garabateado en mi cuaderno. Sería bueno ampliar la anécdota con algunos datos más: Para ese entonces tenía un par de meses de haber entrado a la secundaria. Todo aquel mundillo era una vorágine secuencial al sexto de primaria, que cualquier cosa experimentada en mi nueva institución y etapa de la vida venía vestida de fantasía, ensoñación y encantamiento; hasta lo más grotesco entonces me parecía risorio. No nos detenía ser los más descriados de la escuela para acometer fechorías verdaderamente ridículas que a nosotros nos parecían proezas memorables, y entre todas ellas, la que más, espiar desde los altos respiraderos de los baños a las niñas de tercero mientras hacían sus necesidades semisentadas, con las nalgas al aire y apretujados los jumpers, en aquellos sucios retretes de escuela. Amontonábamos los tambos de basura, la torre de la lujuria, para encaramarnos sobre ellos y solventar nuestra concupiscente osadía; así que cuando veíamos entrar a una chamaca, alzarse la falda y bajarse las pantaletas comenzábamos con una masturbadera tal que tarde o temprano habrían de descubrirnos • 33 •


a través de nuestros jadeos delatores , y tras ellos, el grito agudo de la aterrorizada víctima que cerraba los ojos ensimismada de miedo, lo cual para nuestra fortuna no le permitía reconocernos del todo a través de las angostas viseras del los ventanales; entonces salíamos corriendo del lugar metiendo entre el zipper y la trusa constricta el miembro aún erecto. Era verdaderamente digno de una epopeya estudiantil, como esas que se ven en las películas gringas. No se imaginan lo hermoso que era mirar, aunque sumergido en una sombra sin importancia, el sexo aduraznado de las niñas, agazapadas en su micción virginal; casi siempre las veíamos de frente porque nuestras mirillas así lo permitían; rogábamos porque se voltearan para limpiarse y divisarle las nalgas promisorias, pero casi nunca se nos cumplió esa revelación sacralizada. Al cabo de un tiempo se corrió el rumor de que las niñas eran visualmente profanadas en su pipisroom y los prefectos tomaron sus medidas para asegurarse que ya no se llevara a cabo tal tropelía. Gracias a Dios nunca cacharon a nadie; hasta ahora festejamos orgullosamente nuestro anonimato. Eso era para mí la desnudez femenina, el remate feliz de todas mis aspiraciones sexuales. Y aquel día funesto arrolló deleznablemente la concepción idealizada que tenía de aquello. Viajaba como dije de copiloto en el viejo Renault de mi mamá. Empezaba a leerle mi opus maximus cuando el flujo vehicular se alentó tanto que el velocímetro no pasaba de cero –no podía en su mecanismo cuantificar ese agónico peregrinar-; es lógico cuando se pasa a través del periférico en una hora pico (los autobuses inundados de estudiantes, los taxis con gente acalorada que ruega una siesta, los pitidos y las mentadas de madre...); y no hubiera sido así si mi madre no le urgiera pasar a la central de abastos a cobrar el dinero de una vieja deuda, andaba brujas; y pudiendo ir otro día y a • 34 •


otra hora el destino dictó que tenía que joderme con el vuelco que el mundo se permite a los humanos sin que le de la vuelta al sol. No tengo la mínima idea si aparte de su servidor algún otro infeliz reparó en la mujer que en ese momento se restregaba, como un gato demudado que sólo conserva el pellejo, sobre la lámina escarapelada de una puerta indiferente. Hacía intentos desesperados por meter un alambre entre un resquicio cerca de la cerradura, atormentando sus dedos a la infructífera victoria de sus aprensiones, querría abrir, entrar y cobijarse de los ojos de una ciudad sin ojos. En esos momentos mi madre colmaba la resistencia del claxon y la de mis oídos, ordenaba como un espíritu en pena que se le hiciera avanzar al más allá, pero sus predecesores en la turbamina vehicular eran igual de descarriados. No demandé silencio, de nuevo puse la mirada sobre la que en aquella puerta se agotaba. Llevaba un girón de tela sobre los pechos que caía en rebabas sobre el abdomen hasta topar un poco arriba de la cintura. Debajo de eso nada. Sus nalgas esmirrias se presentaban en toda su miseria hacia el escrutinio del transeúnte –para gozo de nadie-; eran unas nalgas prietas y sucias, confitadas por el mazapán acedo de las banquetas. Entonces puse andar la maquinaria de las sospechas. Primero me vino a la mente asociarla con el mundillo de las cantinas que por el rumbo abundan y de donde en otras ocasiones, repasando los mismos sitios, había visto asomarse gordezuelas sensuales y apabullantes. Mi mamá me decía que eran meseras pobres que se sentaban a platicar con los borrachos a cambio de unas monedas: ‘Son damas de compañía’, me aleccionaba. Pero mi experimentada malicia me aseguraba que eran prostitutas de la peor calidad y calaña, vivaces señoritas al servicio de la carne y la concupiscencia. Felizmente solía fantasear con ellas, entrando a sus hoscos lupanares y dejándome tocarles el salitre que emana de sus entrepiernas. ‘Damas • 35 •


de compañía’, repetía mi madre, y la sonoridad del apelativo me remitía a una película de mosqueteros donde la reina de Francia caminaba rodeada de un séquito de blancas y pomposas muchachas que le peinaban, vestían y bañaban, eso era para mí una dama de compañía; las de los tugurios eran putas y no más ni menos que eso, las mujerzuelas que uno se tira, igual Luis XV que el beodo más crápula. Aquella entonces debía de ser una puta. Para entonces tenía la incipiente idea que la prostitución, aún siendo un mal social como lo estigmatizaban a morir mis hipócritas profesores, era un fenómeno que licuaba una emulsión de acritud y gozo. El contexto farandulero de los lupanares no tenía por qué ser el dantesco infierno donde las putas ardían por el sexo y se absolvían por la necesidad y el hambre; tenía que haber una media, si cogen es porque les gusta, si les gusta lo gozan, y si hay una lana de por medio el gozo es mayúsculo. Así que la desnudez mortecina de la que luchaba por abrir aquella puerta puso en tela de juicio mis conclusiones neófitas y comencé a dilucidar las cosas más terribles de la vida. Había visto el despojo humano de los teporochos, la violencia de los raterillos, la nota roja en los periódicos, y tal cosa me resultaba pintoresca. Entonces por qué una mujer desnuda a media acera me causaba la fuerte impresión que la civilización tenía roturas por las que se le escapaba la dignidad y su propiedad inalienable de conciencia social. Fue atroz. Mientras pasábamos frente a ella –mi madre aún pegada al pitido del auto, yo con mi cuaderno en manos, la lectura interrumpida sin que nadie lo notara- la mujer miró a la calle, convencida de su esclavitud de la impotencia, agotada desde sus dedos decantados de intentos, el aliento al aire, la mirada roja hacia adentro, los labios blancuzcos, sus piernas impelidas y abyectas… Dejó caer el pedazo de alambre con que • 36 •


intentaba maniatar el cerrojo y se fue deslizando, como en una cascada de limo, contra la lámina infértil, hasta el peldaño yaciente bajo la puerta. Así conocí en carne viva lo que hasta entonces era tan propio, suyo de si, lo que está en el secreto pudendo de las damas. Allí estaba más claro que nunca el bivalvo de su sexo ennegrecido, nunca tan claro antes, ni en las arduas pesquisas en los baños, ni en las revistas de solazamiento sexual, ni en las fantasías de mis noches húmedas. Allí las nalgas y los muslos abiertos que rogaba mirarles a las compañeras de la escuela y que nunca peor pude descubrir en medio de la desdicha contrahecha de la vida, la agonía indiferente de un despojo humano, el cuerpo mullido de la soledad y la tragedia. Experimenté entonces una profunda tristeza. Con la garganta apostada en un espasmo de conmiseración bajé los ojos a mi cuaderno abandonado y lleno de vergüenza quise olvidar que me detuve segundos, minutos a mirar la desnudez de aquella desdichada. Hoy lo recuerdo como mi iniciación hacia la realidad, su vulnerable trazo por la vida, la caverna existencial donde un purgatorio incesante nos recuerda que somos las piedras de una sonaja mordaz que nunca adormece. Temporadas después volvía a subirme a los tambos de basura a espiar a las niñas, ya sin la misma satisfacción de antes. Habría de esperar a la novia que se apiadó de mí y devolvió la esperanza por una de las cosas sustanciales de la vida: el sexo.

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TRES SIN PARAGUAS 1 Jerónimo tocó fuertemente la puerta. Era la casa de su madre. Nadie salió. Pegó una oreja a la madera rajada para adivinar los pies descalzos de la mujer siseando sobre el piso de ladrillos. La mujer era medio sorda, por lo que Jerónimo dudaba si le había escuchado tocar la aldaba. No llegó a percibir ese ruidito pero igual siguió golpeando la tabla aún con la oreja en ella, gritando –voz adentro, apenas perceptible- que le abriera, ‘por favor, mamá’, que le abriera inmediatamente porque lo andaban cazando. No quería que lo notaran los vecinos, pero de igual modo, aun gritando, la vieja jamás lo iba a oír. ‘Por favor, madre’. Empezaba a caer una brisa picante que anticipaba la tempestad, y gratinó de agua los cabellos negros y crespos del desesperado. A dónde iría entonces. Cómo entraría en aquella casa. Dónde andaba la mujer cuando se le urgía. No podía recurrir a los vecinos de junto, desde que tenía uso de razón existía una enemistad rancia con ellos que a él ya le parecía caduca y sin validez presente a falta de altercados frecuentes; recordaba que su padres siempre andaban envueltos en un carácter bélico que los llevó a pelearse con todo el pueblo hasta quedar aislados en una amargura desecante. Contra el estatuto decidió tocarle a la vieja Aurelia, para implorarle que le dejara brincar la barda del patio trasero, con pretexto de indagar por qué desde hace días la madre no contestaba a sus llamados, porque la llave se le había caído de la cadenita donde siempre la colgaba y no había forma de • 38 •


entrar. No podía esta señora negarle tal favor ante potencial premura, le haría pensar que su madre enferma pudo sufrir un ataque y temía encontrarla desfallecida acostada en su hamaca del corredor, o quizá muerta, porque sin mentir la vieja sí estaba muy enferma, casi grave, y seguramente la gente alrededor podía adivinar su estado, porque desfilaban frente a ellos las visitas domiciliarias de los doctores. Pero muerta era demasiado. Apenas el día anterior la vio en una visita rápida donde le preguntó –‘Con toda la pena, mamá’- qué iba a pasar con los terrenos de Cheguigo y de la Colonia Moderna, y con la casa vieja de los abuelos, ya en ruinas (pero con un gran patio). ‘¿Ya hiciste tu testamento, mamá?’, le instigó, ‘Hay que hacer venir al notario si es ya no quieres salir. Date cuenta que estás muy enferma y nadie lo quiere pero la muerte no avisa; luego es un relajo cuando la gente no deja bien por escrito y notariado su testamento. Yo no quiero problemas con mi hermano, ya sabes que lo quiero mucho’. Pero la vieja lo vio con ojos chispones y colérica lo corrió de la casa; se quedó jadeando su muina sobre la cama amarillenta escupiendo palabras de desdicha: ‘Uno les da de todo cuando los cría y al final de los días terminan tan codiciosos porque no saben hacer ellos mismos lo suyo, se vuelven inútiles los malcriados’. Eso un día antes. Así que difícilmente estaría muerta; no podía estarlo dejando pendientes entre los vivos antes de estar entre los muertos y le pediría a la criada (que sólo trabajaba por las tardes) que la llevara en un taxi a la notaría, a ordenar sus disposiciones últimas y dejar claro lo de cada quien. La agüita ha arreciado y subido el tono del azul añil de su camiseta a la altura de los hombros. Se siente más mareado que momentos antes, cuando salió huyendo de la cantina, ahora el mareo es más que borrachera. Se sofoca con la densidad de sus pensamientos y siente • 39 •


