Cuadernos Hispanoamericanos, Noviembre 2023 nº 879

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nº 879

5€ Noviembre 2023

Dossier

Entrevista JUAN BONILLA

CINE Y LITERATURA VICENTE MONROY VICENTE MOLINA FOIX RUBÉN SÁNCHEZ TRIGOS ELVIRA LINDO ANTONIO ROJANO FRANCISCO NAVARRO ALEJANDRA MOFFAT

Segunda vuelta MARGARITA LEOZ

Lo que me interesa es agarrar algo de vida mediante una serie de herramientas que pertenecen a una disciplina, la literatura, que está hecha de paradojas 1


DOSSIER

Edita Ministerio de Asuntos Exteriores, Unión Europea y Cooperación Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo Ministro de Asuntos Exteriores, Unión Europea y Cooperación José Manuel Albares Bueno Secretaria de Estado de Cooperación Internacional Pilar Cancela Rodríguez Director de la Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo Antón Leis García Director de Relaciones Culturales y Científicas Santiago Herrero Amigo Jefa de Departamento de Cooperación y Promoción Cultural Eloísa Vaello Marco Director Cuadernos Hispanoamericanos Javier Serena Comunicación Mar Álvarez Diseño Lara Lanceta Suscripciones Cuadernos Hispanoamericanos suscripciones@lapanoplia.com Impresión GRAFO, S.A. Avda. Cervantes, 51 CP48970-Basauri, Bizkaia

CUADERNOS HISPANOAMERICANOS es una revista fundada en el año 1948 por la Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo y editada de manera ininterrumpida desde entonces, con el fin de promover el diálogo cultural entre todos los países de habla hispana, siendo un espacio de encuentro para la creación literaria y el pensamiento en lengua española.

La revista puede consultarse en: Fotografía de portada Christina Linares

www.cuadernoshispanoamericanos.com Catálogo General de Publicaciones Oficiales: http://publicacionesoficiales.boe.es

Depósito Legal M.3375/1958 ISSN 0011-250x ISSN digital 2661-1031 Nipo digital 109-19-023-8 Nipo impreso 109-19-022-2 Avda, Reyes Católicos, 4 CP 28040, Madrid T. 915 838 401

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Los índices de la revista pueden consultarse en el HAPI (Hispanic American Periodical Index), en la MLB Bibliography y en el catálogo de la Biblioteca: www.cervantesvirtual.com De venta en librerías: distribuye Maidhisa Distribución internacional: PanopliaDeLibros Precio ejemplar: 5 €


SUMARIO 4 JUAN BONILLA ENTREVISTA

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por María Cabrera

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DOSSIER

DOSSIER. LITERATURA Y CINE

LA CUADRATURA DEL CÍRCULO: DE LA LITERATURA AL CINE Y DEL CINE A LA LITERATURA por Vicente Monroy

LOS COMBATES DEL CINE Y LA LITERATURA por Vicente Molina Foix

DIEZ ADAPTACIONES CINEMATOGRÁFICAS DE LIBROS EN ESPAÑOL por Rubén Sánchez Trigos

HAY UNA GUIONISTA EN MÍ por Elvira Lindo

LO QUE APRENDÍ DEL CINE

CORRESPONDENCIAS

ANDRÉS NEUMAN E ISABEL MELLADO: EL PESO OCULTO DE CADA PALABRA / COMO UN PIZZICATO INTERNO por Valerie Miles

54 EL BREVE ADIÓS UNA PÁGINA

por Rodrigo Fresán

56 ÉTICA Y ESTÉTICA DEL MESA REVUELTA

SILENCIO: JUARROZ, MUJICA, VALENTE por Diego Sánchez Aguilar

COMO TRENZA DE 60 TRILOGÍA LA TRANSACCIÓN por Florencia del Campo

64 CRÓNICA DE DUBLÍN por Antonio Rivero Taravillo

por Antonio Rojano

UN SONIDO SOBRE NEGRO. LA EXPERIENCIA DE ESCRIBIR CINE Y FILMAR LIBROS por Francisco Navarro

EL DINOSAURIO, LA LITERATURA Y EL CINE

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BIBLIOTECA

O ALGO ASÍ. Sergio Colina LA BORRA DEL SIGLO. Jacobo Iglesias PALESTINA EN PEDAZOS. Francisca Noguerol CON MI MADRE APRENDÍ A CAMINAR EN CÍRCULOS. Pedro Pablo Guerrero

por Alejandra Moffat

LENGUAS MUERTAS, LENGUAS DORMIDAS, LENGUAS VIVAS. Eduardo Ruiz Sosa

SEGUNDA VUELTA

UNA HISTORIA DONDE LA BONDAD GANA EL PULSO AL DOLOR. Mey Zamora

POEMAS DE AMOR, DE IDEA VILARIÑO: CUANDO NO SE TRATA DE AMOR, SINO DE DAR LA VIDA por Margarita Leoz

46 FERNANDO MOLANO O LAS

DROMOMANÍA Y ZONAS DE TRASHUMANCIA. José Ángel Barrueco UNA ESCRITURA QUE PIDE ALAS. Fco. Javier Sancho Mas CONJETURAS DANTESCAS. Juan Ángel Juristo

PERFIL

LA SOLEDAD EN TRES ACTOS. Diego Gándara

GEOGRAFÍAS DEL DESEO

UN LIBRO CON PROBLEMAS. Eduardo Laporte

por Pedro Adrián Zuluaga


ENTREVISTA

Fotografía de Christina Linares

JUAN BONILLA

«Soy un enamorado de la revista literaria como género. Me parece el género total, entendiendo por literario cualquier cosa que esté bien escrita» por María Cabrera

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Juan Bonilla dice que abre el documento con mis preguntas tres o cuatro veces al día y va avanzando en él como si subiera el Everest. En cada uno de sus emails vuelvo a encontrar esa búsqueda estética constante que me conmueve y lo sitúa como el referente lector y escritor que ha sido para tantos en algún momento de nuestra formación literaria. Nacido en Jerez en 1966, su curiosidad lo ha llevado a múltiples desplazamientos —físicos, terrenales, emocionales— como se infiere de sus escritos, aunque él siempre se ha definido ante todo como lector. También es editor y ha sido librero y practicado otros oficios relacionados con la letra impresa o manuscrita. Lleva toda la vida dedicándose a lo que más le gusta sin dejar de trabajar (quién pudiera). Se dio a conocer en 1994 con el libro de relatos El que apaga la luz, que publicó con veintisiete años. Su obra cuenta con reconocimientos como el Premio Nacional de Narrativa en 2020 con la novela Totalidad sexual del cosmos, el Premio Bienal de Novela Mario Vargas Llosa en su primera edición en 2014 con Prohibido entrar sin pantalones o el Premio Biblioteca Breve por Los príncipes nubios en 2003. En esta panorámica por su extensa y variopinta carrera hemos tenido que dejar fuera, por cuestiones de espacio, entre otras cosas los comentarios a su último libro, Poemas, publicado en mayo de este año por la editorial La Veleta, que recopila sus seis poemarios hasta la fecha y ante el que reconoce cierta extrañeza con respecto a algunos de aquellos primeros libros tan lejanos. O su vuelta al relato (feliz noticia) con la inminente publicación en la editorial Renacimiento del libro Brooke Shields y otras enfermedades incurables. Hablamos de lo que ha quedado a continuación.

Tu último ensayo, La novela del buscador de libros (2018), es un homenaje al coleccionismo de libros antiguos. Memoria y recorrido de una búsqueda personal de autores raros, olvidados, de ediciones inencontrables a través de un exhaustivo registro de librerías de viejo y ferias de todo el mundo, conversaciones con libreros, amigos, anécdotas, rastreos, detalles e historias que van aparejados a esa afición «enfermiza» a la que te has entregado. Pones el foco en esos autores menores que no forman parte de ningún canon, que nunca están en las mesas de novedades, para acabar reconociéndote a ti mismo en el futuro como un autor menor. ¿Hay en ello mucho de aceptación y un poco de reivindicación, o al revés? Es una coquetería decir que me interesan autores menores y libros raros porque creo que es mi porvenir: me interesa poco el porvenir, la verdad, el futuro es un lugar del que nadie ha vuelto, y ha vivido ya uno lo bastante como para saber que

supuestas eminencias son perfectamente olvidadas una semana o dos después de su entierro. Por otra parte, la jerarquización literaria en autores de primera y de segunda y de tercera me parece que tiene que ver con la historia de la literatura pero menos con la literatura. Según esa jerarquización auténticas banalidades de grandes autores deben importarnos más que escondidas obras muy brillantes de autores desdeñados o ignorados o incluso flojos pero que lograron acertar de pleno alguna vez, y no le veo la gracia a esa ley en la que los peores poemas de Lorca susciten más interés por ser de Lorca que los mejores poemas de algunos de los muchos poetas de la época que no lograron escribir grandes libros pero tienen diez o doce poemas impresionantes. Yo puedo entender que se escriba una historia de la poesía española del siglo XX y no se cite siquiera a Alfonso Canales, pero no me cabe en la cabeza que alguien que haga una antología de la mejor poesía española del

siglo XX no incluya el poema «Birthday» de Alfonso Canales, que es uno de los mejores poemas de amor que se hayan escrito nunca. Por otro lado, ayuda a este interés mío el hecho de que yo sea muy caótico, un desastre por decirlo poéticamente, con intereses y curiosidades muy abiertos y muy distintos, así que lugares en los que en la misma balda te puedes encontrar un estudio sobre Freud y un librito de poemas de un autor local, es el tipo de sitio en el que me siento cómodo, por decirlo con mucha insuficiencia. Si ahora mismo quieres encontrar los libros de una de las, en mi opinión, más grandes y personales escritoras de finales de siglo pasado, Nuria Amat, sólo la puedes encontrar en librerías de viejo. Pero no diría que mi libro es un homenaje a nadie, sino la confesión de una enfermedad o un vicio adquirido de joven porque los libros que quería leer sólo se encontraban en esos establecimientos (a pesar de que me crié en los años ochenta y por entonces las librerías

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ENTREVISTA

«Yo puedo entender que se escriba una historia de la poesía española del siglo XX y no se cite siquiera a Alfonso Canales, pero no me cabe en la cabeza que alguien que haga una antología de la mejor poesía española del siglo XX no incluya el poema “Birthday” de Alfonso Canales, que es uno de los mejores poemas de amor que se hayan escrito nunca» aún no se habían convertido en meras máquinas de vender actualidad). Has publicado en revistas y periódicos, en editoriales grandes y pequeñas. De tu obra se han editado antologías de poesía y relatos, recopilaciones de columnas y crónicas, reediciones ampliadas y modificadas con prólogos y epílogos que son piezas literarias en sí mismas, hasta la nueva escritura de una vieja historia. ¿Hay una intencionalidad en toda esa variedad, aparte de motivos económicos? Publico en revistas y periódicos porque soy de profesión periodista, aunque ejerza poco o menos de lo que me gustaría. Como me parece que el periodismo es un género literario, de vez en cuando me gusta recopilar piezas periodísticas en volúmenes: dado que soy muy buen lector de ese tipo de libros misceláneos, me gustaría también ser un buen autor. Y empiezo por el periodismo porque tiene que ver con todo lo demás: los periodistas tenemos, por fuerza, la curiosidad abierta siempre y dispuesta a cambiar de escenario por exigencias de la profesión, y eso mismo que igual te lleva a

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Anfield Stadium a hacer un reportaje para la sección de Deportes que a Capri para el suplemento de Viajes, eso mismo hace que a veces te anquiloses leyendo poesía —lo que es señal de que te gustaría volver a escribir poemas— o te apresures leyendo cuentos —lo que es señal de…— Vive uno en un «depende» constante, lo que es malo para el ejercicio de trayectos largos como los que exige la novela (las que he escrito las escribí muy rápidamente aunque luego me pasara años corrigiéndolas). En cuanto a las editoriales pequeñas, son siempre empresas de amigos. Dices «aparte motivos económicos», pero sobra el aparte. Los motivos económicos son fundamentales. Me hubiera gustado ser millonario por muchas razones, pero una de ellas es que hubiera podido editar mis libros a mi gusto, en las tiradas que considerara oportunas y siempre con el mismo editor, y con toda seguridad no habría publicado alguno de ellos pues varios de mis libros responden a encargos que no hubiera abordado si no hubiera sido por el dinero. Tu última novela, Nadie contra nadie (2021), remite desde el título a la que

publicaste veinticinco años atrás, Nadie conoce a nadie (1996). En el epílogo de la última explicas que aquella te sirvió para ganar dinero y vivir (Nadie conoce a nadie fue un éxito comercial que como autor te dejó insatisfecho), dio lugar a una película del mismo nombre, y después ocurrieron ciertos hechos en la realidad que integran este nuevo libro. El propósito de contar la historia de otra manera y, por tanto, transformar la historia, da como resultado una de tus mejores novelas. Un libro más luminoso en el que los personajes, Sevilla, el pacto de la ficción, la Semana Santa, los juegos de rol, la filosofía, el periodismo o el feminismo encajan de un modo orgánico, como en una conversación distendida y al mismo tiempo apasionada. ¿Cuáles fueron las dificultades y los hallazgos de escribir Nadie contra nadie? Aunque yo esté completamente de acuerdo contigo, creo que estamos solos en eso. Si trato de recobrarme a mí mismo feliz escribiendo, acuden inmediatamente imágenes de esos meses en los que escribí de nuevo Nadie conoce a nadie, que para mí es el título correcto de la novela aunque por exigencias editoriales saliera con otro. Todo tiene que ver desde luego con la insatisfacción que me producía la original, pero también con el hecho de que me parecía que había desaprovechado una buena historia. El azar operó una serie de circunstancias que me brindaban una suerte de posibilidades narrativas que tenía que aprovechar sí o sí, porque la versión original se convirtió en película, la película inspiró unos hechos reales, y de esos hechos no se sabía cuál era la causa pero todas las hipótesis resultaban interesantes. Así que me puse a ello espoleado por un informe que circuló por la red y en el que parecía demostrado que alguien había utilizado la coartada de la película para llevar lo que en ella sucedía a la


realidad. Dado que la novela hablaba del Síndrome de Alonso Quijano, que no está aún entre las enfermedades mentales que utilizan en su amplísimo repertorio psicólogos y psiquiatras, pero no pierdo la esperanza, me parecía un deber utilizar todo lo sucedido en la nueva versión que, en efecto, yo creo que es un libro más luminoso, en el que se canta no solo a Sevilla, por debajo de los sucesos narrados quiere ser un canto de amor no solo a la singularidad de la ciudad, sino también a sus prosistas locales —Sevilla es un género literario muy particular—, y se canta también la mentira en la que vivimos a la fuerza, obligados como estamos a aceptar las versiones oficiales porque, precisamente, el periodismo o no hace su trabajo o cuando quiere hacerlo se encuentra con tapias demasiado elevadas que no puede saltar. En tu literatura los personajes huyen del mundo buscando o construyendo otros refugios (a veces son los libros, la propia imaginación, una investigación periodística o las demás personas). No asistimos a su lucha por cambiar, en todo caso al encuentro de alguna recompensa esquinada, con destellos poéticos («peón seré más peón enamorado»). Hay algo contra la moral, contra el discurso establecido que pivota tu obra. Es también una literatura deseante, no condenatoria, que tiene más que ver con mirar del lado contrario al habitual, desmentir lo que se da por hecho, crear nuevas definiciones, ponerle alegría y ligereza (no exenta de amargura, humor, ironía o entretenimiento) para ahondar en la naturaleza humana. Bajo la apariencia de baja literatura escaneas al hombre y la mujer de nuestros días. Más allá de un posicionamiento a favor de los obedientes, los débiles (porque el lugar del escritor ya te distancia del lado con el que te identificas), en tus

Fotografía de Christina Linares

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ENTREVISTA

libros parece hacerse justicia de una manera natural. Como autor, tu deseo de permanecer en la periferia (un lugar incómodo, antiburgués), que el éxito no te haga perder un mundo del que ya sólo puedas hablar con nostalgia (algo que se ve en muchos autores), un carácter y una forma de estar modelados por las circunstancias definen lo que escribes. Me crié en los ochenta del siglo pasado, y para entonces la mezcla de alta y baja cultura ya era una costum-

Fotografía de María Alcantarilla

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bre que solo no entendían o los muy pedantes o esas catástrofes humanas que todavía hoy padecemos (los que cuando se muere Martin Amis dejan un comentario en su necrológica diciendo «a este señor lo conocían en su casa a la hora de comer»: si hay alguien que me repugna es ese tipo de mequetrefes). Entonces, lo de la baja literatura no es ni siquiera un movimiento de mi voluntad: es genético, todos los escritores que me gustan lo suficiente como para leer todo lo

que han escrito —del propio Martin Amis a su maestro Nabokov, de Galdós a Nuria Amat— escriben con luz usada, con moldes ya establecidos, sin necesidad de inventar por inventar (por decirlo mal), y sin embargo atinando a hacer verdaderas renovaciones en esos cauces que utilizan y en los que desde luego no hay distinción de clase. Galdós no es alta literatura, lo puede leer todo el mundo, pero al mejor Nabokov también, de hecho el mejor Nabokov es parodia constante de viejos moldes, hace parodia de la novela romántica en sus primeras novelas, de la novela política en Barra Siniestra, de la novela de adulterio en Risa en la oscuridad, de la novela erótica y de viajes en Lolita, de la novela fantástica en Ada… Y no te digo Martin Amis. Eso en cuanto a lo formal. En cuanto al fondo —si es que no son lo mismo pues todo lo que nace, nace con fondo y forma—, dado que la realidad es una jaula, en efecto en la mayoría de mis personajes, con conciencia de ello o sin ella, hay una necesidad de huida, no sé si es una búsqueda de un lugar más puro, de un ideal —la libertad de Nahui Olin, el futuro de Maiakovski, la literatura en tantos de mis solitarios— o sencillamente un modo de huir de un incendio, de una época deprimida donde se le da trascendencia a lo banal, donde las cosas más bobas e inauditas causan dolor por cómo están montadas precisamente para convertirte en un elemento más de un engranaje que necesita de la mentira para funcionar y contra el que sólo pueden atisbarse alivios individuales, salvaciones personales. Me gusta mucho eso de literatura deseante y no condenatoria. Practicas una escritura localista ubicada en tu ciudad, Sevilla. Este rasgo personal, que transita continuamente la frontera entre ficción y realidad, de vivir en el mundo y no de espaldas a él; de compartir las preocupaciones,


el sentir y sufrir común y dar cuenta de una época, sus particularidades, aunque el centro es siempre otro, hace que tus libros encuentren nuevos lectores porque hablan de ellos, «una generación desamparada por el buen trato que no tenía de qué protestar», y te acerca más a la precariedad actual que a tus predecesores. En esencia, al que le va bien le va bien; al que mal, mal. ¿La realidad cambia, pero no tanto? Al respecto escribes que el «único terreno donde las ficciones valen algo es la realidad», y pones como ejemplo la Biblia o la Constitución. También tocas temas controvertidos como la religión, los nacionalismos o el feminismo. ¿Tu literatura es política? No sé si soy muy localista. Es verdad que con los años me he vuelto hacia lo que tengo más cerca, pero tengo una novela rusa, una mexicana, quise escribir una novela sobre Ted Kaczinsky, cuentos míos suceden en Berlín, Roma o Buenos Aires. De joven yo era el peor tipo de cosmopolita que puede haber: el que considera que en 1.000 km a la redonda no se ha podido producir nada interesante. Estaba naturalmente muy equivocado y he acabado por aceptar que los planes de estudio del bachillerato llevaban razón y Pío Baroja le da cien vueltas a tanto realista sucio de San Francisco. En cuanto a si escribo literatura política, no lo creo. ¿Política? Tendríamos que ponernos de acuerdo en qué significa eso. Juan Ramón Jiménez escribió una conferencia muy bonita titulada Política poética, luego le cambió el título por El trabajo gustoso, y si la política se pareciese algo al asunto del que ahí habla el poeta podría admitir que estoy cerca de ella, pero me temo que Juan Ramón Jiménez peca de ingenuidad y cuando alaba el trabajo gustoso y el comunismo lírico, no se da cuenta de que eso no puede servir para todos —de que en realidad no hay un «todos»—, de que las

basuras no se recogen solas, de que a nadie le gusta limpiar las casas de los otros ni vendimiar uva bajo treinta y seis grados. No, no es política mi literatura. No quiere serlo, pero además es que aunque quisiera, no puede serlo, ni rebajándonos a la etimología y entendiendo política como aquello que interesa o afecta a la polis. La incidencia de una novela en la polis es insignificante y según eso —política como término de llegada, no de partida— sólo pueden hacer novela política los autores muy leídos y los best seller. A mí me parece una tontería eso que se ha repetido en estos años tantas veces de que todo es político, hasta masturbarse es político, el afán por politizar la vida hasta en los refugios que podamos hacernos para escapar de los tentáculos de la política. Me parece una manera de rendirse y prefiero rebajarle grandeza al término y dejarlo en «actividad a la que se dedican los políticos e ideólogos». Naturalmente que el único terreno donde las ficciones valen algo es la realidad por fuerza de su naturaleza: es el lugar donde nacen y crecen y se desarrollan y la gran mayoría de ellas mueren (aunque pueden resucitar en cualquier momento y esa es una de sus potencias). Pero esa pertenencia no las convierte en políticas por principio, en mi caso al menos no hay la menor intención. A mí lo que me interesa es agarrar la vida, algo de vida, mediante una serie de herramientas que pertenecen a una disciplina, la literatura, que está insolentemente hecha de paradojas. Se escribe a solas y se lee a solas, pero sin la plaza, sin los otros, no es más que onanismo. La literatura siempre está atada al tiempo en que se produce, pero sólo la que consigue desatarse de su época sobrevive más allá de ella. La literatura abomina de los arquetipos y busca elevar casos particulares, y no hay logro mayor que un caso particular se convierta

«De joven yo era el peor tipo de cosmopolita que puede haber: el que considera que en 1.000 km a la redonda no se ha podido producir nada interesante. Estaba naturalmente muy equivocado y he acabado por aceptar que los planes de estudio del bachillerato llevaban razón y Pío Baroja le da cien vueltas a tanto realista sucio de San Francisco» precisamente en arquetipo. La literatura es el reino de la libertad, tanta libertad da que te puedes inventar tu árbol genealógico y decidir que vienes de Emily Dickinson y Alfred Edward Housman, pero tiene leyes muy precisas, reglas que si no se cumplen difícilmente lograrás causar el menor efecto en quien lee. En fin, es solo un resumen de la cantidad de paradojas que se encierra en la literatura. Por

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ENTREVISTA

Fotografía de Christina Linares

resumir, no, mis novelas, mis cuentos, no tienen nada de político y si no fuera un pleonasmo imperdonable me conformaría con eso que muchas veces se señala como un defecto: literarias, «escribe novelas demasiado literarias», parece mentira que una frase así se haya escrito sobre alguna novela para indicar un defecto, pero lo peor es que se ha escrito más de una vez. Creo que todo tiene que ver con aquel error de Borges de dividir, basándose en Emerson, a los escritores en autores de la vida y autores de la literatura. Él decía que él mismo por ejemplo era hijo de su biblioteca y un autor litera-

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rio, mientras que Jack London era un autor de la vida. No se daba cuenta de que Jack London también era un autor literario, que si no hubiera leído lo que leyó, no hubiera escrito los grandes cuentos que escribió. Irse a Alaska a cazar focas, embarcarse cincuenta veces, es cosa que entonces hacían miles de personas, pero el único que congeló esas experiencias en unos cuantos cuentos radiantes fue Jack London, y no fue sólo porque vivió lo que contaba, sino porque de niño y de joven se entusiasmaba con relatos de aventuras, sin sus lecturas no hay ningún escritor que llegue a parte alguna.

En la serie de novelas iniciada con Prohibido entrar sin pantalones (2013), continuada con Totalidad sexual del cosmos (2019) y una tercera novela que has dicho ya que probablemente no escribas nunca sobre Agustín García Calvo, eliges personajes reales que tuvieron vidas apasionantes: el poeta Maiakovski, la artista plástica y poeta Nahui Olin. ¿Cómo se activa el interés por escribir una novela de ellos? ¿En qué momento tienes la historia? En Totalidad sexual del cosmos has contado que fue a partir de ese otro personaje-narrador que se enamora de ella. En Prohibido entrar sin pantalones no hay una evidencia tan clara, lo que lo convierte en un texto más complejo, de mayor riesgo, que es cuando pareces alcanzar cimas más altas. ¿Cómo surge la estructura de este libro que te llevó tanto tiempo escribir y la historia de la novela a partir de ahí? Había una cuarta que iba a ser la primera, que era la de Ted Kaczynski, pero hasta que no muriera no podía. Y ahora ha muerto y quién sabe. La novela de Maiakovski nació de la técnica del ensayo y error. Quise escribir un ensayo interesado por la figura del poeta como rebelde profesional que acaba siendo propagandista de un Estado, y no hubo manera de acercarse a esa figura que no fuera hacerlo de una manera narrativa: la flexibilidad de la novela me permitía jugar con las armas del ensayo pero también utilizar la propia poesía del protagonista para retratar esa época y su propia deflagración como personaje de sí mismo. En realidad ahí empezó un proyecto que no he sido capaz de llevar a término porque quería escribir una serie de vidas de santos del siglo XX, lo digo con ironía, movido por una sensación adolescente que recordaba muy bien, porque de los poetas que leía me interesaban mil veces más sus singladuras que sus obras, quiero decir que me fascinaban alguien como Lautreamont o Rimbaud


por lo que sabía de ellos, pero luego los leía y no encontraba nada en sus escritos que me apasionara tanto como sus vidas. En algún momento debí preguntarme ¿qué es una vida poética? ¿Cómo es eso de querer cambiar la vida que proclamaban los vanguardistas? ¿Puede la poesía cambiar la vida de verdad o es mucho pedirle? Fíjate que poetas con vidas menos apasionantes —teóricamente— como JRJ también defendía que la poesía debía estar en todo o por lo menos debíamos buscarla en todo, y eso me llevaba a la pregunta sobre qué es poesía. En la novela de Nahui Olin está claro que además de la magnitud del personaje lo que me fascinaba era la poesía que encontraba en el hecho de que un investigador lo deje todo para zambullirse en la oscuridad de alguien de quien nadie sabe nada y logra rescatarla. Y en el caso de Maiakovski ese paso que lleva a alguien de los cabarets a la propaganda, del querer cambiar la vida a la colaboración con el crimen. Con García Calvo no he sido capaz de encontrar el modo de contarlo, quizá porque él mismo descreía, muy paradójicamente, de las trayectorias personales —a pesar de que era tan personal que si lees sus traducciones de Shakespeare u Homero, resulta que Homero y Shakespeare son el mismo poeta: García Calvo—. Entonces lo que me estoy planteando hace ya unos meses es si no toca ponerse académicos y tratar de escribir una biografía o un estudio que se aparte de un género que él despreciaba, por ser el género del mercado: la novela.

un carácter abierto y conciliador, conocemos tus peripecias adolescentes, tu devenir laboral (una historia del dinero), nos haces partícipes de recuerdos, pensamientos y gusto por todo tipo de materias y asuntos. En tu obra de ficción, sin embargo, tiendes a poner el foco en el exterior, en otros personajes. Apuestas por una narrativa alejada del tema de la identidad, la Historia o la actualidad periodística y cultural. Tampoco muestras demasiado interés en la autoficción o autobiografía.

ver conmigo. En cuanto a la autoficción es una etiqueta que no dice nada bueno ni malo de un libro cualquiera: despreciarla por ser autoficción me parece una banalidad. A veces he visto que algunos escritores la atacan diciendo que es un rasgo de narcisismo pero no veo por qué hablar de la manera que uno quiera de sus propias experiencias es más narcisista que pensar que las fantasías que tengas, las ocurrencias que te asalten y te den para una novela, son menos muestra de narcisismo, dado que ellas también reflejan de manera inapelable un yo, una forma de ser, de estar en el mundo. Así que lo que me importa, como lector, son los resultados, y la saga del escritor noruego cuyo apellido no voy a ser capaz de decir bien me aburre no porque sea autoficción, sino porque me aburre, de la misma manera que Risa en la oscuridad de Nabokov me parece una obra maestra no porque no tenga nada que ver con la propia experiencia biográfica del autor, sino porque entro en ella en la primera página y ya no soy capaz de salirme hasta que la acabo. Al final lo único que importa es un resultado, el texto ya liberado de su propia escritura, de cómo se pensó, de las aventuras por las que tuvo que pasar para llegar a ser lo que es. Todo eso son los andamios que se quitan cuando la obra está terminada, y una vez que está terminada no le pregunto al texto si es autoficción o novela histórica o novela negra: me meto en él a ver si funciona o no funciona, y eso es todo. Ya sabes que las etiquetas son lo último que se le pone a una prenda y lo primero que se le quita para poder utilizarla.

«Se escribe a solas y se lee a solas, pero sin la plaza, sin los otros, no es más que onanismo. La literatura siempre está atada al tiempo en que se produce, pero sólo la que consigue desatarse de su época sobrevive más allá de ella»

De tus ensayos y artículos se infiere que eres un autor que ha viajado, leído y escrito mucho, has trabajado desempeñando casi cualquier oficio relacionado con la literatura, se te presume

Un libro fundamental para mí es La novela de un literato de Cansinos, donde los protagonistas son los otros (el libro me fascina no por la cabalgata de chismes que lo nutren, sino por lo bien que dibuja la vocación literaria por un lado y las miserias del mundo por otro, con un narrador testigo que trata de dotar de ternura a todas las derrotas que van pasando ante su mirada reflejando su propia derrota, de la que prefiere no hablar porque se cura de ella escribiendo). Sí, está bien visto, en mis novelas me han interesado siempre vidas o trayectos que nada tienen que

Es en tu poesía donde encontramos esa parte más íntima que hace referencia a la infancia. Son muchos

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ENTREVISTA

«De los poetas que leía me interesaban mil veces más sus singladuras que sus obras, quiero decir que me fascinaban alguien como Lautreamont o Rimbaud por lo que sabía de ellos, pero luego los leía y no encontraba nada en sus escritos que me apasionara tanto como sus vidas. En algún momento debí preguntarme ¿qué es una vida poética? ¿Cómo es eso de querer cambiar la vida que proclamaban los vanguardistas? ¿Puede la poesía cambiar la vida de verdad o es mucho pedirle?»

Fotografía de Christina Linares

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los poemas en los que hablas, de un modo más o menos explícito, del padre, de donde se intuye un desplazamiento, una huida. ¿Te quedan pocos recuerdos de la infancia? Por ejemplo, en «Borrador de un poema» de tu libro Poemas pequeñoburgueses, el recuerdo de un perro del que tu padre se deshizo cuando tú y tus hermanos erais pequeños, y otros que recorres en un día de regalo al padre muerto traen de vuelta un dolor antiguo. Has afirmado en varias ocasiones que la literatura es eso: escape hacia otros mundos posibles, salvación de uno mismo. Salvación quizá sea una palabra excesiva porque salvación lo que se dice salvación, es cuestión de tiempo, no hay. En cuanto a «escape», no sé si he utilizado el término muchas veces, pero ha dejado de gustarme, porque da la sensación de que es posible escapar, y tampoco. Entonces, algo de lo que no hemos hablado y que sí que me parece importante señalar, es otro término: placer. Ahí cabe todo, emoción, aprendizaje, risa. La literatura antes que cualquier otra cosa es una fuente de placer, y esa intensidad que presta en las sensaciones que se nos inyectan no la encuentras en otro sitio, de donde me parece un error,


cuando se hacen campañas en favor de la lectura, que se la enfrente a los videojuegos o a otras disciplinas. Me parece que no entran en conflicto, como no entra en conflicto que te guste ver tenis y te guste tomar copas. Dicho esto, la médula de lo que yo busco en la literatura, como lector y como autor, es la poesía (entendiendo que poesía no es un género literario sino una sustancia, de la misma manera que belleza no es algo que esté sólo en los museos sino que se da en casi cualquier parte). ¿Es la poesía un escape hacia otro mundo? No, es un ahondamiento de la conciencia de que se está en este mundo, y eso puede tener algo —un simulacro— de salvación. En efecto, cuando escribo poemas sí que me vuelvo más hacia mi propio pasado, mi infancia, en fin, todo lo fugitivo que permanece y dura y que uno quisiera retener de algún modo, fijarlo y al fijarlo desposeerse de ello para que pueda ser de cualquiera. Ahora, que lo consiga o no, es otro cantar, claro. Tu labor de lector te ha llevado a la edición, primero en revistas como la ya extinta Zut o la vigente Calle del Aire de la editorial Renacimiento. ¿Qué buscas en un manuscrito? ¿Qué textos te interesa publicar? Soy un enamorado de la revista literaria como género. Me parece el género total, entendiendo por literario cualquier cosa que esté bien escrita dando exactamente igual sobre qué versa el texto —en Zut había artículos sobre cocina y sobre arquitectura, Martin Amis nos dio un artículo sobre unas vacaciones en una isla perdida que estaba llena de turistas, Javier Marías unas páginas de un diario que llevó una vez…— Claro, un lugar donde te puedes encontrar nombres muy distintos, temas muy distantes, pues de alguna manera es el que mejor me refleja dada esta enfermiza curiosidad que hace que si tengo una conversación con alguien y le veo un apasiona-

«Así que lo que me importa, como lector, son los resultados, y la saga del escritor noruego cuyo apellido no voy a ser capaz de decir bien me aburre no porque sea autoficción, sino porque me aburre, de la misma manera que Risa en la oscuridad de Nabokov me parece una obra maestra no porque no tenga nada que ver con la propia experiencia biográfica del autor, sino porque entro en ella en la primera página y ya no soy capaz de salirme hasta que la acabo» miento por, yo qué sé, el jazz primitivo, me obliga a llegar a casa y ponerme a enterarme de qué cosa sea el jazz primitivo. En los manuscritos busco eso, ese apasionamiento que sea contagioso. Y busco también que haya información y haya verdad y belleza, sin escatimar en otro rasgo al que le doy mucho valor: el humor. Aunque seas un escritor de conjunto como queda claro por tu extensa, variada y entreverada obra, me encantaría preguntarte con qué libro tuyo te quedarías. Y, para terminar, ¿en qué momento (personal, profesional) te encuentras? Me temo que, si tengo un poco de suerte, mi mejor libro lo hará alguien que se encargue de hacer una buena selección. No tengo un libro favorito entre los míos, le tengo más cariño a algunos que a otros, pero tiene que ver con las circunstancias en que se escribieron, no con el resultado. En

cuanto al momento en que me encuentro, no sabría decirte. Por razones que no vienen al caso tengo que tomar un montón de pastillas al día y uno de los efectos secundarios que tienen es que no debo quejarme de nada. Por prescripción facultativa el mundo se ha empequeñecido bastante y en cambio la vida se ha agigantado. Me han impuesto la triple D: Dieta, Deporte y Desdén por lo que no importe. Parece un pareado de Juan de Mairena, pero es lo que hay.