la necesidad de vomitar. ‘Madre, ¿dónde andas? ¿Estarás muerta? ¿Valdría la pena esta canallada?’. Jerónimo cae en la cuenta que lo que ha cometido es una estupidez, porque eso tendrá un vuelco desfavorable a sus pretensiones. ‘Pero huiré un tiempo y volveré para hacer válido el testamento, si mamá no ha muerto cuando sepa la verdad morirá al instante’. Un punzón en la cabeza le dobla las rodillas nublándole la vista. Transpira, siente el sudor aun la lluvia que ya arrecia y lo empapa por completo. ‘Creo que también vendrán aquí a buscarme’, sospecha, luego lo asegura. Es hora de irse. Camina hasta el final de la cuadra y dobla, ve a distancia el ‘paso’ bajo el palacio municipal; tras los arbustos floridos de la Casa de la Cultura vomita y luego llora. Piensa en su esposa y sus diatribas: –‘Pancho ya deja de beber, cada día te pones peor, un día de estos vas matar a alguien en la calle o te van a matar, me han dicho que todo el tiempo andas de pleito’-. Piensa en que la quiere como a nadie en el mundo, piensa en sus dos hijos, piensa en que no los verá por un buen tiempo dejándolos con el infortunio de su desdicha, con la salazón del padre criminal y con la vergüenza atestada. ‘Ojalá que mamá les de un terrenito si aún no se muere para que se ayuden mientras yo no esté con ellos’. Camina de nuevo, rumbo a la estación, serpentea entre las manzanas, sin caminar en línea recta por la misma calle. Se emborracha aún más con la mojada, una sopa de tanta agua, las pestañas pesadas por la lluvia, los zapatos enlodados, las entrañas maceradas. Tanta nube negra finta en un anochecer ficticio, no son más de las cinco de la tarde y las siluetas apenas demarcan su ubicación en este espacio diluviano. Un rayo cae a lo lejos partiendo un cocotero en dos matando su corazón pulposo, truena cataclísmico anunciando el fin de los días, igual que al tronar del cráneo de su hermano, el ‘xhunco’, bajo sus manos certeras, la piedra grande y redonda del pa• 40 •


tio, la que parte fácilmente las almendras y los cocos, y yace desperdigada en el terraplén de la cantina: ‘¿Qué chingao vas tanto a mi casa, Toño, cuando sabes que casi no estoy en el día? Mi mujer sí, ¿verdad? A ella sí la encontraste. No me vengas con pendejadas, para decirme que mamá está enferma bastaba con llamar por teléfono’, y tras el hilacho de palabras ‘¡Poc!’, el golpe, la caída, la sangre licuada en la tierra y la cuenta de haber cometido algo siniestro. Entre los borrachos apelmazados y las mesas confitadas de mugre salió apenas de pie tropezando subrepticiamente con la cortina de carrizos que limita al estanquillo. Ahora, a un costado de la capilla de Guadalupe, cae despotricado en los márgenes de la acera, donde el agua de lluvia forma arroyuelos. ‘Ay, Toño, hermanito mío, ya no necesitarás los terrenos de mamá, estarás mejor en la otra vida, además estabas tan sólo, tan deprimido, a mamá no le gustaba verte así…’ Jerónimo se levanta con el aliento fallido. Deja de llover. En la esquina frena súbitamente una camioneta. Sobre la lámina de la batea el mareo comienza a desaparecer. 2 Sentada en el corredor de su casa de Huayapan Hilda ve caer las primeras gotas de la temporada. Desde la loma puede observar gran parte del valle de Oaxaca; la atmósfera que lo cubre es caliza y apenas distingue algunos espacios claros del terreno. Sobre ella el cielo ruge, negro, convincente. ‘Va a caer un torrencial’, se avisa. Por un corto lapso estuvo viendo una telenovela a la que no le sigue el hilo pero que le llama la tención porque aparece en ella un galán veterano que ahora hace papeles de abuelo. Se había levantado tarde con una cruda taladrante y se ocupó medio día en curársela • 41 •


con un six de cerveza heladísima. Para la hora de la comida estaba de nuevo ebria. Durmió una hora sobre el sofá de la salita y se despertó con el primer trueno que aquella nublazón vomitó eléctricamente sobre el cerro. Ahora se detenía a observar el paisaje que poco a poco se ensombrecía, los detalles fragmentados del entorno se dibujaban en una luz y sombra y luego desparecieron en la oscuridad. Cayó entonces la lluvia. El cielo se dejó venir a cántaros en una tormenta poco usual en mayo; la colisión del agua creaba una brisa espectacular que iba humedeciendo las cosas dentro del corredor en una nube rastrera muy densa. Hilda se sintió fresca y lívida entre ese ambiente estival. Cerró los ojos. Recorrió onírica los rasgos faciales de su marido: la forma de sus ojos azules; las pestañas pobladas e hirsutas; la nariz respingada, con esa leve protuberancia callosa en el tabique; los labios delgados y rojos -muy besados antiguamente-, el mentón recto y corto; las mandíbulas pronunciadas, y el cabello largo y rizado. ‘Es tan hermoso’, suspiraba, ‘¿Por qué se fue así, tan de repente, como si nunca me hubiera querido?’. Abrió los ojos y levantó la botella de mezcal del piso, junto a la silla; le dio un sorbo y se limpió los labios con el dorso de la mano libre; hizo el gesto característico de las bebidas fuertes y luego una aprobación apenas identificable en su movimiento de cabeza. Un rayo la espantó por su enorme sonoridad y del brinco logró un desacomodo torpe sobre el asiento; sintió entonces que el movimiento repentino le produjo un bajón de sangre de su menstruo; el calor del plasma coagulante le irradió por todo el cuerpo y empezó a sudar. ‘Me he manchado’, aseguró, pero no quiso levantarse a recomponerse. Se quedó ahí pensando en el esposo lejano, en sus días en el patio sembrando rosales para ella, dándole a los conejos verduras por las mañanas y besándola sutilmente en la frente antes de ir al trabajo. ‘El patio en estos • 42 •


momentos está inundado y el último conejo murió el año pasado’. ¿A quién cuidaría Hilda entonces? Ni un hijo, uno sólo siquiera, verlo crecer, llevarlo a la escuela, prepararle huevos tibios por las mañanas y peinarlo con una raya en el filo izquierdo del cráneo. Le dio otro buche al mezcal. Pensó encorajinada en la ‘güevonera’ de su vientre que no quería prestarse para la gestación: ‘Reglo a lo puro pendejo’, se recriminó. Un hijo bastaría para no tener que anochecer sola dentro de su cuarto en medio del lomerío de Huayapan. Cada quince días, cuando llegaba el dinero del marido bajaba al centro y se sentaba en los portales a tomar una michelada viendo pasar a los gringos de pies gigantes bajo los laureles del zócalo; luego se iba a comprar la despensa y tomaba un taxi para encerrarse en su propiedad durante los próximos quince días. Un sábado comenzó con la bebida; prefería el mezcal de gusano; no le hacía falta más de cinco dosis para embriagarse como teporocho; luego comenzó a tomar directamente de la botella, sin un vasito intermediario. Empezaba a medio día y después de comer (si comía) dormía una siesta descompuesta. Por la tarde volvía al mezcal mientras veía la televisión o leía libros de historia europea. Estando frente a la lluvia comprendió que las cosas cambian, pero algunas no parecían variar nunca. Una vez quiso trastocar la cotidianidad y revolver viejas ilusiones. El muchacho del agua purificada se había detenido a conversar de más, y algo de ella, en su organismo, le recordó que había puntos pendientes en sus días, que los deseos hacia los hombres le estaban socavando el corazón. Siempre fue caliente, de emociones intensas, de las que amaban hasta el ahoguío, cosa que sintió desde muy niña, y que contuvo irascible hasta entrados los veinte al entregarse a un hombre, el que años después se convirtió en su esposo. ‘Mujer de un solo • 43 •


hombre’: pesó el estigma, aunque deseó a tantos a la vez que purgaba sus ansias haciendo las labores de toda la casa compulsivamente, no como un acto redentorio –evitaba también la masturbación, que consideraba un pecado mayúsculo-, sino para dar cauce a tanta avidez. Exprimir los trapeadores simulaba la posible experiencia de estrujar el cuerpo masculino, una fofa fantasía de quien no ha tenido entre brazos el torso desnudo de un hombre, acaso el del padre, el hermano... Así que cuando el aguador apareció en medio de la nada se le llenaron los ojos de lágrimas y un escozor hirviente le sacudió las entrañas: era el deseo. Pero estoicamente pagó el botellón de agua y penetró en su casa a chupar un gran chorro de mezcal que le dobló inmediatamente por la quemazón en el estómago. ‘Ardor con ardor se apaga’, y fue la única vez que sucumbió ante la tentación de una revolcada. Tenía treinta y ocho años, blanca y hermosa de rostro; el cuerpo ya no conservaba su antigua perfección, el vientre pronunciado le engañaba con el embarazo jamás fincado; sus senos parecían dos mangos manilas a punto de madurar; de entre la blusa sin mangas estallaban los pelos castaños de sus axilas sin afeitar; una mujer a la intemperie, un signo de la escritura de una vida en soledad. En el corredor mojado por la brisa brincan unos insectos. Relampaguea dramáticamente en aquel pabellón refractario. ‘Ocho años, canijo, y ya ni me llamas’. Hilda recuerda cuánto lo ama aún y vuelve a la botella. ‘Pero tienes que volver, desgraciado. Ya verás que vuelves…’. Se para de la silla y se encamina a la galera al filo del terreno. En dos segundos se revuelve con la lluvia y sorbe, ayudada por el labio inferior, el agua que le astringe la cara. Cava en el piso de la galera con una pala enorme y pesada; jadea... Al fin del hueco brota una gran caja de madera semejante a un ataúd; adentro • 44 •


se ordenan más de una docena de armas largas y sus respectivos parques; en un rincón una bolsa de plástico negra empanzonada de dólares. ‘Sabía que nada bueno guardabas aquí, cabrón. Con esto has de volver; haré que regreses, te lo juro’. La lluvia desaparece todo lo visible; el mundo se ha difuminado. La mujer se hinca sobre lo descubierto, toma una cuerno de chivo y con la otra se suena los mocos aguanosos que el temporal le ha regalado. ‘A la policía le gustará saber que andas en Tijuana’. Luego sonríe. 3 Salió el hombre del café en 5 de mayo con un periódico en mano y una mariconera de cuero sobre el costado derecho; la asía fuertemente de sus tiras mientras caminaba, algo torpe, hacia el Monte de Piedad. Antes de cruzar Palma, se le acercó un coyote que iba de paso hacia la esquina. ‘¿Qué vende?’, le preguntó como si a cualquiera se le pudiera sacar algo. ‘Nada’ le contestó aquel y apuró su paso enclenque. Se le veía enfermo, mas no pobre ni mal vestido, al contrario, andaba un buen saco, de marca, y zapatos lustrados, bostonianos. Era joven aún, cuarentón, de rostro afable, regularmente demacrado, lampiño y rasurados los pocos pelos del rostro, peinado con brillantina. Cuando el coyote se le separó, se detuvo un rato, respiró hondo para contrarrestar la agitación y se recargó en la pared de tezontle. Quedó viendo hacia la esquina del hotel, sus banderitas, su puerta de vidrios limpios y el bellboy en la entrada. ‘No me siento bien’, se dijo. Pensó en entrar inmediatamente a aquel hotel cinco estrellas, pero se le vino a la mente la copa, una cerveza por lo menos, hacía calor, más tarde posiblemente llovería; pero ahora • 45 •