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Literatura y cine La cuadratura del círculo: de la literatura al cine y del cine a la literatura por Vicente Monroy

Los combates del cine y la literatura por Vicente Molina Foix

Diez adaptaciones cinematográficas de libros en español por Rubén Sánchez Trigos

Hay una guionista en mí por Elvira Lindo

Lo que aprendí del cine por Antonio Rojano

Un sonido sobre negro. La experiencia de escribir cine y filmar libros por Francisco Navarro

El dinosaurio, la literatura y el cine por Alejandra Moffat

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LA CUADRATURA DEL CÍRCULO: DE LA LITERATURA AL CINE Y DEL CINE A LA LITERATURA por Vicente Monroy

Gente libro y gente-película A principios de los años 50, en plena era McCarthy, mientras en Estados Unidos se producía la censura sistemática de más de 30.000 libros, el escritor Ray Bradbury atisbó la sombra de un futuro en el que la literatura se consideraría una herramienta subversiva y el gobierno ordenaría su total desaparición para evitar la propagación de la «infección del pensamiento». En Farenheit 451, un grupo de rebeldes de esta hipotética sociedad distópica donde la lectura está prohibida memoriza libros para salvarlos y transmitirlos oralmente de generación en generación. Son los utópicos guardianes de la memoria escrita del mundo, con la que sueñan algún día construir «la mayor pala mecánica de la Historia, con la que excavaremos la mayor sepultura de todos los tiempos, donde meteremos la guerra y la enterraremos de una vez y para siempre». En La constelación Bartleby, una hermosa película del año 2008, el cineasta Andrés Duque retomaba la premisa de Bradbury para revelar el trágico destino de la gente-libro. Ambientada en un momento posterior al de la novela, en el que la prohibición de la lectura ha sido oficialmente revertida, cuenta la historia de un niño que se reencuentra con su familia de disidentes después de muchos años, para descubrir que han perdido la capacidad de pensar por sí mismos y expresar emociones verdaderas. A fuerza de repetirse los libros que han memorizado, han terminado por convertirse en ellos, perdiendo el sentido de la realidad y de su propia identidad. Libros vivientes, solo se comunican con las frases que han leído hasta la saciedad. Ahora que los libros vuelven a ser legales, no consiguen reintegrarse en la sociedad,

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como si la excesiva obsesión con las quimeras literarias fuera incompatible con las tribulaciones de la vida cotidiana. Paradójicamente, la humanidad ha sobrevivido al desastre de la censura, pero la gente-libro se ha autodestruido. Setenta años más tarde de la publicación de Farenheit 451, la sombra de la censura sigue anidando en la imaginación de nuestra época. Los casos de reescritura y manipulación de obras consideradas provocadoras por diversas razones — machismo, racismo, clasismo y un largo etcétera— están a la orden del día. No sería tan raro especular con un mundo distópico como el de Bradbury, donde los gobiernos o las corporaciones trataran de aniquilar nuestro patrimonio cultural. Con la particularidad de que nuestra memoria ya no es fundamentalmente escrita como en 1953, sino cada vez más dependiente de los medios audiovisuales. El desarrollo del cine, la televisión y el contenido en Internet ha transformado profundamente nuestra manera de pensar y recordar. ¿Cómo serían los heroicos rebeldes de nuestra sociedad de las imágenes? Memorizar un libro es sin duda una labor heroica, que exige una enorme capacidad de retención, pero ¿cabría imaginar un pueblo de gente-película, depositarios de nuestra memoria audiovisual? Esta pregunta es el detonante de la performance Psycho (2019), de los artistas españoles Julián Pacomio y Ángela Millano, que se proponen convertirse cada uno en una película, respectivamente: Psicosis (en la versión de Hitchcock de 1960) y Psicosis (en la versión de Gus Van Sant de 1998). Experimentan con distintas operaciones para interiorizar y transmitir, sirviéndose solo de su cuerpo, los distintos niveles narrativos y de puesta en escena, diálogos, decorados, vestuario, fotografía, movimientos de la cámara, banda sonora, montaje...


Abarcar todos estos elementos es un fantástico desafío comunicativo. ¿Quién no se ha visto alguna vez en la tesitura de explicar la genialidad de una escena de película especialmente emocionante y se ha descubierto incapaz de hacerlo, como si las palabras y los gestos se le quedaran cortos? Millano y Pacomio tratan por todos los medios de reconstruir las películas que encarnan, imitando voces, acentos y ruidos, cantando, recreando encuadres, convirtiéndose en paisajes, objetos y cámaras, saltando y corriendo de un lado a otro por el escenario. Todo su cuerpo se implica en el intento de transmitir la complejidad de la construcción cinematográfica mediante ejercicios parciales de acción, evocación y gestualidad. Un ejercicio tremendamente revelador, porque finalmente da igual lo que hagan: su capacidad de hacer ver las imágenes al espectador es siempre limitada.

Libros de imágenes Leemos una novela que nos fascina y después vemos la adaptación cinematográfica. En el momento en que las primeras imágenes aparecen en la pantalla, tenemos la desagradable sensación de que los paisajes, los personajes, los objetos y los gestos a los que nuestra imaginación había dado vida durante la lectura, son reemplazados por los que muestra la película. Los rostros de los actores se imponen a la idea que nos habíamos hecho de los protagonistas. No hay vuelta atrás, la conquista de la imagen es incontestable. No es una competición justa. El refrán da cuenta de las

proporciones: Una imagen vale más que mil palabras. El cine tiene una imponente capacidad para anular y reemplazar la frágil ilusión que evocan las palabras. La evidencia de lo visible es voraz e irreversible: la lectura de una novela, si es posterior al visionado de su adaptación cinematográfica, estará siempre determinada por las imágenes previas. Es fácil confirmar históricamente la unidireccionalidad de este fenómeno: las adaptaciones exitosas de libros son incontables, y existen prácticamente desde los orígenes del cinematógrafo. Una de las cuestiones centrales de la historia del cine ha sido cómo traducir correctamente un texto en imágenes. Así lo entendió André Bazin, cuya imponente teoría del cine se fundamentó siempre en la adaptación literaria y teatral, rechazando la ingenua noción vanguardista de que el cine debe emanciparse del resto de las artes y buscar sus especificidades. En cambio, la transformación de películas en obras literarias ha sido un fenómeno más bien marginal y camp, generalmente circunscrito a los círculos de fanáticos de los géneros fantásticos o de ciencia-ficción, que anhelan la prolongación ad infinitum de sus obras de culto más allá de la pantalla. Recientemente, he tenido la oportunidad de leer Legend, una novela inédita de uno de mis escritores jóvenes favoritos, el argentino Derian Passaglia, un breve ejercicio conceptual —como corresponde a una buena novela argentina contemporánea— que consiste en una adaptación literaria de la película homónima de Ridley Scott de 1985. Como los performers Julián Pacomio y Ángela Millano, el temerario autor, sentado con su libreta de notas frente a la pantalla de televisión, se propone dar cuenta de lo que ve —personajes, actores, gestos, vestimentas, decorados, efectos dramáticos, iluminación, encuadres, movimientos de cámara, montaje, sonido, música…— con la mayor precisión posible. En su deseo de ofrecer un testimonio fiel de la película, descubre que las cosas que pueden decirse son prácticamente infinitas. Una cosa lleva a la otra, en cada rincón de cada plano encuentra un detalle que describir. Las palabras, como el cuerpo, son

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incapaces de reproducir la evidencia de las imágenes. El sorprendente ejercicio solo termina por agotamiento: es preciso poner el punto final en algún sitio.

Pasadizos secretos Si hubo un cineasta que exploró incansablemente los vínculos entre la literatura y el cine, fue sin duda Raúl Ruiz. A lo largo de su carrera, articuló una poética profunda y radical de la adaptación, insólita heredera de los ejercicios narrativos y de estilo de Raymond Queneau y de los juegos de espejos del arte barroco. La mayor parte de su inabarcable producción cinematográfica tuvo inspiración literaria, y también probó en muchas ocasiones a reescribir y expandir sus películas en forma de relatos y libros. Tres tristes tigres, de Guillermo Cabrera Infante; La colonia penal, de Franz Kafka; Palomita blanca, de Enrique Lafourcade; Las tres coronas del marinero, de Alberto Edwards; La isla del tesoro de Stevenson, En busca del tiempo perdido de Proust; La comedia de la inocencia, de Massimo Bontempelli; La casa Nucingen, de Balzac; La recta provincia, de Enrique Lihn; Misterios de Lisboa, de Castelo Branco… El listado de sus películas basadas en libros es interminable, y todas nos sorprenden por lo que toman y dejan de las obras que adaptan, siempre más fieles a las peculiaridades estructurales y estilísticas que a los contenidos narrativos, persiguiendo el sueño de conseguir la cuadratura del círculo para crear, como diría Jean-Luc Godard, libros de imágenes. En su libro Poéticas del cine, Ruiz cuenta cómo de niño le aburrían las películas que le llevaban a ver al cine los domingos. Sin embargo, le impresionaba la irrupción en la pantalla de algo imprevisto, que desbarataba la naturaleza ordinaria del mundo que las películas trataban de emular: la sombra de un operador en el fondo de un encuadre, un extra rebelde o confundido cuyos gestos no respondían a la narración, un reloj anacrónico en la muñeca de un gladiador, un avión cruzando el cielo en una película de temática medieval o una elipsis en la historia provocada por un error del proyeccionista al ordenar las bobinas. Imaginaba que estos elementos eran los detonantes de otras películas potenciales e invisibles, escondidas en el interior de las que se proyectaban, que desafiaban la lógica del relato. El deseo de llevar a cabo estas películas invisibles se combinó con las particularidades de su avidez lectora («a veces leo hasta seis libros al mismo tiempo»). En sus películas, el efecto de las lecturas simultáneas se traduce en collages de citas y fragmentos conectados más o menos accidentalmente, que configuran una sofisticada red de nudos y cabos sueltos. Es común que se mezclen varias fuentes literarias, como ocurre en La chouette aveugle, inverosímil cruce entre El búho ciego de Sadegh Hedayat y El condenado por descon-

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fiado de Tirso de Molina, presuntamente debido al error de un decorador que, en lugar de representar la India (donde tiene lugar la segunda parte de la novela de Hedayat), representó Marrakech. Ruiz decidió adaptar la película a las circunstancias. Existen infinitos pasadizos secretos que llevan de la literatura al cine. La imposición histórica del modelo industrial estadounidense ha limitado al cine a ceñirse a un puñado de ellos (casi siempre los más vulgares). Ruiz se propuso descubrir y probar todos los posibles, desafiando cualquier tópico narrativo, aprovechando los accidentes propios del oficio cinematográfico e introduciendo metodologías insólitas para la construcción de sus películas, como el uso de los dados o el I Ching para determinar el destino de los personajes o la escritura de poemas inspirados por la obra de Proust como paso previo a la escritura del guion para inventar imágenes en su inaudita adaptación de En busca del tiempo perdido. Obseso de la variación y la casualidad, y firme creyente en el arte como forma de alquimia, esperaba así sistematizar el uso del instinto y el azar como herramientas creativas. Según su lógica, la aparición de un actor secundario de aire kafkiano en la adaptación de un texto de Stevenson, no podría pasar desapercibida. Debería tener consecuencias en la película, desencadenando la irrupción de una subtrama de El castillo que trastocaría completamente la narrativa. En las antípodas de la fidelidad al texto original, el resultado de una película de Ruiz depende de una serie de reacciones químicas explosivas entre el universo platónico de las ideas literarias y los azares del oficio cinematográfico, que desvían una y otra vez el proceso de la ruta marcada.

Como una mala hierba Es difícil medir la profunda huella que dejó el proyecto de Ruiz en la historia del cine. Como ocurre con otros grandes cineastas-literatos —Jean Rouch, Alexander Kluge, Jean-Luc Godard, Chris Marker, Eric Pauwels…—, su legado es tan complejo y difuso que distintos directores beben de él de forma muy distinta. Adaptaciones radicales de novelas, cine de ensayo, video-diarios y formas híbridas próximas a la literatura...: En el ajetreado y rimbombante panorama contemporáneo de estrenos y festivales, algunos objetos misteriosos confirman que el problema de la adecuación del cine y la literatura sigue inspirando estimulantes quebraderos de cabeza. Enumero algunos ejemplos: La obra de Andrés Duque se sitúa indudablemente en la estela ruiciana. Algunas de sus películas como Ensayo final para utopía (2012) están llenas de apariciones espontáneas que perturban la lógica narrativa, giros y personajes sorprendentes, agujeros negros que conducen a otras dimensiones cinematográficas, fenómenos mágicos e invocaciones


«Para terminar, la obra de Albert Serra merecería un artículo aparte, pero no quiero irme sin evocar su apabullante ópera prima, Honor de cavalleria (2006), una versión del Quijote que desautoriza todos los decepcionantes intentos previos de llevar la novela a la pantalla. Consciente de la imposibilidad de adaptar adecuadamente un universo literario tan profundamente enraizado en el imaginario popular (por una vez, una palabra vale más que mil imágenes), Serra prescinde en la película de todo lo que cuenta Cervantes, fijándose únicamente en lo que omite: tiempos muertos, conversaciones triviales, instantes de reposo entre aventuras, y el monótono deambular del Quijote y Sancho por los paisajes de La Mancha» literarias. En Las variaciones Marker (2007), Isaki Lacuesta trabaja sobre un archivo de imágenes robadas de películas de Chris Marker y montadas de forma más o menos aleatoria, hiladas después por una serie de relatos breves sobre temas diversos que les dan sentido. Cábala Caníbal (2014) de Daniel V. Villamediana es un complejo autorretrato poético compuesto por dos baterías de filmaciones y fotografías que se suceden velozmente en una pantalla partida junto a la voz en off del director, de modo que la confluencia de dos imágenes y un texto construye un universo de significados esporádicos. Por no hablar de las exitosas aventuras literarias de Historias extraordinarias (2008) y La flor (2018) de Mariano Llinás, y Trenque Lauquen (2022) de Laura Citarella, donde un flujo de materiales textuales introduce incesantemente motivos nuevos y contradictorios, que enmarañan la narración y la desvían hacia conclusiones y géneros imprevistos. O de las muy sintomáticas My Mexican Bretzel (2019) de Nuria Giménez Lorang y Mudos testigos (2023) de Luis Ospina y Jerónimo Atehortúa Arteaga, películas hechas con metraje encontrado de viejas grabaciones históricas o domésticas, cuyo sentido original se trastoca completamente adecuándolas a relatos imaginarios.

Para terminar, la obra de Albert Serra merecería un artículo aparte, pero no quiero irme sin evocar su apabullante ópera prima, Honor de cavalleria (2006), una versión del Quijote que desautoriza todos los decepcionantes intentos previos de llevar la novela a la pantalla. Consciente de la imposibilidad de adaptar adecuadamente un universo literario tan profundamente enraizado en el imaginario popular (por una vez, una palabra vale más que mil imágenes), Serra prescinde en la película de todo lo que cuenta Cervantes, fijándose únicamente en lo que omite: tiempos muertos, conversaciones triviales, instantes de reposo entre aventuras, y el monótono deambular del Quijote y Sancho por los paisajes de La Mancha. Es una adaptación profundamente infiel a la novela original, de apariencia improvisada y sin objetivo claro. Los papeles se han invertido finalmente: la verdadera adaptación del Quijote ha desaparecido, y ha quedado la película secreta, compuesta únicamente por lo fortuito y lo circunstancial de la historia, que el escritor consideró innecesario o poco interesante contar. Una formulación que le habría gustado a Raúl Ruiz: el cine, como una mala hierba, es un arte que germina en los huecos en blanco que deja la literatura.

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LOS COMBATES DEL CINE Y LA LITERATURA por Vicente Molina Foix

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ertenezco a una generación que no nació con el cine. De ese modo, ninguno de nosotros pudo exclamar en su juventud, como lo hizo en 1920 Rafael Alberti: «¡Yo nací, respetadme, con el cine!». En la llamada generación poética de los Novísimos, que contaba asimismo en sus filas con novelistas y hasta con filósofos (Fernando Savater, Eugenio Trías), al cine ni siquiera nos molestábamos en llamarlo el Séptimo Arte, la Fábrica de Sueños o blandenguerías semejantes. Al cine se iba irremediablemente, como se iba –por la misma época- a misa, y alguno de nosotros incluso a comulgar sin fines eucarísticos, solo alimenticios. En el cine, además, se comulgaba a lo grande, catedraliciamente, sabiendo los más devotos de nosotros la trascendencia de hacerlo en lujosas salas llamadas Monumental, Capitolio, Ideal, Tívoli, Coliseo, Rialto, Casablanca, Palace o su homólogo el Petit Palace. Y si tenías la suerte de estar de paso o de viaje de estudios en París podías ver comedias de Doris Day y Rock Hudson en los Campos Elíseos, y dramas más selectos, alguno de arte y ensayo, en La Pagode, que pese a su nombre no programaba a los cineastas japoneses. Hoy los cines se conforman con llevar el nombre de una calle o un centro comercial, conscientes sus dueños y sus espectadores, nosotros, de la incongruencia de que los minicines y las minisalas supervivientes siguieran teniendo nombres historiados: Emperador, Salamanca, Cid Campeador, muy frecuentados estos por chicos de provincias (y algunas chicas avispadas) que estudiábamos en la Complutense de Madrid y por las noches, no siempre sobrios, componíamos versos tratando de copiar a los surrealistas. Una cierta vocación cinematográfica, minoritaria y extranjerizante, se ha mantenido en cuestiones que yo llamaría secundarias y poco útiles para el aprendizaje de las lenguas. Y no me refiero a la continuidad de las versiones originales con subtítulos, sanísima costumbre que solo se practica en las dos o tres capitales más grandes de nuestro país, sino a la moda fatua de mantener los títulos de los films en inglés y en francés, a menudo impronunciables, siendo a continuación proyectada incongruentemente la película doblada al más castizo español. Es un

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deplorable agravio comparativo, ahora que estas cosas se miran tanto, la desigualdad territorial y lingüística en las carteleras cinematográficas, que hace de los aficionados de Barcelona y Madrid unos privilegiados, mientras que otro bien cultural esencial, el libro, goza en todas las librerías de España, grandes o pequeñas, de una inmensa y variada oferta de clásicos y novedades, avaladas por el alto nivel de calidad de la mayoría de las traducciones, un capítulo que en los últimos veinte años sobre todo nuestras editoriales están cuidando, tanto los grandes grupos como las que producen pequeñas tiradas y trabajan con un catálogo de autores más reducido. No hace falta insistir, a este respecto, en la diferencia abismal que hay entre doblar películas (o series extranjeras) y traducir obras literarias. Jorge Luis Borges, buen aficionado al cine y guionista ocasional para la gran pantalla, escribió reflexiones muy sustanciosas sobre ese asunto: «Quienes defienden el doblaje razonarán (tal vez) que las objeciones pueden oponerse, también, a cualquier otro ejemplo de traducción. Ese argumento desconoce, o elude, el defecto central: el arbitrario injerto de otra voz y de otro lenguaje. La voz de [Katherine] Hepburn o de [Greta] Garbo no es contingente; es, para el mundo, uno de los atributos que las definen. Cabe asimismo recordar que la mímica del inglés no es la del español». Otra controversia o discrepancia nos ha separado de culturas hermanas, o filiales, con ventaja de ellos sobre nosotros, pues el doblaje fílmico que se ha venido haciendo en España mayoritariamente desde la posguerra civil, echando raíces en nuestro suelo de modo ya irremediable, no se da en muchos de los países latinoamericanos y de lengua portuguesa; sus públicos, hechos a ver el cine de importación y lengua ajena sin doblar, se asombran, o se ríen de nosotros al saber de lo implantada que está dicha manía española, tan acomodaticia, por no decir tan comodona, que nos priva a la fuerza de oír las voces inigualables de los «monstruos sagrados». No se trata aquí de ponerse dogmáticos ni incurrir en el elitismo, esa palabra que tan torcidamente se utiliza para defender la vulgaridad más cerril. Pues lo indiscutible es que quien no


Cartel de la película Pygmalion, basada en una obra del dramaturgo Bernard Shaw

ha oído nunca la voz propia de Nicole Kidman e Isabelle Huppert, la de Antony Hopkins, la de Meryl Streep o en su día las de Vittorio Gassman e Ingrid Bergman, no está capacitado para juzgar y por tanto disfrutar cabalmente de esos artistas. Lo cual nos lleva, y es otro frente bélico, al de la artisticidad, que en tiempos más revueltos pero no menos creativos que el nuestro enfrentó al cine (the moving picture) con la palabra escrita fija en papel. Así, en sus principios, el cine fascinó, por su ligereza y su ilusionismo, su «facilidad», siendo esos mismos factores los que lo hicieron sospechoso y desdeñable para una parte de la intelligentsia. George Bernard Shaw, el célebre dramaturgo irlandés cuya larga vida (1856-1950) coincidió con el nacimiento del cine y con su expansión en las décadas del mudo, advirtió en 1924, varios años antes de la eclosión del sonoro, sobre las servidumbres de un medio de expresión que por su naturaleza ha de suscitar el interés del 100% de la población, (desde) «el millonario americano y el coolie chino a la institutriz de provincias y el camarero de un poblacho minero». Para el autor de Pygmalion, por cierto uno de los escritores más abundantemente llevados al

«Para todos nosotros, y para nuestra promoción de cinéfilos incurables la felicidad era precisamente la doble militancia, que hoy se diría, tal vez, fusión. Literatura y Cine. Nada de Cine o Literatura. De ahí la gran presencia y la inspiración recibida del grupo catalán de Novísimos y Compañía, con un gran jefe o líder, el poeta Pedro Gimferrer (autor de ese poemario fundamental que es La muerte en Beverly Hills)» cine desde que el sonoro cambió los parámetros verbales, «el resultado del hecho de que el cine deba llegar a todas partes y complacer a todo el mundo es que las películas han suplantado a los antiguos sermones y la catequesis dominical», concluye Bernard Shaw. Otro gran receloso inteligente de aquellos primeros tiempos cinematográficos fue Franz Kafka, que le reprochaba la excesiva velocidad de sus movimientos. Según Kafka le confió por escrito a su joven amigo Gustav Janouch, «la mirada no se apropia de las imágenes, sino que estas se apropian de la mirada e inundan la conciencia. El cine viste de uniforme a los ojos que siempre habían permanecido desnudos». Hablamos de un momento pasado que ha cambiado pero que no conviene olvidar: la memoria histórica de los menosprecios al cine que yo y mis amigos novelistas y poetas

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«Susan Sontag, que además de sus muchos libros dirigió películas cortas y mediometrajes, dijo un día delante de mí que el cine, sujeto casi un siglo a las duraciones standard de los 90 minutos impuestos por los exhibidores, algún día se liberaría de ese corsé que la literatura no tiene, pues las librerías dan albergue a la novela río de más de mil páginas y al pliego de poemas de diez, que la gente compra y esa misma gente leerá» jóvenes que lo amábamos hasta el delirio queríamos defender, pidiendo no respeto, como Rafael Alberti en su citada exclamación irónica, sino justicia. O tal vez venganza. Vengarse con ardientes ditirambos en Film Ideal o Griffith, o Cinestudio, algunas de las revistas de cine en las que escribíamos, de que el neorrealismo italiano acaparase los premios en los festivales, así como los elogios de la crítica académica, ciega a los méritos del alto melodrama de Douglas Sirk o el westen puro y escueto de Howard Hawks. Una buena parte de mi generación, muy marcada por la cinefilia, se hacía preguntas, con dudas de todo género: ¿seríamos el día de mañana cineastas, o nos conformábamos con ser literatos y mostrar nuestro bagaje de armas de convicción y nuestra enseña descorchando botellas de champán catalán las noches de estreno, en el suntuoso hall del Palacio de la Música, de una nueva comedia chis-

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peante de Stanley Donen? Algunos, Enrique Martínez Lázaro, Iván Zulueta, Ricardo Franco, Antonio Drove, Luis Revenga, Jaime Chávarri, Fernando Colomo, Alfonso Ungría, Álvaro del Amo, Fernando Méndez Leite, Augusto M. Torres, Adolfo Arrieta, Juan Tébar, Rafael Feo, Fernando Trueba, hicieron películas cortas y largas, y hasta yo mismo, ya entrado en años, tuve un capricho y la fortuna de encontrar productores para dirigir dos guiones originales míos. Una aventura que no repetiré, aunque el cine sigue siendo mi fuente de lecturas, la mitad de mi mundo de ficción, mi acompañante perpetuo incluso cuando voy solo a una sala oscura, casi todos los días de la semana. Para todos nosotros, y para nuestra promoción de cinéfilos incurables la felicidad era precisamente la doble militancia, que hoy se diría, tal vez, fusión. Literatura y Cine. Nada de Cine o Literatura. De ahí la gran presencia y la inspiración recibida del grupo catalán de Novísimos y Compañía, con un gran jefe o líder, el poeta Pedro Gimferrer (autor de ese poemario fundamental que es La muerte en Beverly Hills), y el pequeño alto mando formado por Terenci y Ana María Moix, y otros dos hermanos, Jorge y Cuca de Cominges, sin olvidar a Maruja Torres, Guillermo Carnero, Enrique Vila-Matas, esporádicamente Néstor Almendros y fantasmalmente Leopoldo María Panero. Todos sabíamos y nos reconocíamos en dos o tres principios comunes: querer ser y saberse escritores, escribir y leer sin parar, nutriéndose a la vez del cine como manjar o elixir; sin esos alimentos celestes aquellas criaturas terrestres no crecerían. ¿Sigue habiendo cinematófobos, o esa palabra inventada por Pío Baroja no tendría hoy sentido, ni uso? En la época en que Don Pío la puso burlonamente en circulación los había, y algunos de mucha alcurnia. Don Antonio Machado, por ejemplo, que en su artículo «Sobre el porvenir del teatro», satirizado crudamente por un jovencísimo Luis Buñuel, declaró: «La acción, en verdad, ha sido expulsada de la escena y relegada a la pantalla, donde alcanza su máxima expresión y –digámoslo también- su reducción al absurdo, a la ñoñez puramente cinética. Allí vemos claramente que la acción sin palabras, es decir, sin expresión de conciencia, es solo movimiento, y que el movimiento no es estéticamente nada. Ni siquiera expresión de la vida, porque lo vivo puede ser movido y cambiar de lugar lo mismo que lo inerte. El cine nos enseña cómo el hombre que entra por una chimenea, sale por un balcón y se zambulle después en un estanque, no tiene para nosotros más interés que una bola de billar rebotando en las bandas de una mesa». Unamuno, por su parte, consideraba el cinematógrafo «arte de situaciones en que se consigue que el público de bajos instintos estéticos llore sin necesidad de decir nada, con una mímica de latiguillo». Pero quizá a Don Miguel no haya que castigarle por esas palabras algo truculentas,


ya que en el mismo texto citado el filósofo bilbaíno, que había polemizado con Ortega y Gasset en el territorio de las nuevas formas de expresión, bien pudo ser profeta o adivino al decir que «va a ser la reacción contra el exceso de cine lo que va a resucitar el drama hablado, aquel en que lo esencial es lo que se dice, la palabra». Conocimos de cerca a los maestros que no amaban el cine, y lo desdeñaban, y le quitaban toda grandeza al lado del novelista o la poeta. Carlos Barral, Gabriel Ferrater, Juan Benet, Carmen Martín Gaite, Jaime Gil de Biedma, Juan García Hortelano, Rafael Sánchez Ferlosio, por citar a los que más admiré y más de cerca seguimos los jóvenes de la coqueluche, sin dejar nunca de lamentar sus ascos al cine. Eran incruentas guerras de religión, en las que la política (más que la ética) se mezclaba con la estética, la creencia con el entusiasmo. Y esto es la historia, contada a grandes rasgos, de los enamorados de un arte nuevo y de sus contendientes, que se veían rivales. Aunque había cómplices, adelantados (García Lorca, Alberti) dentro de la Generación del 27 y en torno a la Revista de Occidente, que publicaba regularmente en los años 20 y 30 artículos y críticas de cine (Francisco Ayala, Rosa Chacel, Benjamín Jarnés, Fernando Vela). Lo mejor de esta historia plural y personal que he querido reflejar aquí a grandes trazos es su happy end, tan inesperado en un tiempo de quejas y lamentos. Todo precedente artístico genera sus anticuerpos, y ahora el «contagio cinético» del cine inaugural y mágico de los Lumière

o Segundo de Chomón sigue dando fruto en el registro de lo espectacular y lo abrumador, el llamado blockbuster. No solo. Las pequeñas cámaras y los pequeños presupuestos que permiten la realización de un filme han hecho aumentar notablemente la cantidad semanal de estrenos. Y también los libreros, nuestros amigos/colegas, nos dicen que nunca se había publicado tanto libro como ahora. ¿Seguirá vivo el cine en los cines, los libros en las páginas, sus lomos en los anaqueles? Toda diversidad es positiva, incluso la que tiene que ver con el tamaño o la duración. Susan Sontag, que además de sus muchos libros dirigió películas cortas y mediometrajes, dijo un día delante de mí que el cine, sujeto casi un siglo a las duraciones standard de los 90 minutos impuestos por los exhibidores, algún día se liberaría de ese corsé que la literatura no tiene, pues las librerías dan albergue a la novela río de más de mil páginas y al pliego de poemas de diez, que la gente compra y esa misma gente leerá. Últimamente es rara la película que dure menos de 120 minutos, trate de lo que trate. Antes del verano vi a cine lleno el último Almodóvar, un western gay que no llega a la media hora, y hace pocas semanas seguí con fascinación permanente Cerrar los ojos, la obra maestra de Victor Erice, de 150 minutos. Hoy no he ido al cine, estuve ayer, viendo en los Golem el último y estupendo Woody Allen, que se despide de nosotros. Y acabo de recibir una novela polaca de 2000 páginas, debidamente traducidas. ¿Ha llegado el día de la libertad?

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DIEZ ADAPTACIONES CINEMATOGRÁFICAS DE LIBROS EN ESPAÑOL por Sánchez Trigos

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a relación que han mantenido la literatura y el cine (o la ficción audiovisual, si nos adentramos en los terrenos del relato seriado) desde principios del siglo XX, cuando, por ejemplo, la compañía de Thomas Alva Edison adaptó Frankenstein para una de las primeras películas de ficción de la Historia, puede compararse con una suerte de vampirismo mutuo, siempre fluctuando entre el reconocimiento y el recelo hacia el otro medio. El cine ha tomado de la literatura no sólo argumentos e ideas, también recursos como la narración en paralelo, mientras que la literatura no tardó en contagiarse del ritmo y la economía narrativa de ciertos géneros, así como de tropos. En parte debido al dominio industrial inicial de cinematografías como la estadounidense o la francesa, o incluso la alemana, la literatura escrita en español tardó un poco más en consolidar esta sinergia; sin embargo, ha suministrado a la Historia del cine una colección incontestable de títulos que, entre otras cosas, en ocasiones han discurrido por caminos temáticos y narrativos impensables en el cine comercial foráneo de su época. La siguiente lista no pretende constituir ranking alguno, el criterio no es una hipotética propuesta de las mejores o más meritorias adaptaciones a la pantalla de libros escritos originalmente en español; en todo caso, se trata de ejemplos que, por un motivo o por otro (su proyección, su carácter pionero, su naturaleza ejemplar de un determinado aspecto), resultan dignos de mención a la hora de discutir en qué medida puede valorarse el ejercicio de la adaptación cinematográfica en la literatura española e hispanoamericana.

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Libro: Los cuatro jinetes del Apocalipsis (Vicente Blanco-Ibáñez, 1916) Película: Los cuatro jinetes del Apocalipsis (Vincente Minnelli, 1962) Es probable que para las nuevas generaciones de lectores cueste creerlo por lo diluida que se encuentra su figura en el actual canon literario español, pero el valenciano Vicente Blasco-Ibáñez fue, durante las primeras décadas del siglo XX, un best-seller internacional hoy, seguramente, improbable. Los cuatro jinetes del Apocalipsis, la novela que lo catapultó a este estatus, vendió más de doscientos mil ejemplares sólo en Estados Unidos en 1918, año en que se publicó su traducción allí. Fue adaptada por Hollywood por primera vez en 1921, lanzando a Rodolfo Valentino al estrellato en un momento en que los estudios priorizaban aún el modelo de epopeya histórica ejemplarizado en éxitos como la reciente El nacimiento de una nación; sin embargo, es la segunda adaptación de la novela la que nos ocupa aquí: un espectáculo tenebrista dirigido en 1962 por Vincente Minnelli que cuenta entre sus guionistas con el curioso Robert Ardrey, dramaturgo y antropólogo que también adaptó a Flaubert para el cine. Los cuatro jinetes del Apocalipsis supone, todavía hoy, uno de los intentos más sólidos de proyectar la literatura escrita en lengua española en la industria hollywoodense.


Libro: La torre de los siete jorobados (Emilio Carrere, 1920) Película: La torre de los siete jorobados (Edgar Neville, 1944) Publicada por Carrere en 1920, la génesis de La torre de los siete jorobados supone, en cierta manera, un justo reflejo de la naturaleza poliédrica de la propia novela: publicada (en parte) por entregas en el folletín La Nación en 1918, completada después por Carrere con textos aparecidos en diversas revistas y finalmente terminada por Jesús de Aragón (quizás nuestro Julio Verne) de manera todavía poco clara, la obra hace dialogar el sainete, el gótico urbano y la narración castiza con un afinado e inédito (en la época y quizás también hoy) sentido de lo popular. La apuesta parecía conectar de manera casi premeditada con los intereses de Edgar Neville, cineasta que llevó el libro al cine en 1944 con guion co-escrito por José Santugini. Se tiene a La torre de los siete jorobados por uno de los ejemplos pioneros del cine fantástico español; curiosamente, la película resulta ambigua de manera deliberada a la hora de atribuir (o no) las apariciones del fantasma de Robinsón de Mantua a los delirios supersticiosos del protagonista, Basilio; a cambio, entrega para la Historia algunas de las imágenes más iconográficas del gótico cinematográfico español: las escaleras de caracol que bajan al subsuelo madrileño, homenajeadas, por ejemplo, en la serie El ministerio del tiempo. Libro: El beso de la mujer araña (Manuel Puig, 1976) Película: El beso de la mujer araña (Héctor Babenco, 1985) Prohibida la novela por la dictadura argentina durante los años 70, el caso de El beso de la mujer araña (libro y película) constituye un curioso caso de sinergia, pues tanto el materia literario original como el fílmico resultante habrían de experimentar vicisitudes parecidas con casi veinte años de distancia. La novela narra la relación entre dos compañeros de celda, Valentín, preso político marxista para quien la revolución debe ocupar siempre un lugar prominente frente a las emociones, y Molina, quien se autodenomina “loca” y se autodefine asimismo como mujer. La película, dirigida por el brasileño de origen argentino Héctor Babenco y escrita por Leonard Schrader (hermano de Paul y co-guionista a su vez de títulos como The Yacuza) renuncia a reproducir la ambigüedad, al menos abiertamente, con que Puig sugiere, en determinados tramos, que Valentín y Molina son en realidad la misma persona, pero a cambio esta dualidad aparece simbolizada en la pantalla mediante la planificación y en la manera en que Babenco y Schrader nos arrojan a la tesis final: en el mundo, no hay revolución ni política posible sin emociones. Libro: El lugar sin límites (José Donoso, 1966) Película: El lugar sin límites (Arturo Ripstein, 1978) El mexicano Arturo Ripstein adaptó la novela corta del chileno José Donoso junto a José Emilio Pacheco en el guión y la colaboración de Manuel Puig, quien no aparece acreditado. El libro de Donoso, cuyo éxito lo consolidó entre su generación, narra las miserias de La Manuela, un travesti que dirige un prostíbulo en el pequeño pueblo chileno de El Olivo, y quizás en menor medida de su hija, la Japonesita, que comparte con su padre la regencia del club. La película dirigida por Ripstein, aunque rodada en México (la historia de Donoso se ambienta cerca de Talca, Chile), es honesta a la hora de visualizar las tensiones sexuales con que el original literario retrata la siempre turbia y contradictoria esencia de algunas conductas humanas: La Manuela y su hija acusan la amenaza velada de Don Alejo, latifundista que aspira a vender su negocio, pero la verdadera amenaza para sus vidas y su estabilidad emocional reside en la atracción que aún sienten por Pancho, maltratador que ahora vuelve al pueblo y que, en su delirio alcohólico, acabará por desvelar su lado homosexual. 25


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Libro: El juego de los niños (Juan José Plans, 1976) Película:ww(Narciso Ibáñez Serrador, 1976) El asturiano Juan José Plans difundió la primera versión de esta historia en el programa radiofónico Escalofrío en 1970; en 1972 se publicó por entregas en la revista Cosmópolis, y finalmente en 1976 apareció como novela, año en que Ibáñez Serrador acometería su adaptación para su segundo y último largometraje. La premisa y el sencillo desarrollo del relato (la rebelión amoral y despiadada de los más inocentes), remiten a precedentes populares y/o de prestigio como Los pájaros, la adaptación de Hitchcock de Daphne du Maurier, o Los cuclillos de Midwich de John Wyndham, pero Serrador supo extraer del texto literario el potencial que tanto la novela de Plans como estos referentes escondían a la hora de conectar con el nuevo horror moderno que emergía desde finales de los años sesenta: nada tiene respuesta, a pesar del prólogo que sugiere que los niños llevan a cabo una revancha contra las injusticias que se cometen contra ellos (en la novela, en cambio, se habla de un tipo de polen extraño que cae sobre la isla). La actitud de los niños asesinos, que parecen jugar a la vez que matan, sólo devuelve un vacío más espantoso que cualquier conjetura posible. Libro: Las babas del diablo (Cuento; Julio Cortázar en Las armas secretas, 1959). Película: Deseo de una mañana de verano (Blow-Up) (Michelangelo Antionini, 1966) La adaptación de Las babas del diablo, cuento recogido en la que probablemente se trate una de las cimas de Cortázar en esta materia (el libro Las armas secretas), es con probabilidad uno de los ejemplos más claros de la Historia del cine del potencial del género del cuento para proporcionar a la ficción cinematográfica premisas o puntos de partida que permitan a las cineastas construir un universo propio que dialogue y negocie con el original literario sin necesidad de atarse a una estructura y a una trama dadas. El relato emplea el lenguaje trastocado y el narrador equívoco habituales de Cortázar para contarnos, desde la perspectiva de un fotógrafo y traductor, su encuentro en un parque con una escena que bien podría ser, en su imaginación, el inicio de una turbulenta historia protagonizada por un joven y una mujer. La película de Antonioni, escrita con su colaborador recurrente Tonino Guerra, involucra al protagonista/narrador en la escena que está viendo y continúa la trama mediante el recurso de la fotografía que revela más de lo que la realidad quiere contar.

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Libro: La tía Tula (Miguel de Unamuno, 1921) Película: La tía Tula (Miguel Picazo, 1964) La adaptación de clásicos literarios españoles en el cine homónimo (o incluso en formato de series) experimentó un declive progresivo pero fatal con la llegada de los años noventa y de una nueva generación de cineastas (con Alex de la Iglesia a la cabeza) interesados en tradiciones españolas como el esperpento y lo grotesco aunque siempre a través del cine de género. La tía Tula, primera película dirigida por Miguel Picazo según la novela de Unamuno, continúa siendo un excelente testimonio de un tiempo en que los clásicos nutrieron a directores y guionistas españoles de inmejorables herramientas para retratar los tiempos contemporáneos: en la novela de Unamuno, la solterona, para la época, tía Tula, ahoga sus deseos de maternidad y sus pulsiones sexuales en base a una naturaleza contradictoria y autorepresiva. Picazo y sus guionistas recurren a Aurora Bautista (no sin ironía, uno de los grandes iconos del cine nacional-histórico más canónico para el régimen de Franco) y convierten al personaje en expresión carnal de todo cuanto la sociedad española de la posguerra jugaba a aparentar y reprimir. Poco menos de diez años más tarde, Una vela para el diablo recuperó a Bautista para encarnar a otra mujer consumida por las pulsiones que reprime en lo que casi podría considerarse un guiño unamiano.


Libro: Los santos inocentes (Miguel Delibes, 1991) Película: Los santos inocentes (Mario Camus, 1984) Aunque Delibes cuenta con otras adaptaciones destacables de su obra (Las ratas, por ejemplo, dirigida por Antonio Giménez Rico, es un reivindicable fresco sobre la supervivencia en tiempos cada vez más complejos), Los santos inocentes sigue siendo hoy un ejemplo canónico del potencial del naturalismo rural para trascender su propio contexto estético y hablar de las cambiantes pero siempre universales luchas de clases en el mundo moderno. En su novela, Delibes ya construye la maraña de relaciones, renuncias y sometimientos que condicionan la familia de Paco el bajo mediante un desarrollo que acumula tensiones unas tras otras en el subsuelo del texto hasta desembocar en una catarsis de violencia; Camus y sus co-guionistas (Antonio Larreta y Manuel Matji) reproducen la estructura in crecendo del libro y dejan fuera algunas de las subtramas y personajes que retrataban el eco-sistema del pueblo para entregar a los espectadores un puñado de imágenes icónicas con las que interpretar y reinterpretar el mundo de ayer y de hoy: desde la fotografía de la familia que exhibe su dignidad a las puertas de una casa símbolo de su pobreza hasta la humanidad de Azarías junto a su milana antes de rendir cuentas a su patrón. Libro: El mundo sigue (Juan Antonio Zunzunegui, 1969) Película: El mundo sigue (Fernando Fernán Gómez, 1963) La trayectoria literaria de Juan Antonio Zunzunegui, quien ocupara desde 1957 el sillón de la RAE que dejara libre Pío Baroja, experimentó un progresivo quiebro hacia latitudes más pesimistas y críticas con la vida en las ciudades del régimen franquista una vez la atmósfera de posguerra empezó a disiparse. De esa época datan novelas como Esta oscura desbandada (1951), La vida como es (1954) y El mundo sigue (1960). Fernando Fernán Gómez adaptó esta última apenas tres años después de su publicación, una decisión coherente con el autor de El extraño viaje, por mencionar otra película que excava en las miserias morales y sociológicas de la España de su tiempo. Con ecos neorrealistas, sin llegar a caer del todo en los preceptos del movimiento, la película narra la rivalidad cainita de dos hermanas del barrio Maravillas de caracteres opuestos, relación en la que caben temas como el hambre, la violencia doméstica y el papel inútil (parece decirnos Fernán Gómez) de la Iglesia en todo ello, hasta desembocar en una tragedia que sólo sirve para ratificar el destino fatal al que la familia ya parece abocada desde el principio. Tuvo un estreno testimonial en 1965, tras el cual la censura la consideró una película maldita. Libro: El complot mongol (Rafael Bernal, 1969) Película: El complot mongol (Sebastián del Amo, 2019) Hay quien considera El complot mongol la novela fundacional del género negro en México. Aunque estas afirmaciones son siempre relativas y sujetas a revisiones muy diferentes (para empezar, qué entendemos por género negro), lo cierto es que el libro de Rafael Bernal sí inauguró, al menos, una manera de retratar la sociedad y la política mexicana (desde cierto humor caustico y una violencia naturalizada) por parte de un género por entonces en plena revolución postmoderna, lejos ya de su primera etapa clásica norteamericana. El potencial audiovisual de la novela, que cuenta los intentos de un detective mexicano por desarticular un complot chino para asesinar al presidente de EEUU en su visita a México, se vio refrendado con una primera adaptación al cine en 1978, otra para la radio en 1989, una novela gráfica y una última versión para la gran pantalla, en 2019, dirigida por Sebastián del Amo a partir de un guión escrito por él mismo. Una película que ejemplifica, a través de sus decisiones estilísticas y una lectura pulp de los códigos negros, la posibilidad de acercar los clásicos populares a los nuevos espectadores. 27


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HAY UNA GUIONISTA EN MÍ por Elvira Lindo

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unca pensé escribir para el cine, pero he tenido la insensata tendencia a dejarme llevar por la curiosidad. En 1997, Mariel Guiot, la propietaria del Alphaville, uno de los cines emblemáticos del cine de autor, decidió probar suerte como productora y se sumó a un proyecto europeo capitaneado por el canal Arte: cada país debía contar una versión de la última noche del siglo XX. Fui recomendada

Rafael Azcano ha sido una de principales guionistas españoles, ganadores de seis Premios Goya por sus guiones

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como guionista por Iciar Bollaín, que imagino que me conocía por la radio y los libros, y ese verano del 97 lo dediqué a escribir la historia. Cuando llegó el otoño, Bollaín se descolgó del proyecto y la productora y yo nos pusimos a la tarea de ver cortos de jóvenes directores para ver si alguno podían encajar con el tono, un tono de fábula, entre costumbrista y absurdo, con toques berlanguianos y desde luego cercanos al humor de Rafael Azcona. Hablamos con un joven, Miguel Albaladejo, que mientras hacía de meritorio en Todos a la cárcel de Berlanga había rodado un corto muy ingenioso, La enana. Tras la entrevista, supimos que habíamos encontrado a nuestro hombre. Así de casual fue mi principio. Yo diría que una entrada feliz al mundo del cine, porque el resultado de aquella aventura en la que la mayoría del equipo éramos novatos fue una singular película independiente, en el sentido más noble y real del término. La primera noche de mi vida ganó algunos premios en el Festival de Málaga y logró menciones y buenas críticas cuando la paseamos por el mundo. Aquel trabajo fue el primero de cuatro prolíficos e intensos en colaboración con Albaladejo. Él se convirtió en un director estimado por crítica y público, y yo no estoy segura de haberme convertido en una buena guionista, pero al menos esta aventura que duró unos cuantos años me llevó a mantener una buena amistad con Rafael Azcona, que es uno de los regalos de la vida que te da este oficio a veces ingrato. No fui a una escuela de guionistas. Yo tenía mucha pericia escribiendo diálogos y gozaba de cierto prestigio en la radio y en la tele improvisando historietas que se representaban casi acto seguido de haber sido escritas. Como siempre, me provocaban cierto complejo aquellos que provenían de los cursos de formación y conocían las singulares reglas del oficio. Yo suplía mi desconocimiento técnico con el oficio que me había dado el día a día y también con un oído muy dotado para captar y reproducir los distintos niveles del habla común. Con el tiempo fui prestando atención a la estructura, de la que poco sabía, y conociendo los mecanismos del ritmo que, sobre todo en el caso del humor, es tan importante como la frase misma.


Cuando fui a Los Ángeles a presentar alguna de nuestras películas asistí a cócteles en los que guionistas que parecían muy profesionales me extendían tarjetas que daban cuenta de su oficio, todos decían tener esplendorosos proyectos a la vista. Yo no tenía tarjeta, ni me consideraba a mí misma guionista ni tampoco contaba con proyectos que contar: eso sí, me avalaban los guiones que ya habían sido rodados. Paradójicamente, muchos de los guionistas que extendían su tarjeta no habían conseguido todavía que se rodara una sola de sus palabras. Esa sensación de que no pertenezco del todo a ese mundo cinematográfico permanece en mí. Trabajo en el cine como quien visita un país extranjero: sin que me respalde un permiso de residencia. Y creo que así será siempre. A estas alturas he escrito unos ocho guiones para el cine, incontables para la televisión, otros tantos para radio. Y aun así, soy una escritora que, de vez en cuando, se cuela como una intrusa en una producción. Aunque es cierto que la escritura de guion es un instrumento de trabajo que poco tiene que ver con el mundo cerrado de un libro donde el autor es el dios total de su universo, creo que cualquier escritor con capacidad de inventar un argumento estaría en principio dotado para esta extraña manera de contar. El problema, lo he pensado muchas veces, es que el oficio de guionista requiere una flexibilidad, incluso diría una humildad, que no todo el mundo está dispuesto a ejercer. Has de saber a renunciar a tus deseos, a ideas audaces, a tu autoría en parte. Vas a tener que hacer frente a los inconvenientes del presupuesto, que en España suele ser escaso; serás corregido por el productor, por el director, por los técnicos y, a última hora, por los actores y actrices que están en su derecho a protestar por una frase que les resulta impronunciable o por una situación que no entiendan. Y tú, con el lápiz en la mano, la mirada atenta, la capacidad de entender y atender a todo el equipo, con la serenidad para modificar aquello que tanto te había gustado en la soledad de tu escritura, tomarás nota y corregirás. Tal vez resulte que incluso te acabe gustando más el guion con las correcciones o, muy al contrario, que sepas, amargamente, que entre todos han conseguido convertir tu historia en una mierda. He vivido todas esas experiencias y alguna más y, a pesar de eso, volvería a hacerlo, volvería, porque no hay nada más excitante que escribir para unos actores que hacen verdad tus palabras, porque es emocionante observar cómo entregan su vida a lo que tú inventaste; eso es un privilegio y un regalo que recibes puede que sin haberlo merecido. Digo yo que esto será porque, en el fondo, soy guionista. Hay una guionista en mí.

«Yo no tenía tarjeta, ni me consideraba a mí misma guionista ni tampoco contaba con proyectos que contar: eso sí, me avalaban los guiones que ya habían sido rodados. Paradójicamente, muchos de los guionistas que extendían su tarjeta no habían conseguido todavía que se rodara una sola de sus palabras. Esa sensación de que no pertenezco del todo a ese mundo cinematográfico permanece en mí. Trabajo en el cine como quien visita un país extranjero: sin que me respalde un permiso de residencia. Y creo que así será siempre»

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LO QUE APRENDÍ DEL CINE por Antonio Rojano

1. A diferencia de muchos escritores, no recuerdo el día en el que comencé a escribir. No sé dónde quedó la primera historia. La pieza original del rompecabezas que he deformado durante años. Nadie imantó sobre el frigorífico aquella obrita maestra. En mi familia, no se guardan anécdotas sobre un talento secreto ni libretas en las que el niño fuera escribiendo un diario personal. No hay, tampoco, cajas de zapatos con disquetes llenos de archivos txt en ningún trastero. Nunca, hasta demasiado tarde, tuve acceso a un ordenador. Dicen que los cineastas de clase trabajadora no pueden rodar películas autobiográficas porque no conservan documentos para montar el film que les explique. Los pobres no tenemos cumpleaños registrados en cintas de vídeo y es posible que, entre distracciones y mudanzas, hayamos perdido también el privilegio de encontrar la caja metálica con nuestros dientes de leche y hasta el cuadernillo de notas de la EGB. Por situar mi origen sobre un ejemplo, con veintiún años y tras recibir la noticia de una beca de escritura, mi madre me miró a los ojos y dijo: «Pero tú, ¿desde cuándo haces esas cosas?», como si hubiera descubierto que su hijo se pinchaba heroína a escondidas. De regreso al pasado, las primeras historias sólo fueron imágenes. Dibujos grotescos a lápiz. Garabatos perfilados por el puño de un niño de ocho o nueve o diez años. De todo eso de los comienzos, apenas quedan en mi cabeza los trazos de un cómic que pinté en un cuaderno escolar. Recuerdo que era una pieza de género: un cuento de terror protagonizado por mi bisabuela (una mujer de noventa años con una cabellera cenicienta que horquillaba sobre la nuca) y una estantería repleta de libros que se lanzaban al vacío. La trama la he olvidado, pero sé que transcurría en la última habitación del piso de mis abuelos maternos, en el cuarto que quedaba al final del pasillo, en el dormitorio de la anciana. Por supuesto, era la habitación más alejada de la salita en la que siempre estaban los mayores. Y si no estaban los mayores, estaba la televisión, que para un niño venía a ser lo mismo. Pues lo dicho, allí pasaban cosas extrañas. La bombilla de la lámpara parpadeaba y se fundía cada poco tiempo. La luz iba y venía

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justo cuando yo me encerraba dentro, ya fuera jugando a las tinieblas o huyendo de los ganchos de mi hermano. Mi terror se inspiraba en hechos reales y científicos (un cable pelado), pero con ocho o nueve o diez años todo aquello, para mí, escondía una explicación sobrenatural. Seguramente, era culpa de un fantasma. Revivo la sensación con miedo, todavía hoy, aunque suene a tontería. Como si la memoria fuera un armario que oculta un monstruo de dientes huecos y en punta que nos acecha para siempre. No sé si por el olor correoso de la vejez o por el tembleque de la bombilla, la habitación de mi bisabuela se convirtió entonces en el lugar más terrorífico del mundo. La realidad es idiota como el comportamiento de un secundario en un slasher de los ochenta. Una pelota que rueda, que se detiene antes de un giro de pasillo. El vibrar de una vela por culpa del silencio de una familia disfuncional. En fin, si pienso en metáforas, la muerte se acercaba a nosotros armada con un cuchillo (a mi bisabuela, más bien), pero yo, que vivía en los principios, todavía no entendía el lenguaje de los finales.

2. Lo que aprendí del cine lo aprendí en esa habitación. O mejor dicho, en esa casa. Tras una elipsis temporal (¿acaso pueden haber elipsis que no sean de tiempo?, ¿una elipsis en la memoria no es lo que llamamos «olvido»?), resultó que mi vida me llevó a tener que instalarme en aquella habitación. Mi bisabuela había muerto. Mi abuela había muerto. Mi abuelo, el único inquilino, era entonces un pobre viudo. Lobo solitario. Vigilante de una calle angosta. Por cuestiones que ahora no vienen al caso, abandoné una carrera universitaria y comencé otra y, con veinte años, estaba de regreso en mi ciudad natal. Estaba de vuelta, pero mi mundo había desaparecido. No tenía dónde ir. Ante la imposibilidad de establecerme con mis padres, divorciados desde hacía mil o dos mil años, la solución que encontró mi familia fue la más sencilla. Lo mejor era que yo viviera con mi abuelo. Él podría ocuparse de su nieto: preparar comidas, poner alguna lavadora,


mantenerle a raya (el tipo tenía mucho carácter). A cambio, mi presencia garantizaba que, en caso de emergencia, no se encontraría solo. Sin demasiadas ganas, aceptó. Tenía problemas de salud y el niño, de algún modo, podría cuidarle. Quiero decir, el cuidado que otorga la compañía, simplemente. En media hora me mudé a su casa. Más allá de la ropa, no había nada que cambiar de sitio. Mi abuelo se convirtió en mi casero. Y también en una especie de sheriff. Y, por qué no, en un padre algo viejo. Un hombre de veinte años, con ganas de incendiar el mundo (ya había practicado con algún contenedor), y un hombre cerca de los setenta, demasiado cansado para enderezar a nadie. Antonio versus Antonio. Duelo al sol del medio día. Por suerte, el cambio se gestó en mí sin que él tuviera que usar su placa estrellada. Lo que aprendí del cine lo aprendí en casa de mi abuelo Antonio mientras escribía en la habitación más terrorífica del mundo. Puedo decir ahora, cargando la flecha de una falsa trascendencia, que me mudé a vivir dentro de mi primera ficción. Entre sus paredes (como en un recuadro de cómic), escribí las primeras páginas que salieron de una impresora. Fueron las primeras obras de teatro que se publicaron y estrenaron sobre Retrato de Henri Cartier-Bresson, Paris - 1954. Fuente: wikicommons un escenario. Incluso, alguna de esas obras recibió un premio relevante. Tuve suerte. También, por entonces, escribía relatos bros. Libros y nombres de escritores que fui amontonando breves, aunque calzarme el traje de la narrativa siempre como cabelleras indias. Libros que sacaba de una biblioteme resultaba incómodo, como el que se pone una zapatica pública. Libros de bolsillo que robaba de una librería del lla a pie cambiado. Confieso que desde el principio fueron centro (imagino mi foto y la cifra de una recompensa en la las voces las que vinieron. Y tras las voces, los personajes puerta) y que leía, minutos después del hurto, en el dormiy las escenas y... La oralidad de mi escritura me empujó hatorio de mis miedos infantiles. cia el género dramático sin apenas realizar esfuerzo. Había Lo que aprendí del cine lo aprendí gracias a que mi una voz interior que dictaba, quizá furiosa, quizá llena de abuelo pagaba una plataforma de televisión de las que rabia, quizá de abandono, y yo tomaba nota de lo que esa existían durante el cambio de milenio. Una por satélite. voz decía. En paralelo al acto de escribir, llegaron los liEntre el centenar de canales ofertados había uno que se

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«Lo que aprendí del cine lo aprendí en libros robados y en películas que hablaban de mi mundo, aunque mi mundo fuera otro. Ese lugar de luces y sombras en el que me reflejaba quedaba a miles de kilómetros, pero a la vez estaba dentro de mí. Manché mis zapatillas con el polvo del desierto. Aprendí que el que se sienta frente a una pantalla de cine puede saber quién es mirando a los ojos de los que viven dentro de ella. Comprendí mi realidad a través de la realidad de los otros» llamaba Cinematk (ctk). Irónicamente, en la pantalla de una tele descubrí el cine de autor. El cine indie. El cine clásico. De madrugada, aprovechando el sueño de mi abuelo, me enganchaba a las películas norteamericanas de los setenta. Conspiraciones, paranoia, Vietnam... Rememoro con emoción las obras teatrales versionadas de Tennessee Williams y Eugene O’Neill. Descubrí filmes a los que nunca hubiera tenido acceso un joven que no sabía en qué quería gastar su vida. Un chaval que, por su origen y aspiraciones, reproduciendo la genealogía para la que estaba predestinado, tenía pie y medio en un trabajo de pura y dura supervivencia. Y, por supuesto, medio pie en la nada. Lo que aprendí del cine lo aprendí en libros robados y en películas que hablaban de mi mundo, aunque mi mundo fuera otro. Ese lugar de luces y sombras en el que me reflejaba quedaba a miles de kilómetros, pero a la vez estaba dentro de mí. Manché mis zapatillas con el polvo del desierto. Aprendí que el que se sienta frente a una pantalla de cine puede saber quién es mirando a los ojos de los que viven dentro de ella. Comprendí mi realidad a través de la realidad de los otros. Mis palabras eran sus palabras. Mis gestos, los gestos de esos hijos de familias rotas que llenaban un cine al borde de la ruina. Jóvenes como los que protagonizaban La última película de Peter Bogdanovich. Ellos era yo. Éramos nosotros. Aprendí de esos muchachos tanto como de los que dialogaban con sus madres desde el asiento trasero de un Chevy amarillo en los relatos de Richard Ford o Tobias Wolff. Era uno más de esa estirpe. Siempre lo había sido. Y esa filmoteca en ruinas, en la salita de la casa de mi abuelo, me enseñó quién era pero, sobre todo, quién no quería llegar a ser.

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3. El cine me empujó hacia un umbral desconocido. Yo, una nave destartalada que se estremecía en los centros de un agujero negro. Todavía estoy allí. Tras el horizonte de sucesos. Justo al otro lado. No he sabido ni he querido regresar. A cambio, la confusión. Es decir, ya nunca más sabría dónde quedaba lo real y dónde lo inventado. No terminé la segunda carrera. La abandoné. Mientras vivía con mi abuelo, el cine llegó y lo jodió todo. El destino trágico se cumpliría. No me importaba. Tras la odisea en el espacio, ahora podía observar este mundo usando las reglas del otro. Comencé a clasificar mis vivencias según los géneros cinematográficos. Mi bisabuela: el terror, mi abuelo: el western, mi sueño de escribir: la ciencia-ficción... La realidad podía ordenarse como la estantería de un videoclub. Del cine aprendí algunas cosas útiles para la vida, entre muchas otras que no servían para nada. Algunas de las inútiles las usé en mi escritura. Por ejemplo, que todo lo que es «completo» se divide en tres partes (Aristóteles), que un protagonista debe salvar a un gato, nada más comenzar la historia, para que el espectador conecte con sus objetivos (Snyder), que lo que está destinado al ojo no debe repetir lo que se destina al oído (Bresson), que una película sangrienta puede resultar relajante como un masaje en los pies (Ducornau), que la gente no habla en la vida real como hablan los personajes (Mamet), que hay que entregarse a la obra y ponerse a merced de los accidentes (Sang-soo), y que el espectador siempre gana, pero el autor siempre pierde durante el intercambio (Tarkovski), por citar siete ejemplos. Dice Celine Sciama que el cine está cerca de la utopía, «un lugar que ni siquiera es un país». Estoy de acuerdo. Y añado (aunque no invente nada) que el cine es una paradoja temporal. La película nace en el pasado, en algún punto de la memoria del autor, y se dispara hacia el porvenir. Hacia lo que no existe. Cualquier relato, mientras avanza, ocurre siempre en un presente tensado. El final, bueno o malo, trágico o feliz, llegará más tarde. Pero mientras llega... ¡Oh, incertidumbre...! ¡Todavía es capaz de ser lo que quiera! El mundo real nos empuja fuera del tiempo, nos adormece, pero no así las películas, que nos meten dentro de él (nos hacen mirar noventa o ciento veinte minutos o más). Detienen la vida y nos obligan a estar allí con un propósito. Da igual si toman la forma de un biopic medieval o de una aventura en el siglo XXXII. Al entrar en el tercer acto, las películas cambian el destino de sus personajes, pero también de los espectadores que las ven e, incluso, por qué no, de los que las imaginan. Tal y como me ocurrió a mí. El muchachito desamparado que

«Del cine aprendí algunas cosas útiles para la vida, entre muchas otras que no servían para nada. Algunas de las inútiles las usé en mi escritura. Por ejemplo, que todo lo que es “completo” se divide en tres partes (Aristóteles), que un protagonista debe salvar a un gato, nada más comenzar la historia, para que el espectador conecte con sus objetivos (Snyder), que lo que está destinado al ojo no debe repetir lo que se destina al oído (Bresson), que una película sangrienta puede resultar relajante como un masaje en los pies (Ducornau)» empezó a habitar los libros que, como en su primer relato de ficción, caían, o mejor dicho, despegaban desde una estantería. Platillos volantes dispuestos a trasladarle a otro universo. A una galaxia lejana, a miles de años luz, en la que todavía permanece y desde la que escribe estas palabras.

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UN SONIDO SOBRE NEGRO. LA EXPERIENCIA DE ESCRIBIR CINE Y FILMAR LIBROS.

por Francisco Navarro

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levo años escribiendo para ganarme la vida. Aprende a vivir de la pluma decía Flaubert. ¿O era Balzac? Siempre los confundo. Me hice guionista de cine por necesidad. Y escribí más bien por vanidad un libro de relatos entrelazados que conformaban juntos una (mi) primera novela. Entre guiones de televisión -empecé joven, en una serie diaria- y películas -filmadas o no- habré escrito entre unos cincuenta o sesenta guiones. Estoy en el proceso de escritura de lo que será, ahora sin relatos entrelazados, mi segunda novela. Estoy trabajando en dos guiones de cine que comienzan su filmación el año que viene. Estreno una serie de terror en dos meses y una película en unos siete. Me paso el día, los meses, los años, la vida, ante la pantalla. Frente a los dos procesadores de textos (el de guiones, por cierto, con sus propias reglas y formato estándar de la industria) ante los que Balzac -¿o era Flaubert?- hubiera disfrutado lo suyo. Tecleo. Releo. Tecleo. Releo. Leo. Tecleo. Tecleo. Y en este tiempo no pocas veces ha surgido una pregunta. Por parte de compañeros guionistas. Por parte de amigos escritores. Por parte de mi entorno cercano de músicos. Por parte de los pocos periodistas que se hicieron eco del libro conociendo mi trayectoria como guionista. ¿Por qué escribir un libro ahora? A ese pregunta suelen seguirle otras: ¿qué diferencia hay entre escribir cine y escribir literatura? ¿Es distinta la manera de abordar la escritura? ¿Las ideas? ¿En qué se parecen? ¿Cuándo o cómo elijo si una historia será un guion o una obra publicada? Mi oficio de escribir (cine) con mi vocación -tardíade escribir (libros). Vale. Vamos a intentar contestar. A lo segundo. Aunque, siendo sinceros y tirando de tópicos, en realidad yo no elijo nada. Las historias, los personajes, van buscando acomodo y es más o menos el tipo de narración, el ritmo o algo tan prosaico como la capacidad de financiación la que decan-

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ta que el texto acabe siendo un guion -con suerte una película- o una novela, un relato o -aún con más suerte- el capítulo de toda una serie. Aunque eso es hablar de dinero. Y hablar de dinero está feo, ¿no? Así que vamos al principio. El principio es el mismo. El impulso de retratar un lugar. Un estado de ánimo. Un personaje. A veces es algo más prosaico. Mi única inspiración es la llamada de un productor decía Cole Porter. Lo siento, hemos vuelto al dinero al invocar a este compositor por encargo. Me siento cercano a él, a Carole King, Randy Newman, Ennio Morricone, Carmen Santonja, Ry Cooder o Jack Nitzsche; como desde siempre me he sentido cercano a Richard Matheson, Elmore Leonard, Leigh Brackett, Rafael Azcona, Clive Barker, Alan Moore, Luciano Vincenzoni, Jodoroswky, Gérard Brach. Todos ellos han escrito por dinero, por encargo, para otros; para el cine o la industria del cómic o han formado parte de la vieja y ya extinguida -cómo la echamos de menos- tradición del libro baratuno de páginas amarillentas que se lee un poco de esa manera. Todos han escrito y reescrito adaptando lo que querían contar -o la melodía que les rondaba por la cabeza- a lo que se les pedía. A por lo que se les pagaba. Y así se podría, en fin, resumir la gran diferencia entre las dos escrituras: quién paga esta fiesta. Pero, venga. Vamos. No hablemos de dinero. Volvamos al principio. El principio. Dónde, cómo, por qué. Cuánto.


«¿Por qué escribir un libro ahora? A ese pregunta suelen seguirle otras: ¿qué diferencia hay entre escribir cine y escribir literatura? ¿Es distinta la manera de abordar la escritura? ¿Las ideas? ¿En qué se parecen? ¿Cuándo o cómo elijo si una historia será un guion o una obra publicada? Mi oficio de escribir (cine) con mi vocación -tardía- de escribir (libros)» Lo primero que escribo en ambos casos suele ser una imagen. Bueno, no. En realidad lo primero, más lejos en el tiempo, más escondido en el pecho, aún más profundo, en algún sitio de la cabecita es un sonido. Un sonido concreto siempre sobre la pantalla en negro. Ese sonido sobre negro suele ser el arranque de cualquier historia. El principio. A veces ni siquiera es aún una historia. A partir de ese sonido empiezo a imaginar tanto un texto literario como un guion. O incluso una crítica, hace mucho, cuando escribía críticas. En ese primer instante primordial no hay diferencias entre el guion, incluso si es de encargo, y el texto literario que será un cuento, una novela, y que se escribe por puro gozo y donde no hay más expectativas que las de ver las horas pasar. Que las de consumir el tiempo. Escribir como única manera de pasar el tiempo sería una buena manera de pasar el tiempo. Entonces, vale, un sonido. Un sonido que será cine en el momento en el que lo describa en el guion, con toda la precisión de la que sea capaz, la naturaleza concreta del sonido. El sonido sobre negro que da paso a la primera imagen. El hilo que asoma y del que tirar para construir toda la historia.

Yo no haré ese sonido. No lo crearé como tal. Solo lo describiré. No podré inventarlo. Solo invocarlo como se invoca la suerte. El sonido primero sobre negro del que parte el guion lo hará el actor quizá recitando una línea de propio guion o será puede un fragmento de la voz en off grabada ante un micrófono desnudo. O quizá lo haga el artista de foley -quizá el más bello oficio de todos los oficios que componen el cine- en una sala. O quizá sea un sonido vivo, no artificial; un sonido natural que registró el pertiguista en el rodaje. Ese sonido es cine. Y es cine porque lo imagino yo y lo hacen otros. El mezclador terminará de afinar el sonido que quizá ha pronunciado el actor, que quizá ha creado el ingeniero de sonido. Ese sonido es cine. ¿Es literatura ese sonido? Con él arranca, de igual modo, la narración. Con él empieza el viaje. Pero no es un sonido en realidad. Son palabras. Y es mi entera responsabilidad transmitirte a través de las palabras su longitud de onda, sus matices, ayudarte con los silencios que construyen el sonido. Me toca a mí grabarlo con palabras, editarlo con palabras; reconstruirlo. Y que con ese sonido lleguemos a las puertas mismas de la historia. Es literatura ese sonido.