tenía sed, el express le tornó acre el gusto y la saliva espesa en su garganta le dificultaba ansiosamente tragarla. Siguió caminando; pasó hacia la catedral, esquivando una parvada de chamacos que venían del Centro Cultural España con unos cuadernos en la mano, casi le tiran, los maldijo… Luego recorrió todo el frente de la ‘iglesiota’; contó a los que ahí ofrecían sus oficios para no tener que contar la penuria de sus pasos: eran diecisiete. ‘Se reparan máquinas de escribir y tocadiscos’, se anunciaba uno en su letra a mano sobre un pequeño pero bien organizado cartel de piso. ‘Quién madre usa ya esas porquerías’, se rió. Llegó por fin a la esquina de Moneda, empujó el pestañón gemelo de la puerta cantinera y la dejó tras sí rebotando sobre su posición original. ‘Una cerveza bien fría, mi estimado’, ordenó. El de la barra lo miró gustoso: ‘Hasta que se aparece, Don Melchor. Ya tenía su rato. Creímos que se había ido como nos dijo. O, ¿qué? No me diga que ya se andaba retirando del chupe…’. El sediento tosió acompañando una risa interrumpida. ‘No la chingues, hermanito, la bebida es cosa seria…’. ‘Así es, señor’, le respondió el otro. Se empinó la botella helada de Corona y casi la termina de un jalón. Entonces todo se calmó en su espíritu. Comenzó a platicar que ya estaba por irse pero que antes se tenía que despedir de los amigos y quería pasear un poco por el centro, comprar algunas chácharas y ‘echarse unas’ en El nivel. ‘Pues qué bueno que vino a decirnos adiós. Pero vuelve, ¿no?’. El hombre llevaba su segunda cerveza, se limpió tras el trago la espuma residual de sus labios y dijo que ‘Sí, sólo es cosa de un año, a ver cómo nos va, mi amigo. Me mandan a dirigir un museo en Oaxaca, sacarlo de tanta grilla y hacer buenas propuestas con el presupuesto miserable que le asignan. Además estoy solo y no tengo bronca con irme, el único hermano que tengo hace diez años se fue a Barcelona y de ahí pal real no ha regresado, y como • 46 •


nunca me quiso…’. El barman le tocó el hombro izquierdo con un ademán de consuelo. Ambos sonrieron. Tomó otras tres medias de cerveza mientras conversaba con dos tipos en la barra. Fue a orinar tres veces, comió un caldo de camarón que le ofrecieron, pagó su cuenta y se marchó. Cruzó después la avenida hacia la plaza. Estaba mareado y somnoliento. Eructó varias veces en el camino y se detuvo frente al mástil megalómano de la bandera nacional, en el ombligo del zócalo. ‘Esta cosa es pequeña como sus creadores’. Suspiró. Entonces se soltó la lluvia de golpe, recia, incisiva, magullante, mercurial… Empapado se dejó resbalar sobre el astabandera de espaldas quedando sentado a sus pies en posición fetal, abrazando sus rodillas encogidas con ambos brazos. El ambiente era un desierto de agua, lo dominaba todo la lluvia inquebrantable de verano que lavaba majestuosamente las baldosas de la Plaza de la Constitución, lengüetazos de cielo que dispersaba a las alcantarillas la polución de tantos días. El hombre se incorporó con el chaparrón todavía en marcha y se dirigió al Holliday Inn. Incrustaba sus pies en los charcos de la baldosa gastada como si fuera un palmípedo impulsándose, aleteaba para alcanzar el equilibrio. Cuando llegó al hotel se metió dejando en el suelo lustroso del lobby meandros del aguaje que llevaba por maletas. En la recepción sacó de su cartera una tarjeta bancaria y la entregó al recepcionista. ‘Denme una habitación con vista a la plaza’, ordenó sin chistar apenas temblando el hielo de la lluvia. ‘Sí, señor’, le contestaron, ‘Su habitación la 502’. Firmó el contra recibo, le devolvieron su tarjeta, tomó la llave electrónica, y tras declarar que no traía maletas se adelantó al ascensor seguido de un botones. Instalado en la habitación corrió las cortinas para observar la tarde ennegrecida. La noche se vació al fin sobre la ciudad sin dejar de llevarle agua en lloviznas intermitentes. Las nubes arriba amarillaban con las lu• 47 •


ces de la urbe. Tomó el teléfono y pidió a la recepción que le subieran unos Lucky Strike. Prendió el televisor y en el baño se despojó de la ropa mojada. La tendió sobre el portatoallas y se secó el cabello. Se refugió entre las sábanas esperando la llegada del botones con sus cigarrillos. Llegó al fin, abrió la puerta hasta donde supuso cabría su cajetilla y la cerró inmediatamente sin dar propina. Se volvió a acostar. Rompió el celofán, levantó la compuerta de cartón y tiró del estaño hasta arrancarlo, y ahí estaban ordenaditos los veinte pitillos de cascos ocres. Tomó uno, abrió la gaveta del buró y sacó unos cerillos. Estaba a punto de prender uno cuando lo venció la desazón. Cogió de nuevo el teléfono y marcó la línea abierta. Apachurró los números de un celular, pero nadie contestó después de varios intentos, hasta que en uno de ellos apareció la grabación del buzón de voz. Después de un breve silencio habló: ‘Amor mío, soy yo; por última vez te molesto, lo prometo. Me voy a Oaxaca, ya no volverás a verme. Siento muchísimo lo ocurrido con tu esposa; no hubiera querido nada malo para ti. Estoy tan adolorido por esta separación forzosa, aunque de cualquier forma ya se veía venir el final, tú tan distante, tan frío… Y luego eso de la senaduría, tus formas, tu gente. Ya casi no nos veíamos, eso te reprochaba, ¿te acuerdas?, cuando nos oyó tu mujer. ¡Qué vergüenza, y en tu propia casa! De veras que no quería contrariarte y menos en tu casa, nunca voy, lo sabes, pero ya no podía más. Te extraño, precioso, perdóname. Mira que ya no te voy a dar nada de broncas; una vez al mes nada más, aunque sea, cada vez que tú puedas, yo vendré a México cuando lo ordenes… Mira que si vas a cumplir tu amenaza de desaparecerme deja decirte que no estoy en el departamento, estoy el Holliday del zócalo, habitación 502; si quieres mandar a matarme ya no me importa, pero si quieres estar conmigo de nuevo, yo te voy esperar toda la no• 48 •


che. Me siento tan sólo; ven, corazón. En lo único que ya no voy a darte gusto es que pienso volver a fumar, lo siento, la soledad debilita el alma. Voy a prender uno a tu salud, aunque te enojes. Por todo lo demás soy todo tuyo …’ Y el humo del cigarro nubló el cuarto esperando la lluvia que jamás iba a llegar.

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HUATULCO Wi Fi Me fui un buen día a Huatulco con algunos amigos cercanos, a los que tengo grandísimo aprecio; un par de hombres que estudiaron conmigo la universidad allá en los ochenta. Nos acompañaban sus esposas, sus hijos y los míos. Yo soy viudo y muy apegado a mis críos, principalmente porque las mayorcitas son dos chamacas adolescentes que, realmente, y contra mi voluntad, son más despiertas que el mismísimo Nevado de Colima; así de intempestivas también, y dejando el orgullo al lado, creo que a estas alturas me mangonean más de lo que una vez lo hizo su madre. Claro que cuando tengo que poner orden lo hago sin traspié, aunque lamentablemente para el orden jurídico familiar el hecho de ser papá y mamá al mismo tiempo me debilita considerablemente en ese intercambio de personalidades sociales, y luego de un rato cedo ante la presión del chantaje bien calibrado de mis hijos. Pero soy feliz y ellos lo saben, y son felices conmigo, a mi lado. Me precedió un padre despótico al que ya no le guardo rencor, más bien le agradezco el gesto disciplinario; yo no pude ser como él porque mi madre, en su proteccionismo indignante, me convirtió en un ser nervioso, dubitativo y concesionario. Pero mis hijos no abusan. Me saben débil, pero me respetan. Su obediencia más que basada en el miedo a la reprimenda se conforma en una profunda intervención del concepto de justicia y en la unión ceñida que propone el amor familiar. Dije que tenía dos hijas adolescentes, una de quince, otra de trece. Tengo también un nene de ocho años, bastante callado él, pero muy cariñoso. En Huatulco • 50 •


-al que nunca habíamos ido, porque Vallarta queda más cerca de Guadalajara, constante destino de nuestras vacaciones y donde tenemos una villita- acordamos, después de saber de la hermosura de su naturaleza, en acampar una semana (tres días era nuestra idea original). Así que mis hijos, mis amigos y sus hijos, quedamos encantados con la idea. Llevamos de todo: La casa de campaña, el anafre de gas, el tanque, los snorkels, las patas de rana y cosas locas como brújula, y otros aditamentos de campismo que los scout utilizan en sus tretas (mi chamaco es de ellos). Además no había preocupación por la comunicación porque contábamos con señal celular y un pequeño hotel cercano irradiaba señal Wi Fi, así que mi Lap, serviría de algo. En esos momentos a mis hijos no le importaba nada de esas cosas (y eso que mis chicas son adictas al Messinger), pero yo sí tenía que echarle un vistazo a mi mail para checar mis asuntos en la empresa que laboro. Los dos primeros días estuvo la cosa muy familiar. Compramos un chivito en barbacoa que la gente del lugar nos hizo y comimos riquísimo, luego mariscos, huevos en el desayuno, una olla de frijoles, chicharrón y todo lo que pudimos llevar. Era semana santa. Llegamos un miércoles, pero para viernesanto una multitud invadió, como una orda, esa playa semipoblada de Hatulco. El sitio se llama San Agustín y tiene un litoral tan limpio como las aguas purificadas que tomamos allá en Jalisco. Bueno, les cuento… Nos sentíamos muy bien, levantándonos al rayar el sol, lavando los trastes con la sal de las aguas, yendo a cagar al monte: nos teníamos por humanos regresivos. En la primera noche con una fogata prendida con alcohol, nos pusimos a cantar unas rancheritas con la guitarra de mi compadre Irvin; los chamacos por su parte (varios comparten la edad), se alienaban desdeñosamente cada quien con los cables del Ipod conectadas a sus orejas. Alcancé a reconocer • 51 •


una rolita que me late: Everybody changing, así me dijo que se llama, Fabiana, mi hija mayor. Todo bien para ese primer día y para el siguiente. Pero cuando se dejó venir el gentío del fin de semana, los chamacos organizaron dos noches de fiesta al final de la bahía; parece que ya era costumbre, no se veía fortuito, porque antes de anochecer ya habían instalado una plataforma con sonido donde más tarde tocaban grupos de rock y meneaban electrónica punchis punchis; así que a media tarde los muchachos peregrinaron desde sus puestos hasta aquella congregación de alegría. Cuando mis hijos se dieron cuenta –porque las hormonas atraen hormonas, eso que ni qué- se pusieron de acuerdo con los otros cuatro jovencitos hijos de mis amigos, y pidiendo casi al unísono a sus respectivos padres el permiso correspondiente nos miramos los adultos con muchísima preocupación. Mis amigos eran menos aprensivos que yo pero aún así no confiaban en algo que no les era familiar. Allá en Guadalajara salen al cine o a las tardeadas sin tanto alboroto, así que no podríamos preocuparnos tanto porque fueran a cien metros de distancia a saltar un poco; en todo caso podíamos darles una vista de vez en cuando. Entonces asentimos. ‘Ya saben que cero alcohol y a la media noche los quiero aquí’, advertí. ‘Nada de meterse al mar con otra gente. Y no se me quiten el pantalón’. Entonces corriendo se levantaron en un chongo sus cabelleras quemadas y se repasaron los labios con sus pinturitas rojas. Mi hijo sólo se puso una playera limpia y salió corriendo tras sus hermanas. ‘No pierdan de vista al Güero’, les ordené a aquellas dos que ya avanzaban ávidas hacia el bacanal. No les gustó la idea pero les anuncié que si no llevaban al hermano no irían ellas tampoco. No les quedó remedio, y junto con los otros cuatro muchachos se fueron desesperados a las fronteras de la bahía. Del matrimonio de mi amigo Memo con Gladis na• 52 •


cieron Guillermito y Paulina, en ese momento de dieciséis y dieciocho años respectivamente; dos monumentos a la belleza, principalmente Pau, que realmente no creo haber visto señorita más hermosa que ella en todo Guadalajara (sin tomar en cuenta a mis niñas); pero lo más notorio en ella era esa personalidad híbrida entre irreverente y distinguida, sarcástica y coqueta; criticaba todo cuanto le daba en gana, pero no lo hacía con amargura, sino con espíritu de escrutinio intelectual. Memo le sugirió que estudiara Derecho como él, pero sin avisar ya había sacado la ficha para Diseño artesanal. ‘Qué pendejadas son esas. Ahí la voy a ver haciendo sus ollitas y huipiles, con una tienda en el centro que voy acabar financiando yo’, me dijo. Yo le sonreí explicándole que a los hijos se les debe apoyar hasta en las cosas más triviales, cuanto más en lo que han escogido para su vida futura. ‘Tú siempre le andas poniendo peros, lo he visto. Ahí está el novio, no lo puedes ni ver…’, le reproché. ‘A ese ya lo mandó a la chingada, me alegra’, concluyó. Así con el Memo y la Paulina. Ese viernes en San Agustín ella fue la primera que se apuntó para el reventón de la playa. Llevaba un pantalón de mezclilla y la parte superior del bikini, amarillo. ‘¿Así va a ir?’, le pregunté a Memo, que sólo se limitó a rejuntar los hombros. ‘Acá no hay problema, pero allá fuera de nuestra vista y el ambiente lleno de chamacos jariosos y alcoholizados…’, pensé. Mis hijas por lo menos iban con sus playeritas, muy pudorosas ellas, las conozco; pero vaya uno a saber. Cuando dieron las diez me paré de entre los amigos y les informé que iría a echar un vistazo al jolgorio estridente aquel. Conforme me acercaba la música comenzaba a taladrarme la cabeza, ya no estoy para soportar esos decibeles, los tiempos de Kizz a todo volumen quedaron muy lejos; luego una cantidad asombrosa de gente se congregaba alrededor de la tarima sono• 53 •


ra, otras tantas hacían grupitos a la orilla del mar que se salpicaba con los chispazos de las fogatas; ahí en la arena las caguamas y los pomos; ‘Me lo imaginaba’, y ansioso recorrí el lugar en busca de mis hijos. Di unos pasos y vi a mis tres polluelos en medio de la agitación. Estaban felices cantando junto a la niña del otro matrimonio de amigos, quinceañera igual que mi mayorcita. Me sentí tranquilo. ‘No les voy a decir nada todavía. Una hora más y me los llevo’. Me paré un poco enajenado a escuchar al grupo en turno hasta atrás de ese auditorio juvenil. Entonces alguien me tocó un hombro desde atrás. Era Paulina, sola, con una botella de Tequila en la mano. ‘Toma un trago’, me dijo. Estuve a punto de recriminarle la edad y la bebida, pero la vi tan mujer, tan bella y ella me miraba a su vez con una incisión tal que desarmé de tajo todo propósito por regañarla. Su proceder era distinto, y puedo decir que me sentí cohibido, un escozor terrible y vergonzante me bajó por todo el cuerpo, porque en ese momento la miraba como hembra y no como la niña que vi crecer durante los dieciocho años que se presentaban ahora como un resoluto de mujer fuera de la cáscara filial en la que yo la tenía envuelta. Bajé los ojos. ‘Anda, bebe’, insistió, y como señuelo se empinó la botella en un trago enérgico; sabíamos que dándole yo un sorbo a aquel tequila entraríamos inevitablemente al juego de la complicidad. Y lo di. Me supo bien, hasta puedo decir que me sentí algo cómodo después de ese primer trago, de los muchos que por mi parte ingerí. Comentamos que mis hijos se estaban divirtiendo de lo lindo y volteamos a verlos. Sonreí. Ella me tomó de la mano y me pidió que fuéramos a la playa. ‘A tus niños no les va a pasar nada’, me calmó con mucha resolución. ‘Anda, ven, quiero platicar contigo’. Siempre me habló de tú, pero está vez adquirió un tono de intimidad, como si compartiéramos más que la amistad fraternal • 54 •


de sus padres, los hijos y mi familia. Me sentí tonto, no sabía qué hacer, sólo me dejé llevar hasta la arena húmeda de la playa. Aunque sentía algo de frío, procuré ignorarlo con los tragos de tequila. Ahí la música ya no hacía mella a nuestras palabras. Volteé a ver alrededor y desperdigados por toda la playa habían muchachos cantando, bebiendo… Algunos enamorados besándose, apenas descubiertos por el reflejo de aquellas luces lejanas del concierto (no había luna) y de algunas fogatas débiles. Seguimos conversando: -¿Por qué estabas sola? -No estaba sola. Conocí a unos chavos. Mi hermano está con ellos, allá, hasta atrás de las tablas cerca del monte. Yo fui al baño; de regreso te encontré. Sabía que vendrías tarde o temprano, eres demasiado apegado a tus hijos. Deberías ser menos aprensivo… -Realmente en eso no debes meterte. Cuando tengas tus propios hijos vas a comprender. -No pienso tenerlos nunca. -No digas eso. No puedes estar tan segura. Lo único que puedo decirte es que desde que murió su mamá nos unimos aún más para soportar ese dolor tan grande. -Sí, claro, lo entiendo. -Y de dónde sacaste la botella. -Me la traje escondida desde Guadalajara. No le vayas a decir a mi papá, ¿eh? O te pego-. Reímos. Estuvimos en silencio un par de minutos. La miré a la cara, ella lo hacía a la lejanía del mar invisible. Su respiración era serena, la mía agitada. Ella dominaba la situación, yo era víctima. Entonces le tomé impulsivamente un mechón de cabello y le pregunté sobre qué quería platicar. Sabía que iba constituirse en un diálogo confesionario, porque cualquier otra cosa lo hubiera dicho delante de cualquiera, y encontró en ésta la ocasión especial para hacerlo. Lo de tomarle el cabello era arriesgado, porque no podía saber qué rumbo iba a tomar aquel • 55 •


encuentro, pero ya estaba mareado y el temor de caer en acciones reprobables había desaparecido. No me equivoqué. Me dijo que yo le gustaba mucho, desde siempre. Que no sabía si estaba enamorada, pero de que sentía algo lo sentía. Cuando murió mi mujer, extendió, estuvo algo confundida, ensortijada en un tipo de culpa por su muerte. ‘Soñaba con que ella no estuviera y así entonces estarías libre para mí. Pero nunca le deseé la muerte, lo juro’, explicó. ‘Ahora después de tanto sigo sintiendo lo mismo. Quise evitar verte, pero inevitablemente nos juntamos aquí, aun mi negativa por venir. Mi papá me obligó bajo el chantaje de que pocas veces salimos en familia, chantaje obtuso…’. No supe qué decir entonces. Mi cuerpo estaba hirviendo en un caldero inmenso de sopor e incertidumbre. Pero esa niña movió la maquinaria oxidada de mi cuerpo en un remolino intempestivo de deseo. Quería abrazarla, besarla, tenderla entre mis brazos para acariciar sus cabellos lacios. Hice un movimiento de entrega que ella adivinó perfectamente, y cerré los ojos olvidando todo. Y me besó, ella a mí, quedamente al principio, pero poco a poco fue energizando la fricción, hinchándome los labios con sus mordiscos, irradiando su lengua a través de la mía, resoplando el aire de su cuerpo por la nariz, en bufadas poderosas. No quería abrir los ojos, me quería quedar ahí entre su boca húmeda y sus cabellos olorosos, acariciándole la espalda en una mezcla de lujuria y paternalismo. La dejé caer sobre la arena aún en medio del beso, ella tocó mi cuello con delicadeza, luego bajó su mano ajustándose a mi tórax y la incrustó entre nuestros cuerpos para jalar el resorte de mi pantalón playero, ahí la metió y yo me dejé, tomó justo la explosión de mi miembro y la jaló un poco, para indicar que lo quería, pero en ese instante bastó un jaloncito para que estallará seminal sobre su mano y mi pantalón. Ahí acabó el beso, y con una exhalación • 56 •


fastidiada me retiré de ella a punto de llorar, no por la vergüenza de la precocidad eyaculatoria, sino por haber llegado con ella a donde habíamos llegado; pasado el orgasmo vuelven a uno la pesada realidad, el bochorno del acto consumado, las cavilaciones morales, los posibles, en este caso la profunda y aguda vergüenza. Ya no le vi más su cara bonita. Sólo dije ‘Ya me voy’. Caminé hacia el mar a disolver entre sus aguas la salmuera del semen y a calmar el sopor. Salí un minuto después empapado, dando bocanadas de exhausto y busqué a mis niños entre la gente. Esa noche no dormí. Pensé en todo el tiempo transcurrido entre la muerte de mi esposa y el ahora, casi célibe –en una borrachera una mujer casi me violó, pero no cuenta-, no esperando en mi vida a nadie que revolviera el deseo sexual aprisionado. Miraba a mis hijos dormir en su cansancio de noche; mis dos niñas hermosas que dormían en la misma posición, de costado abrazando una a la otra; mi pequeño al lado mío boca abajo. Con ellos soy feliz y no necesito nada más que a ellos, mi trabajo y la casa donde habitamos. Después de esa noche la vida me había tumbado de bruces. ¿Cómo podía ver de nuevo a la cara a mis amigos, los padres de Paulina? ¿Cómo quitar de la memoria el recuerdo de la efusión de sus besos, mi cuerpo sobre su cuerpo, el olor de sus cabellos, mi semen entre sus dedos? Yo me llevaré este dilema a la tumba. Nadie habrá de saberlo. Al día siguiente después de un desayuno rápido me fui con mi Laptop al hotel Wi Fi y retorné al campamento con una mentira: ‘Tengo que regresar por una urgencia en la chamba’. Preguntaron qué cosa era y tuve que seguir inventando. Les ordené a mis hijos que alistaran sus cosas y sin mucho más que decir me largué de esa malaventura. El domingo a medio día recibí la llamada de Horacio, el otro amigo que nos acompañó. Me avisaba enloquecido que a Paulina la habían • 57 •


hallado ahogada en la mañana, arrastrada hasta la orilla por la gente que la encontró casi inmediatamente del deceso frente a la fiesta del sábado. Aparentemente se había emborrachado y se fue a nadar para que se le bajara, eso medio recordaban los muchachos con quienes estuvo. Yo entré en shock simultáneamente y me desparramé sobre el sillón largo de mi sala. Me despedí ya no sé con qué palabras y lloré profusamente, con la intensidad de quién ha perdido un ser querido, un hijo, un amor… Con el tiempo me consoló la idea de que nunca se iba a saber lo que pasó en Huatulco, que los besos que nos dimos en San Agustín habían valido la pena de cualquier modo. A ella se le cumplió la fantasía de un amor juvenil, ideal, primigenio… Yo desperté completamente a la vida real, con sus alegrías y sus miedos, sus certezas y sus riesgos. Ahora mis hijos son más libres, les aliento a tomar sus propias decisiones, a cumplir sus fantasías y sus sueños sin temor a equivocarse; nadie sabe cuándo estaremos partiendo de este mundo. Nadie…

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CARA DE VACA Sé bien que fuiste tú, con años arriba, claro, pero tus ojos son los mismos, cafecitos, saltones, con los párpados oscuros, como los ojos de las vacas, menos animal, más niño, y si me preguntaran diría que tienes cara de vaca, no, de becerrito más bien, Perdona mi sinceridad y no me lo tomes a mal pero a veces te recuerdo aunque no lo creas, Pensarás que no tengo nada importante de ti en mis memorias y te equivocas porque ese momento fue uno de los más importantes de mi vida, por traumático, por estimulante, porque me hizo sentir un miedo profundo, el que se puede probar cuando se está a punto de morir de quién sabe qué, ignorante de la mano que te va a asesinar o del filo de la lámina de un carro que se estrella contra otro y tú en el volante o de copiloto, Así fue aquello y tú estabas ahí y estabas muy conciente de mi terrorífica estancia, mi rostro hablaba por mi boca, la tenía amordazada por el paliacate, ¿te acuerdas? No me digas que no eras tú el muchachito, por Dios, ahí está la cicatriz de tu ceja, que ya tenías, más pronunciada que ahora, que de una pedrada en las canchas, o ¿un puñetazo? Dime, sí, una pedrada, exacto, ves que sí te acuerdas, ya no puedes negarlo, Cómo has estado, ¿te casaste? ¿Tienes hijos? Ah, los has de querer mucho, cuídalos, yo tengo sólo tengo una, de dieciséis, imposible, ya ves los chamacos de ahora, más si son de ciudad, metidos en todas esas rutinas perniciosas de adolescentes, Aquí se les ve más tranquilos, bueno, hay muchas limitaciones, aunque van al parque por • 59 •