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Ahora sí: al sonido le seguirá una imagen. Al fin. Pensemos en esa imagen. Mmm. Un hombre. Un hombre abre los ojos en una cama. El sonido sobre negro lo ha despertado: era un golpe. Un golpe antinatural. Extraño. Como algo que se arrastra. O el paso de una cuchilla afilada sobre un cristal. O una voz que decía papá con el mismo timbre que el de un niño que murió hace tres años en esa misma mismita casa. Un sonido que no se puede producir a estas horas de la noche en esa casa vacía. Una casa sin niños ni cuchillas sobre el cristal. La imagen escrita ha pasado de la cabeza al teclado a la pantalla en blanco al pdf. Se imprime en la productora. ¿Quién lee esa imagen? ¿Quién espera en la estación vacía? ¿Un editor? ¿Un productor? ¿O todo un equipo esperando para ejercer sus distintos oficios? El cine está lleno de lectores: cada persona que hace la película. Lee esos nombres al principio o al final de cada película y tendrás a mis lectores potenciales cuando escribo un guion. El editor, sin embargo, leerá cada palabra de mi texto literario con la exigencia y precisión de un cirujano. Analizará el ritmo preciso de la escritura imaginando casi el teclado clac clac clac rápido como ahora lo lees tú y las palabras se agolparán en su cabeza como estas palabras clac clac clac clac se agolpan en la tuya. Esta palabra sobra esta no va ¿no falta una coma? esto es un error de concordancia esto me gusta deberíamos darle más vida a este personaje ¿un capítulo más como este? Las palabras tienen en el texto el valor de las palabras y son solo -¿solo?- palabras. En el guion no. Las palabras no son solo palabras. Poco importan, a veces, las palabras en un guion. El productor es tu otro lector. ¿Igual de exigente? ¿Más exigente? Quizá él te ha encargado este texto. Te ha pagado por

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él. Ha hablado contigo varias veces antes de que empieces a escribir. A veces con cierta desconfianza. Ha querido estar seguro de qué cuándo cómo por qué. El productor lee y piensa. Y las palabras no son palabras. ¿Cuánto cuesta?, se pregunta. En su cabeza empieza un viaje que va de una televisión a otra, de una plataforma a otra, de un gobierno a otro, de un inversor a otro. En cuanto el director -sin gorra ni gafas ni barba solo un hombre normal que va a filmar la historia- se sienta ante el texto surgen nuevas preguntas: Por qué esto mejor esto no esto me gusta esto lo quitamos dale una vuelta siempre el dale una vuelta hagamos otro borrador cambiemos el tercer acto este actor al final va a ser gallego y no andaluz reescribamos los diálogos para él no podemos rodar en esa localización uy se nos va a quedar largo esto quitemos la secuencia de acción. Dale. Toma. Toma. Dale. Clac, clac, clac. Es inmediato. Y no puede detenerse. Como Evel Knievel lanzado hacia el fuego. En cuanto se lee un guion que gusta, un círculo de personas e intereses se mueven en torno a su transformación. El hombre que ha despertado en esa casa vacía es un hombre distinto en tu cabeza y en la mía. En la del director sin gorra y el productor de las cuentas mentales. Pero ya que se va a filmar, al filmarse solo puede ser un hombre y no los mil hombres en las mil camas que serían ese hombre en esa cama. No te has atrevido a describir mucho sus rasgos: para qué perder el tiempo, piensas. Al final lo hará el actor que tenga fechas, el que esté disponible, el que nos venga bien a todos, el que salga por la tele haciendo el tonto a la hora de la cena y escuchando gilipolleces frente a dos calcetines. En el relato publicado, en la novela que escribes, ese hombre sí tiene unos rasgos precisos que tú has buscado que tenga y has pasado


«Las palabras tienen en el texto el valor de las palabras y son solo -¿solo?- palabras. En el guion no. Las palabras no son solo palabras. Poco importan, a veces, las palabras en un guion» un buen rato describiendo el olor que desprende y los dientes verdosos amarillos y la forma de su nariz y la manera de hablar que has reproducido tal cuál la quieres, porque son palabras, solo palabras lo que usas. Y tu personaje será mil personas en mil cabezas y no se paseará por los platós escuchando tonterías de dos calcetines en horario de máximo audiencia. El guionista teclea su guion y lleva unas cuantas páginas dalequetedale hasta que, algo pasa. ¿Me aburro? ¿Te aburres? Qué cruel es el espectador futuro de esta película no nacida, piensa, o añora; porque de escribir para su amigo el editor él podría frenar de manera caprichosa la narración y decir un poco lo que piensa, puede incluso decirse en voz alta que no tiene miedo de aburrir y que el hombre que al que ha despertado el ruido piensa algo que solo nuestro escritor sabe que piensa o se ha acordado de algo que nos lleva a muchos siglos atrás y podemos contar esos siglos atrás y otro paisaje y no importa lo que cuesta viajar ni lo que cuesta pararlo todo para que el hombre de la cama se acuerde de algo. Ojo, porque la trama avanza por otro lado: el guionista se da cuenta de que el hombre al que llevamos siguiendo media hora en la pantalla tiene que hacer algo. Rápido urgente venga. Que no se quede parado pensando en cosas de hace un siglo. Porque esto no es un libro, no te entretengas. Porque en una mesa de una tele alguien tiene una fila de guiones que leer y este está colmando su paciencia y en una mesa italiana1 con todos los actores se han escuchado algunas toses y suspiros y en un cine alguien que no tiene mucho dinero resopla pensando por qué me metí justo en esta película con las otras dos que había y el escritor de la película que soy yo que soy el escritor del relato piensa que no puede aburrirte y que tiene que pasar algo y algunos a veces tienen una pizarra en la que pone las cosas que van a pasar para que la gente no se aburra. Y en el libro las palabras son hermosas y te permiten viajar y piensas que es como mirar por la ventana del tren y que a veces es mejor mirar por la ventana del tren que llegar a donde vaya el tren. ¿A dónde va el tren? El tren: la gente quiere pasar un rato delante de una pantalla. Que le cuenten algo más o menos interesante, sí, cla-

ro. Pero que no le aburran. Y eso haces. Eres guionista. Tu trabajo es no aburrirlos. Entretenerlos. Con todas las herramientas que tienes a tu disposición. Sin pudor. Sin prejuicios. Vas a pasar un buen rato -en mi caso, que hago terror y thriller sobre todo vas a pasar un mal rato- y es lo que le prometes a toda esa cadena de personas y lectores de un texto no escrito; vas a pasar un mal rato y a ganar algo de dinero le prometes al productor; vas a pasar un mal rato y no vas a mirar al reloj, le prometes al futuro espectador. El libro: el libro quiere enredarte con sus palabras y entretenerte, sí. No quiere que lo dejes aburrido y busques otro. Eres escritor y en el libro te tomarás tu tiempo y recordarás que cuando empezaste por aquel sonido solo querías contar una historia en la que la palabra dinero no estuviera tanto en tu cabeza. O en la que te desordenaran las páginas y cambiaran incluso el significado. Porque en el montaje, la última escritura del cine, el guionista ve transformado y reescrito su manuscrito. Y piensas de nuevo en el dinero porque te pagan por eso. Un sonido sobre negro. Un lector abre un libro, pasa las páginas. Escuchamos el papel. El cine que tiene en su cabeza proyecta las imágenes. Un sonido sobre negro. El ajetreo del hall de un cine. Moqueta en el suelo. Olor a palomitas. Un espectador ha comprado su entrada. Ha leído algo bueno en algún lado. O ha encontrado la película empezada en televisión. O la ha buscado en una plataforma. La película me necesitó y me abandonó. La escribí y otros la hicieron y pegaron los trocitos y en el montaje la reescribieron. La estrenaron y ahora vive en el recuerdo de todos los que la hicimos. El libro te necesita, solo a ti, en la cama o en el sofá; como te necesito yo, atento y tranquilo, llegando al final de este texto que, por supuesto, no he escrito por dinero.

1. Allí donde se reúnen actores, escritor y director a leer el guion futuro, la película no rodada. Por primera vez. Y en voz alta.

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EL DINOSAURIO, LA LITERATURA Y EL CINE por Alejandra Moffat

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enía quince años y vivía en una ciudad rodeada de ríos, lagunas, bosques y mar. Mis días predilectos empezaban al saltar la reja que me permitía escapar del colegio y terminaban al ver caer el sol sobre la playa invernal. El mar se veía negro en los días de tormenta. Algunos recreos los pasaba en la inspectoría general porque insistía en usar pantalón en vez de jumper, rayaba mi delantal, fumaba detrás de la cancha de fútbol, hablaba en clases y era una profesional del copiado de pruebas. Una estudiante ejemplar. Mi dealer se llamaba Jorge y tenía cuarenta años. Para llegar a su casa, me bajaba en el paradero del Museo de Historia Natural y atravesaba la plaza de árboles inmensos. El Tiranosaurio Rex de doce metros estaba a un costado del museo. Algunos niños se asustaban cuando chocaban con sus patas casi invisibles por la niebla. La gran escultura tenía la misión de recordarnos la prehistoria, pero su color y textura eran iguales a esas figuras plásticas de juguete que al sumergirlas en agua, crecen como por acto de magia. Una tarde vi a un hombre encaramado a una gran escalera con escoba en mano, sacándole al dinosaurio verde las hojas naranjas, amarillas y rojas que se habían pegado a su cuerpo. Luego con una manguera lo lavó. A unos pocos metros, en el paradero, las personas esperaban fumando, acomodándose los gorros, contando monedas o conversando. Cuando se subían a las micros de vidrios empañados, sus cuerpos se transformaban en manchas de colores difuminados. El hombre encargado de limpiar al dinosaurio iba acompañado de una niña de diez años que tenía miedo de que el animal gigante se resfriara porque no habían llevado toallas para secarlo. Mi dealer de películas vivía con su papá de ochenta años. Un señor pálido y delgado que no me saludaba cuando nos cruzábamos por casualidad en el pasillo o a la salida del baño. Se vestía con un terno viejo, y del bolsillo de su chaqueta, se asomaba siempre un pañuelo blanco planchado. Usaba colonia de lavanda y odiaba el cine. Su esposa, la mamá de Jorge, se había ahogado hace treinta años. Estaban los tres de vacaciones acampando en la ladera de un río cuando ella se metió al agua. Un hombre que tenía a sus caballos pastando cerca de la orilla encontró su cádaver horas después.

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—Ahora mi papá me roba plata y se va a los caballos, es adicto a las carreras— me confesó Jorge una tarde. Yo no era su clienta favorita porque no tenía buena memoria. Él siempre esperaba que recordara los nombres de las películas, del elenco, de las directoras que me recomendaba. En realidad, Jorge sospechaba de mí y tenía toda la razón de hacerlo. No sabía si era realmente amante del cine o de ver las escenas cercanas a ese dinosaurio que estaba a unas cuadras de su casa. Tenía razón, mi corazón estaba más que dividido. A Jorge jamás le dije dealer, creo que usé por primera vez ese termino después de ver varias películas de acción. En algún momento naturalicé esa palabra. En los VHS que me grababa venía una propaganda contra la piratería que empezaba en un barco y terminaba con un policía persiguiendo a un hombre en un pasaje claramente extranjero. El policía lograba atrapar al supuesto ladrón y abría su mochila de la que caían películas con caratulas hechas a mano. En mi ciudad no había cines, todos habían sido transformados en iglesias. Las carteleras fueron reemplazadas por horarios de misas. Y los estrenos, por días de bautizos, primeras comuniones y confirmaciones. Mi dealer me llevó por primera vez a un ciclo organizado por la Universidad de Concepción donde vi muchas películas en pantalla grande, entre ellas, El espíritu de la Colmena de Víctor Erice y La flaca Alejandra de Carmen Castillo. Ambas me fascinaron. Jorge estaba en todas las funciones, siempre vestido de negro y con el pelo amarrado. Cuando se muriera su papá, el plan era vender la casa y comprarse una moto para viajar. Volver a acampar en distintas laderas de ríos. Era aventurero como su mamá. Mientras tanto, esperaba la muerte viendo películas. En julio de este año volví al sur. En el lugar donde estaba la casa de Jorge y su papá, ahora habían construido un edificio de veinte pisos. En el viaje recorrí distintos lugares, y conocí a un caballo que me recordó a ese señor delgado de 80 años que usaba colonia de lavanda. Al caballo le gustaba mucho el agua, estaba obsesionado con una poza, como si quisiera encontrar algo al fondo. Con sus patas la pisaba fuerte, y acercaba su cara que se mojaba. Pasó toda la mañana haciendo eso. No se movió de lugar. Cada tanto, otros caballos se acercaban pero después de un rato, lo volvían a dejar solo. Me emocionó ver la escena, y cuando la filmé, descubrí que de cerca los caballos se


parecen mucho a los camellos, y que el paisaje se refleja en sus ojos grandes. Y al proyectar las imágenes que había filmado, me acordé de los caballos del papá de Jorge, esos que galopaban sobre una pista de carrera. Y pensé en esas extremidades rápidas que dejan estelas, barridas y fantasmales, de sus movimientos. Y decidí que algún día iba a escribir sobre ellos. Tal vez algo donde aparecieran y desaparecieran como fantasmas, pero sin asustar a nadie. Que hablaran sobre un río sin nunca nombrar a la muerte. Antes de empezar a escribir este texto, busqué información sobre la plaza que recorrí tantas veces en mi adolescencia y me enteré que el Tiranosaurio Rex fue trasladado seiscientos kilómetros en camión. No encontré fotografías pero en un diario leí que antes de iniciar el viaje se dieron cuenta que no cabía debajo de los puentes. Lo tuvieron que dividir. La cabeza por un lado, las patas por el otro, el cuerpo en otro. Tres camiones en fila trasladando una tonelada de dinosaurio. Me pareció hermosa esa imagen también. Unos fragmentos de dinosaurios por la carretera del sur. Hace unos días una amiga me decía que no hay que adaptar los libros que nos han sorprendido, encantado, conmovi-

do hasta los huesos. Esos no hay que tocarlos, insistía sentada en el bar. Me reí mucho. Me pareció una fantástica idea. Nunca lo había pensado. El problema es que se adaptan novelas muy buenas, repetía en voz alta. ¿Para qué quieres adaptar o modificar algo que ya es muy bueno?, ¿quién ha escrito la adaptación en novela de lo que considera una muy buena película? Le conté a mi amiga que algún día me gustaría escribir un libro que terminara con un gran dinosaurio de papel maché olvidado en un estacionamiento de un ex cineclub. En la madrugada empieza a lloviznar, y el dinosaurio se hincha de a poco por la humedad. Ella me preguntó de qué se trataría la novela. Le dije que no tenía idea pero que al menos, ya tenía el final. Hace cuatro años estaba escribiendo un guion y propuse que hubiera un dinosaurio en una tienda de colchones. Un adolescente con un disfraz de dinosaurio. Así empezaba la película, con un Tiranosauro Rex despertando de una siesta en un colchón cubierto de plástico. La película era en Tijuana, México. Nunca la filmamos. Quizá pase lo mismo con la novela. Que al final nunca la escriba. Quizá cuando cumpla ochenta años, ni recuerdos tenga de dinosaurios y caballos.

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Poemas de amor, de Idea Vilariño: CUANDO NO SE TRATA DE AMOR, SINO DE DAR LA VIDA por Margarita Leoz

Octavio Paz sostenía que los poetas no tienen biografía: su obra es su biografía. Idea Vilariño era poeta, era uruguaya y era una incógnita. «No sé cómo decirte qué es la poesía para mí. Es una forma de ser, de mi ser. Todo lo demás de mi vida son accidentes. […] La poesía no fue accidental. Mi poesía soy yo», decía. Idea Vilariño vivió en Montevideo entre 1920 y 2009. Se la encuadró en la llamada Generación del 45, un grupo de jóvenes escritores, críticos y editores llamados a superar las herencias modernistas, entre los que se encontraban Mario Benedetti, Manuel Claps, Emir Rodríguez Monegal o Ida Vitale. De ellos Idea Vilariño siempre se mantuvo cerca y, a la vez, un poco lejos, defendiendo a ultranza una soledad feroz. Una mujer altiva, distante, seductora, dueña de sí misma, de rostro hermoso pero frío, un rostro sin sonrisa, una mujer atrayente y misteriosa, jamás en paz, una fortaleza prácticamente inexpugnable. Una profesora severa que obligaba a copiar lo dictado a sus alumnos. Una traductora tenaz que tradujo a Shakespeare y a Queneau

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-al intraducible Queneau-, sin haber puesto un pie en el extranjero, bastándose solo con las enseñanzas del liceo y su autodidactismo. Así era Idea, hija de un poeta anarquista y de una gran lectora de literatura europea, la mediana de cinco hermanos con nombres tan originales y expresivos como el suyo (Poema, Azul, Alma y Numen se llamaban sus hermanos), criada en un ambiente donde reinaba la música y la poesía. Una poeta, una poeta implacable. La experiencia de la enfermedad -el asma y un eczema despiadado que le provocaba terribles sufrimientos en la piel de todo su cuerpo- influyó con seguridad en el tono punzante, herido, en carne viva, de su poesía. Con menos de treinta años escribía ya versos tan desgarrados como estos de Paraíso perdido (1947): «No quiero ya no quiero / la sucia sucia luz del día». O estos, poco después, de Nocturnos (1955): «Qué fue la vida / qué / qué podrida manzana / qué sobra / qué deshecho». Enraizados en un sustrato nihilista y escéptico, tales eran los poemas anteriores a Juan Carlos Onetti, los poemas anteriores a Poemas de amor.


«Una poeta, una poeta implacable. La experiencia de la enfermedad ―el asma y un eczema despiadado que le provocaba terribles sufrimientos en la piel de todo su cuerpo― influyó con seguridad en el tono punzante, herido, en carne viva, de su poesía» Fuente: wikicommons

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tercera esposa, Elizabeth María Pekelharing, de la que se separó en 1955 para casarse con la flemática y resignada Dolly Muhr, su compañera hasta la muerte. La relación de Idea con Onetti, pese a que se extendió con altibajos durante décadas, carecía de lo duradero, de la persistencia: «Siempre estará faltando / la honda mentira / el siempre».

Idea Vilariño y la generación del 45. Fuente: @wikicommons

Hubo muchos hombres en la vida de Idea Vilariño, pero por Onetti sintió la pasión más tortuosa, más devorante, cuya llama en esencia no se apagó nunca. Fue también del mismo modo para él, probablemente, quien acabó poniendo un océano de por medio, exiliado en Madrid desde 1975 hasta su muerte en 1994. Se conocieron a comienzos de la década de los cincuenta, en un bar de Malvín, el barrio de Montevideo. «El último hombre de quien debí enamorarme», aseguró ella en una de las poquísimas entrevistas que concedió, «teníamos la relación más difícil y más imposible». La primera versión de Poemas de amor data de 1957. Paradójica y extrema, su poesía es dura y delicada, escueta y excesiva, reservada y exhibidora. Al tiempo que buscaba la reducción de la forma, añadía composiciones a sus poemarios antiguos en vez de escribir otros nuevos; los dieciséis textos de la primera edición de Poemas de amor se convirtieron en sesenta y siete en su versión final. Quizás solo buscaba comprender, quizás necesitaba obsesionarse para comprender. Poemas de amor se lo dedicó a Onetti. Tres años atrás, en 1954, él le había dedicado su novela Los adioses, estando todavía casado con su

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«Aunque este libro esté dedicado a Juan Carlos Onetti, no todos los poemas son suyos. Lo son sin duda los más dolorosos o desolados», declaró ella. En ediciones posteriores, ofendida, la poeta eliminó la dedicatoria. Esta supresión parece encarnarse en su poema «Adiós»: «Aquí / lejos / te borro. / Estás borrado». En la recta final de sus existencias, cada uno por su lado («Ya no soy más que yo / para siempre y tú / ya / no serás para mí / más que tú»), los dos escritores manifestaban quererse y no sentirse queridos por el otro, manifestaban desconocerse. Acaso, como dice un verso de la poeta española Sara Martínez Navarro, «es mejor amar las cosas que conocerlas». Poemas de amor no es un libro narrativo como se ha dicho, con un argumento, con principio y fin, con capítulos, sino un poemario nominativo. Los poemas no narran, designan; construyen con palabras la subyugante relación del sujeto poético con el amor. Este tránsito recorre distintas paradas, como la decepción, el recuerdo, el sometimiento, la ensoñación, la plenitud carnal, el desapego, la angustia o la ira. La espera y el dolor constituyen sus estaciones permanentes. Más allá del destino aguardado, la espera es un estado en sí mismo de la voz poética: «Estoy aquí / en el mundo / en un lugar del mundo / esperando / esperando. / Ven / o no vengas / yo / me estoy aquí / esperando». En cuanto al dolor, el poemario entero toma el aspecto de un cuerpo enfermo, sufriente, herido, calcinado: «Puede ser que


si vieras Hiroshima / digo Hiroshima mon amour / si vieras / si sufrieras dos horas como un perro / si vieras / cómo puede doler doler quemar / y retorcer como ese hierro el alma / desprender para siempre la alegría / como piel calcinada / o vieras que no obstante / es posible seguir vivir estar / sin que se noten llagas / quiero decir / entonces / puede ser que creyeras / puede ser que sufrieras / comprendieras». El libro es, además de enfermo, un organismo roto, mutilado, hecho de despojos y desgarros. Abundan las imágenes del cuerpo inválido («ciego amor», «el muñón»), proyectadas en el estilo brevísimo de las composiciones y de los versos -de una sola palabra incluso, casi cortados más que cortos-, con brusquedades gramaticales intencionadas y una ausencia absoluta de comas. A pesar de la esterilidad del cuerpo avejentado («el pelo encanecido / miope el ojo») y de lo infecundo de la unión de los dos amantes («que ya no demos más / que estemos ya tan secos»), las carencias y los padecimientos no debilitan la voz poética. Esta se crece, se yergue, una expresión femenina que reafirma su libertad, dispuesta a asumir todos los riesgos, incluso la propia aniquilación. Una voz orgullosa que no renuncia, que apuesta, sin reservas, sin indulgencias, en las mismas condiciones que su amado, que su contrario: «río y ríe / y me mira y lo miro / me dice y yo le digo / y me ama y lo amo […] / y me vence y lo venzo / y me acaba y lo acabo». A diferencia de otros autores, que precisan que la ola de la emoción repose para ponerse a escribir, Idea Vilariño escribía en los momentos más álgidos, de mayor urgencia, de más profundo ahogo. Sentía entonces la necesidad de la poesía y escribía en papelitos, en cualquier parte. Sus poemas están cargados del tremendo ímpetu del instante de la mortificación y se percibe: «Quemame dije / y ordené quemame / y llevo llevaré / -y es para siempre- / esa marca / tu marca / esa metáfora». Aquejados de amor y aquejados de dolor, invadidos por la pulsión de vida y por la pulsión de muerte, los textos de Poemas de amor exudan un masoquismo placentero y desmedido, basado en una pasión que

agota, en palabras de Annie Ernaux, un «capital de deseo». Un amor a contrarreloj, con el agua al cuello; un amor que cuanto más se usa, más presto concluye: «Tal vez tuvimos sólo siete noches / no sé / no las conté / cómo hubiera podido. / Tal vez no más que seis / o fueron nueve. / No sé / pero valieron / como el más largo amor». Esta composición titulada «O fueron nueve» es una muestra de esos poemas donde emerge una cierta dicha y que, por contraste con el tono predominante del poemario, lo dotan de mayor verdad, de mayor autenticidad. Incluso en esta poesía doliente y trágica cabe un destello de plenitud, aunque sea recordada. Así sucede también en poemas como «Seis» o «Sabés»: «seguramente me engaño / pero creo / pero ésta me parece / la noche más hermosa de mi vida». ¿Cuáles son los vestigios del amor? ¿Qué queda, qué permanece? Una noche, un puñado de recuerdos, unas cartas, unas sábanas revueltas. «Hoy el único rastro es un pañuelo / que alguien guarda olvidado / un pañuelo con sangre semen lágrimas / que se ha vuelto amarillo». En líneas generales, los poemas de este libro hablan del pasado del amor, pero los límites temporales en ocasiones se borran, se vuelven brumosos («No te amaba / no te amo / bien sé que no / […] pero te amo / te amo esta tarde / hoy / como te amé otras tardes»). El presente es efímero y el futuro no existe. Nos encontramos ante un poemario dominado por la pérdida y por aquello que no se dio, que no pudo ser: «Puedo sólo sufrir / por los días perdidos / por lo imposible ya / por el fracaso». Pocas imágenes, pocos escenarios. Los espacios que abre son solo oportunidades truncadas para la felicidad. El texto elude la anécdota; adelgaza el detalle hasta el límite. La adjetivación escasea. En algunas composiciones, las acciones imperan, como en el poema «Escribo pienso leo»: «Escribo / pienso / leo / traduzco veinte páginas / escucho las noticias / escribo / escribo / leo. / Dónde estás / dónde estás». Pero estas acciones denotan precisamente su propio absurdo: hacer cosas, en vano, para evitar

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blandas sábanas / entre la noche / tiernos / solos / feroces / entre la sombra / entre las horas / entre / un antes y un después». Este texto ejemplifica el papel de la elipsis en la poesía de Idea Vilariño, de ese situarse en el entre, escribir el vacío, un texto que muestra y silencia, que enciende y apaga, que da y retira. Solo la escritura puede colmar ese no lugar. Solo en la escritura esos dos cabos antagónicos se pueden tocar.

Portada de Poemas de amor de Idea Vilariño

pensar en la persona amada. El sujeto se divide: la parte visible acomete sus tareas cotidianas, mientras la otra, agazapada, espera, desea. Esta duplicidad no es la única del poemario. En el poema «Dónde» también se expresa este desdoble entre una apariencia sosegada y una pasión oculta y desenfrenada: «Dónde el sueño cumplido / y dónde el loco amor / que todos / o que algunos / siempre / tras la serena máscara / pedimos de rodillas». El dolor, el amor no convencional -¿acaso el amor, el verdadero amor, puede serlo?- posee ese efecto divisorio, esa fuerza de descomponer, de desunir, de demediar lo que fue uno («me parte el pecho / me parte en dos»). Algunos poemas se afinan, por el contrario, no mediante la supresión de la adjetivación o del suceso, sino mediante la abolición de las formas verbales. Esto ocurre, por ejemplo, en «Entre»: «Entre tus brazos / entre mis brazos / entre las

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Como ya se habrá advertido en los versos citados, ni en Poemas de amor ni en ninguno de los otros libros de Idea Vilariño hay giros ilustres, pretenciosos o «literarios». Todo es esencial y algo abstracto, como si fuese superfluo aclarar más, ser más explícito. Ninguna floritura que busque epatar (¿epatar a quién?). Ridículo nombrar aquello de sobra conocido para la primera persona que enuncia y la segunda persona que recibe, las dos únicas y soberanas poseedoras de la historia. No hay concesiones a ningún lector, puesto que no hay lector; no estamos en el poema, nadie nos guiña el ojo al otro lado de la página, tú y yo no somos necesarios. Para eso -para esquivar el sustantivo, para decir las cosas sin decirlas-, la poeta se sirve de los pronombres: los interrogativos y los demostrativos («Qué es esto preguntamos / qué es esto y hasta dónde») o los personales y los indefinidos, como en el fragmento siguiente del poema «Nadie»: «Ni tú / nadie / ni tú / que me lo pareciste / menos que nadie / tú / menos que nadie / menos que cualquier cosa de la vida / y ya son poco o nada / las cosas de la vida». Un último rasgo de su estilo: el ritmo, básico e intangible en toda buena poesía. «Puede fallar todo lo demás, nunca el ritmo», sostenía Idea, «por él algo es o no lírico». Junto al cuidado de sus plantas -era una jardinera asombrosa, decían-, su ocupación preferida era indagar sobre los ritmos poéticos. La intensidad de su escritura se refleja también en esas cadencias, en esas enumeraciones atroces, en esas anáforas que dotan a su poesía de la potencia de un trazo, de la resonancia de un golpe seco: «Si te murieras tú / y se murieran ellos / y me muriera yo / y el perro / qué limpieza».


Al finalizar la lectura de Poemas de amor, resulta inevitable hacerse preguntas. Ese hombre, ese objeto del amor, ¿fue la causa y el origen de los poemas o solo la excusa necesaria, la chispa, para la fogosidad creadora (y destructora) de Idea Vilariño? En su primera novela, El pozo (1939), Onetti escribe: «El amor es algo demasiado maravilloso para que uno pueda andar preocupándose por el destino de dos personas que no hicieron más que tenerlo, de manera inexplicable». ¿Se sirvió tal vez ella de esta relación incandescente con ese otro monstruo de la literatura para dar rienda suelta a unos poemas que superaron con creces los gozos y las ofensas que ambos se provocaron? «No se trata de amor / damos la vida», dicen unos versos de Idea Vilariño. Y otros, muy célebres: «Qué me importa el amor / lo que pedía era tu ser entero / para mí en mí / en mi vida. […] Lo demás / el amor / qué importaba / qué importa». Ella aseguraba que no había un poema en el que pudiese mentir; podía mentir en la vida real, pero no en un poema. De todo esto, de este artículo, de las dos mil quinientas palabras, de todos los esfuerzos por ahondar y entender, ¿qué opinaría ella? Ella pensaría qué hueco, cuánta anécdota, qué obsesión por datar, por interpretar, por justificar, cuánto circunloquio, cuánto mirar con lupa, qué juego vano, como si importase. «Y ya son poco o nada / las cosas de la vida». Solo queda la palabra. «Inútil decir más. / Nombrar alcanza».

«La intensidad de su escritura se refleja también en esas cadencias, en esas enumeraciones atroces, en esas anáforas que dotan a su poesía de la potencia de un trazo, de la resonancia de un golpe seco: “Si te murieras tú / y se murieran ellos / y me muriera yo / y el perro / qué limpieza”»

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PERFIL

FERNANDO MOLANO

o las geografías del deseo El Parque Nacional es uno de los sitios emblemáticos de Bogotá que han quedado fijados en la geografía literaria de Fernando Molano (Bogotá, 1961-1998), y en la estela de su mito. En este parque, palpitante corazón de la capital colombiana, Felipe y Leonardo, los amantes de la primera novela del autor, Un beso de Dick (1992), hacen el amor protegidos por las sombras de la noche, los árboles y algún transeúnte cómplice; pero el placer sexual, en la obra de Molano, siempre está asediado por fuerzas que conspiran contra él. Las dos novelas (la segunda, Vista desde una acera, de 2012, se publicó póstumamente), el libro de poemas Todas mis cosas en tus bolsillos (1997) y la antología de textos breves Lo bello y las mariposas (2023, también póstuma), se alzan como un grito desafiante contra todo el engranaje ideológico e institucional destinado a vigilar y disciplinar los cuerpos. Los objetos de la rabia de Molano son varios: el colegio, la familia, las iglesias, los partidos políticos (incluso aquellos que fungen de progresistas).

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En Vista desde una acera, el narrador escribe: “Empecé a sospechar que en el hurto social del cuerpo y de la sexualidad de las personas se hallaba la clave del enigma de todos los oprobios”. Contrariando ese mandato que llamó erotofobia, la literatura de Molano se empecina en decir que el destino más elevado de un ser humano es el encuentro con otro, y que la mayor consumación de ese vínculo es el erotismo. En las décadas de 1980 y 1990 (periodo en el que Molano se formó como escritor y realizó su breve pero aún no del todo conocida obra) Colombia atravesó por una escalada incontrolable de violencias sociales y políticas. Quienes fuimos jóvenes en ese periodo crecimos frente a un horizonte de muerte y de desprecio por el cuerpo. El culto a un cuerpo herido y despedazado se impuso, incluso en el lenguaje simbólico del arte. La guerra colombiana capturó sus víctimas sacrificiales entre los grupos sociales más humildes. En su contabilidad de muertos se expresaba un macabro sentido común que establecía qué vidas merecían ser vividas y cuáles no. Además de


este “espíritu de la época”, Molano vivió y murió dentro de otro: la pandemia del VIH/sida, que fue la causa de su temprana muerte, en 1998, cuando apenas contaba 37 años. Por un lado, un cuerpo joven, venido de los grupos sociales más humildes, era un blanco fácil de la guerra. Por otro, un hombre homosexual parecía destinado a ser presa del Virus. Frente al cerco de tanta muerte, Molano levantó un edificio literario que celebra las potencias del deseo y dice vehementemente que las personas queer no somos solo seres para la desaparición, que merecemos vivir y trascender. En ese sentido, su obra es de una extraordinaria lucidez política. Novelas, poemas y relatos cortos brindan un vocabulario para nombrar el amor entre hombres –no solo el sexo–; en ese nuevo repertorio emocional caben la seducción, la espera, la ternura y el cuidado. Al perder a su novio Diego, quien murió de sida a finales de los años 80, Molano lo recuperó como personaje literario: es el Hugo que se evoca al comienzo de Un beso de Dick, el Adrián de Vista desde una acera, el muchacho singularizado al que está dedicado su volumen de poemas Todas mis cosas en tus bolsillos. La obra de Molano triunfa sobre el olvido, y las devastaciones del tiempo. En el poema “V.I.H.”, con la muerte pegada a sus talones, escribió: «mientras a mi espalda bulle /y me excita / la vida, /y el amor, /y el deseo: /los muchachos, /el fresco aroma / en sus axilas…». Un atado de sus poemas, y la novela testimonial Vista desde una acera, son pioneras en intentar convertir el trauma de la muerte por sida en un relato de lucha y dignidad; Molano contribuyó a sumar nuevas capas a un relato fabricado por la hegemonía textual de los países del Norte. Junto con obras como Un año sin amor (1998), del argentino Pablo Pérez, o las crónicas del chileno Pedro Lemebel –entre otras–, el testamento literario del escritor colombiano muestra cómo se vivió la pandemia en los países latinoamericanos, en coincidencia con el laboratorio social del neoliberalismo, sus políticas de dejar hacer y dejar morir, y su manera de designar a algunos cuerpos y subjetividades como desechables. Sería ceguera, no obstante, orillar la literatura de Molano en sus gestos políticos. Si bien ella reivindica a los dicks,1 no es precisamente Dickens el héroe literario del autor. Un beso de Dick se convirtió en una lectura de culto para las personas queer en Colombia (y en años recientes no para de cautivar público lector en otras fronteras), en una década –los noventa del siglo pasado– en que entraban en crisis los pactos tácitos de silencio sobre el amor homoerótico y se empezaban a vislumbrar derechos para los grupos LGBTIQ+, a la vez que una mayor visibilidad social posi-

1. “(A)l abandonar el libro pensé que, de ser Dickens, yo habría contado la historia de Dick y no la de Oliver”. Estas palabras del narrador de Vista desde una acera revelan todo un programa estético-político. Dick es un personaje marginal de la novela de Dickens: el que se va del orfanato para morir. Molano no fue Dickens pero cumplió su promesa de restituir a los muertos y los ausentes.

tiva. Pero su efecto no hubiera sido tan profundo en sus lectores y lectoras si la novela no les susurrara al oído –y al centro de su deseo– su encantador efecto de naturalidad. Por los días de la escritura de Un beso de Dick Molano se vio inmerso en la lectura fascinada de El guardián entre el centeno, la novela de J.D. Salinger. La influencia pasa, más que todo, por el tono. Pues a diferencia del personaje de Salinger, los de Molano no son rebeldes o inadaptados. Ellos quieren pertenecer, hacerse un sitio en el mundo social aunque sin sacrificar su autenticidad. Por eso cuestionan las herencias y poderes, con una mezcla apasionada de rabia y ternura. No se puede hablar de la obra de Molano sin reparar en dos asuntos. Primero, lo que esa obra expresa en cuanto a un cambio de sensibilidad generacional. A una literatura como la colombiana, tan soldada al prestigio literario de Macondo, Molano la impugnó y renovó creando otros mitos: la ciudad es uno de los centros de su literatura, pero a él no le interesaron ni la ciudad letrada ni la de la tradición oral, sino una urbe transformada por los ojos del deseo, plenamente erotizada: un mapa literario de calles, aceras, árboles y parques, lugares a veces hospitalarios, otras amenazantes. En esa geografía tiene un lugar muy especial la biblioteca Luis Ángel Arango, en pleno centro de Bogotá. Allí Molano encontró y leyó el Oliver Twist de Dickens. Esa lectura le reveló quizá que la principal materia de su futura obra literaria tenía que ser su propia vida, su orgullosa marginalidad, y que al fijarlas en la escritura, el relato serviría a otros, a los que vinimos después. Vida y obra de Molano estuvieron sacudidas por la vulnerabilidad y la incertidumbre. La publicación de sus libros ha sido posible gracias al cuidado de amigos del autor, y de desconocidos que hemos reconocido en esta obra algo que nos incumbe de manera profunda. Las novelas, poemas y relatos del autor bogotano son un testimonio del amor, de su amor, que es anhelo de vida, contactos, vínculos y supervivencia, pese a todo. Las cenizas de Molano, y las de su novio Diego, están enterradas en algún lugar del Parque Nacional de Bogotá, mirando desde su nada enamorada los amores clandestinos que allí suceden… todavía. El parque fue construido en la década de 1930 para servir, entre otras cosas, de barrera a la invasión de otras áreas de la ciudad por parte de gentes pobres que habían poblado los cerros sobre los que se recuesta Bogotá; intentaban tener un lugar propio e integrarse al sueño metropolitano. Con Molano volvieron a irrumpir en la literatura colombiana los lances y desventuras de unas clases y sujetos sociales históricamente ninguneados y despojados por los poderes hegemónicos. Y lo hacen con belleza, con sueños que no se resignan, con el poder incesante de su imaginación, voluntad y deseo.

por Pedro Adrián Zuluaga

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CORRESPONDENCIAS CORRESPONDENCIAS

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Fotografía de Nina Subin

Fotografía de Rafa Martín

Fotografía cedida por la autora

Valerie Miles

Andrés Neuman

Isabel Mellado

Nacida en Estados Unidos y radicada en Barcelona, Valerie Miles es escritora, editora, y traductora. Dirige Granta en español desde 2003 y fundó la colección de clásicos contemporáneos en español de The New York Review of Books durante su periodo como subdirectora de Alfaguara. Es colaboradora de The New Yorker, The New York Times, El País, The Paris Review, y Fellow del Fondo Nacional de las Artes de Estados Unidos, por su traducción de Crematorio de Rafael Chirbes. Fue comisaria de la exposición Archivo Bolaño, 1977-2003, con el equipo del CCCB de Barcelona, fruto de una larga investigación en los archivos privados del escritor. Su primer libro, Mil bosques en una bellota, fue publicado con el título A Thousand Forests in One Acorn en inglés.