las tardes y al baile el fin de semana, un día de campo con los compañeros de la escuela, las quermeses, y aparte seguramente han de hallar tiempo y excusas para encontrarse con el novio, la novia, meterse en calles oscuras o entre las matas del río, que siempre han sido buen hotel, y hacerse el amor, ¡Ay, juventud! Yo soñaba con el novio indicado, el más guapo, el más alto, el de la mejor familia, hijo de extranjeros, Mi papá siempre quiso ensartarme al hijo de Samuel, el turco que tenía la Mercedes Benz, que no estaba tan mal, pero yo quería con el españolito, diez años mayor, veinticinco cumplidos, y eso fue lo que no soportó mi padre, me lo dejó afuera un día que me fue a ver, cosa que no le perdoné jamás y desde ahí le agarré harto odio porque a Jaime, mi españolito, lo tenía como a Kaliman, como a un héroe hermoso, de cejas pobladas y churro de cabello en la frente, como los pintan en las historietas, Has de haberlo conocido, Yo me enteré de su muerte en México, cómo le sufrí, mira que enterrarlo vivo con los pies pa afuera, como un criminal que ha cometido las fechorías más encarnizadas, aunque algo malo ha de haber hecho, venganza es esa, ¿no crees? Yo no lo olvido, como a ti, hasta parece que te agarré cariño, no te rías, que no te dé pena, eras un chiquillo, como yo, así de este tamaño, que ya no crecimos mucho, verdad, pero los años nos están marcando las comisuras de los ojos, y vemos a distancia los hechos bonitos de nuestra juventud, Hoy precisamente pasé por el terreno donde se hacía el baile grande, me dicen que ya no lo realizan ahí, y se me vino a la mente, como de magia, cosa menos de un segundo, toda aquella parafernalia multicolor de la coronación, Que se hace tarde Virginia, ya es demasiado el tiempo en el baño, y yo estaba llorando sobre el lavamanos, con los ojos hinchados, sin haberme podido quitar de la mente el olvido que me había propinado Jaime, el rimel me manchaba los pómulos y el • 60 •


colorete se había emplastado de tanta lágrima, así somos las viejas, amigo mío, lloramos por todo, y ni se diga de chamaca, cuando se está enamorada de imposibles, que al final de cuentas resultó una posibilidad, porque saliendo del baño, mi madre reclamándome el estado de ánimo, sonó el teléfono y ya sabes que de pronto, aunque ustedes los hombres no crean en esas cosas, una corazonada me invadió y fui a contestar, y ahí, del otro lado, mi españolito, diciéndome que me amaba, que llevaba días tratando de hallarme, pero mi padre le contestaba, y él callaba, y permanecía horas frente a la puerta de mi casa escondido tras el tronco del framboyán de los vecinos y no tuvo la suerte de verme salir sola, siempre mi madre o mi padre o ambos juntos encarcelándome entre sus cuerpos, sin dejarme respirar, mi corazón lo sentía, como señal de radio, una canción romántica de moda, un aviso del locutor directo a mi pecho, él estaba ahí y no le podía ver, lo presentía pero no podía asegurar su presencia, y le supuse ausente de mí, ya sin el cariño que me prodigaba, por lo que tras la llamada justifiqué con creces sus disculpas, porque me amaba, amigo, me amaba y quería que nos fuéramos juntos a Puebla, al D.F., al fin del mundo, y yo dije sí, amorcito, a donde quieras, y me habló de su plan de escapar en medio de la velada, cuando menos se lo imaginaran, Voy a hacer pipí, he tomado mucho agua, y mi papá habría de condicionarme, que te acompañe tu madre, quién sabe qué sinvergüenzas han de estar espiando a las chiquillas bonitas entre las tablas, Y justo ahí un madero estaría falso, un golpe, un empujón de niña bastaría para tumbarla y escapar del baile mojigato donde me habrían coronado como su reina de pueblo, la más hermosa y lunal jamás entronada, Cetro en mano, corona de espinas, saltaría entre el hueco del baño hacia la libertad, mi españolito en su Mustang, apurándome, blanco y hermoso como Marlon Brando, • 61 •


soñando con boberías de islas y noches de pasión desenfrenada donde yo vería su torso peludo y su sexo por primera vez, nunca un hombre antes, Perdón, amigo, es mucho de intimidad lo que te cuento, pero si ya somos viejos conocidos eso no importa, peores cosas hemos pasado juntos, Qué de pensamientos insanos he de haber tenido en mi cabecita de escuincla calenturienta que no me di cuenta de cuando llegaron ustedes, Porque si de algo estoy segura es que puse atención en dos cosas, la coronación y sus relajitos, y la huída, amigo, Una vez que Jaime me habló todo se iluminó en el país Esmeralda, Corrí al baño a enjuagarme la cara y retirarme el maquillaje con plastas de crema Ponds, y a embadurnarme de nuevo con pinturitas de mi madre, Que quién era, Virginia, y yo no estaba dispuesta a dar la mínima pista de lo que habría de cometer, los planes de la fuga en mi cabeza, pero en la boca nanais, ni una palabra, Fue Adela, pá, que me ofrecía ayuda en el arreglo, y no hace falta porque con mi má me sobra, A ver, madre, vuélveme a maquillar, te prometo que ya no voy a llorar que hoy voy a divertirme con mi baile, y tengo que olvidarlo madre, hoy por lo menos lo voy a olvidar, Así es, mijita, contestó mi madre, que en la noche van a haber así de chicos guapos, me decía, mi madre ignorante de la felicidad que se me adelantaba, frotaba la brocha con el colorete y me miraba contenta porque mi padre también lo estaría cuando yo le hablara esa noche sin despecho, como si lo hubiera perdonado del todo, Él, orgulloso llevaría a su nena del brazo para entregarla al padrino de coronación, el gobernador, ya sabes, amigo, siempre buscando cacasgrandes para estos menesteres, Todos viendo mi traje regional de holán reluciente, bordado a mano, impecable del chongo, tú sabes, manito, con esa trenza y flores artificiales unidas con buen gusto, mi pelo luminoso, mis ojos muy abiertos, deshinchados, apoyados en su belleza por el rímel, • 62 •


modestia aparte, mi boquita tiernita en rojo carmín, ahora ya es un chaflán esta boca, pero en aquella ocasión todo estaba en su sitio, mis caderas rebosantes, firmes, mis pechitos ya crecidos, no te sonrojes, que ni pena, ¿eh? Bien bonita yo como estrellita, como Jane Fonda a la mexicana, sentadita en mi sillota dorada en forma de cisne, con las princesas al lado, muy monas ellas, pero la verdad bien feas, ni quien lo niegue, Y yo pensando en mi güerito, y el gober ensartándome la corona en la cabeza, chueca, chueca, una mujer la corrigió con prensapelos, y luego al danzón con el padrino, Nereidas, recuerdo, a mi gusta ese danzón, ¿sabes? Y luego un rato más entre los que felicitaban y querían bailar conmigo, entre ellos mi señor padre, pelando los dientes, el gran doctor feliz, que digo feliz, felicísimo, y otra hora, a pura agüita, ni quería comer, además los huevos de tortuga ni me gustan, Una hora impaciente, el tránsito de aquel gentío, los bailes, los sones, la borrachera que empezaba y no iba a detenerse hasta las ocho de la mañana, y tras la hora, Pá, quiero hacer pipí, y mi papá señaló a mi madre, Vé con ella, Y atrás de mí mi mamacita, que caminaba saludando risueñísima a las comadres y a las amigas, que me miraban a mí y no a ella, juzgando mi vestimenta que no habían podido ver a la lejanía de la coronación, Qué linda la niña, mira, tú, su traje precioso, terciopelo, tú, Todas esas gentes me observaban de tan bella, modestia aparte, te repito, Tú sabes que yo era bonita, ¿verdad, amigo? Los hombres, señores y señoritos lujuriaban con mi cuerpo, pude sentirlo en sus ojos ebrios, sus bocas salivosas tras la botana y la chorcha, Pero no me abochorné, sólo pensaba en el baño, más bien en el baño como puerta secreta, mi fuga, la tabla falseada, la calle abierta a mi libertad, Ahí quedó el cetro y la corona, y al otro lado de la frontera la expectación, la panorámica de mi fortuna, que más bien fue de ustedes, ahí sentados en • 63 •


bolita con el cartón de cerveza en medio, como hoguera, cinco me acuerdo bien, tenían cada quien su botella en la mano, eran oscuros, no los distinguí, ya emprendía la huída, la carrera, miedosa de que mi madre se angustiara por la tardanza y tocara desesperada, Virginia, apúrate, niña, Virginia, qué pasa, y entonces el corazón se le saltaría por la boca, y trataría de abrir la puerta atrancada desde adentro, y yo sin contestar porque yo era un fantasma, un ausente, aparecida en otra dimensión para treparme al Mustang de mi españolito, media cuadra en la oscuridad, la música que se iba a hacer chiquita, la carretera adelante hacia el amor y sus dichas, pasajeras, claro, que ni averigüé, no por voluntad, sino que ustedes chamacos del demonio me taparon el paso de súbito, Ahí va, mira, güey, mira, güey decían, y corrieron a tomarme por los brazos, uno me plantó un beso en la mejilla, el mayor, el espigado, el más prieto y feo, el que los manejaba a ustedes, y juro por Dios que estuve a punto de morderlo, pero me jaló del pelo, y me quedé viendo al cielo, pensando en que era sólo una salvajada momentánea de vagos muertos de hambre para molestar a la reina, Suéltame imbécil y más me jaló, el cuello se me reventaba, los otros cuatro, tú ahí, miraban fascinados, celebrando o muertos de miedo, pero a fin que nadie vio y me llevaron para el callejón que va a dar a la calle del panteón, y por las sombras más oscuras de la noche me iban aventando al caminar, con la boca tapada, hasta que le solté la primera patada que acertó a las canillas del pelón, Ahí fue que el cabrón grandote me privó con un puñetazo en la cara, Tú viste, amigo, el gran chipote que tenía, aquí en el pómulo, que no se abrió, si no llevaría pal futuro una cicatriz horrenda sobre la carita, Y pues tú no te acongojes, amiguito, que no te dé pena, ya te dije, eras tan chiquito, como de doce, dime tú, sí doce, a esa edad al lado de truhanes consumados se deja uno llevar, y cree • 64 •


acertar en las fechorías que se le inculcan, Tú tan chiquito, negrito, con los mismos ojos saltones de pestañas largas, una vaca, te recuerdo, ahí frente a mí, sosteniendo un extremo de la soga con la que me ataron al pilar de esa casa en ruinas, el paliacate del pelón en la boca, y si miraste bien, no lloré nada, no hubiera sido por la frustración de que mi Jaime creyera que lo dejé plantado, y se fue pa siempre, Qué, entonces, ya me podía esperar de la vida si a los quince años el amor se me había coagulado en el deseo, Sólo ahí quedó, porque en la conciencia de mi españolito era yo capaz de abandonarlo, de no haber intentado siquiera batallar contra las otras voluntades y la mía misma, y hubiera querido que en ese momento cuestionara mi ausencia, los problemas que implicaba escapar, los obstáculos, que la tabla no estuviera lo suficientemente floja, o que mi papá decretara que los baños portátiles del baile no eran dignos de verme las posaderas para echar mis chorritos, y hubiera insistido que alguna casa vecina generosa fuera anfitriona de mis meados, amigo, eso no pensó, sólo lo que una mente muy airada como la de mi amorcito podía concebir, Me abandonó la canija, no pudo dejar a su maldita familia, eso creería mi amado, y se fue por donde vino, a buscar en el despecho a los amigos, a una amiga, y beberse de golpe una botella de brandy hasta la embriaguez total y liquidadora, Y yo entre las manos de cinco chamacos malsanos, olorosos a cerveza y orines, de playeras y pantaloncillos oblongos y remendados, besuqueada por turnos, tocada por debajo de las nahuas y declarada en amores por bocas hediondas, Tú no, amigo, tú no, aunque te obligaron a cosas que hasta ahora, mírate, te ponen incómodo, Perdóname por venir a recordarte esto después de tantos años, Yo no te guardo rencor, no te preocupes, pero si no lo saco contigo, difícilmente lo comparto con otra gente, ni a mi marido le he contado esa tragedia, acaso • 65 •