(Buenos Aires, 1977), hijo de músicos argentinos exiliados, ha publicado las novelas Bariloche, La vida en las ventanas, Una vez Argentina, El viajero del siglo (Premio Alfaguara y Premio de la Crítica), Hablar solos, Fractura y Umbilical. Ha publicado los libros de cuentos Alumbramiento y Hacerse el muerto; el diccionario satírico Barbarismos; los aforismos de El equilibrista; el diario de viaje Cómo viajar sin ver; y el tratado sobre cuerpos no canónicos Anatomía sensible. Es autor de poemarios como Mística abajo, No sé por qué, Vivir de oído, Isla con madre y el volumen Casa fugaz (Poesía 1998-2018). Recibió los premios Federico García Lorca, Antonio Carvajal e Hiperión de Poesía. Obtuvo el Firecracker Award for Fiction y la Mención Especial del jurado del Independent Foreign Fiction Prize. Formó parte de la lista Bogotá-39 y de la selección de Granta de los mejores nuevos narradores en español. Está traducido a 25 lenguas.

Isabel Mellado es escritora y violinista. Gracias a la beca Karajan se instaló el año 1989 en Alemania para estudiar en la Academia de la Orquesta Filarmónica de Berlín con su concertino. Desde entonces ha actuado tanto en escenarios de música clásica como no clásica. Actualmente reside en Berlín y en España. Su libro de cuentos y aforismos El perro que comía silencio se publicó el año 2011 en la editorial Páginas de Espuma. En Alfaguara ha publicó en el año 2018 su novela Vibrato, la música y el resto en 99 compases, siendo traducida al turco por la editorial Ketebe Yayinlari. Ha participado en antologías de España, México, Chile, Italia, Estados Unidos, Brasil y Alemania.


CORRESPONDENCIAS

Andrés Neuman e Isabel Mellado: «EL PESO OCULTO DE CADA PALABRA / COMO UN PIZZICATO INTERNO» Coordinado por Valerie Miles

VALERIE MILES La música es fundamental en la vida y obra de Andrés Neuman y de Isabel Mellado. Isabel es una consumada violinista que escribe, y Andrés, un escritor que creció en el ambiente aural de una madre violinista y un padre oboísta. De Argentina y Chile, respectivamente, aunque en el caso de Isabel tras una larga estancia profesional en Berlín, los dos tienen ahora a la Granada de Manuel de Falla como locus amoenus. Y cómo no, además los dos son poetas. Desde la tradición de la oralidad en la antigüedad, hasta los juegos populares de los juglares y trovadores, el teatro de Calderón, la onomatopeya, la prosa proustiana o los blues de Murakami, la música y la literatura mantienen una larga e indisoluble tradición conjunta.

ANDRÉS NEUMAN Querida Isabel: Como sé que vives en estado de sinestesia, me gustaría mucho preguntarte algo que me ronda la oreja desde hace tiempo. ¿Te parece posible escribir un sonido? ¿O quizá sólo podemos generar sonidos inspirados en otros, notas y fonemas que siguen la estela de una música precedente? Tengo cada vez más la sensación de que existimos de oído. De que vamos por ahí improvisando, con hermosa torpeza, frente al cruce de ritmos del mundo.

Te escribo desde Guayaquil, Ecuador, esperando un vuelo a Pereira, Colombia. Los altavoces nos empapan con sus chorritos verbales: no hay manera de escapar del sonido. Esta megafonía funciona como una conciencia. Escucho las palabras que nos rodean, su cadencia más próxima al lugar de nuestras hablas maternas, y vuelvo a percibir cómo mi acento se transforma. Me consta que conoces en lengua propia estas modulaciones. Primero es un balbuceo desorientado, una serie de disonancias en busca de diapasón. Después, un lento reconocimiento entre dos marcos sonoros, un acorde de orillas. Finalmente

ambas vuelven a separarse y se reagrupan, como dos orquestas que, tras el desconcierto inicial, encontrasen su lugar en el escenario. Entre los pentagramas que nos unen está sin duda tu violín, que sonó durante años (¿cuántos fueron, amiga?) cerquita del violín de mi madre. Pienso en el improbable unísono que propició que nos conociéramos entre los atriles de esa orquesta andaluza donde vosotras, tú y mi madre, mi vieja y vos, tocaron juntas. En nuestras primeras conversaciones sobre libros, en tu pasión tan sinfónica por la literatura, que se nos fue convir-

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CORRESPONDENCIAS

tiendo en esta amistad de cámara. Tenemos cada cual dos sures: llamémoslo cuarteto implícito. Haciendo un da capo y volviendo a los sentidos, siempre tengo presente que eres capaz de soñar con sabores, que tu inquieta vida onírica dialoga con tus gastronomías. ¿Qué palabras andas comiendo ahora? ¿Qué melodía saborean tus teclas? Si lo que escribimos transcribe (o, por decirlo en términos tan musicales como aeroportuarios, transporta) nuestro inconsciente, me pregunto si despertarnos será la pausa o la segunda parte del concierto. Nos llaman a embarcar. Me muevo con la música a otra parte. Abrazo fortissimo, Andrés.

ISABEL MELLADO Querido Andrés: ¿Es posible describir un sonido, me preguntas? Los expertos de la nariz, los perfumistas, consiguen describir algunos aromas. Profesores de violín y más tarde muchos directores de orquesta me han transmitido, durante ensayos y casi siempre con metáforas, una manera de moldear el sonido. El director que no sepa describir el sonido exacto a extraer de una partitura puede irse para su casa. ¿Los escritores deben poder describir con total exactitud cualquier cosa? En buenos directores, la exactitud surge de una batuta que permite abstracciones, muy amplia y comprensible para una orquesta atenta, desde el contrabajo al triángulo. ¿Quizá la relación entre texto y lector consigue propiciar algo parecido? He ido a escuchar el concierto de Herbert Blomstedt, con la tercera de Beethoven y la Filarmónica de Berlín. Este director tiene ya noventa y seis años. Con dificultad y aferrada al brazo

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de la concertino, logró alcanzar el podio, sentarse y tomar la batuta. A partir de ese momento, tanto él como nosotros nos olvidamos de su edad. La sinfonía no solo dejó translucir la complejidad de su tejido, sino que, en esta orquesta, hacía posible apreciar muchas otras capas, interpretaciones pasadas, la influencia de directores anteriores que se habían ocupado de esos mismos sonidos. Lo digo por tu comentario sobre las músicas precedentes. ¿Te viene a la cabeza una experiencia similar en literatura? Cuando la sinfonía Heroica acabó, antes incluso de que el director bajase la batuta, un entusiasta se adelantó a aplaudir durante ese silencio de rigor que hay después de la música. Me hablabas de la imposibilidad de escapar del sonido, y sé que en este caso te refieres al sonido como ruido. Sería tema de otra carta un proyecto de instauración del Día Internacional del Silencio. ¡Lo necesitamos! Muera el hilo musical, los aplausos sordos y autorreferenciales, los megáfonos. Sí, he visto con mis propios oídos cómo se produce la metamorfosis de tu acento: de un segundo al otro modulas, dependiendo de con quién hables, en un ejercicio cuasi de músico de cámara. Durante más de quince años mi acento, mi jerga chilena no mutó. En el Berlín de la época en que llegué, recién caído El Muro, escuchar español era una rareza. Durante mi primer año allí, sin dominar aún el alemán, gocé del beneficio de la abstracción, la amplitud del apenas entender lo que se grita por la calle y vivirlo como un canto de pájaros con gabardina. Pero luego de quince años de sol (en alemán), la tentación de volver a rodearme de palabras en español para comunicarme, para escribir o para volver a pelearme conmigo misma en lengua materna, fue la principal razón por la que desembarqué en la orquesta de Granada, y tuve la gran alegría de conocer a tu madre.

Nunca compartí atril con Delia, por desgracia. Coincidimos solo tres años en la misma orquesta, aunque juntas, con las yemas de los dedos, recorriésemos varios siglos de sonidos. Tu madre era respetada por todos. Una impresión se me quedó grabada el triste día de su funeral. No hubo integrante de la orquesta que no asistiese. Algunos que no se dirigían la palabra en años, por rencillas típicas de organismos que se relacionan de manera íntima (y el sonido es casi tan íntimo como la piel), en ofrenda por el cariño a tu madre, sacaron sus instrumentos y tocaron juntos en un milagro de armonía. Me preguntas por teclas y clavijas y papilas, bien sabes cuánto se me entrecruzan. Trato de encauzarlo estos días en un texto sobre Sibelius, un sinestésico de cuidado. A propósito de formas peculiares del sueño, me cuentas que estás entre Ecuador y Colombia. Podría deducir que, mientras te escribo, tú duermes. Sin embargo, no me engañas. Primero sospeché que tal vez un mínimo cartílago de patriotismo era lo que te llevaba a dormir en horarios tan raros, porteños, aun viviendo en España. Ahora que te conozco mejor, creo que tu sueño no sigue meridianos sino únicamente un ritmo. Y, por encima de todos los otros ritmos, el de tu impulso de escritura, a la hora que sea. Por favor, cuando te despiertes, quién sabe a qué extravagantes horas, vete a comer un ajiaco porque, si una sopa es un adagio comestible, el ajiaco colombiano está casi a la altura del de la Quinta de Mahler. Abrazo en acorde, Isabel.


«Escribes que el sonido es casi tan íntimo como la piel. Me pregunto si no lo será incluso más. De hecho, nos cuesta un poco menos compartir nuestras pieles que nuestros silencios. Me has recordado unos versos de Goethe (que no tenía por cierto un gran olfato para reconocer el talento musical del prójimo, para desgracia de su admirador Schubert): “Así se suma al juego/ nuestro oído:/ esto no es piel ni cuerpo,/ es algo placentero/ y más festivo…”» ANDRÉS NEUMAN Has dado en la tecla o, mejor dicho, en la cuerda. El funeral de mi madre no se termina nunca, lo llevo puesto en el cuerpo. Insiste, me conmueve y me hace daño. Como un pizzicato interior. Recuerdo muy bien esa escena. Cómo cada miembro de la orquesta, sobre cuyos conflictos laborales —e incluso odios personales— yo estaba al tanto a través de mi madre, fue desfilando junto al ataúd para tocar su instrumento. Un ataúd, al fin y al cabo, también es madera viva. Hubo algún dúo o trío espontáneo, pero predominaron los solos. La suma de esos mínimos conciertos nos permitió imaginar, como dices, una especie de armonía o concordia que es siempre más potencia que acto, más epifanía secreta que realización colectiva. Escribes que el sonido es casi tan íntimo como la piel. Me pregunto si no lo será incluso más. De hecho, nos cuesta un poco menos compartir nuestras pieles que nuestros silencios. Me has recordado unos versos de Goethe (que no tenía por cierto un gran olfato para

reconocer el talento musical del prójimo, para desgracia de su admirador Schubert): «Así se suma al juego/ nuestro oído:/ esto no es piel ni cuerpo,/ es algo placentero/ y más festivo…». Qué maravilla lo que me cuentas sobre el concierto con Blomstedt. Se me ocurre que ese efecto sonoro de capas sobre capas, esa especie de arqueología sensible que se produce al asistir a una interpretación así, se parece al peso oculto de cada palabra en un poema, que guarda el recuerdo de las veces en que esos vocablos y esas imágenes fueron pronunciados antes, continuando y modificando su propia tradición. Creo que la analogía se vuelve especialmente nítida en el caso de los poemas traducidos, cuando a la memoria de la lengua se une la interpretación de una voz traductora. Y, por supuesto, la de cada mirada lectora, que es la intérprete radical de la poesía, y que va traduciendo la partitura base del poema a su idioma personal. Tienes razón, la música moviliza todos nuestros sentidos y genera sus traducciones verbales. Quizá por eso la visualizamos alta o baja, le adjudicamos

texturas, le buscamos sabores. Si la percepción tuviese forma de pentagrama, la música atravesaría cada línea y cada espacio, como un líquido. La música entra por el oído e inunda los otros cuatro sentidos. O cinco, si consideramos el sentido más musical de todos, el sexto. Stravinski dijo algo así como que en las obras de Bach podías oler el pino de los violines o paladear la caña de los oboes. Quizás exageraba. Pero más exageró Bach componiendo. Tengo curiosidad por tu Sibelius sinestésico. ¿Me permites confesarte una sinestesia de infancia? Aparte de trabajar como contable (o contador: al decirlo a la argentina, el oficio se vuelve narrativo), mi abuelo Jacinto era violinista aficionado. Le dio sus primeras clases de violín a mi madre y, cuando se jubiló, intentó también enseñarme a mí. Fueron cinco años de paciencia. Por torpeza, pereza o Edipo, no progresé demasiado. Lo que más ansiaba cada jueves era el momento en que mi abuelo entraba en casa con una golosina como cebo. Entonces corría a encerrarme en el baño para demorar la clase y comerme su dulce. El cuento estaba ahí, en el aplazamiento de la música.

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«Quizá por eso, entre tantos otros recursos expresivos, nunca deja de inquietarme el vibrato, ya que no es más que una desafinación programada, un temblor voluntario en la exactitud de la música (seguro que tú tendrías a mano alguna buena analogía literaria)» ¡Un Día Internacional del Silencio! Qué gran idea acústica y poética. Secundo tu propuesta con sigiloso entusiasmo. Pienso que la música no es un lujo, sino una necesidad e incluso un derecho. La realidad sería más irreal sin ella. Podemos cerrar los ojos, pero no los oídos. El oído jamás descansa, ni siquiera al dormir. Por eso música y vida conversan hasta en sueños. John Cage lo resumió de una manera espléndida:

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la música vela por los sonidos. Aunque a menudo nos quejamos de que un ruido va a volvernos locos, vale la pena recordar la posibilidad contraria: hay sonidos capaces de devolvernos la cordura, ¿no? Abrazo agitato, Andrés.

ISABEL MELLADO Tenía entendido que en tu infancia tocabas el violín, no sabía que lo hiciste durante cinco años. Eso, sobre todo en la infancia, es mucho tiempo, doble colega. Una coincidencia me causa gracia: tu abuelo te engatusaba con dulces para que tocaras el violín, a mí mi padre me daba sendos galletones a cambio de mis poemas o cuentos chiquititos y muy malos, provocando unas caries de lo más inspiradas. En todo caso, un violín no pasa en balde y cinco años, arco para abajo, arco para arriba, es suficiente para que dejara huella en ti, supongo. ¿Notas que en tu escritura echas mano, quizá inconscientemente, de recursos musicales, dinámicas, fraseos como legato, staccato y tanto más, si ya nos vamos a la música contemporánea? Milan Kundera, cuyo padre era también músico (no hemos nombrado hasta ahora a tu padre oboísta), aparte de escribir tocaba el piano. Él decía que la estructura musical nunca abandonó su cerebro al escribir novelas. A propósito de los poemas traducidos que mencionas, ¿tienes alguna manera de preservar, en las traducciones de tus libros, especialmente de poesía, la musicalidad que tenías al oído al escribirlos, las articulaciones de la versión original, o te entregas sin temor a la voz de la interpretación traductora? En mi caso, cuando la novela Vibrato se tradujo al turco, solo conseguí entender el título, que había cambiado a Vibrar.

He escuchado más de una vez decir que al hablar en otros idiomas somos otros, distintos. ¿Nuestros libros en otros idiomas nos hacen otros? ¿Acaso mejores, si los traductores, pese algunos posibles daños colaterales, actúan como estupendos editores? Ayer fui nuevamente a escuchar a la Filarmónica de Berlín, esta vez el ensayo general de la Cuarta Sinfonía de Shostakóvich, y recordé otra vez esa tan contundente frase suya: «Todas mis sinfonías son como lápidas». ¿Qué pasa la primera vez que se escucha, que se lee una obra? Ese asombro luego puede que deje de existir, pero la música tampoco tiene una sola lectura. No está hecha para conocedores, por supuesto, aunque quien escucha varias veces corre menos riesgo de una apreciación meramente estética. La música merece ser reescuchada; Shostakóvich sin duda. Hay obras a las que siempre regresaremos, con las que ya mantenemos una larga relación como oyentes, intérpretes o lectores. Son posiciones similares, ¿no te parece? Así como los intérpretes reviven los sonidos de una partitura, los lectores hacen en cierto modo de intérpretes. Quizá la actitud frente a un pentagrama o frente a un libro no sea muy distinta. En el caso de una sinfonía como la de ayer, es agridulce asistir a la interpretación perfecta, causante tal vez de una gran epifanía. Pero ya sospechamos, mientras las últimas resonancias desaparecen, que el resto de la existencia tendremos que conformarnos con peores versiones. Ni la vida, con sus salas de música, ni las librerías nos garantizan una experiencia in crescendo. ¿Tú cómo lo llevas, amigo? Si me contradices, me alegras. Abrazo a releerse en el tiempo, Isabel.


ANDRÉS NEUMAN Isabel querida: Qué curioso que nunca hayamos conversado sobre este detalle. Parece que, solamente en el monólogo acompañado de una carta (soledad sonora, la llamó Juan Ramón) se propician ciertos diálogos y confidencias. Sí, fueron cinco años de lecturas en clave de sol y no muy logradas digitaciones. Hasta que mi abuelo, o yo mismo, o los dos al unísono, decidimos volvernos a nuestro estuche. De aquella pequeña experiencia me quedó quizá la obsesión abismal por el milímetro, la sílaba, la afinación de cada sonido; la sutil sensación de (des) equilibrio del arco; la siempre delicada coordinación entre hemisferios. Y, más en general, una necesidad de que el fraseo fluya, de intentar, en alguna medida, una sintaxis cantabile. Del oboe de mi papá me vienen a la memoria infantil dos esfuerzos muy concretos. El de su cara roja al dosificar, contener, sacrificar la respiración para mantener vivo el sonido. Y la atención artesanal a sus cañas, la fe en el pulido. Te confieso que recordé, me reí y aprendí mucho leyendo tu bellísimo Vibrato. Que, si no recuerdo mal, estuvo a punto de titularse La música y el resto. Me intriga mucho ese resto en elipsis. ¿Sería una especie de eco, todo eso que queda aleteando —vibrando— tras el último sonido? ¿De la diferencia drástica entre el instante de la música y el resto de nuestras vidas? ¿O eso otro serían las demás artes, como si en el fondo todas fuesen un subgénero de la música? Si la poesía suele postularse como el género musical de la literatura, se me ocurre que intérpretes musicales y traductores poéticos desempeñan tareas hermanas: hay una partitura original que lo contiene potencial-

mente todo y, a la vez, no dice nada sin un cuerpo vecino resonando en el presente. Se podría objetar que, en el caso de la música, ambos comparten al menos una misma gramática, un vocabulario común. Pero esta ilusión de traducciones literales (sostenida por más de un traductor ingenuo o artificial) por medio del lenguaje supuestamente universal de la música se agrieta si pensamos en las radicales diferencias históricas, estéticas, culturales, generacionales y acústicas que existen entre cada partitura, cada época y cada intérprete. Una gran obra musical necesita ser interpretada y grabada infinitas veces, porque en cada aquí-ahora sus sentidos se transforman y reescriben sus audiciones previas. Diría que las traducciones de un texto clásico actúan de una forma similar. Y coral. Nos preguntamos a menudo si las palabras pueden decir la música. En realidad, tampoco lo contrario puede darse por sentado: ninguna sinfonía cuenta una novela entera. Un poco a las bravas, Lévi-Strauss concluyó que la música excluye el diccionario. Y es cierto que tiene el don de dejarnos literalmente sin palabras: de ahí la respuesta física del aplauso o las lágrimas. Pese a todo, prefiero creer que la música es nuestro otro diccionario, el lenguaje que nos completa el habla. Sentir y hablar al mismo tiempo, ¿no se parece a cantar? Para San Agustín, cantar era rezar dos veces. A la música la han puesto cada dos por tres al servicio de Dios. Sospecho que, a la larga, los dioses siempre terminan poniéndose al servicio de la música. Suspendido y terrenal, te escucha tu amigo, Andrés.

ISABEL MELLADO Sé a lo que te refieres cuando hablas de obsesión, la obsesión (ojalá creativa) por el milímetro, el entrenamiento de la memoria muscular sobre la tastiera de un instrumento, la búsqueda de la afinación, la fluidez en el fraseo, el deseo de un compás perfecto. Quizá por eso, entre tantos otros recursos expresivos, nunca deja de inquietarme el vibrato, ya que no es más que una desafinación programada, un temblor voluntario en la exactitud de la música (seguro que tú tendrías a mano alguna buena analogía literaria). Y sí, recuerdas bien, amigo: ese libro del que hablas se terminó llamando Vibrato y más abajo, como subtítulo, La música y el resto en 99 compases. Necesitaba invocar ese resto. Ese pequeño e inmenso resto del músico aislado día tras día frente a su atril, en la práctica de la partitura y la duda, y el otro resto, el de las vidas de quienes escuchan. Sentir y hablar al mismo tiempo se parece a cantar, me entusiasma tu idea. Si pretendemos instaurar el Día Internacional de Silencio, por favor, hagamos el loco e intentemos colar también el Día del Canto. Ese tipo de canto revelador, ¿funcionaría también como detector de mentiras? Que nos pasásemos regularmente entre cantos y silencios, imagino que eso ya sería mucho pedir. Te escucha, tu amiga, Isabel.

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UNA PÁGINA

El breve adiós por Rodrigo Fresán

¿Es casualidad que el día de la entrega de las pruebas corregidas de mi nueva/próxima novela coincida con la fecha de mi chequeo médico anual? Por supuesto que no: fue algo en caliente y muy fríamente calculado. Gajes del oficio, deformación profesional: a los escritores (como en lo que escribimos) nos gusta planificar estas cosas en la realidad para así después poder contar que se trató de puro azar o de algo que, nuestros oyentes, no demorarán en diagnosticarnos con un “eso es algo que sólo sucede en tus libros”. Y así es: obra y vida y etc. Y aquí viene tercera y última parte de este journal disperso que he venido escribiendo para esta página. Hello, I must be going, como cantó Groucho Marx. Así que ahí voy (allí fui) con la vejiga llena de dos litros de agua a aguantar hasta la ecografía. Y -en mi también dilatada mochila- 700 páginas con las anotaciones del corrector, mis marcas e inserts (y las sugerencias de lectores privilegiantes como María José Navia), y todo rumbo a la sala de máquinas de Penguin Random House. Y Comment te dire adieu, como todavía canta Françoise Hardy. Pero todavía no: porque no hay adiós más largo e impropio que el que se le dedica a un libro propio y largo. Y -toco madera, madera de la que sale el papel del que salen los libros- buenas noticias: todo ok en lo que hace a la salud propia (aunque persista mi covid persistente y uno de sus síntomas sea, mal negocio, la dificultad para leer lo de los demás sin afectar la facilidad para escribir lo propio). Y -en lo que hace a esa también parte/órgano de uno que es una novela propia- nadie se arriesgaría a un todo ok, pero sí a un constantes vitales estables y bien atendidas. Lo importante, pienso, es que ese mamotreto monolítico (el arma criminal a la vez que las pruebas del crimen) ya no late sobre mi escritorio como mascota rara, sino lejos de casa.

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Ahora, es el tiempo de ese limbo inquieto hasta el aviso de que ya está todo incorporado y bajar por un rato hasta la editorial. Y darle una mirada fija y profunda a todo. Y, entonces sí, alcanzar ese extático nirvana de unos tres meses en los que ya todo habrá sido consumado y no habrá nada más que hacer (pero cualquiera que escriba lo sabe: entonces es como caminar sobre hielo fino o campo minado y cualquier cosa que se lea o se escuche o se vea puede quebrarnos o estallarnos e inspirar y hacernos suspirar y escribir a la editorial para rogar de rodillas por si aún hay tiempo para...). Y así hasta el día del estreno para los demás de algo que para uno entonces baja de cartel. Ahora es el tiempo de la portada (que ha vuelto a diseñar mi hijo Daniel), de la breve biografía y foto de solapa (Alfredo Garófano haciendo guiño a aquel retrato mío que reveló Carlos Fadigati para la primera edición de Historia argentina), y del muy encendido y tan agradecible por mí blurb (de Leila Guerriero, quien leyó la primera versión terminada de la novela, esperando que la versión impresa pero no por eso definitiva le siga gustando). Ahora es el tiempo de la amnistía (palabra de moda como alguna vez lo fue resiliencia) y de la amnesia voluntaria pero nunca total. Y, sí, uno de los temas de mi novela es la amnesia presente y la recuperación del pasado (la prehistoria: la infancia y la adolescencia) para así intentar, desde un presente que jamás dura lo suficiente como para existir, levantar la viga maestra de un futuro que nunca llega pero al que siempre vamos, como el gran Nick Carraway evocando al pequeño Jay Gatsby. Hace años, en conversación en público con Martin Amis, el autor de Desde adentro, me lo explicó así: «Escribir es jugar en torno al tema de la universalidad. Un escritor es una persona que tiene la arrogancia de asumir que su experiencia es básicamente una experiencia universal. Mi caso, sin ir más lejos... Tu infancia, por ejemplo, normalmente es feliz... Luego llegas a la adolescencia, en la que pasas por una época poco atractiva: básicamente te dedicas a ofender a tus padres. Después es la ansiedad de


la vida adulta: esa vida adulta del miedo al fracaso, de si lo conseguiremos o no. Y es la década de los veinte años y estás inmerso en esas aventuras románticas. Luego te cansas de eso y lo que quieres es ver alguna cara nueva a tu alrededor y te empiezas a plantear la necesidad de tener hijos. Y entonces tienes hijos. Y con ellos conoces nuevos intereses, nuevas emociones. Y con esas nuevas emociones llegas a tus 45 años y lo que podríamos llamar “el final de la juventud”. Cuando eres joven te miras a un espejo y piensas: “mira, los demás, envejecen, se hacen mayores; pero tú, chico, eres estupendo; porque a ti esto no te pasa ni te va a pasar”. Pero de repente, a tus 45 años, te das cuenta de que sí te pasa. Los cincuenta comienzan a ser un poco difíciles, porque ahí procesas toda tu vida, sacas conclusiones, ya estás pensando en que era verdad: realmente vas a morir. Y en los sesenta sientes un cierto alivio porque piensas: “Mira, la lucha ya ha acabado, ya he hecho el trabajo que tenía que hacer, he tenido hijos, tengo una esposa que espero sea la definitiva, la carrera terminó…”. Y sorpresa: entonces se abre una puerta grande, que es la puerta de tu pasado. Una puerta que se abre al palacio de todas esas historias que ya fueron pero que ahora vuelven...». Y, sí, se escribe siempre hacia adelante para llegar cada vez más atrás. O viceversa. Todo lo anterior -gracias, Mr. Amis- para despedirme aquí diciendo que acabo de cumplir sesenta años y trece libros (la nueva novela se titula El estilo de lo elementos y saldrá en enero). Y, de nuevo, sabiendo que ahora falta cada vez menos para que un amigo te llame por teléfono, te diga que leyó tu libro, te cuente que marcó varias erratas, y te pregunte si quieres que te las pase. Mientras, uno ya estará pensando en el (continuará...), en lo próximo, en lo que sólo se sabe que no se sabe pero se quiere tanto saber, silbando Quizás, Quizás, Quizás y tarareando Qué será, será... Salud(os).

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ÉTICA Y ESTÉTICA DEL SILENCIO: JUARROZ, MUJICA, VALENTE por Diego Sánchez Aguilar

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ada responde a nada / cuando todo habla», escribió Hugo Mujica y, realmente, ese ruido es el que caracteriza este contemporáneo imperio del yo caracterizado por la emotividad extrema, « por la celebración de la propia opinión elevada a dogma excluyente y por el aislamiento de las redes sociales dentro de cuyas burbujas diseñadas por algoritmos de afinidad nadie escucha a nadie ni se acepta otro lenguaje que el propio. En estos tiempos de ruido incesante en los que parece que el lenguaje ha sido completamente colonizado por el márquetin, y en los que se impone cada vez con más fuerza (canonizada ya por prestigiosas editoriales y libros de texto) esa poesía que algunos han denominado «poesía de las redes sociales» o «Instapoesía», es más necesario que nunca volver a estos poetas que reclaman el silencio y la escucha como actitudes poéticas esenciales y consideran el espacio poético como aquel donde pensamiento y palabra son capaces de abrir un horizonte en el que hombre pueda pensarse a sí mismo y al mundo más allá del dominio del lenguaje imperante. Es hora de reclamar silencio y escucha y, para ello, estas líneas intentarán, a través de algunos textos de los poetas antes mencionados, indagar en qué significa exactamente ese silencio con que la etiqueta «poesía del silencio» clasificó a estos poetas. El silencio en la poesía de Juarroz se convierte en una constante simbólica. Supone, por un lado, un límite, una experiencia más allá de lo humano y lo lingüístico; por otro lado, es una condición, un componente esencial de la palabra poética para que esta sea original (original no en el sentido de diferente, sino en el sentido de creadora, fundante). Y eso implica un sacrificio: el sacrificio del hombre, de su lenguaje cotidiano, de su realidad perfectamente revelada. Un breve análisis del siguiente poema puede aclarar mejor estos conceptos: Recortar figuras del silencio como de un cartón de singular consistencia y armar con ellas un nuevo paisaje, donde el vaivén de la luz y el trajinar del tiempo no presionen sobre los imprescindibles circunloquios del corazón. Fotografía de Jose Angel Valente. Fuente: @wikicommons 56


Pero recortar después otra figura de ese cartón más delgado que es la palabra del hombre y asociarla humildemente a las otras, no para nombrarlas sino para dar más color a su misterio. Y es probable que entonces surja allí otra figura, recortada no sabemos de dónde, una figura que por fin nos muestre el rostro desamparado que perdimos.1 El poeta trabaja con el silencio que se describe con la característica de la densidad, pues el «cartón» del cual se recortan las figuras aparece como «de singular consistencia». Ese trabajo sobre el silencio da como fruto «un nuevo paisaje». Es decir, la desautomatización de la realidad. El silencio es la base imprescindible de la poesía porque otorga un espacio de «oscuridad fuera de la historia» donde «el vaivén de la luz y el trajinar del tiempo no presionan». Por estar hecho de silencio, ese «paisaje» es inhabitable, invisible, vedado para el hombre. La poesía pretende iluminar ese misterio; pero ha de hacerlo con «humildad», sin imponer ni actuar como sujeto, respetándolo. En esta concepción de la poesía como unión de silencio y palabra, que pretende nombrar el misterio sin desvelarlo, Juarroz coincide con José Ángel Valente y Hugo Mujica. Ambos consideran esa dualidad como la única vía poética. En Mujica, por ejemplo, podemos leer esta definición de poesía: «Son los silencios los que acotan los límites de las palabras. Es el blanco de la página, anterior y posterior, el que enmarca y contiene a las palabras escritas. (…) De esto que

lo blanco, el silencio, no sea sólo un límite de la escritura, un borde de la voz, no sólo acote y puntualice al habla, sino que el silencio sea constitutivo del habla como el espacio de la palabra escrita. Constitutivo del habla que es trama hilada de silencios y palabras, de palabras y silencios. (…) Juego en el que cada parte da sentido a la otra: sin la palabra el silencio es un vacío. Sin el silencio la palabra no es palabra, es borde sin mar. Ruido sin sentido.»2 Por su parte, Valente recurre a la cábala y la mística judía para hacer su propia metáfora sobre la unidad de silencio y palabra: «En el capítulo del Zohar que lleva por título El libro secreto, se dice lo siguiente: “Veintidós letras son invisibles y veintidós visibles. Una Yod está escondida; una Yod manifiesta. Lo visible y lo invisible se equilibran en la Balanza”. Letras, textura de la palabra: trama y urdimbre hilan lo invisible con lo visible. Como hila el entero lenguaje lo decible con lo indecible. Algunos cabalistas hablan aún de una letra vigésimo tercera, la letra ausente, la que yace escondida en los espacios blancos, en los espacios de mediación entre las otras letras. Ahí, en el sutil espacio de mediación, encontraría su territorio natural la palabra poética.»3 ¿Por qué se considera el silencio tan esencial? ¿Por qué crece su significación hasta convertirse, en el texto de Valente, casi en huella de lo divino? Para responder a esta pregunta, tenemos que recurrir a Heidegger, cuyas ideas se convierten en el verdadero nexo de unión entre estos tres poetas del silencio, el lenguaje y el origen, pues en el mito del origen confluye la condición de silencio para la palabra poética. La relación entre silencio, palabra poética y origen en Heidegger aparece en sus últimas obras, especialmente en Caminos de bosque y en De camino al habla. En la primera, dentro de la cual se incluye su artículo «El origen en la obra de arte», Heidegger hace una interesante distinción entre unos conceptos redefinidos por él: mundo y tierra. Según Heidegger, la obra de arte, en su acto de creación, consigue que se haga presente el silencio, el «ocultamiento», del cual procede toda apertura, toda revelación del mundo. A este equilibrio de la obra de arte en el que revelación y apertura no anulan, sino que, al contrario, consiguen poner de manifiesto, la oscuridad y el ocultamiento, Heidegger lo llama «conflicto de mundo y tierra en la obra». Y esta dua-

1. R.Juarroz. Octava poesía vertical, incluido en el volumen Poesía vertical 1983/1993. Emecé. Buenos Aires.1993, pág. 32. 2. Hugo Mujica. Flecha en la niebla. Trotta. Madrid, 1998, pág. 177. 3. José Ángel Valente. Variaciones sobre el pájaro y la red. Tusquets. Barcelona. 1991, pág. 71.