mis papás, tenían que saberlo, a quién recurrir, pues, si en ese instante estaba asustadísima, mi mente en otra dimensión, me temblaba todo, regresando al baile con la cara maltrecha, los párpados negros del rímel, la boca hinchada a coloretazos, los besos del pelón que me daba encima del paliacate, el pómulo amoratado por el golpe primero, mis pies descalzos, invisibles bajo el holán de la nahua, sin el tocado en el pelo, acaso la trenza con listones desalineada, hirsuta, Así llegué, con un vahído, un ahoguío que habían confabulado a partir de la idea del pelón infeliz, asqueroso, apestoso, horroroso, Ordenaba muy jefe el cabrón y ustedes obedecían de inmediato, Pobrecito mío que has de haber creído que era correcto despertar de la inocencia tomando una botellita de cerveza y ultrajando a una mujer, práctica que pretendieron fuera patente de su masculinidad, su bautizo hacia la hombría, apenas si les crecía el pajarito, pero en bola, enardecidos, enfogados, en la inercia marcada por el mayor, el jefazo, bailaban alrededor de su presa de caza, la mejor en su haber, un faisán, una gacela, una damita de sociedad, la mismísima reina del baile, la más codiciada, güerita, de ojos verdes, calidad que nunca hubieran podido saborear comprensiblemente sus gustos de plebe, Perdón amigo, que no soy clasista, pero de chamaco uno ve las cosas así, Porque ustedes eran de los barrios pobres, llenos de prejuicios y resentimientos a la gente que tiene casa de dos pisos y alberca, camionetas enormes, televisión de muchas pulgadas, y por supuesto ropita de marca, comprada en los viajes frecuentes a la capital o a Estados Unidos, cosa que ustedes siempre habrán codiciado desde que les nació esa inevitable conciencia de clase, en sus visitas a las casas de gente bien, acompañando a sus madres que servían lavando ropa y aseando recámaras más grandes que el jacal donde viven hacinados una prole de diez personas, y donde los niños despier• 66 •


tan en las madrugadas asustados por ruidos extraños en el catre de sus padres, jadeos, grititos apagados, el amor que los pobres no pueden mantener discreto, ni siquiera a sus propios hijos, que no entienden al principio y conforme van creciendo una vergüenza escondida se apodera de sus corazoncitos, amigo mío, que no sé si fue tu caso, pero así llegué a ver algunas situaciones domésticas, que acarrean también mucha violencia y pérdida de juicios, aunque eso pasa en cualquier estrato, Por mi parte no hacía mucho caso de esa realidad, no podía advertirla desde mi comodidad de niña mimada, hija única, el tesorito de papá, Pero justo bajé de mi nube frente a sus caras percudidas, diez ojos corrosivos, dos más ácidos que los otros, los tuyos no tanto, quizá nada, estaban más bien llorosos, Vieron con asombro de principiante a los más expertos en la seducción, y te habrás preguntado si así se le tenía que hacer el amor a una mujer, Como les gusta a estas riquillas, prodigaba el pelón, Así lo vi en una película, Y así lo creyeron de su hombre grande, el de experiencia, Y a ver tú, bisuriqui, te ordenó, Chúpele una chichi, váyase haciendo hombre, Sáquele la lechita, que está usted muy nene, acábese de criar, y pues qué ibas a hacer sino prestarte al juego, a la presión grupal, mi amigo, que no te dé pena, ya hace tanto tiempo, y tú tan inocente entonces, un gusanito negro, de cuerpo enjuto, cabezón rapado, ojos de vaca, becerro, te digo, pegando la boca a mi cuerpo sin acertar, sentí la humedad tibia de tu saliva buscar en la periferia del pezón, y yo con los estertores del pánico, subiendo las pupilas al firmamento, suplicante, emitiendo el quejido del condenado a muerte, el que ruega a Dios su salvación o su acogida en el reino de los cielos, emoción desbordante que sentiste en mi pecho, el temblor del tórax, que te empujó en su explosión y corrigió tu voluntad, ya no más, ni un solo intento, en vez una mirada de espanto, acompañada de esa • 67 •


bola en la garganta al tragar saliva, Yo no, y el pelón te demostró su desaprobación con un soberbio manotazo en la choya, Ah qué chamaco tan sacón, coma mierda que ya pasó su oportunidad, fíjese bien como se chupa una chichi, Y ese hijo de puta, sí que se avorazó con mis tetas niñas, las exprimió entre sus dientes cariados, la suculencia de un troglodita, festín de los carnívoros de la prehistoria, amante salvaje que sabe como amar a una riquilla fogosa como la que estaba ahí de espaldas al pilar, atada y amordazada, gozando ávida de placer, humedeciendo su entrepierna en medio del acto amoroso, gozoso, prodigioso, fantasía de quien ha sido consentidaza de papi y busca placeres más profundos, misteriosos, negros, como ese, placer por sucumbir, por desmayar, por morir ya y no seguir con el calvario de chupetones, porque después habrían de venir las manos allá abajo, los dedos hurgando entre las pantaletas para untarlos en la ingle en busca de mi virginidad, Mira que llamarme Virginia, qué eufemismo, Pero mis ojos fueron vistos por Dios, hoy creo mucho más en él, les reconoció en desgracia, desorbitados pero siempre puestos en la cúpula celeste, donde vive mi diosito lindo, Y le mandó a la cabeza idiota del pelón, sediento ya por la falta de la cerveza, la ocurrencia, más bien necesidad, de ir a comprar a más, Pero, ah qué pendejos escuincles, si dejaron el cartón afuera del baile, a ver si no ya se lo robaron y habrá que partir madre, así que vamos pa allá, Tú aquí te quedas, bisuriqui, a cuidar, pues, por cualquier cosa, que no falta, Ahí de regreso la vamos a hacer mujer de verdad, ya verás, ricura, Y se fueron entre los matorrales y escombros que aíslan la calle de la casa vieja, Y ahí te quedaste, amiguito, no queriendo quedarte, volteando hacia donde habían partido el pelón y sus secuaces, para fugarte en esa mirada, sentado en cuclillas apoyando las rodillas pelonas en el piso sucio, Me observabas, cómo me pesaba tu visión, no con • 68 •


pesadumbre sino con la fuerza de quien se detiene sobre ti abordándote con inquietud, con pensamientos cuestionados sobre tu presencia, tu identidad, lo que deseas, Así tú, amigo, acuérdate, sí, acuérdate, te posabas incrédulo de lo que estabas presenciando y participando, el rapto de una doncella, y tú el enano incapaz de proferir amores, el enano de una corte donde sólo eras el bufón, Chúpale la chichi, pinche bisuriqui, y jajajá, el rey pelón se divertía, y ya ves cómo se cuenta que es la vida de los payasos, triste por dentro, amarga, rencorosa, tu cara era de vaca y de payaso, así tenías la apariencia, amiguito, de alguien que le había llegado la amargura y desbordado en arrepentimiento, te me acercaste, y sentí tu aliento a penas pintado de alcohol, y sin verme ya a los ojos bajaste el acicate de la mordaza, ahí lancé una bocanada de esperanza, respiraba con fuerza pero con menos miedo, Nunca proferiste palabra alguna, creo que hasta ahorita vengo a conocer tu voz, que no es la misma, claro, en ese entonces ha de haber tenido tesitura de alfiler, Y pues acabaste desatándome, con prisa, tus bracitos tembeleques haciendo el ejercicio de la liberación, mis piernas, en cambio tardaron en reaccionar ante la inminente huida, pero por fin me incorporé entre mis nahuas y caminé despacio hacia la salida de aquella basura de lugar, Y volteé a juzgarte en tu reducto de salvador pigmeo, chiquito tú me decías adiós desde tus entrañas, Apúrate, gritabas sordamente volviéndote más oscuro entre la propia oscurana del lugar, desapareciéndote para el futuro que es hoy, amigo, quedando impregnado en mi pasado de fábula, que ya no parece haber existido si no es por el miedo que me corroe en lugares negros y viejos, como las pesadillas esporádicas en que mi marido se tras mi irrupción en el sueño tranquilo de cualquier noche, ni tan tranquilo si surge en sueños el suceso, acompañado, para terminar el cuento de mi sueño, con los brazos de papá que me • 69 •


cobijan en medio de un blanco de muerte, remate de la tranquilidad y la paz, y aún así me despierto llorosa, jadeante, explicando a mi esposo que es una pesadilla cualquiera, tsunamis, ballenas, monstruos cabezones de pelo al rape, inocencia devastada, y luego acabo conciliando el sueño de nuevo con la última imagen de mi padre, que nunca fue tan malo como me lo imaginaba, más bien un sobreprotector, una amoroso absoluto, envolvente, No sé tu padre, amigo, pero el mío siempre estuvo ahí para mi bien, más aquella noche, entrando al baile en medio de ojos inquisidores, preguntones, sobre la maltrecha que irrumpía entre la muchedumbre para buscarlo, Él y mi madre ya no estaban ahí, habían corrido a buscarme hasta debajo de las piedras, Chamaca, dónde te metiste, mira cómo andas, qué te ha pasado, me interrogaba alguien, yo mareada, perdida entre los mismos sonidos que antes me arrullaban en mi noche gloriosa, No contestaba nada, me dejé llevar por el conocido, un tío, un padrino, un vecino, asegurada por la compañía de una mano tibia a su coche, a la búsqueda alterna de mis padres, que al fin encontramos cruzados en el camino, Y ahí te imaginarás, amigo mío, la lluvia de llantos, los reproches seguidos por la explicación, Papi me secuestraron unos salvajes, unos negros horribles y apestosos hombres y me tocaron toda, papi, perdóname, papi, yo no quería, papi, Y aconteció entonces la hecatombe, a buscar a los tipos para matarlos, arrancarlos de la faz de la tierra con la mano vengadora de papá, nunca nadie se atrevería de nuevo a tocar a su flor, menos chusma alguna de criterios primigenios, acaso el esposo futuro, legalmente habilitado para poseerla sin que mi padre se despojara cada noche sus celos y deseara tenerla de vuelta en su cuarto de muñecas fuera del alcance del pecado de la carne, Arriba del Cadillac recorrimos las calles de mi vía crucis y pasamos por la casa vieja llena de monte donde me tuvieron • 70 •


los cinco truhanes, pero el pelón hijo de puta fue el que realmente orquestó todo, un directorazo, el tipo, a ese es que hay que fulminar, pensé llena de ira, A los cuatro enanos no, esos infelices ni voluntad tenían, Y allí adelantito nomás venía ya sólo el Pelón con su caminar de negro basquetbolista enjaretándose una cerveza y en la otra mano prensadas entre los dedos un par más de botellas de media, andaba hacia el panteón entre lo más oscuro de la calle, Ahorita lo cuento, amigo como una anécdota más, pero no creas que en ese momento estaba yo en mis cabales, porque a decir verdad seguí llorando a mares, con moquito de niña chiquita y apoyada en el hombro de mi madre, con ganas de irme a pasar frazadas empapadas de alcohol por todo el cuerpo y luego bañarme e irme a acostar bien tapadita en el regazo de mi padre, Pero él estaba enfurecido, como perro, no, como león, iba a destrozar a los asaltantes de mi castidad, un león heráldico, un león rampante que custodia a la virgen Virginia, Y aconteció, amigo mío, cara de becerro, que aquel tipo vio venir las luces del coche y quedó algo encandilado al mismo instante que yo gritaba a mi padre, Papi, es él, es él, Y papi sacó debajo del asiento una pistolona negra, opaca, gorda, y a través de la ventana apuntó al negro deslumbrado que volteaba al automóvil y ¡Bang, bang, bang! El tipo se desplomó, cual largo era, sobre la tierra, El ruido de las botellas, el silencio de la muerte, el panteón adelante con los brazos abiertos, antelando con su panorámica el paradero del infeliz que yacía en la tierra de su mismo barrio, Y la oscuridad de su rostro que ya no pude identificar, Y entonces, ratos después y al siguiente día y otros más, estuvo con la duda si aquel que había caído bajo el rayo vengador había sido otro y no el pelón que andaría todavía acompañado de su bandita de niños obedientes echándose las últimas chelas de la noche en otro paraje desierto lamentando que la reina hubiera • 71 •