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lidad es fácilmente extrapolable a la dualidad palabra poética-silencio, pues, tanto en Juarroz, como en Valente y en Mujica, se da ese equilibrio por el cual el silencio necesita de la palabra para manifestarse; pero con la peculiaridad de que la palabra poética, a diferencia de la común, es capaz de nombrar el silencio sin agotarlo, sin ocultarlo. Por tanto, la dualidad del poema de Juarroz (que dedicaba la primera estrofa a crear ese espacio oscuro y atemporal del silencio, y la segunda a crear una palabra «humilde» que fuera capaz de iluminar el misterio sin agotarlo) puede aproximarse a la dualidad mundo-tierra. Heidegger entendía por tierra (Erde) lo oscuro, lo oculto que funciona como «reserva» del sentido. La tierra de Heidegger se corresponde con la primera estrofa del poema de Juarroz, un espacio denso, del que puede nacer «un nuevo paisaje» y que está al margen del «vaivén de la luz y el trajinar del tiempo». Por el contrario, el mundo (Welt) es la apertura del mundo, la luz, el significado, lo que en el poema de Juarroz es «la palabra del hombre». Lo que diferencia al mundo creado por la palabra del poema del mundo de la palabra cotidiana es, precisamente, su relación con la tierra, con el silencio. Por eso la obra no se agota, no tiene un significado unívoco como el mundo «dado», pues deja ver siempre esa oscuridad generadora de otros significados. El silencio tiene por tanto una doble cara: es por un lado lo inaccesible al hombre, lo cerrado, lo oculto. Pero, por otro lado, es también lo necesario e imprescindible para el hombre: el espacio de reserva que permite lo infinito de los mundos y las significaciones. Pero, junto a palabra y silencio, falta todavía el tercer elemento en el poema de Juarroz. Puede entenderse que las dos primeras estrofas suponen una relación de tesis-antítesis, palabra-silencio. Sin embargo, la tercera estrofa es algo diferente a una síntesis, del mismo modo que no puede considerarse como síntesis el «conflicto de mundo y tierra» del que habla Heidegger, o la «balanza cabalística» de Valente. La estrofa que cierra el poema de Juarroz es la que une los contrarios, sin reducirlos, en un espacio de origen. La poesía, la suma de silencio y palabra humilde, puede dar como resultado la apertura del inaccesible origen, que se presenta no como síntesis, sino como posibilidad, como profecía, como proyección: «Y es probable que entonces surja allí otra figura». Cuando Juarroz dice que «es probable que entonces surja allí otra figura recortada no sabremos de dónde» está realizando su particular síntesis entendida como desaparición, como abandono. El «allí» es el poema, la unión del «recorte de silencio y recorte de palabra». El «entonces» es el tiempo ajeno, en el que el hombre ya no es fundamento y sujeto de la realidad. La poesía, al escuchar el silencio e incorporarlo como reserva de significación a su mundo

original, creado, ofrece ese contacto o inminencia de lo otro: de ahí la profecía, la promesa, la posibilidad. Heidegger también reflexionó sobre esta relación del poema con la idea de proyección: «El decir que proyecta es poema: el relato del mundo y la tierra, el relato del espacio de juego de su combate y, por tanto, del lugar de toda la proximidad y lejanía de los dioses. (…)El decir que proyecta es aquel que, al preparar lo que se puede decir, trae al mismo tiempo al mundo lo indecible en cuanto tal».4 No hay síntesis, sino proyección, porque el poema es ya un espacio más allá del hombre como fundamento, un espacio de equilibrio en el que entra en juego, gracias al silencio, a la tierra, lo otro del hombre que este necesita para completar su imagen, su rostro perdido que nunca vendrá de sí mismo: tendrá que venir «no sabremos de dónde». La unión de palabra y silencio que obtiene como resultado un espacio de futuro, profecía y esperanza, la encontramos también en poemas de Hugo Mujica como este, llamado «Otro inicio, otra música»: nada responde a nada cuando todo habla. hay que soñar un sueño sin voces, volver a cantar escuchando. dejar correr una lágrima con la cara bajo la lluvia un silencio que sea un anuncio, un anuncio que lo nazca, un alba en la palabra alba.5 Se puede observar un proceso muy similar al explicado en el poema de Juarroz. En primer lugar, se plantea la ausencia de otredad que se da «cuando todo habla»; luego surge el imperativo hacia el silencio: «un sueño sin voces». Sueño y silencio hacen desaparecer al hombre como sujeto, acallan el «todo habla» de la realidad de la vigilia, y se busca el equilibrio que situó Juarroz entre «las figuras del silencio y las figuras de la palabra», condensado aquí en la imagen del «cantar escuchando». El canto como palabra poética, como canto que ya no es pura identidad porque incluye, en equilibrio, lo otro que viene de fuera, del silencio: por eso hay que cantar es-

4. M.Heidegger. Caminos de bosque. Alianza. Madrid. 1995, pág. 63. 2. Hugo Mujica, de su libro Para albergar una ausencia (1995) incluido en el volumen Poesía completa 1983-2004. Emecé Editores / Seix Barral. Buenos Aires. 2006, pág.321.

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cuchando. La renuncia o humildad que implica el acto de escuchar propicia la aparición de la profecía, del alba. El «alba» es la forma que no se ha formado; en el alba la noche no es la pura noche inaccesible, y el día no ha borrado la noche; el alba es el equilibrio, la balanza entre silencio y palabra, entre mundo y tierra. Es profecía, anuncio y origen, inminencia. También José Ángel Valente establece la misma relación de equilibrio y profecía en el siguiente poema, de título «Palabra»: Palabra hecha de nada. Rama en el aire vacío. Ala sin pájaro. Vuelo sin ala. Órbita de qué centro desnudo de toda imagen. Luz, donde aún no forma su innumerable rostro lo visible.6 La clave del poema de Valente en lo que se refiere a nuestra argumentación se concentra en ese adverbio «aún» que marca ese tiempo original y de inminencia, de profecía atenuada cuya misión no es la promesa cierta de un nuevo mundo, sino la de nombrar el silencio y lo indecible sin revelar su misterio. En términos heideggerianos, algo así como mostrar lo oculto como lo oculto. La repetición de la negación «sin» en este poema de Valente, asociada a la idea de desnudez y de despojamiento, nos recuerda también que en la «poesía del silencio» hay toda una estética de lo negativo: el silencio, la nada, el vacío, la oscuridad. Pero el despliegue de esa estética no me parece una mera cuestión de tendencias poéticas o de estilo (en el peor sentido de estos términos, es decir, repetición, fórmula, cliché, moda): creo que, como han mostrado los poemas anteriores, hay una sólida propuesta ética implicada: un llamamiento a la escucha, a la humildad, a renunciar a la identidad entendida como dominio absoluto de la realidad y sus significados. En uno de sus más célebres poemas, Jua-

«Pero el despliegue de esa estética no me parece una mera cuestión de tendencias poéticas o de estilo (en el peor sentido de estos términos, es decir, repetición, fórmula, cliché, moda): creo que, como han mostrado los poemas anteriores, hay una sólida propuesta ética implicada: un llamamiento a la escucha, a la humildad, a renunciar a la identidad entendida como dominio absoluto de la realidad y sus significados» rroz invitaba a «desbautizar el mundo», y ese neologismo esconde también una llamada ética que considero esencial a la labor del poeta: cuestionar el significado que una determinada época o pensamiento ha impuesto a los elementos de la realidad que habitamos, pues solo revelando su fragilidad puede existir el cambio, la aparición de algo nuevo. Hay una dimensión ética, más necesaria que nunca, en la estética del silencio, en la poesía entendida como un ejercicio de humildad y no de dominio que puede, en esa negación del «yo» y del lenguaje de la identidad, liberar a las palabras y, por extensión, al hombre, de sí mismos, del ruido incesante de este presente infinito que anula cualquier posibilidad de imaginar otro inicio, otra música.

6. J.A.Valente. Material memoria. Alianza Editorial. Madrid. 1999, pág. 21.

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TRILOGÍA COMO TRENZA DE LA TRANSACCIÓN por Florencia del Campo

1. Historia del llanto La historia de una década, de un país, de un niño, de un adolescente, de un hombre, se puede contar en tres actos, tres pactos, tres desengaños, revelaciones, revoluciones, descubrimientos y encubrimientos, en un abordaje casi de cámara con zoom que acerca al cuerpo la marca de un tiempo, y pone el foco en la piel, en el lagrimal, en las yemas de los dedos, en el cuero cabelludo, en la cara en primer plano, en la boca que mastica. Se escribe con el cuerpo y del cuerpo aun cuando se escribe historia o de la historia. La historia se hace con lo particular, con las partículas, con las células. Sin este foco en el acercamiento al cuerpo no alcanzarían ni tres actos para la dimensión ensayística y literaria de lo íntimo para alcanzar lo universal. La historia está escrita en presente, probablemente porque es presente, no es pasado, el pasado, «no se fuga uno para atrás, se fuga para adelante» canta Gabo Ferro, y luego esa canción me da otra palabra de otro título de la producción de Alan Pauls, como presente me dio pasado, porque la canción también dice «yo soy todo lo que recuerdo y vos todo lo que has olvidado, yo me muevo entre las cosas, vos entre fantasmas cansados». Fantasmas, pero esa es otra historia, o quizá no, ¿esa es otra historia? Pensar que no y no ir para atrás a borrarlo, a corregirlo, pensar que no y no hay pasado, no hay corrección, fugarse para adelante, fallar otra vez. ¿Cuántas veces? ¿Tres, trilogía? ¿Tres oportunidades de contar en presente el pasado y la historia en la intimidad y lo fantasmagórico en el cuerpo? Volver al cuerpo, volver al zoom: el pelo, las yemas de los dedos paspadas, las uñas, los ojos, la boca, el oído, los labios, la oreja… el zoom, Lo Cerca: el padre y el llanto. La máquina de llorar funciona con el acercamiento del padre, y la transacción queda hecha. El llanto es moneda, es dinero, es arma de extorsión y chantaje. Entre padre e hijo hay un ojo cámara con la lente al máximo del zoom, un máximo que se impone hasta en las mayúsculas, Lo Cerca, que llora. Y ese llanto cotiza. El llanto es una moneda que compra al padre o le compra al padre la matrícula en la escuela de la sensibilidad. Los muchachos también lloran. Y ese llanto es político, esa es la revelación que le llega cuando escucha a un cantautor de protesta y en los versos de la canción «descubre cuál es su causa, la causa por la que milita desde que tiene uso Fotografías de Casa América 60


«Los muchachos también lloran. Y ese llanto es político, esa es la revelación que le llega cuando escucha a un cantautor de protesta y en los versos de la canción “descubre cuál es su causa, la causa por la que milita desde que tiene uso de razón”, ese es el gran acontecimiento político de su vida, el momento epifánico, cuando ve claramente la revelación» de razón», ese es el gran acontecimiento político de su vida, el momento epifánico, cuando ve claramente la revelación, Lo Cerca hasta la piel, convirtiendo el mundo de la sensibilidad en campo de batalla. Hasta el segundo acontecimiento político de su vida: él ya no llora sino que es el que hace llorar, a una novia chilena, habiendo tenido que pasar antes por la decisión de negarle el llanto al padre, no volver a llorar, tomar esa posición como un compañero, años más tarde, toma una posición política (que él imita) y llora ante la muerte de Allende, que él no llora, porque su amigo está Cerca y él intenta estarlo pero parece que todavía no puede, no llega, no alcanza, dos años menor que su amigo, a la altura de esa convicción, mientras mastica un budín marmolado, dos colores, y la chilena católica de derechas, que quizá no se merezca tanto unos mocasines rojos, puede que ahora regrese a su país, y el otro Chile, muerto.

2.Historia del pelo ¿Todo pelo es político?1 Los triangulitos, para seguir hablando de la trilogía, pero es una vergüenza el chiste fácil, deténganme, deténganme…. En serio, ¿todo pelo es político? Sin lugar a dudas lo es el de la película donde Agnès Varda documenta a los Black Panters. Pelear por unos ideales, peinar ideología. Deténganme. Pero esto es en serio: si el llanto era moneda de cambio en la primera novela, el pelo no es menos valor monetario. Historia del llanto ya prepara el territorio para la Historia del pelo: el abuelo le pregunta al niño «¿cuándo te vas a cortar este pelo de nena, me querés decir, mariconcito?» y es una pregunta que guarda toda una ideología, este niño rubio, pelito lacio, que llora con su padre a quien luego le quita ese trofeo y que puede tironear la transacción sentimental como el abuelo le tironea de un mechoncito y lo humilla porque los muchachos no lloran ni usan pelo largo, para puto otros como Puig en tal caso, o ya veremos quiénes. Es el mismo abuelo de Historia del pelo, él lo recuerda, (¿es exactamente el mismo abuelo?), el que le agarra un mechón, como hizo con su pelo infantil, pero ahora tiene doce años, y amenaza con cortárselo y con los dedos imita una

tijera, el padre del padre (la idea de padre que atraviesa toda la trilogía, figura cuanto menos transversal) y su ley, su orden, la ley del padre pero entonces la ley del pelo: entregarse a la peluquería a ciegas, con la ignorancia absoluta, el desamparo, sabiendo que se sale de allí perdiendo, como quien pierde en el casino. Ya desde esta Historia del pelo, pero antes también desde la Historia del llanto, el abuelo, el padre del padre transversal que cruza la trilogía como una sombra que no puede borrar ni la falta de luz, le arrebata a su mujer el dinero, la caja chica, que ha ido ahorrando en medias, se lo descubre y se lo incinera y la acusa de habérselo robado, a ella, que solo quería una maquinita para depilarse, ¡depilarse!, sacarse pelos de la cara o de las piernas y poder ser una mujer deseable. Así que el abuelo, su marido, el que odia el pelo de su nieto porque parece una nenita, prefiere el pelo de su esposa, porque parece un hombre y no habrá otro hombre que desee un hombre. Ese descubrimiento

1. Parafraseo la canción «Todo preso es político» de la banda mítica argentina Patricio Rey y sus redonditos de ricota (o Los redondos), cuya letra dice «Si esta cárcel sigue así / todo preso es político // Deténgame / deténganlos».

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«La historia de una familia a través de sus cuerpos y sus relaciones de poder, así como la historia de una nación y sus, también, relaciones de poder, dominación, sometimiento, acusaciones, robos, arrebatos, expropiaciones, violencia» de los ahorros de la abuela, del robo, como se atreve a llamarlo la virilidad del abuelo, se cuenta ya en la Historia del llanto y anticipa si no todo, mucho: la Historia del pelo, pero también la Historia del dinero, es decir, la historia de una familia a través de sus cuerpos y sus relaciones de poder, así como la historia de una nación y sus, también, relaciones de poder, dominación, sometimiento, acusaciones, robos, arrebatos, expropiaciones, violencia. El abuelo le obliga a esa mujer a quemar el dinero expropiado, plata quemada, a dejarse el pelo indeseable, ya desde la Historia del llanto, pero luego en la Historia del pelo el dinero aparece anticipando la tercera y la última historia, y en la segunda de una manera radical: el pelo es moneda de cambio, es algo que cotiza, el pelo es oro, lingote, el pelo-plata, y el valor monetario del pelo es necesariamente una transacción no solo económica sino también política. Entonces lo que cotiza es el afro y en una lógica binaria de civilización y barbarie, lo rubio y lo morocho, que se tensiona, el pelito lacio de nenita versus el pelo negro mota del documental de Varda, la pregunta de si todo pelo es político es imparable, más aún cuando se alcanza la experiencia de la decepción, análoga a la que se alcanza en la Historia del llanto con la decepción por el padre y por el cantautor de protestas (que es el amigo del padre) y el reemplazo de la sensibilidad sin medida (de cambio) por la náusea que sabe ordenar el valor de las cosas, análogo a aquel momento epifánico donde hay que negarle el llanto al padre, aquí es la calva del padre, y de sus hermanos, toda la estirpe masculina de la familia, la que le revela políticamente que tener pelo es una condena porque pude perderse, y entonces la siguiente analogía no dicha pero servida y obvia: pelo-dinero; el problema de tener dinero es que puede perderse y la obsesión por no perderlo, como el pelo, usar buen shampoo quizá, cuidarlo, ocuparse de él, la condena, nada es gratis, tener es poder perder, y es de

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nuevo el padre, quien de la misma manera que en la historia primera lo lleva al pub a escuchar al cantautor de protesta, aquí lo cita en un bar y le pregunta si se puede saber qué se hizo en la cabeza, ese chico, que trata de accionar políticamente su pelo despojándose del rubio lacio de niña e intentando obtener algo negro afro o que pueda acercarse a la posibilidad de sostener, portar, una ideología que empieza a perseguir, es ese comentario, esa mirada del padre, lo que lo lanza a la peluquería no sin antes clavar su propia mirada en la calva del padre y observar que él tiene lo que su padre no. La mirada del padre es más filosa que la tijera-dedos de su abuelo; la mirada del padre corta y lo lanza «arrojado a la historia».

3. Historia del dinero Se cierra la trilogía con la tercera historia, la del dinero, pero si no se arrastran los billetes desde la primera, por lo menos se arrastran las transacciones económicas, el llanto y el pelo como monedas de cambio que, por otra parte, ¿cómo cotizan?, ¿cómo ponerles precio? ¿Cuánto puede valer un mechón de pelo del Che Guevara? ¿Cuánto cuesta el corte de pelo del peluquero Celso, con quien el narrador se obsesiona y se envuelve casi en un thriller donde una peluca es robada y un veterano de guerra pierde, entonces, toda su herencia? ¿Cuánto es una herencia? ¿Cuánto vale su propio mechón de pelo de bebé que su madre guarda por años y que luego le entrega en la adultez como heredar el propio pelo? ¿Cuánto vale lo que no tiene precio, como la peluca que usa la montonera Arrostito para secuestrar a Aramburu, que no tiene precio, pero que un coleccionista está dispuesto a pagar mucho por ella, que no tiene precio, pero que Celso se roba como quien roba lo que vale mucho? Volvamos al niño de seis años para empezar ordenadamente esta tercera historia. Ese niño que tiene seis años en 1966 y que es el mismo niño (¿es exactamente el mismo niño?) que a esa edad golpea la puerta del vecino militar con su triciclo, con la rueda delantera de las tres ruedas, como si golpeara solo con la Historia del llanto y las otras dos historias todavía estuvieran detrás, por venir más adelante, cuando avance la historia, el triciclo, como una rueda, como una trilogía, la puerta de ese vecino que en verdad es vecina, es una mujer, tiene pelo falso como bigote y un uniforme roto a diferencia de la pulcritud, prolijidad y perfección de los uniformes que como disfraces se pasean por una ciudad que pretende militarizar la vida civil, un disfraz como el de este niño de seis años de superhéroe, un superhéroe que sangra, como la historia, como luego esa misma vecina muerta y arrastrada por el terraplén del destacamento militar, la vecina de la calle Ortega y Gasset, la misma calle que reaparece en la última rueda del triciclo. El niño tiene seis años, sus padres ya se separaron, luego la madre tendrá otro marido y un amigo de la familia de este marido muere, y entonces ese objetivo, esa lente que se acerca y observa en su máximo de zoom las pequeñas cosas, como en la primera historia pueden ser las yemas de los dedos y en la segunda el rosto en primer plano de quien le lava la cabeza en una peluquería, tan cerca


que no se puede ni ver, que pierde las dimensiones de una cara, aquí penetra en la masticación, en el muerto que es recordado como aquel hombre que comía crostines y los masticaba de una manera particular. Ese tipo de acercamientos, físicos, con zoom, que parecen no tener nada que ver con nada pero que son justamente todo el foco de una manera de narrar, extrayendo las coordenadas políticas e históricas precisamente de los cuerpos y los detalles en un acto político por el cual queda demostrado que en lo íntimo se desatan las batallas —en las yemas de los dedos que se arrugan por la inmersión extendida en el agua de la pileta de natación a la que acude con su padre en la Historia del llanto, y en esas mismas yemas de dedos que se manchan con galletitas con forma de animales y con la tinta de los billetes con los que paga—, pues son experiencias de la que no se vuelve, como no se vuelve igual de otras experiencias de lo íntimo en una peluquería o en un pub con un cantautor de protestas. De vuelta: el pelo, la piel, las yemas, las uñas, los ojos, la boca, la saliva, la lengua, el oído, los labios, la oreja… La bestia. No está solo la casa de la calle Ortega y Gasset sino que en esta tercera historia aparece la casa de Mar del Plata y la casa uruguaya que se llama «la bestia», una casa enorme que no será más que problemas para la madre, ruina económica, mientras el padre lidia con sus propias ruinas, y cuando él tiene seis años lidia con la ruina de la impuntualidad y pierden un autobús de Mar del Plata a Villa Gesell, pero el padre no tarda en solucionar el problema parando un taxi para hacer ese traslado a cambio de un dinero absurdo que puede costear esos más de cien kilómetros en taxi, ¿cuánto puede eso costar? Es el dinero el centro de las transacciones, es el dinero el que mata al señor que mastica los crostines en una tramoya clandestina,

es el dinero en forma de fajo que su padre lleva siempre en el bolsillo, es el dinero una superficie llana para estamparle grafitis, los billetes como un muro, una pared en la calle, es el dinero para el juego, es el dinero para pagar un seguro de viaje a Europa, es el dinero para extorsionar en los secuestros, es el dinero una herencia en vida, es el dinero cash que maneja el padre… es la historia del padre. Es la muerte del padre, y la mudanza de una madre que tras perder las casas, perder las bestias y la bestialidad de la vida, esa madre del llanto final en la Historia del llanto, la madre de la habitación a oscuras y las persianas bajas y el deseo de dormir y los discos de algodón sobre los ojos, la madre cegada o enceguecida, (¿es exactamente la misma madre?), pide ayuda económica al hijo, que se la da a través de mensajeros, dinero que ella dice no recibir, y que luego él encuentra, entre zapatos, en pequeñas dosis, aquella caja chica en bollitos como la de su madre (la madre de la madre, su abuela) en la media para comprar una depiladora, aquellos billetes que él mismo le envió y ella dijo no haber recibido nunca. Es la mujer haciendo la caja chica de un dinero que llega por parte del hombre, el macho proveedor, que las rescata de una miseria que no tiene salvación posible, una miseria genética y de género. Si el padre atraviesa la trilogía de la transacción transversalmente, la madre es atravesada por la minucia y el chiquitaje al que la bestia gigante la condena. Historia del llanto, Historia del pelo e Historia del dinero, trenzadas, anudándose una en la otra, apretándose las tres, conforman una trilogía sobre una década de la historia argentina, una década clave, que señala en lo íntimo y en el cuerpo la transacción política que ambos, lo íntimo y el cuerpo, implican necesariamente.

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MESA REVUELTA

CRÓNICA DE DUBLÍN por Antonio Rivero Taravillo

N

o son mucha las ciudades de la literatura que integran el selecto club de la UNESCO. Dublín es por derecho propio una de ellas. Vuelvo a la capital de Irlanda por primera vez desde que se extendió la pandemia. Regresar a estas calles, nuevamente atestados los bares, llenos los conciertos, es como sentirse otra vez en casa. Con familiaridad y extrañeza a un tiempo, como sugiere un verso de Seamus Heaney de su libro Wintering Out que figura en un cartelón de la exposición organizada sobre él en la sede del Banco de Irlanda: «infeliz y en casa». La última vez había venido en el verano de 2019, meses antes de que la enfermedad se enseñoreara del mundo, con motivo de un congreso internacional sobre Flann O’Brien, el más divertido de los escritores irlandeses del siglo XX, aunque él también viera en Joyce rasgos de humor que destacó contra la industria joyceana de aburrido academicismo. O’Brien fue uno de los participantes (el poeta Patrick Kavanagh fue otro de ellos) en el primer Bloomsday, el 16 de junio de 1954. Es, ya se sabe, la celebración del día en que se desarrolla Ulises. Curiosamente, el mismo día nació en Chicago el guitarrista irlandés Dennis Cahill, del que, para mantener el suspense, solo diré ahora que hablaré de él más adelante. O’Brien escribió una Crónica de Dalkey en la que saca a un James Joyce inverosímilmente pacato. Yo ahora me dispongo a escribir una Crónica de Dublín, menos obra de ficción que testimonio. Contaré en ella experiencias varias de este viaje último a la ciudad, aunque no omitiré, a pesar de no haber pisado Dalkey en esta ocasión, la noticia de que en la localidad costera al sur de Dublín está el pub que da nombre a la Orden del Finnegans, grupo de conmilitones españoles y un mexicano que durante un tiempo fue cada año para celebrar el Bloomsday a la ciudad que Joyce dijo que inmortalizaría en su obra. Me refiero a Enrique Vila-Matas, Jordi Soler, José Antonio Garriga Vela, Antonio Soler y Eduardo Lago. Todos hombres, como se ve. Quizá por ello, en un libro que pergeñaron ponían en la cubierta a una Marilyn Monroe tan lectora de Ulises como ligerita de ropa. En el Finnegans estuve en una visita anterior con mi amigo Ciaran Cosgrove, catedrático emérito de literatura española e hispanoamericana en Trinity College. No lo pasamos mal. Delante de unas pintas de Guinness, Ciaran

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me contó con detalle cómo abordó a Borges cuando este visitó Dublín e hizo de intérprete del argentino. El autor de El Aleph se alojó en el hotel Shelbourne. De aquella visita dublinesa dejó breve testimonio en Atlas, un libro singular escrito en colaboración con María Kodama que compila sus diferentes viajes por todo el mundo. Borges había sido invitado a Dublín por Anthony Cronin, uno de los organizadores del mítico Bloomsday de 1954 y presidente del Comité Organizador de aquel otro de 1982, centenario del nacimiento de Joyce. Y como un juego de palabras joyceano, coincidió en las celebraciones con Anthony Burgess: Borges y Burgess. Este consignó la intervención de Borges en el Castillo de Dublín, al término de un banquete bullicioso en el que nadie pareció prestar atención a lo que dijera el argentino. De hecho, ¿quién narices era ese hombrecillo? En un ensayo sobre el Bloomsday, evoca John Banville cómo quienes fueron a recibir a Borges al aeropuerto lo dejaron en el Shelbourne y marcharon a recoger a más invitados. Al volver al hotel, allí seguía Borges en su habitación, que no había abandonado durante aquellas horas. Dónde iba a ir, dijo, si no conocía la ciudad ni a nadie en ella. Y cierra su recuerdo Banville, potenciando esa línea suya no lejana a veces de Beckett: «Desde entonces, cuando oigo hablar de las celebraciones del Bloomsday, esa, me temo, es la imagen en la que inmediatamente pienso: un viejo escritor ciego, uno de los mayores de su época, sentado a solas en una habitación de hotel que domina un St. Stephen’s Green que no puede ver». En su breve estancia dublinesa, Borges fue entrevistado varias veces: una de ellas por Francis Stuart para la revista Magill, uno de cuyos responsables era Colm Tóibín, quien pasó varias horas con el argentino. Otra entrevista fue realizada por Richard Kearney y por Seamus Heaney el mismo 16 de junio. Llama la atención que en aquel momento era Borges eterno candidato al Premio Nobel; sin embargo, nunca lo obtuvo y Heaney (que a la sazón solo había publicado cinco libro de poemas) lo ganó en 1995. En Atlas, Borges evoca ese viaje presidido por las sombras de Yeats y Joyce («dos máximos poetas barrocos» los llama), el Erígena, Wilde, Berkeley y George Moore. «De todas ellas», añade, «la más vívida es la Torre Redonda que no vi pero que mis manos tantearon, donde monjes que son nuestros bienhechores salvaron para nosotros en duros tiempos el griego y el latín, es decir, la cultura». Se refiere, y las fotos que ilustran su estampa lo corroboran, a una de las round towers de Glendalough, a las afueras de Dublín, ya en el condado de Wicklow. Temprano traductor de Ulises, Borges fue también pionero en la atención a O’Brien. Así sintetizó la novela experimental de este En Nadan-Dos-Pájaros: «Un estudiante de Dublín crea una novela sobre un tabernero de Dublín, que escribe una novela sobre los parroquianos (entre

«En un ensayo sobre el Bloomsday, evoca John Banville cómo quienes fueron a recibir a Borges al aeropuerto lo dejaron en el Shelbourne y marcharon a recoger a más invitados. Al volver al hotel, allí seguía Borges en su habitación, que no había abandonado durante aquellas horas. Dónde iba a ir, dijo, si no conocía la ciudad ni a nadie en ella» quienes está el estudiante), que a su vez escriben novelas en que figurará el tabernero y el estudiante, y otros compositores de novelas sobre otros novelistas». La novela de O’Brien se desarrolla en parte en el caserón al otro lado del parque que Borges no pudo ver, sede en tiempos del University College donde se aplica a no estudiar el novelista de la ficción y donde lo hizo también su autor. Ahora está allí, desde hace poco, el MoLI, museo literario en el que prima Joyce pero que alberga también exposiciones temporales. Con notable impertinencia le señalo a uno de los celadores que hay una errata en el rótulo en gaélico que da paso a una muestra sobre la literatura que hace un siglo surgió en la costa sudoriental de la isla, satirizada por O’Brien en el segundo de sus libros: La boca pobre. Otro escritor hispanoamericano que estuvo en Dublín un Bloomsday fue Gabriel García Márquez, que asistió al de 1997 invitado por el ex presidente mexicano Carlos Salinas de Gortari, a la sazón residente en la capital de Irlanda. También se hospedó el colombiano en el Shelbourne. Durante esa visita Gabo, su esposa y los Salinas de Gortari fueron a la torre Martello de Sandycove donde se inicia Ulises. Compatriota del autor de Cien años de soledad, Juan Gabriel Vásquez ganó en 2014 el premio IMPAC, concedido en Dublín, por El ruido de las cosas al caer.

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«En Atlas, Borges evoca ese viaje presidido por las sombras de Yeats y Joyce (“dos máximos poetas barrocos” los llama), el Erígena, Wilde, Berkeley y George Moore. “De todas ellas”, añade, “la más vívida es la Torre Redonda que no vi pero que mis manos tantearon, donde monjes que son nuestros bienhechores salvaron para nosotros en duros tiempos el griego y el latín, es decir, la cultura”. Se refiere, y las fotos que ilustran su estampa lo corroboran, a una de las round towers de Glendalough, a las afueras de Dublín, ya en el condado de Wicklow» Javier Marías lo recibió en 1997 por Corazón tan blanco. Otra ganadora de nuestra lengua ha sido la mexicana Valeria Luiselli por Desierto Sonoro, ya cuando el premio pasó a llamarse International Dublin Literary Award. En mi deambular paso junto a donde estuvo el Finn’s Hotel en el que Nora Barnacle, la mujer de Joyce, trabajaba cuando ella y él se conocieron. Está a unos 18 metros (los capítulos que tiene Ulises) de la sede del Instituto Cervantes, que desde hace algunos años organiza, en octubre, un festival llamado ISLA al que concurren autores irlandeses y, sean de América o España, en la lengua del escritor que precisamente fue aprovisionador de aquella Armada que vino a combatir a los ingleses que sojuzgaron a Irlanda. Vargas Llosa presentó en el Instituto Cervantes El sueño del celta, novela que reconstruye la vida y muerte de los protagonistas del Levantamiento de Pascua de 1916, Roger Casement, otro combate contra los ingleses en los que no hubo español en la clase de tropa, pero sí por ascendencia, pasada por Cuba: Éamon de Valera, pariente lejano del autor de Pepita Jiménez. Se celebra estos días otro festival, el de música tradicional Temple Bar TradFest. Ese es el motivo de mi viaje, pero entre los huecos que dejan los conciertos soy capaz de hallar momentos dedicados a la literatura. La visita de librerías es una de estas actividades complementarias. En An Siopa Leabhar veo varios ejemplares de una antología de Antonio Machado traducida al irlandés y algunos otros libros que tienen alguna relación con España, como uno sobre el Camino de Santiago también en irlandés o gaélico y una novela de aventuras que tiene como protagonista a uno de los condes que vinieron a España a servir al rey

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cuando se vieron obligados a abandonar su patria a principios del siglo XVII, tras la debacle de la Armada y la batalla de Kinsale. El libro sobre la peregrinación a Compostela es del mismo autor, Mícheál de Barra, que Na Gaeil i dTír na Gauchos, un curioso y documentado libro sobre la emigración irlandesa a la Argentina desde 1516 (que dio en escritores importantes como Benito Lynch o María Elena Walsh, sin olvidar al autor de Martín Fierro, que también tenía sangre irlandesa en sus venas por vía materna). Luego en Hodges Figgis, mencionada en Ulises, hojeo una vez más libros de varios poetas irlandeses que han traducido a sus colegas de lengua española. Quizá estos nombres no digan mucho, pero es de justicia traerlos aquí, al menos algunos de ellos como los de Pearse Hutchinson o Michael Hartnett, ya fallecidos. También Theo Dorgan, felizmente vivito y coleando, frecuente visitante de Granada y encandilado por el duende de García Lorca, tan importante también en la vida del dublinés que ha ganado el último Premio Comillas de Biografía, en este caso con sus memorias de infancia y juventud: Ian Gibson. Con Gibson y Martin Hayes, virtuoso violinista del condado de Clare, coincido habitualmente en las recepciones que la embajada de Irlanda en Madrid ofrece cada año con motivo de la festividad de san Patricio. Este año me encuentro con Hayes, sin embargo, en el vestíbulo del Shelbourne (cuya puerta giratoria parece no haber dejado genio sin pasar), donde se aloja estos días en los que ha venido a homenajear al guitarrista Cahill con el estreno de un documental, en una sala de cine, antes de que pase al canal de televisión que emite la mayor parte de su programación en gaélico. No será la proyección muy lejos de Fleet Street, donde está mi


pub preferido de Dublín, sin duda por sus vínculos literarios. Me refiero al Palace, por donde desfilaron en los años cincuenta y sesenta del pasado siglo casi todos los escritores y periodistas de importancia del país, entre ellos mi admirado O’Brien. También, no menos borrachines, Patrick Kavanagh y Brendan Behan, de quien este año se cumple el centenario de su nacimiento. Cerca de la filmoteca toca el sábado un grupo del que es vocalista quien acompañó al final de su carrera, ya abandonado el grupo al que perteneciera, Ronnie Drew, miembro fundador de The Dubliners. Poca gente sabe que Drew hizo sus pinitos en Sevilla, donde compró una guitarra flamenca. Con ella u otra posterior cantó numerosas veces «Viva la Quinta Brigada» sobre los irlandeses que vinieron a luchar a España durante la Guerra Civil (unos con la República y otros con Franco). En realidad, el título es erróneo, pues se trató de la Decimoquinta Brigada, pero ordinal tan largo no cabía en la letra de la canción. La penúltima tarde de mi estancia en la ciudad me reservo un par de horas para visitar la tumba de otro de los Dubliners, el legendario Luke Kelly, cuyos restos reposan en una anexo del cementerio de Glasnevin (escenario de capítulo 6 de Ulises). Con permiso de Van Morrison, Kelly es quien mejor interpretó la bellísima canción de Kavanagh «Raglan Road», que reparte su acción entre esta tranquila calle del sur de Dublín, allende el Grand Canal, y que recorro por primera vez, y la principal arteria peatonal, Grafton Street, tantas veces pateada. No son pocos los libros de autores hispanoamericanos (si el adjetivo incluye a los españoles) que han ambientado libros suyos en estas calles y paisajes. Viene a la memoria enseguida la novela Dublinesca de Vila-Matas, pero también Solos en los bares de noche, de Toni Montesinos, quien asimismo ha escrito poemas sobre la capital de Irlanda, como lo hizo Juan Manuel González (La llama de brezo) y espero que lo siga haciendo, tras varias entregas intercaladas en sus colecciones de poesía más recientes, José Manuel Benítez Ariza. Todos ellos, y numerosos más, evidencian el gran atractivo que Irlanda ofrece a los extranjeros. En la librería Books Upstairs, tras caballerosamente ayudar a cruzar la calle a una ancianita que teme al tranvía y que no descarto que sea una personificación de Irlanda, joven y hermosa en el fondo, me aprovisiono de más libros y revistas, incluido A Ghost in the Throat, el original de Doireann Ní Ghríofa que ha publicado en traducción la editorial hispano-mexicana Sexto Piso, curiosa relectura de la gran elegía de la literatura irlandesa en gaélico, escrita por una mujer. En las muchas actividades culturales organizadas por el Pabellón de Irlanda en la Expo de 1992 en Sevilla tuve el privilegio de oírsela recitar en versión inglesa a Sinéad Cusack cuando vino a mi ciudad con una representación de la compañía Field Day Theatre encabezada por los dos grandes Seamus: Seamus Heaney y Seamus Deane, compañeros de escuela en el colegio de san Columba, en Derry.