huido del calabozo por culpa del enano bisuriqui que tarde o temprano tendría su justo castigo, una golpiza, no, eso era muy básico en su energúmena mente, mejor unas quemaditas con cigarro, o unos pinchazos con aguja entre las uñas, o mejor aún, ocupar el lugar de su alteza serenísima Virginia I, y A hacerse mujer, amorcito, Negro, pelón, asqueroso, venenoso, que si fue el que cayó agujereado tras los balazos de la cuarenta y cinco de papá, la cosa había tenido justicia, principalmente por ustedes, los enanitos, que hubieran puesto fin a su carrera de perversión y abuso, aunque nunca falta un sucesor, el que toma el cetro y la corona, aditamentos que yo perdí aquella noche, inclusive a mi españolito, que nunca se enteró de nada, porque al final comprendí que mi padre, muy sabio mi amado padre, tenía razón en todo, porque buscaba mi bien, me hacía el bien, y eso de que el hermoso Jaime no me convenía, porque los hombres mayores abusan de las muy niñas, era algo que comprobé con el pelón abusador de niñas y niños, y comprendí en todo su esplendor que una vez más estaba frente al hombre más increíble de todos, por eso mi madre lo adoraba, tanto o más que yo, en una casa unida con las mejores tradiciones, la mejor educación, la devoción de los buenos cristianos, donde los diez mandamientos jamás se faltaban, excepto el No matarás, únicamente si han violentado la inocencia de tu princesita, Así que no era pecado, ni había tampoco delito que perseguir, menos contra el Doctor, el ilustre, el magnánimo, Un pelado muerto a tiros lo ejecutó otro pelado, no un hombre de bien, y si acaso lo hizo fue por honor, pero eso lo mandamos a las páginas del olvido, secretario, la autoridad declara el caso irresoluto, Y así han pasado los años, y tras ellos las cosas inevitables de la vida, y ahora que regreso a mi ciudad, regresan como una mantilla cinemoscópica la cantidad de recuerdos de infancia y juventud, y entonces que te veo con tus • 72 •


ojos de vaca, digo, de becerro, y aparece el evento del rapto y de tu gesto liberador, tu niñez que ha de haber dejado de serlo desde que presenciaste ese ritual y conviniste, por voluntad propia, asumiendo la responsabilidad, a lo mejor ni lo pensaste, desatarme y dejarme ir, porque estoy segura que tu boca no pudo sentir siquiera sabor alguno al frotarla sobre mi pecho, acaso las sales de mi sudor, o algo que no era físico, el sabor de la humillación, de la sevicia, pobrecito mío, pero de eso ya tiene tanto, Y mírate ahora, eres un hombre hecho y derecho, con tu puesto de revistas en el mercado, te ha de ir muy bien, la gente te saluda, te respeta, me da tanto gusto por ti, amigo mío, Y no me vuelvas a decir que no eres tú, ahí tus ojos saltones, tu cicatriz en la ceja, Una pedrada, sí, pero que no eres tú, por Dios, habrá que creerlo, Pero al fin de cuentas, negándolo o no, estoy segura que eres capaz de salvarme si fuera necesario, porque se ve que eres un buen hombre, ¿Me dejas darte un beso? Anda, no tengas pena, porque ya viene mi marido y tendré que irme otra vez y quién sabe si vuelva a verte, A ver, ven, Ah, Muchas gracias, amigo mío, Fue sólo un beso de cariño, de agradecimiento, por aquellos años de infancia, por compartir conmigo aquellos sucesos, o si como dices tú no lo compartimos, por lo menos me dejaste contar esto que tantos años he guardado en mis adentros, Pero ahí viene mi marido, ¿ves? En aquella camioneta negra, ya tengo que irme, Pero antes véndeme la Cosmopolitan, ahí, la dorada, que ya te he quitado mucho tiempo y por lo menos déjame hacerte el gasto, Y no te preocupes, que no me siento obligada, es que parece que ahí traen unos diseños de la Carolina Herrera que tanto me gusta, Sí, ya sabes, cosa de mujeres, de viejas ociosas como yo, Ahí tienes, cincuenta pesos, Ah, no, no, quédate con el cambio, yo ya tengo que irme, Adiós, amigo mío, cara de vaca, digo de becerro, becerrito, Adiós,,,,,,,,,,,,,,,,,,,,,,,, Adiós. ¡Adiooooooós! • 73 •


VACACIONES EN LA PLAYA El chamaco se tapó el sol con un Guayacán. Bajo el árbol ralo zumbaban moscas gordas y verdosas que, con incesante impertinencia, le molestaban la nariz. “Maldito calor”, se decía, y al acto desabotonó con desprecio la camisa apretujada y sucia que portaba. Se sintió menos sofocado y cerró los ojos al panorama cenizo y denso del medio día. Pensó que ahora estando de vacaciones podría ir a nadar al ojo de agua con sus amigos y el fin de semana próximo le pediría a su tío que lo llevara al mar. “¡Ay, el mar!”. Había pasado tanto tiempo desde la última vez en que fue cuando sus papás vivían y juntos habían planeado un mes antes la tan ansiada excursión; así los tres, sin excepción, habían participado en los preparativos del viaje. Aunque el mar no está lejos, se imaginaban la travesía como una odisea digna del más experimentado viajero, pues ir a darse un chapuzón a la playa implicaba más que kilómetros de distancia, realmente lo costoso era juntar la cantidad de dinero necesaria para el autobús y la comida, además de pagar el pedazo de enramada donde colgaron sus hamacas para pasar la noche. El viaje fue de lo más divertido: nadaron, jugaron futbol en la arena, conocieron una laguna costera llena de tortugas gigantes y caminaron hasta un picacho acantilado donde rompían sus crestas las olas. Ahora el chamaco quería revivir esos momentos al lado de su tío, porque sus padres ya no estaban y no tenía hermanos con quiénes jugar, sólo un primo soso que le huía a los demás y permanecía aislado en todo momento. Pero, pensándolo bien, eso de ir al mar • 74 •


no parecía posible, aunque hubiera que vender un chivo como aquella vez, porque su tío –ahora recuerda- se fue a Coatza y no sabe cuándo regrese, quizá llegue para el sábado, pero querrá descansar y tomarse unas cervezas con su compadre. Entonces el chamaco abre los ojos y regresa al mundo calino del presente, se incorpora y sale de la sombra tibia del guayacán. “¡Sho, sho!”. Camina despacio entre los matorrales, recoge una vara larga y esgrima el camino. “¡Sho, sho!”, grita, y escucha atónito la campana de latón que guía a la manada. “Yo creo que lo del ojo de agua tampoco va a poder ser.”. El chamaco siente un espadazo de sol y se amarra la camisa a la cabeza a manera de turbante. “Porque la chiva ya va a reventar y hay que estar pendientes.”. Antes de llegar a casa el chamaco se detiene a orinar entre los pastizales, da vuelta y acaricia a la chiva panzona y contenta: “Ojalá que sea hembrita”, se dice.

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LAS AMARILLAS FLORECEN EN OTOÑO A veces recuerdo con sobresalto el día en que maté un hombre. Cuando hago luz de lo que pasó siento escalofríos y un sudor copioso eructa los resquicios del miedo. Miedo de que en cualquier santo momento toquen a la puerta y me lleven detenido, hostigándome hasta delatar mi culpa y pervivir el resto de mis días en alguna sucia prisión ultrajado en cuerpo y alma por la gandallez de los más viejos y experimentados reos. Pero más miedo me da volver a cometer un crimen de esa envergadura, porque si bien ataqué al hombre por defenderme, declaro haberme sentido poseído por un extraño demonio asesino y carnicero. No me bastó golpearlo hasta la muerte, sino que también degradé su cuerpo como a un sapo al que se destripa a pedradas. Y todo por culpa de mi mujer, esa desquiciada que duerme boquiabierta junto a mí todos las noches y que ha ido con el paso del tiempo llenándome el buche de piedritas. Aunque viéndolo por otro ángulo soy más culpable yo por soportar día tras día reprimendas, hostigamientos, insultos, mandonerías y humillaciones tantas que me reprimieron en un saco gordo de ira contenida. Aquella vez el saco sufrió una rotura que nunca más volvió a cerrar. Como tantas veces no quiso hacerme de desayunar -había que ver también la clase de comiduchas que servía-. La vi dormitar en la cama arremolinada entre las sábanas con la costra caliza de sus babas nocturnas entre las comisuras de sus labios, el cabello enmelenado, los ojos hinchados como anfibio. La vi y tras demandar • 76 •


mi juguito de naranja sin encontrar respuesta alcé el puño de mi diestra y la secuencia se completó en mi pensamiento: un poderoso puñete en la cabeza que habría de continuarle el sueño por otras cuatro horas. Suspiré. Luego reí en silencio oscilando el cráneo mientras salía a la calle. Me fui, marché… Un estómago vacío anunciaba la quemazón del ácido matutino de quien ayuna y su resulto fragor en el esófago. Lo que pasó durante el día ya no lo recuerdo. Quizá bebí cuatro tazas del amarguísimo café de la oficina mientras checaba de entrada los contratos de las pocas ventas que había hecho en la semana. Luego habré mirado con lascivia las largas y hermosas piernas de Ana y una vez más le habría dicho lo linda que es. Soy su jefe, le tengo cariño, pero sobre todo le tengo ganas, y ella es muy condescendiente, aunque nunca se ha agachado a propósito para que yo le vislumbre en su versión expandida el espléndido culo que se carga bajo la minifalda. Tampoco he intentado seducirla, aunque muy adentro le guardo un deseo pervertido por tumbarla sobre mi escritorio y poseerla con fiereza, arrancándole las pantaletas en jirones y encaramándome sus piernas sobre los hombros hasta romperle el espinazo; fantasías de pendejos, lo sé. Aunque ahora está más vieja y le he visto salir su primeras várices -paralelismo de mis canas y está panza de adulto sedentario-. Ya no se me antoja tanto, pero le guardo mucho cariño, ya lo dije, el respeto es confeso tras años de deseo transmutado. Por lo tanto nos pudrimos sin cesar en esta aseguradora de mierda, donde todo es mecánico como una vieja máquina contestadota, ronca y tarada, el ambiente soso, las narices aguanosas o tapadas crónicamente por el aire acondicionado y la alergia al polvo que guardan las alfombras. Pero pronto nos jubilaremos y con la liquidación me voy a llevar a Ana a Canadá para ver por fin sus lonjas escondidas bajo vestidos apretados y • 77 •


sus tetas flácidas levantadas por las varillas del brasier, oliendo muy de cerca su aroma a dama vieja, perfume de tianguis y sudor de solterona. Realmente se lo debo; esperó tanto por mí, en su silencio, habrá querido que tarde o temprano me decidiera y mandara al carajo a mi mujer y me casara con ella, no en balde me iluminaba los días con lo suculento de sus talentos culinarios, ‘A un hombre se le gana por la panza’, me dijo un día, y tenía razón si es que lo aplico a mi esposa, que desde hace años me perdió, pero los pendejos nos damos cuenta cuando ya no tiene remedio el valor vencido de quien ha reparado en ello. Pero volvamos al relato siniestro. Recuerdo que esa noche salí del trabajo solo, como siempre. Caminé a la esquina (la aseguradora está a mitad de cuadra) para coger un taxi -en esas fechas mi auto estaba arrumbado en un taller barato, atacado por herrumbrosos aquejes-. No quise treparme a un camión, el humor de los cuarentones fracasados no está para el griterío de los chamacos de secundaria, cantantes y payasos de pasillo. Además hacía tanto que no subía a un taxi, me podía venir a bien sentirme patrón con chofer durante veinte minutos. Así que paré al primero que traía la cresta encendida y me metí al asiento trasero indicándole mi dirección doméstica al taxista que me visó en el reflejo del retrovisor del parabrisas. Apenas avanzados unos metros el hombre comenzó a sacarme plática, aunque más bien era un soliloquio pendenciero sobre hembras y lupanares, que si conocía tal o cual, que me recomendaba uno donde las muchachas eran gordas y suavecitas, dóciles y querendonas… Bajo estas palabras me pasaban por la mente ráfagas de imágenes de lo que serían estas chamaconas bailando encueradas con sus lonjitas temblorosas, sus tetas gordas de pezones negros y sus calzones comidos casi por entero por las ancas tremebundas de sus traseros. Me • 78 •