Es una de mis últimas noches en Dublín y tomo unos vinos con Banville en su local preferido, quien me habla con afecto de su amigo Rodrigo Fresán. Hablamos también de varios escritores irlandeses, y de Beckett. No da tiempo de hablar de todo, y mucho se queda en el tintero, aunque nada en las copas. ¿Sabrá el autor de El mar, buen lector de poesía, que su paisano tradujo al inglés una antología de poetas mexicanos seleccionada por Octavio Paz? Parte de esos poemas llegaron a integrar su propia obra. Al día siguiente es el aniversario de la muerte de Yeats y la Biblioteca Nacional ha organizado un acto en recuerdo del poeta, en el que participo leyendo una de mis traducciones de su Poesía reunida. Pude haber elegido «En Algeciras, una meditación sobe la muerte», por hacer patria, pero me decanto por los románticos versos de «Desea las telas del cielo», que parece un conciso trasunto de los Veinte poemas de amor y una canción desesperada de Neruda. Terminada la lectura, la puerta giratoria del Shelbourne también da vueltas para mí y me refugio en su Taberna de la Herradura (así llamada por la forma de la barra), a embriagarme de una potente cerveza oscura en barrica de whiskey. Fuera, al anochecer, ya del color del vaso si se hace caso omiso de su espuma, el parque está ya como lo viera o no lo viera Borges.

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BI BLIO TECA


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O algo así

Fernando Molano

Un beso de Dick

Vista desde una acera

Blatt & Ríos 208 páginas

Blatt & Ríos 264 páginas

Fernando Molano

En el primer semestre de 2023 Seix Barral publicó, con motivo del 25º aniversario de la muerte del autor, el volumen aún inédito Lo bello y las mariposas, que venía a añadirse al resto de títulos ya aparecidos en el marco de la Biblioteca Molano Vargas que el sello editorial publicó entre 2019 y 2020. En ella figuraban, precisamente, las novelas Un beso de Dick (que en 1992 ganó el premio de la Cámara de Comercio de Medellín) y Vista desde una acera, junto al poemario Todas las cosas y ninguna. Al mismo tiempo, la argentina Blatt & Ríos lanzaba su propia edición de la segunda de dichas novelas (escrita en 1997 pero inédita durante casi quince años, hasta su rescate en 2012), tras haber publicado previamente la primera. Además, había incorporado a su catálogo el libro de Pedro Adrián Zuluaga Todas las cosas y ninguna. En busca de Fernando Molano Vargas, y anunciaba su intención de ofrecer al público el volumen Todas mis cosas en tus bolsillos, libro de poemas ya aparecido también con anterioridad en Seix Barral y publicado por primera vez en 1998 por la Universidad de Antioquia, poco antes de que

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falleciera Molano, víctima de la pandemia del sida. Todo ello da prueba del renovado interés por la obra de este escritor nacido en Bogotá en 1961, no solo en Colombia sino también en el ámbito más general de las letras hispanoamericanas. En el marco de dicha obra, estas dos novelas (Un beso de Dick y Vista desde una acera) han ocupado un lugar central, además de ser prácticamente especulares entre ellas. La primera es la historia de Leonardo y Felipe, dos compañeros de clase de instituto, dos amigos, finalmente dos amantes; la segunda, la historia de Adrián y Fernando, que se nos presentan como niños, como estudiantes de universidad, como adolescentes, en unos saltos hacia atrás y hacia adelante en el tiempo y también entre las perspectivas y las vidas de los dos. Dos vidas finalmente compartidas, como pareja, pero también compañeros en el tramo final, tras el diagnóstico de la enfermedad. Aunque el lector sabe desde el principio que el final no es otro que la muerte, esta no es, en absoluto, una novela sobre la muerte. Al contrario: habla, por

encima de todo sobre el empeño por vivir, y por vivir juntos. Ambas novelas tienen un punto de unión referencial claro, compartido, que termina convirtiéndose en una imagen casi mítica: el beso que le da Oliver Twist a su amigo Dick al despedirse antes de irse a Londres, sin saber aún que esa sería la última vez que le vería, porque Dick iba a morir. Si ese gesto de cariño da título a la primera de las novelas, en Vista desde una acera Molano escribe: «Pronto olvidé la historia de Oliver, pero siempre lo recordé prometiéndole a Dick regresar y encontrarlo contento y feliz, y estar otra vez juntos. Y el beso que le dio Dick». Desde las lentes desde las que Molano nos ofrece mirar la vida, habrá, pues, que imaginar a Dick feliz. A menudo, Fernando Molano Vargas es presentado como autor de culto sobre todo como hito de la novela gay (si es que tal categoría siguiera siendo pertinente) colombiana. Desde esa perspectiva, su producción se enmarcaría, en lo que se refiere a su poética homoerótica, en la línea que de algún modo inaugurara Miguel Ángel Osorio


Benítez / Porfirio Barba Jacob (1883 - 1942) y continuara Raúl Gómez Jattin (1945-1997), y que en la narrativa iría (por simplificar) de Bernardo Arias Trujillo (Por los caminos de Sodoma, publicada en 1932, en Buenos Aires, bajo seudónimo) hasta llegar a Fernando Vallejo, pasando por el Te quiero mucho, poquito, nada de Félix Ángel (1975). Pero lo cierto es que Molano fue también un cronista crudo y a la vez, paradójicamente, tierno, de las desigualdades y la violencia de la Colombia que le tocó vivir («mi país, este lugar inicuo, enamorado de su pobreza, conforme y sin dignidad, ignorante del sentido de lo fraterno, de la amistad, del amor verdadero, imbécil y egoísta»). De los patrones de exclusión y de marginación, y de la voluntad de seguir viviendo, a pesar de todo. La obra de Molano es un canto humilde y a la vez profundamente inteligente al deseo y al amor como motores de supervivencia y como reducto último de humanidad. Coincido con muchos de los análisis ya realizados sobre las novelas de Molano Vargas en que su principal seña de identidad, aquello que lo convierte en una voz única en el panorama narrativo de los noventa, es precisamente el tono de su prosa: su candidez sin perder nunca la lucidez; su capacidad para pasar del comentario culto e inteligente al habla más coloquial; y la capacidad de asombro constante ante el mundo que es capaz de transmitir a sus personajes. Un tono que trasluce una visión de la vida extremadamente generosa, sin por ello arrogarse ninguna grandiosidad; una cosmovisión humanista que dirige la vista repetidamente a los periplos vitales y los aprendizajes de la infancia y la juventud, al amor y la carnalidad adolescentes, a la capacidad de lo lúdico para ser también poético, y que erige todo ello en expresión de la necesidad de retomar una mirada ante las cosas, ante los otros, que no caiga en la crueldad, que no haga del mundo un lugar aún más feo. Quizás sea esta una de las principales diferencias entre

las novelas de Molano y la propuesta narrativa de Vallejo, a menudo cáustica, amarga. Molano decía que sentía que, en el acto de escribir, conseguía de algún modo resguardar «del acecho de la realidad el resto de la confianza que aún tengo en los otros» (y, añadía, «en mí»). Podría hablarse, pues, de una cierta vocación de pureza, de intento de preservación de una fe intacta (en los demás, en sí mismo) sin por ello tener que engañarse o apartarse del mundo, del torrente de la vida, de la urgencia de la carne. También de una necesidad de combatir cierta forma de aislamiento, de silenciamiento socialmente impuesto: «Sabiéndome también una especie de indeseable, ¿comprenderán que me sintiese un tanto solo?». Molano presenta a los personajes de Vista desde una acera (y se presenta a sí mismo a través de ellos) inmersos en un flujo existencial siempre apasionado, articulado alrededor de un amor incuestionado, a pesar de los maltratos, abusos e injusticias vividas, a pesar de todos los reveses, hasta llegar al último, el definitivo, el de la enfermedad que terminó con su pareja y con él (con el escritor, con Fernando, como ya le había ocurrido al personaje, a Adrián) y su pareja antes de cumplir los cuarenta. La obra de Molano Vargas es por tanto expresión de un amor sincero y sin pretensiones por la literatura, que parece formar parte del mismo torrente de amor por el mundo, por la vida. En ese amor por las letras está, por un lado, la lectura: «Sucede que yo adoraba leer. Es difícil creerlo, ya sé. Porque entre todos sus aspectos oscuros, la pobreza tiene uno demasiado triste: los libros te llegan tarde (si te llegan). […] Pero lo cierto es que al gustico por los libros caí definitivamente por una especie de accidente de amor puro. Al menos es creo» (Vista desde una acera, págs. 88-89). Derivado de ello es su afecto por la Biblioteca Luis Ángel Arango de Bogotá, escenario frecuente de su novela, custodia de sus manuscritos. Por otro lado, está el amor por la escritura: «Creímos que la poesía

era algo así como un intento por descubrir lo que somos, lo que nuestra alma es. Un intento fracasado, de todos modos, sencillamente porque somos efímeros. No porque vayamos a morir. O también. Pero somos efímeros, antes que nada, porque nunca dejamos de cambiar. Este amor que siento hoy, quizás mañana no lo sentiré; o lo sentiré de otro modo: más fuerte o más frágil; más transparente o más interesado. Esto en lo que hoy creo, mañana lo descreeré. Lo que hoy pienso, lo pensaré de otro modo y no se parecerá a lo que pensé ayer. Tal vez solo seamos lo que una vez somos. Así que en un poema intentamos fijarnos […] será un instante verdadero que de alguna manera ata ese poco de bruma que somos y que a cada momento se disipa, para mantenernos allí flotando (en la vida) sin dejar perdernos del todo. Mientras morimos. O algo así» (p. 253). Y eso es precisamente lo que Molano le ofrece al lector. Un flotador para aferrarse al mundo sin hundirse en sus aguas turbias. O algo así.

por Sergio Colina Martín

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La borra del siglo Juan Forn

Yo recordaré por ustedes Seix Barral 376 páginas

Ningún siglo nos ha mostrado el alma humana como lo hizo el siglo XX. Será difícil observar un siglo más artístico; difícil encontrar uno más cruel. Hecho a partes iguales de arte y de muerte, el siglo XX es irrepetible en sus dos condiciones. Solo el cine, el jazz y el surrealismo serían razones suficientes para auparlo al Olimpo de los tiempos. Pero sabemos que hay mucho más que eso; como también sabemos que si hay timidez para colocarle un marbete dorado es solo por su atroz segunda condición. Tal vez sea esa dualidad la razón por la que muchos de sus protagonistas quedaron opacados bajo diferentes fórmulas. Rescatar algunas de esas historias olvidadas del siglo XX fue la labor que Juan Forn se impuso durante más de una década en las contraportadas del diario porteño Página/12. El desfile de personajes que pasaron por allí es, como el propio siglo XX, interminable. Yo recordaré por ustedes es una cuidada selección de esas contraportadas. En ellas nos encontramos con escritores y artistas a los que el siglo les dio la espalda, genios ensombrecidos o personajes anónimos; pero también al hijo de Kenzaburo Oé,

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los inicios de Danilo Kis, los paseos de Robert Walser, los desvaríos de Fellini, las excentricidades de Clarice Lispector o el rictus de Natalia Ginzburg. Y lo que tienen en común esas biografías condensadas en una hoja de periódico es que en todas ellas está cifrado algún recoveco del siglo XX. En la antigüedad se creía que la memoria residía en el corazón. Era el corazón el que tenía la capacidad de albergar todos nuestros recuerdos. Por eso la etimología nos dice que recordar es pasar algo dos veces por el corazón (re-cordis). Pero «recordar» también tuvo en otros tiempos —y todavía hoy en algunos lugares— el significado de «despertar». Así, uno de los versos más célebres del idioma: «Recuerde el alma dormida»; o Borges, en uno de sus mejores relatos de la última época: «El jueves a la noche lo recordó un golpecito suave en la puerta…» Y eso es lo que hace precisamente Juan Forn en sus contraportadas: despierta otro siglo XX para nosotros, y despierta nuestra curiosidad por todas esas historias olvidadas. Nacido en Buenos Aires en una familia acomodada, la propia vida de Juan

Forn terminó por parecerse a la de uno de esos artistas que por alguna razón se quedaron en los márgenes del siglo XX. Cuando estaba en su mejor momento como editor, escritor y periodista en Buenos Aires, le diagnosticaron una grave enfermedad que lo apartó de todo. Exiliado a la fuerza a un pueblo costero para guardar reposo y escapar de los excesos de la vida porteña, Juan Forn se sintió jubilado a los 40 años. Tal vez sin saberlo, Juan Forn fue la primera de sus contraportadas, el primer personaje de sus nuevas historias. Pero fue precisamente esa circunstancia —ese exilio— el que le permitió dar con la clave para escribir su mejor obra: los cuatro volúmenes de Los viernes que reúnen todas sus contraportadas para Página/12. Anglófilo durante buena parte de su juventud por decisión propia e influencia familiar —su abuela era inglesa—, Juan Forn constató dos hechos a su llegada al pueblo de Villa Gesell: primero, que tenía una gran cantidad de libros pendientes de leer en su enorme biblioteca, y segundo, que debía «quitarse el anglo de encima». Durante la siguiente década en su casa a pie de playa confesó leer «tone-


ladas de sangre judía, rusa, japonesa, mitteleuropea, italiana, latinoamericana, en forma de libros de todo tipo». De esas lecturas comenzaron a brotar las contraportadas que se editaban cada viernes en Página/12. Él mismo explicó el proceso de ese cambio en una entrevista: «Después de muchos años de escribir y leer ficción sentía que venía recorriendo un túnel en el que las paredes y el techo se hacían cada vez más estrechos. (…) Y fue como si aquel pasadizo desembocara de golpe en un salón enorme en el que convergían (y dialogaban) muchas cosas. Pude escribir dialogando mucho más fructíferamente con lo que estaba leyendo. Porque pasé de leer un 90 por ciento de narrativa y un 10 de no ficción a incrementar mis lecturas de biografías, ensayos y, especialmente, de esos textos indefinibles a los que solo se les puede llamar literatura: desde Masa y poder, de Canetti, a Habla, memoria, de Nabokov; desde Menos que uno, de Joseph Brodsky al Danubio, de Magris; desde Música para camaleones de Capote a la Excursión a los indios ranqueles de Mansilla. Los libros que más me gustan hoy son los imposibles de etiquetar, esos que saltan y toman de todos los géneros un poco». Crónicas, artículos, columnas, miniaturas, biografías con sabor a cuento. Llámenlos como quieran pero no encajarán del todo en ninguna de esas categorías. Porque las contraportadas de Juan Forn crearon un género híbrido en sí mismo. Antes hemos dicho que Yo recordaré por ustedes es una cuidada selección de esas contraportadas. Cabría matizar que el trabajo editorial —en el que participó el propio autor— ha ido mucho más allá de una mera selección. Ordenados por temáticas y yendo de lo general a lo particular, este gran trabajo convierte lo que hubiera sido una simple antología en un hermoso y unitario libro con el que el lector podrá dar la vuelta al mundo en 80 contraportadas o —como corregiría Cortázar— la vuelta a una contraportada en 80 mundos. Cada uno de los textos de Juan Forn está tensado como un arco y esa tensión

va encaminada desde el primer párrafo hasta el último a procurarnos un poso, una revelación final, esa indefinible sensación de haber comprendido algo del mundo que nos rodea. En ese sentido, los cuatro volúmenes de Los viernes funcionarían también como un gran manual de antropología. Todavía más asombroso resulta comprobar que muchas de estas miniaturas contienen no solo una sino dos historias que se entrecruzan. Apenas cuatro folios le bastan a Forn para armar dos historias cruzadas que nos saben a biografía, tienen algo de ensayo, no desdeñan la crítica y nos dejan un poso de cuento. Leídas de forma individual, estas contraportadas son una muestra del mejor periodismo cultural de nuestra idioma; leídas en su conjunto el proyecto se revela más ambicioso y funciona como una historia paralela del siglo XX, de personajes olvidados, de vidas esquizofrénicas, de suicidas, de curiosidades, de genios frustrados, de excéntricos. Sumados, todos ellos nos dan el alma de un siglo irrepetible; o mejor, su reverso, su contraportada: la espalda del siglo XX. Para el que alguna vez haya trabajado con la urgencia de un plazo resulta casi angustioso pensar en Juan Forn eligiendo una historia para su próxima entrega, escogiendo un poso de entre sus lecturas, una borra del siglo XX para estudiarla e interpretarla a su manera. Cuesta imaginar cómo llegar a tiempo cada viernes a una cita como esa que aúna muchas lecturas, investigación, tensión y, sobre todo, un poso —primero en el propio autor y después en el lector. El mismo Forn decía esto sobre su nuevo modo de trabajar: «La forma de escribir para Radar, la clase de libros que me obligó a leer y la manera en que he trabajado ese formato es haciendo un cruce de géneros, un mestizaje muy visible de biografía, ensayo, relato de ideas, crónica, confesión, cuento. (…) Hay un tempo en esa manera de escribir y pensar, muy afín con mi nueva vida, que consiste en estar gran parte del día frente a la computadora, o leyendo un libro, o caminan-

do por la playa. Tener tiempo para dejar que una idea llegue, ver cómo rebota con otros ecos, de cosas que he leído, o visto o escuchado». Además de escritor y periodista, Juan Forn fue un editor fundamental en la Argentina de los años 80 y 90. Sus colecciones Biblioteca del Sur y Espejo de la Argentina, o su dirección del suplemento cultural Radar fueron claves en esos años. Su última intuición, su canto del cisne editorial, fue ese milagro llamado Las malas, de Camila Sosa Villada, que él mismo prologó. Como muchos de sus retratados, Juan Forn mereció mejor suerte. Y tal vez por eso supo meterse bien en la piel de todos ellos para erigir un articulismo inconfundible que el lector de Página/12 esperaba con ansiedad cada viernes. Porque las contraportadas de Juan Forn fueron para muchos lectores, como diría Borges, una de las formas de la felicidad. Juan Forn murió el 20 de junio de 2021 de un infarto de miocardio cerca de su casa de Villa Gesell. Tenía 61 años. Por su corazón había pasado todo el siglo XX. El oficial, y ese otro paralelo que él fue construyendo cada semana para todos nosotros.

por Jacobo Iglesias

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Palestina en pedazos Lina Meruane

Palestina en pedazos Literatura Random House 352 páginas

En 2021 apareció en la editorial Random House de Chile un título tan inclasificable como necesario: Palestina en pedazos, firmado por la chilena de nacimiento, neoyorquina de adopción y palestina por genealogía Lina Meruane, autora que practica una escritura marcada por el riesgo en los más diversos géneros. Así lo demuestran sus incursiones en el periodismo cultural, la novela, el cuento, el teatro, el ensayo y la crónica, por las que ha recibido relevantes galardones y que, en una posición acorde con el momento histórico que vivimos, dan fe de su alergia a los límites. Atendiendo a esta consigna, Palestina en pedazos se descubre como un volumen en el que el fragmento deviene tanto acto de literatura como de escritura y lectura, única forma capaz de intervenir performativamente en la dolorosa realidad que aborda. Hablo, como se infiere del título, de la situación de un pueblo palestino condenado al exilio perpetuo -así lo señala la cita de Edward Said que abre el libro, según la cual «El destino de los palestinos ha sido, de algún modo, no terminar donde empezaron sino en algún lugar inesperado y lejano» -, con la que la autora se ha ido comprometiendo progresivamente desde

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2012 hasta nuestros días. Esto explica que nos encontremos ante una «obra en marcha», de la que probablemente aún no se ha escrito la última palabra y que aúna en sus secciones actuales una crónica de viaje –«Volverse Palestina»-, un ensayo sobre el lenguaje del conflicto –«Volvernos otros»y una reflexión ética y política sobre la identidad –«Rostros en mi rostro»-. Esta disposición a retazos, motivada por la urgencia de ofrecer testimonio sobre un tema en el que profundizamos guiados por la experiencia de la escritora -ella no duda en aseverar que la Lina real es la que firma estas páginas-, permite que transitemos por un texto en el que se dan la mano la melancolía (en las páginas dedicadas a la memoria familiar), la ironía (fundamental en aquellas que denuncian los dobles raseros institucionales) y la reflexión (vertebradora de los epígrafes que desmontan los prejuicios sobre lo que ocurre en Cisjordania). De este modo, la escritura de Meruane muestra una vez más lo acertado de la definición que le aplicó Roberto Bolaño –«surge de los martillazos de la conciencia, pero también de lo inasible y del dolor»-, realizando un progresivo viaje de reconocimiento que la lleva a «volverse

Palestina»; así se llamaba la primera parte de la obra cuando se publicó en 2013, expresión en la que el adjetivo «palestina» aparece en mayúsculas para denominar tanto una identidad como un país. Pero, como no podía ser de otro modo ante un conflicto abierto, la investigación ha continuado atendiendo a los tajos de la historia y el lenguaje, lo que explica que se hayan añadido al volumen meditaciones publicadas en diversos medios desde entonces y que el título final sea «Palestina en pedazos», con la connotación de violencia y desmembramiento que conlleva esta expresión. A estos títulos habría que añadir el «poema-ponencia» Palestina, por ejemplo (2018), en el que leemos versos tan significativos para comprender el alcance de su proyecto como los siguientes: «He querido creer que al escribir/ mi libro palestino –no mis novelas,/ no mis cuentos–ese libro vuelto/ PALESTINA/ he querido creer estar haciendo/ algo tan necesario/ otro pararse sobre la incesante línea de fuego». Este hecho explica la práctica de una escritura acosada por las preguntas, en la que el término volver, reiterado a lo largo de las páginas, connota tanto el retorno - todo co-


menzó con un viaje al Beit Jala de sus ancestros paternos contado en el reportaje «Una semana en Palestina» (2012)- como la conversión: o, lo que es lo mismo, la aceptación de una identidad en principio poco tenida en cuenta (Meruane recalca que, en su Chile de nacimiento, país que alberga la comunidad de palestinos más numerosa del mundo, ella nunca se había interesado especialmente por las propias raíces). Sin embargo, en estos años ha podido empatizar con la historia palestina y su gente hasta cambiar su postura: así lo señala la sección «Volvernos otros», tan cercana en su título al capital ensayo de Susan Sontag Regarding the Pain of Others (2003). Y puesto que, como comenta, «por más que una ponga un punto final, la terrible realidad de la ocupación ha continuado, exigiendo ser contada para evitar la desaparición de la historia palestina y de su gente», solo queda organizar a partir de la escritura un regreso hipotético para quienes no pudieron hacerlo: así se entiende la dedicatoria del libro, donde leemos «A mi padre, que se niega a regresar. A mis amigos A y Z, que se niegan a partir». Apunto ya los recursos formales con los que Palestina en pedazos se descubre como un texto abierto y dinámico, escrito no para cerrar heridas sino para recordar - la etimología del concepto nos habla de «volver a pasar por el corazón»- y mantener viva la reflexión sobre uno de los conflictos más enquistados y complejos entre los que asolan la geopolítica internacional. Así, la autora se revela como escriba de una violencia olvidada, narradora trapera en el sentido de «recolectora de desechos», que bucea en los documentos excluidos de la historia -testimonios orales, fotografías, apellidos, huellas dactilares, pasaportes, requerimientos burocráticos- para dar fe de lo que sucede más allá de las versiones oficiales. A caballo entre los postulados del New Historicism, la novela policial y la docuficción, se presenta como una investigadora que cava en las ruinas. Antologando testimonios olvidados -que colecciona con fruición-, logra reconocerse y destrabar los silencios que asolan a su comunidad. En su condición de «chatarrera de da-

tos», «flâneuse entre quincalla», se revela como voz especialmente adecuada para dar cuenta de lo sucedido. Asume, pues, una poética parecida a la desarrollada por Cristina Rivera Garza para recuperar la experiencia migratoria de sus abuelos en Autobiografía del algodón (2020) o por Nona Fernández en Voyager (2020), texto que toma su nombre de las dos sondas exploratorias que la NASA lanzó en 1977 y que aborda el tema de la memoria con especial pertinencia, pues, como se indica en sus páginas, «las Voyager están dotadas para ser dos perfectas cazadoras. Su labor es el registro. Almacenar fragmentos de la memoria estelar». La de Meruane es, pues, una escritura forense. Asumo este término desde la propia significación del término forense –«lo que es público y manifiesto»-. Este ha llevado a Eyal Weizman -en Forensic Architecture. Violence at the Threshold of Detectability (2017)- a acuñar el sintagma «arquitectura forense», con la que define su labor de detección de violencias soterradas en la materialidad de ciertos edificios. Esta idea puede aplicarse, igualmente, al volumen que comentamos. De ese modo, la escritura forense será la que testimonia la violencia por sí misma, asumiendo un discurso que supera la descripción para actuar sobre la experiencia del lector. A ello contribuye, en Palestina en pedazos, el uso de subepígrafes que fragmentan el texto en capítulos cortísimos, titulados en minúscula para reivindicar las voces clandestinas y los silencios que cuentan esta historia; el empleo de la frase paratáctica y breve; los frecuentes blancos de página; las tachaduras reales que permean el episodio de la correspondencia mantenida con el amigo residente en Cisjordania, y que refleja el drama de la autocensura. Entre todas estas estrategias, destaca el carácter metaliterario de «Volvernos otros», sección dedicada al lenguaje del conflicto donde Meruane medita sobre ciertos textos dedicados al mismo -firmados por autores como Amos Oz, David Grossman, Susan Sontag o Gideon Levy, entre otros-, y atiende a la importancia de las palabras. Así, escribe ciertos conceptos como si los

deletreara, aumentando el espacio entre las grafías, para denunciar la manipulación de la verdad llevada a cabo por los Estados. Por estos procedimientos de elipsis, eufemismos y perífrasis continuas, los palestinos desaparecen y son llamados «los habitantes árabes del país» o «los lugareños»; de igual manera, «establecimiento pacífico de la libertad» reemplaza a «ocupación», «gentes de los campamentos» a «refugiados», «terroristas» a «combatientes» o «Estado sionista» a «Israel» (ejemplo este último que afecta a la visión palestina, y que muestra cómo Meruane pretende en todo momento ser justa con las partes en conflicto). Concluyo destacando la necesidad de esta obra desbordante y desbordada, escrita por una autora que se defiende de la acusación de injerencia con un párrafo que revela la emoción inscrita frecuentemente en sus palabras: «Alguien me ha dicho que no me corresponden verdaderas velas en este entierro, pero yo me digo que al menos velitas me tocan. Las velas que arrastro prendidas desde la sangre. Las que estoy quemando al volver por escrito a Palestina cuando se enciende el terrible bombardeo de Gaza». Por todo ello, no podemos sino felicitarnos porque en mayo de este año Palestina en pedazos haya sido editada para el público español, acercándonos a los entresijos del conflicto sin renunciar a su condición de alta literatura.

por Francisca Noguerol

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«Con mi madre aprendí a caminar en círculos» Katya Adaui

Quiénes somos ahora Random House 221 páginas

Sin divismo, sin estridencias, alejada de las polémicas y la sobreexposición, Katya Adaui va construyendo en voz baja, libro a libro, una obra potente hecha de silencios, sobrentendidos y raccontos. La autora peruana, nacida en 1977, es una maestra de la elipsis, como lo demostró en su primera novela, Nunca sabré lo que entiendo (2014), y en las colecciones de relatos Un accidente llamado familia (2007), Aquí hay icebergs (2017) y Geografía de la oscuridad (2021). En su novela más reciente, Quiénes somos ahora, Adaui saca nuevo brillo a un recurso que ya se ha convertido en una marca personal junto con el motivo predilecto de sus historias: la familia. «Sale un Escarabajo, entra un Tico, sale un Escarabajo. Eso le puso en la carta. Mi padre sintetizó desplazar, competir, celar y cuernear. Muchos años después, yo aprendería de técnicas narrativas y del uso de la elipsis. Mi padre era un maestro de la elipsis. ¿Qué te gusta de Drago, mamá? Me gusta que compartamos el vicio y a Dios». Drago es, en Quiénes somos ahora, un amante de la madre; es taxista, conduce

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un Tico alquilado y es un beato; Alberto, el marido despechado, es un oscuro profesor de inglés, ateo y fumador, que anda en un Volkswagen. Pero la figura dominante en este racconto que avanza en círculos es la madre: una belleza de pelo corto, ojos azules, nariz respingada, seductora y de personalidad contradictoria, que ama a sus dos hijas pero al mismo tiempo ejerce sobre ellas y su marido una autoridad despótica, arbitraria e impredecible. Secretaria de gerencia en un banco, vive por encima de sus posibilidades, como lo dejan en claro los frecuentes embargos de sus compras a plazo. Consume con la misma avidez que juega en los tragamonedas del casino, buscando el golpe de suerte que, jura, cambiará su vida. Quiénes somos ahora continúa y, a la vez, subvierte una tradición de la narrativa peruana pródiga en madres idolatradas y sobreprotectoras, como las de Un mundo para Julius (1970), de Alfredo Bryce Echenique, y Yo amo a mi mami (1998), de Jaime Bayly. Pero si en ambas novelas la mirada corresponde a la de una niñez acomodada propia de la alta sociedad

limeña, la de Adaui arroja luz sobre una precaria clase media de casas pequeñas, infestadas de ratones, sin agua caliente, y de veraneos en pisos o residenciales baratas de paredes desconchadas por la humedad. El aspiracional sueño de la segunda vivienda se materializa para esta familia de cuatro integrantes en la chacra reseca donde hay una casa por cuyas cañerías nunca ha corrido una gota de agua. La acción de Quiénes somos ahora se inicia en 1986, el año de Chernóbil, el Challenger y el cometa Halley. Augurios funestos para la protagonista, entonces de nueve años, que espera en el aeropuerto de Lima el vuelo de Alitalia que trae de vuelta a su madre, quien vuelve de enterrar a su primer esposo. «Estaría solo una semana. Se quedó tres meses», recuerda su hija. El telón de fondo, en consecuencia, es el convulso Perú de los años 80, estremecido por los bombazos, los apagones y los cortes de agua; un país arrojado del fuego de Alan García, la hiperinflación y el terrorismo, a las brasas dictatoriales de Fujimori en los 90. «Un país que lloraba y se reía de su hambre. La cólera en el país del


cólera», como resume la narradora al advertir el violento subtexto que transmitía, durante ambas décadas, un programa cómico de la televisión peruana. Es también una sociedad brutalmente machista. A medida que crece, la protagonista conocerá el acoso sexual, incluso en espacios públicos, y la explotación laboral como vendedora de champú en centros comerciales y anfitriona de un local de comida rápida. El periodismo le ofrecerá una puerta de escape que termina llevándola hacia la literatura, fuera de su país natal. Para no echar mano del equívoco término «autoficción», solo digamos que la propia vida de la autora parece una cantera de historias que ocupa sin reservas en su narrativa de ficción. Katya Adaui no teme repetirse. En su novela reaparecen personajes y situaciones de sus magníficos cuentos. Aquí se integran a escenas convocadas por la memoria de la protagonista. Ni siquiera alcanzan a convertirse en capítulos propiamente tales. La mayoría son episodios breves, impresionistas, estructurados a partir de frases cortas que configuran párrafos exiguos cuando no, derechamente, frases que parecen versos encabalgados: «Dieciocho./ La mayoría de edad./La edad en que/ mi madre dio vueltas de campana y su cara inauguró/un respingo altanero, de frente parecía de perfil, […]». Como ya lo advertía el título de su primera colección de cuentos, la familia es para esta escritora un «accidente», en el sentido de que no se elige nacer en una y que todos, con más o menos cicatrices, sobrevivimos a ella. No hay seres predestinados el uno para el otro, sino encuentros en los que interviene el azar y que, a menudo, acaban tan abruptamente como empiezan. En el caso de Quiénes somos ahora ni siquiera el origen de la familia es una pareja que parta desde cero. La madre tuvo un hijo de su matrimonio anterior, que terminó marchándose a Italia, y la propia narradora, según recuerda, es fruto del último intento de su padre por tener otro hijo hombre; su progenitor estaba convencido de que iba a ser «Betito», el reemplazo del niño que murió. Vaya carga.