contaba el taxista sobre las promociones de los tables, sobre los cubetazos de cerveza y los bailes gratis en la mesa, los meseros enanos súper atentos que por una buena propina te conseguían a la mejor bailarina, los privados y las copas para compañía… Entonces, no sé si para callarlo de una vez por todas u orillado por mi desilusión conyugal y plan de venganza o lujuria o sepa qué pecado capital, le dije que era buena idea, que cambiara de dirección y me llevara al congal que le echara más porras. Pero el tipo no paró de proferir cantidad de idioteces y palabras obscenas con las que describía sus amores con estas mariposas de alcantarilla. Para no aumentar mi desesperación eché la vista afuera y fui reconociendo aquel camino apagado por donde nos internábamos. La calle se fue estrechando y desapareciendo tras los últimos bostezos del caserío. Aparecían, intermitentes, terrenos baldíos posiblemente cosechables en la época de lluvias hasta que todo se hizo monte y el chirriar de los grillos se hizo mayúsculo. Me impacienté y pregunté al conductor sobre el final de nuestro destino. Me señaló a lo lejos una lucecita débil y centelleante: “Allí”, aseguró. No me gustó mucho el asunto pero creo haberme tranquilizado con su respuesta. Mas todo fue una trampa ruin para atracarme, pues pasando aquella luz, que no era más que la de un jacal, aceleró de pronto hasta la penumbra del campo y paró algunos metros adelante. Sacó de entre sus ropas una navaja larga y opaca, y de manera muy correcta me pidió el dinero que llevaba conmigo. Le contesté que sólo andaba una cantidad muy corta. “¿Y el reloj?” Quisquilló. Pues se lo di, era muy barato, parecía de oro, brillaba como latón lustrado, aún a merced de la nimia luz de aquella ocasión. Pero lo que no soporté (cosa de locos) es que insistiera en que le diera mi saco Ives & Laurent -regalo viejo de un compadre rico-, hacía frío, y si me dejaba tirado en aquel • 79 •


paraje, podría pescar una pulmonía perniciosa que me convertiría en una piedra más del paraje. El ladrón no quitó el dedo del renglón, se acercó en su media vuelta pinchándome muy apenas el abdomen con la navaja y me dijo que bajara. Una vez con los pies en la tierra quise correr pero me vi solo en medio de la nada, mas no le iba a dar el saco, el mejor que poseía, parchado de un codo tras un accidente que lo rasgó despiadadamente y del que salí llorando. Qué se creía entonces este fulano: ¿mi mujer, exigiendo a gritos que lavara el baño, remedando a los más terribles monstruos con sus gesticulaciones groseras y amenazando con golpearme con su puño coronado anillos? ¡Claro que no! Este barbaján no era mi esposa, ella podía lastimarme sin que yo metiera las manos, horadar mis oídos con sus leperadas de celadora, jalarme los cabellos, cagarse sobre mi pecho y yo inmutable podía aguantar eucarísticamente su desprecio y manipulación. Entonces el abominable recipiente de mis rencores comenzó a rebalsarse y tras bufar un grito ahogado por eras profané la quijada del taxista y saboteé el atraco con la ira añeja de los abnegados que explotan. No permití que se repusiera, asesté un golpe casi mortal sobre una de sus orejas que lo llevó al suelo, del cual ya no se levantó porque lo molí a patadas, quién sabe cuántas, pero no paré por gran rato hasta que en medio de la vehemencia observé cercana una piedra casi esférica, del tamaño de un balón de futbol, la tomé fuertemente y me abalancé sobre la cabeza del desafortunado para partirla en trozos como una calabaza. Batallé un poco, pero por fin logré empalmar su cuero cabelludo sobre el piso, los huesos triturados ya no mostraban forma, sólo era como el pellejo de un perro alisado al pavimento después de múltiples pasones. Al final jadeé con un vuelco a la realidad y observé con detenimiento la dimensión de mi acto demoledor. En• 80 •


tonces el miedo regresó a habitarme y tiritante volteé a todos lados para asegurar mi anonimato. Nadie. Acaso el rozar de los pastizales y los grillos efervecidos. Si mal no recuerdo era noviembre, porque el monte estaba lleno de flores amarillas y las amarillas florecen en otoño, era quizá día de muertos y lo estaba autentificando con un acto homicida, había matado en aquella querella monstruosa a mi mujer, desde entonces ya no le guardo rencor, me había liberado de mi mismo, era ya una novedad. Hoy tengo miedo, sí… Pero también vivo con más sensatez, enojándome cuando tengo que enojarme y perdonando a quien me ofende sin más motivo que la buena voluntad. Volví a casa caminando; aunque iba salpicado en sangre, el traje oscuro disimulaba el acto funesto. Nadie me vio, eso creo. Cuando llegué en casa estaban todos durmiendo, eché el traje en una bolsa de basura y me acosté al lado de mi mujer con el olor a óxido. Dormí bien y de seguro soñé con flores amarillas, quién sabe… Sólo lo adivino. Al día siguiente me llevé a Ana a la cama y la besé con la fiereza de un homicida que ha cambiado las armas por unos labios matadores.

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CAGÓN Acompañaba a mi mujer a instalar antenas para teléfonos celulares fijos en algunas poblaciones muy pequeñas que pertenecen al distrito de Ocotlán. Yo andaba crudo y me sentía muy mal a pesar de los cuatro AlkaSeltzers que me tomé en menos de dos horas, de par en par. Recordaba haber ido a tragar unos tacos de cochino en medio de la borrachera y luego irme a descansar. Pues ya sea la chela en demasía o los tacos de puerquito… pero al medio del día siguiente, en pleno camino, me entraron unos retortijones cataclísmicos que el aire me quitaban, los ojos me retorcían y la boca enchuecaban. ‘Ándale, canijo, sigue chupando…’, exclamó mi mujer con una burla sentenciosa. La miré entonces con ojos de borrego a medio morir, suplicándole con el pensamiento: ‘No me regañes, apapáchame, no ves que me está cargando la fregada’, pero no hizo caso a mi intento telepático y siguió concentrada en los planes que iba a realizar con sus antenitas. Íbamos acompañados por un técnico en instalación de esas chivas y quien me vaticinó una espléndida diarrea: ‘Todo el que va a esos taquitos se enferma; te lo digo por experiencia’. ‘Ya pa qué’, me respondí. Y antes que cantara el gallo las tripas me anunciaron su inevitable desfogue. Tenía adentro, en la inflamación del abdomen, un hervidero de fermentos a punto de estallar; apretaba la nalgas haciéndoles presión con el asiento, no se me fuera a salir, y ahí sí que estaría dura la cosa; sudaba frío, los ojos se desorbitaban y quedé tan pálido como la parafina de las veladoras. En eso llegamos a Ocotlán que es ciudad, • 82 •


pequeña, pero con todo, nos dirigimos al centro para encontrar solución a mi embarazoso asunto y ni bien se estacionaron frente a la plaza, salí huyendo del vehículo a encontrar un retrete donde descargar mi furia. Nadie me quiso prestar un maldito baño, y en la cantina reinaba solitario un mingitorio. ‘Putísima madre, que me cago’, grité para mis adentros pero audible para el responsable del tugurio; entonces me recomendó: ‘¿Por qué no va a los baños públicos, ahí nomás del mercado?’. En mi triste vida jamás había ido a un baño de mercado y juré nunca asistir. Sabía por simple intuición y por la gente que cuenta que un excusado de esos es un volcán hirviente de porquerías y una apología a la fetidez. Aún recuerdo el baño de la secundaria pública donde estudié y era una experiencia espeluznante entrar ahí, sorteando los meados que encharcaban el piso, y aquellas tazas rebosantes de excremento esponjoso, con ese arco iris de grasa alrededor del trozo flotante, si bien la pieza estaba completa, pero no faltaban aquellos caldos abominables, desechos de chamacos lombricientos y amibiásicos, que valiéndoles un pepino la horrorosa estadía en que se encuentran como usuarios, todavía se atreven a hacer dibujitos y escribir improperios en las paredes de los cubículos, ¡qué valor, Dios mío! Entonces el silogismo resultaba a partir de la analogía entre los baños de la escuela y los del mercado, que no conocía: Si un baño de secundaria era el cielo de las cacas, el del mercado era el infierno, y el baño del mercado de Ocotlán no podía ser la excepción. Pero ya no podía más, y olvidando mi juramento, me encaminé al mercado apretando incesantemente las nalgas, caminando como el Charlotte de Chaplin. Y así llegué, entre preguntas, al sacrosanto destino de mis desechos infecciosos. ‘Dos pesos’, decía un letrero amarillo fosforescente; los pagué y me dieron tres cuadritos de papel higiénico; ‘Miserables’, pensé y me encaminé • 83 •


al baño de hombres, que en ese momento acababan de asear. Entonces por un par de segundos mi premura fue opacada por la sorpresa: Aquel baño estaba impecable de limpio. Recién remodelado, la loseta y los azulejos blancos, las tazas nuevas y relucientes, inmaculadas, las láminas de los cubículos bien pintaditas, satinadas, espejo brillante de dos por uno y lavamanos rechinantes. ‘Esto es genial, a cagar a gusto’, sonreí aliviado. Pero para ese momento aún retiraban con un jalador los últimos restos de agua del piso lavado; eran un muchacho y una señorita, jóvenes ambos, que cuando me vieron entrar, sonrieron cómplices de su mórbida conciencia al estar presenciando la entrada de un cagón. Ese era yo, que inmediatamente sentí de nuevo los estertores del colon y me apresuré a encerrarme en mi apartado sanitario, y me bajé de jalón los pantalones y la trusa. Hubieran oído aquel tronadero, digno de la edición de sonido de un bombardeo de los gringos al Viet-Cong en Apocalipsis Now, sólo faltaba de fondo Las Valquirias de Wagner y yo era Robert Duvall dirigiendo la estruendosa orquesta bélica. En una sola palabra: exploté. De la erupción resultó un repellado que dejó la taza, el registro y la pared adornados de porquería. Yo mismo no soportaba ese inframundo creado por mí mismo; lo más cercano que había llegado a esas condiciones fue una diarrea fulminante que me partió en dos cierta vez que fui a conocer a una galerista en el D.F. Justo antes de atravesar la puerta de la galería un gas traicionero me desgració aquella visita; batido y hediondo, sorteando a los demás usuarios del metro, escapé a la intimidad de mi cuarto de hotel. Esta vez por lo menos conté con la fortuna de una taza de baño, pobrecita, limpia y blanquecina, la dejé como en su amarga vida iba jamás a quedar. Mientras esto pasaba, los que aún no terminaban sus quehaceres, emitían risitas perniciosas, a veces carcajadas cortas, algunas murmuraciones • 84 •


que yo no entendía pero adivinaba que era a causa de mi sufridísima penuria digestiva. Me limpié como pude con los tres cuadritos de papel, le jalé al baño, me recompuse de mis ropas, y salí a lavarme las manos con un alivio indescriptible; me mojé la cara para erradicar los restos pegajosos del sudor y avancé a la salida de ese hermoso y benefactor baño de mercado. Cuando pasé frente aquellos dos se taparon la boca para ocultarme su descarada sorna. En el momento que salí a la intemperie me acordé de ese viejo refrán que aquí aplico literalmente: ‘El que ríe al último ríe mejor’. Pobres de esos dos que habrán tenido que limpiar mis cacas. Sonreí felizmente andando hacia una paletería cercana a la plaza y me pedí una de limón.

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ÍNDICE



Otros títulos de la colección parajes

Cantos Para dormir a un lobo y otros bichos Julio Ramírez Santuario del sueño y otras mentiras Manuel Matus Manzo Una Revolución de ocho meses en la Sierra Juárez Rosendo Pérez García Los artefactos sonoros del Oaxaca prehispánico Gonzalo Alejandro Sánchez La música tradicional de Oaxaca David Barbosa Pescador El tejate una bebida prehispánica Luz María González Esperón La moneda de Dios, diez cuentos fantásticos Jorge Martínez Gracida Crónica de una hoguera Enrique Quezadas Luna El árbol interregno Oscar Cid de León Villa de Santa María Oaxaca Gerardo F. Castellanos Bolaños Obsesiones del escribano Víctor Armando Cruz Chávez Pago por ver Virgilio Torres Hernández Laxdao Yelazeralle / El corazón de los deseos Javier Castellanos De vuelta. Teatritito Eduardo Ruiz Correa Mitos y leyendas de huachichiles Homero Adame

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Gobierno del estado de oaxaca Lic. Ulises Ruiz Ortiz Gobernador Constitucional del Estado de Oaxaca Secretaría de Cultura Lic. Andrés Webster Henestrosa Subsecretaría de Planeación y Difusión Cultural Lic. Emilio de Leo Blanco Dirección de Vinculación y Difusión Lic. María del Carmen de Fátima Fuertes Casasnovas Departamento de Realización y Divulgación Editorial Lic. Alejandra Martínez Guzmán





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