Decíamos que Quiénes somos ahora es un racconto que da vueltas en círculo. Lo es porque retoma algunas situaciones que describe al principio y las reescribe de otra forma, iluminándolas desde un ángulo distinto o estableciendo nuevas asociaciones de ideas. El presente —desde el que la narradora recuerda su infancia y adolescencia en Lima— transcurre en Buenos Aires, donde ahora vive dedicada a la escritura y los talleres literarios. Es mayo de 2021 —plena cuarentena del coronavirus— y su perra Mara, de 16 años, está enferma. La lleva a la veterinaria, quien hace lo que puede por retardar lo inevitable. Cuando llega, el dolor es insoportable. «La muerte es uterina», constata la narradora. «Duele como un cólico menstrual. También es natalicia, sale del ombligo como una raíz y se irradia». El inusual símil se vincula, en rápida transición, con la pérdida de los padres. Los huesos de los tres forman «un esqueleto nuevo, una misma osamenta, la estructura de mi memoria afectiva». Todo el relato, comprendemos, es la urna funeraria que contiene las cenizas de esos huesos. Quiénes somos ahora es una novela del duelo, una elegía, comparable en ciertos aspectos con El espíritu de mis padres sigue subiendo en la lluvia (2011), de Patricio Pron; con Mi libro enterrado (2013), de Mauro Libertella, o incluso con libros de no ficción como Los rendidos (2015) y Persona (2017), de José Carlos Agüero. Pero si en las obras mencionadas prima una indagación generacional de acentos más intelectuales, políticos y militantes, la de Katya Adaui explora las vidas de seres mucho menos conscientes de su época e incluso del sentido de sus propias existencias. El diálogo de la narradora con cada uno de sus padres antes de morir es casi idéntico: «Ojalá hubiera hecho todo lo que quería hacer. Ahora es tarde. ¿Y qué querías hacer, mamá? No lo sé. Ojalá lo hubiera sabido». Las cenizas de Mara fertilizan un pedazo tierra argentina, unidas a las de cientos de otras mascotas incineradas, pero ¿qué hacer con las de los padres? Es la gran pre-

gunta que recorre el libro, pues si con los perros solo hay recuerdos felices —como se lo hace ver la veterinaria a la protagonista—, de los padres no conservamos en la memoria únicamente imágenes amables en una tarde de playa o de las horas de sueño que sacrificaron para bajarnos la fiebre. Imposible borrar, al mismo tiempo, las palabras hirientes que se dijeron cuando peleaban o los castigos injustos que nos aplicaron. ¿Es necesario liberarse de la madre? ¿Es posible dejar de ser hija? La narradora lo conversa con su analista; incluso toma prestadas expresiones de su jerga. Por suerte son pocas y podemos seguir leyendo a paso rápido sin detenernos en consideraciones teóricas, deslumbrados por un lenguaje para el que nada es imposible. «Somos animales narrativos. Cada vez que no podemos contar algo, inventamos una historia», recordamos que decía Katya Adaui en su anterior novela. El resultado de esta fe en la escritura es una de las grandes novelas del último año, que confirma a Katya Adaui como la mejor estilista de su generación. Quiénes somos ahora es un libro de esmerada factura, con un cuidadoso trabajo de montaje, al que solo se le podría reprochar cierta indecisión en el final, aplazado una y otra vez, lo que, después de todo, es comprensible, pues la vida no es un camino en línea recta con un cierre tajante. La propia estructura recursiva de la novela asume la lección de su protagonista: «Con mi madre aprendí a caminar en círculos».

por Pedro Pablo Guerrero

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Lenguas muertas, lenguas dormidas, lenguas vivas Franco Félix

Lengua dormida Editorial Sexto Piso 252 páginas

De la ceremonia del día de muertos en México se sabe, por lo general, que sincretiza un modo de ofrecer al inframundo, o de reclamarle, una tregua festiva, con música, alcohol y alimentos, con el altar decorado con el brillo del papel picado, el fulgor de las veladoras, la humedad de las flores, para que se nos conceda el don de recibir en la memoria el encuentro con aquellos que ya no están. Pero en el seno de la festividad hay un ritual, y todo ritual es una invocación a través de las reliquias que de los ausentes quedan en este mundo. Esos objetos se ofrecen al altar como símbolo de lo que nos une con nuestros muertos. Sin embargo un día descubrimos que no hay reliquias, o que se han extraviado, o que nunca conservamos nada de los otros salvo el relato de un recuerdo difuso, o que, incluso, ellos han dejado poca cosa, casi nada, o se han encargado de borrarlo todo desde un día determinado hasta el origen, como queriendo reescribir, ocultar, que antes fueron otros cuya historia ha de permanecer lejos. Lo que sucede, en casos como este, me parece,

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es lo que el escritor mexicano, Franco Félix (Hermosillo, Sonora, 1980), expresa en su más reciente novela, Lengua dormida, donde descubre, en ese linde en que la muerte ha alcanzado ya el cuerpo de su madre, que también en la vida hay fronteras y que Ana María la trazó años atrás mediante el abandono de su primera familia, dejando así, a él, hijo de la nueva vida de su madre, el misterio por descubrir, el símbolo quebrado que nos impide completar el ritual, pero que nos lanza al camino de una búsqueda. La anécdota del libro se bifurca: es el relato de la muerte, y de la vida, de Ana María, pero también es el relato del descubrimiento de esa otra vida de la madre antes del hijo. Es por eso que Lengua dormida es, entre muchas cosas, un libro sobre los padres más allá de los hijos, sobre la pérdida de un presente y un futuro y la recuperación de un pasado. En la juventud, Ana María vivía en la Ciudad de México, contrajo matrimonio, tuvo hijos, una casa, una rutina: todo aquello que en las encomiendas del mundo tradicional nos

señala que ya está, que esto es la vida, que no hay más, que de aquí no hay que irse, aunque haya dificultades o pobreza o aburrimiento o violencia, esto es lo que hay, lo que toca. Pero Ana María, enfrentada al turbión de la violencia, huye, desaparece, se refugia durante un tiempo en la distancia y reaparece, más allá, en la lejanía de una ciudad en medio del desierto. Ahí, donde en principio se dice que nada germina, que nada crece, que todo es calor y calor y calor, Ana María recupera su vida, o construye una nueva, y los hijos del primer matrimonio quedan atrás (excepto la única hija, la única otra mujer de aquella familia, por la que regresa y a la que rescata como en un rapto, en la clandestinidad), y de ellos quedará, en la madre, la culpa de una libertad (un salvar la vida, literalmente) conseguida a cambio de la severa renuncia que a ojos de la primera familia la convertiría en una mala mujer, pero en una mujer viva. La narrativa de Franco Félix es un muestrario de riesgos estructurales, imaginativos y humorísticos: ya desde


Los gatos de Schrödinger, pasando por las crónicas de Kafka en traje de baño y hasta su novela más extensa, Maten a Darwin, el proyecto narrativo del autor sonorense es una de las apuestas más singulares en el panorama mexicano contemporáneo. Me parece que esta es la forma más directa en la que puedo expresarlo: siempre que se habla de la violencia del narcotráfico en el norte de México, una de las preguntas más recurrentes que uno escucha es la de cómo es posible vivir ahí con normalidad, cómo es posible que en medio de ese caos de tiroteos, cuerpos colgando de puentes, fosas clandestinas, desapariciones forzadas y calor sofocante (porque acaso el calor tiene algo que ver con la violencia), la gente siga viviendo con normalidad. La respuesta, para mí, la más clara, es el relato que hace Franco Félix en Lengua dormida: entre las dificultades económicas, la violencia y el eterno verano, una vida, la de Ana María, fraguó como una planta que, no sin espinas, celebraba la nueva vida, festiva y libre; atrás resuena, junto a los disparos, la culpa; junto al calor, la cerveza; junto al eterno buscarse la vida, la picardía cómica de sortear la precariedad de un Lazarillo o un Huck Finn. Es decir, una literatura de la vida en medio de esa maraña atroz de la violencia, de la vida cotidiana en el norte de México, con la marca distintiva de lo regional que lo convierte en un relato universalizable. La tradición literaria mexicana, en su vertiente norteña, es más conocida por los relatos que han trivializado la violencia del narcotráfico convirtiéndola en escenario contextual de un considerable número de novelas del género policiaco. Otras variantes, sin embargo, como la que persigue Franco Félix, dan cuenta de esa vida normal o cotidiana de una manera mucho más orgánica, menos programática y al margen de las demandas del mercado que convierten un contexto de tragedia en el libro del verano. Así, condensando la humorística creatividad irreverente

de David Toscana, el rigor casi ensayístico y desapropiativo de Cristina Rivera Garza y la poética socarronería de Abigael Bohórquez (tres referentes norteños), Franco Félix agrega el desparpajo de las alusiones al cine de terror, la música, la televisión y la cultura pop para lograr una estética particular, íntima y, al mismo tiempo, arrojada a la colectividad. La escapatoria de Ana María, decíamos, cultiva la culpa. Hay una escena en la que el narrador, en la infancia, en la casa familiar, escucha los balbuceos de un fantasma cuyo rostro flota en las habitaciones como una cabeza sin cuerpo que habla un lenguaje incomprensible: aterrado, corre en busca de los padres que duermen la borrachera en el delirio de viejos dolores, y es entonces que escucha a la madre decir, desde un pasado que revive en la resaca, Mis hijos, mis hijos, los abandoné, pobrecitos, mis hijos. Y el narrador, con el hermano menor a un lado, intenta despertarla diciéndole Nosotros estamos aquí, nosotros somos tus hijos, sin saber que ella hablaba de aquel pasado que ellos aún desconocían. Creo que en esa afirmación, en este «estamos aquí, somos nosotros tus hijos», sin saberlo en ese momento, yace el sentido esencial de un libro escrito para reconocer el desesperado gesto de Ana María para salvar la vida huyendo. Si Natalia Ginzburg hablaba del léxico de las familias, de los lenguajes que marcan los diversos momentos de la vida y las variadas relaciones afectivas, Franco Félix nos habla de una lengua, a veces de una gramática, que serviría para comunicarse con todos los mundos perdidos, abandonados o arrebatados de nuestra cercanía. Y es justamente así que el autor, en ese desierto que se supone vacío, yermo de símbolos y referentes, construye la épica familiar, el panteón del barrio, la estructura dramática de la ciudad y el paisaje, de una muerte, la de ella, y una soledad ciega, la del padre, y de las dificultades para hablar del pasado y

reconciliarlo con el presente. No estamos, pues, ante un «libro de duelo» al uso, sino más bien ante la celebración no de un modo de estar en el mundo, sino de un modo de recuperarlo, y, ante todo, este libro es la construcción de un símbolo, de un conjunto de símbolos, que hacían falta, quizá, en la historia de Ana María, para completar el ritual del recuerdo, que será, siempre, el de una lengua viva.

por Eduardo Ruiz Sosa

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Una historia donde la bondad gana el pulso al dolor Alma Delia Murillo

La cabeza de mi padre Alfaguara 210 páginas

«Todo lo que ocurre, ocurre para ser contado», escribe la mexicana Alma Delia Murillo (Ciudad Nezahualcóyotl, 1979) en su primera novela, La cabeza de mi padre, el relato en primera persona de una búsqueda personal, la del progeni-

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tor que abandonó la familia cuando ella tenía siete años. Al llegar a la cuarentena se plantea ser madre y es entonces cuando surge la necesidad imperiosa de echar la vista atrás, a los orígenes; de indagar para unir los puntos de la narración y continuarla. Contar y vivir en primera persona la experiencia familiar. La literatura reciente nos ha brindado volúmenes que comparten ese mismo punto de partida respecto a la figura paterna. Recordamos a Galder Reguera en Libro de familia reconstruyendo la figura que nunca llegó a conocer, a Eider Rodríguez en Material de construcción restaurando al padre alcohólico ya muerto o a Laura Ferrero en Los astronautas buscando al padre que se fue cuando era pequeña y formó otra familia. Todos ellos son testimonios que se leen como novelas. Conforman un género en sí mismo que no parece agotado. La propia autora cita en estas páginas las obras de Renato Cisneros o Karl Ove Knausgard. El libro de Murillo constituye una buena aportación por la contundencia de lo narrado y por el tono que le ha conferido. Cuenta el viaje al estado de Michoacán con algunos de sus hermanos –son ochoy su madre para conocer al padre. Recoge su propia trayectoria, su historia, que es también la de muchos otros hogares de un país donde los hombres se fueron (¿«Por qué somos tantos los mexicanos buscando al padre?»; de un país donde la violencia se extendió como una gota de aceite por todas partes –la también escritora mexicana Brenda Navarro lo plasmó con contundencia en Casa vacías-. La narradora es la benjamina de la familia, creció en la miseria pero sin dramatismo («El hambre es fuente inagotable de algo parecido a la felicidad si se busca la manera de saciarla», rodeada de hermanas –brilla la ternura y entrega de la mayor pese a sus limitaciones físicas-, y de la música de Juan Gabriel y Sonora Santanera. Siempre fue una niña intuitiva con un mundo onírico que anticipa, que presagia lo que va a acontecer. A los diecinueve años se fue de casa y ascendió socialmente siempre con los libros

como pasión. Ya mayor volcó en este texto, ágil, musical –letanías y oraciones cargadas de humor e ironía-, violento y tierno a la vez los resultados de ese viaje en busca del padre y de sí misma. Lo hace a partir de una fotografía de cuando era pequeña, donde aparece sujetada por un brazo, el del progenitor cuyo rostro no se muestra –una foto familiar propicia también el último trabajo de Laura Ferrero-. Hay un juego constante con el lenguaje y sus significados (mapadre, bellestia, hembracho, depresa…) que transmite mucho. De pequeña sustituyó en los documentos el calificativo finado por refinado para referirse al padre. Podría parecer forzado el cúmulo de temas que aparecen en la historia: la tragedia, la violencia y agresión machista, el narcotráfico, las crisis de ansiedad, la religión como refugio… Pero son parte de una realidad experimentada y capturan la imagen de un mundo tal cual es. Eso sí acompañada por el compás de lecturas de otros autores con los que comparte sentires, desde los clásicos como Shakespeare a más cercanos como Paul Auster, Siri Hustvedt o Manuel Vilas. El texto da vueltas al gran tema de la infancia y a la relación con los padres como motor literario. La familia como referente universal, cada una con sus particularidades («No hay familia sin herida») y la forma en que los progenitores moldean las vidas de los hijos, las constriñen o expanden. Sus ausencias marcan la madurez («Nos hacemos adultos cuando mueren nuestros padres»). «La bondad no hace literatura de interés», escribe la autora en este texto. Al concluir su lectura contradecimos esa sentencia. En este relato no exento de dolor y drama se apuesta por la bondad, la compasión y la reconciliación. Quien busca halla.

por Mey Zamora


Dromomanía y zonas de trashumancia Valeria Mata

Todo lo que se mueve Ediciones Comisura, Madrid, 2023 176 páginas

La estructura de algunos libros podría asemejarse a la de los árboles: cada hoja es independiente y podría vivir sin el concurso de sus compañeras, cada pasaje es una rama que puede conducirnos hacia otros pasajes o terminar de manera abrupta. Esto quiere decir que, si abriéramos Todo lo que se mueve por la página 113 (donde, por cierto, la autora habla de plantas), y retrocediéramos luego a la 34 (donde se exploran los conceptos de

errancia y condena), no variaría el sentido. Al no haber un orden cronológico, tampoco hay una necesidad de conexión entre los textos. Pero en el fondo sí hay conexión. Porque se trata de obras laberínticas, fragmentarias, espejos rotos cuyos pedazos siguen alumbrándonos aunque se hayan separado. Podríamos leer Todo lo que se mueve al revés: desde el final hacia el principio. Esta clase de volúmenes son cada vez más frecuentes en el panorama editorial y a muchos nos parecen necesarios: nos han vuelto adictos a esa forma de narrar, de construir una exploración en la que caben aforismos, anécdotas, memorias, dispersión de citas, fotografías, poemas, reflexiones y ensayos breves o minimalistas. Pensemos en Agua y jabón (Marta D. Riezu, Anagrama) o en Mi libro madre, mi libro monstruo (Kate Zambreno, La Uña Rota). Esa compleja simplicidad, si se me permite, constituye a la vez su fuerza y su encanto. Valeria Mata alude al rizoma propuesto por Deleuze y Guattari, en el que nuestra identidad no estaría sometida a la raíz sino a un único tallo, donde todos los puntos que lo conforman están conectados. También nos sirve. La edición original se publicó en México en 2020, merced a Ediciones Comisura. Años después la editorial desembarcó en nuestra península para ofrecer una versión española hacia finales de 2022. Yo no tuve noticia de ella, pese a que estoy al tanto de las novedades y recibo boletines diarios de las editoriales. Aventuro que quizá entonces Comisura no tenía distribuidora. El caso es que la segunda edición (junio de 2023) sí la he visto en las recomendaciones de algunas webs, en las mesas de las librerías y en la Feria del Libro de Madrid. En sus páginas, donde hallamos desde la anotación hasta el nudo de cavilaciones, pasando por el ensayo diminuto, el aforismo y el poema, la anécdota histórica y las pinceladas de recuerdos de la autora (Un libro que explora y da testimonio del desplazamiento necesita ser híbrido), descubrimos una magnífica disertación sobre lo que significa el viaje para quien

se lo toma en serio y no lo mira como una mera actividad para rellenar el hueco vacacional. Todo viajero debería leerlo; e incluso todo turista comprometido, de los que no se conforman con visitar sitios porque son tendencia. La autora aprende a comer con las manos bolas de arroz untadas en curry, porque es como manda la costumbre en el lugar en el que está, lo que le recuerda de inmediato lecturas de Susan Sontag y de Roland Barthes (y su maravilloso libro sobre Japón); nos cuenta la historia de Albert Dadas y sus tribulaciones por el mundo antes de ser diagnosticado con dromomanía o «inclinación obsesiva por trasladarse de un lugar a otro»; nos habla de su pasión por los hoteles y los períodos de permanencia en ellos; nos indica que existe en Tasmania un museo subterráneo; sostiene que con trayectos frecuentes uno renuncia a la falta de pertenencia y a la propiedad; relata anécdotas de sus periplos por Saigón, Helsinki, Ninh Binh, Shanghái, Ciudad de México… «Tengo una necesidad crónica de estar yéndome y mi cuerpo está más cómodo en estado de tránsito. Así, los textos e imágenes reunidos aquí son fruto del desplazamiento», anota Valeria Mata al inicio. En una de las secciones hallamos el título completo: «Todo lo que se mueve se resiste al encierro». Es, por tanto, una escritura en libertad. Que se resiste a los corsés y a los géneros, y en el que resuenan las palabras de la filósofa Rosi Braidotti, para quien la conciencia nómada es una forma de resistencia política […]. Un libro luminoso y espléndido que provoca de inmediato una segunda lectura, y por el que desfilan Bashõ, Chantal Maillard, Rafael Cadenas, Hélène Cixous…

por José Ángel Barrueco

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BIBLIOTECA

Una escritura que pide alas Laureano Debat

Casa de nadie Candaya 296 páginas

Este libro puede ser un ejemplo de narrativa inmersiva, si tomamos prestado el concepto del periodismo. El tema promete: un autor argentino comparte durante varios meses un apartamento en el que dos mujeres chilenas (madre e hija) viven y trabajan. Se dedican a la prostitución. El apartamento, situado en el Eixample de Barcelona, tiene la peculiaridad de disponer de un balcón que se abre al patio de un convento vecino. Un tema tan con-

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tundente podría dar de sí historias muy llamativas y disparatadas. Pero la novela parece contenerse en los límites de la experiencia real que el autor vivió durante unos meses en torno a 2010. Y para que funcione, serán claves tanto el punto de vista como la voz narradora. En este caso, Debat toma la opción del periodismo (oficio que también ejerce) y elabora una especie de crónica basada en los apuntes de sus observaciones. Frases ágiles, breves que siguen los movimientos o los gestos, o la quietud, de cada una de las dos mujeres cuando salen a descansar del trabajo en el espacio común de la cocina. Pero si fuéramos solamente de la mano de la voz masculina que narra, el libro se haría demasiado monótono y se caería atrapado entre las mismas paredes del apartamento. Ese es uno de los problemas a resolver. Para evitarlo, Debat intercala dos elementos: por un lado, fragmentos en cursiva, aparentemente transcritos, con la voz en primera persona de las dos mujeres que narran y desmadejan la historia de sus vidas y que apuntan a una explicación de todos los factores que las abocaron a la prostitución; por otro lado, un vademécum de curiosos detalles acerca de las diferentes medicinas que toman las dos. Otro elemento importante es el de la propia ciudad de Barcelona, que Debat conoce bien, y el momento, en un año de plena crisis económica, el del mundial de fútbol que gana la España del Barça con el gol de Iniesta, y en los inicios de la efervescencia independentista. Tanto el tema como el abordaje y la mirada recuerdan a algunas novelas experimentales, o naturalistas, del XIX y del XX. No es posible obviar el componente que más peso tiene en la novela (la experiencia vivida por el autor que le sirve de base), así que cabe preguntarse si el narrador habría optado por arriesgar un poco más la trama y el estilo si se hubiera tratado de una creación puramente imaginativa. Aquí está el verdadero problema: si el libro fuera enteramente periodístico, la longitud y la falta de nudos sólidos se sos-

tendrían mejor, puesto que manda la realidad, pero se presenta como novela. Y la literatura requiere de canto, aunque este se rompa, o distorsione. Esta crítica es solo una lectura de un libro que plantea varias, desde un acercamiento al tema de la prostitución, hasta un análisis del desarraigo o la huida de la soledad. La lectura fluye con ritmo gracias a la buena escritura con que se ha labrado, pero la historia se desarrolla sin apenas momentos de emoción. Y eso es lo que se echa de menos. Eso que hace a la literatura canta y volar. La magia de lo literario nos hace cruzar la frontera entre la lectura pasiva y la escena donde se desarrolla la trama. Algo aquí también nos dificulta ponernos en el lugar de las mujeres. Y no es porque lo haya escrito un hombre. Hay ciertas lagunas. No entendemos el hecho y la normalidad con la que el narrador cohabita con esa familia, ni siquiera cuando se prepara para la visita de sus padres. Hay algo frío que nos traba y no consigue dejarnos entrar ni en él ni en ellas. Nuevamente, la pregunta: ¿Quizá es que está demasiado atado a la realidad de lo vivido como para cambiarlo por la imaginación? ¿El perfil periodista del autor pesa sobre sus fines literarios? Esta es su primera novela. Para resolver la duda, habrá que esperar a su siguiente obra de ficción y constatar si se trata de su propia voz, de su estilo, o es un primer paso hacia un desarrollo literario mayor. Se trata pues de un libro correcto, que denota un gran esfuerzo de estructura y de engarce. De todo libro se aprende. De este, los desafíos del oficio de escribir y la necesidad de volar.

por Fco. Javier Sancho Mas


Conjeturas dantescas Miguel Barrero

La otra orilla Galaxia Gutenberg 235 páginas

En nuestra literatura no es frecuente el uso de un imaginario cultista, y ello a pesar de que el posmodernismo, con su recurrencia a las citas y a la incorporación de lo libresco en la conformación de la obra hasta el punto de poder prescindir de las obligaciones realistas para dotar de verosimilitud un texto de ficción, así parecía fomentarlo. De ahí que las narraciones publicadas en nuestro país en pleno fervor realista, incluso con la incorporación de técnicas más modernas provenientes del boom que no consiguieron cambiar en profundidad ese tra-

dicional anclaje nuestro en el realismo, como Larva o Poundemonium, de Julián Ríos, o Escuela de mandarines, Asclepios o Tríbada, de Miguel Espinosa, adquirieran desde el momento de su aparición leyenda de raras cuando no de extravagantes. Por eso cabría felicitarse de la aparición de un libro como el que nos ocupa, escrito por Miguel Barrero (Oviedo,1980), del que ya sabíamos de su buen hacer por obras como Espejo, La tinta del calamar o El rinoceronte y el poeta, y donde retoma el imaginario esotérico que desde su aparición acompañó a la Divina Comedia, de Dante, en un juego de correspondencias que recuerda en ocasiones esa atmósfera de thriller cultista de El nombre de la rosa, de Umberto Eco. Salvo que aquí la querencia borgiana y mallarmeana de Guillermo de Baskerville ha sido cambiada por el extenso juego de espejos del poema dantesco, sujeto a variadas interpretaciones, incluso las más mostrencas, como la construcción del Palacio Barolo en Buenos Aires y su réplica en el Palacio Salvo de Montevideo. Edificios construidos por el arquitecto Mario Palanti al modo de un Danteum, vale decir, una construcción que sigue con fidelidad el ordenamiento de la Divina Comedia: está dividido el edifico en tres partes, como la obra de Dante, y, de igual modo, se alzaron 22 pisos, al modo de las estrofas de los versos y ni que decir tiene que la distribución del edificio sigue las pautas trazadas por la sección áurea. Para abundar más en la cosa, en los días primeros de junio, a las ocho menos cuarto de la tarde, la Cruz del Sur se alinea sobre el Faro que corona el edificio dando lugar a cábalas curiosas, como si se simbolizara la entrada al Purgatorio de Dante y de Virgilio. La novela trata del viaje que un escritor español realiza en septiembre de 2019 a Buenos Aires con vistas a dar unas charlas sobre las relaciones entre la realidad y la ficción que promueve el Ministerio de Asuntos Exteriores dentro de un programa ideado para dar a conocer a lo más representativo de la joven generación de la literatura española. El

escritor elige la capital argentina, entre otras razones, porque su abuelo, en su juventud, había emigrado a Buenos Aires pero, al contrario que sus paisanos, no llegó a convertirse en el afortunado indiano que regresa a la vejez y volvió a España en cuanto tuvo dinero para pagarse el viaje de vuelta. Al terminar la charla, el escritor conoce a un viejo, Horacio Llana, que le habla de su búsqueda en la obra de Dante de un mapa que le indique el camino para reunirse con el alma de su fallecida esposa y, de paso, le informa que otro escritor español, Adrián Gallinar, se había interesado en la lectura de Llana y que había desaparecido en el transcurso de unas investigaciones sobre la obra dantesca. De paso, el delegado cultural de España, Ricardo Luís Fajardo, le pone al tanto de los símbolos esotéricos del Palacio Barolo y las ocultas intenciones que tuvo su arquitecto Mario Palanti en la construcción del edificio. Con estos elementos Barrero ha construido una suerte de thriller esotérico que lleva a cabo, en otro terreno, las ambiguas relaciones entre realidad y ficción, tema elegido para las charlas dadas por el protagonista de la narración. En este sentido, el de las correspondencias, la novela goza del especial buen hacer de su autor, cuyo mayor atractivo consiste en la armonía que se desprende de sus páginas, armonía que el tema elegido podría dar al traste al escapársele de las manos por la peculiar forma de sus planteamientos. No ha sido así y el lector asiste con gozo al desarrollo de una historia que se resuelve con la frase, «Nunca sabés lo que se puede creer o no» que Bárbara Soto, una curiosa mujer, le espeta al final al escritor.

por Juan Ángel Juristo

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BIBLIOTECA

La soledad en tres actos Gisela Leal

La soledad en tres actos Alfaguara 608 páginas

Después de haberse estrenado en 2012, cuando contaba veinticuatro años, con El Club de los Abandonados, la escritora mexicana Gisela Leal (Nuevo León, 1987) no sólo se convirtió en la autora más joven publicada por Alfaguara (el libro había sido finalista del Premio de Novela otorgado por la editorial en 2011) sino, sobre todo, en una escritora a tener en cuenta. Una trama envolvente sobre dos jóvenes que deben hacerse adultos y miserables para sobrevivir en una realidad compleja, más la prosa ejemplar, insistente y punzante, de Gise-

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la Leal, indicaban que detrás de ese debut literario había una escritora joven, sí, pero con un universo propio que no tardaría en encontrar su sitio. Así siguieron, pues, en 2015, El maravilloso y trágico arte de morir de amor, una novela-río de más de quinientas páginas, con personajes que viven entre la ilusión y el desengaño pero que no se resignan a las promesas del amor y, dos años después, Oda a la soledad: y a todo aquello que pudimos ser y no fuimos porque así somos, una novela intrafamiliar que es un viaje al corazón del suicidio y a una respuesta a eso que se insinúa en el título: ¿cómo llegamos a ser lo que somos? Ahora, con La soledad en tres actos, Gisela Leal, que proviene del mundo de la publicidad y reside en Nueva York, continúa su periplo de escritora con una novela tan potente e inquietante como las que la precedieron: la estampa tenebrosa de un presente vacío que sólo puede encaminarse hacia el desastre y que no llega, sin embargo, en forma de catástrofe, como si fuera el fin del mundo, sino en una forma de daño que ya está aquí, en la vida cotidiana, todo el tiempo. Dividida en tres partes, es decir, en tres actos, la novela gira en torno a la finca La Soledad, un sitio donde sólo habita el desamparo y está al borde del desmoronamiento como desmoronada está la familia que la posee y vive en ella. Una familia cuyos miembros viven tan ensimismados que acaban desmembrados, sin ojos ni corazón para nadie más que para ellos mismos. Allí están, por ejemplo, Dionisio, el paterfamilias, el hombre que hizo fortuna con un pequeño viñedo que después fue La Soledad; también está Teresa, su esposa, una mujer fría y distante; Nicolás, el hijo de Dionisio, que mastica un odio furibundo a su padre; Antonia, su media hermana e hija de Teresa y protagonista principal de un entramado trágico en el que ella, más que una víctima, que lo es, es más bien el síntoma. Gisela Leal, con una prosa que serpentea y es puro ritmo y un estilo musical, se entromete en esta familia y en La Sole-

dad, un nombre que es metáfora y premonición de lo que ocurre y ocurrirá allí, con una mirada de entomólogo y retrata no sólo a los personajes y sus vínculos fallidos, sino especialmente los huecos, los hiatos que hay entre ellos y ese goce solitario al que los lleva estar consigo mismos. Dionisio, que sólo piensa en sus negocios, ignora a su hija; Teresa, que fue madre por ser madre, por el deber de dejar descendencia, también. Y Antonia, que ha padecido sus traumas, los vive en carne propia, atiborrándose de pastillas. Pero la novela no es eso. Es algo más que un argumento y es mucho más que unas tramas bien ensambladas y más, mucho más, que una reflexión sobre la condición humana y la corrupción que provoca el dinero y la avaricia y la acumulación de capital. Porque Gisela Leal, más allá de todo, inventa una manera de contar una historia y, hacerlo, inventa una forma y una forma, además, de hacer literatura. No es extraño, en ese sentido, que en medio de ese espacio desolado, de ese mundo contaminado por el poder, el dinero, la lujuria y la corrupción, el narrador no sólo componga un universo de ficción, una especie de universo total, lleno de detalles y matices, capaz de desvelar lo más profundo de la miseria humana, sino también un mundo en el que narrador es una presencia constante, intrusiva, una voz que viene del pasado y anuncia un futuro y contempla su obra como los dioses: con ironía, sí, con sarcasmo, pero también con tristeza y desazón.

por Diego Gándara


Un libro con problemas Pablo Gutiérrez

La tercera clase La Navaja Suiza 177 páginas

Pablo Gutiérrez (Huelva, 1978) copó la atención de los prescriptores literarios más influyentes allá por 2010, cuando ganó el Premio Ojo Crítico con Nada es crucial, al que siguió Ensimismada correspondencia, ambos publicados en Lengua de Trapo, cuando la editorial aún marcaba tendencia. Una trayectoria afortunada que le permitió dar el salto a Seix Barral, donde publicó tres títulos, el último, Cabezas cortadas, hace cinco años. Después, una novela juvenil en Edebé, y La tercera clase (La Navaja Suiza), que la editorial que dirige Elena Ramírez habría rechazado por

razones que desconocemos. Una novela con problemas. Como los personajes que la pueblan. Concebida como «novela perspectivista», el relato de La tercera clase se construye a partir de los monólogos de decenas de personajes. Un collage colectivo formado por los alumnos de esa llamada tercera clase (el repositorio de lo peor de cada casa, dicho con brocha gorda), y los profesores de instituto que tratan de lidiar con ese contexto sobrecargado de conflictos, de problemas. Recordaría, en ese sentido, a la película La clase (2008) retrato de la banlieu y los problemas derivados de la marginalidad y las dificultades de inclusión. Quizá inspirado en esa película, Gutiérrez vuelca todos los problemas que conviven en permanente conflicto en La Broa, particular región imaginaria que es un trasunto de la Baja Andalucía, o el Cádiz profundo de las barriadas más desfavorecidas de localidades como Sanlúcar de Barrameda. Ahí, precisamente, da clases en un instituto el propio Gutiérrez, lo que se entiende como un valor añadido. El maestro Pablo Gutiérrez que estaba ahí. El personaje de Eduardo, que funciona como alter ego del autor, sintetiza la frustración de vivir en el meollo de un «narcosistema» que, como los trajes fabricados con asbestos, protege contra el fuego de la vida al tiempo que mataba a sus portadores. De ahí su lamento de todo ese «folclore narco» que ampara la ilegalidad del negocio del hachís, la sostiene, la fomenta para beneficio de unos pocos que optan por ese atajo económico en lugar de deslomarse recogiendo zanahorias. Porque no hay más dilema: el narco o la peonada agrícola. El drama, por tanto, invade todas y cada una de las páginas de esta novela con problemas, lo que se traduce en una lectura áspera a la que se suma esa estructura de historias que encadenan una tras otra sin que resulte fácil localizar el hilo conductor, ese punto ciego que propone Javier Cercas en su ensayo homónimo. ¿A dónde vamos? ¿Qué perseguimos? ¿Qué historias de las que cuentan Guti, Mauri, Aurora, María, Jasón, Alberto, Bento, Dámaris,

Valme, Aldo, Regla, Juanloco, Nico, además de las de Dolores, Eduardo, Aurora, Rodrigo, Mario, Antonio, Sebastián y Beatriz, nos orientan entre toda esta avalancha perspectivista? Quizá esa sea la propuesta, ambiciosa, de Gutiérrez: aturdir al lector del modo similar al que a los docentes de institutos como el que se narra en la novela aturden sus alumnos, los bloques de hormigón como paisaje cotidiano, los horizontes cercenados, la violencia en el aire. Al respecto, es digno de subrayar el desahogo de Lupe, una de las voces que articulan el relato coral, cuando compara el instituto con una cárcel: «La arquitectura, el mobiliario, las ventanas enrejadas, la garita del conserje, las puertas de hierro con doble cerradura, los baños horripilantes, el descuido, la desesperanza, la rutina de timbre-patio-timbre, la sensación de que miles de almas en pena ya padecieron por esos mismos lugares». Entre tantos problemas, aparecen las virtudes. Esa denuncia de un sistema corrompido de raíz, en los cuales poco pueden hacer los que deberían educar para buscar otras direcciones, con esos docentes convertidos en convidados de piedra, paralizados entre la desazón y la impotencia. Quizá ese sea otro problema del libro, que el lector adivina de antemano que todo lo que se le cuenta está condenado sin remedio, que no hay solución ni esperanza posible y, por tanto, queda excluido, fuera de la clase. Novela de menos de doscientas páginas escrita en tres años, destila otro problema: la falta de espontaneidad y el trabajo concienzudo de plantilla. Como si la literatura respondiera a un propósito, como la denuncia que remitimos al agente de policía, solo que en este caso la recibe el lector. Olvidando que leer también está hecho para cierto goce, aunque sea dentro de la desolación, algo que sabía Primo Levi cuando escribió Si esto es un hombre.

por Eduardo Laporte

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